La Regenta - 58
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--Vamos, vamos, ya ves que todos se retiran. Víctor, a la cama.
Ana sonreía, hermosa y fresca con su traje sencillo de la hora de
acostarse.
--¿Y ustedes?--dijo Quintanar.
--Nosotros--respondió Paco--nos hemos quedado sin cama porque a la
señora gobernadora le dio el capricho de tener miedo a los truenos y
quedarse a dormir....
--¿De modo?...--preguntó Ana risueña.
--Que dormiremos en un sofá.--Vaya, vaya, pues buenas noches.
--Espera un poco, tonta, mira qué buena noche está... hablemos aquí un
poco....
--Yo no tengo sueño; tiene razón Paco; hablemos--dijo don Víctor, que
había entrado en su cuarto y se había puesto las zapatillas y el gorro
de borla de oro.
--¿Cómo hablar? no señor..., a la cama....
Y Ana, coqueta sin querer, amenazó graciosa, provocativa, con cerrar las
ventanas y las contraventanas....
Mesía con un mohín le suplicó que esperase....
Y hablando en tono confidencial, comentando los sucesos del día, las
bromas, los juegos, estuvieron a la luz de la luna cerca de una hora
todavía; Ana y su marido dentro, Paco, Joaquín y Álvaro en la galería....
Don Víctor estaba en sus glorias. Ver a su Anita alegre, expansiva, y
allí, cerca del propio lecho, a los amigos jóvenes en cuya compañía se
sentía él joven también, ¿qué mayor dicha? Ni la sombra de una sospecha
se le asomaba al alma al noble ex-regente. Ya todo era silencio en la
casa, todos dormían, y sólo en aquel rincón de la galería, junto a
aquella ventana abierta había el ruido suave de un cuchicheo. Hablaban a
veces dos o tres a un tiempo, pero todos en voz baja que parecía dar más
intimidad e interés a lo que se decían. Ana esquivaba unas veces las
miradas de don Álvaro, que fumaba apoyando un codo muy cerca de los de
Anita, también reclinada sobre el antepecho. Otras veces, las más, los
ojos se clavaban en los ojos y sin que nadie pudiera remediarlo se
decían amores, cada vez más elocuentes.
Álvaro, de tarde en tarde, miraba de soslayo y con envidia y codicia al
interior de la alcoba.... Ana sorprendió alguna de aquellas miradas
rápidas y compadeció al enamorado galán, sin tomar a mal su curiosidad
indiscreta. Don Víctor no llevaba traza de poner fin al palique y Ana
misma se creyó en el caso de decir:
--Vaya, vaya... hasta mañana; Víctor, adentro, adentro.
Y cerró las vidrieras en las narices de Álvaro y de los pollos. Paco y
Joaquín desaparecieron en lo obscuro del corredor. Quintanar ya estaba
de espaldas, allá en el fondo de la alcoba, en mangas de camisa. Don
Álvaro no se movía; y vio a la Regenta detrás de los cristales, cerrando
pausadamente las maderas; y ella en medio, en el hueco de luz, mirándole
seria, dulce... y después cuando ya sólo quedaba un intersticio le miró
risueña, juguetona. Volvió a abrir otro poco... y volvió a verle todo el
rostro.
--Adiós, adiós, dormir bien--dijo Ana, detrás de las vidrieras; y cerró
las contraventanas de golpe y corrió el pestillo.
Como la romería de San Pedro hubo muchas durante el mes de julio por los
alrededores del Vivero. A casi todas asistieron los Marqueses y sus
amigos. Quintanar y señora esperaban a los de Vetusta en la quinta; y
unas veces a pie, otras en coche, se emprendía la marcha, se recorría
aquellas aldeas pintorescas, se oían aquellos cánticos, monótonos, pero
siempre agradables, dulces y melancólicos de la danza indígena, y se
volvía al obscurecer, comiendo avellanas y cantando, entre labriegos y
campesinas retozonas, confundidos señores y colonos en una mezcla que
enternecía a don Víctor, el cual decía: «Vea usted, si se pudieran
realizar la igualdad y la fraternidad... no había cosa mejor ni más
poética».
Mesía y Paco no faltaban ni a una de estas excursiones; pero, además,
solían visitar a la Regenta cada tres o cuatro días. A veces Ana y
Quintanar, después de comer, a eso de las cuatro de la tarde, salían a
la carretera de Santianes a esperar a sus amigos. La soledad le iba
pesando un poco a don Víctor y aquellas visitas las agradecía en el
alma. Ana al divisar allá lejos, en el extremo de la cinta larga y
estrecha de carretera las siluetas de los dos poderosos caballos blancos
de Mesía y Vegallana, sentía un placer que se le antojaba infantil... y
se ponía nerviosa de ansiedad, que crecía según se acercaban los bultos
y se aclaraban las figuras de caballos y jinetes.
Ni Visitación ni Paco se atrevían ya nunca a decir nada a don Álvaro
alusivo a sus pretensiones amorosas: le dejaban hacer; conocían en _la
cara de gloria_ del Tenorio que esperaba el triunfo, que tal vez lo
estaba tocando, y comprendían que el pudor, la vergüenza, mejor dicho,
exigía un silencio absoluto respecto del caso. Don Álvaro agradecía «la
delicadeza» de sus cómplices y callaba también, tranquilo y satisfecho.
A fines del mes comenzó la dispersión general; todos los que tenían
cuatro cuartos, y muchos que no los tenían, dejaron la capital y
buscaron la frescura de la playa.
Don Víctor, loco de contento, salió del Vivero con su mujer y con Petra
y se instaló en el puerto mejor de la provincia, _La Costa_, villa
floreciente más rica que Vetusta, emporio del cabotaje y vestida muy a
la moda. Otros años Quintanar pasaba el mes de Agosto en Palomares, a
donde iban también Visita, Obdulia y alguna vez los Marqueses y Mesía.
--¡Dos años hace que no he veraneado!--decía Quintanar alegre como un
chiquillo.
La Regenta prefirió La Costa a Palomares porque el Magistral había
suplicado que no se fuera a baños, y que si el médico lo exigía que por
lo menos no se fuera a Palomares. No quiso Ana contradecir este deseo
del confesor y transigió.
«Iremos a La Costa» dijo en la carta en que contestó a don Fermín. Tenía
éste pésima idea de los efectos morales de los baños de todo el
Cantábrico, y especialmente de los baños de Palomares. La mayor parte de
los penitentes volvían de aquel pueblo de pesca con la conciencia llena
de pecadillos que, si tratándose de otros casi le hacían sonreír, en la
Regenta le hubieran hecho muy poca gracia.
Comprendía don Fermín que su influencia iba disminuyendo, que la fe de
Ana se entibiaba y en cambio crecía la desconfianza en ella; y como
perder del todo a su Regenta era idea que le asustaba, dando tormento al
orgullo, a los celos, hacía de tripas corazón, fingía no ver, y mantenía
su poder espiritual claudicante «con puntales de tolerancia y estribos
de paciencia». La ira la desahogaba sobre el Obispo y con la curia
eclesiástica. Cada vez era su poder mayor y más cruel su tiranía. Las
ventajas de don Álvaro en el ánimo de Ana las pagaba el clero
parroquial, aquel clero que Foja decía respetar tanto.
También Ana prefería aquel _modus vivendi_; no quería volver a las
andadas, temía que viniesen la compasión y los remordimientos y las
aprensiones a molestarla y al fin hacerla caer enferma, si por completo
rompía con el Provisor.
«Me conozco, pensaba; sé que, después de todo, le tengo cierto cariño, y
si abandonase su amistad, una voz insufrible me había de estar gritando
siempre en favor suyo. Mejor es esto; ya que él disimula, y finge no ver
este cambio, y ya no se queja como al principio, dejémoslo todo así;
quiero paz, paz, no más batallas aquí dentro».
Don Álvaro, en el tono confidencial que había adoptado después de su
declaración, había venido a indicar vagamente que no convenía irritar a
don Fermín, que él le creía capaz de hacer daño siempre de un modo o de
otro. Ana, aunque Álvaro no se atrevía a ser muy explícito en este
particular, comprendía lo que su amigo, _nuevo hermano_, quería decir y
aprobaba su prudencia.
Por todo lo cual pudo el Provisor atreverse a insinuar aquel deseo que
en otro tiempo hubiera sido impuesto en un decreto sin exposición de
motivos.
Ana fue a La Costa. Mesía, por disimular, pasó cinco días en Palomares,
después se corrió a San Sebastián, y el día de Nuestra Señora de Agosto
se presentó en La Costa, en un vapor de Bilbao, nuevo y reluciente.
A don Víctor le gustaba mucho, por una temporada, la vida de fonda. Se
había instalado en la más lujosa, de más movimiento y ruido, situada en
el muelle. Allá se fue también Mesía, accediendo a los ruegos de su
amigo el ex-regente.
Veinte días después volvían los tres juntos a Vetusta; Benítez felicitó
a la Regenta por su notable mejoría; ahora si que estaba la salud
asegurada; ¡qué color! ¡qué morbidez! ¡qué _sólidamente_ robusta volvía!
A don Víctor se le caía la baba. «¡Oh, el mar, si no hay como el mar, y
la mesa redonda, y la casa de baños, y los paseos por el muelle, y los
conciertos al aire libre... y los teatros y circos!». ¡Qué contento
estaba con la vida Quintanar! Su mujer era una joya; la más hermosa de
la provincia, como había sido siempre, pero además ahora suya,
completamente suya, y de un humor nuevo, alegre, activo, como el que
Dios le había otorgado a él....
--¿Y yo? ¿eh? ¿qué tal vengo yo señor Benítez?
--Magnífico, magnífico también; hecho un pollo.
--¡Ya lo creo!--¿Y este galápago? Este galápago que ya va siendo viejo,
¿qué tal?--Y daba palmaditas en la espalda de Mesía--. Este sí que
parece un chiquillo.
Y volviéndose a Frígilis que estaba presente, algo triste y desmejorado,
añadía Quintanar:
--En cambio tú vas a escape para Villavieja.... Y eso que tanto tono
sabes darte con tu higiene, y tu vida de árbol secular. No, lo que es al
siglo no llegas, carcamal....
Y abrazaba y daba palmadas en la espalda también a su Frígilis para que
no tuviera celos de Mesía. Quintanar era feliz; quería que lo fueran
todos los suyos, su mujer, sus criados, y los amigos, hasta los
conocidos, el mundo entero.
Si Mesía le preguntaba en broma:
--¿Qué tal _Kempis_? ¿Qué dice de esto _Kempis_?
El otro contestaba:--¿Quién? ¡Qué
_Kempis_ ni qué ocho cuartos!... Voy a hacer obras en el caserón. Voy a
blanquear el patio y los pasillos, a empapelar el comedor y picar la
piedra de la fachada. Verán ustedes qué hermosa queda la piedra
amarillenta después que la piquemos. No quiero obscuridad, no quiero
negruras, no quiero tristezas.
Mesía había convencido a la Regenta de que don Víctor, en rigor, venía a
ser una cosa así... como un padre. Siempre había pensado ella algo por
el estilo.
Sin embargo, se le debía el honor; y a pesar de tanta intimidad, de
aquel amor confesado implícitamente, Ana podía decir que don Álvaro no
había puesto sus labios en aquella piel con cuyo contacto soñaba de
fijo.
Mesía no se daba prisa. «Aquella casada no era como otras; había que
conquistarla como a una virgen; en rigor él era su primer amor y los
ataques brutales la hubieran asustado, le hubieran robado mil ilusiones.
Además a él también le rejuvenecía aquella situación de amor platónico,
de intimidad dulcísima en que sólo él hablaba de amor con la boca y
ambos con los ojos, la sonrisa y todo lo demás que era mudo y no era
deshonesto y grosero».
«Así como así el verano siempre le tenía un poco lánguido y desmadejado.
Calculaba él, con aquella frivolidad afectada y natural al mismo tiempo
de materialista práctico, calculaba que allá para el invierno él se
sentiría fuerte como un roble y la Regenta estaría suave y dócil como
una malva. Además, una barbaridad podía, si no echarlo todo a perder,
retrasar las cosas, darles un giro menos picante y sabroso que el que
llevaban. Ello diría, ello diría y no había de tardar».
Y en tanto la vida era una delicia. El maduro don Juan que, como él
decía, _était déjà sur le retour_, se sentía transformado por la
juventud y la pasión vehemente y soñadora de Anita. No recordaba don
Álvaro haber deseado tanto a una mujer ni haber gozado con los amores
platónicos, según él llamaba a todos los no consumados, como estaba
gozando entonces.
La Regenta cayendo, cayendo era feliz; sentía el mareo de la caída en
las entrañas, pero si algunos días al despertar en vez de pensamientos
alegres encontraba, entre un poco de bilis, ideas tristes, algo como un
remordimiento, pronto se curaba con la nueva metafísica naturalista que
ella, sin darse cuenta de ello, había creado a última hora para
satisfacer su afán invencible de llevar siempre a la abstracción, a las
generalidades, los sucesos de su vida.
Pero la misma Ana, tan dada a cavilaciones, tenía poco tiempo para
ellas. Toda la vida era diversión, excursiones, comidas alegres,
teatros, paseos. Entre la casa de los Marqueses y la de Quintanar se
había establecido una especie de convivencia de que participaban
Obdulia, Visita, Álvaro, Joaquín y algunos otros amigos íntimos.
Se iba al Vivero muy a menudo; se corría por el bosque, por la galería
que rodeaba la casa, por la huerta, por la orilla del río. Todos
parecían cómplices. Obdulia y Visita adoraban a la Regenta, eran
esclavas de sus caprichos, se la comían a besos; juraban que eran
felices viéndola tan tratable, tan _humanizada_. Y jamás una alusión
picaresca, ni una pregunta indiscreta, ni una sorpresa importuna. Nadie
hablaba allí del peligro que sólo ignoraba Quintanar. Muchas veces,
cuando una tormenta como la de San Pedro descargaba sobre el Vivero, se
quedaba allí toda la comitiva a pasar la noche. Ana se encontraba, sin
buscarlo, pero sin esquivar las ocasiones, en contacto con Álvaro,
apretada contra él en coches, palcos, bailes, bosques, muchas veces cada
semana.
Un día de Noviembre, de los pocos buenos del Veranillo de San Martín, se
emprendió la última excursión, por aquel año, al Vivero.
La alegría era extremada, nerviosa. _Aquellos chicos_, como seguía
llamándolos Ripamilán, también expedicionario a pesar de los años,
aquellos chicos que tenían en la quinta de Vegallana los mejores
recuerdos de sus juegos alegres, se despedían con pesar de aquel rincón
de sus primaveras y sus otoños. Querían saborear hasta la última gota
de alegría loca en la libertad del campo, en las confidencias secretas y
picantes del bosque. Jamás Visita _hizo la niña_ de mejor buena fe,
jamás Obdulia consintió a Joaquín _más tonterías_, según su vocabulario
lleno de eufemismos; Edelmira y Paco hicieron unas paces rotas ocho días
antes; hasta los viejos cantaron, bailaron un minué y corrieron por el
bosque; don Víctor hizo diabluras y se cayó al río, pretendiendo
saltarlo de un brinco por cierto paraje estrecho.
Ana y Álvaro, al darse la mano por la mañana, al subir al coche, se
encontraron en la piel y en la sangre impresiones nuevas. La noche
anterior Álvaro había dicho que él se quería morir. No pedía nada, pero
se quería morir. Ana en todo el camino de Vetusta al Vivero no dijo más
que esto, y bajo, al oído de Álvaro: «Hoy es el último día».
Después de comer, a todos los amantes del Vivero les preocupó la idea de
que la tarde sería muy corta. Joaquín y Obdulia sabían que todo el mundo
era patria: «¡pero como allí!» Edelmira y Paco suspiraban también por
sus escondites de la quinta, que iban a dejar muy pronto.... Antes del
último arranque de locura, de las últimas carreras por el bosque y de la
última alegría hubo un cuarto de hora de melancolía... de cansancio
mezclado de tristeza. La tarde iba a ser corta y la última. Visita se
sentó al piano y tocó la polka de _Salacia_, un baile fantástico de gran
espectáculo que se representaba aquellas noches en Vetusta. _Salacia_,
la hija del mar, sacaba a sus hermanas del océano y no se sabe por qué a
las bacantes a bailar en la playa una danza infernal; Ana recordó la
impresión que aquella polka había causado en sus sentidos.... «¡Las
bacantes! Asia... los tirsos, la piel de tigre de Baco».--Ana sabía
mucho de estos recuerdos mitológicos y pronto había dejado de ver el
pobre aparato escénico del teatro de Vetusta y las bailarinas prosaicas
y no todas bien formadas, para trasladarse a la imaginada región de
Oriente donde su fantasía, a medias ilustrada, veía bosques misteriosos,
carreras frenéticas de las bacantes enloquecidas por la música
estridente y por las libaciones de perpetua orgía, al aire libre. ¡La
bacante! la fanática de la naturaleza, ebria de los juegos de su vida
lozana y salvaje; el placer sin tregua, el placer sin medida, sin miedo;
aquella carrera desenfrenada por los campos libres, saltando abismos,
cayendo con delicia en lo desconocido, en el peligro incierto de
precipicios y enramadas traidoras y exuberantes.... Mientras Visita
recordaba de mala manera en el piano aquella humilde polka de _Salacia_,
que tenía de bueno lo que tenía de copia, la Regenta dejaba bailar en su
cerebro todos aquellos fantasmas de sus lecturas, de sus sueños y de su
pasión irritada.
De pronto se le antojó mirar una _Ilustración_ que estaba sobre un
centro de sala. «La última flor» decía la leyenda de un grabado en que
clavó Ana los ojos. En un jardín, en Otoño, una mujer, hermosa, de unos
treinta años, aspiraba con frenesí y oprimía contra su rostro una
flor... la última....
--¡Ea, ea, al monte!--gritó en aquel momento Obdulia desde la
huerta--¡al monte, al monte! a despedirse de los árboles....
Visitación azotó con fuerza las teclas violentando el compás de su
polka... y en seguida cerró el piano con ímpetu:
--¡Al monte! ¡al monte!--gritaron de arriba y de abajo.
Y salieron por el postigo a despedirse de robles, encinas, espinos,
zarzas, helechos, y de la yerba fresca y verde de la otoñada.
Aquella noche se prolongó la fiesta en Vetusta; era la despedida del
buen tiempo; el invierno iba a volver, el diluvio estaba a la puerta....
Y se improvisó una cena para todos aquellos señores. Muchos a las doce,
después de bailar y cantar y alborotar, ya tenían apetito; se había
comido temprano; otros no hicieron más que probar golosinas y beber.
Como la noche se había quedado tan serena y templada que parecía de las
primeras de Septiembre, se cenó en la estufa nueva que se inauguró en
este día; era grande, alta, confortable, construida por modelo de París.
Don Álvaro, inteligente en la materia, dijo que se parecía, en pequeño,
a la de la princesa Matilde. ¡Cómo envidió Obdulia aquel dato! Y sintió
orgullo. ¡Un hombre que había sido su amante podía hablar de la _serre_
de la princesa Matilde!
Se cenó allí. En el salón amarillo, donde se había bailado después de
volver a Vetusta, mediante algunos tertulios de refresco, se apagaban
solas las velas de esperma, en los candelabros, corriéndose por culpa
del viento que dejaba pasar un balcón abierto. Los criados no habían
apagado más que la araña de cristal. Las sillas estaban en desorden;
sobre la alfombra yacían dos o tres libros, pedazos de papel, barro del
Vivero, hojas de flores, y una rota de Begonia, como un pedazo de
brocado viejo. Parecía el salón fatigado. Las figuras de los cromos
finos y provocativos de la Marquesa reían con sus posturas de falsa
gracia violentas y amaneradas. Todo era allí ausencia de honestidad; los
muebles sin orden, en posturas inusitadas, parecían amotinados,
amenazando contar a los sordos lo que sabían y callaban tantos años
hacía. El sofá de ancho asiento amarillo, más prudente y con más
experiencia que todo, callaba, conservando su puesto.
Una ráfaga de viento apagó la última luz que alumbraba el cuadro
solitario. El reloj de la catedral dio las doce. Se abrió la puerta del
salón y pasaron dos bultos. Las pisadas las apagó en seguida la
alfombra. Por toda claridad la poca de la calle, producto de la luna
nueva y de un farol de enfrente, adulación del municipio nuevo a la casa
del Marqués. Al abrirse la puerta se oyó a lo lejos el ruido de la
servidumbre en la cocina; carcajadas y el _run, run_ de una guitarra
tañida con timidez y cierto respeto a los amos; este rumor se mezclaba
con otro más apagado, el que venía de la huerta, atravesaba los
cristales de la estufa y llegaba al salón como murmullo de un barrio
populoso lejano.
Los dos bultos eran Mesía y Quintanar, que ebrio de confidencias
perseguía a su amigo íntimo con el relato de las aventuras de su
juventud, allá en la Almunia de don Godino.
Don Álvaro se dejó caer en el sofá, soñoliento y soñador; no oía a don
Víctor, oía la voz del deseo ardiente, brutal, que gritaba: «¡hoy, hoy,
ahora, aquí, aquí mismo!».
Y en tanto el ex-regente, a quien aquellas sombras del salón y aquella
discreta luz del farol de enfrente y del cuarto de luna parecían muy a
propósito para confesar sus picardías eróticas, continuaba el relato,
para decir de cuando en cuando, a manera de estribillo:
--¡Pero qué fatalidad! ¿Cree usted que por fin la hice mía? ¡pues, no
señor! pásmese usted.... Lo de siempre, me faltó la constancia, la
decisión, el entusiasmo... y me quedé a media miel, amigo mío. No sé qué
es esto; siempre sucede lo mismo... en el momento crítico me falta el
valor... y estoy por decir que el deseo....
Una vez, al repetir esta canción don Víctor, a Mesía se le antojó
atender; oyó lo de quedarse a media miel, lo de faltarle el valor... y
con suprema resolución, casi con ira pensó:
--Este idiota me está avergonzando, sin saberlo.... Ya que él lo quiere,
que sea.... Esta noche se acaba esto.... Y si puedo, aquí mismo....
Poco después, los dos amigos, cansado hasta el mismo don Víctor de
confesiones, volvieron a la mesa, donde reinaba la dulce fraternidad de
las buenas digestiones después de las cenas grandiosas. No estaba allí
Anita.
Salió Álvaro sin ser visto, por lo menos sin que nadie pensara en si
salía o no, y entró de nuevo en el caserón. En la cocina seguía la
algazara. Lo demás todo era silencio. Volvió al salón. No había nadie.
«No podía ser». Entró en el gabinete de la Marquesa.... Tampoco vio entre
las sombras ningún cuerpo humano. Todo era sillas y butacas. Sobre ellas
ningún bulto de mujer. «No podía ser». Con aquella fe en sus
corazonadas, que era toda su religión, Álvaro buscó más en lo obscuro...
llegó al balcón entornado; lo abrió...
--¡Ana!--¡Jesús!
--XXIX--
«El día de Navidad venga usted a comer el pavo con nosotros. Me lo han
mandado de León lleno de nueces. Será cosa exquisita. Además, tengo vino
de mi tierra, un Valdiñón que se masca...».
Mesía no faltó a su promesa, y el día de Navidad comió en el caserón de
los Ozores. El salón estaba ahora empapelado de azul y oro a cuadros; la
gran chimenea churrigueresca se había conservado con sus ondulantes
sirenas de abultado seno de yeso. Don Víctor se contentó con pintar de
un blanco gris _discreto_, como él decía, todas aquellas cornisas,
volutas, acantos, escocias y hojarasca.
A los postres, el amo de la casa se quedó pensativo. Seguía con la
mirada disimuladamente las idas y venidas de Petra, que servía a la
mesa. Después del café pudo notar don Álvaro que su amigo estaba
impaciente. Desde aquel verano, desde que habían vivido juntos en la
fonda de La Costa, don Víctor se había acostumbrado a la comensalía de
don Álvaro; le encontraba a la mesa más decidor y simpático que en
ninguna otra parte y le convidaba a comer a menudo. Pero otras veces,
después de charlar cuanto quería, Quintanar solía levantarse, dar una
vuelta por el Parque, vestirse, siempre cantando, y dejar así media hora
larga solos a Anita y a su amigo. Y ahora no, no se movía. Ana y Álvaro
se miraban, preguntándose con los ojos qué novedad sería aquella.
La Regenta se inclinó un instante para recoger una servilleta del suelo,
y don Víctor hizo a Mesía una seña que quería decir claramente:
--Me estorba esa; si se fuera... hablaríamos.
Mesía encogió los hombros.
Cuando Ana levantó la cabeza sonriendo a don Álvaro, este, sin verlo
Quintanar, apuntó a la puerta sin mover más que los ojos.
Ana salió en seguida.--¡Gracias a Dios!--dijo su marido, respirando con
fuerza--. Creí que no se marchaba hoy esa muchacha.
Ni siquiera recordaba que otras veces quien se marchaba era él.
--Ahora podremos hablar.--Usted dirá--respondió tranquilamente Álvaro,
chupando su habano y tapándose la cara con el humo, según su costumbre
de _enturbiar el aire_ cuando le convenía.
«¿Qué tripa se le habrá roto a este?», pensó con un vago recelo, que no
se explicaba siquiera.
Don Víctor acercó su silla a la del otro, y tomó el tono de las grandes
revelaciones.
--Actualmente--dijo--todo me sonríe. Soy feliz en mi hogar, no entro ni
salgo en la vida pública; ya no temo la invasión absorbente de la
iglesia, cuya influencia deletérea... pero esa Petra me parece que me
quiere dar un disgusto.
Movimiento de sobresalto en Mesía.
--Explíquese usted. ¿Ha vuelto usted a las andadas?
--He vuelto y no he vuelto.... Quiero decir... ha habido escarceos...
explicaciones... treguas... promesas de respetar... lo que esa
grandísima tunanta no quiere que le respeten... en suma: ella está
picada porque yo prefiero la tranquilidad de mi hogar, la pureza de mi
lecho, de mi tálamo... como si dijéramos, a la satisfacción de efímeros
placeres.... ¿Me entiende usted? Finge que se alborota por defender su
honor que, en resumidas cuentas, aquí nadie se atreve a amenazar
seriamente, y lo que en rigor la irrita, es mi frialdad....
--¿Pero qué hace? vamos a ver....
--Mire usted, Álvaro, por nada de este mundo daría yo un disgusto a mi
Anita, que es ahora modelo de esposas; siempre fue buena, pero antes
tenía sus caprichos, ya recuerda usted....
--Sí, sí... al grano.--Ahora la pobrecita coincide con mis gustos en
todo. Por aquí, digo, y por aquí se va. Hasta le ha pasado aquella
exaltación un poco selvática, aquel amor excesivo a los placeres
bucólicos, aquella exclusiva preocupación de la salud al aire libre, del
ejercicio, de la higiene en suma.... Todos los extremos son malos, y
Benítez me tenía dicho que la verdadera curación de Ana vendría cuando
se la viese menos atenta a la salud de su cuerpo, sin volver, ni por
pienso, al cuidado excesivo y loco de su alma. ¡Aquello era lo peor!
--Pero... no me dice usted...--Allá voy; Ana vive ahora en un
equilibrio que es garantía de la salud por la que tanto tiempo hemos
suspirado; ya no hay nervios, quiero decir, ya no nos da aquellos
sustos; no tiene jamás veleidades de santa, ni me llena la casa de
sotanas... en fin, es otra, y la paz que ahora disfruto no quiero
perderla a ningún precio. Ahora bien.... Petra... puede y creo que quiere
comprometernos.
--Pero vamos a ver, ¿qué hace Petra?
--Comprometer la paz de esta casa; temo que quiere dominarnos
prevaliéndose de mi situación falsa, falsísima... lo confieso. ¿No
comprende usted que para Ana tendría que ser un golpe terrible cualquier
revelación de esa... ramerilla hipócrita?
--¿Pero qué sucede, señor? ¡hable usted claro y pronto!--gritó Mesía
impaciente, más interesado en el asunto de lo que su amigo podía
suponer.
--Más bajo, Álvaro, más bajo. ¿Qué sucede? Mucho. Petra sabe que yo
quiero evitar a toda costa un disgusto a mi mujer, porque temo que
cualquier crisis nerviosa lo echase todo a rodar y volviéramos a las
andadas. Un desengaño, mi escasa fidelidad descubierta, de fijo la
volvería a sus antiguas cavilaciones, a su desprecio del mundo, buscaría
consuelo en la religión y ahí teníamos al señor Magistral otra vez....
¡Antes que eso, cualquiera cosa! Es preciso evitar a toda costa que Ana
sepa que yo, en momento de ceguera intelectual y sensual fuí capaz de
solicitar los favores de esa _scortum_, como las llama don Saturnino.
--Pero ¿por qué ha de saber Ana eso? Si, después de todo, no hay nada
que saber....
--Sí; lo que hay basta para clavarle un puñal a la pobrecita. La conozco
yo.... Y sobre todo, si Petra dice lo que hay, mi esposa pensará lo
demás, lo que no hay.--¿Pero Petra?... Acabe usted. ¿Ha dicho algo?
¿Ha amenazado con decir?...
--Esa es la cuestión. Habla gordo, es insolente, trabaja poco, no admite
riñas y aspira a ponerse en un pie de igualdad absurdo....
--Absurdo...--Y la infame ¿con quién creerá usted que está más altiva,
más soberbia, más insolente? ¿Conmigo? Eso parecería lo natural. ¡Pues
no señor, con Ana! ¡Pásmese usted, con Ana!
Desde la nube de humo en que estaba envuelto, don Álvaro contestó:
--¡Ya se comprende... quiere hacerle a usted la forzosa; tal vez celos!
Ana sonreía, hermosa y fresca con su traje sencillo de la hora de
acostarse.
--¿Y ustedes?--dijo Quintanar.
--Nosotros--respondió Paco--nos hemos quedado sin cama porque a la
señora gobernadora le dio el capricho de tener miedo a los truenos y
quedarse a dormir....
--¿De modo?...--preguntó Ana risueña.
--Que dormiremos en un sofá.--Vaya, vaya, pues buenas noches.
--Espera un poco, tonta, mira qué buena noche está... hablemos aquí un
poco....
--Yo no tengo sueño; tiene razón Paco; hablemos--dijo don Víctor, que
había entrado en su cuarto y se había puesto las zapatillas y el gorro
de borla de oro.
--¿Cómo hablar? no señor..., a la cama....
Y Ana, coqueta sin querer, amenazó graciosa, provocativa, con cerrar las
ventanas y las contraventanas....
Mesía con un mohín le suplicó que esperase....
Y hablando en tono confidencial, comentando los sucesos del día, las
bromas, los juegos, estuvieron a la luz de la luna cerca de una hora
todavía; Ana y su marido dentro, Paco, Joaquín y Álvaro en la galería....
Don Víctor estaba en sus glorias. Ver a su Anita alegre, expansiva, y
allí, cerca del propio lecho, a los amigos jóvenes en cuya compañía se
sentía él joven también, ¿qué mayor dicha? Ni la sombra de una sospecha
se le asomaba al alma al noble ex-regente. Ya todo era silencio en la
casa, todos dormían, y sólo en aquel rincón de la galería, junto a
aquella ventana abierta había el ruido suave de un cuchicheo. Hablaban a
veces dos o tres a un tiempo, pero todos en voz baja que parecía dar más
intimidad e interés a lo que se decían. Ana esquivaba unas veces las
miradas de don Álvaro, que fumaba apoyando un codo muy cerca de los de
Anita, también reclinada sobre el antepecho. Otras veces, las más, los
ojos se clavaban en los ojos y sin que nadie pudiera remediarlo se
decían amores, cada vez más elocuentes.
Álvaro, de tarde en tarde, miraba de soslayo y con envidia y codicia al
interior de la alcoba.... Ana sorprendió alguna de aquellas miradas
rápidas y compadeció al enamorado galán, sin tomar a mal su curiosidad
indiscreta. Don Víctor no llevaba traza de poner fin al palique y Ana
misma se creyó en el caso de decir:
--Vaya, vaya... hasta mañana; Víctor, adentro, adentro.
Y cerró las vidrieras en las narices de Álvaro y de los pollos. Paco y
Joaquín desaparecieron en lo obscuro del corredor. Quintanar ya estaba
de espaldas, allá en el fondo de la alcoba, en mangas de camisa. Don
Álvaro no se movía; y vio a la Regenta detrás de los cristales, cerrando
pausadamente las maderas; y ella en medio, en el hueco de luz, mirándole
seria, dulce... y después cuando ya sólo quedaba un intersticio le miró
risueña, juguetona. Volvió a abrir otro poco... y volvió a verle todo el
rostro.
--Adiós, adiós, dormir bien--dijo Ana, detrás de las vidrieras; y cerró
las contraventanas de golpe y corrió el pestillo.
Como la romería de San Pedro hubo muchas durante el mes de julio por los
alrededores del Vivero. A casi todas asistieron los Marqueses y sus
amigos. Quintanar y señora esperaban a los de Vetusta en la quinta; y
unas veces a pie, otras en coche, se emprendía la marcha, se recorría
aquellas aldeas pintorescas, se oían aquellos cánticos, monótonos, pero
siempre agradables, dulces y melancólicos de la danza indígena, y se
volvía al obscurecer, comiendo avellanas y cantando, entre labriegos y
campesinas retozonas, confundidos señores y colonos en una mezcla que
enternecía a don Víctor, el cual decía: «Vea usted, si se pudieran
realizar la igualdad y la fraternidad... no había cosa mejor ni más
poética».
Mesía y Paco no faltaban ni a una de estas excursiones; pero, además,
solían visitar a la Regenta cada tres o cuatro días. A veces Ana y
Quintanar, después de comer, a eso de las cuatro de la tarde, salían a
la carretera de Santianes a esperar a sus amigos. La soledad le iba
pesando un poco a don Víctor y aquellas visitas las agradecía en el
alma. Ana al divisar allá lejos, en el extremo de la cinta larga y
estrecha de carretera las siluetas de los dos poderosos caballos blancos
de Mesía y Vegallana, sentía un placer que se le antojaba infantil... y
se ponía nerviosa de ansiedad, que crecía según se acercaban los bultos
y se aclaraban las figuras de caballos y jinetes.
Ni Visitación ni Paco se atrevían ya nunca a decir nada a don Álvaro
alusivo a sus pretensiones amorosas: le dejaban hacer; conocían en _la
cara de gloria_ del Tenorio que esperaba el triunfo, que tal vez lo
estaba tocando, y comprendían que el pudor, la vergüenza, mejor dicho,
exigía un silencio absoluto respecto del caso. Don Álvaro agradecía «la
delicadeza» de sus cómplices y callaba también, tranquilo y satisfecho.
A fines del mes comenzó la dispersión general; todos los que tenían
cuatro cuartos, y muchos que no los tenían, dejaron la capital y
buscaron la frescura de la playa.
Don Víctor, loco de contento, salió del Vivero con su mujer y con Petra
y se instaló en el puerto mejor de la provincia, _La Costa_, villa
floreciente más rica que Vetusta, emporio del cabotaje y vestida muy a
la moda. Otros años Quintanar pasaba el mes de Agosto en Palomares, a
donde iban también Visita, Obdulia y alguna vez los Marqueses y Mesía.
--¡Dos años hace que no he veraneado!--decía Quintanar alegre como un
chiquillo.
La Regenta prefirió La Costa a Palomares porque el Magistral había
suplicado que no se fuera a baños, y que si el médico lo exigía que por
lo menos no se fuera a Palomares. No quiso Ana contradecir este deseo
del confesor y transigió.
«Iremos a La Costa» dijo en la carta en que contestó a don Fermín. Tenía
éste pésima idea de los efectos morales de los baños de todo el
Cantábrico, y especialmente de los baños de Palomares. La mayor parte de
los penitentes volvían de aquel pueblo de pesca con la conciencia llena
de pecadillos que, si tratándose de otros casi le hacían sonreír, en la
Regenta le hubieran hecho muy poca gracia.
Comprendía don Fermín que su influencia iba disminuyendo, que la fe de
Ana se entibiaba y en cambio crecía la desconfianza en ella; y como
perder del todo a su Regenta era idea que le asustaba, dando tormento al
orgullo, a los celos, hacía de tripas corazón, fingía no ver, y mantenía
su poder espiritual claudicante «con puntales de tolerancia y estribos
de paciencia». La ira la desahogaba sobre el Obispo y con la curia
eclesiástica. Cada vez era su poder mayor y más cruel su tiranía. Las
ventajas de don Álvaro en el ánimo de Ana las pagaba el clero
parroquial, aquel clero que Foja decía respetar tanto.
También Ana prefería aquel _modus vivendi_; no quería volver a las
andadas, temía que viniesen la compasión y los remordimientos y las
aprensiones a molestarla y al fin hacerla caer enferma, si por completo
rompía con el Provisor.
«Me conozco, pensaba; sé que, después de todo, le tengo cierto cariño, y
si abandonase su amistad, una voz insufrible me había de estar gritando
siempre en favor suyo. Mejor es esto; ya que él disimula, y finge no ver
este cambio, y ya no se queja como al principio, dejémoslo todo así;
quiero paz, paz, no más batallas aquí dentro».
Don Álvaro, en el tono confidencial que había adoptado después de su
declaración, había venido a indicar vagamente que no convenía irritar a
don Fermín, que él le creía capaz de hacer daño siempre de un modo o de
otro. Ana, aunque Álvaro no se atrevía a ser muy explícito en este
particular, comprendía lo que su amigo, _nuevo hermano_, quería decir y
aprobaba su prudencia.
Por todo lo cual pudo el Provisor atreverse a insinuar aquel deseo que
en otro tiempo hubiera sido impuesto en un decreto sin exposición de
motivos.
Ana fue a La Costa. Mesía, por disimular, pasó cinco días en Palomares,
después se corrió a San Sebastián, y el día de Nuestra Señora de Agosto
se presentó en La Costa, en un vapor de Bilbao, nuevo y reluciente.
A don Víctor le gustaba mucho, por una temporada, la vida de fonda. Se
había instalado en la más lujosa, de más movimiento y ruido, situada en
el muelle. Allá se fue también Mesía, accediendo a los ruegos de su
amigo el ex-regente.
Veinte días después volvían los tres juntos a Vetusta; Benítez felicitó
a la Regenta por su notable mejoría; ahora si que estaba la salud
asegurada; ¡qué color! ¡qué morbidez! ¡qué _sólidamente_ robusta volvía!
A don Víctor se le caía la baba. «¡Oh, el mar, si no hay como el mar, y
la mesa redonda, y la casa de baños, y los paseos por el muelle, y los
conciertos al aire libre... y los teatros y circos!». ¡Qué contento
estaba con la vida Quintanar! Su mujer era una joya; la más hermosa de
la provincia, como había sido siempre, pero además ahora suya,
completamente suya, y de un humor nuevo, alegre, activo, como el que
Dios le había otorgado a él....
--¿Y yo? ¿eh? ¿qué tal vengo yo señor Benítez?
--Magnífico, magnífico también; hecho un pollo.
--¡Ya lo creo!--¿Y este galápago? Este galápago que ya va siendo viejo,
¿qué tal?--Y daba palmaditas en la espalda de Mesía--. Este sí que
parece un chiquillo.
Y volviéndose a Frígilis que estaba presente, algo triste y desmejorado,
añadía Quintanar:
--En cambio tú vas a escape para Villavieja.... Y eso que tanto tono
sabes darte con tu higiene, y tu vida de árbol secular. No, lo que es al
siglo no llegas, carcamal....
Y abrazaba y daba palmadas en la espalda también a su Frígilis para que
no tuviera celos de Mesía. Quintanar era feliz; quería que lo fueran
todos los suyos, su mujer, sus criados, y los amigos, hasta los
conocidos, el mundo entero.
Si Mesía le preguntaba en broma:
--¿Qué tal _Kempis_? ¿Qué dice de esto _Kempis_?
El otro contestaba:--¿Quién? ¡Qué
_Kempis_ ni qué ocho cuartos!... Voy a hacer obras en el caserón. Voy a
blanquear el patio y los pasillos, a empapelar el comedor y picar la
piedra de la fachada. Verán ustedes qué hermosa queda la piedra
amarillenta después que la piquemos. No quiero obscuridad, no quiero
negruras, no quiero tristezas.
Mesía había convencido a la Regenta de que don Víctor, en rigor, venía a
ser una cosa así... como un padre. Siempre había pensado ella algo por
el estilo.
Sin embargo, se le debía el honor; y a pesar de tanta intimidad, de
aquel amor confesado implícitamente, Ana podía decir que don Álvaro no
había puesto sus labios en aquella piel con cuyo contacto soñaba de
fijo.
Mesía no se daba prisa. «Aquella casada no era como otras; había que
conquistarla como a una virgen; en rigor él era su primer amor y los
ataques brutales la hubieran asustado, le hubieran robado mil ilusiones.
Además a él también le rejuvenecía aquella situación de amor platónico,
de intimidad dulcísima en que sólo él hablaba de amor con la boca y
ambos con los ojos, la sonrisa y todo lo demás que era mudo y no era
deshonesto y grosero».
«Así como así el verano siempre le tenía un poco lánguido y desmadejado.
Calculaba él, con aquella frivolidad afectada y natural al mismo tiempo
de materialista práctico, calculaba que allá para el invierno él se
sentiría fuerte como un roble y la Regenta estaría suave y dócil como
una malva. Además, una barbaridad podía, si no echarlo todo a perder,
retrasar las cosas, darles un giro menos picante y sabroso que el que
llevaban. Ello diría, ello diría y no había de tardar».
Y en tanto la vida era una delicia. El maduro don Juan que, como él
decía, _était déjà sur le retour_, se sentía transformado por la
juventud y la pasión vehemente y soñadora de Anita. No recordaba don
Álvaro haber deseado tanto a una mujer ni haber gozado con los amores
platónicos, según él llamaba a todos los no consumados, como estaba
gozando entonces.
La Regenta cayendo, cayendo era feliz; sentía el mareo de la caída en
las entrañas, pero si algunos días al despertar en vez de pensamientos
alegres encontraba, entre un poco de bilis, ideas tristes, algo como un
remordimiento, pronto se curaba con la nueva metafísica naturalista que
ella, sin darse cuenta de ello, había creado a última hora para
satisfacer su afán invencible de llevar siempre a la abstracción, a las
generalidades, los sucesos de su vida.
Pero la misma Ana, tan dada a cavilaciones, tenía poco tiempo para
ellas. Toda la vida era diversión, excursiones, comidas alegres,
teatros, paseos. Entre la casa de los Marqueses y la de Quintanar se
había establecido una especie de convivencia de que participaban
Obdulia, Visita, Álvaro, Joaquín y algunos otros amigos íntimos.
Se iba al Vivero muy a menudo; se corría por el bosque, por la galería
que rodeaba la casa, por la huerta, por la orilla del río. Todos
parecían cómplices. Obdulia y Visita adoraban a la Regenta, eran
esclavas de sus caprichos, se la comían a besos; juraban que eran
felices viéndola tan tratable, tan _humanizada_. Y jamás una alusión
picaresca, ni una pregunta indiscreta, ni una sorpresa importuna. Nadie
hablaba allí del peligro que sólo ignoraba Quintanar. Muchas veces,
cuando una tormenta como la de San Pedro descargaba sobre el Vivero, se
quedaba allí toda la comitiva a pasar la noche. Ana se encontraba, sin
buscarlo, pero sin esquivar las ocasiones, en contacto con Álvaro,
apretada contra él en coches, palcos, bailes, bosques, muchas veces cada
semana.
Un día de Noviembre, de los pocos buenos del Veranillo de San Martín, se
emprendió la última excursión, por aquel año, al Vivero.
La alegría era extremada, nerviosa. _Aquellos chicos_, como seguía
llamándolos Ripamilán, también expedicionario a pesar de los años,
aquellos chicos que tenían en la quinta de Vegallana los mejores
recuerdos de sus juegos alegres, se despedían con pesar de aquel rincón
de sus primaveras y sus otoños. Querían saborear hasta la última gota
de alegría loca en la libertad del campo, en las confidencias secretas y
picantes del bosque. Jamás Visita _hizo la niña_ de mejor buena fe,
jamás Obdulia consintió a Joaquín _más tonterías_, según su vocabulario
lleno de eufemismos; Edelmira y Paco hicieron unas paces rotas ocho días
antes; hasta los viejos cantaron, bailaron un minué y corrieron por el
bosque; don Víctor hizo diabluras y se cayó al río, pretendiendo
saltarlo de un brinco por cierto paraje estrecho.
Ana y Álvaro, al darse la mano por la mañana, al subir al coche, se
encontraron en la piel y en la sangre impresiones nuevas. La noche
anterior Álvaro había dicho que él se quería morir. No pedía nada, pero
se quería morir. Ana en todo el camino de Vetusta al Vivero no dijo más
que esto, y bajo, al oído de Álvaro: «Hoy es el último día».
Después de comer, a todos los amantes del Vivero les preocupó la idea de
que la tarde sería muy corta. Joaquín y Obdulia sabían que todo el mundo
era patria: «¡pero como allí!» Edelmira y Paco suspiraban también por
sus escondites de la quinta, que iban a dejar muy pronto.... Antes del
último arranque de locura, de las últimas carreras por el bosque y de la
última alegría hubo un cuarto de hora de melancolía... de cansancio
mezclado de tristeza. La tarde iba a ser corta y la última. Visita se
sentó al piano y tocó la polka de _Salacia_, un baile fantástico de gran
espectáculo que se representaba aquellas noches en Vetusta. _Salacia_,
la hija del mar, sacaba a sus hermanas del océano y no se sabe por qué a
las bacantes a bailar en la playa una danza infernal; Ana recordó la
impresión que aquella polka había causado en sus sentidos.... «¡Las
bacantes! Asia... los tirsos, la piel de tigre de Baco».--Ana sabía
mucho de estos recuerdos mitológicos y pronto había dejado de ver el
pobre aparato escénico del teatro de Vetusta y las bailarinas prosaicas
y no todas bien formadas, para trasladarse a la imaginada región de
Oriente donde su fantasía, a medias ilustrada, veía bosques misteriosos,
carreras frenéticas de las bacantes enloquecidas por la música
estridente y por las libaciones de perpetua orgía, al aire libre. ¡La
bacante! la fanática de la naturaleza, ebria de los juegos de su vida
lozana y salvaje; el placer sin tregua, el placer sin medida, sin miedo;
aquella carrera desenfrenada por los campos libres, saltando abismos,
cayendo con delicia en lo desconocido, en el peligro incierto de
precipicios y enramadas traidoras y exuberantes.... Mientras Visita
recordaba de mala manera en el piano aquella humilde polka de _Salacia_,
que tenía de bueno lo que tenía de copia, la Regenta dejaba bailar en su
cerebro todos aquellos fantasmas de sus lecturas, de sus sueños y de su
pasión irritada.
De pronto se le antojó mirar una _Ilustración_ que estaba sobre un
centro de sala. «La última flor» decía la leyenda de un grabado en que
clavó Ana los ojos. En un jardín, en Otoño, una mujer, hermosa, de unos
treinta años, aspiraba con frenesí y oprimía contra su rostro una
flor... la última....
--¡Ea, ea, al monte!--gritó en aquel momento Obdulia desde la
huerta--¡al monte, al monte! a despedirse de los árboles....
Visitación azotó con fuerza las teclas violentando el compás de su
polka... y en seguida cerró el piano con ímpetu:
--¡Al monte! ¡al monte!--gritaron de arriba y de abajo.
Y salieron por el postigo a despedirse de robles, encinas, espinos,
zarzas, helechos, y de la yerba fresca y verde de la otoñada.
Aquella noche se prolongó la fiesta en Vetusta; era la despedida del
buen tiempo; el invierno iba a volver, el diluvio estaba a la puerta....
Y se improvisó una cena para todos aquellos señores. Muchos a las doce,
después de bailar y cantar y alborotar, ya tenían apetito; se había
comido temprano; otros no hicieron más que probar golosinas y beber.
Como la noche se había quedado tan serena y templada que parecía de las
primeras de Septiembre, se cenó en la estufa nueva que se inauguró en
este día; era grande, alta, confortable, construida por modelo de París.
Don Álvaro, inteligente en la materia, dijo que se parecía, en pequeño,
a la de la princesa Matilde. ¡Cómo envidió Obdulia aquel dato! Y sintió
orgullo. ¡Un hombre que había sido su amante podía hablar de la _serre_
de la princesa Matilde!
Se cenó allí. En el salón amarillo, donde se había bailado después de
volver a Vetusta, mediante algunos tertulios de refresco, se apagaban
solas las velas de esperma, en los candelabros, corriéndose por culpa
del viento que dejaba pasar un balcón abierto. Los criados no habían
apagado más que la araña de cristal. Las sillas estaban en desorden;
sobre la alfombra yacían dos o tres libros, pedazos de papel, barro del
Vivero, hojas de flores, y una rota de Begonia, como un pedazo de
brocado viejo. Parecía el salón fatigado. Las figuras de los cromos
finos y provocativos de la Marquesa reían con sus posturas de falsa
gracia violentas y amaneradas. Todo era allí ausencia de honestidad; los
muebles sin orden, en posturas inusitadas, parecían amotinados,
amenazando contar a los sordos lo que sabían y callaban tantos años
hacía. El sofá de ancho asiento amarillo, más prudente y con más
experiencia que todo, callaba, conservando su puesto.
Una ráfaga de viento apagó la última luz que alumbraba el cuadro
solitario. El reloj de la catedral dio las doce. Se abrió la puerta del
salón y pasaron dos bultos. Las pisadas las apagó en seguida la
alfombra. Por toda claridad la poca de la calle, producto de la luna
nueva y de un farol de enfrente, adulación del municipio nuevo a la casa
del Marqués. Al abrirse la puerta se oyó a lo lejos el ruido de la
servidumbre en la cocina; carcajadas y el _run, run_ de una guitarra
tañida con timidez y cierto respeto a los amos; este rumor se mezclaba
con otro más apagado, el que venía de la huerta, atravesaba los
cristales de la estufa y llegaba al salón como murmullo de un barrio
populoso lejano.
Los dos bultos eran Mesía y Quintanar, que ebrio de confidencias
perseguía a su amigo íntimo con el relato de las aventuras de su
juventud, allá en la Almunia de don Godino.
Don Álvaro se dejó caer en el sofá, soñoliento y soñador; no oía a don
Víctor, oía la voz del deseo ardiente, brutal, que gritaba: «¡hoy, hoy,
ahora, aquí, aquí mismo!».
Y en tanto el ex-regente, a quien aquellas sombras del salón y aquella
discreta luz del farol de enfrente y del cuarto de luna parecían muy a
propósito para confesar sus picardías eróticas, continuaba el relato,
para decir de cuando en cuando, a manera de estribillo:
--¡Pero qué fatalidad! ¿Cree usted que por fin la hice mía? ¡pues, no
señor! pásmese usted.... Lo de siempre, me faltó la constancia, la
decisión, el entusiasmo... y me quedé a media miel, amigo mío. No sé qué
es esto; siempre sucede lo mismo... en el momento crítico me falta el
valor... y estoy por decir que el deseo....
Una vez, al repetir esta canción don Víctor, a Mesía se le antojó
atender; oyó lo de quedarse a media miel, lo de faltarle el valor... y
con suprema resolución, casi con ira pensó:
--Este idiota me está avergonzando, sin saberlo.... Ya que él lo quiere,
que sea.... Esta noche se acaba esto.... Y si puedo, aquí mismo....
Poco después, los dos amigos, cansado hasta el mismo don Víctor de
confesiones, volvieron a la mesa, donde reinaba la dulce fraternidad de
las buenas digestiones después de las cenas grandiosas. No estaba allí
Anita.
Salió Álvaro sin ser visto, por lo menos sin que nadie pensara en si
salía o no, y entró de nuevo en el caserón. En la cocina seguía la
algazara. Lo demás todo era silencio. Volvió al salón. No había nadie.
«No podía ser». Entró en el gabinete de la Marquesa.... Tampoco vio entre
las sombras ningún cuerpo humano. Todo era sillas y butacas. Sobre ellas
ningún bulto de mujer. «No podía ser». Con aquella fe en sus
corazonadas, que era toda su religión, Álvaro buscó más en lo obscuro...
llegó al balcón entornado; lo abrió...
--¡Ana!--¡Jesús!
--XXIX--
«El día de Navidad venga usted a comer el pavo con nosotros. Me lo han
mandado de León lleno de nueces. Será cosa exquisita. Además, tengo vino
de mi tierra, un Valdiñón que se masca...».
Mesía no faltó a su promesa, y el día de Navidad comió en el caserón de
los Ozores. El salón estaba ahora empapelado de azul y oro a cuadros; la
gran chimenea churrigueresca se había conservado con sus ondulantes
sirenas de abultado seno de yeso. Don Víctor se contentó con pintar de
un blanco gris _discreto_, como él decía, todas aquellas cornisas,
volutas, acantos, escocias y hojarasca.
A los postres, el amo de la casa se quedó pensativo. Seguía con la
mirada disimuladamente las idas y venidas de Petra, que servía a la
mesa. Después del café pudo notar don Álvaro que su amigo estaba
impaciente. Desde aquel verano, desde que habían vivido juntos en la
fonda de La Costa, don Víctor se había acostumbrado a la comensalía de
don Álvaro; le encontraba a la mesa más decidor y simpático que en
ninguna otra parte y le convidaba a comer a menudo. Pero otras veces,
después de charlar cuanto quería, Quintanar solía levantarse, dar una
vuelta por el Parque, vestirse, siempre cantando, y dejar así media hora
larga solos a Anita y a su amigo. Y ahora no, no se movía. Ana y Álvaro
se miraban, preguntándose con los ojos qué novedad sería aquella.
La Regenta se inclinó un instante para recoger una servilleta del suelo,
y don Víctor hizo a Mesía una seña que quería decir claramente:
--Me estorba esa; si se fuera... hablaríamos.
Mesía encogió los hombros.
Cuando Ana levantó la cabeza sonriendo a don Álvaro, este, sin verlo
Quintanar, apuntó a la puerta sin mover más que los ojos.
Ana salió en seguida.--¡Gracias a Dios!--dijo su marido, respirando con
fuerza--. Creí que no se marchaba hoy esa muchacha.
Ni siquiera recordaba que otras veces quien se marchaba era él.
--Ahora podremos hablar.--Usted dirá--respondió tranquilamente Álvaro,
chupando su habano y tapándose la cara con el humo, según su costumbre
de _enturbiar el aire_ cuando le convenía.
«¿Qué tripa se le habrá roto a este?», pensó con un vago recelo, que no
se explicaba siquiera.
Don Víctor acercó su silla a la del otro, y tomó el tono de las grandes
revelaciones.
--Actualmente--dijo--todo me sonríe. Soy feliz en mi hogar, no entro ni
salgo en la vida pública; ya no temo la invasión absorbente de la
iglesia, cuya influencia deletérea... pero esa Petra me parece que me
quiere dar un disgusto.
Movimiento de sobresalto en Mesía.
--Explíquese usted. ¿Ha vuelto usted a las andadas?
--He vuelto y no he vuelto.... Quiero decir... ha habido escarceos...
explicaciones... treguas... promesas de respetar... lo que esa
grandísima tunanta no quiere que le respeten... en suma: ella está
picada porque yo prefiero la tranquilidad de mi hogar, la pureza de mi
lecho, de mi tálamo... como si dijéramos, a la satisfacción de efímeros
placeres.... ¿Me entiende usted? Finge que se alborota por defender su
honor que, en resumidas cuentas, aquí nadie se atreve a amenazar
seriamente, y lo que en rigor la irrita, es mi frialdad....
--¿Pero qué hace? vamos a ver....
--Mire usted, Álvaro, por nada de este mundo daría yo un disgusto a mi
Anita, que es ahora modelo de esposas; siempre fue buena, pero antes
tenía sus caprichos, ya recuerda usted....
--Sí, sí... al grano.--Ahora la pobrecita coincide con mis gustos en
todo. Por aquí, digo, y por aquí se va. Hasta le ha pasado aquella
exaltación un poco selvática, aquel amor excesivo a los placeres
bucólicos, aquella exclusiva preocupación de la salud al aire libre, del
ejercicio, de la higiene en suma.... Todos los extremos son malos, y
Benítez me tenía dicho que la verdadera curación de Ana vendría cuando
se la viese menos atenta a la salud de su cuerpo, sin volver, ni por
pienso, al cuidado excesivo y loco de su alma. ¡Aquello era lo peor!
--Pero... no me dice usted...--Allá voy; Ana vive ahora en un
equilibrio que es garantía de la salud por la que tanto tiempo hemos
suspirado; ya no hay nervios, quiero decir, ya no nos da aquellos
sustos; no tiene jamás veleidades de santa, ni me llena la casa de
sotanas... en fin, es otra, y la paz que ahora disfruto no quiero
perderla a ningún precio. Ahora bien.... Petra... puede y creo que quiere
comprometernos.
--Pero vamos a ver, ¿qué hace Petra?
--Comprometer la paz de esta casa; temo que quiere dominarnos
prevaliéndose de mi situación falsa, falsísima... lo confieso. ¿No
comprende usted que para Ana tendría que ser un golpe terrible cualquier
revelación de esa... ramerilla hipócrita?
--¿Pero qué sucede, señor? ¡hable usted claro y pronto!--gritó Mesía
impaciente, más interesado en el asunto de lo que su amigo podía
suponer.
--Más bajo, Álvaro, más bajo. ¿Qué sucede? Mucho. Petra sabe que yo
quiero evitar a toda costa un disgusto a mi mujer, porque temo que
cualquier crisis nerviosa lo echase todo a rodar y volviéramos a las
andadas. Un desengaño, mi escasa fidelidad descubierta, de fijo la
volvería a sus antiguas cavilaciones, a su desprecio del mundo, buscaría
consuelo en la religión y ahí teníamos al señor Magistral otra vez....
¡Antes que eso, cualquiera cosa! Es preciso evitar a toda costa que Ana
sepa que yo, en momento de ceguera intelectual y sensual fuí capaz de
solicitar los favores de esa _scortum_, como las llama don Saturnino.
--Pero ¿por qué ha de saber Ana eso? Si, después de todo, no hay nada
que saber....
--Sí; lo que hay basta para clavarle un puñal a la pobrecita. La conozco
yo.... Y sobre todo, si Petra dice lo que hay, mi esposa pensará lo
demás, lo que no hay.--¿Pero Petra?... Acabe usted. ¿Ha dicho algo?
¿Ha amenazado con decir?...
--Esa es la cuestión. Habla gordo, es insolente, trabaja poco, no admite
riñas y aspira a ponerse en un pie de igualdad absurdo....
--Absurdo...--Y la infame ¿con quién creerá usted que está más altiva,
más soberbia, más insolente? ¿Conmigo? Eso parecería lo natural. ¡Pues
no señor, con Ana! ¡Pásmese usted, con Ana!
Desde la nube de humo en que estaba envuelto, don Álvaro contestó:
--¡Ya se comprende... quiere hacerle a usted la forzosa; tal vez celos!
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