La Regenta - 38

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mandó aplicar al sobaco un termómetro que sacó él del bolsillo, y contó
los grados. Se puso el doctor como una cereza.... Miró a Visita con torvo
ceño y echándose a adivinar exclamó con enojo:
--¡Estamos mal!... Aquí se ha hablado mucho.... Me la han aturdido,
¿verdad? ¡Como si lo viera... mucha gente, de fijo... mucha
conversación!...
Entonces fue Visita quien sintió encendido el rostro. Somoza había
adivinado. No sabía medicina, pero sabía con quién trataba. Recetó;
censuró también a don Víctor por su intempestiva ausencia; dijo que un
loco hacía ciento; que Frígilis sabía tanto de darwinismo como él de
herrar moscas; dio dos palmaditas en la cara a la Regenta,
complaciéndose en el contacto; y cerrando puertas con estrépito salió,
no sin despedirse hasta mañana temprano, desde lejos.
Visitación, mientras sentada a los pies de la cama devoraba una buena
ración de dulce de conserva, aseguraba con la boca llena que Somoza y la
carabina de Ambrosio todo uno. La del Banco creía en la medicina casera
y renegaba de los médicos. Dos veces la había sacado a ella de peligros
puerperales una famosa matrona sin matrícula ni Dios que lo fundó: «Di
tú que todo es farsa en este mundo. ¡Cómo decir que estás peor porque
se ha procurado distraerte! ¡animal! ¡qué sabrá él lo que es una mujer
nerviosa, de imaginación viva! De fijo que si no estoy yo aquí, te
consumes todo el día pensando tristezas, y dándole vueltas a la idea de
tu Quintanar ausente; 'que por qué no estará aquí, que si es buen
marido, que ya no es un niño para no reflexionar'... y qué sé yo; las
cosas que se le ocurren a una en la soledad, estando mala y con motivo
para quejarse de alguno».
Ana estudiaba el modo de oír a Visita sin enterarse de lo que decía,
pensando en otra cosa, única manera de hacer soportable el tormento de
su palique. A las diez y cuarto entró en la alcoba don Víctor,
chorreando pájaros y arreos de caza, con grandes polainas y cinturón de
cuero; detrás venía don Tomás Crespo, Frígilis, con sombrero gris
arrugado, tapabocas de cuadros y zapatos blancos de triple suela.
Quintanar dejó caer al suelo un impermeable, como Manrique arroja la
capa en el primer acto del Trovador; y en cuanto tal hizo, saltó a los
brazos de su mujer, llenándole de besos la frente, sin acordarse de que
había testigos.
«¡Ay, sí! aquello era el padre, la madre, el hermano, la fortaleza dulce
de la caricia conocida, el amparo espiritual del amor casero; no, no
estaba sola en el mundo, su Quintanar era suyo». Eterna fidelidad le
juró callando, en el beso largo, intenso con que pagó los del marido. El
bigote de don Víctor parecía una escoba mojada; con la humedad que traía
de las marismas roció la frente de su esposa; pero ella no sintió
repugnancia, y vio oro y plata en aquellos pelos tiesos que parecían un
cepillo de yerbas hechas ceniza por la raíz y tostadas por las puntas.
También don Víctor opinó que «aquello no sería nada», pero de todos
modos, lamentó en el alma no haber venido en el tren de las cuatro y
media.
--Ya lo ves, Crespo, si hubiera obedecido a aquella corazonada. Sí,
señora--añadió dirigiéndose a Visita--que lo diga este, no sé por qué se
me figuró que debía volver más temprano a casa....
--Oh, sí, de eso esté usted seguro. Hay presentimientos--gritó la del
Banco, que se disponía a narrar tres o cuatro adivinaciones suyas.
--Pero este tuvo la culpa.... Frígilis encogió los hombros y tomó el
pulso a la enferma, que le apretó la mano, perdonándoselo todo. La
verdad era que don Víctor había querido volver temprano... para no
perder el teatro. Pero esto no se podía decir. Frígilis, en silencio,
tuvo una vez más ocasión de negar la existencia de los avisos
sobrenaturales.--Se había destocado y su cabello espeso, de color
montaraz, cortado por igual, parecía una mata, una muestra de las
breñas. Cerraba los ojos grises y arrugaba el entrecejo; le enojaba la
luz, tropezaba con los muebles, olía al monte; traía pegada al cuerpo la
niebla de las marismas y parecía rodeado de la obscuridad y la frescura
del campo. Tenía algo de la fiera que cae en la trampa, del murciélago
que entra por su mal en vivienda humana llamado por la luz.... Y cerca de
Ana nerviosa, aprensiva, febril, semejaba el símbolo de la salud
queriendo _contagiar_ con sus emanaciones a la enferma.
Cuando quedaron solos marido y mujer, después de conseguir, no sin
trabajo, que Visita renunciara a sacrificarse quedándose a velar a su
amiga, Ana volvió a solicitar los brazos del esposo y le dijo con voz en
que temblaba el llanto:
--No te acuestes todavía, estoy muy asustadiza, te necesito, estáte
aquí, por Dios, Quintanar....
--Sí, hija, sí, pues no faltaba más...--Y solícito, cariñoso le ceñía el
embozo de las sábanas a la espalda sonrosada, de raso, que él no miraba
siquiera. Pero la Regenta notó luego que su marido estaba preocupado.
--¿Qué tienes? ¿Tienes aprensión? Crees que estoy peor de lo que
dicen... y quieres disimular....
--No, hija, no... por amor de Dios... no es eso....
--Sí, sí; te lo conozco yo; pues no temas, no; yo te aseguro que esto
pasará; lo conozco yo; ya sabes cómo soy, parece que me amaga una
enfermedad... y después no es nada.... Ahora, sí, estoy muy nerviosa, se
me figura a lo mejor que me abandona el mundo, que me quedo sola,
sola... y te necesito a ti... pero esto pasa, esto es nervioso....
--Sí, hija, claro, nervioso. Y sin poder contenerse se levantó diciendo:
--Vida mía, soy contigo. Y salió por la puerta de escape.
--A ver--gritó en el pasillo--; Petra, Servanda, Anselmo, cualquiera...
¿se llevó la perdiz don Tomás?
Anselmo registró las aves muertas, depositadas en la cocina, y contestó
desde lejos:
--¡Sí, señor; aquí no hay perdices!
--¡Ira de Dios! ¡Pardiez! ¡Malhaya! ¡Siempre el mismo! Si es mía, si la
maté yo... si estoy seguro de que fue mi tiro.... ¡Es lo más
vanidoso!... ¡Anselmo! oye esto que digo: mañana al ser de día,
¿entiendes? te _personas_ en casa de don Tomás, y le pides de mi parte,
con la mayor energía y seriedad, la perdiz, esté como esté, ¿entiendes?
y que no es broma, y aunque esté pelada, que quiero que me la
restituya... _Suum cuique_. Ana oyó los gritos y se apresuró a perdonar
aquella debilidad inocente de su esposo. «Todos los cazadores son así»,
pensó con la benevolencia de la fiebre incipiente.
Volvió don Víctor y la sonrisa dulce, cristiana de su esposa, le
restituyó la calma, ya que la perdiz no podía.
Hasta la una y media no _concilió el sueño_ su mujer, y _entonces y sólo
entonces_, pudo don Víctor disponerse a dormir.
Una vez en mangas de camisa ante su lecho, consideró que era un
contratiempo serio la enfermedad de su queridísima Ana. «Él no estaba
alarmado, bien lo sabía Dios; no había peligro; si lo hubiese lo
conocería en el susto, en el dolor que le estaría atormentando; no había
susto, no había dolor, luego no había peligro. Pero había contratiempo;
por de pronto, adiós teatro para muchos días, y aunque se trataba ahora
de una compañía de zarzuela, que era un _género híbrido_, sin embargo,
él confesaba que empezaba a saborear las bellezas suaves y sencillas de
la zarzuela seria, y había encontrado noches pasadas cierto _color local
en Marina_, y _sabor_ de época en _El Dominó Azul_, sin contar con los
amores contrarios del _Juramento_, que eran cosa delicada. Pero ¿y la
expedición con el Gobernador de la provincia, para inaugurar el
ferrocarril económico de Occidente? ¿Y las partidas de dominó con el
Ingeniero jefe en el Casino? ¿Y los paseos largos que necesitaba para
hacer bien la digestión?». La idea de no salir de casa en muchos días,
le aterraba.... Se acostó de muy mal humor. Apagó la luz. La obscuridad
le sugirió un remordimiento. «Era un egoísta, no pensaba en su pobrecita
mujer, sino en su comodidad, en sus caprichos». Y, como en desagravio,
para engañarse a sí propio, suspiró con fuerza y exclamó en voz alta:
--¡Pobrecita de mi alma! Y se durmió satisfecho. Despertó con la cabeza
llena de proyectos, como solía; pero de repente pensó en Ana, en la
fiebre y se llenó su alma de tristeza cobarde.... «¡Sabe Dios lo que
sería aquello!». La botica, los jaropes que él aborrecía, el miedo a
equivocar las dosis, el pavor que le inspiraban las medicinas verdosas,
creyendo que podían ser veneno (para don Víctor el veneno, a pesar de
sus estudios físico-químicos, siempre era verde o amarillo), las
equivocaciones y torpezas de las criadas, las horas de hastío y silencio
al pie del lecho de la enferma, las inquietudes naturales, el estar
pendiente de las palabras de Somoza, el hablar con todos los que
quisieran enterarse de la misma cosa, de los grados de la enfermedad...
todas estas incomodidades se aglomeraron en la imaginación de don
Víctor, que escupió bilis repetidas veces, y se levantó lleno de lástima
de sí mismo. Fue a la alcoba de su mujer y se olvidó de repente de todo
aquello: Ana estaba mal, había delirado; no habían querido despertarle,
pero la señora había pasado una noche terrible según Petra, que había
velado.
Somoza llegó a las ocho.--¿Qué es? ¿qué tiene? ¿hay gravedad?
Don Víctor con las manos cruzadas, apretadas, convulso, preguntaba estas
cosas delante de la enferma, que aunque aletargada, oía.
El médico no contestó. Recetó y salió al gabinete.
--¿Qué hay? ¿qué hay?--repetía allí Quintanar con voz trémula y muy
bajo--... ¿Qué hay?
Don Robustiano le miró con desprecio, con odio y con indignación...
«¡Qué hay! ¡qué hay! eso pronto se pregunta»; don Robustiano no sabía
lo que iba a hacer, pero parecía algo gordo por las señas; esto pensó,
pero dijo:
--Hay... que andar en un pie, tener mucho cuidado, no dejarla en poder
de criadas, ni de Visitación, que la aturde con su cháchara...; eso hay.
--Pero ¿es cosa grave, es cosa grave?
--Ps... es y no es. No, no es grave; la ciencia no puede decir que es
grave... ni puede negarlo. Pero hijo, usted no entiende de esto.... ¿Se
trata de una hepatitis? puede... tal vez hay gastroenteritis... tal
vez... pero hay fenómenos reflejos que engañan....
--¿De modo que no son los nervios? ¿Ni la primavera médica?...
--Hombre, los nervios siempre andan en el ajo... y la primavera... la
sangre... la savia nueva... es claro... todo influye... pero usted no
puede entender esto....
--No, señor, no puedo. En mis ratos de ocio he leído libros de medicina,
conozco el Jaccoud... pero semejante lectura me daba ganas de... vamos,
sentía náuseas y se me figuraba oír la sangre circular, y creía que era
así... una cosa como el depósito del Lozoya, con canales, compuertas en
el corazón....
--Bueno, bueno; por mí no disparate usted más. Hasta la tarde; si hay
novedad, avisar. Ah, y no echarle encima demasiada ropa, ni dejar... que
entre Visitación... que la aturde. ¡La ciencia prohíbe terminantemente
que esa señora protectora de comadronas parteras meta aquí la pata!...
Cuatro días después, don Robustiano mandaba en su lugar a un médico
joven, su protegido; creía llegado el caso de inhibirse; ya se sabía, él
no podía asistir a las personas muy queridas cuando llegaban a cierto
estado....
El sustituto era un muchacho inteligente, muy estudioso. Declaró que la
enfermedad no era grave, pero sí larga, y de convalecencia penosa. No le
gustaba usar los nombres vulgares y poco exactos de las enfermedades, y
empleaba los técnicos si le apuraban, no por ridícula pedantería, sino
por salir con su gusto de no enterar a los profanos de lo que no importa
que sepan, y en rigor no pueden saber. Ello fue que Anita creyó que se
moría, y padeció aún más que en el tiempo del mayor peligro, cuando
empezaron a decirle que estaba mejor. Al saber que había pasado seis
días en aquella torpeza con intervalos de exaltación y delirio, extrañó
mucho que se le hubiese hecho tan corto aquel largo martirio.
La debilidad la tenía aún más que rendida, exaltada y vidriosa. Todo lo
veía de un color amarillento pálido; entre los objetos y ella, flotaban
infinitos puntos y circulillos de aire, como burbujas a veces, como
polvo y como telarañas muy sutiles otras: si dejaba los brazos tendidos
sobre el embozo de su lecho y miraba las manos flacas, surcadas por
haces de azul sobre fondo blanco mate, creía de repente que aquellos
dedos no eran suyos, que el moverlos no dependía de su voluntad, y el
decidirse a querer ocultar las manos, le costaba gran esfuerzo. Sus
mayores congojas eran el tomar el primer alimento: unos caldos
insípidos, desabridos, que don Víctor enfriaba a soplos, soplando con fe
y perseverancia, dando a entender su celo y su cariño en aquel modo de
soplar. El ideal del caldo, según Quintanar, nunca lo _realizaban_ las
criadas de Vetusta. De esto hablaba él, mientras Ana sentía sudores
mortales que parecían sacarle de la piel la última fuerza, y hasta el
ánimo de vivir. Cerraba los ojos, y dejaba de sentirse por fuera y por
dentro; a veces se le escapaba la conciencia de su unidad, empezaba a
verse repartida en mil, y el horror dominándola producía una reacción de
energía suficiente a volverla a su _yo_, como a un puerto seguro; al
recobrar esta conciencia de sí, se sentía padeciendo mucho, pero casi
gozaba con tal dolor, que al fin era la vida, prueba de que ella era
quien era. Si don Víctor hablaba a su lado, sin querer Ana seguía
entonces el pensamiento de su esposo, y contra su deseo, la atención se
fijaba en los juicios de Quintanar, y la inteligencia les aplicaba
rigorosa crítica, un análisis sutil y doloroso para la enferma, que al
pulverizar a pesar suyo las sinrazones del marido, padecía tormento
indescriptible, en el cerebro según ella.
Veía al médico muy preocupado con el _tronco_ y sin pensar en los
dolores inefables que ella sentía en lo más suyo, en algo que sería
cuerpo, pero que parecía alma, según era íntimo. Todos los días había
que palpar el vientre y hacer preguntas relativas a las funciones más
humildes de la vida animal; don Víctor, que no se fiaba de su memoria,
siempre reloj en mano, llevaba en un cuaderno un registro en que
asentaba con pulcras abreviaturas y con estilo gongorino, lo que al
médico importaba saber de estos pormenores.
Mientras duró el temor de la gravedad, el amante esposo no pensó más que
en la enferma y cumplió como bueno; si era a veces importuno,
descuidado, o poco hábil, era sin conciencia. Después empezó a
aburrirse, a echar de menos la vida ordinaria, y exageraba al decir las
horas que pasaba en vela. Para resistir mejor su cruz, decidió tomarle
afición al oficio de enfermero y lo consiguió: llegó a ser para él tan
divertido como hacer pórticos ojivales de marquetería, el preparar
menjurjes y pintarle el cuerpo a su mujer con yodo; soplar y limpiar
caldos y consultar el reloj para contar los minutos y hasta los
segundos; operación en que llegó a poner una exactitud que impacientaba
a Petra y a Servanda. Esperaba con afán la visita del médico, primero
para hacerse decir veinte veces que Ana iba mejor, mucho mejor, y
además, para gozar con la conversación alegre, ajena a todas las
enfermedades del mundo, que seguía a la parte facultativa de la visita.
El sustituto de Somoza no era hablador, pero se divertía oyendo a
Quintanar, y este llegó a profesar gran cariño a Benítez, que así se
llamaba. El contraste de los cuidados vulgares, insignificantes; de la
alcoba estrecha y llena de una atmósfera pesada; de la vida monótona de
casa, con los grandes intereses de la Europa, la guerra de Rusia, el
aire libre, la última zarzuela, encantaba a don Víctor, que llevaba la
conversación a cosas frescas, grandes y de muchos accidentes. También le
gustaba discutir con Benítez y sondearle, como él decía. Uno de los
problemas que más preocupaban al amo de la casa, era el de la pluralidad
de los mundos habitados. Él creía que sí, que había habitantes en todos
los astros, la generosidad de Dios lo exigía; y citaba a Flammarión, y
las cartas de Feijóo y la opinión de un obispo inglés, cuyo nombre no
recordaba «Mister no sé cuántos», porque para él todos los ingleses eran
Mister.
Desde que el médico declaró que la mejoría, aunque lenta, sería continua
probablemente, Quintanar, muy contento, no permitió que se dudase de
aquella no interrumpida marcha en busca de la salud. Su egoísmo
candoroso, pero fuerte, estaba cansado de pensar en los demás, de
olvidarse a sí mismo, no quería más tiempo de servidumbre, y si Ana se
quejaba, su marido torcía el gesto, y hasta llegó a hablar con voz
agridulce de la paciencia y de la formalidad.
--No seamos niños, Ana; tú estás mejor, eso que tienes es efecto de la
debilidad... no pienses en ello... es aprensión; la aprensión hace más
víctimas que el mal. Y repetía infaliblemente la parábola del cólera y
la aprensión.
La idea de una recaída, de un estancamiento siquiera, le parecía
subversiva, una maquinación contra su reposo. «Él no era de piedra. No
podría resistir...».
Ya no tenía compasión de la enferma; ya no había allí más que nervios...
y empezó a pensar en sí mismo exclusivamente. Entraba y salía a cada
momento en la alcoba de Ana; casi nunca se sentaba, y hasta llegó a
fastidiarle el registro de medicinas y demás pormenores íntimos. El
médico tuvo que entenderse con Petra. Quintanar inventaba sofismas y
hasta mentiras para estar fuera, en su despacho, en el Parque. «¡Qué
gran cosa eran el Arte y la Naturaleza! En rigor todo era uno, Dios el
autor de todo». Y respiraba don Víctor las auras de abril con placer
voluptuoso, tragando aire a dos carrillos. Volvió a componer sus
maquinillas, soñó con nuevos inventos, y envidió a Frígilis la
aclimatación del Eucaliptus globulus en Vetusta.
La Regenta notó la ausencia de su marido; la dejaba sola horas y horas
que a él le parecían minutos. Cuando las congojas la anegaban en mares
de tristeza, que parecían sin orillas, cuando se sentía como aislada del
mundo, abandonada sin remedio, ya no llamaba a Quintanar, aunque era el
único ser vivo de quien entonces se acordaba; prefería dejarle tranquilo
allá fuera, porque si venía le hacía daño con aquel desdén gárrulo y
absurdo de los padecimientos nerviosos.
Una tarde de color de plomo, más triste por ser de primavera y parecer
de invierno, la Regenta, incorporada en el lecho, entre murallas de
almohadas, sola, obscuro ya el fondo de la alcoba, donde tomaban
posturas trágicas abrigos de ella y unos pantalones que don Víctor
dejara allí; sin fe en el médico creyendo en no sabía qué mal incurable
que no comprendían los doctores de Vetusta, tuvo de repente, como un
amargor del cerebro, esta idea: «Estoy sola en el mundo». Y el mundo era
plomizo, amarillento o negro según las horas, según los días; el mundo
era un rumor triste, lejano, apagado, donde había canciones de niñas,
monótonas, sin sentido; estrépito de ruedas que hacen temblar los
cristales, rechinar las piedras y que se pierde a lo lejos como el
gruñir de las olas rencorosas; el mundo era una contradanza del sol
dando vueltas muy rápidas alrededor de la tierra, y esto eran los días;
nada. Las gentes entraban y salían en su alcoba como en el escenario de
un teatro, hablaban allí con afectado interés y pensaban en lo de fuera:
su realidad era otra, aquello la máscara. «Nadie amaba a nadie. Así era
el mundo y ella estaba sola». Miró a su cuerpo y le pareció tierra. «Era
cómplice de los otros, también se escapaba en cuanto podía; se parecía
más al mundo que a ella, era más del mundo que de ella». «Yo soy mi
alma», dijo entre dientes, y soltando las sábanas que sus manos
oprimían, resbaló en el lecho, y quedó supina mientras el muro de
almohadas se desmoronaba. Lloró con los ojos cerrados. La vida volvía
entre aquellas olas de lágrimas. Oyó la campana de un reloj de la casa.
Era la hora de una medicina. Era aquella tarde el encargado de dársela
Quintanar y no aparecía. Ana esperó. No quiso llamar y se inclinó hacia
la mesilla de noche. Sobre un libro de pasta verde estaba un vaso. Lo
tomó y bebió. Entonces leyó distraída en el lomo del libro voluminoso:
_Obras de Santa Teresa. I_.
Se estremeció, tuvo un terror vago; acudió de repente a su memoria
aquella tarde de la lectura de San Agustín en la glorieta de su huerto,
en Loreto, cuando era niña, y creyó oír voces sobrenaturales que
estallaban en su cerebro; ahora no tenía la cándida fe de entonces. «Era
una casualidad, pura casualidad la presencia de aquel libro místico
coincidiendo con los pensamientos de abandono que la entristecían, y
despertando ideas de piedad, con fuerte impulso, con calor del alma,
serias, profundas, no impuestas, sino como reveladas y acogidas al punto
con abrazos del deseo.... Pero no importaba, fuera o no aviso del cielo,
ella tomaba la lección, aprovechaba la coincidencia, entendía el sentido
profundo del azar. ¿No se quejaba de que estaba sola, no había caído
como desvanecida por la idea del abandono?... Pues allí estaban aquellas
letras doradas: _Obras de Santa Teresa. I_. ¡Cuánta elocuencia en un
letrero! «¡Estás sola! pues ¿y Dios?».
El pensamiento de Dios fue entonces como una brasa metida en el corazón;
todo ardió allí dentro en piedad; y Ana, con irresistible ímpetu de fe
ostensible, viva, material, fortísima, se puso de rodillas sobre el
lecho, toda blanca; y ciega por el llanto, las manos juntas temblando
sobre la cabeza, balbuciente, exclamó con voz de niña enferma y amorosa:
--¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Señor! ¡Señor! ¡Dios de mi alma!
Sintió escalofríos y ondas de mareo que subían al cerebro; se apoyó en
el frío estuco, y cayó sin sentido sobre la colcha de damasco rojo.
A pesar de la prohibición de don Víctor, vino el retroceso, recayó la
enferma, y se volvió a los sustos, a los apuros, a las noches en vela;
el médico volvió a ser un oráculo, los pormenores de alcoba negocios
arduos, el reloj un dictador lacónico.
Ana tuvo aquellas noches sueños horribles. Al amanecer, cuando la luz
pálida y cobarde se arrastraba por el suelo, después de entrar laminada
por los intersticios del balcón, despertaba sofocada por aquellas
visiones, como náufrago que sale a la orilla.... Parecíale sentir todavía
el roce de los fantasmas groseros y cínicos, cubiertos de peste; oler
hediondas emanaciones de sus podredumbres, respirar en la atmósfera
fría, casi viscosa, de los subterráneos en que el delirio la
aprisionaba. Andrajosos vestiglos amenazándola con el contacto de sus
llagas purulentas, la obligaban, entre carcajadas, a pasar una y cien
veces por angosto agujero abierto en el suelo, donde su cuerpo no cabía
sin darle tormento. Entonces creía morir. Una noche la Regenta reconoció
en aquel subterráneo las catacumbas, según las descripciones románticas
de Chateaubriand y Wisseman; pero en vez de vírgenes de blanca túnica,
vagaban por las galerías húmedas, angostas y aplastadas, larvas,
asquerosas, descarnadas, cubiertas de casullas de oro, capas pluviales y
manteos que al tocarlos eran como alas de murciélago. Ana corría, corría
sin poder avanzar cuanto anhelaba, buscando el agujero angosto,
queriendo antes destrozar en él sus carnes que sufrir el olor y el
contacto de las asquerosas carátulas; pero al llegar a la salida, unos
la pedían besos, otros oro, y ella ocultaba el rostro y repartía monedas
de plata y cobre, mientras oía cantar responsos a carcajadas y le
salpicaba el rostro el agua sucia de los hisopos que bebían en los
charcos.
Cuando despertó se sintió anegada en sudor frío y tuvo asco de su propio
cuerpo y aprensión de que su lecho olía como el fétido humor de los
hisopos de la pesadilla...
«¿Iría a morir? ¿Eran aquellos sueños repugnantes emanaciones de la
sepultura, el sabor anticipado de la tierra? ¿Y aquellos subterráneos y
sus larvas eran imitación del infierno? ¡El infierno! Nunca había
pensado en él despacio; era una de tantas creencias irreflexivas en ella
como en los más de los fieles; creía en el Infierno como en todo lo que
mandaba creer la Iglesia, porque siempre que su pensamiento se había
revelado, ella lo había sometido con acto de pretendida fe, había dicho
«creo a ciegas», tomando las palabras y la resolución de creer por la
creencia. Pero otra cosa era en esta ocasión: el Infierno ya no era un
dogma englobado en otros: ella había sentido su olor, su sabor... y
comprendía que antes, en rigor, no creía en el Infierno. Sí, sí, era
material o lo parecía, ¿por qué no? ¡Qué vana se le antojaba ahora a la
Regenta la filosofía superficial del optimismo bullanguero, del
espiritualismo abstracto, bonachón, sin sentido de la realidad triste
del mundo! ¡Había infierno! Era así... la podredumbre de la materia para
los espíritus podridos.... Y ella había pecado, sí, sí, había pecado.
¡Qué diferentes criterios el que ahora aplicaba a sus culpas, y el que
el mundo solía tener y con el cual ella se había absuelto de ciertas
_ligerezas_ que ya le pesaban como plomo!». Y recordaba máximas y
aforismos religiosos que había oído al Magistral, sin penetrar su
terrible severidad, aquel sentido lúgubre y hondo que no parecían tener
en los labios finos, suaves, llenos de silbantes sonidos del pulquérrimo
canónigo.
Ya había subido el sol gran trecho del cielo, ya calentaba la mañana con
tibias caricias de un Abril de Vetusta; en la casa creían postrada o
dormida a la Regenta y no abrían las maderas del balcón, ni interrumpían
el descanso de la enferma. Ana sentía el día en el melancólico regalo
que su mismo lecho, tantas veces aborrecido, le prestaba en aquellas
horas de la mañana de primavera; otra vez volvía la vida a moverse en
aquel cuerpo mustio, asolado, como campo de batalla; la vida iba
avanzando por aquel terreno de su victoria, dudosa de ella todavía. El
cerebro recobraba los dominios de la lógica, su salud; la memoria,
firme, no era ya un tormento ni se mezclaba con visiones y disparates.
Ana, contenta de que la dejasen sola, de que la creyesen dormida o en
sopor, repasaba en su conciencia aquellos pecados de que quería
acusarse; era relator la memoria, fiscal la imaginación, y poco a poco,
según las olas de salud subían en su marea, la enferma, perdido el
terror con que despertara, oía la acusación con dulce curiosidad
creciente; la idea del infierno se desvanecía, como mueren las
vibraciones de una placa, lejos ya de las sensaciones de asco y terror;
aquellas culpas recordadas, que eran la vida, la realidad ordinaria,
pasaban por el cerebro de Ana como un alimento, daban calor, fuerza al
ánimo, y, sin que el remordimiento se extinguiera, el relato adquiría
más y más interés.
Pasaron entonces por el recuerdo todos los días que siguieron al
entumecimiento del rigoroso temporal, cuando el espíritu de Ana había
dejado aquella especie de vida de culebra invernante. Recordó la romería
de San Blas, en la carretera de la Fábrica Vieja; aquella tarde de sol
que era una fiesta del cielo; la torre de la catedral allá arriba, como
en la cúspide de un monumento, encaje de piedra obscura sobre fondo de
naranja y de violeta de un cielo suave, listado, de nubes largas,
estrechas, ondeadas, quietas sobre el abismo, como esperando a que se
acostara el sol para cerrar el horizonte.... Sin saber cómo, San Blas
anunciaba la primavera; Ana esperaba ya aquellos días en que, con largos
intervalos de mal tiempo, aparece un poco de luz que arranca vibraciones
de alegría y resplandor al verde dormido de los campos vetustenses;
aquellos días que son algo mejor que Abril y Mayo; su esperanza. Las
ideas tristes habían volado como pájaros de invierno, Ana se había visto
en el paseo de San Blas rodeada del mundo, agasajada, y a su lado iba
don Álvaro Mesía, enamorado, triste de tanto amor, resignado, cariñoso
sin interés, suave y tierno, sin esperanza. Algo así como el mismo
encanto del día; en rigor, el invierno, nada, pero en la tranquilidad y
tibia y vaga alegría del ambiente, una delicia que saboreaba con
inefable gozo la Regenta.
Así don Álvaro; no sería jamás suya, eso no; ese verano ardiente no
vendría, ni siquiera le consentiría hablarle claro, insistir en sus
pretensiones; pero tenerle a su lado, _sentirle_ quererla, adorarla, eso
sí: era dulce, era suave, era un placer tranquilo, profundo.... Ella le
miraba con llamaradas que apagaba al brotar de los ojos, le sonreía como
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