La Regenta - 04

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inteligente... etc., etc.». Don Saturno se puso colorado como si
estuviera en ridículo delante de una asamblea.
--No importa--se dijo--esta visita a la catedral es un pretexto.
Y añadió:--¡Bien sabe Dios que siento la profanación a que se me
invita!
Se vistió lo más correctamente que supo, y después de verse en el espejo
como un Lovelace que estudia arqueología en sus ratos de ocio, se fue a
casa de doña Obdulia.
Tal era el personaje que explicaba a dos señoras y a un caballero el
mérito de un cuadro todo negro, en medio del cual se veía apenas una
calavera de color de aceituna y el talón de un pie descarnado.
Representaba la pintura a San Pablo primer ermitaño; el pintor era un
vetustense del siglo diez y siete, sólo conocido de los especialistas en
antigüedades de Vetusta y su provincia. Por eso el cuadro y el pintor
eran tan notables para Bermúdez.
El señor de Palomares vestía un gabán de verano muy largo, de color de
pasa, y llevaba en la mano derecha un jipijapa impropio de la estación,
pero de cuatro o cinco onzas--su precio en la Habana--y por esto pensaba
que podía usarlo todo el otoño. Se creía el señor Infanzón en el caso de
comprender el entusiasmo artístico del sabio mejor que las señoras,
quien por su natural ignorancia tenían alguna disculpa si no se pasmaban
ante un cuadro que no se veía. Buscó alguna frase oportuna y por de
pronto halló esto:
--¡Oh! ¡mucho! ¡evidentemente! ¡conforme!
Después inclinó la cabeza hacia el pecho, como para meditar, pero en
realidad de verdad--estilo de Bermúdez--para descansar, con una reacción
proporcionada, de la postura incómoda en que el sabio le había tenido un
cuarto de hora. Por fin el del jipijapa exclamó:
--Me parece, señor Bermúdez, que ese famosísimo cuadro del ilustre....
--Cenceño.--Pues; del ilustrísimo Cenceño; luciría más si....
--Si se pudiera ver--interrumpió la esposa del señor Infanzón.
Este fulminó terrible mirada de reprensión conyugal y rectificó
diciendo:
--Luciría más... si no estuviera un poquito ahumado.... Tal vez la
cera... el incienso....
--No señor; ¡qué ahumado!--respondió el sabio, sonriendo de oreja a
oreja--. Eso que usted cree obra del humo es la pátina; precisamente el
encanto de los cuadros antiguos.
--¡La pátina!--exclamó el del pueblo convencido--. Sí, es lo más
probable. Y se juró, en llegando a Palomares, mirar el diccionario para
saber qué era pátina.
En aquel momento el Magistral se acercaba a saludar a don Saturno;
reconoció a Obdulia y se inclinó sonriente; pero menos sonriente que al
saludar a Bermúdez. Después dobló la cabeza y parte del cuerpo ante los
de Palomares que le fueron presentados por el sabio.
--El señor don Fermín de Pas, Magistral y provisor de la diócesis....
--¡Oh! ¡oh! ¡ya! ¡ya!--exclamó Infanzón que hacía mucho admiraba de
lejos al señor Magistral. La señora del lugareño manifestó deseos de
besar la mano del Provisor, pero la mirada del marido la contuvo otra
vez, y no hizo más que doblar las rodillas como si fuera a caerse. El
Magistral hablaba en voz alta de modo que sus palabras resonaban en las
bóvedas y los demás con el ejemplo se arrimaron también a gritar. Pronto
las carcajadas de Obdulia Fandiño, frescas, perladas, como las llamaba
don Saturno, llenaron el ambiente, profanado ya con el olor mundano de
que había infestado la sacristía desde el momento de entrar. Era el olor
del billete, el olor del pañuelo, el olor de Obdulia con que el sabio
soñaba algunas veces. Mezclado al de la cera y del incienso le sabía a
gloria al anticuario, cuyo ideal era juntar así los olores místicos y
los eróticos, mediante una armonía o componenda, que creía él debía de
ser en otro mundo mejor la recompensa de los que en la tierra habían
sabido resistir toda clase de tentaciones.
Obdulia, que disimulaba mal su aburrimiento mientras se hablaba de
cuadros, ojivas, arcos peraltados, dovelas y otras tonterías que no
había entendido nunca, se animó con la presencia del Magistral de quien
era hija de confesión, por más que él había procurado varias veces
entregarla a don Custodio, hambriento de esta clase de presas. Aquella
mujer le crispaba los nervios a don Fermín; era un escándalo andando. No
había más que notar cómo iba vestida a la catedral. «Estas señoras
desacreditan la religión». Obdulia ostentaba una capota de terciopelo
carmesí, debajo de la cual salían abundantes, como cascada de oro, rizos
y más rizos de un rubio sucio, metálico, artificial. ¡Ocho días antes el
Magistral había visto aquella cabeza a través de las celosías del
confesonario completamente negra! La falda del vestido no tenía nada de
particular mientras la dama no se movía; era negra, de raso. Pero lo
peor de todo era una coraza de seda escarlata que ponía el grito en el
cielo. Aquella coraza estaba apretada contra algún armazón (no podía ser
menos) que figuraba formas de una mujer exageradamente dotada por la
naturaleza de los atributos de su sexo. ¡Qué brazos! ¡qué pecho! ¡y todo
parecía que iba a estallar! Todo esto encantaba a don Saturno mientras
irritaba al Magistral, que no quería aquellos escándalos en la iglesia.
Aquella señora entendía la devoción de un modo que podría pasar en otras
partes, en un gran centro, en Madrid, en París, en Roma; pero en Vetusta
no. Confesaba atrocidades en tono confidencial, como podía referírselas
en su tocador a alguna amiga de su estofa. Citaba mucho a su amigo el
Patriarca y al campechano obispo de Nauplia; proponía rifas católicas,
_organizaba_ bailes de caridad, novenas y jubileos a puerta cerrada,
para las personas decentes... ¡mil absurdos! El Magistral le iba a la
mano siempre que podía, pero no podía siempre. Su autoridad, que era
absoluta casi, no conseguía sujetar aquel azogue que se le marchaba por
las junturas de los dedos. La doña Obdulita le fatigaba, le mareaba. ¡Y
ella que quería seducirle, hacerle suyo como al obispo de Nauplia, aquel
prelado tan fino que no se separaba de ella cuando vivieron en el hotel
de la Paix, en Madrid, tabique en medio! Las miradas más ardientes, más
negras de aquellos ojos negros, grandes y abrasadores eran para De Pas;
los adoradores de la viuda lo sabían y le envidiaban. Pero él maldecía
de aquel bloqueo.
--«Necia, ¿si creerá que a mí se me conquista como a don Saturno?».
A pesar de esta cordial antipatía, siempre estaba afable y cortés con la
viuda, porque en este punto no distinguía entre amigos y enemigos. Era
menester que una persona estuviese debajo de sus pies, aplastada, para
que don Fermín no usase con ella de formas irreprochables. La urbanidad
era un dogma para el Magistral lo mismo que para Bermúdez, pero sacaban
de ella muy diferente partido.
Mientras se hablaba de lo mucho bueno que había en la catedral y el
lugareño se pasmaba y su señora repetía aquellas admiraciones, Obdulia
se miraba como podía, en las altas cornucopias.
El Magistral se despidió. No podía acompañar a aquellas señoras, lo
sentía mucho... pero le esperaba la obligación... el coro. Todos se
inclinaron.
--Lo primero es lo primero--dijo el de Palomares, aludiendo a la
Divinidad y haciendo una genuflexión (no se sabe si ante la Divinidad o
ante el Provisor.)
Afortunadamente, según don Fermín, nada les serviría su inutilidad,
mientras que Bermúdez era una crónica viva de las antigüedades
vetustenses.
Don Saturno estiró las cejas y dio señales de querer besar el suelo;
después miró a Obdulia con mirada seria, penetrante, como con una sonda,
como diciéndole:
--Ya lo oyes; soy yo, el primer anticuario de Vetusta, según la opinión
del mejor teólogo, quien se declara esclavo tuyo. Todo esto quiso decir
con los ojos; pero ella no debió de entenderlo, porque se despidió del
Magistral dejándole el alma, por conducto de las pupilas, entre los
pliegues amplios y rítmicos del manteo. De este se despojó don Fermín,
después de acercarse a un armario y muy gravemente vistió el ajustado
roquete, la señoril muceta y la capa de coro.
--¡Qué guapo está!--dijo desde lejos Obdulia, mientras los lugareños
admiraban con la fe del carbonero otro cuadro que alababa don Saturnino.
Dieron vuelta a toda la sacristía. Cerca de la puerta había algunos
cuadros nuevos que eran copias no mal entendidas de pintores célebres. A
la Infanzón debieron de agradarle más que las maravillas de Cenceño, sin
duda porque se veían mejor. Pero su prudente esposo, considerando que
Bermúdez pasaba con afectado desdén delante de aquellos vivos y
flamantes colores, dio un codazo a su mujer para que entendiera que por
allí se pasaba sin hacer aspavientos. Entre aquellos cuadros había una
copia bastante fiel y muy discretamente comprendida del célebre cuadro
de Murillo _San Juan de Dios_, del Hospital de incurables de Sevilla. A
la señora de pueblo le llamó la atención la cabeza del santo, que desde
que se ve una vez no se olvida.
--¡Oh, qué hermoso!--exclamó sin poder contenerse.
Miró don Saturno con sonrisa de lástima y dijo:
--Sí, es bonito; pero muy conocido.
Y volvió la espalda a San Juan, que llevaba sobre sus hombros al
pordiosero enfermo, entre las tinieblas.
El señor Infanzón dio un pellizco a su mujer; se puso muy colorado y en
voz baja la reprendió de esta suerte:
--Siempre has de avergonzarme. ¿No ves que eso no tiene... pátina?
Salieron de la sacristía.--Por aquí--dijo Bermúdez señalando a la
derecha; y atravesaron el crucero no sin escándalo de algunas beatas que
interrumpieron sus oraciones para descoser y recortar la coraza de fuego
de Obdulia. La falda de raso, que no tenía nada de particular mientras
no la movían, era lo más subversivo del traje en cuanto la viuda echaba
a andar. Ajustábase de tal modo al cuerpo, que lo que era falda parecía
apretado calzón ciñendo esculturales formas, que así mostradas, no
convenían a la santidad del lugar.
--Señores, vamos a ver el Panteón de los Reyes--murmuró muy quedo el
arqueólogo, que iba ya preparando sendos trocitos de su _Vetusta Goda_ y
de su _Vetusta Cristiana_. Y en honor de la verdad se ha de decir que un
rey se le iba y otro se le venía; esto es, que los mezclaba y confundía,
siendo la falda de Obdulia la causa de tales confusiones, porque el
sabio no podía menos de admirar aquella atrevidísima invención, nueva en
Vetusta, mediante la que aparecían ante sus ojos graciosas y
significativas curvas que él nunca viera más que en sueños. Con gran
pesadumbre comprendía el devoto anticuario que el contraste del lugar
sagrado con las insinuaciones talares de la Fandiño, en vez de apagar
sus fuegos interiores, era alimento de la combustión que deploraba, como
si a una hoguera la echasen petróleo....
Entraron en la capilla del Panteón. Era ancha, obscura, fría, de tosca
fábrica, pero de majestuosa e imponente sencillez. El taconeo
irrespetuoso de las botas imperiales, color bronce, que enseñaba Obdulia
debajo de la falda corta y ajustada; el estrépito de la seda frotando
las enaguas; el crujir del almidón de aquellos bajos de nieve y espuma
que tal se le antojaban a don Saturno, quien los había visto otras
veces; hubieran sido parte a despertar de su sueño de siglos a los reyes
allí sepultados, a ser cierto lo que el arqueólogo dijo respecto del
descanso eterno de tan respetables señores:
--Aquí descansan desde la octava centuria los señores reyes don..., y
pronunció los nombres de seis o siete soberanos con variantes en las
vocales, en sentir del lugareño, que siguiendo corrupciones vulgares,
decía _ue_ en vez de _oi_ y otros adefesios.
Estaba el del pueblo profundamente maravillado de la sabiduría y
elocuencia de don Saturnino.
Dentro de una cripta cavada en uno de los muros, había un sepulcro de
piedra de gran tamaño cubierto de relieves e inscripciones ilegibles.
Entre el sepulcro y el muro había estrecho pasadizo, de un pie de ancho
y del otro lado, a la misma distancia, una verja de hierro. En la parte
interior la obscuridad era absoluta. Del lado de la verja quedaron los
lugareños. Bermúdez, y en pos de él Obdulia, se perdieron de vista en el
pasadizo sumido en tinieblas. Después de la enumeración de don Saturno,
hubo un silencio solemne. El sabio había tosido, iba a hablar.
--Encienda usted un fósforo, señor Infanzón--dijo Obdulia.
--No tengo... aquí. Pero se puede pedir una vela.
--No señor, no hace falta. Yo sé las inscripciones de memoria... y
además, no se pueden leer.
--¿Están en latín?--se atrevió a decir la Infanzón.
--No señora, están borradas.
No se hizo la luz. El arqueólogo habló cerca de un cuarto de hora.
Recitó, fingiendo el pícaro que improvisaba, los capítulos 1.º, 2.º, 3.º
y 4.º de una de sus _Vetustas_ y ya iba a terminar con el epílogo que
copiaremos a la letra, cuando Obdulia le interrumpió diciendo:
--¡Dios mío! ¿Habrá aquí ratones? Yo creo sentir....
Y dio un chillido y se agarró a don Saturno que, patrocinado por las
tinieblas, se atrevió a coger con sus manos la que le oprimía el hombro;
y después de tranquilizar a Obdulia con un apretón enérgico, concluyó de
esta suerte:
--Tales fueron los preclaros varones que galardonaron con el alboroque
de ricas preseas, envidiables privilegios y pías fundaciones a esta
Santa Iglesia de Vetusta, que les otorgó perenne mansión ultratelúrica
para los mortales despojos; con la majestad de cuyo depósito creció
tanto su fama, que presto se vio siendo emporio, y gozó hegemonía,
digámoslo así, sobre las no menos santas iglesias de Tuy, Dumio, Braga,
Iria, Coimbra, Viseo, Lamego, Celeres, Aguas Cálidas _et sic de
coeteris_.
--¡Amén!--exclamó la lugareña sin poder contenerse; mientras Obdulia
felicitaba a Bermúdez con un apretón de manos, en la sombra.


--II--

El coro había terminado: los venerables canónigos dejaban cumplido por
aquel día su deber de alabar al Señor entre bostezo y bostezo. Uno tras
otro iban entrando en la sacristía con el aire aburrido de todo
funcionario que desempeña cargos oficiales mecánicamente, siempre del
mismo modo, sin creer en la utilidad del esfuerzo con que gana el pan de
cada día. El ánimo de aquellos honrados sacerdotes estaba gastado por el
roce continuo de los cánticos canónicos, como la mayor parte de los
roquetes, mucetas y capas de que se despojaban para recobrar el manteo.
Se notaba en el cabildo de Vetusta lo que es ordinario en muchas
corporaciones: algunos señores prebendados no se hablaban; otros no se
saludaban siquiera. Pero a un extraño no le era fácil conocer esta falta
de armonía: la prudencia disimulaba tales asperezas, y en conjunto
reinaba la mayor y más jovial concordia. Había apretones de mano,
golpecitos en el hombro, bromitas sempiternas, chistes, risas, secretos
al oído. Algunos, taciturnos, se despedían pronto y abandonaban el
templo; no faltaba quien saliera sin despedirse.
Cuando entraba el Magistral, el ilustrísimo señor don Cayetano
Ripamilán, aragonés, de Calatayud, apoyaba una mano en el mármol de la
mesa, porque los codos no llegaban a tamaña altura, y exclamaba después
de haber olfateado varias veces, como perro que sigue un rastro:
--Hame dado en la nariz olor de...
La presencia del Provisor contuvo al señor Arcipreste, que, cortando la
cita, añadió:
--¿Parece que hemos tenido faldas por aquí, señor De Pas?
Y sin esperar respuesta hizo picarescas alusiones corteses, pero un poco
verdes, a la hermosura esplendorosa de la viudita.
Era don Cayetano un viejecillo de setenta y seis años, vivaracho,
alegre, flaco, seco, de color de cuero viejo, arrugado como un pergamino
al fuego, y el conjunto de su personilla recordaba, sin que se supiera a
punto fijo por qué, la silueta de un buitre de tamaño natural; aunque,
según otros, más se parecía a una urraca, o a un tordo encogido y
despeluznado. Tenía sin duda mucho de pájaro en figura y gestos, y más,
visto en su sombra. Era anguloso y puntiagudo, usaba sombrero de teja de
los antiguos, largo y estrecho, de alas muy recogidas, a lo don Basilio,
y como lo echaba hacia el cogote, parecía que llevaba en la cabeza un
telescopio; era miope y corregía el defecto con gafas de oro montadas en
nariz larga y corva. Detrás de los cristales brillaban unos ojuelos
inquietos, muy negros y muy redondos. Terciaba el manteo a lo
estudiante, solía poner los brazos en jarras, y si la conversación era
de asunto teológico o canónico, extendía la mano derecha y formaba un
anteojo con el dedo pulgar y el índice. Como el interlocutor solía ser
más alto, para verle la cara Ripamilán torcía la cabeza y miraba con un
ojo solo, como también hacen las aves de corral con frecuencia. Aunque
era don Cayetano canónigo y tenía nada menos que la dignidad de
arcipreste, que le valía el honor de sentarse en el coro a la derecha
del Obispo, considerábase él digno de respeto y aun de admiración no por
estos vulgares títulos, ni por la cruz que le hacía ilustrísimo, sino
por el don inapreciable de poeta bucólico y epigramático. Sus dioses
eran Garcilaso y Marcial, su ilustre paisano. También estimaba mucho a
Meléndez Valdés y no poco a Inarco Celenio. Había venido a Vetusta de
beneficiado a los cuarenta años; treinta y seis había asistido al coro
de aquella iglesia y podía tenerse por tan vetustense como el primero.
Muchos no sabían que era de otra provincia. Además de la poesía tenía
dos pasiones mundanas: la mujer y la escopeta. A la última había
renunciado; no a la primera, que seguía adorando con el mismo pudibundo
y candoroso culto de los treinta años. Ni un solo vetustense, aun
contando a los librepensadores que en cierto restaurant comían de carne
el Viernes Santo, ni uno solo se hubiera atrevido a dudar de la castidad
casi secular de don Cayetano. No era eso. Su culto a la dama no tenía
que ver nada con las exigencias del sexo. La mujer era el sujeto
poético, como él decía, pues se preciaba de hablar como los poetas de
mejores siglos y al asunto solía llamarlo sujeto. Sentía desde su
juventud, imperiosa necesidad de ser galante con las damas, frecuentar
su trato y hacerlas objeto de madrigales tan inocentes en la intención,
cuanto llenos de picardía y pimienta en el concepto. Hubo en el Cabildo
épocas de negra intransigencia en que se persiguió la manía de Ripamilán
como si fuera un crimen, y se habló de escándalo, y de quemar un libro
de versos que publicó el Arcipreste a costa del marqués de Corujedo,
gran protector de las letras. Por este tiempo fue cuando se quiso
excomulgar a don Pompeyo Guimarán, personaje que se encontrará más
adelante.
Pasó aquella galerna de fanatismo, y el Arcipreste, que no lo era
entonces, sobrenadó con su cargamento de bucólicas inocentadas,
bienquisto de todos, menos de conejos y perdices en los montes. Pero
¡cuán lejanos estaban aquellos tiempos! ¿Quién se acordaba ya de
Meléndez Valdés, ni de las _Églogas y Canciones por un Pastor de
Bílbilis_, o sea don Cayetano Ripamilán? El romanticismo y el
liberalismo habían hecho estragos. Y había pasado el romanticismo, pero
el género pastoril no había vuelto, ni los epigramas causaban efecto por
maliciosos que fueran. No era don Cayetano uno de tantos canónigos
_laudatores temporis acti_, como decía él; no alababa el tiempo pasado
por sistema, pero en punto a poesía era preciso confesar que la
revolución no había traído nada bueno.
--Vivimos en una sociedad hipócrita, triste y mal educada--solía él
decir a los jóvenes de Vetusta, que le querían mucho--. Ustedes, por
ejemplo, no saben bailar. Díganme, si no, ¿de dónde se sacan que puede
ser buena crianza el coger a una señorita por la cintura y apretarla
contra el pecho?
Creía que se bailaba en los salones la polka íntima que él, años atrás,
había visto bailar en Madrid, con ocasión de cierto viaje curioso.
--En mi tiempo bailábamos de otra manera.
El Arcipreste olvidaba de buena fe que él nunca había bailado más que
con alguna silla. Eso sí; allá, cuando seminarista, había sido gran
tañedor de flauta y bailarín sin pareja. De todas maneras, figurándose
con la abundante y poética fantasía que Dios le había dado, los
rigodones en que había lucido garbo y talle, solía, en _petit
comité_--según decía--terciar el manteo, colocar la teja debajo del
brazo, levantar un poco la sotana y bailar unos solos muy pespunteados y
conceptuosos, llenos de piruetas, genuflexiones y hasta trenzados.
Reíanse de todo corazón los muchachos y el buen Arcipreste quedaba en
sus glorias, logrando con los pies triunfos que ya su pluma no alcanzaba
en los tiempos de prosa a que habíamos llegado.
Esto de los bailes solía acontecer en las tertulias a donde el setentón
acudía sin falta, porque desde que los médicos le habían prohibido
escribir y hasta leer de noche, no podía pasar sin la sociedad más
animada y galante. El tresillo le aburría y los conciliábulos de
canónigos y obispos de levita, como él decía siempre, le ponían triste.
«No era liberal ni carlista. Era un sacerdote». La juventud le atraía y
prefería su trato al de los más sesudos vetustenses. Los poetillas y
gacetilleros de la _localidad_ tenían en él un censor socarrón y
malicioso, aunque siempre cortés y afable. Encontrábase en la calle, por
ejemplo, con Trifón Cármenes, el poeta de más alientos de Vetusta, el
eterno vencedor en las justas incruentas, de la gaya ciencia; le llamaba
con un dedo, acercaba su corva nariz a la ancha oreja del vate y
decíale:
--He visto aquello.... No está mal; pero no hay que olvidar lo de
_versate manu_. ¡Los clásicos, Trifoncillo, los clásicos sobre todo!
¿Dónde hay sencillez como aquella:
Yo he visto un pajarillo
posarse en un tomillo?
Y recitaba la tierna poesía de Villegas hasta el último verso, con
lágrimas en los ojos y agua en los labios. La mayoría del cabildo
absolvía de esa falta de formalidad al Arcipreste a condición de que se
le tuviera por chocho.
--Y aun así y todo--decía un canónigo muy buen mozo, nuevo en Vetusta y
en el oficio, pariente del ministro de Gracia y Justicia--aun así y todo
no se puede llevar en calma la imprudencia con que habla de todo; suelta
la sin hueso y juzga precipitadamente, y emplea vocablos y alusiones
impropias de una dignidad.
A este mismo señor canónigo que embozadamente le había reprendido
algunas veces por la pimienta de sus epigramas, solía taparle la boca el
Arcipreste diciendo:
--Nada, nada, repito lo que mi paisano y queridísimo poeta Marcial dejó
escrito para casos tales, es a saber:
_Lasciva est nobis pagina, vita proba est._
Con lo cual daba a entender, y era verdad, que él tenía los verdores en
la lengua, y otros, no menos canónigos que él, en otra parte. Y no era
de estos días el ser don Cayetano muy honesto en el orden aludido, sino
que toda la vida había sido un boquirroto en tal materia, pero nada más
que un boquirroto. Y esta era la traducción libre del verso de Marcial.
El Arcipreste estaba muy locuaz aquella tarde. La visita de Obdulia a la
catedral había despertado sus instintos anafrodíticos, su pasión
desinteresada por la mujer, diríase mejor, por la señora. Aquel olor a
Obdulia, que ya nadie notaba, sentíalo aún don Cayetano.
El Magistral contestaba con sonrisas insignificantes. Pero no se
marchaba. Algo tenía que decir al Arcipreste. No era De Pas de los que
solían quedarse al tertulín, como llamaban a la sabrosa plática de la
sacristía después del coro. Si hacía bueno, los del tertulín
acostumbraban salir juntos a paseo por una carretera o ir al Espolón. Si
llovía o amenazaba, prolongaban el palique hasta que el _Palomo_ hacía
un discreto ruido con las llaves de la catedral y cada canónigo se iba a
su casa. No se crea por esto que eran íntimos amigos los aficionados a
platicar después del coro. Acontecía allí lo que es ley general de los
corrillos. Entre todos murmuraban de los ausentes, como si ellos no
tuvieran defectos, estuvieran en el justo medio de todo y en la vida
hubieran de separarse. Pero marchaba uno, y los demás le guardaban
cierto respeto por algunos minutos. Cuando ya debía de estar en su casa
el temerario, alguno de los que quedaban, decía de repente:
--Como ese otro.... Y todos sabían que aquel gesto de señalar a la puerta
y tales palabras significaban:
--¡Fuego graneado! Y no le quedaba hueso sano a _ese otro_.
El Arcipreste no era de los que menos murmuraban.
Él le había puesto el apodo que llevaba sin saberlo, como una maza, al
señor Arcediano don Restituto Mourelo. En el cabildo nadie le llamaba
Mourelo, ni Arcediano, sino Glocester. Era un poco torcido del hombro
derecho don Restituto--por lo demás buen mozo, casi tan alto como el
pariente del ministro--, y como este defecto incurable era un obstáculo
a las pretensiones de gallardía que siempre había alimentado, discurrió
hacer de tripas corazón, como se dice, o sea sacar partido, en calidad
de gracia, de aquella tacha con que estaba señalado. En vez de
disimularlo subrayaba el vicio corporal torciéndose más y más hacia la
derecha, inclinándose como un sauce llorón. Resultaba de aquella extraña
postura que parecía Mourelo un hombre en perpetuo acecho, adelantándose
a los rumores, avanzada de sí mismo para saber noticias, cazar
intenciones y hasta escuchar por los agujeros de las cerraduras.
Encontraba el Arcediano, sin haber leído a Darwin, cierta misteriosa y
acaso cabalística relación entre aquella manera de _F_ que figuraba su
cuerpo y la sagacidad, la astucia, el disimulo, la malicia discreta y
hasta el maquiavelismo canónico que era lo que más le importaba. Creía
que su sonrisa, un poco copiada de la que usaba el Magistral, engañaba
al mundo entero. Sí, era cierto que don Restituto disfrutaba de dos
caras: iba con los de la feria y volvía con los del mercado; disimulaba
la envidia con una amabilidad pegajosa y fingía un aturdimiento en que
no incurría nunca.--Pero, decía el Arcipreste, ni su amabilidad engaña a
todos, ni aunque sea un redomado vividor es tan Maquiavelo como él
supone.
Hablaba, siempre que podía, al oído del interlocutor, guiñaba los ojos
alternativamente, gustaba de frases de segunda y hasta tercera
intención, como cubiletes de prestidigitador, y era un hipócrita que
fingía ciertos descuidos en las formas del culto externo, para que su
piedad pareciese espontánea y sencilla. Todo se volvía secretos. Decía
él que abría el corazón por única vez al primero que quería oírle.
--Por la boca muere el pez, ya lo sé. No soy yo de los que olvidan que
en boca cerrada no entran moscas; pero con usted no tengo inconveniente
en ser explícito y franco, acaso por la primera vez en mi vida. Pues
bien, oiga usted el secreto.
Y lo decía. Hablaba en voz baja, con misterio. Entraba en la sacristía
muchas veces diciendo de modo que apenas se le oía:
--¡Buen tiempo tenemos, señores! ¡Mucho dure!
Ripamilán, que años atrás iba de tapadillo al teatro alguna rara vez,
escondiéndose en las sombras de una platea de proscenio o sea _bolsa_,
vio una noche el drama titulado: _Los hijos de Eduardo_, arreglado por
Bretón de los Herreros, y en cuanto salió a escena Glocester, el Regente
jorobado y torcido y lleno de malicias, exclamó:
--¡Ahí está el Arcediano!
La frase hizo fortuna y Glocester fue en adelante don Restituto Mourelo
para toda Vetusta ilustrada. Allí estaba, oyendo con fingida
complacencia los chistes picarescos del Arcipreste, cuya lengua temía,
presente y ausente. Cuando don Cayetano volvía la espalda, pues hablaba
girando con frecuencia sobre los talones, Glocester guiñaba un ojo al
Deán y barrenaba con un dedo la frente. Quería aludir a la locura del
poeta bucólico. El cual continuaba diciendo:
--No señores, no hablo a humo de pajas; yo sé la vida que llevaba esta
señora viuda en la corte, porque era muy amiga del célebre obispo de
Nauplia, a quien yo traté allí con gran intimidad. En una fonda de la
calle del Arenal tuve ocasión de conocer bien a esa Obdulia, a quien
antes apenas saludaba aquí, a pesar de que éramos contertulios en casa
del Marqués de Vegallana. Ahora somos grandes amigos. Es epicurista. No
cree en el sexto.
Hubo una carcajada general. Sólo el Provisor se contentó con sonreír,
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