La Regenta - 45
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tenía para rumiar ocho días de felicidad inefable. «Sí, inefable. Él no
se explicaba qué era aquello. No sospechaba que en el mundo, en el
pícaro mundo se podía gozar así. A los treinta y seis años, cuando él
creía que ya nadie podía enseñarle nada, una señora inocente, joven, sin
mundo, venía a mostrarle un universo nuevo, donde sin más que una
sonrisita, una palabra que era como la letra de una música que había en
el modo de decirla, se veía uno de repente entre los ángeles, gozando
como en el Paraíso, sin querer nada más, sin pensar en nada más.
¡Gozando, gozando y gozando!».
Ni por las mientes se le pasaba reflexionar sobre su situación. ¿Era
aquello pecado? ¿Era aquello amor del que está prohibido a un sacerdote?
Ni para bien ni para mal se acordaba don Fermín de tales preguntas. Peor
para ellas si se hubiera acordado.
--¡Usted nunca me habla de sí mismo!--le decía Ana con tono de
reconvención, una mañana de Agosto, en el parque, metiéndole una rosa de
Alejandría, muy grande, muy olorosa, por la boca y por los ojos. Estaban
solos. Tácitamente habían convenido en que aquellas expansiones de la
amistad eran inocentes. Ellos eran dos ángeles puros que no tenían
cuerpo. Anita estaba tan segura de que para nada entraba en aquella
amistad la carne, que ella era la que se propasaba, la que daba primero
cada paso nuevo en el terreno resbaladizo de la intimidad entre varón y
hembra.
El Magistral con la cara llena del rocío de la flor y el corazón más
fresco todavía, contestó:
--¿Hablarle de mí mismo? ¡Para qué! Yo tengo, por razón de mi oficio en
la Iglesia militante, la mitad de mi vida entregada a la calumnia, al
odio, a la envidia, que la devoran y hacen de ella lo que quieren: se me
persigue, se me preparan asechanzas, hasta hay sociedades secretas que
tienen por objeto derribarme, como ellos dicen, de lo que llaman el
poder.... Todo eso es miseria, Ana, yo lo desprecio. Puedo asegurar a
usted que yo no pienso más que en la otra mitad de mí mismo, que es la
que traigo aquí, la que vive en la paz dulce de la fe, acompañada de
almas nobles, santas, como la de una señora... que usted conoce... y a
quien no aprecia en todo lo que vale....
Y el Magistral sonrió como un ángel, mientras aspiraba con delicia el
perfume de rosa de Alejandría, que Ana sin resistencia había dejado en
manos del clérigo.
Ella se puso seria, quiso explicaciones. «Se le perseguía, se le
calumniaba... tenía enemigos... y él sin decir nada a su amiga. ¡Estaba
bueno!». Algo había oído ella mucho tiempo hacía, pero vagamente. Se
acusaba al Magistral, a lo que podía entender, de vicios tan torpes, de
tan miserables delitos, que lo grosero de la calumnia la hacía de puro
inverosímil inofensiva casi.
La Regenta había despreciado y hasta olvidado aquellos rumores que
llegaban de tarde en tarde a sus oídos. Pero ya que el Magistral mismo
se quejaba, daba a entender que aquella persecución le dolía, era
necesario saber más, procurar el consuelo de aquel corazón atribulado,
buscar remedios eficaces, ayudar al justo perseguido, calumniado, que
además del justo era el padre espiritual, el hermano mayor del alma, el
faro de luz mística, el guía en el camino del cielo.
Aquella mañana de Agosto el Provisor la señaló como una de las más
felices de su vida. Ana le obligó a hablar, a contárselo todo. Él,
elocuente, con imaginación viva, fuerte y hábil, improvisó de palabra
una de aquellas novelas que hubiera escrito a no robarle el tiempo
ocupaciones más serias. Se sentaron en el cenador. Don Fermín dijo,
primero, sonriendo, que él también quería confesarse con ella. «¿Creía
Ana que era perfecto? ¿Que no había pasiones debajo de la sotana? ¡Ay
sí! Demasiado cierto era por desgracia». La confesión del Magistral se
pareció a la de muchos autores que en vez de contar sus pecados
aprovechan la ocasión de pintarse a sí mismos como héroes, echando al
mundo la culpa de sus males, y quedándose con faltas leves, por confesar
algo.
De aquella confidencia, Ana sacó en limpio que el Magistral, como ella
creía, era un alma grande, que no había tenido más delito que cierta
vaga melancolía en la juventud y una ambición noble, _elevada_, en la
edad viril. Pero aquella ambición había desaparecido ante otra más
grande, más pura, la de salvar las almas buenas, la de ella por ejemplo.
Ana, al oír aquello, cerraba los ojos para contener el llanto, y se
juraba en silencio consagrarse a procurar la felicidad de aquel hombre a
quien tanto debía, que tan grande se le mostraba, que prefería vivir
cerca de ella para guiarla en el camino de la virtud, a ser obispo,
cardenal, pontífice. «¡Y le calumniaban! ¡Y tenía enemigos! ¡Y había
habido tiempo en que querían ponerle en ridículo, por que ella, Anita,
seguía entregada a las vanidades del mundo, a pesar de ser hija de
confesión de don Fermín! ¡Oh, ya verían, ya verían en adelante!».
«¿Qué cosa mejor que aquella pasión ideal, aquel afán por una buena
obra, aquella abnegación, a que se proponía entregarse, para combatir la
tentación cada vez más temible del recuerdo de Mesía, que estaba en
Palomares enamorado de la ministra?».
De Pas ya no sabía dónde iba a parar aquello.
Ana le admiraba, le cuidaba, estaba por decir que le adoraba, de tal
suerte, que el peligro cada día era mayor. «Aunque la pasión que él
sentía nada tenía que ver con la lascivia vulgar (estaba seguro de ello)
ni era amor a lo profano, ni tenía nombre ni le hacía falta, podía ir a
dar no se sabía dónde. Y el Magistral estaba seguro de que al menor
descuido de la carne, intrusa, temible, la Regenta saltaría hacia atrás,
se indignaría y él perdería el prestigio casi sobrenatural de que estaba
rodeado. Además, suponiendo que aquello parase en un amor sacrílego y
adúltero, miserablemente sacrílego, por haber tenido tales comienzos,
¡adiós encanto! Ya sabía él lo que era esto. Una locura grosera de
algunos meses. Después un dejo de remordimiento mezclado de asco de sí
mismo; verse despreciable, bajo, insufrible; y después ira y orgullo, y
ambición vulgar y huracanes en la Curia eclesiástica.--No, no. La
Regenta debía de ser otra cosa. Había que hacer a toda costa que aquello
no pudiese degenerar en amor carnal que se satisface. Y sobre todo, lo
de antes, que la Regenta se llamaría a engaño; era seguro».
Y después de una pausa, pensaba el Magistral:
«Y en último caso, ello dirá».
Don Víctor estaba cada día más triste. Por una parte aquel dolor de
atrición, aquel miedo a no salvarse a pesar de ser tan bueno, de no
haber hecho mal a nadie; por otro lado, el calor, aquel sudor continuo,
aquellas noches sin dormir... la soledad de Vetusta... la yerba agostada
del Paseo grande, la falta de espectáculos.... «Y además que nadie le
comprendía. Frígilis era un estuco: en tratándose de cosas espirituales
ya se sabía que no había que contar con él. Ni el verano le sofocaba, ni
el invierno le encogía: era un marmolillo. ¡Y a su mujer y al Magistral
el estío de Vetusta, aquella tristeza de calles y paseos no les
disgustaba!». Iba don Víctor al Casino: ni un alma. Algún magistrado sin
vacaciones que jugaba al billar con un mozo de la casa. En el gabinete
de lectura, Trifón Cármenes repasando _Ilustraciones_ antiguas; en el
tresillo ni un socio; no le quedaba más que el dominó, que le era
antipático por el ruido de las fichas y por aquello de estar sumando sin
parar. Su contendiente de ajedrez estaba en unos baños. «¡Claro! _todo
el mundo_ se estaba bañando». Aunque don Víctor otros veranos, si bien
pasaba junto al mar un mes, no se bañaba más que dos o tres veces, ahora
echaba de menos todos los días la frescura de las olas. En el Casino
leía los periódicos de _La Costa_: conciertos nocturnos al aire libre,
giras campestres, regatas, de todo esto hablaban; ¡cuánta gente! ¡cuánta
música! ¡teatro, circo! barcos, grandes vapores ingleses... y el mar...
el mar inmenso.... ¡Aquello era divertirse! Don Víctor suspiraba y se
volvía a casa.
--«No estaba la señora».
Pero estaba Kempis. Allí, abierto, sobre la mesilla de noche. Sin poder
resistir el impulso, Quintanar tomaba el libro, después de quitarse el
_chaquet_ de alpaca y quedarse en mangas de camisa: tomaba el libro y
leía.... «¡Vuelta al miedo! a la tristeza, a la languidez espiritual.
Era en efecto el mundo una lacería, como decía el texto, y sobre todo en
el verano. Vetusta era un pueblo moribundo. Aquella misma verdura de los
árboles, tan desnudos en invierno, era bien venida en primavera, pero
causaba ahora hastío: casi se deseaba la rama escueta, que tiene mejor
dibujo». Hasta era capaz de hacerse artista de veras don Víctor a fuerza
de triste y aburrido.
Y Ana volvía contenta de la calle. «Mejor, más valía que alguno lo
pasara bien: él no era egoísta».
«¿Pero qué gracia le encontraría su mujer a la soledad de Vetusta?
Además, ¿no estaba allí el Kempis sangrando, probando, como tres y dos
son cinco, que en el mundo nunca hay motivo para estar alegre? Verdad
era que su Anita era feliz por razones más altas. Él no podía llegar a
tal grado de piedad. Temía a Dios, reconocía su grandeza, ¡es claro!
¡había hecho las estrellas, el mar, en fin, todo!... Pero una vez
reconocido este Infinito Poder, él, Víctor Quintanar, seguía
aburriéndose en aquel pueblo abandonado, sin teatro, sin paseos, sin
mar, sin regatas, sin nada de este mundo. ¡Oh, si no fuera por sus
pájaros!».
En tanto Ana, cada día más activa, procuraba olvidar, y muchas veces lo
conseguía, lo que llamaba la tentación, que cada vez era más formidable;
y cuanto más temida más fuerte. Pero huía de ella, acogíase a la piedad,
y visitaba con celo apostólico y ardiente caridad las moradas miserables
de los pobres hacinados en pocilgas y cuevas; llevaba el consuelo de la
religión para el espíritu y la limosna para el cuerpo; solían
acompañarla doña Petronila Rianzares o alguna otra dama de su cónclave;
pero también iba sola. De cuantas ocupaciones le imponía la vida devota,
esta era la que más le agradaba.
El verano robaba gran parte del contingente de aquellos ejércitos
piadosos del Corazón de Jesús, la Corte de María, el Catecismo, las
Paulinas y demás instituciones análogas; muchas señoras iban a baños o a
la aldea. Pero el núcleo quedaba: era el grupo numeroso y considerable
de beatas ilustres que rodeaban al Gran Constantino, a doña Petronila.
Durante los meses del calor disminuían bastante las limosnas, pero se
hablaba mucho en las cofradías, preparando las fiestas de Otoño y de
Invierno; y además, se murmuraba un poco de las ausentes. La Regenta,
sin entrar jamás en estos conciliábulos, los perdonaba como falta leve,
«que ella, cargada de otras más graves, no tenía derecho a censurar».
Don Fermín y Ana se veían todos los días; en el caserón de los Ozores,
unas veces, otras en el Catecismo, en la catedral, en San Vicente de
Paúl, y más a menudo en casa de doña Petronila. El obispo madre siempre
estaba ocupada; los dejaba solos en el salón obscuro, y ella, con
permiso de sus amigos, se iba a arreglar sus cuentas o lo que fuese.
Vetusta era de ellos: la soledad del verano parecía darles posesión del
pueblo; hablaban en el pórtico de la catedral mucho tiempo para
despedirse, sin miedo de ser vistos; como si aquella soledad de la
iglesia se extendiera a todo el pueblo. Anita encontraba la vida de
Vetusta más tolerable que en invierno. En este particular no se
entendían ella y su marido.
Don Fermín hubiera deseado que la estación no pasara, que los ausentes
se quedaran por allá. Su madre había ido a Matalerejo a cobrar rentas y
preparar la recolección; a recoger intereses de mucho dinero esparcido
por aquellas montañas. Teresina era el ama de casa. Alegre todo el día,
activa, solícita, llenaba el hogar del Magistral de cantares religiosos
a los que daba, sin saber cómo, sentido profano, aire de la calle. Aquel
tono alegre era más picante por el contraste con el rostro de Dolorosa
de la joven. Teresina había tomado un poco de color, y los ojos,
rodeados de ligeras sombras, eran más profundos, más hermosos que nunca
en aquella obscuridad dulce y misteriosa de las pupilas. Amo y criada
estaban contentos. La libertad les sabía a gloria. Cada cual hacía lo
que quería. No estaba doña Paula, no había que dar cuentas a nadie. Y no
faltaba nada. El señorito lo tenía todo a su tiempo y en su sitio como
siempre. Ya podía vivir sin la señora.
El Magistral salía y entraba sin temor de interrogatorios insidiosos; si
volvía tarde, no importaba. Todo, todo le sonreía. ¡Ojalá fuera eterno
el verano! Hasta sus enemigos habían cedido en la calumnia; ya no se
murmuraba tanto; muchos de los calumniadores veraneaban; a los que
quedaban les faltaba auditorio. Don Santos Barinaga no salía de casa,
estaba enfermo. Sólo Foja, que no veraneaba, por economía, procuraba
mantener el fuego sagrado de la murmuración en el Casino, entre cuatro o
cinco socios aburridos, que iban allí media hora a tomar café. En fin,
parecía aquello una suspensión de hostilidades. «Bien venido fuera; don
Fermín aceptaba la lucha, si se ofrecía, pero prefería la paz. Sobre
todo ahora, que tenía más que hacer, algo mejor y más dulce que odiar y
perseguir a miserables, dignos de desprecio y de lástima».
Aquella felicidad que saboreaba De Pas como un gastrónomo los bocados,
aquella libertad, aquella pereza moral que el verano hacía más
voluptuosa para su cuerpo robusto, los sueños vagos de amor sin nombre,
la deliciosa realidad de ver a la Regenta a todas horas y mirarse en sus
ojos y oírla dulcísimas palabras de una amistad misteriosa, casi
mística, hacían desear a don Fermín que el sol se detuviera otra vez,
que el tiempo no pasara. Aquel agosto, tan triste para don Víctor, era
para el Magistral el tiempo más dichoso de su vida.
Cuando oía, desde su despacho, muy temprano, el «Santo Dios, Santo
Fuerte», que cantaba como si fueran malagueñas, Teresina, que hacía la
limpieza allá fuera, tentaciones sentía de cantar él también. No
cantaba, pero se levantaba, salía al pasillo.
--Teresina, el chocolate--gritaba alegre, frotándose las manos.
Y pasaba al comedor. La doncella, a poco, llegaba con el desayuno en
reluciente jícara de china con ramitos de oro. Cerraba tras sí la
puerta, y se acercaba a la mesa; dejaba sobre ella el servicio, extendía
la servilleta delante del señorito... y esperaba inmóvil a su lado.
Don Fermín, risueño, mojaba un bizcocho en chocolate; Teresa acercaba el
rostro al amo, separando el cuerpo de la mesa; abría la boca de labios
finos y muy rojos, con gesto cómico sacaba más de lo preciso la lengua,
húmeda y colorada; en ella depositaba el bizcocho don Fermín, con
dientes de perlas lo partía la criada, y el _señorito_ se comía la otra
mitad.
Y así todas las mañanas.
--XXII--
Alegre, rozagante, como nuevo volvió de los baños de Termasaltas el
señor Arcediano don Restituto Mourelo, dispuesto a emprender otra
campaña, que esperaba fuese la última y decisiva, «contra el despotismo
del simoníaco y lascivo y sórdido enemigo de la Iglesia que, apoderado
del ánimo del señor Obispo, tenía sojuzgada a la diócesis». Con esta
perífrasis aludía al señor Provisor el diplomático Glocester.
El primer disgustillo que tuvo De Pas aquel verano fue esta noticia, que
le dieron en el coro, por la mañana.
«Ha llegado Glocester». «No le temía, ni a él ni a nadie... ¡pero estaba
tan cansado de luchar y aborrecer!».
Mourelo se encontró con otros muchos murmuradores de refresco y con los
_de depósito_ que no estaban menos ganosos de romper el fuego contra el
común enemigo. Todos ardían en el santo entusiasmo de la maledicencia.
Los que venían de las aldeas y pueblos de pesca, traían hambre de
cuentos y chismes; la soledad del campo les había abierto el apetito de
la murmuración; por aquellas montañas y valles de la provincia, ¿de
quién se iba a maldecir? «¡Su Vetusta querida! Oh, no hay como los
centros de civilización para despellejar cómodamente al prójimo. En los
pueblos se habla mal del médico, del boticario, del cura, del alcalde;
pero ellos, los vetustenses, los de la capital ¿cómo han de contentarse
con tan miserable comidilla?». _¡Civis romanus sum!_ decía Mourelo:
«Quiero murmuración digna de mí. Aplastemos, con la lengua, al coloso,
no al médico de Termasaltas por ejemplo».
Y Foja y los demás que se habían quedado, también ansiaban la vuelta de
los ausentes, para contarles las novedades y comentarlas todos juntos.
La animación de Vetusta renacía en cabildo, cofradías, casinos, calles y
paseos cuando los del veraneo empezaban a aparecer. Las amistades
falsas, gastadas hasta hacerse insoportables durante el común
aburrimiento de un invierno sin fin, ahora se renovaban; los que volvían
encontraban gracia y talento en los que habían quedado y viceversa;
todos reían los chistes y las picardías de todos. Poco a poco los
círculos de la murmuración se animaban, la calumnia encendía los hornos,
y los últimos que llegaban, los regazados, encontraban aquello hecho una
gloria. «¡Qué ocurrencias, qué fina malicia, qué perspicacia! ¡Oh, el
ingenio vetustense!».
El Magistral fue aquel año la víctima de las dionisíacas de la injuria;
no se hablaba más que de él.
«Don Santos Barinaga, el rival mercantil de _La Cruz Roja_, la víctima
del monopolio ilegal y escandaloso de doña Paula y su hijo; el pobre don
Santos, se moría sin remedio, según don Robustiano Somoza, el médico de
la aristocracia cuyas ideas no eran sospechosas».
--¿Y de qué dirán ustedes que se muere?--preguntaba Foja en un
corrillo, delante de la catedral, al salir de misa de doce.
--Se morirá de borracho--contestaba Ripamilán.
--No señor, ¡se muere de hambre!...
--Se muere de aguardiente.--¡De hambre!... Y llegaba don Robustiano al
corro y _hablaba la ciencia_:
--Yo no acuso a nadie, la ciencia no acusa a nadie; otra es su misión.
Yo no niego que el alcoholismo crónico tenga parte en la enfermedad de
Barinaga, pero sus efectos, sin duda, hubieran podido _cohonestarse_
(así decía) con una buena alimentación. Además, hoy día el pobre don
Santos ya no tiene dinero ni para emborracharse, ya no puede beber de
pura miseria.... Y aunque ustedes no comprendan esto, la ciencia declara
que la privación del alcohol precipita la muerte de ese hombre, enfermo
por abuso del alcohol....
--¿Cómo es eso, hombre?--preguntaba el Arcipreste.
--A ver explíquese usted--decía Foja.
Don Robustiano sonreía; movía la cabeza con gesto de compasión y se
dignaba explicar aquello. «Don Santos, aunque se pasmasen aquellos
señores, a pesar de morir envenenado por el alcohol, necesitaba más
alcohol para _tirar_ algunos meses más. Sin el aguardiente, que le
mataba, se moriría más pronto».
--Pero don Robustiano, ¿cómo puede ser eso?
--Señor Foja, ahí verá usted. ¿Conoce usted a Todd?
--¿A quién?--A Todd.--No señor.--Pues no hable usted. ¿Sabe usted lo
que es el poder hipotérmico del alcohol? Tampoco; pues cállese usted.
¿Sabe usted con qué se come el poder diaforético del citado alcohol?
Tampoco; pues sonsoniche. ¿Niega usted la acción hemostática del alcohol
reconocida por Campbell y Chevrière? Hará usted mal en negarla; se
entiende, si se trata del uso interno. De modo que no sabe usted una
palabra....
--Pues por eso pregunto.... Pero oiga usted, señor mío, por mucho que
usted sepa y diga lo que quiera el señor Todd; ni la ciencia, ni santa
ciencia, tienen derecho para calumniar a don Santos Barinaga; harto
tiene el pobre con morirse de hambre y de disgustos, sin que usted por
haber leído, sabe Dios dónde y con cuánta prisa, un articulillo acerca
del aguardiente, digámoslo así, se crea autorizado para insultar a mi
buen amigo y llamarle borrachón en términos técnicos.
--Poco a poco--gritó Ripamilán--en eso estoy yo conforme con la ciencia
y con el señor Somoza su legítimo representante. No sé si un clavo saca
otro clavo en medicina, ni si la mancha de la borrachera con otra verde
se quita, pero don Santos es un tonel en persona y tiene más espíritu de
vino en el cuerpo que sangre en las venas; es una mecha empapada en
alcohol... prenda usted fuego y verá...
--Yo, señor Ripamilán, para confundir a este progresista trasnochado no
necesito que me ayude la Iglesia; me sobra y me basta con la ciencia que
es, en definitiva, mi religión.
Y volviéndose a Foja añadía el médico:
--Oiga usted, señor decurión retirado, ¿conoce usted la acción del
alcohol en las flegmasías de los bebedores? no mienta usted, porque no
la conoce.
--¡Váyase usted a paseo, señor Fraigerundio de hospital! ¡El embustero
será usted! ¡Pues hombre! bonita manía saca el señor doctor; hacérsenos
el sabio ahora. A la vejez viruelas.
--Menos insultos y más hechos.
--Menos botarga y más sentido común....
--Caballero miliciano, yo soy el hombre de ciencia y usted es un
doceañista en conserva.... Chomel admite, y con él todo el que tenga dos
dedos de frente, que en las enfermedades de los borrachos es
imprescindible la administración de los espirituosos....
--¡Pero si yo niego la menor, so alcornoque!
--En medicina no hay mayores ni menores, ni judías ni contrajudías,
señor tahúr.
--La menor es que sea borracho Barinaga....
--De modo que si usted me niega los... prodromos del mal....
Don Robustiano se puso colorado al pensar que había dicho un disparate.
--Qué hipódromos ni qué hipopótamos; yo defiendo a un ausente....
--En fin, una palabra para concluir: ¿niega usted que si a un borracho
se le priva por completo del alcohol, es lo más fácil que se presente un
decaimiento alarmante, un verdadero colapso?...
--Mire usted, señor pedantón, si sigue usted rompiéndome el tímpano con
esas palabrotas, le cito yo a usted cincuenta mil versos y sentencias en
latín y le dejo bizco; y si no oiga usted:
_Ordine confectu, quisque libellus habet:_
_quis, quid, coram quo, quo jure petatur et a quo._
_Cultus disparitas, vis, ordo, ligamen, honestas..._
Ripamilán se retorcía de risa. Somoza, furioso, gritaba; y se oía:
colapso... flegmasía... cardiopatía... y el ex-alcalde, sin atender,
continuaba mezclando latines:
Masculino es fustis, axis
turris, caulis, sanguis collis...
piscis, vermis, callis follis.
El médico y el prestamista estuvieron a punto de venir a las manos. No
se pudo averiguar de qué se moría don Santos, pero a la media hora se
corría por Vetusta que, por culpa del Provisor, se habían pegado y
desafiado Foja y Somoza, y no se sabía si el mismo Ripamilán había
recogido alguna bofetada.
Por algunos días vino a eclipsar al valetudinario Barinaga, que, en
efecto, se consumía en la miseria, un suceso de gravedad suma, según
Glocester y Foja y bandos respectivos: «La hija de Carraspique, sor
Teresa, agonizaba en el _inmundo asilo_ de las Salesas, en la celda que
era, según Somoza, un _inodoro_, por no decir todo lo contrario».
Y dicho y hecho. Rosa Carraspique en el mundo, sor Teresa en el
convento, murió de una tuberculosis, según Somoza, de una tisis caseosa,
según el médico de las monjas, que era dualista en materia de tisis.
Pero lo que no dudó ningún enemigo del Provisor fue que la culpa de
aquella muerte la tenía don Fermín, fuese lo que quiera de los pulmones
de la chica.
Doña Paula y don Álvaro llegaron a Vetusta el mismo día, aquel en que
_voló al cielo un ángel más_, en opinión de Trifoncito Cármenes, que
seguía siendo romántico, contra los consejos de don Cayetano.
Un periódico liberal del pueblo, _El Alerta_, publicaba una tras otra
estas dos gacetillas, que pusieron a don Fermín de un humor endiablado.
«_Bien venido_.--De vuelta de su excursión veraniega ha llegado a esta
capital el ilustre caudillo del partido liberal dinástico de Vetusta, el
Ilmo. Sr. D. Álvaro Mesía. Dicen los numerosos amigos que han acudido a
visitar a nuestro distinguido correligionario, que viene dispuesto a
proseguir su campaña de propaganda sensatamente liberal, así en el orden
político como en el moral y canónico y religioso. Cuente con nuestro
humilde apoyo para vencer los obstáculos tradicionales que aquí opone al
verdadero progreso un despotismo teocrático de que está ya todo Vetusta
hasta los pelos, como se dice vulgarmente».
«_En paz descanse_.--Ha fallecido en su celda del convento de las
Salesas la señorita doña Rosa Carraspique y Somoza, hija del conocido
capitalista ultramontano don Francisco de Asís, monja profesa con el
nombre de sor Teresa. Mucho tendríamos que decir si quisiéramos hacernos
eco de todos los comentarios a que ha dado lugar esta desgracia
inopinada. Sólo diremos que, en concepto de los facultativos más
acreditados, no ha sido extraña a la pérdida que lamentamos la falta de
condiciones higiénicas del edificio miserable que habitan las Salesas.
Pero además, se nos ocurre preguntar: ¿Es muy higiénico que _ciertos
roedores_ se introduzcan en el seno del hogar para ir minando poco a
poco y con influencia deletérea y _pseudo-religiosa_, la paz de las
familias, la tranquilidad de las conciencias?
»Si todos los elementos liberales, sin exageraciones, de nuestra culta
capital no aúnan sus esfuerzos para combatir al poderoso tirano
hierocrático que nos oprime, pronto seremos todos víctimas del fanatismo
más torpe y descarado.--R. I. P.».
Ripamilán, con mal acuerdo, y sin que lo supiera el Magistral, se
decidió a tomar la pluma y publicar en el _Lábaro_ un articulejo, sin
firma, defendiendo a su amigo, a las Salesas, y a la gramática,
maltratada por el periódico progresista, según el canónigo. «Aparte,
decía entre otras cosas, de que no sabemos si la monja profesa es el
señor Carraspique o su hija, ¿quiere decirme el periodista
cascaciruelas, etc., etc...?».
Aquel cascaciruelas delató al Arcipreste; era su estilo humorístico: lo
conocieron todos.
En Vetusta los insultos y murmuraciones en letras de molde llamaban
mucho la atención. En vano publicaba Cármenes odas y elegías, nadie las
leía; pero la gacetilla más insignificante que pudiera molestar un poco
a cualquier vecino, era leída, comentada días y días, y cuando había
tiroteo de sueltos o comunicados, los _habituales abonados_ no querían
mejor diversión.
Por todo lo cual fue mayor el escándalo, y no se habló en mucho tiempo
más que de la _influencia deletérea_ del Magistral y de la muerte de sor
Teresa.
--Sobre su conciencia tiene esa desgracia.
--Es un vampiro espiritual, que chupa la sangre de nuestras hijas.
--Esto es una especie de contribución de sangre que pagamos al
fanatismo.
--Esto es una especie de tributo de las cien doncellas.
El Magistral hubiera querido poder despreciar tantos disparates, tales
absurdos, pero a su pesar le irritaban. Creyó al principio que «su
pasión noble, sublime, le levantaría cien codos sobre todas aquellas
miserias», pero el oleaje de la falsa indignación pública salpicaba su
alma, llegaba tan arriba como su deliquio sin nombre; y la ira le
borraba del cerebro muchas veces las más puras ideas, las impresiones
más dulces y risueñas. Se ponía loco de cólera, y más y más le irritaba
el no poder dominar sus arrebatos. Además, el mal era cierto; no por
ser desatinada la acusación de los necios era menos poderosa y temible.
Notaba el Magistral que su poder se tambaleaba, que el esfuerzo de
tantos y tantos miserables servía para minarle el terreno.... En muchas
casas empezaba a notar cierta reserva; dejaron de confesar con él
algunas señoras de liberales, y el mismo Fortunato, el Obispo, a quien
tenía De Pas en un puño, se atrevía a mirarle con ojos fríos y llenos de
preguntas que entraban por las pupilas del Magistral como puntas de
acero.
Volvió la época del paseo en el Espolón, y don Fermín al pasear allí su
humilde arrogancia, su hermosa figura de buen mozo místico, observaba
que ya no era aquello una marcha triunfal, un camino de gloria; en los
saludos, en las miradas, en los cuchicheos que dejaba detrás de sí, como
una estela, hasta en la manera de dejarle libre el paso los transeúntes,
notaba asperezas, espinas, una sorda enemistad general, algo como el
se explicaba qué era aquello. No sospechaba que en el mundo, en el
pícaro mundo se podía gozar así. A los treinta y seis años, cuando él
creía que ya nadie podía enseñarle nada, una señora inocente, joven, sin
mundo, venía a mostrarle un universo nuevo, donde sin más que una
sonrisita, una palabra que era como la letra de una música que había en
el modo de decirla, se veía uno de repente entre los ángeles, gozando
como en el Paraíso, sin querer nada más, sin pensar en nada más.
¡Gozando, gozando y gozando!».
Ni por las mientes se le pasaba reflexionar sobre su situación. ¿Era
aquello pecado? ¿Era aquello amor del que está prohibido a un sacerdote?
Ni para bien ni para mal se acordaba don Fermín de tales preguntas. Peor
para ellas si se hubiera acordado.
--¡Usted nunca me habla de sí mismo!--le decía Ana con tono de
reconvención, una mañana de Agosto, en el parque, metiéndole una rosa de
Alejandría, muy grande, muy olorosa, por la boca y por los ojos. Estaban
solos. Tácitamente habían convenido en que aquellas expansiones de la
amistad eran inocentes. Ellos eran dos ángeles puros que no tenían
cuerpo. Anita estaba tan segura de que para nada entraba en aquella
amistad la carne, que ella era la que se propasaba, la que daba primero
cada paso nuevo en el terreno resbaladizo de la intimidad entre varón y
hembra.
El Magistral con la cara llena del rocío de la flor y el corazón más
fresco todavía, contestó:
--¿Hablarle de mí mismo? ¡Para qué! Yo tengo, por razón de mi oficio en
la Iglesia militante, la mitad de mi vida entregada a la calumnia, al
odio, a la envidia, que la devoran y hacen de ella lo que quieren: se me
persigue, se me preparan asechanzas, hasta hay sociedades secretas que
tienen por objeto derribarme, como ellos dicen, de lo que llaman el
poder.... Todo eso es miseria, Ana, yo lo desprecio. Puedo asegurar a
usted que yo no pienso más que en la otra mitad de mí mismo, que es la
que traigo aquí, la que vive en la paz dulce de la fe, acompañada de
almas nobles, santas, como la de una señora... que usted conoce... y a
quien no aprecia en todo lo que vale....
Y el Magistral sonrió como un ángel, mientras aspiraba con delicia el
perfume de rosa de Alejandría, que Ana sin resistencia había dejado en
manos del clérigo.
Ella se puso seria, quiso explicaciones. «Se le perseguía, se le
calumniaba... tenía enemigos... y él sin decir nada a su amiga. ¡Estaba
bueno!». Algo había oído ella mucho tiempo hacía, pero vagamente. Se
acusaba al Magistral, a lo que podía entender, de vicios tan torpes, de
tan miserables delitos, que lo grosero de la calumnia la hacía de puro
inverosímil inofensiva casi.
La Regenta había despreciado y hasta olvidado aquellos rumores que
llegaban de tarde en tarde a sus oídos. Pero ya que el Magistral mismo
se quejaba, daba a entender que aquella persecución le dolía, era
necesario saber más, procurar el consuelo de aquel corazón atribulado,
buscar remedios eficaces, ayudar al justo perseguido, calumniado, que
además del justo era el padre espiritual, el hermano mayor del alma, el
faro de luz mística, el guía en el camino del cielo.
Aquella mañana de Agosto el Provisor la señaló como una de las más
felices de su vida. Ana le obligó a hablar, a contárselo todo. Él,
elocuente, con imaginación viva, fuerte y hábil, improvisó de palabra
una de aquellas novelas que hubiera escrito a no robarle el tiempo
ocupaciones más serias. Se sentaron en el cenador. Don Fermín dijo,
primero, sonriendo, que él también quería confesarse con ella. «¿Creía
Ana que era perfecto? ¿Que no había pasiones debajo de la sotana? ¡Ay
sí! Demasiado cierto era por desgracia». La confesión del Magistral se
pareció a la de muchos autores que en vez de contar sus pecados
aprovechan la ocasión de pintarse a sí mismos como héroes, echando al
mundo la culpa de sus males, y quedándose con faltas leves, por confesar
algo.
De aquella confidencia, Ana sacó en limpio que el Magistral, como ella
creía, era un alma grande, que no había tenido más delito que cierta
vaga melancolía en la juventud y una ambición noble, _elevada_, en la
edad viril. Pero aquella ambición había desaparecido ante otra más
grande, más pura, la de salvar las almas buenas, la de ella por ejemplo.
Ana, al oír aquello, cerraba los ojos para contener el llanto, y se
juraba en silencio consagrarse a procurar la felicidad de aquel hombre a
quien tanto debía, que tan grande se le mostraba, que prefería vivir
cerca de ella para guiarla en el camino de la virtud, a ser obispo,
cardenal, pontífice. «¡Y le calumniaban! ¡Y tenía enemigos! ¡Y había
habido tiempo en que querían ponerle en ridículo, por que ella, Anita,
seguía entregada a las vanidades del mundo, a pesar de ser hija de
confesión de don Fermín! ¡Oh, ya verían, ya verían en adelante!».
«¿Qué cosa mejor que aquella pasión ideal, aquel afán por una buena
obra, aquella abnegación, a que se proponía entregarse, para combatir la
tentación cada vez más temible del recuerdo de Mesía, que estaba en
Palomares enamorado de la ministra?».
De Pas ya no sabía dónde iba a parar aquello.
Ana le admiraba, le cuidaba, estaba por decir que le adoraba, de tal
suerte, que el peligro cada día era mayor. «Aunque la pasión que él
sentía nada tenía que ver con la lascivia vulgar (estaba seguro de ello)
ni era amor a lo profano, ni tenía nombre ni le hacía falta, podía ir a
dar no se sabía dónde. Y el Magistral estaba seguro de que al menor
descuido de la carne, intrusa, temible, la Regenta saltaría hacia atrás,
se indignaría y él perdería el prestigio casi sobrenatural de que estaba
rodeado. Además, suponiendo que aquello parase en un amor sacrílego y
adúltero, miserablemente sacrílego, por haber tenido tales comienzos,
¡adiós encanto! Ya sabía él lo que era esto. Una locura grosera de
algunos meses. Después un dejo de remordimiento mezclado de asco de sí
mismo; verse despreciable, bajo, insufrible; y después ira y orgullo, y
ambición vulgar y huracanes en la Curia eclesiástica.--No, no. La
Regenta debía de ser otra cosa. Había que hacer a toda costa que aquello
no pudiese degenerar en amor carnal que se satisface. Y sobre todo, lo
de antes, que la Regenta se llamaría a engaño; era seguro».
Y después de una pausa, pensaba el Magistral:
«Y en último caso, ello dirá».
Don Víctor estaba cada día más triste. Por una parte aquel dolor de
atrición, aquel miedo a no salvarse a pesar de ser tan bueno, de no
haber hecho mal a nadie; por otro lado, el calor, aquel sudor continuo,
aquellas noches sin dormir... la soledad de Vetusta... la yerba agostada
del Paseo grande, la falta de espectáculos.... «Y además que nadie le
comprendía. Frígilis era un estuco: en tratándose de cosas espirituales
ya se sabía que no había que contar con él. Ni el verano le sofocaba, ni
el invierno le encogía: era un marmolillo. ¡Y a su mujer y al Magistral
el estío de Vetusta, aquella tristeza de calles y paseos no les
disgustaba!». Iba don Víctor al Casino: ni un alma. Algún magistrado sin
vacaciones que jugaba al billar con un mozo de la casa. En el gabinete
de lectura, Trifón Cármenes repasando _Ilustraciones_ antiguas; en el
tresillo ni un socio; no le quedaba más que el dominó, que le era
antipático por el ruido de las fichas y por aquello de estar sumando sin
parar. Su contendiente de ajedrez estaba en unos baños. «¡Claro! _todo
el mundo_ se estaba bañando». Aunque don Víctor otros veranos, si bien
pasaba junto al mar un mes, no se bañaba más que dos o tres veces, ahora
echaba de menos todos los días la frescura de las olas. En el Casino
leía los periódicos de _La Costa_: conciertos nocturnos al aire libre,
giras campestres, regatas, de todo esto hablaban; ¡cuánta gente! ¡cuánta
música! ¡teatro, circo! barcos, grandes vapores ingleses... y el mar...
el mar inmenso.... ¡Aquello era divertirse! Don Víctor suspiraba y se
volvía a casa.
--«No estaba la señora».
Pero estaba Kempis. Allí, abierto, sobre la mesilla de noche. Sin poder
resistir el impulso, Quintanar tomaba el libro, después de quitarse el
_chaquet_ de alpaca y quedarse en mangas de camisa: tomaba el libro y
leía.... «¡Vuelta al miedo! a la tristeza, a la languidez espiritual.
Era en efecto el mundo una lacería, como decía el texto, y sobre todo en
el verano. Vetusta era un pueblo moribundo. Aquella misma verdura de los
árboles, tan desnudos en invierno, era bien venida en primavera, pero
causaba ahora hastío: casi se deseaba la rama escueta, que tiene mejor
dibujo». Hasta era capaz de hacerse artista de veras don Víctor a fuerza
de triste y aburrido.
Y Ana volvía contenta de la calle. «Mejor, más valía que alguno lo
pasara bien: él no era egoísta».
«¿Pero qué gracia le encontraría su mujer a la soledad de Vetusta?
Además, ¿no estaba allí el Kempis sangrando, probando, como tres y dos
son cinco, que en el mundo nunca hay motivo para estar alegre? Verdad
era que su Anita era feliz por razones más altas. Él no podía llegar a
tal grado de piedad. Temía a Dios, reconocía su grandeza, ¡es claro!
¡había hecho las estrellas, el mar, en fin, todo!... Pero una vez
reconocido este Infinito Poder, él, Víctor Quintanar, seguía
aburriéndose en aquel pueblo abandonado, sin teatro, sin paseos, sin
mar, sin regatas, sin nada de este mundo. ¡Oh, si no fuera por sus
pájaros!».
En tanto Ana, cada día más activa, procuraba olvidar, y muchas veces lo
conseguía, lo que llamaba la tentación, que cada vez era más formidable;
y cuanto más temida más fuerte. Pero huía de ella, acogíase a la piedad,
y visitaba con celo apostólico y ardiente caridad las moradas miserables
de los pobres hacinados en pocilgas y cuevas; llevaba el consuelo de la
religión para el espíritu y la limosna para el cuerpo; solían
acompañarla doña Petronila Rianzares o alguna otra dama de su cónclave;
pero también iba sola. De cuantas ocupaciones le imponía la vida devota,
esta era la que más le agradaba.
El verano robaba gran parte del contingente de aquellos ejércitos
piadosos del Corazón de Jesús, la Corte de María, el Catecismo, las
Paulinas y demás instituciones análogas; muchas señoras iban a baños o a
la aldea. Pero el núcleo quedaba: era el grupo numeroso y considerable
de beatas ilustres que rodeaban al Gran Constantino, a doña Petronila.
Durante los meses del calor disminuían bastante las limosnas, pero se
hablaba mucho en las cofradías, preparando las fiestas de Otoño y de
Invierno; y además, se murmuraba un poco de las ausentes. La Regenta,
sin entrar jamás en estos conciliábulos, los perdonaba como falta leve,
«que ella, cargada de otras más graves, no tenía derecho a censurar».
Don Fermín y Ana se veían todos los días; en el caserón de los Ozores,
unas veces, otras en el Catecismo, en la catedral, en San Vicente de
Paúl, y más a menudo en casa de doña Petronila. El obispo madre siempre
estaba ocupada; los dejaba solos en el salón obscuro, y ella, con
permiso de sus amigos, se iba a arreglar sus cuentas o lo que fuese.
Vetusta era de ellos: la soledad del verano parecía darles posesión del
pueblo; hablaban en el pórtico de la catedral mucho tiempo para
despedirse, sin miedo de ser vistos; como si aquella soledad de la
iglesia se extendiera a todo el pueblo. Anita encontraba la vida de
Vetusta más tolerable que en invierno. En este particular no se
entendían ella y su marido.
Don Fermín hubiera deseado que la estación no pasara, que los ausentes
se quedaran por allá. Su madre había ido a Matalerejo a cobrar rentas y
preparar la recolección; a recoger intereses de mucho dinero esparcido
por aquellas montañas. Teresina era el ama de casa. Alegre todo el día,
activa, solícita, llenaba el hogar del Magistral de cantares religiosos
a los que daba, sin saber cómo, sentido profano, aire de la calle. Aquel
tono alegre era más picante por el contraste con el rostro de Dolorosa
de la joven. Teresina había tomado un poco de color, y los ojos,
rodeados de ligeras sombras, eran más profundos, más hermosos que nunca
en aquella obscuridad dulce y misteriosa de las pupilas. Amo y criada
estaban contentos. La libertad les sabía a gloria. Cada cual hacía lo
que quería. No estaba doña Paula, no había que dar cuentas a nadie. Y no
faltaba nada. El señorito lo tenía todo a su tiempo y en su sitio como
siempre. Ya podía vivir sin la señora.
El Magistral salía y entraba sin temor de interrogatorios insidiosos; si
volvía tarde, no importaba. Todo, todo le sonreía. ¡Ojalá fuera eterno
el verano! Hasta sus enemigos habían cedido en la calumnia; ya no se
murmuraba tanto; muchos de los calumniadores veraneaban; a los que
quedaban les faltaba auditorio. Don Santos Barinaga no salía de casa,
estaba enfermo. Sólo Foja, que no veraneaba, por economía, procuraba
mantener el fuego sagrado de la murmuración en el Casino, entre cuatro o
cinco socios aburridos, que iban allí media hora a tomar café. En fin,
parecía aquello una suspensión de hostilidades. «Bien venido fuera; don
Fermín aceptaba la lucha, si se ofrecía, pero prefería la paz. Sobre
todo ahora, que tenía más que hacer, algo mejor y más dulce que odiar y
perseguir a miserables, dignos de desprecio y de lástima».
Aquella felicidad que saboreaba De Pas como un gastrónomo los bocados,
aquella libertad, aquella pereza moral que el verano hacía más
voluptuosa para su cuerpo robusto, los sueños vagos de amor sin nombre,
la deliciosa realidad de ver a la Regenta a todas horas y mirarse en sus
ojos y oírla dulcísimas palabras de una amistad misteriosa, casi
mística, hacían desear a don Fermín que el sol se detuviera otra vez,
que el tiempo no pasara. Aquel agosto, tan triste para don Víctor, era
para el Magistral el tiempo más dichoso de su vida.
Cuando oía, desde su despacho, muy temprano, el «Santo Dios, Santo
Fuerte», que cantaba como si fueran malagueñas, Teresina, que hacía la
limpieza allá fuera, tentaciones sentía de cantar él también. No
cantaba, pero se levantaba, salía al pasillo.
--Teresina, el chocolate--gritaba alegre, frotándose las manos.
Y pasaba al comedor. La doncella, a poco, llegaba con el desayuno en
reluciente jícara de china con ramitos de oro. Cerraba tras sí la
puerta, y se acercaba a la mesa; dejaba sobre ella el servicio, extendía
la servilleta delante del señorito... y esperaba inmóvil a su lado.
Don Fermín, risueño, mojaba un bizcocho en chocolate; Teresa acercaba el
rostro al amo, separando el cuerpo de la mesa; abría la boca de labios
finos y muy rojos, con gesto cómico sacaba más de lo preciso la lengua,
húmeda y colorada; en ella depositaba el bizcocho don Fermín, con
dientes de perlas lo partía la criada, y el _señorito_ se comía la otra
mitad.
Y así todas las mañanas.
--XXII--
Alegre, rozagante, como nuevo volvió de los baños de Termasaltas el
señor Arcediano don Restituto Mourelo, dispuesto a emprender otra
campaña, que esperaba fuese la última y decisiva, «contra el despotismo
del simoníaco y lascivo y sórdido enemigo de la Iglesia que, apoderado
del ánimo del señor Obispo, tenía sojuzgada a la diócesis». Con esta
perífrasis aludía al señor Provisor el diplomático Glocester.
El primer disgustillo que tuvo De Pas aquel verano fue esta noticia, que
le dieron en el coro, por la mañana.
«Ha llegado Glocester». «No le temía, ni a él ni a nadie... ¡pero estaba
tan cansado de luchar y aborrecer!».
Mourelo se encontró con otros muchos murmuradores de refresco y con los
_de depósito_ que no estaban menos ganosos de romper el fuego contra el
común enemigo. Todos ardían en el santo entusiasmo de la maledicencia.
Los que venían de las aldeas y pueblos de pesca, traían hambre de
cuentos y chismes; la soledad del campo les había abierto el apetito de
la murmuración; por aquellas montañas y valles de la provincia, ¿de
quién se iba a maldecir? «¡Su Vetusta querida! Oh, no hay como los
centros de civilización para despellejar cómodamente al prójimo. En los
pueblos se habla mal del médico, del boticario, del cura, del alcalde;
pero ellos, los vetustenses, los de la capital ¿cómo han de contentarse
con tan miserable comidilla?». _¡Civis romanus sum!_ decía Mourelo:
«Quiero murmuración digna de mí. Aplastemos, con la lengua, al coloso,
no al médico de Termasaltas por ejemplo».
Y Foja y los demás que se habían quedado, también ansiaban la vuelta de
los ausentes, para contarles las novedades y comentarlas todos juntos.
La animación de Vetusta renacía en cabildo, cofradías, casinos, calles y
paseos cuando los del veraneo empezaban a aparecer. Las amistades
falsas, gastadas hasta hacerse insoportables durante el común
aburrimiento de un invierno sin fin, ahora se renovaban; los que volvían
encontraban gracia y talento en los que habían quedado y viceversa;
todos reían los chistes y las picardías de todos. Poco a poco los
círculos de la murmuración se animaban, la calumnia encendía los hornos,
y los últimos que llegaban, los regazados, encontraban aquello hecho una
gloria. «¡Qué ocurrencias, qué fina malicia, qué perspicacia! ¡Oh, el
ingenio vetustense!».
El Magistral fue aquel año la víctima de las dionisíacas de la injuria;
no se hablaba más que de él.
«Don Santos Barinaga, el rival mercantil de _La Cruz Roja_, la víctima
del monopolio ilegal y escandaloso de doña Paula y su hijo; el pobre don
Santos, se moría sin remedio, según don Robustiano Somoza, el médico de
la aristocracia cuyas ideas no eran sospechosas».
--¿Y de qué dirán ustedes que se muere?--preguntaba Foja en un
corrillo, delante de la catedral, al salir de misa de doce.
--Se morirá de borracho--contestaba Ripamilán.
--No señor, ¡se muere de hambre!...
--Se muere de aguardiente.--¡De hambre!... Y llegaba don Robustiano al
corro y _hablaba la ciencia_:
--Yo no acuso a nadie, la ciencia no acusa a nadie; otra es su misión.
Yo no niego que el alcoholismo crónico tenga parte en la enfermedad de
Barinaga, pero sus efectos, sin duda, hubieran podido _cohonestarse_
(así decía) con una buena alimentación. Además, hoy día el pobre don
Santos ya no tiene dinero ni para emborracharse, ya no puede beber de
pura miseria.... Y aunque ustedes no comprendan esto, la ciencia declara
que la privación del alcohol precipita la muerte de ese hombre, enfermo
por abuso del alcohol....
--¿Cómo es eso, hombre?--preguntaba el Arcipreste.
--A ver explíquese usted--decía Foja.
Don Robustiano sonreía; movía la cabeza con gesto de compasión y se
dignaba explicar aquello. «Don Santos, aunque se pasmasen aquellos
señores, a pesar de morir envenenado por el alcohol, necesitaba más
alcohol para _tirar_ algunos meses más. Sin el aguardiente, que le
mataba, se moriría más pronto».
--Pero don Robustiano, ¿cómo puede ser eso?
--Señor Foja, ahí verá usted. ¿Conoce usted a Todd?
--¿A quién?--A Todd.--No señor.--Pues no hable usted. ¿Sabe usted lo
que es el poder hipotérmico del alcohol? Tampoco; pues cállese usted.
¿Sabe usted con qué se come el poder diaforético del citado alcohol?
Tampoco; pues sonsoniche. ¿Niega usted la acción hemostática del alcohol
reconocida por Campbell y Chevrière? Hará usted mal en negarla; se
entiende, si se trata del uso interno. De modo que no sabe usted una
palabra....
--Pues por eso pregunto.... Pero oiga usted, señor mío, por mucho que
usted sepa y diga lo que quiera el señor Todd; ni la ciencia, ni santa
ciencia, tienen derecho para calumniar a don Santos Barinaga; harto
tiene el pobre con morirse de hambre y de disgustos, sin que usted por
haber leído, sabe Dios dónde y con cuánta prisa, un articulillo acerca
del aguardiente, digámoslo así, se crea autorizado para insultar a mi
buen amigo y llamarle borrachón en términos técnicos.
--Poco a poco--gritó Ripamilán--en eso estoy yo conforme con la ciencia
y con el señor Somoza su legítimo representante. No sé si un clavo saca
otro clavo en medicina, ni si la mancha de la borrachera con otra verde
se quita, pero don Santos es un tonel en persona y tiene más espíritu de
vino en el cuerpo que sangre en las venas; es una mecha empapada en
alcohol... prenda usted fuego y verá...
--Yo, señor Ripamilán, para confundir a este progresista trasnochado no
necesito que me ayude la Iglesia; me sobra y me basta con la ciencia que
es, en definitiva, mi religión.
Y volviéndose a Foja añadía el médico:
--Oiga usted, señor decurión retirado, ¿conoce usted la acción del
alcohol en las flegmasías de los bebedores? no mienta usted, porque no
la conoce.
--¡Váyase usted a paseo, señor Fraigerundio de hospital! ¡El embustero
será usted! ¡Pues hombre! bonita manía saca el señor doctor; hacérsenos
el sabio ahora. A la vejez viruelas.
--Menos insultos y más hechos.
--Menos botarga y más sentido común....
--Caballero miliciano, yo soy el hombre de ciencia y usted es un
doceañista en conserva.... Chomel admite, y con él todo el que tenga dos
dedos de frente, que en las enfermedades de los borrachos es
imprescindible la administración de los espirituosos....
--¡Pero si yo niego la menor, so alcornoque!
--En medicina no hay mayores ni menores, ni judías ni contrajudías,
señor tahúr.
--La menor es que sea borracho Barinaga....
--De modo que si usted me niega los... prodromos del mal....
Don Robustiano se puso colorado al pensar que había dicho un disparate.
--Qué hipódromos ni qué hipopótamos; yo defiendo a un ausente....
--En fin, una palabra para concluir: ¿niega usted que si a un borracho
se le priva por completo del alcohol, es lo más fácil que se presente un
decaimiento alarmante, un verdadero colapso?...
--Mire usted, señor pedantón, si sigue usted rompiéndome el tímpano con
esas palabrotas, le cito yo a usted cincuenta mil versos y sentencias en
latín y le dejo bizco; y si no oiga usted:
_Ordine confectu, quisque libellus habet:_
_quis, quid, coram quo, quo jure petatur et a quo._
_Cultus disparitas, vis, ordo, ligamen, honestas..._
Ripamilán se retorcía de risa. Somoza, furioso, gritaba; y se oía:
colapso... flegmasía... cardiopatía... y el ex-alcalde, sin atender,
continuaba mezclando latines:
Masculino es fustis, axis
turris, caulis, sanguis collis...
piscis, vermis, callis follis.
El médico y el prestamista estuvieron a punto de venir a las manos. No
se pudo averiguar de qué se moría don Santos, pero a la media hora se
corría por Vetusta que, por culpa del Provisor, se habían pegado y
desafiado Foja y Somoza, y no se sabía si el mismo Ripamilán había
recogido alguna bofetada.
Por algunos días vino a eclipsar al valetudinario Barinaga, que, en
efecto, se consumía en la miseria, un suceso de gravedad suma, según
Glocester y Foja y bandos respectivos: «La hija de Carraspique, sor
Teresa, agonizaba en el _inmundo asilo_ de las Salesas, en la celda que
era, según Somoza, un _inodoro_, por no decir todo lo contrario».
Y dicho y hecho. Rosa Carraspique en el mundo, sor Teresa en el
convento, murió de una tuberculosis, según Somoza, de una tisis caseosa,
según el médico de las monjas, que era dualista en materia de tisis.
Pero lo que no dudó ningún enemigo del Provisor fue que la culpa de
aquella muerte la tenía don Fermín, fuese lo que quiera de los pulmones
de la chica.
Doña Paula y don Álvaro llegaron a Vetusta el mismo día, aquel en que
_voló al cielo un ángel más_, en opinión de Trifoncito Cármenes, que
seguía siendo romántico, contra los consejos de don Cayetano.
Un periódico liberal del pueblo, _El Alerta_, publicaba una tras otra
estas dos gacetillas, que pusieron a don Fermín de un humor endiablado.
«_Bien venido_.--De vuelta de su excursión veraniega ha llegado a esta
capital el ilustre caudillo del partido liberal dinástico de Vetusta, el
Ilmo. Sr. D. Álvaro Mesía. Dicen los numerosos amigos que han acudido a
visitar a nuestro distinguido correligionario, que viene dispuesto a
proseguir su campaña de propaganda sensatamente liberal, así en el orden
político como en el moral y canónico y religioso. Cuente con nuestro
humilde apoyo para vencer los obstáculos tradicionales que aquí opone al
verdadero progreso un despotismo teocrático de que está ya todo Vetusta
hasta los pelos, como se dice vulgarmente».
«_En paz descanse_.--Ha fallecido en su celda del convento de las
Salesas la señorita doña Rosa Carraspique y Somoza, hija del conocido
capitalista ultramontano don Francisco de Asís, monja profesa con el
nombre de sor Teresa. Mucho tendríamos que decir si quisiéramos hacernos
eco de todos los comentarios a que ha dado lugar esta desgracia
inopinada. Sólo diremos que, en concepto de los facultativos más
acreditados, no ha sido extraña a la pérdida que lamentamos la falta de
condiciones higiénicas del edificio miserable que habitan las Salesas.
Pero además, se nos ocurre preguntar: ¿Es muy higiénico que _ciertos
roedores_ se introduzcan en el seno del hogar para ir minando poco a
poco y con influencia deletérea y _pseudo-religiosa_, la paz de las
familias, la tranquilidad de las conciencias?
»Si todos los elementos liberales, sin exageraciones, de nuestra culta
capital no aúnan sus esfuerzos para combatir al poderoso tirano
hierocrático que nos oprime, pronto seremos todos víctimas del fanatismo
más torpe y descarado.--R. I. P.».
Ripamilán, con mal acuerdo, y sin que lo supiera el Magistral, se
decidió a tomar la pluma y publicar en el _Lábaro_ un articulejo, sin
firma, defendiendo a su amigo, a las Salesas, y a la gramática,
maltratada por el periódico progresista, según el canónigo. «Aparte,
decía entre otras cosas, de que no sabemos si la monja profesa es el
señor Carraspique o su hija, ¿quiere decirme el periodista
cascaciruelas, etc., etc...?».
Aquel cascaciruelas delató al Arcipreste; era su estilo humorístico: lo
conocieron todos.
En Vetusta los insultos y murmuraciones en letras de molde llamaban
mucho la atención. En vano publicaba Cármenes odas y elegías, nadie las
leía; pero la gacetilla más insignificante que pudiera molestar un poco
a cualquier vecino, era leída, comentada días y días, y cuando había
tiroteo de sueltos o comunicados, los _habituales abonados_ no querían
mejor diversión.
Por todo lo cual fue mayor el escándalo, y no se habló en mucho tiempo
más que de la _influencia deletérea_ del Magistral y de la muerte de sor
Teresa.
--Sobre su conciencia tiene esa desgracia.
--Es un vampiro espiritual, que chupa la sangre de nuestras hijas.
--Esto es una especie de contribución de sangre que pagamos al
fanatismo.
--Esto es una especie de tributo de las cien doncellas.
El Magistral hubiera querido poder despreciar tantos disparates, tales
absurdos, pero a su pesar le irritaban. Creyó al principio que «su
pasión noble, sublime, le levantaría cien codos sobre todas aquellas
miserias», pero el oleaje de la falsa indignación pública salpicaba su
alma, llegaba tan arriba como su deliquio sin nombre; y la ira le
borraba del cerebro muchas veces las más puras ideas, las impresiones
más dulces y risueñas. Se ponía loco de cólera, y más y más le irritaba
el no poder dominar sus arrebatos. Además, el mal era cierto; no por
ser desatinada la acusación de los necios era menos poderosa y temible.
Notaba el Magistral que su poder se tambaleaba, que el esfuerzo de
tantos y tantos miserables servía para minarle el terreno.... En muchas
casas empezaba a notar cierta reserva; dejaron de confesar con él
algunas señoras de liberales, y el mismo Fortunato, el Obispo, a quien
tenía De Pas en un puño, se atrevía a mirarle con ojos fríos y llenos de
preguntas que entraban por las pupilas del Magistral como puntas de
acero.
Volvió la época del paseo en el Espolón, y don Fermín al pasear allí su
humilde arrogancia, su hermosa figura de buen mozo místico, observaba
que ya no era aquello una marcha triunfal, un camino de gloria; en los
saludos, en las miradas, en los cuchicheos que dejaba detrás de sí, como
una estela, hasta en la manera de dejarle libre el paso los transeúntes,
notaba asperezas, espinas, una sorda enemistad general, algo como el
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