La Regenta - 17

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virtud a que llegaría, y por la que suspiraba su espíritu como por su
patria. La virtud era cuestión de arte, de habilidad. No sólo se
conseguía por el ayuno, por el ascetismo; este era un medio muy santo,
pero había otros. En la vida bulliciosa de nuestras ciudades se puede
aspirar también a la perfección». (En aquel momento se figuraba la
Regenta como una Babilonia aquella Vetusta que le pareciera siempre tan
pequeña, tan monótona y triste.) «Ella que había leído a San Agustín ¿no
recordaba que el santo Obispo gustaba de la música religiosa, no por el
deleite de los sentidos, sino porque elevaba el alma? Pues así todas las
artes, así la contemplación de la naturaleza, la lectura de las obras
históricas, y de las filosóficas, siendo puras, podían elevar el alma y
ponerla en el diapasón de la santidad al unísono de la virtud. ¿Por qué
no? ¡Ah! y después, cuando se llegaba más arriba, a la seguridad de sí
mismo, cuando ya no se temía la tentación sino con temor prudente, se
encontraban edificantes muchos espectáculos que antes eran peligrosos.
Así, por ejemplo, la lectura de libros prohibidos, veneno para los
débiles, era purga para los fuertes. Al que llega a cierto grado de
fortaleza, la presencia del mal le edifica a su modo por el contraste».
El Magistral no había dicho si él era tan fuerte como todo eso, pero
ella suponía que sí. De todas maneras, la virtud y la piedad eran cosas
bien diferentes de lo que le habían enseñado sus tías y la devoción
vulgar (así la llamó para sus adentros) que había aprendido como una
rutina. Sí, la religión verdadera se parecía en definitiva a sus
ensueños de adolescente, a sus visiones del monte de Loreto más que a la
sosa y estúpida disciplina que la habían enseñado como piedad seria y
verdadera. ¡Y cuántas más lecciones le había prometido el Magistral para
otro día! ¡Cuántas cosas nuevas iba a saber y a sentir! ¡Y qué dicha
tener un alma hermana, hermana mayor, a quien poder hablar de tales
asuntos, los más interesantes, los más altos sin duda!
De la _cuestión personal_, esto es, de los pecados de Ana, se había
hablado poco; el Magistral generalizaba en seguida. «No tenía datos,
necesitaba conocer la mujer».
Al recordar esto sintió la Regenta escrúpulos. ¡Le había dado la
absolución y ella no había dicho nada de su inclinación a don Álvaro!
--«Sí, inclinación. Ahora que consideraba vencido aquel impulso
pecaminoso, quería mirarlo de frente. Era inclinación. Nada de disfrazar
las faltas. Había hablado, sin precisar nada, de malos pensamientos,
pero le parecía indecoroso e injusto para con ella misma, hasta grosero,
personificar aquellas tentaciones, decir que se trataba de un solo
hombre de tales prendas, y señalar los peligros que había. Pero ¿debía
haberlo hecho? Tal vez. Sin embargo, ¿no hubiera sido poner en berlina a
don Víctor sin por qué ni para qué, puesto que ella le era fiel de hecho
y de voluntad y se lo sería eternamente? Y con todo, debió haber
especificado más en aquella parte de la confesión. ¿Estaba bien
absuelta? ¿Podría comulgar tranquila al día siguiente? Eso no, de ningún
modo; no comulgaría; se quedaría en la cama fingiendo una jaqueca: de
tarde iría a reconciliar, y al otro día la comunión. Este era el mejor
plan. La resolución de no comulgar a la mañana siguiente le dio una
alegría de niña; era como un día de asueto. Podía pasar la noche
pensando en la religión, en la virtud en general, por aquel sistema
nuevo, y no preocuparse todavía con el cuidado de recibir al Señor
dignamente. Era una prórroga; un respiro. Y ya no le parecía impropio
dar rienda suelta a su alegría, aquella alegría causada por fuerzas
morales puramente y que tal vez era la alborada del día esplendoroso de
la virtud.
»¡Qué feliz sería aquel Magistral, anegado en luz de alegría virtuosa,
llena el alma de pájaros que le cantaban como coros de ángeles dentro
del corazón! Así él tenía aquella sonrisa eterna, y se paseaba con tanto
garbo por el Espolón en medio de perezosos del alma, de espíritus
pequeños y... vetustenses. ¡Y qué color de salud!
»¡Vetusta, Vetusta encerraba aquel tesoro! ¿Cómo no sería Obispo el
Magistral? ¡Quién sabe! ¿Por qué era ella, aunque digna de otro mundo,
nada más que una señora ex-regenta de Vetusta? El lugar de la escena era
lo de menos; la variedad, la hermosura estaba en las almas. Ese
pajarillo no tiene alma y vuela con alas de pluma, yo tengo espíritu y
volaré con las alas invisibles del corazón, cruzando el ambiente puro,
radiante de la virtud». Se estremeció de frío. Volvió a la realidad.
Todo quedó en la sombra. El sol ocultaba entre nubes pardas y espesas,
detrás de la cortina de álamos, el último pedazo de su lumbre que se le
había quedado atrás, como un trapillo de púrpura. La sombra y el frío
fueron repentinos. Un coro estridente de ranas despidió al sol desde un
charco del prado vecino. Parecía un himno de salvajes paganos a las
tinieblas que se acercaban por oriente. La Regenta recordó las carracas
de Semana Santa, cuando se apaga la luz del ángulo misterioso y se
rompen las cataratas del entusiasmo infantil con estrépito horrísono.
--¡Petra! ¡Petra!--gritó.
Estaba sola. ¿Adónde había ido su doncella?
Un sapo en cuclillas, miraba a la Regenta encaramado en una raíz gruesa,
que salía de la tierra como una garra. Lo tenía a un palmo de su
vestido. Ana dio un grito, tuvo miedo. Se le figuró que aquel sapo había
estado oyéndola pensar y se burlaba de sus ilusiones.
--¡Petra! ¡Petra! La doncella no respondía. El sapo la miraba con una
impertinencia que le daba asco y un pavor tonto.
Llegó Petra. Venía sudando, muy encarnada, con la respiración fatigosa.
Le caían hasta los ojos rizos dorados y menudos. Como había visto tan
ensimismada a la señora, se había llegado al molino de su primo Antonio
que estaba allí cerca, a un tiro de fusil.
Ana le fijó los ojos con los suyos, pero ella desafió aquella mirada de
inquisidor. Su primo Antonio, el molinero, estaba enamorado de la
doncella; el ama lo sabía. Petra pensaba casarse con él, pero más
adelante cuando fuera más rico y ella más vieja. De vez en cuando iba a
verle para que no se apagase aquel fuego con que ella contaba para
calentarse en la vejez. Miraba el molino como una caja de ahorros donde
ella iba depositando sus economías de amor. Ana sin saber por qué,
sintió un poco de ira. «¿Cómo serían aquellos amores de Petra y el
molinero? ¿Qué le importaba a ella...?». Pero la manera de mirar a
Petra, estudiando los pormenores de su traje, algo descompuesto, la
fatiga que no podía ocultar, el sudor, el color de sus mejillas,
revelaba una curiosidad que quería ocultar en vano la Regenta. «¿Qué
había hecho en el molino aquella mujer?». Este pensamiento baladí,
obsesión estúpida que era casi un dolor, absorbía toda la atención de
Ana, a su pesar.
--Vamos, vamos, que es tarde.--Sí, señora; es tarde. Entraremos en casa
cuando ya estén encendidos los faroles.
--No, no tanto.--Ya verá usted.--Si no te hubieras detenido en la
fragua de tu primo....
--¿Qué fragua? Es un molino, señora.
A Petra le supo a malicia lo que era una equivocación.
Cuando llegaban a las primeras casas de Vetusta, obscurecía. La luz
amarillenta del gas brillaba de trecho en trecho, cerca de las ramas
polvorientas de las raquíticas acacias que adornaban el boulevard,
nombre popular de la calle por donde entraban en el pueblo.
--¿Cómo me has traído por aquí?
--¿Qué importa? Petra se encogió de hombros. En vez de subir por la
calle del Águila habían dado un rodeo y entraban por una de las pocas
calles nuevas de Vetusta, de casas de tres pisos, iguales, cargadas de
galerías con cristales de colores chillones y discordantes. La acera de
tres metros de anchura, una acera hiperbólica para Vetusta, estaba
orlada por una fila de faroles en columna, de hierro pintado de verde, y
por otra fila de árboles, prisioneros en estrecha caja de madera, verde
también. Por esto se llamaba _El boulevard_, o lo que era en rigor,
_Calle del Triunfo de 1836_. Al anochecer, hora en que dejaban el
trabajo los obreros, se convertía aquella acera en paseo donde era
difícil andar sin pararse a cada tres pasos. Costureras, chalequeras,
planchadoras, ribeteadoras, cigarreras, fosforeras, y armeros,
zapateros, sastres, carpinteros y hasta albañiles y canteros, sin contar
otras muchas clases de industriales, se daban cita bajo las acacias del
Triunfo y paseaban allí una hora, arrastrando los pies sobre las piedras
con estridente sonsonete.
Había comenzado aquel paseo años atrás como una especie de parodia;
imitaban las muchachas del pueblo los modales, la voz, las
conversaciones de las señoritas, y los obreros jóvenes se fingían
caballeros, cogidos del brazo y paseando con afectada jactancia. Poco a
poco la broma se convirtió en costumbre y merced a ella la ciudad
solitaria, triste de día, se animaba al comenzar la noche, con una
alegría exaltada, que parecía una excitación nerviosa de toda la
«pobretería», como decían los tertulios de Vegallana. Era la fuerza de
los talleres que salía al aire libre; los músculos se movían por su
cuenta, a su gusto, libres de la monotonía de la faena rutinaria. Cada
cual, además, sin darse cuenta de ello, estaba satisfecho de haber hecho
algo útil, de haber trabajado. Las muchachas reían sin motivo, se
pellizcaban, tropezaban unas con otras, se amontonaban, y al pasar los
grupos de obreros crecía la algazara; había golpes en la espalda,
carcajadas de malicia, gritos de mentida indignación, de falso pudor, no
por hipocresía, sino como si se tratara de un paso de comedia. Los
remilgos eran fingidos, pero el que se propasaba se exponía a salir con
las mejillas ardiendo. Las virtudes que había allí sabían defenderse a
bofetadas. En general, se movía aquella multitud con cierto orden. Se
paseaba en filas de ida y vuelta. Algunos señoritos se mezclaban con los
grupos de obreros. A ellas les solía parecer bien un piropo de un
estudiante o de un hortera; pero la indignación fingida era mayor cuando
un _levita_ se propasaba y siempre acompañaba a la protesta del pudor el
sarcasmo. Aquellas jóvenes, que no siempre estaban seguras de cenar al
volver a casa, insultaban al transeúnte que las llamaba hermosas,
suponiendo que el _futraque_ tenía _carpanta_, o sea hambre. A lo sumo
concedían que comería cañamones. Los expertos no se aturdían por estos
improperios convencionales, que eran allí el buen tono; insistían y
acababan por sacar tajada, si la había. La virtud y el vicio se codeaban
sin escrúpulo, iguales por el traje que era bastante descuidado. Aunque
había algunas jóvenes limpias, de aquel montón de hijas del trabajo que
hace sudar, salía un olor picante, que los habituales transeúntes ni
siquiera notaban, pero que era moleslo, triste; un olor de miseria
perezosa, abandonada. Aquel perfume de harapo lo respiraban muchas
mujeres hermosas, unas fuertes, esbeltas, otras delicadas, dulces, pero
todas mal vestidas, mal lavadas las más, mal peinadas algunas. El
estrépito era infernal; todos hablaban a gritos, todos reían, unos
silbaban, otros cantaban. Niñas de catorce años, con rostro de ángel,
oían sin turbarse blasfemias y obscenidades que a veces las hacían reír
como locas. Todos eran jóvenes. El trabajador viejo no tiene esa
alegría. Entre los hombres acaso ninguno había de treinta años. El
obrero pronto se hace taciturno, pronto pierde la alegría expansiva, sin
causa. Hay pocos viejos verdes entre los proletarios.
Ana se vio envuelta, sin pensarlo, por aquella multitud. No se podía
salir de la acera. Había mucho lodo y pasaban carros y coches sin cesar;
era la hora del correo y aquel el camino de la estación.
Los grupos se abrían para dejar paso a la Regenta. Los mozalbetes más
osados acercaban a ella el rostro con cierta insolencia, pero la belleza
bondadosa de aquella cara de María Santísima les imponía admiración y
respeto.
Las chalequeras no murmuraban ni reían al pasar Ana.
--¡Es la Regenta!--¡Qué guapa es! Esto decían ellas y ellos. Era una
alabanza espontánea, desinteresada.
--¡Olé, salero! ¡Viva tu mare!--se atrevió a gritar un andaluz con
acento gallego.
Su entusiasmo le costó una _galleta_--un coscorrón--de un su amigo, más
respetuoso.
--¡So bruto, mira que es la Regenta!
Era popular su hermosura. A Petra también le decían los pollastres que
era un arcángel; iba contenta. Ana sonreía y aceleraba el paso.
--Dónde nos hemos metido...--¿Qué importa? ya ve usted que no se la
comen.
Muchas señoritas podrían aprender crianza de estos pela-gatos.
Alguna otra vez había pasado la Regenta por allí a tales horas, pero en
esta ocasión, con una especie de doble vista, creía ver, sentir allí, en
aquel montón de ropa sucia, en el mismo olor picante de la _chusma_, en
la algazara de aquellas turbas, una forma de placer del amor; del amor
que era por lo visto una necesidad universal. También había cuchicheos
secretos, al oído, entre aquel estrépito; rostros lánguidos, ceños de
enamorados celosos, miradas como rayos de pasión.... Entre aquel cinismo
aparente de los diálogos, de los roces bruscos, de los tropezones
insolentes, de la brutalidad jactanciosa, había flores delicadas,
verdadero pudor, ilusiones puras, ensueños amorosos que vivían allí sin
conciencia de los miasmas de la miseria.
Ana participó un momento de aquella voluptuosidad andrajosa. Pensó en sí
misma, en su vida consagrada al sacrificio, a una prohibición absoluta
del placer, y se tuvo esa lástima profunda del egoísmo excitado ante las
propias desdichas. «Yo soy más pobre que todas estas. Mi criada tiene a
su molinero que le dice al oído palabras que le encienden el rostro;
aquí oigo carcajadas del placer que causan emociones para mí
desconocidas...».
En aquel momento tuvieron que detenerse entre la multitud. Había un
drama en la acera. Un joven alto, de pelo negro y rizoso, muy moreno,
vestido con blusa azul, gritaba:
--¡La mato! ¡la mato! Dejadme, que quiero matarla.
Sus compañeros le sujetaban; querían llevársela. El mozo echaba fuego
por los ojos.
--¿Qué es eso?--preguntó Petra.
--Nada--dijo uno--celucos.--Sí--gritó una joven--pero si ella se
descuida la ahoga.
--Bien merecido lo tiene; es una tal. El joven de la blusa azul salió
del paseo, a viva fuerza, casi arrastrado por sus amigos. Al pasar junto
a la Regenta la miró cara a cara, distraído, pensando en su venganza;
pero ella sintió aquellos ojos en los suyos como un contacto violento.
¡Eran los _celucos_! ¡Así miraban los celos! Era una belleza infernal,
sin duda, la de aquellos ojos, ¡pero qué fuerte, qué humana!
Dejaron ama y criada por fin el boulevard y entraron en la calle del
Comercio. De las tiendas salían haces de luz que llegaban al arroyo
iluminando las piedras húmedas cubiertas de lodo. Delante del escaparate
de una confitería nueva, la más lujosa de Vetusta, un grupo de _pillos_
de ocho a doce años discutían la calidad y el nombre de aquellas
golosinas que no eran para ellos, y cuyas excelencias sólo podían
apreciar por conjeturas.
El más pequeño lamía el cristal con éxtasis delicioso, con los ojos
cerrados.
--Esa se llama _pitisa_--dijo uno en tono dogmático.
--¡Ay qué farol!; si eso es un _pionono_, si sabré yo....
También aquella escena enterneció a la Regenta. Siempre sentía apretada
la garganta y lágrimas en los ojos cuando veía a los niños pobres
admirar los dulces o los juguetes de los escaparates. No eran para
ellos; esto le parecía la más terrible crueldad de la injusticia. Pero,
además, ahora aquellos granujas discutiendo el nombre de lo que no
habían de comer, se le antojaban compañeros de desgracia, hermanitos
suyos, sin saber por qué. Quiso llegar pronto a casa. Aquel enternecerse
por todo la asustaba. «Temía el ataque, estaba muy nerviosa».
--Corre, Petra, corre--dijo con voz muy débil.
--Espere usted, señora... allí... parece que nos hacen seña... sí, a
nosotras es. Ah, son ellos, sí...--¿Quién?--El señorito Paco y don
Álvaro.
Petra notó que su ama temblaba un poco y palidecía.
--¿Dónde están? A ver si podemos, antes que....
Ya no podían escapar. Don Álvaro y Paco estaban delante de ellas. El
Marquesito las detuvo haciendo una cortesía exagerada, que era una de
sus maneras de _hacer esprit_, como decía ya el mismo Ronzal. Mesía
saludó muy formalmente.
De la confitería nueva salían chorros de gas que deslumbraban a los
vetustenses, no acostumbrados a tales despilfarros de gas. Don Álvaro
veía a la Regenta envuelta en aquella claridad de batería de teatro y
notó en la primer mirada que no era ya la mujer distraída de aquella
tarde. Sin saber por qué, le había desanimado la mirada plácida, franca,
tranquila de poco antes, y sin mayor fundamento, la de ahora, tímida,
rápida, miedosa, le pareció una esperanza más, la sumisión de Ana, el
triunfo. «No sería tanto, pero él se alegraba de verse animado. Sin fe
en sí mismo no daría un paso. Y había que dar muchos y pronto».
En Vetusta llueve casi todo el año, y los pocos días buenos se
aprovechan para respirar el aire libre. Pero los paseos no están
concurridos más que los días de fiesta. Las señoritas pobres, que son
las más, no se resignan a enseñar el mismo vestido una tarde y otra y
siempre. De noche es otra cosa; se sale de trapillo, se recorre la parte
nueva, la calle del Comercio, la plaza del Pan, que tiene soportales,
aunque muy estrechos, el boulevard un poco más tarde, cuando ya está
durmiendo la _chusma_. Y el pretexto es comprar algo. ¡En una casa hacen
falta tantas cosas! Se entra en las tiendas, pero se compra poco. La
calle del Comercio es el núcleo de estos paseos nocturnos y algo
disimulados. Los caballeros van y vienen por la ancha acera y miran con
mayor o menor descaro a las damas sentadas junto al mostrador. Con un
ojo en las novedades de la estación y con otro en la calle, regatean los
precios, y cazan lisonjas y señas al vuelo. Los mancebos son casi todos
catalanes; pero pronuncian el castellano con suficiente corrección. Son
amables, guapos casi todos. Los más tienen la barba cortada a lo
Jesucristo. Muchos ojos negros almibarados y rosas en las mejillas.
Inclinan la cabeza con una languidez entre romántica y cachazuda;
aquello lo mismo puede significar: «Señorita, _abrigo_ una pasión
secreta, que...». «Señorita, ni la paciencia de Job... pero tendré
paciencia».
--¡Oh, le estoy cansando a usted!--dice Visitación a un rubio con
cuello marinero, a quien ha hecho ya cargar con cincuenta piezas de
percal.
--¡Ah, no señora! Es mi obligación... y además lo hago con la mejor
voluntad.... «El mancebo ha de ser incansable, para eso está allí».
Visitación siempre tiene que hacer un mandilón para la criada, pero no
se decide nunca. Otras noches es ella la que está desnuda.
--«Me va a coger el invierno sin un hilo sobre mi cuerpo».
El mancebo sonríe con amabilidad, figurándose de buen grado a la dama
delgada, pero de buenas formas, tiritando en camisa bajo los rigores de
una nevada....
--«¡No sea usted malo! ¡No sea usted tan material!»--responde ella,
turbándose como una niña aturdida que sospecha haber sido indiscreta, y
clava en el mancebo los ojos risueños, arrugaditos, que Visitación cree
que echan chispas. El catalán finge que se deja seducir por aquellos
ojos y en cada vara rebaja un perro chico.
Visitación triunfa. Pero no sabe que el mismo percal se lo vendió a
Obdulia rebajando un perro grande, y con una ganancia superior a la que
podía esperar el mancebo sonriente y con barba de judío.
Las bellas vetustenses, como dice el gacetillero de _El Lábaro_, no
saben salir de las tiendas de modas. Lo ven todo, lo revuelven todo, y
les queda tiempo para _marear_ a los horteras y tomar varas al sesgo
(frase de Orgaz) de los señoritos que pasean por la acera disputando en
voz alta para anunciar su presencia. Domina allí una alegría bulliciosa,
la alegría sin motivo que es la más expansiva y contentadiza. ¿Quién lo
diría? No sólo _el elemento joven de ambos sexos_ (de _El Lábaro_) sino
las personas formales; magistrados, catedráticos, autoridades, abogados,
hasta clérigos, están deseando todo el día, sin darse cuenta, la hora de
las tiendas, los días que _hace bueno_ y pueden las damas
«decorosamente» coger la mantilla y echarse a la calle. Es aquella una
hora de cita que, sin saberlo ellos mismos, se dan los vetustenses para
satisfacer la necesidad de verse y codearse, y oír ruido humano. Es de
notar que los vetustenses se aman y se aborrecen; se necesitan y se
desprecian. Uno por uno el vetustense maldice de sus conciudadanos, pero
defiende el carácter del pueblo _en masa_, y si le sacan de allí suspira
por volver. En el paseo de la noche, que viene a ser subrepticio, a lo
menos así lo llama don Saturnino, hay además el atractivo que le presta
la fantasía. El gas no es para prodigado por un Ayuntamiento lleno de
deudas, y un farol aquí, otro a cincuenta pasos (si no hace luna; en las
noches románticas no hay gas) no deslumbran ni quitan a la noche su
misterio. Se ve lo que no hay. Cada cual, según su imaginación, atribuye
a los que pasan la figura que quiere.
--Parecen otras las chicas--dicen los pollos.
Los vetustenses gozan la ilusión de creerse en otra parte sin salir de
su pueblo. Todo se vuelve caras nuevas, que después no son nuevas.
--¿Quién son ésas?--y resulta que son las de Mínguez, es decir, las
eternas Mínguez, las de ayer, las de antes de ayer, las de siempre.
¡Pero mientras la ilusión dura!... En los pueblos donde pocas veces se
tienen espectáculos gratuitos lo es y más interesante el de contemplarse
mutuamente. Un paseo, _cogido por los cabellos_, es un placer delicado,
intenso que gozan con delicia inefable las masas proletarias de la
honrada clase media española.
Hay estudiante que se acuesta satisfecho con media docena de miradas
recogidas acá y allá, en sus idas y venidas por el Espolón o por la
calle del Comercio; y niña casadera que tiene para ocho días con una
flor amorosa que fingió desdeñar por impertinente y que saborea a sus
solas, mientras borda unas zapatillas durante siete días mortales,
detrás del cristal que azota la lluvia incansable. Así se explica aquel
entrar y salir en los comercios, aquel reír por cualquier cosa, aquel
encontrar gracia en cada frase de un hortera, en la diablura de un
estudiante que mete la cabeza por un escaparate abierto. Todo es
movimiento, risa, algazara. Este pueblo es el mismo que asiste
silencioso, grave, estirado a los paseos de solemnidad, y compungido,
cabizbajo, lleno de unción (de _El Lábaro_), a los sermones, a las
novenas, a los oficios de Semana Santa y hasta al miserere. Ana creía
ver en cada rostro la llama de la poesía. Las vetustenses le parecían
más guapas, más elegantes, más seductoras que otros días: y en los
hombres veía aire distinguido, ademanes resueltos, corte romántico; con
la imaginación iba juntando por parejas a hombres y mujeres según
pasaban, y ya se le antojaba que vivía en una ciudad donde criadas,
costureras y señoritas, amaban y eran amadas por molineros, obreros,
estudiantes y militares de la reserva.
Sólo ella no tenía amor; ella y los niños pobres que lamían los
cristales de las confiterías eran los desheredados. Una ola de rebeldía
se movía en su sangre, camino del cerebro. Temía otra vez el ataque.
--«¿Qué era aquello, Señor, qué era aquello?». ¿Por qué en día
semejante, cuando su espíritu acababa de entrar en vida nueva, vida de
víctima, pero no de sacrificio estéril, sin testigos, si no acompañado
por la voz animadora de un alma hermana; por qué en ocasión tan
importuna se presentaba aquel afán de sus entrañas, que ella creía cosa
de los nervios, a mortificarla, a gritar ¡guerra! dentro de la cabeza, y
a volver lo de arriba abajo? ¿No había estado en la fuente de Mari--Pepa
entregada a la esperanza de la virtud? ¿No se abrían nuevos horizontes a
su alma? ¿No iba a vivir para algo en adelante? ¡Oh! ¡quién le hubiera
puesto al señor Magistral allí! Su mano tropezó con la de un hombre.
Sintió un calor dulce y un contacto pegajoso. No era el Magistral. Era
don Álvaro, que venía a su lado hablando de cualquier cosa. Ella apenas
le oía, ni quería atribuir a su presencia aquel cambio de temperatura
moral, que lamentaba para sus adentros, en tanto que veía a las jóvenes
y a las jamonas vetustenses coquetear en la acera, y en las tiendas
deslumbrantes de gas. Don Álvaro opinaba lo contrario, que bastaba su
presencia y su contacto para adelantar los acontecimientos. Para tener
idea de lo que Mesía pensaba del prestigio de su _físico_, hay que
figurarse una máquina eléctrica con conciencia de que puede echar
chispas. Él se creía una máquina eléctrica de amor. La cuestión era que
la máquina estuviese preparada. Era fatuo hasta ese extremo, pero dígase
en su abono que nadie lo sabía, y que podía citar numerosos hechos que
acreditaban el motivo de aquella vanidad monstruosa. Se creía hombre de
talento--«él era principalmente un político»--; confiaba en su
experiencia de hombre de mundo, y en su arte de Tenorio, pero
humildemente se declaraba a sí mismo que todo esto no era nada comparado
con el prestigio de su belleza corporal. «Para seducir a mujeres
gastadas, ahítas de amor, mimosas, de gustos estragados, tal vez no
basta la figura, ni es lo principal siquiera; pero las vírgenes
_honradas_ (conocía él otra clase) y las casadas honestas se rinden al
buen mozo».
--No conozco seductores corcovados ni enanos--decía, encogiéndose de
hombros, las pocas veces que con sus amigos íntimos hablaba de estas
cosas: solía ser después de cenar fuerte--. ¿Se me habla de extravíos
del gusto? Eso es lo excepcional. Pero nadie querrá ser en el amor lo
que es el asafétida en los olores; y sin embargo, las damas romanas de
la decadencia....
Paco Vegallana acudía entonces con el testimonio de las lecturas
técnico-escandalosas. Describía todas las aberraciones de la lubricidad
femenil en lo antiguo, en la Edad-media y en los tiempos modernos. No
había nada nuevo. «Lo mismo que hacen las parisienses más pervertidas,
lo sabían y hacían las meretrices de Babilonia y de Cerbatana». Paco
padecía distracciones cada vez que se remontaba a la historia antigua.
Esta Cerbatana era Ecbátana, pero él la llamaba así por equivocación
indudablemente. Ya sabía a qué ciudad se refería. Era una que tenía
muchas murallas de colores diferentes. Lo había leído en la _Historia de
la prostitución_; en la de Dufour no, en otra que conocía también. Era
un sabio.
--Yo he leído--añadía don Álvaro en casos tales--que ha habido
princesas y reinas encaprichadas y _metidas_ con monos, así como suena,
monos.
--Sí señor--acudía Paco a decir--, lo afirma Víctor Hugo en una novela
que en francés se llama _El hombre que ríe_ y en español _De orden del
rey_.
--Pero fuera de eso, que es lo excepcional--continuaba Mesía
diciendo--hay que desengañarse, lo que buscan las mujeres es un buen
_físico_.
--Eso creo yo--solía afirmar Ronzal--la mujer es así _urbicesorbi_ (en
todas partes, en el latín de Trabuco.)
Además, don Álvaro era profundamente materialista y esto no lo confesaba
a nadie. Como en él lo principal era el político, transigía con la
religión de los mayores de Paco y se reía de la separación de la Iglesia
y el Estado. Es más, le parecía de mal tono llevar la contraria a los
católicos de buena fe. En París había aprendido ya en 1867, cuando fue a
la exposición, que lo _chic_ era el creer como el carbonero. Sport y
catolicismo, esta era la moda que continuaba imperando. Pero es claro
que lo de creer era decir que se creía. Él no tenía fe alguna, «ni
bendita la falta», a no ser cuando le entraba el miedo de la muerte.
Cuando caía enfermo y se encontraba en la fonda solo, abandonado de todo
cariño verdadero, entonces sentía sinceramente, a pesar de haber corrido
tanto, no ser un cristiano sincero. Pero sanaba y decía: «¡Bah! todo
eso es efecto de la debilidad». Sin embargo, bueno era _ilustrarse_,
fundar en algo aquel materialismo que tan bien casaba con sus demás
ideas respecto del mundo y la manera de explotarlo. Había pedido a un
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