La Regenta - 19

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llegaba la primavera y ella misma, ella le buscaba los besos en la boca;
le remordía la conciencia de no quererle como marido, de no desear sus
caricias; y además tenía miedo a los sentidos excitados en vano. De todo
aquello resultaba una gran injusticia no sabía de quién, un dolor
irremediable que ni siquiera tenía el atractivo de los dolores poéticos;
era un dolor vergonzoso, como las enfermedades que ella había visto en
Madrid anunciadas en faroles verdes y encarnados. ¿Cómo había de
confesar aquello, sobre todo así, como lo pensaba? y otra cosa no era
confesarlo».
«Y la juventud huía, como aquellas nubecillas de plata rizada que
pasaban con alas rápidas delante de la luna... ahora estaban plateadas,
pero corrían, volaban, se alejaban de aquel baño de luz argentina y
caían en las tinieblas que eran la vejez, la vejez triste, sin
esperanzas de amor. Detrás de los vellones de plata que, como bandadas
de aves cruzaban el cielo, venía una gran nube negra que llegaba hasta
el horizonte. Las imágenes entonces se invirtieron; Ana vio que la luna
era la que corría a caer en aquella sima de obscuridad, a extinguir su
luz en aquel mar de tinieblas».
«Lo mismo era ella; como la luna, corría solitaria por el mundo a
abismarse en la vejez, en la obscuridad del alma, sin amor, sin
esperanza de él... ¡oh, no, no, eso no!».
Sentía en las entrañas gritos de protesta, que le parecía que reclamaban
con suprema elocuencia, inspirados por la justicia, derechos de la
carne, derechos de la hermosura. Y la luna seguía corriendo, como
despeñada, a caer en el abismo de la nube negra que la tragaría como un
mar de betún. Ana, casi delirante, veía su destino en aquellas
apariencias nocturnas del cielo, y la luna era ella, y la nube la vejez,
la vejez terrible, sin esperanza de ser amada. Tendió las manos al
cielo, corrió por los senderos del _Parque_, como si quisiera volar y
torcer el curso del astro eternamente romántico. Pero la luna se anegó
en los vapores espesos de la atmósfera y Vetusta quedó envuelta en la
sombra. La torre de la catedral, que a la luz de la clara noche se
destacaba con su espiritual contorno, transparentando el cielo con sus
encajes de piedra, rodeada de estrellas, como la Virgen en los cuadros,
en la obscuridad ya no fue más que un fantasma puntiagudo; más sombra en
la sombra.
Ana, lánguida, desmayado el ánimo, apoyó la cabeza en las barras frías
de la gran puerta de hierro que era la entrada del _Parque_ por la calle
de Tras-la-cerca. Así estuvo mucho tiempo, mirando las tinieblas de
fuera, abstraída en su dolor, sueltas las riendas de la voluntad, como
las del pensamiento que iba y venía, sin saber por dónde, a merced de
impulsos de que no tenía conciencia.
Casi tocando con la frente de Ana, metida entre dos hierros, pasó un
bulto por la calle solitaria pegado a la pared del _Parque_.
«¡Es él!» pensó la Regenta que conoció a don Álvaro, aunque la aparición
fue momentánea; y retrocedió asustada. Dudaba si había pasado por la
calle o por su cerebro.
Era don Álvaro en efecto. Estaba en el teatro, pero en un entreacto se
le ocurrió salir a satisfacer una curiosidad intensa que había sentido.
«Si por casualidad estuviese en el balcón.... No estará, es casi seguro,
pero ¿si estuviese?». ¿No tenía él la vida llena de felices accidentes
de este género? ¿No debía a la buena suerte, a la _chance_ que decía don
Álvaro, gran parte de sus triunfos? ¡Yo y la ocasión! Era una de sus
divisas. ¡Oh! si la veía, la hablaba, le decía que sin ella ya no podía
vivir, que venía a rondar su casa como un enamorado de veinte años
platónico y romántico, que se contentaba con ver por fuera aquel
paraíso.... Sí, todas estas sandeces le diría con la elocuencia que ya se
le ocurriría a su debido tiempo. El caso era que, por casualidad,
estuviese en el balcón. Salió del teatro, subió por la calle de Roma,
atravesó la Plaza del Pan y entró en la del Águila. Al llegar a la Plaza
Nueva se detuvo, miró desde lejos a la rinconada... no había nadie al
balcón.... Ya lo suponía él. No siempre salen bien las corazonadas. No
importaba.... Dio algunos paseos por la plaza, desierta a tales horas....
Nadie; no se asomaba ni un gato. «Una vez allí ¿por qué no continuar el
cerco romántico?». Se reía de sí mismo. ¡Cuántos años tenía que remontar
en la historia de sus amores para encontrar paseos de aquella índole!
Sin embargo de la risa, sin temor al barro que debía de haber en la
calle de Tras-la-cerca, que no estaba empedrada, se metió por un arco de
la Plaza Nueva, entró en un callejón, después en otro y llegó al cabo a
la calle a que daba la puerta del _Parque_. Allí no había casas, ni
aceras ni faroles; era una calle porque la llamaban así, pero consistía
en un camino maltrecho, de piso desigual y fangoso entre dos paredones,
uno de la Cárcel y otro de la huerta de los Ozores. Al acercarse a la
puerta, pegado a la pared, por huir del fango, Mesía creyó sentir la
corazonada verdadera, la que él llamaba así, porque era como una
adivinación instantánea, una especie de doble vista. Sus mayores
triunfos de todos géneros habían venido así, con la corazonada
verdadera, sintiendo él de repente, poco antes de la victoria, un valor
insólito, una seguridad absoluta; latidos en las sienes, sangre en las
mejillas, angustia en la garganta.... Se paró. «Estaba allí la Regenta,
allí en el Parque, se lo decía aquello que estaba sintiendo.... ¿Qué
haría si el corazón no le engañaba? Lo de siempre en tales casos; ¡jugar
el todo por el todo! Pedirla de rodillas sobre el lodo, que abriera; y
si se negaba, saltar la verja, aunque era poco menos que imposible;
pero, sí, la saltaría. ¡Si volviera a salir la luna! No, no saldría; la
nube era inmensa y muy espesa; tardaría media hora la claridad».
Llegó a la verja; él vio a la Regenta primero que ella a él. La conoció,
la adivinó antes.
--«¡Es tuya!--le gritó el demonio de la seducción--; te adora, te
espera».
Pero no pudo hablar, no pudo detenerse. Tuvo miedo a su víctima. La
superstición vetustense respecto de la virtud de Ana la sintió él en sí;
aquella virtud como el Cid, ahuyentaba al enemigo después de muerta
acaso; él huir; ¡lo que nunca había hecho! Tenía miedo... ¡la primera
vez!
Siguió; dio tres, cuatro pasos más sin resolverse a volver pie atrás,
por más que el demonio de la seducción le sujetaba los brazos, le atraía
hacia la puerta y se le burlaba con palabras de fuego al oído
llamándole: «¡Cobarde, seductor de meretrices!... ¡Atrévete, atrévete
con la verdadera virtud; ahora o nunca!...».
--«¡Ahora, ahora!»--gritó Mesía con el único valor grande que tenía--;
y ya a diez pasos de la verja volvió atrás furioso, gritando:
--¡Ana! ¡Ana! Le contestó el silencio. En la obscuridad del _Parque_ no
vio más que las sombras de los eucaliptus, acacias y castaños de Indias;
y allá a lo lejos, como una pirámide negra el perfil de la
_Washingtonia_, el único amor de Frígilis, que la plantó y vio crecer
sus hojas, su tronco, sus ramas.
Esperó en vano.--Ana, Ana--volvió a decir quedo, muy quedo--; pero sólo
le contestaban las hojas secas, arrastradas por el viento suave sobre la
arena de los senderos.
Ana había huido. Al ver tan cerca aquella tentación que amaba, tuvo
pavor, el pánico de la honradez, y corrió a esconderse en su alcoba,
cerrando puertas tras de sí, como si aquel libertino osado pudiera
perseguirla, atravesando la muralla del _Parque_. Sí, sentía ella que
don Álvaro se infiltraba, se infiltraba en las almas, se filtraba por
las piedras; en aquella casa todo se iba llenando de él, temía verle
aparecer de pronto, como ante la verja del _Parque_.
«¿Será el demonio quien hace que sucedan estas casualidades?», pensó
seriamente Ana, que no era supersticiosa.
Tenía miedo; veía su virtud y su casa bloqueadas, y acababa de ver al
enemigo asomar por una brecha. Si la proximidad del crimen había
despertado el instinto de la inveterada honradez, la proximidad del amor
había dejado un perfume en el alma de la Regenta que empezaba a
infestarse.
«¡Qué fácil era el crimen! Aquella puerta... la noche... la
obscuridad.... Todo se volvía cómplice. Pero ella resistiría. ¡Oh! ¡sí!
aquella tentación fuerte, prometiendo encantos, placeres desconocidos,
era un enemigo digno de ella. Prefería luchar así. La lucha vulgar de la
vida ordinaria, la batalla de todos los días con el hastío, el ridículo,
la prosa, la fatigaban; era una guerra en un subterráneo entre fango.
Pero luchar con un hombre hermoso, que acecha, que se aparece como un
conjuro a su pensamiento; que llama desde la sombra; que tiene como una
aureola, un perfume de amor... esto era algo, esto era digno de ella.
Lucharía».
Don Víctor volvió del teatro y se dirigió al gabinete de su mujer. Ana
se le arrojó a los brazos, le ciñó con los suyos la cabeza y lloró
abundantemente sobre las solapas de la levita de tricot.
La crisis nerviosa se resolvía, como la noche anterior, en lágrimas, en
ímpetus de piadosos propósitos de fidelidad conyugal. Su don Víctor, a
pesar de las máquinas infernales, era el deber; y el Magistral sería la
égida que la salvaría de todos los golpes de la tentación formidable.
Pero Quintanar no estaba enterado. Venía del teatro muerto de sueño--¡no
había dormido la noche anterior!--y lleno de entusiasmo
lírico-dramático. Francamente, aquellos enternecimientos periódicos le
parecían excesivos y molestos a la larga. «¿Qué diablos tenía su
mujer?».
--Pero, hija, ¿qué te pasa? tú estás mala....
--No, Víctor, no; déjame, déjame por Dios ser así. ¿No sabes que soy
nerviosa? Necesito esto, necesito quererte mucho y acariciarte... y que
tú me quieras también así.
--¡Alma mía, con mil amores!... pero... esto no es natural, quiero
decir... está muy en orden, pero a estas horas... es decir... a estas
alturas... vamos... que.... Y si hubiéramos reñido... se explicaría
mejor... pero así sin más ni más.... Yo te quiero infinito, ya lo sabes;
pero tú estás mala y por eso te pones así; sí, hija mía, estos
extremos....
--No son extremos, Quintanar--dijo Ana sollozando y haciendo esfuerzos
supremos para idealizar a D. Víctor que traía el lazo de la corbata
debajo de una oreja.
--Bien, vida mía, no serán; pero tú estás mala. Ayer amagó el ataque, te
pusiste nerviosilla... hoy ya ves cómo estás.... Tú tienes algo.
Ana movió la cabeza negando.--Sí, hija mía; hemos hablado de eso en el
palco la Marquesa, don Robustiano y yo. El doctor opina que la vida que
llevas no es sana, que necesitas dar variedad a la actividad cerebral y
hacer ejercicio, es decir, distracciones y paseos. La Marquesa dice que
eres demasiado formal, demasiado buena, que necesitas un poco de aire
libre, ir y venir... y yo, por último, opino lo mismo, y estoy
resuelto--esto lo dijo con mucha energía--estoy resuelto a que termine
la vida de aislamiento. Parece que todo te aburre; tú vives allá en tus
sueños.... Basta, hija mía, basta de soñar. ¿Te acuerdas de lo que te
pasó en Granada? Meses enteros sin querer teatros, ni visitas, ni más
que escapadas a la Alhambra y al Generalife; y allí leyendo y papando
moscas te pasabas las horas muertas. Resultado: que enfermaste y si no
me trasladan a Valladolid, te me mueres. ¿Y en Valladolid? Recobraste la
salud gracias a la fuerza de los alimentos, pero la melancolía mal
disimulada seguía, los nervios erre que erre.... Volvemos a Vetusta, casi
pasando por encima de la ley, y nos coge el luto de tu pobre tía Águeda
que se fue a juntar con la otra, y con ese pretexto te encierras en este
caserón y no hay quien te saque al sol en un año. Leer y trabajar como
si estuvieras a destajo.... No me interrumpas; ya sabes que riño pocas
veces; pero ya que ha llegado la ocasión, he de decirlo todo; eso es,
todo. Frígilis me lo repite sin cesar: «Anita no es feliz».
--¿Qué sabe él?--Bien sabes que él te quiere, que es nuestro mejor
amigo.
--Pero ¿por qué dice que no soy feliz? ¿En qué lo conoce?...
--No lo sé; yo no lo había notado, lo confieso, pero ya me voy
inclinando a su parecer. Estas escenas nocturnas....
--Son los nervios, Quintanar.
--Pues guerra a los nervios ¡caracoles!
--Sí...--Nada; fallo; que debo condenar y condeno esta vida que haces,
y desde mañana mismo otra nueva. Iremos a todas partes y, si me apuras,
le mando a Paco o al mismísimo Mesía, el Tenorio, el simpático Tenorio,
que te enamoren.
--¡Qué atrocidad!...--¡Programa!--gritó don Víctor--: al teatro dos
veces a la semana por lo menos; a la tertulia de la Marquesa cada cinco
o seis días, al Espolón todas las tardes que haga bueno; a las reuniones
de confianza del Casino en cuanto se inauguren este año; a las meriendas
de la Marquesa, a las excursiones de la _high life_ vetustense, y a la
catedral cuando predique don Fermín y repiquen gordo. ¡Ah! y por el
verano a Palomares, a bañarse y a vestir batas anchas que dejen entrar
el aire del mar hasta el cuerpo... ea, ya sabes tu vida. Y esto no es un
programa de gobierno, sino que se cumplirá en todas sus partes. La
Marquesa, don Robustiano y Paquito me han prometido ayudarme, y
Visitación, que estaba en la platea de Páez, también me dijo que contara
con ella para sacarte de tus casillas.... Sí, señora, saldremos de
nuestras casillas. No quiero más nervios, no quiero que Frígilis diga
que no eres feliz....
--¿Qué sabe él?--Ni quiero llantos que me quitan a mí el sueño. Cuando
lloras sin saber por qué, hija mía, me entra una comezón, un miedo
supersticioso.... Se me figura que anuncias una desgracia.
Ana tembló, como sintiendo escalofríos.
--¿Ves? tiemblas; a la cama, a la cama, ángel mío; todos a la cama; yo
me estoy cayendo.
Bostezó don Víctor y salió del gabinete después de depositar un casto
beso en la frente de su mujer.
Entró en su despacho. Estaba de mal humor. «Aquella enfermedad
misteriosa de Ana--porque era una enfermedad, estaba seguro--le
preocupaba y le molestaba. No estaba él para templar gaitas: los nervios
le eran antipáticos; estas penas sin causa conocida no le inspiraban
compasión, le irritaban, le parecían mimos de enfermo; él quería mucho a
su mujer, pero a los nervios los aborrecía.... Además en el teatro había
tenido una discusión acalorada: un majadero, un sietemesino que
estudiaba en Madrid, había dicho que el teatro de Lope y de Calderón no
debía imitarse en nuestros días, que en las tablas era poco natural el
verso, que para los dramas de la época era mejor la prosa. ¡Imbécil!
¡que el verso es poco natural! ¡Cuando lo natural sería que todos, sin
distinción de clases, al vernos ultrajados prorrumpiéramos en quintillas
sonoras! La poesía será siempre el lenguaje del entusiasmo, como dice el
ilustre Jovellanos. Figurémonos que yo me llamo Benavides y que Carvajal
quiere quitarme la honra
a obscuras, como el ladrón
de infame merecimiento;
pues ¿dónde habrá cosa más natural que incomodarme yo, y exclamar con
Tirso de Molina (representando):
A satisfacer la fama
que me habéis hurtado vengo:
mi agravio es león que brama;
un león por armas tengo,
y Benavides se llama.
De vuestros torpes amores
dará venganza a mi enojo,
mostrando a mis sucesores
la nobleza de un león rojo
en sangre de dos traidores...?».
Don Víctor se fijó en un velador, que era Carvajal, y ya iba a
concederle la palabra, para que dijese en son de disculpa:
Desde que sois mi cuñado
ni de palabras me afrento..., etc.,
cuando vio con espanto sobre el mueble los restos de su herbario, de sus
tiestos, de su colección de mariposas, de una docena de aparatos
delicados que le servían en sus variadas industrias de fabricante de
jaulas y grilleras, artista en marquetería, coleccionador, entomólogo y
botánico, y otras no menos respetables.
--¡Dios mío! ¡qué es esto!--gritó en prosa culta--¿quién ha causado esta
devastación...? ¡Petra! ¡Anselmo!--y se colgó del cordón de la
campanilla.
Entró Petra sonriente.--¿Qué ha sido esto?--Señor, yo no he sido....
Habrán entrado los gatos.
--¡Cómo los gatos! ¿Por quién se me toma a mí?
Don Víctor alborotaba pocas veces; pero si se tocaba a los cacharros de
su museo, como él llamaba aquella exposición permanente de manías, se
transformaba en un Segismundo. En efecto, sin darse cuenta de ello,
comenzó a parodiar a Perales a quien acababa de ver dando patadas en la
escena y gritando como un energúmeno.
--¡A ver, Anselmo! que venga Anselmo que le voy a tirar por el balcón si
no me explica esto.
Anselmo compareció. Tampoco había sido él.
En medio de su cólera vio Quintanar en un rincón la trampa de los
zorros, despedazada, inservible.
--¡Esto más! ¡Vive Dios! Yo que iba a dar en cara a Frígilis.... ¡Pero,
señor, quién anduvo aquí!
Acudió Ana, porque llegó a su cuarto el ruido.
Lo explicó todo.--Pero tú, Petra--añadió--¿por qué no le has dicho la
verdad al señor?
--Señora, yo... no sabía si debía....
--¿Si debías qué?--preguntó don Víctor con expresión de no comprender.
--Si debía...--Al amo no hay que ocultarle nunca nada--dijo la Regenta
clavando los ojos altaneros en la criada.
Petra sonrió torciendo la boca, y bajó la cabeza.
Don Víctor miraba a todos con entrecejo de estupidez pasajera. Se quedó
solo en su despacho meditando sobre las ruinas de sus inventos, máquinas
y colecciones.
--«¡Dios mío! ¡si estará loca la pobrecita!»--decía entre suspiros
Quintanar, con las manos en la cabeza. Se acostó decidido a consultar
seriamente _lo_ de su mujer. Pronto descansaban todos en la casa, menos
Petra, que en medio de un pasillo, con una palmatoria en la mano,
espiaba el silencio del hogar honrado con miradas cargadas de preguntas.
«Había visto ella muchas cosas en su vida de servidumbre.... En aquella
casa iba a pasar algo. ¿Qué habría hecho la señora en la huerta? ¿No se
le había figurado a ella oír allá, hacia la puerta del _Parque_, una
voz...? Sería aprensión... pero... algo, algo había allí. ¿Qué papel la
reservarían? ¿Contarían con ella? ¡Ay de _ellos_ si no!». Y con una
delicia morbosa, la rubia lúbrica olfateaba la deshonra de aquel hogar,
oyendo a lo lejos los ronquidos de Anselmo; «otro estúpido que jamás
había venido a buscarla en el secreto de la noche»...


--XI--

El magistral era gran madrugador. Su vida llena de ocupaciones de muy
distinto género, no le dejaba libre para el estudio más que las horas
primeras del día y las más altas de la noche. Dormía muy poco. Su doble
misión de hombre de gobierno en la diócesis y sabio de la catedral le
imponía un trabajo abrumador; además, era un clérigo de mundo; recibía y
devolvía muchas visitas, y este cuidado, uno de los más fastidiosos,
pero de los más importantes, le robaba mucho tiempo. Por la mañana
estudiaba filosofía y teología, leía las revistas científicas de los
jesuitas, y escribía sus sermones y otros trabajos literarios. Preparaba
una _Historia de la Diócesis de Vetusta_, obra seria, original, que
daría mucha luz a ciertos puntos obscuros de los anales eclesiásticos de
España. De este libro, sin conocerlo, hablaba muy mal don Saturnino
Bermúdez, cuando estaba un poco alegre, después de comer. Uno de sus
secretos era, que «el Magistral merecía el nombre de sabio, pero no
precisamente el de arqueólogo; nadie sirve para todo».
Don Fermín escribía a la luz tenue y blanca del crepúsculo; la mañana
estaba fresca; de vez en cuando, por vía de descanso, De Pas se
entretenía en soplarse los dedos. Meditaba. Tenía los pies envueltos en
un mantón viejo de su madre. Cubríale la cabeza un gorro de terciopelo
negro, raído; la sotana bordada de zurcidos, pardeaba de puro vieja, y
las mangas de la chaqueta que vestía debajo de la sotana relucían con el
brillo triste del paño muy rozado. Aquel traje sórdido, que tal
contraste mostraba con la elegancia, riqueza y pulcritud que ante el
mundo lucía el Magistral, desaparecía concluido el trabajo, al
aproximarse la hora de las visitas probables. Entonces vestía don Fermín
un cómodo, flamante y bien cortado balandrán, y en un rincón de la
alcoba se escondían las zapatillas de orillo y el gorro con mugre; el
zapato que admiraba Bismarck, el delantero, y el solideo que brillaba
como un sol negro, ocupaban los respectivos extremos del importante
personaje. En su despacho sólo recibía a los que quería deslumbrar por
sabio; en Vetusta y toda su provincia la sabiduría no deslumbraba a casi
nadie, y así la mayor parte de las visitas pasaban al salón inmediato.
Pocos podían jactarse de conocer la casa del Provisor de arriba abajo;
casi nadie había visto más que el vestíbulo, la escalera, un pasillo, la
antesala y el salón de cortinaje verde y sillería con funda de tela
gris; y aun el salón medio se veía porque estaba poco menos que a
obscuras. Uno de los argumentos que empleaban los que defendían la
honradez del Provisor, consistía en recordar la modestia de su ajuar y
de su vida doméstica.
Justamente se había hablado de esto la tarde anterior en el Espolón, en
un corrillo de murmuradores, clérigos unos, seglares otros.
--Entre su madre y él, puede que no gasten doce mil reales al año--decía
muy serio Ripamilán, el venerable Arcipreste--. Él viste bien, eso sí,
con elegancia, hasta con lujo, pero conserva mucho tiempo la ropa, la
cuida, la cepilla bien, y esta partida del presupuesto viene a ser
insignificante. Recuerden ustedes, señores, lo que nos duraba un
sombrero de teja en los ominosos tiempos en que no nos pagaba el
Gobierno. Y en lo demás, ¿qué gastan? Doña Paula con su hábito negro de
Santa Rita, total estameña, su mantón apretado a la espalda, y su
pañuelo de seda para la cabeza, bien pegado a las sienes, ya está
vestida para todo el año. ¿Y comer? Yo no les he visto comer, pero todo
se sabe; el catedrático de Psicología, Lógica y Ética, que saben ustedes
que es muy amigo mío, aunque partidario de no sé qué endiablada escuela
escocesa, y que se pasa la vida en el mercado cubierto, como si aquello
fuese la Stoa o la Academia, pues ese filósofo dice que jamás ha visto a
la criada del Provisor comprar salmón, y besugo sólo cuando está barato,
muy barato. Pues ¿y la casa? La casa, todos ustedes lo saben, es una
cabaña limpia, es la casa de un verdadero sacerdote de Jesús. Lo mejor
es lo que conocemos todos, el salón; ¡y válgate Dios por salón! A la
moda del rey que rabió: solemne, pulcro, eso sí; ¡pero qué de trampas
tapa aquella obscuridad! ¿Quién nos dice que las sillas de damasco verde
no tienen abiertas las entrañas? ¿Las han visto ustedes alguna vez sin
funda? ¿Y la consola panzuda, antiquísima, de un dorado que fue, con su
reloj de música sin música y sin cuerda? Señores, no se me diga: el
Magistral es pobre y cuanto se murmura de cohechos y simonías es infame
calumnia.
--Todo esto es verdad--contestó Foja, el ex-alcalde usurero, que estaba
presente siempre en conversaciones de este género. Parecía nacido para
murmurar.
--No se puede negar que viven como miserables, pero lo mismo hace el
señor Capalleja y ese es millonario. Los avaros siempre son los más
ricos. Para tener dinero, tenerlo. Doña Paula esconde su gato, ¡un
gatazo! ¿Y las casas que compra el Magistral por esos pueblos? ¿Y las
fincas que ha adquirido doña Paula en Matalerejo, en Toraces, en Cañedo,
en Somieda? ¿Y las acciones del Banco?
--¡Calumnia, pura calumnia! usted no ha visto las escrituras; usted no
ha visto las pólizas; usted no ha visto nada....
--Pero sé quien lo ha visto.--¿Quién?--¡El mundo entero!--gritó don
Santos Barinaga, que siempre acudía a maldecir de su mortal enemigo el
Provisor--. ¡El mundo entero!... Yo... yo.... ¡Si yo hablara!... ¡pero
ya hablaré!
--Bah, bah, bah, don Santos; usted no puede ser juez ni testigo en este
proceso.
--¿Por qué?--Porque usted aborrece al Magistral.
--Claro que sí...--Y enseñaba los puños apretados.
--¡Y ya me las pagará!--Pero usted, le aborrece por aquello de «¿quién
es tu enemigo? El de tu oficio». Usted vende objetos del culto: cálices,
patenas, vinajeras, lámparas, sagrarios, casullas, cera y hasta
hostias....
--Sí, señor; y a mucha honra señor Arcipreste.
--Hombre, eso ya lo sé; pero usted, vende eso y....
--¡Hola! ¡hola!--interrumpió Foja--. ¡Preciosa confesión! ¡Dato
precioso! Don Cayetano confiesa que don Santos y don Fermín son
enemigos porque son del mismo oficio. Luego reconoce el eminente
Ripamilán que es cierto lo que dice el mundo entero: que, contra las
leyes divinas y humanas, el Magistral es comerciante, es el dueño, el
verdadero dueño de _La Cruz Roja_, el bazar de artículos de iglesia, al
que por fas o por nefas todos los curas de todas las parroquias del
obispado han de venir _velis nolis_ a comprar lo que necesitan y lo que
no necesitan.
--Permítame usted, señor Foja o señor diablo....
--Y el vulgo, es claro, es malicioso; y como da la pícara casualidad de
que _La Cruz Roja_ ocupa los bajos de la casa contigua a la del
Provisor; y como da la picarísima casualidad de que sabemos todos que
hay comunicación por los sótanos, entre casa y casa....
--Hombre, no sea usted barullón ni embustero.
--Poco a poco, señor canónigo, yo no soy barullero, ni miento, ni soy
obscurantista, ni admito ancas de nadie y menos de un cura.
--No será usted obscurantista, pero tiene la moliera a obscuras para
todo lo que no sea picardía. ¿Qué tiene que ver que al señor Barinaga,
al bueno de don Santos, se le haya metido en la cabeza que su comercio
de quincalla y cera va a menos por una competencia imaginaria que, según
él, le hace el Provisor? ¿Qué tiene que ver eso, alma de cántaro, con
que el bazar, como lo llama, de _La Cruz Roja_, tenga sótanos y el
Magistral sea comerciante aunque lo prohíban los cánones y el Código de
comercio? Sea usted liberal, que eso no es ofender a Dios, pero no sea
usted un boquirroto y mire más lo que dice.
--Oiga usted, don Cayetano; ni la edad, ni el ser aragonés, le dan a
usted derecho para desvergonzarse....
--¡Poco ruido! ¡Poco ruido! señor Fierabrás--repuso el canónigo
terciando el manteo.
Es de advertir que el tono de broma en que estas palabras fuertes se
decían les quitaba toda gravedad y aire de ofensa. En Vetusta el buen
humor consiste en soltarse pullas y _frescas_ todo el año, como en
perpetuo Carnaval, y el que se enfada desentona y se le tiene por mal
educado.
--Es que yo--gritó el ex-alcalde--mato un canónigo como un mosquito....
--Ya lo supongo; con alguna calumnia. Venga usted acá, viborezno
libre-pensador, Voltaire de monterilla, Lutero con cascabeles; según ese
disparatado modo de pensar que usa vuecencia, también se podrá asegurar
lo que dice el vulgo de los préstamos del Magistral al veinte por
ciento.
--_Non capisco_--respondió el ex-alcalde, que sabía italiano de óperas.
--Sí me entiende usted, pero hablaré más claro. ¿No es usted otro libelo
infamatorio con lengua y pies--que viera yo cortados--de los muchos que
sacrifican la honra del Magistral? Pues si don Santos le maldice porque
le roba los parroquianos de su tienda de quincalla, usted le aborrecerá
por lo de la usura; ¿quién es tu enemigo?
--Poco a poco, señor Ripamilán, que se me sube el humo a las narices.
--Dirá usted que se le baja, porque lo tiene usted en lugar de sesos.
--¡Me ha llamado usted usurero!
--Eso; clarito.--Yo empleo mi capital honradamente, y ayudo al
empresario, al trabajador; soy uno de los agentes de la industria y
recojo la natural ganancia.... Estas son habas contadas; y si estos curas
de misa y olla que ahora se usan, supieran algo de algo, sabrían que la
Economía política me autoriza para cobrar el anticipo, el riesgo y,
cuando hay caso, la prima del seguro....
--Del seguro se va usted, señor economista cascaciruelas....
--Yo contribuyo a la circulación de la riqueza....
--Como una esponja a la circulación del agua....
--Y los curas son los zánganos de la colmena social....
--Hombre, si a zánganos vamos....
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