La Regenta - 60

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lucrativa como pocas». Don Víctor le tenía miedo, doña Ana también, cada
cual por su motivo, y él, don Álvaro, sería mucho mejor servido si Petra
consentía en salir de la casa.
«Ya ves, hija, tú has cometido una falta, tratar a la señora con
altivez, con insolencia; esto, que es feo de por sí, la asustó a ella
haciéndole creer que sabes algo y que abusas de tu secreto; le asustó a
él que teme que vas a cantar, y me perjudica a mí, como comprendes,
porque... ya ves... estando asustada ella... recelosa... pago yo. A ti
ya no te necesito en esta casa, porque yo entro y salgo ya sin guías...
y allá en casa... en la fonda puedes sernos útil.... Además...».
Además, don Álvaro comprendía que ya no podía pagar a Petra sus
servicios con amor, porque cada día era más urgente economizarlo; y
llevando a la chica a la fonda, allí otros huéspedes hambrientos de esta
clase de bocados la distraerían y él cumpliría con propinas en adelante.
En suma, ya le estorbaba Petra en el caserón de los Ozores por muchos
conceptos. Pero a ella no se le podían dar tales razones.
--Señorito--dijo Petra, que a pesar de su resolución reciente, sintió en
el orgullo una herida de tres pulgadas--no necesita apurarse tanto para
convencerme de que debo irme de esta casa.
--No, hija, lo que es, si tú lo tomas por donde quema, yo no insisto.
--No señor, si no me deja usted explicarme.... Si yo quiero salir de
aquí; si precisamente... pero en cuanto a lo de irme a la fonda, no
señor. Una cosa es que una tenga sus caprichos y una buena voluntad,
¿entiende usted? y otra cosa que a una la regalen a los amigos, y la
lleven y la traigan... y....
--Pero, Petrica, si no es eso, si yo por tu bien....
Don Álvaro bajaba la voz y Petra la levantaba.
Pero la astuta moza, que sabía contenerse, cuando era por su bien, se
reprimió, y cambiando el tono, y el estilo se disculpó, disimuló el
enojo, y dijo que todo estaba perfectamente, y que ella misma pediría
la soldada, y se iría tan contenta, no a la fonda, sino a otra casa; una
proporción que tenía, y que no podía decir todavía cuál era. Por lo
demás, tan amigos, y si el señorito, don Álvaro, la necesitaba, allí la
tenía, porque la ley era ley; y en lo tocante a callar, un sepulcro. Que
ella lo había hecho por afición a una persona, que no había por qué
ocultarlo, y por lástima de otra, casada con un viejo chocho, inútil y
_chiflao_ que era una compasión.
Petra engañó otra vez a Mesía. Hasta le consintió nuevas caricias de
gratitud que él se juró serían las últimas, por lo de la economía, que
le tenía maniático.
Don Víctor supo aquella noche en el Casino que al día siguiente Petra
pediría la cuenta, se marcharía.
¡Oh placer! Quintanar respiró con fuerza de fuelle y abrazó a su amigo.
«Le debía algo mejor que la vida, la tranquilidad de su hogar
doméstico».
Trabajaba don Fermín en su despacho, envueltos los pies en el mantón
viejo de su madre; escribía a la luz blanquecina y monótona de la mañana
nublada. Un ruido le distrajo, levantó los ojos y vio en medio del
umbral a doña Paula, pálida, más pálida que solía.
--¿Qué hay, madre?--Está ahí esa Petra, la de Quintanar, que quiere
hablarte.
--¡Hablarme!... ¿tan temprano? ¿qué hora es?
--Las nueve.... Dice que es cosa urgente.... Parece que viene asustada...
le tiembla la voz....
El Magistral se puso del color de su madre, y en pie como por máquina:
--Que entre, que entre.... Doña Paula dio media vuelta y salió al
pasillo. Antes acarició a su hijo con una mirada de compasión de madre.
--Entra... dijo a Petra que, toda de negro, esperaba, con la cabeza
inclinada sobre el pecho.
Doña Paula quería comerse con los ojos el secreto de la criada. ¿Qué
sería? Dudó un momento... estuvo casi resuelta a preguntar... pero se
contuvo y dijo otra vez:
--Anda, hija mía, entra. «Hija mía--pensó Petra--esta me quiere en casa;
segura es mi suerte».
--¿Qué hay?--gritó el Magistral acercándose a la criada, como queriendo
salir al paso a las noticias....
Petra vio que estaban solos... y se echó a llorar.
Don Fermín hizo un gesto de impaciencia, que no vio Petra, porque tenía
los ojos humillados. Había querido hablar el canónigo, pero no había
podido; sentía en la garganta manos de hierro, y por el espinazo y las
piernas sacudimientos y un temblor tenue, frío y constante.
--¡Pronto! ¿qué pasa?...--pudo preguntar al cabo.
Petra dijo, sin cesar de gemir, que necesitaba que la oyese en
confesión, que no sabía si era una buena obra o un pecado lo que iba a
hacer, que ella quería servirle a él, servir a su amo, servir a Dios,
que al fin religión era también el interés del prójimo, pero... temía...
no sabía si debía....
--¡Habla!... ¡habla!... te digo que hables pronto... ¿qué hay, Petra?...
¿qué hay?...--Don Fermín, con disimulo, apoyó una mano en la mesa. Hubo
una pausa--. Habla, por Dios....
--¿En confesión?--Petra, habla... pronto...--Señor, yo he prometido
decir a usted... todo....
--Sí, todo, habla.--Pero ahora no sé... no sé... si debo....
Don Fermín corrió a la puerta, la cerró por dentro, y volviéndose rápido
y con ademán descompuesto, gritó, sujetando con fuerza el brazo de la
criada:
--¡Déjate de disimulos, habla o te arranco yo las palabras!
Petra le miró cara a cara, fingiendo humildad y miedo; «quería ver el
gesto que ponía aquel canónigo al saber que la señorona se la pegaba».
Petra dijo, sin rodeos, que había visto ella, con sus propios ojos, lo
que jamás hubiera creído. El mejor amigo del amo, aquel don Álvaro que
de día no se separaba de don Víctor... entraba de noche en el cuarto de
la señora por el balcón y no salía de allí hasta el amanecer. Ella le
había visto una noche, creyendo que soñaba, porque se había puesto a
espiar creyendo así desvanecer ciertas sospechas, pero ¡ay! era verdad,
era verdad.... Aquel infame había pervertido a la señorita, una santa....
¡Bien temía don Fermín!...».
Petra seguía hablando, pero hacía rato que De Pas no la oía.
En cuanto comprendió de qué se trataba, antes de oír las frases crudas
con que pintó la rubia lúbrica el asalto del caserón de los Ozores por
el Tenorio vetustense, don Fermín giró sobre los talones, como si fuera
a caer desplomado, dio dos pasos inciertos y llegó al balcón contra
cuyos cristales apoyó la frente. Parecía mirar a la calle. Pero tenía
los ojos cerrados.
Oía a Petra sin entender bien su palique, le molestaba el ruido de la
voz aguda y lacrimosa, no lo que decía, que ya no llegaba a la atención
del canónigo; quería mandarla callar, pero no podía, no podía hablar, no
podía moverse....
Petra habló todo lo que quiso. Cuando calló, se oyeron nada más los
ruidos apagados de la calle; las ruedas de un coche que corría muy
lejos, la voz de un mercader ambulante que pregonaba a grito limpio
paños de manos y encajes finos.
El Magistral estaba pensando que el cristal helado que oprimía su frente
parecía un cuchillo que le iba cercenando los sesos; y pensaba además
que su madre al meterle por la cabeza una sotana le había hecho tan
desgraciado, tan miserable, que él era en el mundo lo único digno de
lástima. La idea vulgar, falsa y grosera de comparar al clérigo con el
eunuco se le fue metiendo también por el cerebro con la humedad del
cristal helado. «Sí, él era como un eunuco enamorado, un objeto digno de
risa, una cosa repugnante de puro ridícula.... Su mujer, la Regenta, que
era su mujer, su legítima mujer, no ante Dios, no ante los hombres, ante
ellos dos, ante él sobre todo, ante su amor, ante su voluntad de hierro,
ante todas las ternuras de su alma, la Regenta, su hermana del alma, su
mujer, su esposa, su humilde esposa... le había engañado, le había
deshonrado, como otra mujer cualquiera; y él, que tenía sed de sangre,
ansias de apretar el cuello al infame, de ahogarle entre sus brazos,
seguro de poder hacerlo, seguro de vencerle, de pisarle, de patearle, de
reducirle a cachos, a polvo, a viento; él atado por los pies con un
trapo ignominioso, como un presidiario, como una cabra, como un rocín
libre en los prados, él, misérrimo cura, ludibrio de hombre disfrazado
de anafrodita, él tenía que callar, morderse la lengua, las manos, el
alma, todo lo suyo, nada del otro, nada del infame, del cobarde que le
escupía en la cara porque él tenía las manos atadas.... ¿Quién le tenía
sujeto? El mundo entero.... Veinte siglos de religión, millones de
espíritus ciegos, perezosos, que no veían el absurdo porque no les dolía
a ellos, que llamaban grandeza, abnegación, virtud a lo que era suplicio
injusto, bárbaro, necio, y sobre todo cruel... cruel.... Cientos de
papas, docenas de concilios, miles de pueblos, millones de piedras de
catedrales y cruces y conventos... toda la historia, toda la
civilización, un mundo de plomo, yacían sobre él, sobre sus brazos,
sobre sus piernas, eran sus grilletes.... Ana que le había consagrado el
alma, una fidelidad de un amor sobrehumano, le engañaba como a un marido
idiota, carnal y grosero.... ¡Le dejaba para entregarse a un miserable
lechuguino, a un fatuo, a un elegante de similor, a un hombre de yeso...
a una estatua hueca!... Y ni siquiera lástima le podía tener el mundo,
ni su madre que creía adorarle, podía darle consuelo, el consuelo de sus
brazos y sus lágrimas.... Si él se estuviera muriendo, su madre estaría a
sus pies mesándose el cabello, llorando desesperada; y para aquello, que
era mucho peor que morirse, mucho peor que condenarse... su madre no
tenía llanto, abrazos, desesperación, ni miradas siquiera... Él no podía
hablar, ella no podía adivinar, no debía.... No había más que un deber
supremo, el disimulo; silencio... ¡ni una queja, ni un movimiento!
Quería correr, buscar a los traidores, matarlos... ¿sí? pues silencio...
ni una mano había que mover, ni un pie fuera de casa.... Dentro de un
rato sí, ¡a coro a coro! ¡Tal vez a decir misa... a recibir a Dios!». El
Provisor sintió una carcajada de Lucifer dentro del cuerpo; sí, el
diablo se le había reído en las entrañas... ¡y aquella risa profunda,
que tenía raíces en el vientre, en el pecho, le sofocaba... y le
asfixiaba!...
Abrió el balcón de un puñetazo y el aire frío y húmedo le trajo la idea
lejana de la realidad, y oyó la tos discreta de Petra, que aguardaba
allí, detrás, clavándole los ojos en la nuca.
Cerró el balcón don Fermín, volviose y miró con ojos de idiota a la
rubia que enjugaba lágrimas villanas. «¿No necesitaba un instrumento
para luchar, para hacer daño? Aquel era el único que tenía».
Petra callaba inmóvil, esperando servir a su dueño.
Gozaba voluptuosa delicia viendo padecer al canónigo, pero quería más,
quería continuar su obra, que la mandasen clavar en el alma de su ama,
de la orgullosa señorona, todas aquellas agujas que acababa de hundir en
las carnes del clérigo loco.
Una voz lenta, ronca, mate, que no parecía haber sonado en el despacho,
voz de ventrílocuo, preguntó:
--¿Y tú, qué piensas hacer... ahora?
--¿Yo?... dejar aquella casa, señor... «¿No quiere ser franco?--pensó
Petra--pues que padezca; él vendrá a buscarme donde quiero que me
busque». Dejar aquella casa--repitió--¿qué he de hacer? Yo no quiero
ayudar con mi silencio a la vergüenza del amo; remediarlo no puedo, pero
puedo salir de aquella casa.
--¿Y a ti... no te importa el honor de don Víctor? Así agradeces el
pan... que comiste tantos años....
--Señor, yo ¿qué puedo hacer por él?
--En saliendo nada.--Pues me echan.--¿Ellos?--Sí, ellos; ayer el
señorito Álvaro, que es el que manda allí... porque el amo está ciego,
ve por sus ojos: el señorito Álvaro me puso de patitas en la calle. Hoy
debo despedirme. Me ofreció colocación en la fonda; pero yo prefiero
quedar en la calle....
--Vendrás a esta casa, Petra--dijo la voz de caverna, con esfuerzos
inútiles por ser dulce.
Petra volvió a llorar. «¿Cómo pagaría ella tal caridad, etc., etc.?».
Aquella ternura facilitó el tratado; cediendo cada cual un poco de su
tesón, se fueron acercando al infame convenio, a la intriga asquerosa y
vil; al principio fingiendo pulcritud, invocando santos intereses,
después olvidando estas fórmulas; y por fin el Magistral ofreció a la
moza asegurar su suerte, colmar su ambición, y ella poner ante los ojos
de Quintanar su vergüenza de modo tan evidente, tan palpable que aquel
señor, si corría sangre de hombre por su cuerpo, tuviese que castigar a
los traidores como tenían bien merecido.
Al terminar aquella conferencia hablaban como dos cómplices de un crimen
difícil. El Magistral excusaba palabras, pero no las que aclaraban su
proyecto. «¿Qué iba a hacer Petra para poner a la vista del estúpido
Quintanar aquella vergüenza? ¿Revelaciones? no podían hacérsele.
¿Anónimos? eran expuestos...». «¡Qué! no señor, nada de eso; ha de verlo
él», repetía Petra, olvidada de sus fingimientos, con placer de artista.
Había allí dos criminales apasionados, y ningún testigo de la ignominia;
cada cual veía su venganza, no el crimen del otro ni la vergüenza del
pacto.
Cuando Petra salió de casa del Magistral, este sintió dentro de sí un
hombre nuevo; el hombre que hería de muerte por venganza, el criminal,
el ciego por la pasión, «el asesino, sí, el asesino; la otra era su
instrumento, el asesino él. Y no le pesaba, no... cien muertes, cien
muertes para los infames». «¿Qué haría don Víctor? ¿De qué comedia
antigua se acordaría para vengar su ultraje cumplidamente? ¿La mataría
a ella primero? ¿Iría antes a buscarle a él?...».
Al día siguiente, 27 de Diciembre, don Víctor y Frígilis debían tomar el
tren de Roca--Tajada a las ocho cincuenta para estar en las Marismas de
Palomares a las nueve y media próximamente. Algo tarde era para comenzar
la persecución de los patos y alcaravanes, pero no había de establecer
la empresa un tren especial para los cazadores. Así que se madrugaba
menos que otros años. Quintanar preparaba su reloj despertador de suerte
que le llamase con un estrépito horrísono a las ocho en punto. En un
decir Jesús se vestía, se lavaba, salía al parque donde solía esperar
dos o tres minutos a Frígilis, si no le encontraba ya allí, y en esto y
en el viaje a la estación se empleaba el tiempo necesario para llegar
algunos minutos antes de la salida del tren mixto.
De un sueño dulce y profundo, poco frecuente en él, despertó Quintanar
aquella mañana con más susto que solía, aturdido por el estridente
repique de aquel estertor metálico, rápido y descompasado. Venció con
gran trabajo la pereza, bostezó muchas veces, y al decidirse a saltar
del lecho no lo hizo sin que el cuerpo encogido protestara del madrugón
importuno. El sueño y la pereza le decían que parecía más temprano que
otros días, que el despertador mentía como un deslenguado, que no debía
de ser ni con mucho la hora que la esfera rezaba. No hizo caso de tales
sofismas el cazador, y sin dejar de abrir la boca y estirar los brazos
se dirigió al lavabo y de buenas a primeras zambulló la cabeza en agua
fría. Así contestaba don Víctor a las sugestiones de la mísera carne que
pretendía volverse a las ociosas plumas.
Cuando ya tenía _las ideas más despejadas_, reconoció imparcialmente que
la pereza aquella mañana no se quejaba de vicio. «Debía de ser en efecto
bastante más temprano de lo que decía el reloj. Sin embargo, él estaba
seguro de que el despertador no adelantaba y de que por su propia mano
le había dado cuerda y puéstole en la hora la mañana anterior. Y con
todo, debía de ser más temprano de lo que allí decía; no podían ser las
ocho, ni siquiera las siete, se lo decía el sueño que volvía, a pesar de
las abluciones, y con más autoridad se lo decía la escasa luz del día».
«El orto del sol hoy debe de ser a las siete y veinte, minuto arriba o
abajo; pues bien, el sol no ha salido todavía, es indudable; cierto que
la niebla espesísima y las nubes cenicientas y pesadas que cubren el
cielo hacen la mañana muy obscura, pero no importa, el sol no ha salido
todavía, es demasiada obscuridad esta, no deben de ser ni siquiera las
siete». No podía consultar el reloj de bolsillo, porque el día anterior
al darle cuerda le había encontrado roto el muelle real.
«Lo mejor será llamar».
Salió a los pasillos en zapatillas.
--¡Petra! ¡Petra!--dijo, queriendo dar voces sin hacer ruido.
--Petra, Petra.... ¡Qué diablos! cómo ha de contestar si ya no está en
casa... la pícara costumbre, el hombre es un animal de costumbres.
Suspiró don Víctor. Se alegraba en el alma de verse libre de aquel
testigo y semi-víctima de sus flaquezas; pero, así y todo, al recordar
ahora que en vano gritaba «¡Petra!», sentía una extraña y poética
melancolía. «¡Cosas del corazón humano!».
--¡Servanda! ¡Servanda! ¡Anselmo! ¡Anselmo!
Nadie respondía.--No hay duda, es muy temprano. No es hora de
levantarse los criados siquiera. ¿Pero entonces? ¿Quién me ha adelantado
el reloj?... ¡Dos relojes echados a perder en dos días!... Cuando entra
la desgracia por una casa....
Don Víctor volvió a dudar. ¿No podían haberse dormido los criados? ¿No
podía aquella escasez de luz originarse de la densidad de las nubes?
¿Por qué desconfiar del reloj si nadie había podido tocar en él? ¿Y
quién iba a tener interés en adelantarle? ¿Quién iba a permitirse
semejante broma? Quintanar pasó a la convicción contraria; se le antojó
que bien podían ser las ocho, se vistió deprisa, cogió el frasco del
anís, bebió un trago según acostumbraba cuando salía de caza aquel
enemigo mortal del chocolate, y echándose al hombro el saco de las
provisiones, repleto de ricos fiambres, bajó a la huerta por la escalera
del corredor pisando de puntillas, como siempre, por no turbar el
silencio de la casa. «Pero a los criados ya los compondría él a la
vuelta. ¡Perezosos! Ahora no había tiempo para nada.... Frígilis debía de
estar ya en el Parque esperándole impaciente...».
--Pues señor, si en efecto son las ocho no he visto día más obscuro en
mi vida. Y sin embargo, la niebla no es muy densa... no... ni el cielo
está muy cargado.... No lo entiendo.
Llegó Quintanar al cenador que era el lugar de cita.... ¡Cosa más rara!
Frígilis no estaba allí. ¿Andaría por el parque?... Se echó la escopeta
al hombro, y salió de la glorieta.
En aquel momento el reloj de la catedral, como si bostezara dio tres
campanadas. Don Víctor se detuvo pensativo, apoyó la culata de su
escopeta en la arena húmeda del sendero y exclamó:
--¡Me lo han adelantado! ¿Pero quién? ¿Son las ocho menos cuarto o las
siete menos cuarto? ¡Esta obscuridad!...
Sin saber por qué sintió una angustia extraña, «también él tenía
nervios, por lo visto». Sin comprender la causa, le preocupaba y le
molestaba mucho aquella incertidumbre. «¿Qué incertidumbre? Estaba antes
obcecado; aquella luz no podía ser la de las ocho, eran las siete menos
cuarto, aquello era el crepúsculo matutino, ahora estaba seguro.... Pero
entonces ¿quién le había adelantado el despertador más de una hora?
¿Quién y para qué? Y sobre todo, ¿por qué este accidente sin importancia
le llegaba tan adentro? ¿qué presentía? ¿por qué creía que iba a ponerse
malo?...».
Había echado a andar otra vez; iba en dirección a la casa, que se veía
entre las ramas deshojadas de los árboles, apiñados por aquella parte.
Oyó un ruido que le pareció el de un balcón que abrían con cautela; dio
dos pasos más entre los troncos que le impedían saber qué era aquello, y
al fin vio que cerraban un balcón de su casa y que un hombre que parecía
muy largo se descolgaba, sujeto a las barras y buscando con los pies la
reja de una ventana del piso bajo para apoyarse en ella y después saltar
sobre un montón de tierra.
«El balcón era el de Anita».
El hombre se embozó en una capa de vueltas de grana y esquivando la
arena de los senderos, saltando de uno a otro cuadro de flores, y
corriendo después sobre el césped a brincos, llegó a la muralla, a la
esquina que daba a la calleja de Traslacerca; de un salto se puso sobre
una pipa medio podrida que estaba allá arrinconada, y haciendo escala
de unos restos de palos de espaldar clavados entre la piedra, llegó,
gracias a unas piernas muy largas, a verse a caballo sobre el muro.
Don Víctor le había seguido de lejos, entre los árboles; había levantado
el gatillo de la escopeta sin pensar en ello, por instinto, como en la
caza, pero no había apuntado al fugitivo. «Antes quería conocerle». No
se contentaba con adivinarle.
A pesar de la escasa luz del crepúsculo, cuando aquel hombre estuvo a
caballo en la tapia, el dueño del parque ya no pudo dudar.
«¡Es Álvaro!» pensó don Víctor, y se echó el arma a la cara.
Mesía estaba quieto, mirando hacia la calleja, inclinado el rostro,
atento sólo a buscar las piedras y resquicios que le servían de estribos
en aquel descendimiento.
«¡Es Álvaro!» pensó otra vez don Víctor, que tenía la cabeza de su amigo
al extremo del cañón de la escopeta.
«Él estaba entre árboles; aunque el otro mirase hacia el parque no le
vería. Podía esperar, podía reflexionar, tiempo había, era tiro seguro;
cuando el otro se moviera para descolgarse... entonces».
«Pero tardaba años, tardaba siglos. Así no se podía vivir, con aquel
cañón que pesaba quintales, mundos de plomo y aquel frío que comía el
cuerpo y el alma no se podía vivir.... Mejor suerte hubiera sido estar al
otro extremo del cañón, allí sobre la tapia.... Sí, sí; él hubiera
cambiado de sitio. Y eso que el otro iba a morir».
«Era Álvaro, ¡y no iba a durar un minuto! ¿Caería en el parque o a la
calleja?...».
No cayó; descendió sin prisa del lado de Traslacerca, tranquilo,
acostumbrado a tal escalo, conocido ya de las piedras del muro. Don
Víctor le vio desaparecer sin dejar la puntería y sin osar mover el dedo
que apoyaba en el gatillo; ya estaba Mesía en la calleja y su amigo
seguía apuntando al cielo.
--¡Miserable! ¡debí matarle!--gritó don Víctor cuando ya no era tiempo;
y como si le remordiera la conciencia, corrió a la puerta del parque, la
abrió, salió a la calleja y corrió hacia la esquina de la tapia por
donde había saltado su enemigo. No se veía a nadie. Quintanar se acercó
a la pared y vio en sus piedras y resquicios _la escalera de su
deshonra_.
«Sí, ahora lo veía perfectamente; ahora no veía más que eso; ¡y cuántas
veces había pasado por allí sin sospechar que por aquella tapia se subía
a la alcoba de la Regenta!. Volvió al parque; reconoció la pared por
aquel lado. La pipa medio podrida arrimada al muro, como al descuido,
los palos del espaldar roto formaban otra escala; aquella la veía todos
los días veinte veces y hasta ahora no había reparado lo que era: ¡una
escala! Aquello le parecía símbolo de su vida: bien claras estaban en
ella las señales de su deshonra, los pasos de la traición; aquella
amistad fingida, aquel sufrirle comedias y confidencias, aquel
malquistarle con el señor Magistral... todo aquello era otra escala y él
no la había visto nunca, y ahora no veía otra cosa».
«¿Y Ana? ¡Ana! Aquella estaba allí, en casa, en el lecho; la tenía en
sus manos, podía matarla, debía matarla. Ya que al otro le había
perdonado la vida... por horas, nada más que por horas, ¿por qué no
empezaba por ella? Sí, sí, ya iba, ya iba; estaba resuelto, era claro,
había que matar, ¿quién lo dudaba? pero antes... antes quería meditar,
necesitaba calcular... sí, las consecuencias del delito... porque al
fin era delito...». «Ellos eran unos infames, habían engañado al esposo,
al amigo... pero él iba a ser un asesino, digno de disculpa, todo lo que
se quiera, pero asesino».
Se sentó en un banco de piedra. Pero se levantó en seguida: el frío del
asiento le había llegado a los huesos; y sentía una extraña pereza su
cuerpo, un egoísmo material que le pareció a don Víctor indigno de él y
de las circunstancias. Tenía mucho frío y mucho sueño; sin querer,
pensaba en esto con claridad, mientras las ideas que se referían a su
desgracia, a su deshonra, a su vergüenza, se mostraban reacias, huían,
se confundían y se negaban a ordenarse en forma de raciocinio.
Entró en el cenador y se sentó en una mecedora. Desde allí se veía el
balcón de donde había saltado don Álvaro.
El reloj de la catedral dio las siete.
Aquellas campanadas fijaron en la cabeza aturdida de Quintanar la triste
realidad.... «Le habían adelantado el reloj. ¿Quién? Petra, sin duda
Petra. Había sido una venganza. ¡Oh! una venganza bien cumplida. Ahora
le parecía absurdo haber tomado la poca luz del alba por día nublado. Y
si Petra no hubiera adelantado el reloj o si él no lo hubiese creído,
tal vez ignoraría toda la vida la desgracia horrible... aquella
desgracia que había acabado con la felicidad para siempre. La pereza de
ser desgraciado, de padecer, unida a la pereza del cuerpo que pedía a
gritos colchones y sábanas calientes, entumecían el ánimo de don Víctor
que no quería moverse, ni sentir, ni pensar, ni vivir siquiera. La
actividad le horrorizaba.... ¡Oh, qué bien si se parase el tiempo! Pero
no, no se paraba; corría, le arrastraba consigo; le gritaba: muévete;
haz algo, tu deber; aquí de tus promesas, mata, quema, vocifera,
anuncia al mundo tu venganza, despídete de la tranquilidad para siempre,
busca energía en el fondo del sueño, de los bostezos arranca los
apóstrofes del honor ultrajado, representa tu papel, ahora te toca a ti,
ahora no es Perales quien trabaja, eres tú, no es Calderón quien inventa
casos de honor, es la vida, es tu pícara suerte, es el mundo miserable
que te parecía tan alegre, hecho para divertirse y recitar versos....
Anda, anda, corre, sube, mata a la dama, después desafía al galán y
mátale también... no hay otro camino. ¡Y a todo esto sin poder menear
pie ni mano, muerto de sueño, aborreciendo la vigilia que presentaba
tales miserias, tanta desgracia, que iba a durar ya siempre!».
«Pero había llegado la suya. Aquel era su drama de capa y espada. Los
había en el mundo también. ¡Pero qué feos eran, qué horrorosos! ¿Cómo
podía ser que tanto deleitasen aquellas traiciones, aquellas muertes,
aquellos rencores en verso y en el teatro? ¡Qué malo era el hombre! ¿Por
qué recrearse en aquellas tristezas cuando eran ajenas, si tanto dolían
cuando eran propias? ¡Y él, el miserable, hombre indigno, cobarde,
estaba filosofando y su honor sin vengar todavía!... ¡Había que empezar,
volaba el tiempo!... ¡Otro tormento! ¡el orden de la función, el orden
de la trama! ¿Por dónde iba a empezar, qué iba a decir; qué iba a hacer,
cómo la mataba a ella, cómo le buscaba a él?».
El reloj de la catedral dio las siete y media.
De un brinco se puso Quintanar en pie.
--¡Media hora! media hora en un minuto; y no he oído el cuarto....
Y Frígilis va a llegar... y yo no he resuelto....
Don Víctor tuvo conciencia clara de que su voluntad estaba inerte, no
podía resolver. Se despreció profundamente, pero más profundo que el
desprecio fue el consuelo que sintió al comprender que no tenía valor
para matar a nadie, así, tan de repente.
--O subo y la mato ahora mismo, antes que llegue Tomás, o ya no la mato
hoy....
Volvió a caer sentado en la mecedora, y aliviada su angustia con la
laxitud del ánimo, que ya no luchaba con la impotencia de la voluntad,
recobró parte de su vigor el sentimiento, y el dolor de la traición le
pinchó por la vez primera con fuerza bastante para arrancarle lágrimas.
Lloró como un anciano, y pensó en que ya lo era. Jamás se le había
ocurrido tal idea. Su temperamento le engañaba, fingiendo una juventud
sin fin; la desgracia al herirle de repente le desteñía, como un
chubasco, todas las canas del espíritu.
«Ay, sí, era un pobre viejo; un pobre viejo, y le engañaban, se burlaban
de él. Llegaba la edad en que iba a necesitar una compañera, como un
báculo... y el báculo se le rompía en las manos, la compañera le hacía
traición, iba a estar solo... solo; le abandonaban la mujer y el
amigo...».
El dolor, la lástima de sí mismo, trajeron a su pensamiento ideas más
naturales y oportunas que las que despertara, entre fantasmas de fiebre
y de insomnio, la indignación contrahecha por las lecturas románticas y
combatida por la pereza, el egoísmo y la flaqueza del carácter.
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