La Regenta - 59

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--Eso digo yo.... «Sufre que tu mujer oiga insolencias a la que quisiste
hacer tu concubina... o se lo cuento todo». Este es el lenguaje de la
conducta de esa meretriz solapada. Ahora bien: un consejo; solución;
¿qué hago? ¿sufrir en silencio? Absurdo. Además, puede acabársele la
paciencia a Anita, que si ha aguantado hasta ahora es por lo mucho que
le queda de cuando fue casi santa.... Pero si Ana se incomoda, si
sospecha... si... ¡triste de mí!
--Calma, hombre, calma.--¿Qué hacemos, Álvaro, qué hacemos?
--Es muy sencillo.--¡Sencillo!--Sí, hay que echar a Petra de esta
casa.
Don Víctor saltó en su silla.
--Eso es cortar el nudo...--Pues no hay más solución. Echarla.
Don Víctor expuso las dificultades y los peligros del remedio, pero don
Álvaro prometió allanarlo todo. «Él sabía cómo se trataba a esta gente.
Daba la casualidad feliz de que en la fonda en que él vivía como niño
mimado hacía tantos años, se necesitaba una muchacha para servir a los
huéspedes. Petra era que ni pintada para el caso; a ella la halagaría la
proposición; se la haría el mismo don Álvaro, y si por caso extraño
resistía, él sabría amenazarla de suerte que...» etc., etc. En fin, don
Víctor lo dejó en manos de su amigo y se fue al Casino, algo más
tranquilo.
--¿Usted se queda a preparar el terreno, eh?
--Sí, hombre, a arreglarlo todo.
En cuanto don Víctor cerró de un golpe la puerta de la escalera, Ana
entró asustada en el comedor. Iba a hablar, pero llegó Petra a recoger
el servicio del café y calló fingiendo leer _El Lábaro_. Salió la
doncella y Ana dijo:
--¿Qué hay, Álvaro?...
--Hay, que ya no te queda pretexto para negarme que venga de noche.
--No te entiendo...--Petra marcha de esta casa. Adiós espías.
--¡Petra! ¿qué marcha Petra?
--Sí, él me ha encargado de despedirla; dice que es insolente, que te
trata mal....
--¡Dios mío! ¿ha notado él?...
--Sí, boba, pero no te asustes... él lo toma... por donde no quema....
Mesía explicó a la Regenta el caso. La había enterado de todo y de mucho
más. Las tentativas del mísero don Víctor eran para la Regenta, gracias
a las calumnias de Álvaro, delitos consumados. Pero ella no atribuía a
esto la insolencia de la criada; temía que hubiese descubierto sus
amores con Mesía y que aquella soberbia, aquel desafío constante de sus
miradas, de sus sonrisas y de sus gestos fuese amenaza de revelar a don
Víctor su secreto.
--Ya ves como no era lo que tú temías, aprensiva.... Es muy posible,
probable que la pobre chica no sospeche nada, que su atrevimiento no sea
más que una amenaza al amo....
Ana se ruborizó. Todo aquello le repugnaba. «¡Aquel marido a quien ella
había sacrificado lo mejor de la vida, no sólo era un maníaco, un hombre
frío para ella, insustancial, sino que perseguía a las criadas de noche
por los pasillos, las sorprendía en su cuarto, les veía las ligas!...
¡Qué asco! No eran celos, ¿cómo habían de ser celos? Era asco; y una
especie de remordimiento retrospectivo por haber sacrificado a semejante
hombre la vida. Sí, la vida, que era la juventud».
«Álvaro--seguía pensando Ana--había hecho mal en revelarle aquellas
miserias, en hacer traición a Quintanar, por indigno que este fuera, y
sobre todo en avergonzarla a ella con las aventuras ridículas y
repugnantes del viejo». Pero como tenía empeño en limpiar de toda culpa
a su Mesía, a su señor, al hombre a quien se había entregado en cuerpo y
en alma _por toda la vida_, según ella, pronto le disculpaba,
reflexionando que «el pobre Álvaro hacía aquello por amor, por arrojar
del pensamiento de su Ana todo escrúpulo, todo miramiento que pudiera
atarla al viejo que había hecho de lo mejor de su vida un desierto de
tristeza».
«Tampoco le agradaba a Anita ver a su Álvaro metido en aquellos cuidados
domésticos de despedir criadas; y menos encontrarle tan experto en el
asunto; todo aquello, de puro prosaico y bajo, era repugnante, pero ¿qué
remedio? Álvaro lo hacía por ella, por gozar tranquilamente de aquella
felicidad que tantos años de martirio le había costado...».
Estos y todos los demás lunares que en Mesía le obligaba a descubrir de
poco acá el endiablado espíritu de análisis, camino de la locura según
ella, procuraba Ana convertirlos en otras tantas estrellas luminosas de
pura hermosura. Si alguna vez le sobrecogía la ida de perder a don
Álvaro, temblaba horrorizada, como en otro tiempo cuando temía perder a
Jesús.
Las primeras palabras de amor que Ana, ya vencida, se atrevió a murmurar
con voz apasionada y tierna al oído de su vencedor, no el día de la
rendición, mucho después, fueron para pedirle el juramento de la
constancia...
«Para siempre, Álvaro, para siempre, júramelo; si no es para siempre,
esto es un bochorno, es un crimen infame, villano...».
Mesía había jurado, y seguía jurando todos los días, una eternidad de
amores.
La idea de la soledad _después de aquello_, le parecía a la Regenta más
horrorosa que en un tiempo se le antojara la imagen del Infierno.
Con amor se podía vivir donde quiera, como quiera, sin pensar más que en
el amor mismo...; pero sin él... volverían los fantasmas negros que ella
a veces sentía rebullir allá en el fondo de su cabeza, como si asomaran
en un horizonte muy lejano, cual primeras sombras de una noche eterna,
vacía, espantosa. Ana sentía que acabarse el amor, aquella pasión
absorbente, fuerte, nueva, que gozaba por la primera vez en la vida,
sería para ella comenzar la locura.
«Sí, Álvaro; si tú me dejaras me volvería loca de fijo; tengo miedo a mi
cerebro cuando estoy sin ti, cuando no pienso en ti. Contigo no pienso
más que en quererte».
Esto solía decir ella en brazos de su amante, gozando sin hipocresía,
sin la timidez, que fue al principio real, grande, molesta para Mesía,
pero que al desaparecer no dejó en su lugar fingimiento. Ana se
entregaba al amor para sentir con toda la vehemencia de su temperamento,
y con una especie de furor que groseramente llamaba Mesía, para sí,
hambre atrasada.
Él estuvo el primer mes asustado. Si los primeros días renegaba del
miedo, de la ignorancia y de los escrúpulos (_absurdos en una mujer
casada de treinta años_, según la filosofía del Presidente del Casino),
pronto vio tan colmada la medida de sus deseos, que llegó a inquietarle
«otro aspecto» de sus amores. Nunca había sido más feliz. ¿Quería
satisfacer el amor propio a quien la edad empezaba a dar algunos
disgustos? Pues Ana, la mujer más hermosa de Vetusta, le adoraba; y le
adoraba por él, por su persona, por su cuerpo, por _el físico_. Muchas
veces, si a él le daba por hablar largo, y tendido, ella le tapaba la
boca con la mano y le decía en éxtasis de amor: «No hables». Mesía no
echaba esto a mala parte; también él reconocía que lo mejor era callar,
dejarse adorar por buen mozo. ¿Quería satisfacer caprichos de la carne
ahíta, gozar delicias delicadas de los sentidos? Pues la misma
ignorancia de Ana y la fuerza de su pasión y las circunstancias de su
vida anterior y las condiciones de su temperamento y la de su hermosura
facilitaban estos alambicados goces del gallo, corrido y gastado, pero
capaz de morir de placer sin miedo. Y a pesar de tanta felicidad, Mesía
estaba intranquilo.
--Está usted desmejorado--le decía Somoza.
--Cuidado--repetía Visitación.
Y él mismo notaba que su rostro perdía la lozana apariencia que había
recobrado en aquellos meses de buena vida, de ejercicio y abstinencia
que él, prudentemente, había observado antes de dar el ataque decisivo a
la fortaleza de la Regenta.
«Sí, sentía que dentro de su cuerpo había algo que hacía _crac_ de
cuando en cuando. Había polilla por allá dentro. Y lo que él temía no
era la enfermedad por la enfermedad, la vejez por la vejez; no; era buen
soldado del amor, héroe del placer, sabría morir en el campo de batalla.
Su inquietud era por otro motivo. Morir, bueno; pero decaer y decaer en
presencia de Ana era horroroso; era ridículo y era infame. Sí; él
faltaba a su juramento envejeciendo, perdiendo fuerzas. Recordaba con
escalofríos épocas pasadas en que decadencias pasajeras, producidas por
excesos de placer, le habían obligado a recurrir a expedientes
bochornosos, buenos para referirlos entre carcajadas en el Casino, a
última hora, a Paco, a Joaquín y demás trasnochadores, para referirlos
después de pasados, cuando el vigor volvía y ya las trazas cómicas no
eran necesarias; pero expedientes odiosos como la miseria y sus engaños.
Aquel fingir juventud, virilidad, constancia en el amor corporal,
parecíale a don Álvaro semejante a los recursos de la pobreza ostentosa
que describe Quevedo en el _Gran Tacaño_. Él también había sido más de
una vez, después de pródigo, el Gran Tacaño del amor.... Pero las trazas
antiguas serían imposibles ahora, si llegara el caso de necesitarlas....
«No, antes huir o pegarse un tiro. Ana, la pobre Ana, tenía derecho a
una juventud eterna e inagotable». Pero estas ideas tristes, aprensiones
de la edad, venían de tarde en tarde; lo más del tiempo semejante
inquietud dejaba libre al Tenorio vetustense gozando de aquellos amores
que reputaba la gloria más alta de su vida. Por su parte se confesaba
todo lo enamorado que él podía estarlo de quien no fuese don Álvaro
Mesía. Después del Presidente del Casino ningún ser de la tierra le
parecía más digno de adoración que su dócil Ana, su Ana frenética de
amor, como él había esperado siempre aun en los días de mayor
apartamiento. Don Álvaro no se confesaba a sí mismo, que había habido un
tiempo en que perdiera la esperanza de vencer a la Regenta. ¡La tenía
ahora tan vencida!
Mejor que nunca lo conoció cuando hubo que dar la gran batalla para
trasladar al caserón de los Ozores el nido del amor adúltero. Ana se
opuso, lloró, suplicó... «no, no; eso no, Álvaro, por Dios no, eso
nunca». Y resistió muchos días a las súplicas del amante que se quejaba
de lo poco y deprisa y sin comodidad que gozaba de su amor. Casi siempre
se veían en casa de Vegallana; allí eran sus cariños furtivos,
precipitados; pero el reposado dominio de horas y horas de voluptuosa
intimidad no era posible conseguirlo, si no se buscaba lugar menos
expuesto a sobresaltos, intermitencias y disimulos. Ana se negaba a
acudir a un rincón de amores que Álvaro prometía buscar; el mismo Álvaro
confesaba que era difícil encontrar semejante rincón seguro en un pueblo
_tan atrasado_ como Vetusta. Además, el lugar que él pudiera encontrar,
al cabo tenía que parecerle repugnante a ella; y como en Ana la
imaginación influía tanto, el desprecio del albergue podía llevarla a la
repugnancia del adulterio.... No había más remedio que tomar por asilo el
caserón de los Ozores. Era lo más seguro, lo más tranquilo, lo más
cómodo. Comprendía Álvaro los escrúpulos de Ana, pero se propuso
vencerlos y los venció. Sin embargo, si los obstáculos del orden
puramente moral, los _escrúpulos místicos_, como se decía Álvaro con
frase tan impropia como horriblemente grosera, se dejaron a un lado, a
fuerza de pasión, los _inconvenientes materiales_, las precauciones del
miedo opusieron dificultades de más importancia. A don Álvaro se le
ocurría que sin tener de su parte a una criada, a la doncella mejor, era
todo sino imposible muy difícil; pero ni siquiera se atrevió a proponer
a Anita su idea; la vio siempre desconfiada, mostrando antipatía mal
oculta hacia Petra, y comprendió además que era muy nueva la Regenta en
esta clase de aventuras, para llegar al cinismo de ampararse de
domésticas, y menos sabiendo de ellas que eran solicitadas por su
marido.
Pero otra cosa era conquistar a la criada sin que lo supiera el ama. ¿No
era Petra muy tentada de la risa? La aventura de la liga y otras de que
él tenía noticia ¿no probaban que era muy fácil interesar en su favor a
aquella muchacha? Sí. Y dicho y hecho. En ausencia de Ana y de don
Víctor, detrás de la puerta, en los pasillos, donde podía, don Álvaro
comenzó el ataque de Petra que se rindió mucho más pronto de lo que él
esperaba. Pero había un inconveniente muy grave. A la chica se le
ocurrió ser, o fingirse, desinteresada, preferir los locos juegos del
amor a las propinas, ofrecer sus servicios, con discretísimas medias
palabras y buenas obras, a cambio de un cariño que Mesía no estaba en
circunstancias de prodigar. «¡Pobre Ana, qué sabía ella de todas estas
complicaciones!». No sabía tampoco don Álvaro tanto como él creía.
Ignoraba por ejemplo que Petra podía permitirse el lujo de servirle bien
a él sin pensar en el interés, sin más pago que el del amor con que el
gallo vetustense ya no podía ser manirroto: no era Petra enemiga del
vil metal, ni la ambición de mejorar de suerte y hasta de _esfera_, como
ella sabía decir, era floja pasión en su alma, concupiscente de arriba
abajo; pero en Mesía no buscaba ella esto; le quería por buen mozo, por
burlarse a su modo del ama, a quien aborrecía «por hipócrita, por
guapetona y por orgullosa»; le quería por vanidad, y en cuanto a
servirle en lo que él deseaba, también a ella le convenía por satisfacer
su pasión favorita, después de la lujuria acaso, por satisfacer sus
venganzas. Vengábase protegiendo ahora los amores de Mesía y Ana, «del
idiota de don Víctor» que se ponía a comprometer a las muchachas sin
saber de la misa la media; vengábase de la misma Regenta que caía, caía,
gracias a ella, en un agujero sin fondo, que estaba, sin saberlo la
hipocritona en poder de su criada, la cual el día que le conviniese
podía descubrirlo todo. Tenía entre sus uñas a la señora ¿qué más quería
ella? Todas las noches pasaba unas cuantas horas, la honra y tal vez la
vida del amo, pendiente de un hilo que tenía ella, Petra, en la mano, y
si ella quería, si a ella se le antojaba, ¡zas! todo se aplastaba de
repente... ardía el mundo. Y como si esto en vez de un placer, en vez de
una gloria fuese para Petra una carga, un trabajo, el mejor mozo de
Vetusta le pagaba el servicio con _amores de señorito_ que eran los que
ella había saboreado siempre con más delicia, por un instinto de señorío
que siempre la había dominado. Pero además gozaba de otra venganza más
suculenta que todas estas la endiablada moza. ¿Y el Magistral? El
Magistral la había querido engañar, la había hecho suya; ella se había
entregado creyendo pasar en seguida a la plaza que más envidiaba en
Vetusta, la de Teresina. Petra sabía lo bien que colocaba doña Paula a
todas las que eran por algún tiempo doncellas en su casa. Teresina, a
quien esperaba para muy pronto una colocación de _señorona_ allá en
cierta administración de bienes del amo, casada con un buen mozo,
Teresina la había enterado de lo que ella no había podido observar y
adivinar, le había abierto los ojos y llenado la boca de agua; Petra
comprendía que la casa del Magistral era el camino más seguro para
llegar a casarse y ser _señora_ o poco menos.... La ocasión había
llegado; después de la romería de San Pedro creía ella que todo era
cuestión de semanas, de esperar una oportunidad; Teresina saldría pronto
bien colocada y entraría ella en su puesto.... Pero no fue así; el
Magistral no volvió a solicitar a Petra; cuando tuvo que hablarla, no
fue para asuntos que a ella directamente le importasen, fue... ¡qué
vergüenza! para comprarla como espía. Cierto es que el Provisor le
prometió para muy pronto la plaza de Teresina, con todas las ventajas
que su amiga disfrutaba e iba a disfrutar; pero de todas suertes a ella
se la había engañado; o mejor, se había engañado ella; pero esto no
quería reconocerlo la orgullosa rubia. Era el caso que, en su opinión,
el Magistral era amante de doña Ana hacía mucho tiempo, y que la escena
del bosque del Vivero la interpretó la vanidad de la criada como una
victoria de su belleza que había hecho caer en pecado de inconstancia al
canónigo. Creyó Petra que don Fermín la quería a ella ahora después de
haber querido a su ama. Caprichos así había visto ella muchos. Cuando se
convenció de que don Fermín, por mucho que disimulase, estaba enamorado
como un loco de la Regenta, furioso de celos, y de que no había sido su
amante ni con cien leguas, y de que a ella, a Petra, sólo la había
querido por instrumento, la ira, la envidia, la soberbia, la lujuria se
sublevaron dentro de ella saltando como sierpes; pero las acalló por de
pronto, disimuló, y por entonces sólo dio satisfacción a la avaricia.
Aceptó las proposiciones del canónigo. Ella entraría en casa de don
Fermín el día que fuese necesario salir del caserón de los Ozores, pero
entre tanto prestaría allí sus servicios bien pagada, mejor pagada de lo
que podía pensar. El canónigo sabría todo lo que pasaba; si doña Ana
recibía visitas, quién entraba cuando no estaba don Víctor o se quedaba
después de salir el amo, etc., etcétera.
Petra prometió decir todo lo que hubiera. Fingió no recordar siquiera
ciertas promesas de otro orden que a don Fermín se le habían escapado en
el calor de la improvisación en aquella dichosa mañana del Vivero, de
que estaba avergonzado. Cuando vio don Fermín a Petra tan propicia para
servirle por dinero, sintió más y más haber comenzado por el camino
absurdo, vergonzoso de una seducción... ridícula. Aquella aventura que
le recordaba las de antaño, le sonrojaba ahora, porque contradecía en
cierto modo aquel andamiaje de sofismas con que se explicaba su pasión
por la Regenta. «El amor purísimo que yo tengo, todo lo disculpa».
«¿Pero ese amor se aviene con aventuras como la del bosque? Claro que
no», le decía la conciencia. Por eso le repugnaba Petra ahora. Pero no
había más remedio que valerse de ella.
Petra era feliz en aquella vida de intrigas complicadas de que ella sola
tenía el cabo. Por ahora a quien servía con lealtad era a Mesía; este
pagaba en amor, aunque era algo remiso para el pago, y ella le ayudaba
cuanto podía, porque ayudarle era satisfacer los propios deseos: hundir
al ama, tenerla en un puño, y burlarse sangrientamente, del _idiota del
amo_ y del indino del canónigo. Para más adelante se reservaba la astuta
moza el derecho de vender a don Álvaro y ayudar a su señor, al que
pagaba, al que había de hacerla a ella señorona, a don Fermín. ¿Cuándo
había de ser esto? Ello diría. Si don Álvaro no se portaba bien, podía
ocurrir el caso, llegar la oportunidad; si ella se cansaba, o si
Teresina dejaba la plaza y por miedo de que otra la ocupase le convenía
correr a ella, también podía convenir echarlo a rodar todo. Entre tanto
don Fermín no sabía por Petra nada más que noticias vagas, suficientes
para tenerle toda la vida sobre espinas, para hacerle vivir como un loco
furioso que tenía además el tormento de disimular sus furores delante
del mundo, y de doña Paula singularmente.
De modo que si don Álvaro podía decir con razón: ¡Pobre Ana, que no sabe
nada de esto! también Petra podía exclamar: ¡Pobre don Álvaro, que no
sabe ni la cuarta parte de lo que tanto le importa!
El presidente del Casino de Vetusta no tuvo inconveniente en engañar a
la Regenta. Era, según él, muy justo respetar los escrúpulos de aquella
adúltera primeriza (otra frase grosera del seductor), que no podía
avenirse a tomar por encubridora a Petra; pero también era equitativo
que él, sin decírselo a doña Ana, fingiendo desconfiar también de la
doncella, aprovechase los servicios de esta, preciosos en tales
circunstancias. La cuestión era entrar todas las noches en la habitación
de la Regenta por el balcón. Esto se decía pronto, pero hacerlo ofrecía
serias dificultades. ¿A dónde daba el balcón del tocador? Al parque.
¿Cómo se podía entrar en el parque? Por la puerta. ¿Pero quién tenía la
llave de la puerta? Una, Frígilis; con esta no había que contar. ¿Y la
otra?
Don Víctor. Esta podía sustraérsele, pero Petra dijo que a tanto no se
comprometía, que aquello de andar llaves en el ajo era delicado y podía
comprometerla. Lo mejor era que el señorito saltase por la pared.
Justamente don Álvaro tenía las piernas muy largas. De esta manera la
comedia se representaba mejor; segura doña Ana de que don Álvaro saltaba
por el muro, no podía sospechar tan fácilmente que tenía cómplices
dentro de casa. Después llegar bajo el balcón, trepar por la reja del
piso bajo y encaramarse en la barandilla de hierro era cosa fácil para
tan buen mozo.
Todo esto lo hacía don Álvaro sin la ayuda directa, inmediata de Petra,
y doña Ana encontraba así muy verosímil todo lo que su amante decía de
su industria para entrar en el cuarto de ella. Para lo que servía Petra
era para vigilar, para evitar que don Álvaro pudiera ser sorprendido al
entrar o al salir, y para darse tales trazas que doña Ana creyese que
ella, la doncella, no había estado durante toda la noche en
circunstancias de poder notar la presencia del amante. Estaba además
allí para dar el grito de alarma si llegaba el caso, y para combinar las
horas. En el servicio de Petra había algo de la responsabilidad de un
jefe de estación de ferrocarril. Don Álvaro sabía, porque don Víctor se
lo había confesado, que el ex-regente y Frígilis, en cuanto llegaba el
tiempo, salían de caza mucho más temprano de lo que Ana creía. Petra era
la encargada de despertar al amo, porque Anselmo se dormía sin falta y
no cumplía su cometido: Frígilis llegaba al parque a la hora convenida,
ladraba... y bajaba don Víctor. Llegó a quejarse don Tomás de que sus
ladridos no siempre despertaban al amo ni a la doncella, de que se le
hacía esperar mucho tiempo, y para evitar reyertas y plantones, se
acordó que Crespo y Quintanar acudiesen al parque a la misma hora sin
necesidad de ladrar a nadie. Para mayor seguridad don Víctor compró un
reloj despertador que sonaba como un terremoto y con este aviso
automático, como él decía, acudió en adelante a la hora señalada para la
cita. Casi todas las mañanas Quintanar y Crespo llegaban al Parque a la
misma hora. El tren que los llevaba a las marismas y montes de Palomares
salía este año un poco más tarde y no necesitaban levantarse antes del
ser de día.
Todo esto necesitó saber don Álvaro para no exponerse a un choque en la
vía con Frígilis o con el mismísimo don Víctor. Este mismo, sin saber lo
que hacía, le enteró de sus horas de salida; y lo demás que necesitaba
saber de los pormenores se lo refirió Petra. Así pues no había miedo. Lo
de saltar la tapia ofreció algunas dificultades; pero una noche, por la
parte de fuera en la solitaria calleja de Traslacerca, el Tenorio
preparó removiendo piedras y quitando cal, dos o tres estribos muy
disimulados en el muro, hacia la esquina; hizo también con disimulo
fingidas grietas o resquicios que le permitieron apoyarse y ayudar la
ascensión, y quedó así vencido el principal obstáculo. Por la parte de
dentro todo fue como coser y cantar. Un tonel viejo arrimado al descuido
a la pared, y los restos de una espaldera, fueron escalones suficientes,
sin que nadie pudiese notarlo, para subir y bajar don Álvaro por la
parte del parque con toda la prisa que pudieran aconsejar las
circunstancias. Aquella escalera disimulada, la comparaba don Álvaro con
esas cajas de cerillas que ostentan la popular leyenda, ¿dónde está la
pastora? ¿dónde estaba la escala? Después de verla una vez no se veía
otra cosa; pero al que no se la mostraban no se le aparecía ella.
No faltaba más que lo peor, persuadir a la Regenta a que abriera el
balcón. Como a ella no se le podía hablar de las garantías de seguridad
que don Álvaro tenía dentro de casa, nada o poco se podía oponer a sus
argumentos relativos a las sospechas probables de la antipática Petra.
Pero al fin don Álvaro que había triunfado de lo más, triunfó de lo
menos: llegó a comprender Ana que era imposible, y tal vez ridículo,
negarse a recibir en su alcoba a un hombre a quien se había entregado
ella por completo. Mucho valía la castidad del lecho nupcial, o
ex-nupcial mejor dicho, pero ¿no valía más la castidad de la esposa
misma? Entre estos sofismas y la pasión y la constancia en el pedir
dieron la victoria a Mesía, que si no pudo acallar los sobresaltos de
Ana, quien a cada ruido creía sentir el espionaje de Petra, conseguía a
menudo hacerla olvidarse de todo para gozar del delirio amoroso en que
él sabía envolverla, como en una nube envenenada con opio.
Y así pasaban los días, asustada Ana de que tan poco después de la caída
fuese ella capaz de recibir a un hombre en su alcoba, ella, que tantos
años había sabido luchar antes de caer.
Aquella tarde de Navidad, después de recoger el servicio del café, Petra
salió de casa y se dirigió a la del Magistral.
La recibió doña Paula. Eran ahora muy buenas amigas. La madre del
Provisor conocía la estrecha simpatía que existía entre Teresina y la
doncella de la Regenta; y por la actual criada del _señorito_, de su
hijo, sabía que en el ánimo de Fermín, Petra era la persona destinada a
sustituir a Teresa el día, próximo ya, en que esta alcanzara el premio
consabido de salir de allí casada para administrar ciertos bienes de los
_Provisores_.
Doña Paula, que entendía a medias palabras, y aun sin necesidad de
ellas, ganosa de satisfacer aquel deseo de su hijo, según su política
constante, y de satisfacerle de una manera pulcra, intachable en la
forma, anticipándose a él, había resuelto tomar la iniciativa y ofrecer
a Petra ella misma aquel puesto que la rubia lúbrica tanto ambicionaba.
La proposición se hizo aquella tarde. Teresina iba a salir de casa de un
día a otro. Petra aceptó sin titubear, temblando de alegría. Hasta que
estuvo en el caserón de vuelta, no se le ocurrió pensar que aquella
felicidad suya acarreaba la desgracia de muchos, y hasta cierto punto su
propio daño. Adiós amores con don Álvaro, amores cada vez más escasos,
más escatimados por el libertino gracioso, que iba menudeando las
propinas y encareciendo las caricias, pero al fin _amores_ señoritos,
que la tenían orgullosa. ¿Qué hacer? No cabía duda, ser prudente, coger
el codiciado fruto, entrar en aquella _canonjía_, en casa del Magistral.
Para esto era preciso echar a rodar todo lo demás, romper aquel hilo que
ella tenía en la mano y del que estaban colgadas la honra, la
tranquilidad, tal vez la vida de varias personas. Al pensar esto Petra
se encogió de hombros. Se le figuró ver que caía la Regenta y se
aplastaba, que caía el Magistral y se aplastaba, que caía don Víctor y
se convertía en tortilla, que el mismo don Álvaro rodaba por el suelo
hecho añicos. No importaba. Había llegado el momento. Si perdía la
ocasión, la vacante de Teresina, podía entrar otra y adiós _señorío_
futuro. No había más remedio que ocupar la plaza inmediatamente. Pero
entonces había que decírselo todo al Provisor, porque en saliendo de
aquella casa ya no podía ser espía, ni ayudar al que la pagaba a abrir
los ojos de aquel estúpido de don Víctor, que, como era natural,
querría vengarse, castigar a los culpables; que sería lo que necesitaba
el canónigo, puesto que él no podía con sus manteos al hombro ir a
desafiar a don Álvaro. Petra discurría perfectamente en estas materias,
porque leía folletines, la colección de _Las Novedades_, que dejara en
un desván doña Anuncia, y sabía quién desafía a quién, llegado el caso
de descubrirse los amores de una señora casada. El que desafía es el
marido, no un pretendiente desairado, y mucho menos siendo cura. No
había duda, el Magistral la necesitaba a ella en el caserón llegado el
momento crítico... si salía antes y después no le servía, podía echarla
de casa por inútil. Había que hacerlo todo pronto, inmediatamente. ¿Y
qué iba a hacer? Una traición, eso desde luego, pero ¿cómo...?
En esto pensaba cuando entró en el comedor, ya al obscurecer, a preparar
la lámpara. Sintió que la sujetaban por la cintura y le daban un beso en
la nuca.
«Era el otro; ¡pobre, no sabía lo que le aguardaba!».
Don Álvaro, después de su conversación con Ana, la había hecho retirarse
y se había quedado solo en el comedor para «dar el ataque» a Petra y
proponerle, entre caricias, de que cada día le pesaba más, el cambio de
amos. No era cierto que hubiese vacante en la fonda, pero allí era él
amo y se crearía la vacante. Con toda la diplomacia que pudo emplear un
hombre que se creía principalmente político y era seductor de oficio,
ofreció a la doncella la nueva posición, «que sería divertidísima, y
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