La Regenta - 03

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conventual, más lujosas, más elegantes que las antiguas, si no tan
sólidas ni tan grandes. La Revolución había derribado, había robado;
pero la Restauración, que no podía restituir, alentaba el espíritu que
reedificaba y ya las Hermanitas de los Pobres tenían coronado el
edificio de su propiedad, tacita de plata, que brillaba cerca del
Espolón, al Oeste, no lejos de los palacios y _chalets_ de la Colonia, o
sea el barrio nuevo de americanos y comerciantes del reino. Hacia el
Norte, entre prados de terciopelo tupido, de un verde obscuro, fuerte,
se levantaba la blanca fábrica que con sumas fabulosas construían las
Salesas, por ahora arrinconadas dentro de Vetusta, cerca de los
vertederos de la Encimada, casi sepultadas en las cloacas, en una casa
vieja, que tenía por iglesia un oratorio mezquino. Allí, como en nichos,
habitaban las herederas de muchas familias ricas y nobles; habían
dejado, en obsequio al Crucificado, el regalo de su palacio ancho y
cómodo de allá arriba por la estrechez insana de aquella pocilga,
mientras sus padres, hermanos y otros parientes regalaban el perezoso
cuerpo en las anchuras de los caserones tristes, pero espaciosos de la
Encimada. No sólo era la iglesia quien podía desperezarse y estirar las
piernas en el recinto de Vetusta la de arriba, también los herederos de
pergaminos y casas solariegas, habían tomado para sí anchas cuadras y
jardines y huertas que podían pasar por bosques, con relación al área
del pueblo, y que en efecto se llamaban, algo hiperbólicamente, parques,
cuando eran tan extensos como el de los Ozores y el de los Vegallana. Y
mientras no sólo a los conventos, y a los palacios, sino también a los
árboles se les dejaba campo abierto para alargarse y ensancharse como
querían, los míseros plebeyos que a fuerza de pobres no habían podido
huir los codazos del egoísmo noble o regular, vivían hacinados en casas
de tierra que el municipio obligaba a tapar con una capa de cal; y era
de ver cómo aquellas casuchas, apiñadas, se enchufaban, y saltaban unas
sobre otras, y se metían los tejados por los ojos, o sean las ventanas.
Parecían un rebaño de retozonas reses que apretadas en un camino,
brincan y se encaraman en los lomos de quien encuentran delante.
A pesar de esta injusticia distributiva que don Fermín tenía debajo de
sus ojos, sin que le irritara, el buen canónigo amaba el barrio de la
catedral, aquel hijo predilecto de la Basílica, sobre todos. La Encimada
era su imperio natural, la metrópoli del poder espiritual que ejercía.
El humo y los silbidos de la fábrica le hacían dirigir miradas recelosas
al Campo del Sol; allí vivían los rebeldes; los trabajadores sucios,
negros por el carbón y el hierro amasados con sudor; los que escuchaban
con la boca abierta a los energúmenos que les predicaban igualdad,
federación, reparto, mil absurdos, y a él no querían oírle cuando les
hablaba de premios celestiales, de reparaciones de ultra-tumba. No era
que allí no tuviera ninguna influencia, pero la tenía en los menos.
Cierto que cuando allí la creencia pura, la fe católica arraigaba, era
con robustas raíces, como con cadenas de hierro. Pero si moría un obrero
bueno, creyente, nacían dos, tres, que ya jamás oirían hablar de
resignación, de lealtad, de fe y obediencia. El Magistral no se hacía
ilusiones. El Campo del Sol se les iba. Las mujeres defendían allí las
últimas trincheras. Poco tiempo antes del día en que De Pas meditaba
así, varias ciudadanas del barrio de obreros habían querido matar a
pedradas a un forastero que se titulaba pastor protestante; pero estos
excesos, estos paroxismos de la fe moribunda más entristecían que
animaban al Magistral.--No, aquel humo no era de incienso, subía a lo
alto, pero no iba al cielo; aquellos silbidos de las máquinas le
parecían burlescos, silbidos de sátira, silbidos de látigo. Hasta
aquellas chimeneas delgadas, largas, como monumentos de una idolatría,
parecían parodias de las agujas de las iglesias....
El Magistral volvía el catalejo al Noroeste, allí estaba la _Colonia_,
la Vetusta novísima, tirada a cordel, deslumbrante de colores vivos con
reflejos acerados; parecía un pájaro de los bosques de América, o una
india brava adornada con plumas y cintas de tonos discordantes.
Igualdad geométrica, desigualdad, anarquía cromáticas. En los tejados
todos los colores del iris como en los muros de Ecbátana; galerías de
cristales robando a los edificios por todas partes la esbeltez que podía
suponérseles; alardes de piedra inoportunos, solidez afectada, lujo
vocinglero. La ciudad del sueño de un indiano que va mezclada con la
ciudad de un usurero o de un mercader de paños o de harinas que se
quedan y edifican despiertos. Una pulmonía posible por una pared maestra
ahorrada; una incomodidad segura por una fastuosidad ridícula. Pero no
importa, el Magistral no atiende a nada de eso; no ve allí más que
riqueza; un Perú en miniatura, del cual pretende ser el Pizarro
espiritual. Y ya empieza a serlo. Los indianos de la Colonia que en
América oyeron muy pocas misas, en Vetusta vuelven, como a una patria, a
la piedad de sus mayores: la religión con las formas aprendidas en la
infancia es para ellos una de las dulces promesas de aquella España que
veían en sueños al otro lado del mar. Además los indianos no quieren
nada que no sea de buen tono, que huela a plebeyo, ni siquiera pueda
recordar los orígenes humildes de la estirpe; en Vetusta los descreídos
no son más que cuatro pillos, que no tienen sobre qué caerse muertos;
todas las personas pudientes creen y practican, como se dice ahora.
Páez, don Frutos Redondo, los Jacas, Antolínez, los Argumosa y otros y
otros ilustres Américo Vespucios del barrio de la Colonia siguen
escrupulosamente en lo que se les alcanza las costumbres _distinguidas_
de los Corujedos, Vegallanas, Membibres, Ozores, Carraspiques y demás
familias nobles de la Encimada, que se precian de muy buenos y muy
rancios cristianos. Y si no lo hicieran por propio impulso los Páez, los
Redondo, etc., etc., sus respectivas esposas, hijas y demás familia del
sexo débil obligaríanles a imitar en religión, como en todo, las
maneras, ideas y palabras de la envidiada aristocracia. Por todo lo cual
el Provisor mira al barrio del Noroeste con más codicia que antipatía;
si allí hay muchos espíritus que él no ha sondeado todavía, si hay mucha
tierra que descubrir en aquella América abreviada, las exploraciones
hechas, las _factorías_ establecidas han dado muy buen resultado, y no
desconfía don Fermín de llevar la luz de la fe más acendrada, y con ella
su natural influencia, a todos los rincones de las bien alineadas casas
de la Colonia, a quien el municipio midió los tejados por un rasero.
Pero, entre tanto, De Pas volvía amorosamente la visual del catalejo a
su Encimada querida, la noble, la vieja, la amontonada a la sombra de la
soberbia torre. Una a Oriente otra a Occidente, allí debajo tenía, como
dando guardia de honor a la catedral, las dos iglesias antiquísimas que
la vieron tal vez nacer, o por lo menos pasar a grandezas y esplendores
que ellas jamás alcanzaron. Se llamaban, como va dicho, Santa María y
San Pedro; su historia anda escrita en los cronicones de la Reconquista,
y gloriosamente se pudren poco a poco víctimas de la humedad y hechas
polvo por los siglos. En rededor de Santa María y de San Pedro hay
esparcidas, por callejones y plazuelas casas solariegas, cuya mayor
gloria sería poder proclamarse contemporáneas de los ruinosos templos.
Pero no pueden, porque delata la relativa juventud de estos caserones su
arquitectura que revela el mal gusto decadente, pesado o recargado, de
muy posteriores siglos. La piedra de todos estos edificios está
ennegrecida por los rigores de la intemperie que en Vetusta la húmeda no
dejan nada claro mucho tiempo, ni consienten blancura duradera.
Don Saturnino Bermúdez, que juraba tener documentos que probaban al
inteligente en heráldica venirle el Bermúdez del rey Bermudo en persona,
era el más perito en la materia de contar la historia de cada uno de
aquellos caserones, que él consideraba otras tantas glorias nacionales.
Cada vez que algún Ayuntamiento radical emprendía o proyectaba siquiera
el derribo de algunas ruinas o la expropiación de algún solar por
utilidad pública, don Saturnino ponía el grito en el cielo y publicaba
en _El Lábaro_, el órgano de los ultramontanos de Vetusta, largos
artículos que nadie leía, y que el alcalde no hubiera entendido, de
haberlos leído; en ellos ponía por las nubes el mérito arqueológico de
cada tabique, y si se trataba de una pared maestra demostraba que era
todo un monumento. No cabe duda que el señor don Saturnino, siquiera
fuese por bien del arte, mentía no poco, y abusaba de lo románico y de
lo mudéjar. Para él todo era mudéjar o si no románico, y más de una vez
hizo remontarse a los tiempos de Fruela los fundamentos de una pared
fabricada por algún modesto cantero, vivo todavía. Estos lapsus del
erudito no lastimaban su reputación, porque los pocos que podían
descubrirlos los consideraban piadosas exageraciones, anacronismos
beneméritos, y los demás vetustenses no leían nada de aquello. Mas no
por esto dejaba el sabio de sacar a relucir la retórica, en que creía,
ostentando atrevidas imágenes, figuras de gran energía, entre las que
descollaban las más temerarias personificaciones y las epanadiplosis más
cadenciosas: hablaban las murallas como libros y solían decir: «tiemblan
mis cimientos y mis almenas tiemblan»; y tal puerta cochera hubo que
hizo llorar con sus discursos patéticos; por lo cual solía terminar el
artículo del arqueólogo diciendo: «En fin, señores de la comisión de
obras, _sunt lacrimae rerum!_».
Más de media hora empleó el Magistral en su observatorio aquella tarde.
Cansado de mirar o no pudiendo ver lo que buscaba allá, hacia la Plaza
Nueva, adonde constantemente volvía el catalejo, separose de la ventana,
redujo a su mínimo tamaño el instrumento óptico, guardolo cuidadosamente
en el bolsillo y saludando con la mano y la cabeza a los campaneros,
descendió con el paso majestuoso de antes, por el caracol de piedra. En
cuanto abrió la puerta de la torre y se encontró en la nave Norte de la
iglesia, recobró la sonrisa inmóvil, habitual expresión de su rostro,
cruzó las manos sobre el vientre, inclinó hacia delante un poco con
cierta languidez entre mística y romántica la bien modelada cabeza, y
más que anduvo se deslizó sobre el mármol del pavimento que figuraba
juego de damas, blanco y negro. Por las altas ventanas y por los
rosetones del arco toral y de los laterales entraban haces de luz de
muchos colores que remedaban pedazos del iris dentro de las naves. El
manteo que el canónigo movía con un ritmo de pasos y suave contoneo iba
tomando en sus anchos pliegues, al flotar casi al ras del pavimento,
tornasoles de plumas de faisán, y otras veces parecía cola de pavo real;
algunas franjas de luz trepaban hasta el rostro del Magistral y ora lo
teñían con un verde pálido blanquecino, como de planta sombría, ora le
daban viscosa apariencia de planta submarina, ora la palidez de un
cadáver.
En la gran nave central del trascoro había muy pocos fieles, esparcidos
a mucha distancia; en las capillas laterales, abiertas en los gruesos
muros, sumidas en las sombras, se veía apenas grupos de mujeres
arrodilladas o sentadas sobre los pies, rodeando los confesonarios. Aquí
y allí se oía el leve rumor de la plática secreta de un sacerdote y una
devota en el tribunal de la penitencia. En la segunda capilla del Norte,
la más obscura, don Fermín distinguió dos señoras que hablaban en voz
baja. Siguió adelante. Ellas quisieron ir tras él, llamarle, pero no se
atrevieron. Le esperaban, le buscaban, y se quedaron sin él.
--Va al coro--dijo una de las damas. Y se sentaron sobre la tarima que
rodeaba el confesonario, sumido en tinieblas. Era la capilla del
Magistral. En el altar había dos candeleros de bronce, sin velas,
sujetos con cadenillas de hierro. Delante del retablo estaba un Jesús
Nazareno de talla; los ojos de cristal, tristes, brillaban en la
obscuridad; los reflejos del vidrio parecían una humedad fría. Era el
rostro el de un anémico; la expresión amanerada del gesto anunciaba una
idea fija petrificada en aquellos labios finos y en aquellos pómulos
afilados, como gastados por el roce de besos devotos.
Sin detenerse pasó el Magistral junto a la puerta de escape del coro;
llegó al crucero; la valla que corre del coro a la capilla mayor estaba
cerrada. Don Fermín, que iba a la sacristía, dio el rodeo de la nave del
trasaltar flanqueada por otra crujía de capillas. Frente a cada una de
estas, empotrados en la pared del ábside había haces de columnas entre
los que se ocultaban sendos confesonarios, invisibles hasta el momento
de colocarse enfrente de ellos. Allí comúnmente ataban y desataban
culpas los beneficiados. De uno de estos escondites salió, al pasar el
Provisor, como una perdiz levantada por los perros, el señor don
Custodio el beneficiado, pálido el rostro, menos las mejillas
encendidas con un tinte cárdeno. Sudaba como una pared húmeda. El
Magistral miró al beneficiado sin sonreír, pinchándole con aquellas
agujas que tenía entre la blanda crasitud de los ojos. Humilló los suyos
don Custodio y pasó cabizbajo, confuso, aturdido en dirección al coro.
Era gruesecillo, adamado, tenía aires de comisionista francés vestido
con traje talar muy pulcro y elegante. El cuerpo bien torneado se lo
ceñía, debajo del manteo ampuloso, un roquete que parecía prenda
mujeril, sobre la cual ostentaba la muceta ligera, de seda, propia de su
beneficio. Este don Custodio era un enemigo doméstico, un beneficiado de
la oposición. Creía, o por lo menos propalaba todas las injurias con que
se quería derribar al Provisor, y le envidiaba por lo que pudiera haber
de cierto en el fondo de tantas calumnias. De Pas le despreciaba; la
envidia de aquel pobre clérigo le servía para ver, como en un espejo,
los propios méritos. El beneficiado admiraba al Magistral, creía en su
porvenir, se le figuraba obispo, cardenal, favorito en la corte,
influyente en los ministerios, en los salones, mimado por damas y
magnates. La envidia del beneficiado soñaba para don Fermín más
grandezas que el mismo Magistral veía en sus esperanzas. La mirada de
este fue en seguida, rápida y rastrera, al confesonario de que salía el
envidioso. Arrodillada junto a una de las celosías vio una joven pálida
con hábito del Carmen.
No era una señorita; debía de ser una doncella de servicio, una
costurera, o cosa así, pensó el Magistral. Tenía los ojos cargados de
una curiosidad maliciosa más irritada que satisfecha; se santiguó, como
si quisiera comerse la señal de la cruz, y se recogió, sentada sobre
los pies, a saborear los pormenores de la confesión, sin moverse del
sitio, pegada al confesonario lleno todavía del calor y el olor de don
Custodio.
El Magistral siguió adelante, dio vuelta al ábside y entró en la
sacristía. Era una capilla en forma de cruz latina, grande, fría, con
cuatro bóvedas altas. A lo largo de todas las paredes estaba la
cajonería, de castaño, donde se guardaba ropas y objetos del culto.
Encima de los cajones pendían cuadros de pintores adocenados, antiguos
los más, y algunas copias no malas de artistas buenos. Entre cuadro y
cuadro ostentaban su dorado viejo algunas cornucopias cuya luna
reflejaba apenas los objetos, por culpa del polvo y las moscas. En medio
de la sacristía ocupaba largo espacio una mesa de mármol negro, del
país. Dos monaguillos con ropón encarnado, guardaban casullas y capas
pluviales en los armarios. El _Palomo_, con una sotana sucia y escotada,
cubierta la cabeza con enorme peluca echada hacia el cogote, acababa de
barrer en un rincón las inmundicias de cierto gato que, no se sabía
cómo, entraba en la catedral y lo profanaba todo. El perrero estaba
furioso. Los monaguillos se hacían los distraídos, pero él, sin
mirarles, les aludía y amenazaba con terribles castigos hipotéticos,
repugnantes para el estómago principalmente. El Magistral siguió
adelante fingiendo no parar mientes en estos pormenores groseros, tan
extraños a la santidad del culto. Se acercó a un grupo que en el otro
extremo de la sacristía cuchicheaba con la voz apagada de la
conversación profana que quiere respetar el lugar sagrado. Eran dos
señoras y dos caballeros. Los cuatro tenían la cabeza echada hacia
atrás. Contemplaban un cuadro. La luz entraba por ventanas estrechas
abiertas en la bóveda y a las pinturas llegaba muy torcida y menguada.
El cuadro que miraban estaba casi en la sombra y parecía una gran mancha
de negro mate. De otro color no se veía más que el frontal de una
calavera y el tarso de un pie desnudo y descarnado. Sin embargo, cinco
minutos llevaba don Saturnino Bermúdez empleados en explicar el mérito
de la pintura a aquellas señoras y al caballero que llenos de fe y con
la boca abierta escuchaban al arqueólogo. El Magistral encontraba casi
todos los días a don Saturnino en semejante ocupación. En cuanto llegaba
un forastero de alguna importancia a Vetusta, se buscaba por un lado o
por otro una recomendación para que Bermúdez fuese tan amable que le
acompañara a ver las antigüedades de la catedral y otras de la Encimada.
Don Saturnino estaba muy ocupado todo el día, pero de tres a cuatro y
media siempre le tenían a su disposición cuantas personas decentes, como
él decía, quisieran poner a prueba sus conocimientos arqueológicos y su
inveterada amabilidad. Porque además del primer anticuario de la
provincia, creía ser--y esto era verdad--el hombre más fino y cortés de
España. No era clérigo, sino anfibio. En su traje pulcro y negro de los
pies a la cabeza se veía algo que Frígilis, personaje darwinista que
encontraremos más adelante, llamaba la adaptación a la sotana, la
influencia del medio, etc.; es decir, que si don Saturnino fuera tan
atrevido que se decidiera a engendrar un Bermúdez, este saldría ya
diácono por lo menos, según Frígilis. Era el arqueólogo bajo, traía el
pelo rapado como cepillo de cerdas negras; procuraba dejar grandes
entradas en la frente y se conocía que una calvicie precoz le hubiera
lisonjeado no poco. No era viejo: «La edad de Nuestro Señor Jesucristo»,
decía él, creyendo haber aventurado un chiste respetuoso, pero algo
mundano. Como lo de parecer cura no estaba en su intención, sino en las
leyes naturales, don Saturno--así le llamaban--después de haber perdido
ciertas ilusiones en una aventura seria en que le tomaron por clérigo,
se dejaba la barba, de un negro de tinta china, pero la recortaba como
el boj de su huerto. Tenía la boca muy grande, y al sonreír con
propósito de agradar, los labios iban de oreja a oreja. No se sabe por
qué entonces era cuando mejor se conocía que Bermúdez no se quejaba de
vicio al quejarse del pícaro estómago, de digestiones difíciles y sobre
todo de perpetuos restriñimientos. Era una sonrisa llena de arrugas, que
equivalía a una mueca provocada por un dolor intestinal, aquella con que
Bermúdez quería pasar por el hombre más _espiritual_ de Vetusta, y el
más capaz de comprender una pasión profunda y alambicada. Pues debe
advertirse que sus lecturas serias de cronicones y otros libros viejos
alternaban en su ambicioso espíritu con las novelas más finas y
psicológicas que se escribían por entonces en París. Lo de parecer
clérigo no era sino muy a su pesar. Él se encargaba unas levitas de
tricot como las de un lechuguino, pero el sastre veía con asombro que
vestir la prenda don Saturno y quedar convertida en sotana era todo uno.
Siempre parecía que iba de luto, aunque no fuera. Sin embargo, pocas
veces quitaba la gasa del sombrero porque se tenía por pariente de toda
la nobleza vetustense, y en cuanto moría un aristócrata estaba de
pésame. Allá, en el fondo de su alma, se creía nacido para el amor, y su
pasión por la arqueología era un sentimiento de la clase de sucedáneos.
Al ver en las novelas más acreditadas de Francia y de España que los
personajes de mejor sociedad sentían sobre poco más o menos las mismas
comezones de que él era víctima, ya no vaciló en pensar que lo que le
había faltado había sido un escenario. Las muchachas de Vetusta eran
incapaces de comprenderle, así como él se confesaba a solas que no se
atrevería jamás a acercarse a una joven para decirle cosa mayor en
materia de amores.
Tal vez las casadas, algunas por lo menos, podrían entenderle mejor. La
primera vez que pensó esto tuvo remordimientos para una semana; pero
volvió la idea a presentarse tentadora, y como en las novelas que
saboreaba sucedía casi siempre que eran casadas las heroínas, pecadoras
sí, pero al fin redimidas por el amor y la mucha fe, vino en averiguar y
dar por evidente que se podía querer a una casada y hasta decírselo, si
el amor se contenía en los límites del más acendrado idealismo. En
efecto, don Saturno se enamoró de una señora casada; pero le sucedió con
ella lo mismo que con las solteras; no se atrevió a decírselo. Con los
ojos sí se lo daba a entender, y hasta con ciertas parábolas y alegorías
que tomaba de la Biblia y otros libros orientales; pero la señora de sus
amores no hacía caso de los ojos de don Saturno ni entendía las
alegorías ni las parábolas; no hacía más que decir a espaldas de
Bermúdez:
--No sé cómo ese don Saturno puede saber tanto: parece un mentecato.
Esta señora que llamaban en Vetusta la Regenta, porque su marido, ahora
jubilado, había sido regente de la Audiencia, nunca supo la ardiente
pasión del arqueólogo. Este joven sentimental y amante del saber se
cansó de devorar en silencio aquel amor único y procuró ser veleidoso,
aturdirse, y esto último poco trabajo le costaba, porque nunca se vio
hombre más aturdido que él en cuanto una mujer quería marearle con una o
dos miradas. Cuatro años hacía que no perdía baile, ni reunión de
confianza, ni teatro, ni paseo, y todavía las damas, cada vez que le
veían bailando un rigodón (no se atrevía con el wals ni con la polka)
repetían:
--¡Pero este Bermúdez está desconocido!
¡Todos, todos empeñados en que era un cartujo! Esto le desesperaba.
Cierto que jamás había probado las dulzuras groseras y materiales del
amor carnal; pero eso ¿le constaba al público? Cierto que primero
faltaba el sol que don Saturnino a misa de ocho; pero esta devoción, así
como el comulgar dos veces al mes, en nada empecía (su estilo) a los
títulos de hombre de mundo que él reclamaba. ¡Y si las gentes supieran!
¿Quién era un embozado que de noche, a la hora de las criadas, como
dicen en Vetusta, salía muy recatadamente por la calle del Rosario,
torcía entre las sombras por la de Quintana y de una en otra llegaba a
los porches de la plaza del Pan y dejaba la Encimada aventurándose por
la Colonia, solitaria a tales horas? Pues era don Saturnino Bermúdez,
doctor en teología, en ambos derechos, civil y canónico, licenciado en
filosofía y letras y bachiller en ciencias: el autor ni más ni menos, de
_Vetusta Romana_, _Vetusta Goda_, _Vetusta Feudal_, _Vetusta Cristiana_,
y _Vetusta Transformada_, a tomo por Vetusta. Era él, que salía
disfrazado de capa y sombrero flexible. No había miedo que en tal guisa
le reconociera nadie. ¿Y adónde iba? A luchar con la tentación al aire
libre; a cansar la carne con paseos interminables; y un poco también a
olfatear el vicio, el crimen pensaba él, crimen en que tenía seguridad
de no caer, no tanto por esfuerzos de la virtud como por invencible
pujanza del miedo que no le dejaba nunca dar el último y decisivo paso
en la carrera del abismo. Al borde llegaba todas las noches, y solía ser
una puerta desvencijada, sucia y negra en las sombras de algún callejón
inmundo. Alguna vez desde el fondo del susodicho abismo le llamaba la
tentación; entonces retrocedía el sabio más pronto, ganaba el terreno
perdido, volvía a las calles anchas y respiraba con delicia el aire
puro; puro como su cuerpo; y para llegar antes a las regiones del ideal
que eran su propio ambiente, cantaba la _Casta diva_ o _el Spirto
gentil_ o _el Santo Fuerte_, y pensaba en sus amores de niño o en alguna
heroína de sus novelas.
¡Ah, cuánta felicidad había en estas victorias de la virtud! ¡Qué clara
y evidente se le presentaba entonces la idea de una Providencia! ¡Algo
así debía de ser el éxtasis de los místicos! Y don Saturno apretando el
paso volvía a su casa ebrio de idealismo, mojando los embozos de la capa
con las lágrimas que le hacía llorar aquel baño de idealidad, como él
decía para sus adentros. Su enternecimiento era eminentemente piadoso,
sobre todo en las noches de luna.
Encerrado en su casa, en su despacho, después de cenar, o bien escribía
versos a la luz del petróleo o manejaba sus librotes; y por fin se
acostaba, satisfecho de sí mismo, contento con la vida, feliz en este
mundo calumniado donde, dígase lo que se quiera, aún hay hombres buenos,
ánimos fuertes. Esta voluptuosidad ideal del bien obrar, mezclándose a
la sensación agradable del calorcillo del suave y blando lecho,
convertía poco a poco a don Saturno en otro hombre; y entonces era el
imaginar aventuras románticas, de amores en París, que era el país de
sus ensueños, en cuanto hombre de mundo. Solía volver a sus novelas de
la hora de dormirse la imagen de la Regenta, y entablaba con ella, o
con otras damas no menos guapas, diálogos muy sabrosos en que ponía el
ingenio femenil en lucha con el serio y varonil ingenio suyo; y entre
estos dimes y diretes en que todo era espiritualismo y, a lo sumo, vagas
promesas de futuros favores, le iba entrando el sueño al arqueólogo, y
la lógica se hacía disparatada, y hasta el sentido moral se pervertía y
se desplomaba la fortaleza de aquel miedo que poco antes salvara al
doctor en teología.
A la mañana siguiente don Saturno despertaba malhumorado, con dolor de
estómago, llena el alma de pesimismo desesperado y de flato el
cuerpo.--¡Memento homo!--decía el infeliz, y se arrojaba del lecho con
tedio, procurando una reacción en el espíritu mediante agudos y
terribles remordimientos y propósitos de buen obrar, que facilitaba con
chorros de agua en la nuca y lavándose con grandes esponjas. Tal vez era
la limpieza, esa gran virtud que tanto recomienda Mahoma, la única que
positivamente tenía el ilustre autor de _Vetusta Transformada_. Después
de bien lavado iba a misa sin falta, a buscar el hombre nuevo que pide
el Evangelio. Poco a poco el hombre nuevo venía; y por vanidad o por fe
creía en su regeneración todas las mañanas aquel devoto del Corazón de
Jesús. Por eso el espíritu no envejecía: era el estómago, el pícaro
estómago el que no hacía caso de la fervorosa contrición del pobre
hombre. ¡Y que le dijeran a don Saturno que la materia no es vil y
grosera!
Aquel día había recibido antes de comer un billete perfumado de su
amiguita Obdulia Fandiño, viuda de Pomares. ¡Qué emoción! No quiso abrir
el misterioso pliego hasta después de tomar la sopa. ¿Por qué no soñar?
¿Qué era aquello? O. F. decían dos letras enroscadas como culebras en el
lema del sobre.--De parte de doña Obdulia, había dicho el criado.
Aquella señora, todo Vetusta lo sabía, era una mujer despreocupada, tal
vez demasiado; era una original.... Entonces... acaso... ¿por qué no?...
una cita.... Ellos, al fin, se entendían algo, no tanto como algunos
maliciaban, pero se entendían.... Ella le miraba en la iglesia y
suspiraba. Le había dicho una vez que sabía más que el Tostado, elogio
que él supo apreciar en todo lo que valía, por haber leído al ilustre
hijo de Ávila. En cierta ocasión ella había dejado caer el pañuelo, un
pañuelo que olía como aquella carta, y él lo había recogido y al
entregárselo se habían tocado los dedos y ella había dicho:--«Gracias,
Saturno». Saturno, sin don.
Una noche en la tertulia de Visitación Olías de Cuervo, Obdulia le había
tocado con una rodilla en una pierna. Él no había retirado la pierna ni
ella la rodilla; él había tocado con el suyo el pie de la hermosa y ella
no lo había retirado.... Una cucharada de sopa se le atragantó. Bebió
vino y abrió la carta.
Decía así: «Saturnillo: usted que es tan bueno ¿querrá hacerme el
obsequio de venir a esta su casa a las tres de la tarde? Le espero
con...». Hubo que dar vuelta a la hoja.
--Impaciencia--pensó el sabio. Pero decía: «...Le espero con unos amigos
de Palomares que quieren visitar la catedral acompañados de una persona
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