La Regenta - 11

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salían gritos y alaridos, según lo que vociferaba doña Anuncia sola.
Doña Águeda misma estaba horrorizada.
La sobrina permaneció ocho días encerrada en su alcoba después de
aquella escena. Al cumplirse el novenario de la encerrona, que algo
tenía de arresto, doña Anuncia se presentó tranquila, digna, severa a
leer la sentencia. «No le faltaría a la hija de la bailarina--¿quién
dudaba ya que la modista había bailado?--no le faltaría una cama en el
palacio de sus mayores; pero ellas, las tías, no tenían qué poner a la
mesa; todo lo había comido la niña».
Ana escribió a Frígilis.
Y al día siguiente don Víctor Quintanar, de tiros largos, como el día de
la primera visita, entró en el estrado de los Ozores. Venía a pedir la
mano de Ana, «a quien creía no ser indiferente».
«Daba aquel paso antes de lo que pensaba, porque acababa de ser
ascendido; iba a Granada en calidad de Presidente de Sala y quería
llevarse a su esposa, si su ardiente deseo era cumplido. Contaba con su
sueldo y algunas viñas y no pocos rebaños en la Almunia de don Godino.
Nunca hubiera sido osado a pedir la mano de tan preclara, ilustre y
hermosa joven sin poder ofrecerle, ya que no la opulencia, una _aurea
mediocritas_, como había dicho el latino».
Doña Anuncia quedó deslumbrada.... ¡Don Godino... _mediocritas_... la
cruz de Isabel la Católica!... Era mucha tentación.
Frígilis había advertido a don Víctor, al ponerle la cruz al pecho, que
a doña Anuncia la enamoraban los discursos que no entendía y las
condecoraciones.
Quintanar mientras hablaba se sentía en ridículo; pero la vieja estaba
fascinada.
«Don Frutos, pensaba ella había aplastado terrones en los suburbios de
Vetusta, doce años antes; se acordaba de haberle visto en mangas de
camisa».
La Ozores contestó: «Que ella no podía disponer de la mano de su
sobrina, aunque la joven consintiera, sin consultar, sin tomar la venia
de la nobleza, de la clase».
Los señores del margen, los de la Audiencia, eran la segunda
aristocracia en Vetusta, aunque no figuraban tanto como en otros días.
La justicia era respetada con un terror supersticioso heredado de muchos
siglos. Los más soliviantados liberales de Vetusta que hablaban de
anarquía y de quemarlo todo, temblaban ante la voz de un ujier de la
Sala de lo Criminal que gritaba porque un testigo cruzaba las piernas:
--¡Guarden ceremonia! La aristocracia, la primera, opinó que Anita hacía
una boda loca.
La hizo. Don Frutos se volvió a Matanzas, prometiendo volver vengado, es
decir, con muchos más millones. Cumplió su promesa.
Pasó un mes, y Ana Ozores de Quintanar, con su caballeresco esposo salía
por la carretera de Castilla en la berlina de aquella diligencia en que
había visto marchar a don Álvaro Mesía por el mismo camino.
Toda Vetusta fue a despedirlos; la nobleza y la clase media. Frígilis
tenía lágrimas en los ojos.
--En cuanto puedan ustedes dar la vuelta... hay que darla--decía con un
pie en el estribo y la cabeza dentro del coche--. Será usted la Regenta
de Vetusta, Anita.
--No lo permite la ley, por causa de las tías--contestaba don Víctor.
--¡Bah, bah! Ya se arreglaría eso.... Será usted la Regenta.
Don Cayetano quiso también subir al estribo, pero no pudo.
Doña Anuncia y doña Águeda habían quedado en el estrado, casi a
obscuras, suspirando, rodeadas de algunos amigos y amigas, quizá los
mismos que les dieran en otra ocasión aquel pésame por la muerte civil
de don Carlos.
--Y ella va contenta--decía el barón.
--¡Uf! Ya lo creo.--La juventud es ingrata...--Señores, que va a
arrancar, _desapartarse_--gritó el zagal de la diligencia.
Y partió el coche. Don Víctor oprimía entre las suyas las manos de
aquella esposa que le envidiaba un pueblo entero.
Un ¡adiós! llenó los ámbitos de la Plaza Nueva: era un adiós triste de
verdad, era la despedida de la maravilla del pueblo; Vetusta en masa
veía marchar a la nueva Presidenta de Sala como pudiera haber visto que
le llevaban la torre de la catedral, otra maravilla.
Entre tanto, Ana pensaba que tal vez no había entre aquella muchedumbre
que admiraba su hermosura otro más digno de poseerla que aquel don
Víctor, a pesar de sus cuarenta y pico, pico misterioso.
Cuando, ya cerca de la noche, mientras subían cuestas que el ganado
tomaba al paso, el nuevo Presidente de Sala le preguntaba si era él por
su ventura el primer hombre a quien había querido, Ana inclinaba la
cabeza y decía con una melancolía que le sonaba al marido a voluptuoso
abandono:
--Sí, sí, el primero, el único.
«No le amaba, no; pero procuraría amarle».
Cerró la noche. Ana, apoyada la cabeza en las sobadas almohadillas de
aquel coche viejo, cerraba los ojos, fingía dormir y escuchaba el ruido
atronador y confuso de vidrios, hierro y madera de la diligencia
desvencijada, y se le antojaba oír en aquel estrépito los últimos
gritos de la despedida.
Ni uno solo de aquellos hombres que quedaban allá abajo le había hablado
de amor, de amor cierto, ni se lo había inspirado. Repasando todos los
años de la inútil juventud, recordaba, como la mayor delicia que pudiera
cargarse al capítulo de amor tal vez, alguna mirada de algún desconocido
en uno de aquellos paseos por las carreteras orladas de árboles poblados
de gorriones y jilgueros.
Entre ella y los jóvenes de la sociedad en que vivía, pronto había
puesto el orgullo de Ana y la necedad de los otros un muro de hielo.
«No se casarían con ella, había dicho doña Anuncia, porque era pobre;
pero ella les tomaba la delantera, y los despreciaba por fatuos y
adocenados».
Si alguno había querido tratarla como a Obdulia, pronto había encontrado
un desdén altivo y una ironía cruel capaces de helar una brasa.
«Tal vez, aunque no era seguro, ni mucho menos, entre aquellos hombres
que la admiraban de lejos, devorándola con los ojos, habría alguno digno
de ser querido... pero las tías se encargaban de mantener las distancias
que exigía el tono, y los pobres abogadillos, o lo que fueran, tal vez
demócratas teóricos, respetaban aquellas preocupaciones, y participaban
a su pesar, de ellas. No se acercaban». Todos los que habían producido
en Ana algún efecto, aunque no grande, hablando con los ojos, eran
cualquier cosa menos proporciones. En Vetusta la juventud pobre no sabe
ganarse la vida, a lo sumo se gana la miseria; muchachos y muchachas se
comen a miradas, se quieren, hasta se lo dicen... pero _lo dejan_; falta
una posición; las muchachas pierden su hermosura y acaban en beatas;
los muchachos dejan el luciente sombrero de copa, se embozan en la capa
y se hacen jugadores.
Los que quieren medrar salen del pueblo; allí no hay más ricos que los
que heredan o hacen fortuna lejos de la soñolienta Vetusta.
«Entre americanos, pasiegos y mayorazguetes fatuos, burdos y grotescos
hubiera podido escoger, seguía pensando Ana. Que lo dijera don Frutos
Redondo.... Pero además, ¿para qué engañarse a sí misma? No estaba en
Vetusta, no podía estar en aquel pobre rincón la realidad del sueño, el
héroe del poema, que primero se había llamado Germán, después San
Agustín, obispo de Hiponax, después Chateaubriand y después con cien
nombres, todo grandeza, esplendor, dulzura delicada, rara y
escogida...».
«Y ahora estaba casada. Era un crimen, pero un crimen verdadero, no como
el de la barca de Trébol, pensar en otros hombres. Don Víctor era la
muralla de la China de sus ensueños. Toda fantástica aparición que
rebasara de aquellos cinco pies y varias pulgadas de hombre que tenía al
lado, era un delito. Todo había concluido... sin haber empezado».
Abrió Ana los ojos y miró a su don Víctor que a la luz de una lámpara de
viaje, calada hasta las orejas una gorra de seda, leía tranquilamente,
algo arrugado el entrecejo, _El Mayor Monstruo los celos o el Tetrarca
de Jerusalén_, del inmortal Calderón de la Barca.


--VI--

El Casino de Vetusta ocupaba un caserón solitario, de piedra ennegrecida
por los ultrajes de la humedad, en una plazuela sucia y triste cerca de
San Pedro, la iglesia antiquísima vecina de la catedral. Los socios
jóvenes querían mudarse, pero el cambio de domicilio sería la muerte de
la sociedad según el elemento serio y de más arraigo. No se mudó el
Casino y siguió remendando como pudo sus goteras y demás achaques de
abolengo. Tres generaciones habían bostezado en aquellas salas estrechas
y obscuras, y esta solemnidad del aburrimiento heredado no debía
trocarse por los azares de un porvenir dudoso en la parte nueva del
pueblo, en la Colonia. Además, decían los viejos, si el Casino deja de
residir en la Encimada, adiós Casino. Era un aristócrata.
Generalmente el salón de baile se enseñaba a los forasteros con orgullo;
lo demás se confesaba que valía poco.
Los dependientes de la casa vestían un uniforme parecido al de la
policía urbana. El forastero que llamaba a un mozo de servicio podía
creer, por la falta de costumbre, que venían a prenderle. Solían tener
los camareros muy mala educación, también heredada. El uniforme se les
había puesto para que se conociese en algo que eran ellos los criados.
En el vestíbulo había dos porteros cerca de una mesa de pino. Era
costumbre inveterada que aquellos señores no saludaran a los socios que
entraban o salían. Pero desde que era de la Junta Ronzal, que había
visto otros usos en sus cortos viajes, los porteros se inclinaban al
pasar un socio sin importancia, y hasta dejaban oír un gruñido, que bien
interpretado podía tomarse por un saludo; si era un individuo de la
Junta se levantaban de su silla cosa de medio palmo, si era Ronzal se
levantaban un palmo entero y si pasaba don Álvaro Mesía, presidente de
la sociedad, se ponían de pie y se cuadraban como reclutas.
Después del vestíbulo se encontraban tres o cuatro pasillos convertidos
en salas de espera, de descanso, de conversación, de juego de dominó,
todo ello junto y como quiera. Más adelante había otra sala más lujosa,
con grandes chimeneas que consumían mucha leña, pero no tanta como
decían los mozos. Aquella leña suscitaba graves polémicas en las juntas
generales de fin de año. En tal estancia se prohibía el estridente
dominó, y allí se juntaban los más serios y los más importantes
personajes de Vetusta. Allí no se debía alborotar porque al extremo de
oriente, detrás de un majestuoso portier de terciopelo carmesí, estaba
la sala del tresillo, que se llamaba el gabinete rojo. En este había de
reinar el silencio, y si era posible también en la sala contigua. Antes
estaba el tresillo cerca de los billares, pero el ruido de las bolas y
los tacos molestaba a los tresillistas que se fueron al gabinete rojo,
donde estaba entonces el de lectura. El gabinete de lectura se fue cerca
de los billares. La sala del tresillo jamás recibía la luz del sol:
siempre permanecía en tinieblas caliginosas, que hacían palpables las
tristes llamas de las bujías semejantes a lámparas de minero en las
entrañas de la tierra.
Don Pompeyo Guimarán, un filósofo que odiaba el tresillo, llamaba a los
del gabinete rojo los monederos falsos. Se le figuraba que en aquel
antro donde se penetraba con silencio misterioso, donde se contenía toda
alegría, toda expansión del ánimo, no se podía hacer nada lícito. Los
más bulliciosos muchachos al entrar en el gabinete del tresillo se
revestían de una seriedad prematura; parecían sacerdotes jóvenes de un
culto extraño. Entrar allí era para los vetustenses como dejar la toga
pretexta y tomar la viril. Jugando o viendo jugar estaba siempre algún
joven pálido, ensimismado, que afectaba despreciar los vanos placeres
hastiado tal vez, y preferir los serios cuidados del solo y el codillo.
Examinar con algún detenimiento a los habituales sacerdotes de este
culto ceremonioso y circunspecto de la espada y el basto, es conocer a
Vetusta intelectual en uno de sus aspectos característicos.
En efecto, aunque el jefe de Fomento aseguraba que todos los vetustenses
eran unos chambones, no era esto más que un pretexto para subir al
_cuarto del crimen_ en busca de más pingües y rápidas ganancias; porque
jugar se jugaba en el Casino de Vetusta con una perfección que ya era
famosa. No faltaban los inexpertos, y aun estos eran necesarios, porque
si no ¿quién ganaría a quién? Pero contra la afirmación del jefe de
Fomento protestaban los hechos. De Vetusta y sólo de Vetusta salieron
aquellos insignes tresillistas que, una vez en esferas más altas,
tendieron el vuelo y llegaron a ocupar puestos eminentes en la
administración del Estado, debiéndolo todo a la ciencia de los estuches.
Hay cuatro mesas en sendas esquinas y otros dos pares en medio. De las
ocho, la mitad están ocupadas. Alrededor, sentados o en pie varios
mirones, los más esclavos de su vicio. Se habla poco. Las más veces para
pedir un cigarro de papel. Se dan pocos consejos. No se necesitan o no
sirven. Basilio Méndez, empleado del Ayuntamiento, es el mejor _espada_
de los presentes. Es pálido y flaco. No se sabe si viste de artesano o
de persona decente, como dicen en Vetusta. El sueldo no le bastaba para
sus necesidades; tiene mujer y cinco hijos; se ayuda con el tresillo; se
le respeta. Juega como quien trabaja sin gusto; de mal humor; es brusco;
apenas contesta si le hablan. Él va a su negocio: una casa de tres pisos
que está construyendo a costa del tresillo junto al Espolón. A su lado
está don Matías el procurador: juega al tresillo para huir del _monte_.
Cuando la suerte le es adversa _arriba_, baja y se expone a ganar al
tresillo todo lo que puede y a perder muy poco, porque si pierde lo
deja. El que descansa en este momento, porque acaba de repartir las
cartas, y juegan cuatro, es la gallina de los huevos de oro del
Procurador y de don Basilio. Le van matando, pero por consunción. Es un
mayorazgo de aldea; le llaman Vinculete. Antes venía de su pueblo
durante las ferias a jugar al tresillo; después se hizo diputado
provincial para venir a jugar al tresillo también, y por fin se hizo
vecino de Vetusta para no separarse nunca de aquellos _espadas_ a quien
admiraba, de camino que les hacía ricos sin sospecharlo. El tresillo de
su pueblo no le divertía.
Vinculete jugaba desde las tres de la tarde hasta las dos de la mañana,
sin más descanso que el preciso para cenar de mala manera. Don Basilio y
el Procurador alternaban en el cuidado de desplumarle; se relevaban;
pero a veces le desplumaban a un tiempo. El cuarto jugador era
cualquiera. En las otras mesas las partidas eran más iguales. Jugaban
muchos forasteros, casi todos empleados.
Es un axioma que en el juego se conoce la buena educación. Había allí
muchas personas muy bien educadas, pero como reinaba la mayor confianza
solía oírse frases como estas:
--Le digo a usted, que me lo ha dado usted.
--Yo le digo a usted, que no.--Yo le digo a usted, que sí.--Pues
miente usted.--Valiente crianza tiene usted.--Mejor que la de usted....
Se trataba de un duro falso. Para que la armonía pudiera subsistir, por
una especie de equilibrio que la naturaleza establecía entre los
temperamentos, resultaba que unos tresillistas eran temerones y de un
genio endiablado, y otros, v. gr. Vinculete, pacíficos como corderos y
miedosos como palomas.
Don Basilio aseguraba que el mayorazguete no jugaba con toda la limpieza
necesaria.
Vinculete solía sostener los fueros de su dignidad, y entonces gritaba
el del Ayuntamiento:
--¡Conmigo nadie se insolenta! Y daba un puñetazo en la mesa.
Vinculete callaba y seguía recibiendo codillos.
Estas disputas, nada frecuentes, interrumpían el silencio pocos
instantes; la calma renacía pronto y volvía aquello a ser un templo
jamás profanado por ríos de sangre.
El gabinete de lectura, que también servía de biblioteca, era estrecho y
no muy largo. En medio había una mesa oblonga cubierta de bayeta verde y
rodeada de sillones de terciopelo de Utrecht. La biblioteca consistía en
un estante de nogal no grande, empotrado en la pared. Allí estaban
representando la sabiduría de la sociedad el _Diccionario_ y la
_Gramática_ de la Academia. Estos libros se habían comprado con motivo
de las repetidas disputas de algunos socios que no estaban conformes
respecto del significado y aun de la ortografía de ciertas palabras.
Había además una colección incompleta de la _Revue des deux mondes_, y
otras de varias ilustraciones. La _Ilustración francesa_ se había dejado
en un arranque de patriotismo; por culpa de un grabado en que aparecían
no se sabe qué reyes de España matando toros. Con ocasión de esta medida
radical y patriótica se pronunciaron en la junta general muchos y muy
buenos discursos en que fueron citados oportunamente los héroes de
Sagunto, los de Covadonga, y por último los del año ocho. En los cajones
inferiores del estante había algunos libros de más sólida enseñanza,
pero la llave de aquel departamento se había perdido.
Cuando un socio pedía un libro de aquellos, el conserje se acercaba de
mal talante al pedigüeño y le hacía repetir la demanda.
--Sí señor, la crónica de Vetusta....
--Pero ¿usted, sabe que está ahí?
--Sí, señor, ahí está...
--El caso es...--y se rascaba una oreja el señor conserje--como no hay
costumbre....
--¿Costumbre de qué?--En fin, buscaré la llave. El conserje daba media
vuelta y marchaba a paso de tortuga.
El socio, que había de ser nuevo necesariamente para andar en tales
pretensiones, podía entretenerse mientras tanto mirando el mapa de Rusia
y Turquía y el _Padre nuestro_ en grabados, que adornaban las paredes de
aquel centro de instrucción y recreo. Volvía el conserje con las manos
en los bolsillos y una sonrisa maliciosa en los labios.
--Lo que yo decía, señorito... se ha perdido la llave.
Los socios antiguos miraban la biblioteca como si estuviera pintada en
la pared.
De los periódicos e ilustraciones se hacía más uso; tanto que aquellos
desaparecían casi todas las noches y los grabados de mérito eran
cuidadosamente arrancados. Esta cuestión del hurto de periódicos era de
las difíciles que tenían que resolver las juntas. ¿Qué se hacía? ¿Se les
ponía grillete a los papeles? Los socios arrancaban las hojas o se
llevaban papel y hierro. Se resolvió últimamente dejar los periódicos
libres, pero ejercer una gran vigilancia. Era inútil. Don Frutos
Redondo, el más rico americano, no podía dormirse sin leer en la cama el
_Imparcial_ del Casino. Y no había de trasladar su lecho al gabinete de
lectura. Se llevaba el periódico. Aquellos cinco céntimos que ahorraba
de esta manera, le sabían a gloria. En cuanto al papel de cartas que
desaparecía también, y era más caro, se tomó la resolución de dar un
pliego, y gracias, al socio que lo pedía con mucha necesidad. El
conserje había adquirido un humor de alcaide de presidio en este trato.
Miraba a los socios que leían como a gente de sospechosa probidad; les
guardaba escasas consideraciones. No siempre que se le llamaba acudía, y
solía negarse a mudar las plumas oxidadas.
Alrededor de la mesa cabían doce personas. Pocas veces había tantos
lectores, a no ser a la hora del correo. La mayor parte de los socios
amantes del saber no leían más que noticias.
El más digno de consideración, entre los abonados al gabinete de
lectura, era un caballero apoplético, que había llevado granos a
Inglaterra y se creía en la obligación de leer la prensa extranjera.
Llegaba a las nueve de la noche indefectiblemente, tomaba _Le Figaro_,
después _The Times_, que colocaba encima, se ponía las gafas de oro y
arrullado por cierto silbido tenue de los mecheros del gas, se quedaba
dulcemente dormido sobre el primer periódico del mundo. Era un derecho
que nadie le disputaba. Poco después de morir este señor, de apoplejía,
sobre _The Times_, se averiguó que no sabía inglés. Otro lector asiduo
era un joven opositor a fiscalías y registros que devoraba la _Gaceta_
sin dejar una subasta. Era un Alcubilla en un tomo: sabía de memoria
cuanto se ha hecho, deshecho, arreglado y vuelto a destrozar en nuestra
administración pública.
A su lado solía sentarse un caballero que tenía un vicio secreto:
escribir cartas a los periódicos de la corte con las noticias más
contradictorias. Firmaba «El Corresponsal» y siempre que un papel de
Madrid decía «Lo de Vestusta» era cosa de él. Al día siguiente desmentía
en otro periódico sus noticias y resultaba que «Lo de Vetusta» no era
nada. Así se había hecho un redomado escéptico en materia de prensa.
«¡Si sabría él cómo se hacían los periódicos!». Cuando franceses y
alemanes vinieron a las manos, _El Corresponsal_ dudaba de la guerra:
era cosa de los bolsistas acaso; no se convenció de que algo había hasta
la rendición de Metz.
El poeta Trifón Cármenes también acudía sin falta a la hora del correo.
Pasaba revista a varios periódicos con febril ansiedad y desaparecía en
seguida con un desengaño más en el alma. Era que «no se lo habían
publicado». Se trataba de alguna poesía o cuento fantástico que había
mandado a cualquier periódico y que no acababa de salir. Cármenes, que
en los certámenes de Vetusta se llevaba todas las rosas naturales, no
podía conseguir que sus versos tuvieran cabida en las prensas
madrileñas; y eso que empleaba en las cartas con que recomendaba las
composiciones, la finura del mundo. La fórmula solía ser esta: «Muy
señor mío y de mi más distinguida consideración: adjuntos le remito unos
versos para que, si los estima dignos de tan señalado honor, vean la luz
pública en las columnas de su acreditado periódico. Escritos sin
pretensiones..., etc., etc.». Pero, nada: no salían. Pedía, después de
un año, que se los devolvieran. Pero «no se devolvían los originales».
Aprovechaba el borrador y publicaba aquello en _El Lábaro_, el periódico
reaccionario de Vetusta.
Otro lector constante era un vejete semi-idiota que jamás se acostaba
sin haber leído todos los _fondos_ de la prensa que llegaba al Casino.
Deleitábale singularmente la prosa amazacotada de un periódico que tenía
fama de hábil y circunspecto. Los conceptos estaban envueltos en tales
eufemismos, pretericiones y circunloquios, y tan se quebraban de
sutiles, que el viejo se quedaba siempre a buenas noches.
--¡Qué habilidad!--decía sin entender palabra.
Por lo mismo creía en la habilidad, porque si él la echara de ver ya no
la habría.
Una noche despertó a su esposa el lector de fondos diciendo:
--Oye, Paca, ¿sabes que no puedo dormir?... A ver si tú entiendes esto
que he leído hoy en el periódico. «No deja de dejar de parecernos
reprensible...». ¿Lo entiendes tú, Paca? ¿Es que les parece reprensible
o que no? Hasta que lo resuelva no puedo dormir....
Estos y otros lectores asiduos se pasan los periódicos de mano en mano,
en silencio, devorando noticias que leen repetidas en ocho o diez
papeles. Así se alimentan aquellos espíritus que antes de las once de la
noche se van a dormir satisfechos, convencidos de que el cajero de tal
parte se ha escapado con los fondos.
Lo han leído en ocho o diez fuentes distintas. Todos estos caballeros
respetables y dignos de estima viven esclavos de tamaña servidumbre, la
servidumbre del noticierismo cortesano. Mucho más de la mitad del caudal
fugitivo de sus conocimientos consiste en los recortes de la
_Correspondencia_ que los periódicos pobres se van echando, como
pelotas, de tijeras en tijeras.
Muchas veces, cuando reinaba aquel silencio de biblioteca, en que
parecía oírse el ruido de la elaboración cerebral de los sesudos
lectores, de repente un estrépito de terremoto hacía temblar el piso y
los cristales. Los socios antiguos no hacían caso, ni levantaban los
ojos; los nuevos, espantados, miraban al techo y a las paredes esperando
ver desmoronarse el edificio.... No era eso. Era que los señores del
billar azotaban el pavimento con las mazas de los tacos. Era proverbial
el ingenioso buen humor de los señores socios.
A las once de la noche no quedaba nadie en el gabinete de lectura. El
conserje, medio dormido, doblaba los papeles, daba media vuelta a la
llave del gas, y dejaba casi en tinieblas la estancia. Y se volvía a
dormir a la conserjería.
Entonces era cuando entraba don Amadeo Bedoya, capitán de artillería, en
traje de paisano, embozado en un carrick de ancha esclavina. Miraba
bien... no había nadie... la obscuridad le favorecía. Se acercaba al
estante con mucha cautela; sacaba una llave, abría el cajón inferior,
tomaba un libro, dejaba otro que venía oculto bajo la esclavina,
escondía el primero entre sus pliegues y cerraba el cajón. Se acercaba a
la mesa, después de respirar fuerte, silbaba la marcha real, y fingía
echar un vistazo a los periódicos. ¡Periódicos a él! Por hacer que
hacemos estaba allí cinco minutos, y salía triunfante. No era un ladrón,
era un bibliófilo. La llave de Bedoya era la que el conserje había
perdido. Don Amadeo era el don Saturnino Bermúdez de tropa. Había sido
un bravo militar; pero como hubiera tenido el honor años atrás de ser
elegido presidente de un _Ateneo de infantería_, y vístose en la
necesidad de estudiar y pronunciar un discurso, se encontró con gran
sorpresa excelente orador en su opinión y la de los jefes, y de una en
otra vino a parar en hombre de letras, hasta el punto de jurarse
solemnemente y con la energía que tan bien sienta en los defensores de
la patria, ser un erudito. Empezó a llamar la atención de los
vetustenses aquel militar que sabía de letras más que muchos paisanos, y
el mismo Bedoya se animaba al trabajo con la gracia de lo que a él se le
antojaba contraste de la artillería y la literatura. Poco a poco llegó a
ser miembro, ya correspondiente, ya de número, de muchas sociedades
científicas, artísticas y literarias. Despuntaba en la Arqueología y en
la Botánica, sobre todo en la relación de esta a la Horticultura. Era
un especialista en las enfermedades de la patata, y tenía un trabajo
sobre el particular que no acababa de premiarle el Gobierno. También le
daba el naipe por la biografía militar. Sabía de varios tenientes
generales que habían sido otros tantos Farnesios y Spínolas, sin que lo
sospechara el mundo; y sacaba a relucir la historia de tal brigadier que
si, conforme no mandó, hubiera mandado la acción de tal parte, hubiera
conquistado la gloria de un Napoleón, en vez de perder las posiciones,
como en efecto las había perdido el general inepto.
De esta clase de biografías de personas que pudieron ser importantes,
estaban las fuentes en libros como aquellos que había en el cajón
inferior del estante del Casino. Más ejemplares habría por el mundo,
pero no se sabía de ellos, y Bedoya era de esa clase de eruditos que
encuentran el mérito en copiar lo que nadie ha querido leer. En cuanto
él veía en el papel de su propiedad los párrafos que iba copiando con
aquella letra inglesa esbelta y pulcra que Dios le había dado, ya se le
antojaba obra suya todo aquello. Pero su fuerte eran las antigüedades.
Para él un objeto de arte no tenía mérito aunque fuese del tiempo de
Noé, si no era suyo. Así como Bermúdez amaba la antigüedad por sí misma,
el polvo por el polvo, Bedoya era más subjetivo como él decía,
necesitaba que le perteneciera el objeto amado. «¡Si él pudiera hablar!
Tamañitos se quedarían Bermúdez y el Magistral y _tutti quanti_». Pero
no podía hablar. Iría a presidio probablemente, si hablara. «En fin, en
puridad, tenía...--y miraba a los lados al decirlo--tenía un precioso
manuscrito de Felipe II, un documento político de gran importancia». Lo
había robado en el archivo de Simancas. ¿Cómo? ese era su orgullo.
Así es que Bedoya, seguro de aquella superioridad, miraba por encima del
hombro a los demás anticuarios y callaba. Callaba por miedo al presidio.
El _cuarto del crimen_, la sala de los juegos de azar, y más
concretamente de la ruleta y el monte estaba en el segundo piso. Se
llegaba a ella después de recorrer muchos pasillos obscuros y estrechos.
La autoridad no había turbado jamás la calma de aquel refugio repuesto y
escondido del arte aleatorio, ni en los tiempos de mayor moralidad
pública. A ruegos de los gacetilleros, singularmente el del _Lábaro_, se
perseguía cruelmente la prostitución, pero el juego no se podía
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