La Regenta - 05

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inclinarse y poner cara de santo que sufre por amor de Dios el escándalo
de los oídos. El Arcediano rio sin ganas.
La historia de Obdulia Fandiño profanó el recinto de la sacristía, como
poco antes lo profanaran su risa, su traje y sus perfumes.
El Arcipreste narraba las aventuras de la dama como lo hubiera hecho
Marcial, salvo el latín.
--Señores, a mí me ha dicho Joaquinito Orgaz que los vestidos que luce
en el Espolón esa señora....
--Son bien escandalosos...--dijo el Deán.
--Pero muy ricos--observó el pariente del ministro.
--Y muchos; nunca lleva el mismo; cada día un perifollo nuevo--añadió el
Arcediano--; yo no sé de dónde los saca, porque ella no es rica; a pesar
de sus pretensiones de noble, ni lo es ni tiene más que una renta
miserable y una viudedad irrisoria....
--Pues a eso voy--interrumpió triunfante don Cayetano--. Me ha dicho el
chico de Orgaz, que acabó la carrera de médico en San Carlos, que estos
últimos años Obdulita servía en Madrid a su prima Tarsila Fandiño, la
célebre querida del célebre....
--Sí ¿qué?--Que le servía de trotaconventos, digámoslo así. Es decir,
no tanto: pero vamos, que la acompañaba y... claro, la otra,
agradecida... le manda ahora los vestidos que deja, y como los deja
nuevos y tiene tantos y tan ricos....
El cabildo, que fingía oír por educación, nada más, al Arcipreste, se
interesaba de veras con la crónica. Ripamilán saboreaba la plática
lasciva sólo por lo que tenía de gracejo. Los demás empezaron a
estorbarse oyendo juntos aquellas murmuraciones. El Arcipreste clavaba
los ojuelos negros y punzantes en el Magistral, confesor de Obdulia;
parecía buscar su testimonio.
El Provisor no estaba allí más que para hablar a solas con don Cayetano.
Sufría sus impertinencias con calma. Le estimaba. Le perdonaba aquellos
inocentes alardes de erotismo retórico porque conocía sus costumbres
intachables y su corazón de oro. Eran muy buenos amigos, y Ripamilán el
más decidido y entusiástico partidario de don Fermín en las luchas del
cabildo. Otros le seguían por interés, muchos por miedo; don Cayetano,
incapaz de temer a nadie, le servía y le amaba porque, según él, era el
único hombre superior de la catedral. El Obispo era un bendito,
Glocester un taimado con más malicia que talento; el Magistral un sabio,
un literato, un orador, un hombre de gobierno, y lo que valía más que
todo, en su concepto, un hombre de mundo. Cuando se le hablaba de los
supuestos cohechos del Provisor, de su tiranía, de su comercio sórdido,
se indignaba el anciano y negaba en redondo hasta los casos de simonía
más probables. Si le traían a cuento el capítulo de las aventuras
amorosas, que no pasaban de ser rumores anónimos, sin fundamento que
hiciera prueba, el Arcipreste sonreía al negar, dando a entender que
aquello era posible, pero importaba menos.
--La verdad es que don Fermín es muy buen mozo, y, si las beatas se
enamoran de él viéndole gallardo, pulcro, elegante y hablando como un
Crisóstomo en el púlpito, él no tiene la culpa ni la cosa es contraria a
las sabias leyes naturales.
El Magistral sabía todo lo que Ripamilán pensaba de él y le consideraba
el más fiel de sus parciales. Por eso le esperaba. Tenía que hacerle
ciertas preguntas que, no tratándose del Arcipreste, podrían ser
peligrosas. Glocester había olido algo.
--«¿Cómo no se marchaba el Magistral? ¿Cómo sufría aquella jaqueca? No,
pues él tampoco dejaba el puesto». Era el de Mourelo el más cordial
enemigo que tenía el Provisor. Precisamente el trabajo de maquiavelismo
más refinado del Arcediano consistía en mantener en la apariencia buenas
relaciones con «el déspota», pasar como partidario suyo y minarle el
terreno, prepararle una caída que ni la de don Rodrigo Calderón.
Vastísimos eran los planes de Glocester, llenos de vueltas y revueltas,
emboscadas y laberintos, trampas y petardos y hasta máquinas infernales.
Don Custodio el beneficiado era su lugarteniente. Este le había dado
aquella tarde la noticia de que la Regenta estaba en la capilla del
Magistral esperándole para confesar. Novedad estupenda. La Regenta, muy
principal señora, era esposa de don Víctor Quintanar, Regente en varias
Audiencias, últimamente en la de Vetusta, donde se jubiló con el
pretexto de evitar murmuraciones acerca de ciertas dudosas
incompatibilidades; pero en realidad porque estaba cansado y podía vivir
holgadamente saliendo del servicio activo. A su mujer se la siguió
llamando la Regenta. El sucesor de Quintanar era soltero y no hubo
conflicto; pasó un año, vino otro regente con señora y aquí fue ella.
La Regenta en Vetusta era ya para siempre la de Quintanar de la ilustre
familia vetustense de los Ozores. En cuanto a la _advenediza_ tuvo que
perdonar y contentarse con ser: la _otra_ Regenta. Además, el conflicto
duraría poco; ya empezaba a usarse el nombre de «Presidente» y pronto
habría nombre distinto para cada cual. Entretanto la Regenta era la de
Ozores. La cual siempre había sido hija de confesión de don Cayetano,
pero este, que de algunos años a esta parte sólo confesaba a algunas
pocas personas, señoras casi todas, de alta categoría, escogidísimos
amigos y amigas, al cabo se había cansado también de esta leve carga,
pesada para sus años; y resuelto a retirarse por completo del
confesonario, había suplicado a sus hijas de confesión que le librasen
de este trabajo y hasta señalado sucesor en tan grave e interesante
ministerio; sucesor diferente según las personas. Esta especie de
herencia, o mejor, sucesión _inter vivos_, era muy codiciada en el
cabildo y por todos los dependientes del clero catedral. Antes de la
reacción religiosa que en Vetusta, como en toda España, habían producido
los excesos de los libre-pensadores improvisados en tabernas, cafés y
congresos, era el Arcipreste el confesor de la nata de la Encimada,
porque tenía la manga ancha en ciertas materias; pero ya la moda había
cambiado, se hilaba más delgado en asuntos pecaminosos y el Magistral
que se iba con pies de plomo era preferido. Sin embargo, unas por
costumbre, otras por no dar un desaire a don Cayetano, y algunas por
seguir contentas con aquel sistema de la manga ancha, algunas damas
continuaban asistiendo al tribunal del latitudinario, hasta que él mismo
se cansó y con buenos modos empezó a sacudirse las moscas.
Don Custodio, joven ardentísimo en sus deseos, creía demasiado en los
milagros de fortuna que hace la confesión auricular y atribuía a ellos
sin razón los progresos del Magistral; por esto acechaba la sucesión del
Arcipreste con más avaricia que todos, con pasión imprudente. Había
averiguado que doña Olvido, la orgullosa hija única de Páez, uno de los
más ricos americanos de _La Colonia_ había pasado, tiempo atrás, del
confesonario de Ripamilán al de don Fermín. Esto era ya una gollería.
Pero ¡oh escándalo! ahora (don Custodio lo había averiguado escuchando
detrás de una puerta), ahora el chocho del poeta bucólico dejaba al
Magistral la más apetecible de sus joyas penitenciarias, como lo era sin
duda la digna y virtuosa y hermosísima esposa de don Víctor Quintanar.
¡Y don Custodio sentía la alegórica baba de la envidia manar de sus
labios! Después de haber tropezado en el trasaltar con el Provisor, se
había dirigido hacia el trascoro, y dentro de la capilla del _otro_,
había visto, mirando de soslayo, dos señoras; _nuevas_ sin duda, pues no
sabían que aquella tarde no _se sentaba_ don Fermín. Había vuelto a
pasar, había mirado mejor y con disimulo, y pudo conocer, a pesar de las
sombras de la capilla, que una de aquellas damas era la Regenta en
persona.
Entró en el coro, y se lo dijo a Glocester. El Arcediano aspiraba a esta
sucesión particular; creía pertenecerle por razón de su dignidad el
honor de confesar a doña Ana Ozores. «Con el Obispo no había que contar;
el Deán era un viejo que no hacía más que comer y temblar; en una
procesión de desagravios cuatro borrachos le habían dado un susto, del
que sólo se repuso su estómago; digería muy bien, pero no discurría; no
pensaba más que lo suficiente para seguir vegetando y asistiendo al
coro; tampoco había que contar con él. El Arcipreste renunciaba a la
Regenta, ¿pues qué dignidad seguía? la suya; la jerarquía indicaba al
Arcediano. Se trataba, pues, de un atropello, de una injusticia que
clamaba al cielo, y no podía clamar al Obispo, porque este era esclavo
de don Fermín». Esta opinión de Glocester la aprobaba don Custodio; no
tenía el beneficiado la pretensión excesiva de coger para sí tan buen
bocado, pero quería que a lo menos no se lo comiera su enemigo. Adulaba
a Glocester y le animaba a luchar por la justa causa de sus derechos.
Glocester, halagado, y con color de remolacha, dijo al oído del
confidente:
--¿Será libre elección de esa señora?--Y separándose un poco, para ver
el efecto de su malicia, miró al beneficiado con ojos llenos de
picaresca intención, mientras los carrillos cárdenos e hinchados
delataban un buche de risa, próxima a derramarse por las comisuras de
los labios.
--Puede ser--contestó don Custodio, subrayando las palabras, para darse
por enterado de la intención del otro.
Mientras el Arcipreste profanaba los cuatro lados de la cruz latina, que
era sacristía, con el relato mundano de la vida y milagros de Obdulia
Fandiño, Glocester, sonriendo, pensaba en los motivos que podía tener el
Magistral para oír a don Cayetano, en vez de correr al confesonario al
pie del cual le esperaba la más codiciada penitente de Vetusta la noble.
Se juraba a sí mismo el Maquiavelo del cabildo no abandonar el puesto
sin saber a qué atenerse.
El Magistral había resuelto no entrar aquel día en la capilla que
llamaban suya. Confesar aquella tarde hubiera sido una excepción,
motivo para dar que decir. ¿Estarían allí todavía aquellas señoras? Al
bajar de la torre y pasar por el trascoro las había visto, las había
conocido, eran la Regenta y Visitación; estaba seguro. ¿Cómo habían
venido sin avisar? Don Cayetano debía de saberlo. Cuando una señora de
las principales, como era la Regenta, quería hacerse hija de confesión
del Magistral, le avisaba en tiempo oportuno, le pedía hora. Las
personas desconocidas, las mujeres de pueblo no se atrevían a tanto, y
las pocas de esta clase que confesaban con él acudían en montón a la
capilla obscura cuyos secretos envidiaba don Custodio; allí esperaban el
turno de las penitentes anónimas. Estas humildes devotas ya sabían
cuáles eran los días de descanso para el Magistral. Aquel era uno y por
eso la capilla estuvo desierta hasta que llegaron las dos señoras.
Visitación se confesaba cada dos o tres meses, no conocía a punto fijo
los días _fastos_ y _nefastos_, ignoraba cuándo se sentaba el Provisor y
cuándo no. La Regenta venía por primera vez, «¿por qué no le había
avisado? El suceso era bastante solemne y había de sonar lo suficiente
para merecer preliminares más ceremoniosos. ¿Era orgullo? ¿Era que
aquella señora pensaba que él había de beber los vientos para averiguar
cuándo vendría a favorecerle con su visita?... ¿Era humildad? ¿Era que
con una delicadeza y un buen gusto cristiano y no común en las damas de
Vetusta, quería confundirse con la plebe, confesar de incógnito, ser una
de tantas?». Esta hipótesis le halagaba mucho al Magistral. Le parecía
un rasgo poético y sinceramente religioso. «Estaba cansado de Obdulias y
Visitaciones. El poco seso de estas, y otras damas, les hacía ser
irreverentes, groseras, sí, groseras, con el sacramento y en general
con todo el culto. Se tomaban confianzas que eran profanaciones;
adquirían pronto una familiaridad importuna que daba ocasión a las
calumnias de los necios y de los mal intencionados».
«No era él un don Custodio, ignorante de lo que es el mundo, lleno de
ensueños, ambicioso de cierto oropel eclesiástico, que tal vez se gana
en el confesonario, para que le halagasen todavía revelaciones
imprudentes, que sólo servían para inundarle el alma de hastío. Esperaba
algo nuevo, algo más delicado, algo selecto». Sabía, por rumores, que el
Arcipreste había aconsejado a la Regenta que acudiese a la capilla del
Magistral, puesto que él se retiraba del confesonario. Pero don Cayetano
nada le había dicho. Además, como en materia de confesión los buenos
clérigos son muy reservados, Ripamilán, que sabía tratar en serio los
asuntos serios, nunca había hablado al Magistral de lo que podía ser la
Regenta, juzgada desde el tribunal sagrado. Aquella tarde esperaba De
Pas saber algo. Pero Glocester no se marchaba. Ya no se hablaba de
Obdulia, ni de su prima la de Madrid, su modelo; se hablaba del tiempo;
y Glocester no se movía. Se habían ido despidiendo todos los señores
canónigos; quedaban los tres y el _Palomo_, que abría y cerraba cajones
con estrépito y murmuraba; maldiciones sin duda.
Don Cayetano contuvo su verbosidad, comprendió que algo deseaba decirle
el Magistral, que estorbaba Glocester; recordó de repente que él también
quería hablar al Provisor, y como en casos tales no se mordía la lengua,
cortó la conversación diciendo:
--¡Ah! ¡pícara memoria! don Fermín, una palabra, con permiso del señor
Arcediano... es decir, no es una palabra, tenemos que hablar largo...
son intereses espirituales.
Glocester se mordió los labios; saludó con el torcido tronco, haciéndose
un arco de puente, y salió de la sacristía diciendo para su alzacuello
morado y blanco:
--«¡Este vejete chocho y mal educado me las ha de pagar todas juntas!».
El Arcipreste se burlaba de la diplomacia y del maquiavelismo del
Arcediano con salidas de tono, indirectas del Padre Cobos y otros
expedientes por el estilo.
--«Si todos fueran como yo, Glocester no sabría qué hacer de su
habilidad y disimulo. ¡Ay de los zorros, si las gallinas no fuesen
gallinas!».
Glocester salía siempre por la puerta del claustro, abierta al extremo
Norte del crucero; por allí llegaba antes a su casa: pero esta vez quiso
salir por la puerta de la torre, porque así pasaba junto a la capilla
del Magistral. Miró; no había nadie. Entonces se detuvo, volvió a mirar
con ahínco, dio un paso dentro de la capilla; no había nadie; estaba
seguro. «¡Luego aquellas señoras se habían ido sin confesión; luego el
Magistral se permitía el lujo de desairar nada menos que a la Regenta!».
El Arcediano vio un mundo de intrigas que podían fundarse en este
descuido del Provisor. Tomó agua bendita en una pila grande de mármol
negro, y mientras se santiguaba, inclinándose frente al altar del
trascoro, decía para sí:
--Este será el talón de Aquiles. Ese desaire te costará caro. Lo
explotaré.
Y salió de la catedral haciendo cálculos por los dedos, que se le
antojaban cábalas, asechanzas, espionaje, intrigas y hasta postigos
secretos y escaleras subterráneas.
El Arcipreste había abierto la boca al oír a De Pas que la Regenta
estaba en la catedral, según le habían dicho, y que él no había corrido
a saludarla y a confesarla, si a eso venía, como era de suponer.
--¿Pero qué pensará ese ángel de bondad?--gritaba don Cayetano, asustado
de veras.
--A ver, Rodríguez (el _Palomo_) corre a la capilla del señor Magistral,
y si está allí una señora....
Era inútil. Entraba en aquel momento Celedonio el acólito que se metió
en la conversación diciendo:
--No señor, ya se han ido. Eran doña Visita y la señora Regenta. Se han
ido. Yo hablé con ellas. Les dije que hoy no se sentaba el señor
Magistral; y doña Visita que ya quería irse antes, cogió del brazo a
doña Ana y se la llevó.
--¿Y qué decían?--preguntó don Cayetano.
--Doña Ana callaba. Doña Visita estaba incomodada porque la señora
Regenta había querido venir sin mandar antes un recado. Creo que fueron
a paseo, porque doña Visita dijo no sé qué del Espolón.
--¡Al Espolón!--gritó Ripamilán, cogiendo con una mano un brazo del
Magistral y con la otra la teja--. ¡Al Espolón!
--¡Pero don Cayetano!--Es cuestión de honra para mí; de ese desaire
tengo yo culpa en cierto modo.
--Pero si no fue desaire--repetía el Provisor dejándose llevar, y con el
rostro hermoseado por una especie de luz espiritual de alegría que lo
inundaba.
--Sí, señor; y de todos modos, desaire o no, yo quiero dar una
explicación a mi querida amiga.... ¡Al Espolón! Por el camino
hablaremos; quiero que V. conozca bien a esa mujer, psicológicamente,
como dicen los pedantes de ahora; es una gran mujer, un ángel de bondad
como le tengo dicho; un ángel que no merece un feo.
--Pero, si no hubo feo.... Yo le explicaré a V.... Yo no sabía....
Y hablaban en voz baja, porque ya iban andando por la nave Sur de la
catedral, dirigiéndose a la puerta. La última capilla de este lado era
la de Santa Clementina. Era grande, construida siglos después que las
otras capillas, en el diez y siete. Tenía cuatro altares en el centro;
las paredes estaban adornadas con profusión de hojarasca, arabescos y
otros cosméticos del género decadente a que pertenecía.
El Magistral y el Arcipreste oyeron voces dentro de la capilla. De Pas
no paró la atención en ellas, pero Ripamilán se detuvo, olfateando, y
tendió el cuello en actitud de escuchar.
--¡Así Dios me valga, son ellos!--dijo pasmado.
--¿Quién?--Ellos; la viudita y don Saturno; reconozco el chirrido de
ese grillo destemplado.
Y el Arcipreste que manifestara poco antes tanta prisa por salir del
templo, se empeñó en entrar en Santa Clementina. El Magistral le siguió,
para ocultar su deseo de llegar al Espolón cuanto antes.
Eran _ellos_, en efecto.
En medio de la capilla, don Saturnino sudando copiosamente, cubierta la
levita de telarañas y manchas de cal, rojo el rostro, cárdenas las
orejas, arengaba a su auditorio, con un brazo extendido en dirección de
la bóveda. Estaba indignado, al parecer, y su indignación la comunicaba
de grado o por fuerza a los Infanzones.
--Señores--exclamaba--ya lo ven ustedes: esta capilla es el lunar, el
feo lunar, el borrón diré mejor, de esta joya gótica. Han visto ustedes
el panteón, de severa arquitectura románica, sublime en su desnudez; han
visto el claustro, ojival puro; han recorrido las galerías de la bóveda,
de un gótico sobrio y nada amanerado; han visitado la cripta llamada
Capilla Santa de reliquias, y han podido ver un trasunto de las
primitivas iglesias cristianas; en el coro han saboreado primores del
relieve, si no de un Berruguete, de un Palma Artela, desconocido, pero
sublime artífice; en el retablo de la Capilla mayor han admirado y
gustado con delicia los arranques geniales, sí, geniales puedo decir,
del cincel de un Grijalte; y _reasumiendo_, en toda la Santa Basílica
han podido corroborar la idea de que este templo es obra de arte severo,
puro, sencillo, delicado... _Empero_ aquí, señores, forzoso es
confesarlo, el mal gusto desbordado, la hinchazón, la redundancia se han
dado cita para labrar estas piedras en las que lo amanerado va de la
mano con lo extravagante, lo recargado con lo deforme. Esta Santa
Clementina, hablo de su capilla, es una deshonra del arte, la ignominia
de la catedral de Vetusta.
Calló un momento para limpiar el sudor de la frente y del cogote con el
pañuelo perfumado de Obdulia, porque el suyo estaba empapado tiempo
hacía en elocuencia liquefacta.
Los Infanzones sudaban también. El marido tenía en la cabeza una olla de
grillos. Había oído en hora y media un curso peripatético--¡a pie y
andando todo el tiempo!--de arqueología y arquitectura y otro curso de
historia pragmática. El desgraciado ya confundía a los califas de
Córdoba con las columnas de la Mezquita, y ya no sabía cuáles eran más
de ochocientos, si las columnas o los califas; el orden dórico, el
jónico y el corintio, los mezclaba con los Alfonsos de Castilla, y ya
dudaba si la fundación de Vetusta se debía a un fraile descalzo o al
arco de medio punto; _reasumiendo_, como decía el sabio; sentía náuseas
invencibles y apenas oía al arqueólogo, preocupándole más sus esfuerzos
por contener impulsos del estómago cuya expansión hubiera sido una
irreverencia.
--Si estuviéramos en un barco, no sería tan inoportuno--pensaba--¡pero
en una catedral!
El Infanzón estaba en rigor como en alta mar, y cada vez que oía decir
la nave del Norte, la nave del Sur, la nave principal, se creía al
frente de una escuadra y se figuraba que don Saturno apestaba a brea.
Pero el pobre lugareño seguía diciendo que sí a todo.
«Estaba conforme, aquello era una profanación. ¡Qué pesadez la de
aquellos doseletes, la de aquellas hornacinas! ¡Vaya si eran pesados!
Como que el Infanzón temía que se le cayeran encima; porque se meneaban,
sin duda. Pero ¡buen Dios! añadía para sus adentros; si el género
plateresco es cargante y pesadísimo ¿dónde habrá cosa más plateresca que
este señor don Saturnino?».
Se le pasó por la imaginación si estaría burlándose de ellos porque eran
de un pueblo de pesca. Pero, no; aquella cara no debía de mentir;
hablaba de veras; era verdad lo del rey Veremundo y lo de la emigración
de la piña pérsica a las columnas árabes; sólo que todo aquello ¡qué le
importaba a él que era un compromisario!
La digna esposa de Infanzón también estaba cansada, aburrida, despeada,
pero no aturdida. Hacía más de una hora que no oía palabra de cuanto
hablaba aquel charlatán, sin vergüenza, libertino. «¡Oh, si no fuera
porque su marido todo lo consideraba inconveniencia y falta de
educación! ¡Si no fuera porque estaban en la casa de Dios!... Estaba
escandalizada, furiosa. ¡Bonito papel iban representando ella y el
bobalicón de su marido! Le había hecho señas, pero inútilmente. Él
pensaba que aludía a lo de la arquitectura y se hacía el distraído. ¿Y
la doña Obdulita? No, y que parecía maestra en aquel teje maneje. No
habían desperdiciado ni una sola ocasión. ¡Claro! y así les habían
traído y llevado por desvanes y bodegas, muertos de cansancio. En cuanto
estaba obscuro... ¡claro!... se daban la mano. Ella lo había visto una
vez y supuesto las demás. Y él la pisaba el pie... y siempre juntos; y
en cuanto había algo estrecho querían pasar a la una... y pasaban ¡qué
desenfreno! ¿Pero de dónde le venía a su marido la amistad de aquella
señorona?». Hasta celos sentía la noble lugareña. No hablaba ni palabra;
y si Obdulia y Bermúdez hubieran estado menos preocupados con el
Renacimiento, hubiesen notado el ceño y la sequedad de la antes amable y
cortés señora de pueblo. Don Saturno reanudó su discurso. Se trataba de
probar sus injuriosas afirmaciones.
--Véase si no--continuaba--lo que salta a los ojos, a los del alma
quiero decir, de toda persona de gusto. ¡Malhaya el dignísimo Obispo,
salvo el respeto debido, malhaya el dignísimo Obispo don García Madrejón
que consintió este confuso acervo de adornos y follajes, quinta esencia
de lo barroco, de la profusión manirrota y de la falsedad. Cartelas,
medallas, hornacinas (y señalaba con el dedo), capiteles, frontones
rotos, guirnaldas, colgadizos, hojarasca, arabescos, que pululáis por
las decoraciones de puertas, ventanas, tragaluces y pechinas; en nombre
del arte, de la santa idea de sobriedad y la no menos inmortal e
inmaculada de armonía, yo os condeno a la maldición de la historia!
--Pues oiga usted--se atrevió a decir la Infanzón sin mirar a su
esposo--; diga usted lo que quiera, esta capilla me parece a mí muy
bonita; y me parece en cambio muy feo profanar el templo... ¡blasfemando
así de Dios y sus santos!
Ea, se había cansado; quería dar la batalla al libertino y escogía, con
un pudor evidente, el terreno neutral, del arte, puro y desinteresado.
Además le gustaba de veras la capilla y no quería más contemplaciones.
El lugareño creyó que su mujer se había vuelto loca.
«Estaría mareada como él». Quiso hablar, pero no lo consiguió en cuanto
quiso. Obdulia soltó al aire una carcajada, que oyó don Cayetano desde
fuera. Don Saturno, cortado y sospechando algo del motivo de aquella
inesperada oposición, se contentó con inclinarse a lo Magistral y torcer
la boca y las cejas de una manera inventada por él mismo frente al
espejo. Quería aquello decir que un Bermúdez no disputaba con señoras.
Sólo contestó:
--Señora... yo no profano nada.... El Arte....
--¡Sí profana usted!--¡Pero mujer, pero Carolina!--¡Oh! déjela usted,
señor Infanzón; yo respeto todas las opiniones.
Y temiendo que la lugareña llevase la mejor parte en lo de profanar o no
profanar, se apresuró a añadir:
--Por lo demás, ya usted comprenderá, amigo mío, que yo sigo los cánones
de la belleza clásica condenando enérgicamente el gusto barroco.... Esto
es plateresco....
--¡Churrigueresco!--exclamó el compromisario queriendo así compensar la
protesta disparatada de su mujer.
--¡Churrigueresco!--repitió--¡da náuseas!--y se vio claramente que las
sentía.
--¡Churrigueresco!--pudo decir otra vez.
--¡Rococó!--concluyó Obdulia.
En aquel momento el Arcipreste se inclinaba para saludarla como si fuera
a besarle las botas color bronce.
Salieron a la calle todos juntos. Don Saturno se apresuró a despedirse.
De sus mejillas brotaba fuego. Iba a cuerpo y tenía mucho frío. El
viento caliente le sabía a cierzo.
--¡Temo una pulmonía!--dijo, mientras escapaba abrochándose la levita
por la cintura.
Necesitaba saborear a solas las emociones de aquella tarde.
«Amaba y creía ser amado».


--III--

Aquella tarde hablaron la Regenta y el Magistral en el paseo. El
Arcipreste procuró que se encontraran y por su confianza con la Regenta
facilitó la entrevista.
Pocas veces habían cruzado la palabra la hermosa dama y el Provisor, y
nunca había pasado la conversación de los lugares comunes a que obliga
el trato social.
Doña Ana Ozores no era de ninguna cofradía. Pagaba una cuota mensual en
las Escuelas Dominicales, pero no asistía a las lecciones ni a las
conferencias; vivía lejos del círculo en que el Provisor reinaba. Este
visitaba poco a las personas que no podían o no querían servirle en sus
planes de propaganda. Cuando el señor don Víctor Quintanar era Regente
de Vetusta, el Magistral le visitaba en todas las solemnidades en que
exigían este acto de cortesía las costumbres del pueblo; estas visitas
las pagaba con la exactitud que usaba en estos asuntos el señor
Quintanar, el más cumplido caballero de la ciudad, después de Bermúdez.
Los cumplimientos del Magistral fueron escaseando, sin saberse por qué,
cuando se jubiló don Víctor, y por fin cesaron las visitas. Don Víctor y
don Fermín se hablaban algunas veces en la calle, en el Espolón; se
saludaban siempre con la mayor amabilidad. Se estimaban mutuamente. Las
calumnias con que la maledicencia perseguía a De Pas tenían un aislador
en don Víctor; por su conducto no se propagaban, y aun tomaba a su cargo
deshacer su perniciosa influencia. Doña Ana jamás había hablado a solas
con el Magistral, y después que cesaron las visitas apenas volvió a
verle de cerca. A lo menos ella no lo recordaba. Don Cayetano, que sabía
esto, hizo un simulacro de presentación diplomática en el tono jocoserio
que nunca abandonaba. Ellos, la Regenta y el Magistral, habían hablado
poco; todo casi se lo había dicho Ripamilán y lo demás Visitación, que
acompañaba a la de Quintanar. Doña Ana volvió pronto a su casa. Se
recogió temprano aquella noche.
De la breve conversación de la tarde no recordaba más que esto: que al
día siguiente, después del coro, el Magistral la esperaba en su capilla.
Le había indicado, aunque por medio de indirectas, que convenía, al
mudar de confesor, hacer confesión general.
Había hablado con mucha afabilidad, con voz meliflua, pero poco, con
cierto tono frío, y algo distraído al parecer. No le había visto los
ojos. No le había visto más que los párpados, cargados de carne blanca.
Debajo de las pestañas asomaba un brillo singular.
Cerca del lecho, arrodillada, rezó algunos minutos la Regenta.
Después se sentó en una mecedora junto a su tocador, en el gabinete,
lejos del lecho por no caer en la tentación de acostarse, y leyó un
cuarto de hora un libro devoto en que se trataba del sacramento de la
penitencia en preguntas y respuestas. No daba vuelta a las hojas. Dejó
de leer. Su mirada estaba fija en unas palabras que decían: _Si comió
carne_...
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