La Regenta - 54

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carlistas, cinco o seis concejales, con traje de señores también. Iba
allí Zapico, el dueño ostensible de la Cruz Roja, esclavo de doña Paula.
El Cristo tendido en un lecho de batista, sudaba gotas de barniz.
Parecía haber muerto de consunción. A pesar de la miseria del arte, la
estatua supina, por la grandeza del símbolo infundía respeto
religioso.... Representaba a través de tantos siglos un duelo sublime.
Detrás venía la Madre. Alta, escuálida, de negro, pálida como el hijo,
con cara de muerta como él. Fija la mirada de idiota en las piedras de
la calle, la impericia del artífice había dado, sin saberlo, a aquel
rostro la expresión muda del dolor espantado, del dolor que rebosa del
sufrimiento. María llevaba siete espadas clavadas en el pecho. Pero no
daba señales de sentirlas; no sentía más que la muerte que llevaba
delante. Se tambaleaba sobre las andas. También esto era natural. Desde
su altura dominaba la muchedumbre, pero no la veía. La Madre de Jesús no
miraba a los vetustenses.... Don Álvaro Mesía, al pasar cerca de sus pies
la Dolorosa tuvo miedo, dio un paso atrás en vez de arrodillarse. El
choque de aquella imagen del dolor infinito con los pensamientos de don
Álvaro, todos profanación y lujuria, le espantó a él mismo. Estaba
pensando que Ana, después de _aquella locura_ que cometía por el
confesor, por De Pas, haría otras mayores por el amante, por Mesía.
Allí iba la Regenta, a la derecha de Vinagre, un paso más adelante, a
los pies de la Virgen enlutada, detrás de la urna de Jesús muerto.
También Ana parecía de madera pintada; su palidez era como un barniz.
Sus ojos no veían. A cada paso creía caer sin sentido. Sentía en los
pies, que pisaban las piedras y el lodo un calor doloroso; cuidaba de
que no asomasen debajo de la túnica morada; pero a veces se veían.
Aquellos pies desnudos eran para ella la desnudez de todo el cuerpo y de
toda el alma. «¡Ella era una loca que había caído en una especie de
prostitución singular!; no sabía por qué, pero pensaba que después de
aquel paseo a la vergüenza ya no había honor en su casa. Allí iba la
tonta, la literata, Jorge Sandio, la mística, la fatua, la loca, la loca
sin vergüenza». Ni un solo pensamiento de piedad vino en su ayuda en
todo el camino. El pensamiento no le daba más que vinagre en aquel
calvario de su recato. Hasta recordaba textos de Fray Luis de León en la
_Perfecta Casada_, que, según ella, condenaban lo que estaba haciendo.
«Me cegó la vanidad, no la piedad, pensaba». «Yo también soy cómica, soy
lo que mi marido». Si alguna vez se atrevía a mirar hacia atrás, a la
Virgen, sentía hielo en el alma. «La Madre de Jesús no la miraba, no
hacía caso de ella; pensaba en su dolor cierto; ella, María, iba allí
porque delante llevaba a su Hijo muerto, pero Ana, ¿a qué iba?...».
Según el Magistral, iba pregonando su gloria. Don Fermín no presidía
este entierro como el del miércoles, pero celebraba con él su nuevo
triunfo. Caminaba cerca de Ana, casi a su lado en la tila derecha, entre
otros señores canónigos, con roquete, muceta y capa; empuñaba el cirio
apagado, como un cetro. «Él era el amo de todo aquello. Él, a pesar de
las calumnias de sus enemigos había convertido al gran ateo de Vetusta
haciéndole morir en el seno de la Iglesia; él llevaba allí, a su lado,
prisionera con cadenas invisibles a la señora más admirada por su
hermosura y grandeza de alma en toda Vetusta; iba la Regenta edificando
al pueblo entero con su humildad, con aquel sacrificio de la carne
flaca, de las preocupaciones mundanas, y era esto por él, se le debía a
él sólo. ¿No se decía que los jesuitas le habían eclipsado? ¿Que los
Misioneros podían más que él con sus hijas de confesión? Pues allí
tenían prueba de lo contrario. ¿Los jesuitas obligaban a las vírgenes
vetustenses a ceñir el cilicio? Pues él descalzaba los más floridos pies
del pueblo y los arrastraba por el lodo... allí estaban, asomando a
veces debajo de aquel terciopelo morado, entre el fango. ¿Quién podía
más?». Y después de las sugestiones del orgullo, los temblores cardíacos
de la esperanza del amor. «¿Qué serían, cómo serían en adelante sus
relaciones con Ana?». Don Fermín se estremecía. «Por de pronto mucha
cautela. Tal vez el día en que dejé la puerta abierta a los celos la
asusté y por eso tardó en volver a buscarme. Cautela por ahora...
después... ello dirá». De Pas sentía que lo poco de clérigo que quedaba
en su alma desaparecía. Se comparaba a sí mismo a una concha vacía
arrojada a la arena por las olas. «Él era la cáscara de un sacerdote».
Al pasar delante del Casino, frente al balcón de Mesía, Ana miraba al
suelo, no vio a nadie. Pero don Fermín levantó los ojos y sintió el
topetazo de su mirada con la de don Álvaro; el cual reculó otra vez,
como al pasar la Virgen, y de pálido pasó a lívido. La mirada del
Magistral fue altanera, provocativa, sarcástica en su humildad y dulzura
aparentes: quería decir _¡Vae Victis!_ La de Mesía no reconocía la
victoria; reconocía una ventaja pasajera... fue discreta, suavemente
irónica, no quería decir: «Venciste, Galileo» sino «hasta el fin nadie
es dichoso». De Pas comprendió, con ira, que el del balcón no se daba
por vencido.
--¡Va hermosísima!--decían en tanto las señoras del balcón de la
Audiencia.
--¡Hermosísima!--¡Pero se necesita valor!--Amigo, es una santa.--Yo
creo que va muerta--dijo Obdulia--; ¡qué pálida! ¡qué _parada_! parece
de escayola.
--Yo creo que va muerta de vergüenza--dijo al oído de la Marquesa,
Visita.
Doña Rufina suspiraba con aires de compasión. Y advirtió:
--Lo de ir descalza ha sido una barbaridad. Va a estar en cama ocho días
con los pies hechos migas.
La baronesa de La Deuda Flotante, definitivamente domiciliada en
Vetusta, se atrevió a decir encogiendo los hombros:
--Dígase lo que se quiera; estos extremos no son propios... de personas
decentes.
El Marqués apoyó la idea muy eruditamente.
--Eso es piedad de transtiberina.--Justo--dijo la baronesa, sin
recordar en aquel instante lo que era una transtiberina.
Como en la Audiencia, en todos los balcones de la carrera, después de
pasar la procesión y haber contemplado y admirado la hermosura y la
valentía de la Regenta, se murmuraba ya y se encontraba inconvenientes
graves en aquel «rasgo de inaudito atrevimiento».
Foja en el Casino, lejos de Mesía y don Víctor, decía pestes del
Magistral y la Regenta. «Todo eso es indigno. No sirve más que para dar
alas al Provisor. Lo que ha hecho la Regenta lo pagarán los curas de
aldea. Además, la mujer casada la pierna quebrada y en casa».
--Sin contar--añadía Joaquín Orgaz--con que esto se presta a
exageraciones y abusos. El año que viene vamos a ver a Obdulia Fandiño
descalza de pie... y pierna, del brazo de Vinagre.
Se rió mucho la gracia. Pero también se notó que Orgaz decía aquello
porque no había sacado nada de sus pretensiones amorosas, o por lo
menos, no había sacado bastante.
El populacho religioso admiraba sin peros ni distingos la humildad de
aquella señora. «Aquello era imitar a Cristo de verdad. ¡Emparejarse,
como un cualquiera, con el señor Vinagre el nazareno; y recorrer
descalza todo el pueblo!... ¡Bah! ¡era una santa!».
En cuanto a don Víctor, al pasar debajo de su balcón el Magistral y Ana
preguntó a Mesía:
--¿Están ya ahí?
--Sí, ahí van.... Y el mismo esposo estiró el cuello... y asomó la
cabeza.... Lo vio todo. Dio un salto atrás.
--¡Infame! ¡es un infame! ¡me la ha fanatizado!
Sintió escalofríos. En aquel instante la charanga del batallón que iba
de escolta comenzó a repetir una marcha fúnebre.
Al pobre Quintanar se le escaparon dos lágrimas. Se le figuró al oír
aquella música que estaba viudo, que aquello era el entierro de su
mujer.
--Ánimo, don Víctor--le dijo Mesía volviéndose a él, y dejando el
balcón--. Ya van lejos.
--No; no quiero verla otra vez. ¡Me hace daño!
--Ánimo.... Todo esto pasará...
Y apoyó Mesía una mano en el hombro del viejo.
El cual, agradecido, enternecido, se puso en pie; procuró ceñir con los
brazos la espalda y el pecho del amigo, y exclamó con voz solemne y de
sollozo:
--¡Lo juro por mi nombre honrado! ¡Antes que esto, prefiero verla en
brazos de un amante!
--Sí, mil veces, sí--añadió--¡búsquenle un amante, sedúzcanmela; todo
antes que verla en brazos del fanatismo!...
Y estrechó, con calor, la mano que don Álvaro le ofrecía.
La marcha fúnebre sonaba a los lejos. El _chin, chin_ de los platillos,
el _rum rum_ del bombo servían de marco a las palabras grandilocuentes
de Quintanar.
--¡Qué sería del hombre en estas tormentas de la vida, si la amistad no
ofreciera al pobre náufrago una tabla donde apoyarse!
--_¡Chin, chin, chin! ¡bom, bom, bom!_--¡Sí, amigo mío! ¡Primero
seducida que fanatizada!...
--Puede usted contar con mi firme amistad, don Víctor; para las
ocasiones son los hombres....
--Ya lo sé, Mesía, ya lo sé... ¡Cierre usted el balcón, porque se me
figura que tengo ese bombo maldito dentro de la cabeza!


--XXVII--

--¡Las diez! ¿Has oído? el reloj del comedor ha dado las diez.... ¿Te
parece que subamos?...
--Espera un poco; espera que suene la hora en la catedral.
--¡En la catedral! ¿Pero se oye desde aquí, muchacha? ¿Se oye el reloj
de la torre desde aquí?... Mira que es media legua larga....
--Pues sí, se oye, en estas noches tranquilas ya lo creo que se oye.
¿Nunca lo habías notado? Espera cinco minutos y oirás las campanadas...
tristes y apagadas por la distancia....
--La verdad es que la noche está hermosa....
--Parece de Agosto.--Cuando contemplo el cielo,
de innumerables luces rodeado
y miro hacia el suelo...
perdóname, hija mía, sin querer me vuelvo a mis versos....
--¿Y qué? mejor, Quintanar: eso es muy hermoso. _La Noche Serena_ ya lo
creo. Hace llorar dulcemente. Cuando yo era niña y empezaba a leer
versos, mi autor predilecto era ese.
El recuerdo de Fray Luis de León pasó como una nubecilla por el
pensamiento de Ana que sintió un poco de melancolía amarga. Sacudió la
cabeza, se puso en pie y dijo:
--Dame el brazo, Quintanar; vamos a dar una vuelta por la galería de los
perales, mientras la señora torre de la catedral se decide a cantar la
hora....
--Con mil amores, _mia sposa cara_.
La pareja se escondió bajo la bóveda no muy alta de una galería de
perales franceses en espaldar. La luna atravesaba a trechos el follaje
nuevo y sembraba de charcos de luz el suelo a lo largo del obscuro
camino.
--Mayo se despide con una espléndida noche--dijo Ana, apoyándose con
fuerza en el brazo de su marido.
--Es verdad; hoy se acaba Mayo. Mañana Junio. Junio la caña en el puño.
¿Te gusta a ti pescar? El río Soto, ya sabes, ese que está ahí en
pasando la Pumarada de Chusquin.
--Sí, ya sé... donde se bañan Obdulia y Visita algunos veranos antes de
ir al mar.
--Justo, ese... pues el río Soto lleva truchas exquisitas, según me dijo
el Marqués. ¿Quieres que escriba a Frígilis, que nos mande dos cañas con
todos sus accesorios?
--Sí, sí, ¡magnífico! Pescaremos.
Don Víctor, satisfecho, sujetó mejor el brazo de su mujer que colgaba
del suyo, y la tomó la mano como un tenor de ópera. Y cantó:
Lasciami, lasciami
oh lasciami partir...
Calló y se detuvo. Un rayo de luna le alumbraba las narices. Miró a su
esposa, que también volvió el rostro hacia su marido.
--¿Te gustan los Hugonotes? ¿Te acuerdas? Qué mal los cantaba aquel
tenor de Valladolid.... Pero oye... mira que idea... hermosa idea....
Figúrate aquí, en medio del Vivero, ahí, junto al estanque, figúrate a
Gayarre o a Masini cantando... en esta noche tranquila, en este
silencio... y nosotros aquí, debajo de esta bóveda... oyendo...
oyendo.... Las óperas deberían cantarse así... ¿Qué nos falta a nosotros
ahora? Música nada más que música.... El panorama hermoso... la brisa...
el follaje... la luna... pues esto con acompañamiento de un buen
cuarteto... y ¡el paraíso! Oh, los versos... los versos a veces no dicen
tanto como el pentagrama. Estoy por la canción, por la poesía que se
acompaña en efecto de la lira o de la forminge.... ¿Tú sabes lo que era
la forminge, _phorminx_?
Ana sonrió y le explicó el instrumento griego a su buen esposo.
--Chica, eres una erudita. Otra nubecilla pasó por la frente de Ana.
El reloj de la catedral, a media legua del Vivero, dio las diez,
pausadas, vibrantes, llenando el aire de melancolía.
--Pues es verdad que se oye--dijo Quintanar.
Y después de un silencio, comentario de la hora, añadió:
--¿Vamos a cenar?--¡A cenar!--gritó Ana. Y soltando el brazo de don
Víctor corrió, levantando un poco la falda de la _matinée_ que vestía,
hasta perderse en la obscuridad de la bóveda. Quintanar la siguió dando
voces:
--Espera, espera... loca, que puedes tropezar.
Cuando salió a la claridad, con el cielo por techo, vio en lo alto de la
escalinata de mármol, con una mano apoyada en el cancel dorado de la
puerta de la casa, a su querida esposa que extendía el brazo derecho
hacia la luna, con una flor entre los dedos.
--Eh, ¿qué tal, Quintanar? ¿Qué tal efecto de luna hago?...
--¡Magnífico! Magnífica estatua... original pensamiento... oye: «La
Aurora suplica a Diana que apresure el curso de la noche...».
Ana aplaudió y atravesó el umbral. Don Víctor entró detrás diciéndose a
sí mismo en voz alta:
--¡Hija mía! Es otra.... Ese Benítez me la ha salvado.... Es otra....
¡Hija de mi alma!
Cenaron en la vajilla de los marqueses. Los dos tenían muy buen apetito.
Ana hablaba a veces con la boca llena, inclinándose hacia Quintanar que
sonreía, mascaba con fuerza, y mientras blandía un cuchillo aprobaba con
la cabeza.
--La casa es alegre hasta de noche--dijo ella.
Y añadió:--Toma, móndame esa manzana....
--«Móndame la manzana, móndame la manzana...» ¿dónde he oído yo eso?...
Ah ya....
Y se atragantó con la risa.--¿Qué tienes, hombre?--Es de una
zarzuela.... De una zarzuela de un académico.... Verás... se trata de la
marquesa de Pompadour: un señor Beltrand anda en su busca; en un molino
encuentra una aldeana... y como es natural se ponen a cenar juntos, y a
comer manzanas por más señas.
--Como tú y yo .--Justo. Pues bueno, la aldeana, como es natural
también, coge un cuchillo.
--Para matar a Beltrand....
--No, para mondar la manzana....
--Eso ya es inverosímil.
--Lo mismo opinan Beltrand y la orquesta. La orquesta se eriza de
espanto con todos sus violines en trémolo y pitando con todos sus
clarinetes; y Beltrand canta, no menos asustado:
_(Cantando y puesto en pie)_
¡Cielos! monda la manzana;
¡es la marquesa
de Pompadour!...
¡de Pompadour!...
Ana soltó el trapo. Rió de todo corazón el disparate del académico y la
gracia de su marido. «La verdad era que Quintanar parecía otro».
Petra sirvió el té.--¿Ha vuelto Anselmo de Vetusta?--preguntó el amo.
--Sí, señor, hace una hora....
--¿Ha traído los cartuchos?
--Sí, señor.--¿Y el alpiste?--Sí, señor.--Pues dile que mañana muy
temprano tiene que volver a la ciudad, con un recado para el señor
Crespo. Deja... voy yo mismo a enterarle.... Escribiré dos letras; ¿no te
parece, Ana? ese Anselmo es tan bruto....
Salió el amo del comedor. Petra dijo, mientras levantaba el mantel:
--Si la señorita quiere algo... yo también pienso ir mañana al ser de
día a Vetusta... tengo que ver a la planchadora... si quiere que lleve
algún recado... a la señora Marquesa... o....
--Sí: llevarás dos cartas; las dejaré esta noche sobre la mesa del
gabinete y tú las cogerás mañana, sin hacer ruido, para no despertarnos.
--Descuide usted. Una hora después don Víctor dormía en una alcoba
espaciosa, estucada, con dos camas. En el gabinete contiguo Ana escribía
con pluma rápida y que parecía silbar dulcemente al correr sobre el
papel satinado.
--No tardes; no escribas mucho, que te puede hacer daño. Ya sabes lo que
dice Benítez.
--Sí, ya sé; calla y duerme.
Ana escribió primero a su médico, que era en la actualidad el antiguo
sustituto de Somoza. Benítez, el joven de pocas palabras y muchos
estudios, observador y taciturno, había permitido a su enferma, a la
Regenta, que escribiera, si este ejercicio la distraía, a ciertas horas
en que la aldea no ofrece ocupación mejor. «Escríbame usted a mí, por
ejemplo, de vez en cuando, diciéndome lo que sabe que importa para mi
pleito. Pero si se siente mal de esas aprensiones dichosas no me dé
pormenores, bastan generalidades...».
Ana escribía: «...Buenas noticias. Nada más que buenas noticias. Ya no
hay aprensiones: ya no veo hormigas en el aire, ni burbujas, ni nada de
eso; hablo de ello sin miedo de que vuelvan las visiones: me siento
capaz de leer a Maudsley y a Luys, con todas sus figuras de sesos y
demás interioridades, sin asco ni miedo. Hablo de mi temor a la locura
con Quintanar como de la manía de un extraño. Estoy segura de mi salud.
Gracias, amigo mío; a usted se la debo. Si no me prohibiera usted
_filosofar_, aquí le explicaría por qué estoy segura de que debo al plan
de vida que me impuso la felicidad inefable de esta salud serena, de
este placer refinado de vivir con sangre pura y corriente en medio de la
atmósfera saludable... pero nada de retórica; recuerdo cuánto le
disgustan las frases.... En fin, estoy como un reloj, que es la expresión
que usted prefiere. El régimen respetado con religiosa escrupulosidad.
El miedo guarda la viña, seré esclava de la higiene. Todo menos volver a
las andadas. Continúo mi diario, en el cual no me permito el lujo de
perderme en _psicologías_ ya que usted lo prohíbe también. Todos los
días escribo algo, pero poco. Ya ve que en todo le obedezco. Adiós. No
retarde su visita. Quintanar le saluda... roncando. Ronca, es un hecho.
_En aquel tiempo_ la Regenta hubiera mirado esto como una desgracia
suya, que le mandaba exprofeso el _destino_ para ponerla a prueba. ¡Un
marido que ronca! Horror... basta. Veo que tuerce usted el gesto.
Perdón. No más cháchara. A Frígilis que venga con usted o antes. Diga lo
que quiera mi esposo, si Crespo no viene a prepararme la caña y a
convencer a las truchas de que se dejen pescar no haremos nada. Adiós
otra vez. La esclava de su régimen, q. b. s. m.,
_Anita Ozores de Quintanar_».
Después de firmar y cerrar esta carta, Ana se puso a continuar otra que
había empezado a escribir por la mañana.
Ahora la pluma corría menos, se detenía en los perfiles.
Por un capricho la Regenta procuraba imitar la letra de la carta a que
contestaba y que tenía delante de los ojos.
«...No se queje de que soy demasiado breve en mis explicaciones. Ya le
tengo dicho, amigo mío, que Benítez me prohíbe, y creo que con razón,
analizar mucho, estudiar todos los pormenores de mi pensamiento. No ya
el hacerlo, sólo el pensar en hacerlo, en desmenuzar mis ideas, me da la
aprensión de volver a sentir aquella horrorosa debilidad del cerebro....
No hablemos más de esto. Bastante hago si le escribo, pues prohibido me
lo tienen. Pero entendámonos. Lo prohibido no es escribir a usted.
¿Hablo ahora claro? Lo prohibido es escribir mucho, sea a quien sea, y
sobre todo de asuntos serios.
»¿Qué cuándo volvemos a Vetusta? No lo sé. Fermín, no lo sé.
»Que yo estoy mucho mejor. Es verdad. Pero quien manda, manda. Benítez
es enérgico, habla poco pero bien; ha prometido curarme si se le
obedece, abandonarme si se le engaña o se desprecian sus mandatos. Estoy
decidida a obedecer. Usted me lo ha dicho siempre: lo primero es que
tengamos salud.
»¿Que hay tibieza tal vez? No, Fermín, mil veces no. Yo le convenceré
cuando vuelva.
»¿Que rezo poco? Es verdad. Pero tal vez es demasiado para mi salud. ¡Si
yo dijera a Quintanar o a Benítez el daño que me hace, sana y todo,
repetir oraciones!... Que en mis cartas no hablo más que de don Víctor y
del médico. ¿Pero de qué quiere que le hable? Aquí no veo más que a mi
marido; y Benítez me acaba de salvar la vida, tal vez la razón.... Ya sé
que a usted no le gusta que yo hable de mis miedos de volverme loca...
pero es verdad, los tuve y le hablo de ellos, para que me ayude a
agradecer al médico (de quien tanto hablo) mi _salvación intelectual_.
¿Para qué me hubiera querido mi _hermano_ _mayor del alma_, sin el
alma, o con el alma obscurecida por la locura?...
»¿Que se acabó esto y se acabó lo otro...? No y no. No se acabó nada. A
su tiempo volverá todo. Menos el visitar a doña Petronila. No me
pregunte usted por qué, pero estoy resuelta a no volver a casa de esa
señora. Y... nada más. No _puedo ser más larga_. Me está prohibido
(¡otra vez!). Acabo de cenar. Su más fiel amiga y penitente agradecida.
_Ana Ozores_».
«P. D.--¿Qué se conoce que tengo buen humor? También es verdad. Me lo da
la salud. Si lo tuviera malo y pensara mal, creería que a usted le pesa
de mi buen humor, a juzgar por el _tono_ con que lo dice. Perdón por
todas las faltas».
Anita leyó toda esta carta. Tachó algunas palabras; meditó y volvió a
escribirlas encima de lo tachado.
Y mientras pasaba la lengua por la goma del sobre, moviendo la cabeza a
derecha e izquierda, encogió los hombros y dijo a media voz:
--No tiene por qué ofenderse. Se acostó en el lecho blanco y alegre que
estaba junto al de Quintanar.
El viejo madrugaba más que Ana, y salía a la huerta a esperarla. A las
ocho tomaban juntos el chocolate en el invernáculo que él llamaba con
cierto orgullo enfático _la serre_.
--¡Si esto fuera nuestro!...--pensaba a veces Quintanar contemplando
las plantas exóticas de los anaqueles atestados y de los jarrones
etruscos y japoneses más o menos auténticos.
La Regenta no pensaba en los títulos de propiedad del Vivero; gozaba de
la naturaleza, de la salud y del relativo lujo que habían acumulado los
Vegallana en su famosa quinta, sin fijarse en nada más que gozar. Vivía
allí como en un baño, en cuya eficacia creía.
Don Víctor salió de la huerta y atravesando prados, pumaradas y tierras
de maíz, buscó entre las casuchas vecinas la bajada al río Soto, y por
su orilla el lugar más a propósito para sentar sus reales y pescar, en
cuanto volviese Anselmo con los trastos necesarios.
Ana, durante las horas del calor, que ya era respetable, subió a su
gabinete, y después de leer un poco, tendida sobre el lecho blanco, se
acercó al escritorio de palisandro, y hojeó su libro de memorias.
Siempre hacía lo mismo; antes de empezar a escribir en él repasaba
algunas páginas, a saltos....
Leyó la primera que casi sabía de memoria. La leyó con cariño de
artista. Decía así, en letra sólo para Ana inteligible, nerviosa y
rapidísima:
«¡Memorias!... ¡Diario!... ¿por qué no? Benítez lo consiente».
_Memorias de Juan García_, podría decir algún chusco.... Pero como esto
no ha de leerlo nadie más que yo.... ¿Qué es ridículo? ¡Qué ha de ser!
Más ridículo sería abstenerme de escribir (ya que es ejercicio que me
agrada y no me hace daño, tomado con medida), sólo porque si lo supiera
el _mundo_ me llamaría cursilona, literata... o romántica, como dice
Visita. A Dios gracias, estos miedos al qué dirán ya han pasado. La
salud me ha hecho más independiente. Sobre todo ¿qué han de decir si
nadie ha de leerlo? Ni Quintanar. Nunca ha entendido mi letra cuando
escribo deprisa. Estoy sola, completamente sola. Hablo conmigo misma,
secreto absoluto. Puedo reír, llorar, cantar, hablar con Dios, con los
pájaros, con la sangre sana y fresca que siento correr dentro de mí.
Empecemos por un himno. Hagamos versos en prosa. «¡Salud, salve! A ti
debo las ideas nuevas, este vigor del alma, este olvido de larvas y
aprensiones... y el equilibrio del ánimo, que me trajo la calma
apetecida...». Suspendo el himno porque Quintanar jura que se muere de
hambre y me llama desde abajo, desde el comedor, con una aceituna en la
boca.... ¡Ya bajo, ya bajo!... ¡Allá voy!..
* * * * *
El Vivero, Mayo 1... Llueve, son las cinco de la tarde y ha llovido todo
el día. _In illo tempore_, me tendría yo por desgraciada sin más que
esto. Pensaría en la pequeñez--y la humedad--de las cosas humanas, en
el gran aburrimiento universal, etc., etc.... Y ahora encuentro natural y
hasta muy divertido que llueva. ¿Qué es el agua que cae sobre esas
colinas, esos prados y esos bosques? El tocado de la naturaleza. Mañana
el sol sacará lustre a toda esa verdura mojada. Y además, aquí en el
campo, la lluvia es una música. Mientras Quintanar duerme la siesta
(costumbre nueva) y ronca (achaque antiguo y digno de respeto) yo abro
la ventana y oigo
el rumor de la lluvia
sobre las hojas
y el ruido de las alas
de las palomas
que se esponjan sobre los tejadillos de su palomar cuadrado, entrando y
saliendo por las ventanas angostas. Ese palomar tiene algo de serrallo o
de casa de vecindad, según se mire. La vida común con sus horas de
hastío, de descuido, de pereza pública se refleja en las posturas de
esas palomas, en sus pasos cortos, en el sacudir de las alas. Hay
parejas que se juntan por costumbre, _por deber_, pero se aburren como
si cada cual estuviese en el desierto. De repente el macho, supongo que
será el macho, tiene una idea, un remordimiento, _improvisa_ una pasión
_que está muy lejos de sentir_, y besa a la hembra, y hace la rueda y
canta el _rucutucua_ y se eriza de plumas.... Ella, sorprendida, sin
sacudir la pereza corresponde con tibias caricias, y a poco, ambos
fatigados, soñolientos, encontrando en la molicie de mojarse inmóviles,
inflados, mayor voluptuosidad que en los devaneos, vuelven a su
quietismo, tranquilos, sin rencores, sin engaño, sin quejarse de la
mutua displicencia. ¡Racionales palomas!--Quintanar ronca; yo escribo....
Pie atrás. Esto no iba bien. Había algo de ironía; la ironía siempre
tiene algo de bilis.... Los amargos abren el apetito... pero más vale
tenerlo sin necesitarlos. A otra cosa.
* * * * *
Llueve todavía. No importa. Todo el diluvio no me arrancaría hoy un
gesto de impaciencia. La ventana está cerrada, los regueros del agua
resbalando por el cristal me borran el paisaje. Víctor ha salido con
Frígilis (segunda visita del buen Crespo, el único grande hombre que
conozco de vista.) Bajo un paraguas de Pinón de Pepa--el casero de los
marqueses--recorren, como cobijados en una tienda de campaña, el bosque
de encinas que mi marido llama siempre seculares. Van a comprobar no sé
qué experimento de química, invención de Frígilis, según él. Dios les
haga felices y les conserve los pies secos. Hoy me siento inclinada a la
historia, a los recuerdos. No los temo. Poco más de cinco semanas han
pasado y ya me parece de la historia antigua todo aquello.
¡Qué tres días! Yo me figuraba estar prostituida de un modo extraño
(aquí la letra de la Regenta se hace casi indescifrable para ella
misma.) ¡Todo Vetusta me había visto los pies desnudos, en medio de una
procesión, casi casi del brazo de Vinagre! ¡Y tres días con los pies
abrasados por dolores que me avergonzaban, inmóvil en una butaca! Llamé
a Somoza que se excusó. Vino el sustituto Benítez, silencioso, frío;
pero comprendí que me observaba con atención cuando yo no le miraba.
Debía de creer que yo me iba volviendo loca. Él lo niega, dice que todo
aquello lo explica la exaltación religiosa y la exquisita moralidad con
que decidí sacrificarme al bien del que creía ofendido por mis
pensamientos y desaires. Benítez cuando se decide a hablar parece
también un confesor. Yo le he dicho secretos de mi vida interior como
quien revela síntomas de una enfermedad. Conocía yo cuando le hablaba de
estas cosas, que él, a pesar de su rostro impasible, me estaba
aprendiendo de memoria.... El mal subió de los pies a la cabeza. Tuve
fiebre, guardé cama... y sentí aquel terror... aquel terror pánico a la
locura. De esto no quiero hablar ni conmigo misma. Lo dejo por hoy; voy
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