La Regenta - 46
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miedo que está próximo a tener sus peculiares valentías insolentes.
Y en casa, doña Paula ceñuda, silenciosa, desconfiada, preparándose para
una tormenta, recogiendo velas, es decir, dinero, realizando cuanto
podía, cobrando deudas, con fiebre de deshacerse de los géneros de la
_Cruz Roja_. «No parecía sino que se preparaba una liquidación. ¿A qué
venía aquello?». Doña Paula no daba explicaciones. «Sabía a qué
atenerse: su hijo, su Fermo, estaba perdido; aquella _pájara_, aquella
Regenta, santurrona en pecado mortal, le tenía ciego, loco; ¡sabía Dios
lo que pasaría en aquel caserón de los Ozores! ¡Qué escándalo! Todo se
lo iba a llevar la trampa. Había que prepararse. Oh, podrían arrojarla
de Vetusta, pero ella no se iría sin llevarse medio pueblo entre los
dientes».
Por eso mordía con aquel furor que asustaba a su hijo.
Fermo, el _señorito_, pensaba a solas, en su despacho de Fausto
eclesiástico. «¡Solo, estoy solo, ni mi madre me consuela! ¿Qué he de
hacer? Entregarme con toda el alma a esta pasión noble, fuerte.... ¡Ana,
Ana y nada más en el mundo! Ella también está sola, ella también me
necesita.... Los dos juntos bastamos para vencer a todos estos necios y
malvados».
Pálido, casi amarillo, agitado, muy nervioso, llegaba De Pas al lado de
su amiga mística, cada vez más hermosa, de nuevo fresca y rozagante, de
formas llenas, fuertes y armoniosas. La dulzura parecía una aureola de
Anita. La salud había vuelto, purificada con cierta unción de idealidad,
al cuerpo de arrogante transtiberina de aquel modelo de _madona_.
Don Víctor Quintanar se había restituido a su amistad íntima con don
Álvaro Mesía, en cuanto regresó este de Palomares, y al poco tiempo notó
el Magistral que el converso se le rebelaba. Si bien seguía creyéndose
profundamente piadoso, don Víctor hacía distinciones sospechosas entre
la religión y el clero, entre el catolicismo y el ultramontanismo. «Yo
soy tan católico como el primero», esta era su frase cada vez que decía
alguna herejía o algo parecido; pero se metía a interpretar a su modo
los textos del Antiguo y Nuevo Testamento y hasta se atrevía a decir
delante de curas y señoras, que el hombre virtuoso es siempre un
sacerdote, y que un bosque secular es el templo más propio de la
religión pura, y que Jesucristo había sido liberal, con otros
disparates. No era esto lo peor, sino que la Regenta y don Fermín
notaban en Quintanar cierta frialdad cada vez que los veía juntos y el
Magistral tuvo que fingirse distraído ante algunos desaires
disimulados.
Don Álvaro no iba a casa de los Ozores sino muy de tarde en tarde y sólo
hacía visitas de cumplido, muy breves. ¿Por qué así? preguntaba don
Víctor. Y con medias palabras, su amigo le daba a entender que la
Regenta le recibía con mala voluntad y que a él no le gustaba estorbar.
Además, no era él solo el que se retraía. El mismo Paco, el Marquesito,
que en otro tiempo no hacía más que entrar y salir, ahora apenas parecía
por aquella casa. Visitación también iba de tarde en tarde, la Marquesa
casi nunca, y así de todos los amigos y amigas; el Magistral y sólo el
Magistral. Aquel buen señor «hacía el vacío» en derredor de la Regenta.
Ella estaba contenta, no parecía echar de menos a nadie; pero él, don
Víctor, no era de la misma opinión; quería trato, conversación, amena
compañía.
Seguía confesando y comulgando cada dos meses, pero _Kempis_ seguía
cubierto de polvo entre libros profanos; conservaba el miedo al infierno
Quintanar, «pero no quería prescindir por completo de las ventajas
positivas que le ofrecía su breve existencia sobre el haz de la tierra».
«Y sobre todo no quería que el fanatismo se enseñorease de su casa». Los
consejos que para excitarlo le daba Mesía, allá en el Casino, los tomaba
muy en cuenta don Víctor, y siempre se estaba preparando para ponerlos
por obra, pero no se atrevía. No llegaba a más su audacia que a poner un
gesto de vinagre de cuando en cuando, muy de tarde en tarde, al enemigo,
al Magistral; pero como este fingía no comprender aquellas indirectas
mímicas, no se adelantaba nada.
Don Víctor llegó a reconocer, pero sin confesarlo a nadie, que él era
menos enérgico de lo que había creído; «no, no tenía fuerza para
oponerse al _jesuitismo_ que había invadido su hogar». ¡Oh, por algo él
vacilaba antes de consentir a De Pas apoderarse del ánimo de su esposa!
Sí... al fin había sido jesuita...». Quintanar acabó por comparar el
poder del Provisor en el caserón de los Ozores, con el que tuvieron los
jesuitas en el Paraguay. «Sí, mi casa es otro Paraguay». Y cada día se
encontraba más incapaz de oponerse a la _perniciosa influencia_. No
sabía más que poner mala cara y parar poco en casa.
Con esto sólo consiguió que la Regenta y el Magistral conviniesen en
verse más a menudo fuera del caserón y menos veces en él. «Mejor era
hablarse en casa de doña Petronila. ¿Para qué molestar al pobre don
Víctor? Ya que amistades nocivas le apartaban otra vez del buen camino y
le envenenaban el alma con insinuaciones malévolas, con sospechas torpes
e impías, más valía dejarle en paz, apartar de su vista el espectáculo
inocente, mas para él poco agradable, de dos almas hermanas que viven
unidas, con lazo fuerte, en la piedad y el idealismo más poético».
En casa de doña Petronila, en el salón de balcones discretamente
entornados, de alfombra de fieltro gris, era donde pasaban horas y horas
los dos amigos del alma, hablando de intereses espirituales, como decía
el gran Constantino, sin más testigo que el gato blanco, cada vez más
gordo, que iba y venía sin ruido, y se frotaba el lomo contra las faldas
de la Regenta y el manteo del Magistral, cada día más familiarmente.
Anita notaba en don Fermín una palidez interesante, grandes cercos
amoratados junto a los ojos, y una fatiga en la voz y en el aliento que
la ponía en cuidado.
Le suplicaba que se cuidase, se lo pedía con voz de madre cariñosa que
ruega al hijo de sus entrañas que tome una medicina. Él respondía
sonriendo, echando fuego por los ojos, «que no tenía nada, que era
aprensión, que no había que pensar en su cuerpo miserable».
Algunos días había en sus diálogos pausas embarazosas; el silencio se
prolongaba molestándoles como un hablador importuno.
Los dos guardaban un secreto. Cuando creían conocerse uno a otro hasta
el último rincón del alma, estaba pensando cada cual en la mala acción
que cometía callando lo que callaba.
El Magistral padecía mucho siempre que Ana le hablaba de la salud que él
perdía. «¡Si ella supiera!».
Resuelto a que su amistad «con aquel ángel hermoso» no acabase de mala
manera, en una aventura de grosero materialismo llena de remordimientos
y dejos repugnantes; seguro de que aquella mujer ponía en aquel lazo
piadoso toda la sinceridad de un alma pura, y que degradarla, caso de
que se pudiera, sería hacerle perder su mayor encanto; el Magistral que
vivía ya nada más de esta refinada pasión que según él no tenía nombre,
luchaba con tentaciones formidables, y sólo conseguía contrarrestar las
rebeliones súbitas y furiosas de la carne con armisticios vergonzosos
que le parecían una especie de infidelidad. En vano pensaba: ¿qué le
importa a mi doña Ana que mi corpachón de cazador montañés viva como
quiera cuando me aparto de ella? Nada de mi cuerpo me pide ella; el alma
es toda suya, y nada del alma pongo al saciar, lejos de su presencia,
apetitos que ella misma sin saberlo excita; en vano pensaba esto, porque
agudos remordimientos le pinchaban cada vez que Ana, solícita, dulce y
sonriente le pedía con las manos en cruz que se cuidara, que no
entregase todas sus horas al trabajo y a la penitencia. «¿Qué sería de
ella sin él?».
--«Figurémonos que usted se me muere: ¿qué va a ser de mí?».
«Es horroroso, es horroroso, pensaba el Magistral, pasar plaza de santo
a sus ojos, y ser un pobre cuerpo de barro que vive como el barro ha de
vivir. Engañar a los demás no me duele; ¡pero a ella! Y no hay más
remedio». Quería que le consolase el reflexionar que _por ella_ era todo
aquello, que por ella había él vuelto a sentir con vigor las pasiones de
la juventud que creyera muertas, y que por ella, por respetar su pureza,
se encenagaba él en antiguos charcos; pero esta idea no le consolaba, no
apagaba el remordimiento.
Algunas semanas pasaba Teresina triste, temerosa de haber perdido su
dominio sobre el _señorito_; entonces era cuando el Magistral vivía al
lado de Ana libre de congojas, tranquilo en su conciencia; pero poco a
poco el tormento de la tentación reaparecía; sus ataques eran más
terribles, sobre todo más peligrosos, que los del remordimiento; la
castidad de Ana, su inocencia de mujer virtuosa, su piedad sincera, la
fe con que creía en aquella amistad espiritual, sin mezcla de pecado,
eran incentivo para la pasión de don Fermín y hacían mayor el peligro;
por que ella que no temía nada malo, vivía descuidada sin ver que su
confianza, su cariñosa solicitud, aquella dulce intimidad, todo lo que
decía y hacía era leña que echaba en una hoguera. Y volvía De Pas, para
evitar mayores males, a sus precauciones, que eran el contento de
Teresina, lo que ella creía con orgullo su victoria.
Ana también tenía su secreto. Su piedad era sincera, su deseo de
salvarse firme, su propósito de ascender de morada en morada, como decía
la santa de Ávila, serio; pero la tentación cada día más formidable.
Cuanto más horroroso le parecía el pecado de pensar en don Álvaro, más
placer encontraba en él. Ya no dudaba que aquel hombre representaba para
ella la perdición, pero tampoco que estaba enamorada de él cuanto en
ella había de mundano, carnal, frágil y perecedero. Ya no se hubiera
atrevido, como en otro tiempo, a mirarle cara a cara, a verle a su lado
horas y horas, a probarle que su presencia la dejaba impasible: no,
ahora huir de él, de su sombra, de su recuerdo; era el demonio, era el
poderoso enemigo de Jesús. No había más remedio que huir de él; esto era
humildad, lo de antes orgullo loco. A la gracia y sólo a la gracia debía
el vivir pura todavía; abandonada a sí misma, Ana se confesaba que
sucumbiría; si el Señor aflojara la mano un momento, don Álvaro podría
extender la suya y tomar su presa. Por todo lo cual no quería ni verle.
Pero, sin querer, pensaba en él. Desechaba aquellos pensamientos con
todas sus fuerzas, pero volvían. ¡Qué horrible remordimiento! ¿Qué
pensaría Jesús? y también ¿qué pensaría el Magistral... si lo supiera? A
la Regenta le repugnaba, como una villanía, como una bajeza aquella
predilección con que sus sentidos se recreaban en el recuerdo de Mesía
apenas se les dejaba suelta la rienda un momento. ¿Por qué Mesía? El
remordimiento que la infidelidad a Jesús despertaba en ella, era de
terror, de tristeza profunda, pero se envolvía en una vaguedad ideal que
lo atenuaba; el remordimiento de su infidelidad al amigo del alma, al
hermano mayor, a don Fermín era punzante, era el que traía aquel asco de
sí misma, el tormento incomparable de tener que despreciarse. Además,
Anita no se atrevía a confesar aquello con el Magistral. Hubiera sido
hacerle mucho daño, destrozar el encanto de sus relaciones de pura
idealidad. Volvía a valerse de sofismas para callar en la confesión
aquella flaqueza: «ella no quería» en cuanto mandaba en su pensamiento,
lo apartaba de las imágenes pecaminosas; huía de don Álvaro, no pecaba
voluntariamente. ¿Habría pecado involuntario? De esto habló un día con
el Magistral, sin decirle que la consulta le importaba por ella misma.
Don Fermín contestó que la cuestión era compleja... y le citó autores.
Entre ellos recordó Ana que estaba Pascal en sus _Provinciales_; ella
tenía aquel libro, lo leyó... y creyó volverse loca. «Oh, el ser bueno
era además cuestión de talento. Tantos distingos, tantas sutilezas la
aturdían». Pero siguió callando el tormento de la tentación. Arma
poderosa para combatirla fue la ardiente caridad con que la Regenta se
consagró a defender y consolar a De Pas cuando sus enemigos desataron
contra él los huracanes de la injuria, que Ana creía de todo en todo
calumniosa.
La idea de sacrificarse por salvar a aquel hombre a quien debía la
redención de su espíritu, se apoderó de la devota. Fue como una pasión
poderosa, de las que avasallan, y Ana la acogió con placer, porque así
alimentaba el hambre de amor que sentía, de amor, que tuviese objeto
sensible, algo finito, una criatura. «Sí, sí, pensaba, yo combatiré la
inclinación al mal, enamorándome de este bien, de este sacrificio, de
esta abnegación. Estoy dispuesta a morir por este hombre, si es
preciso...». Pero no había modo de poner por obra tales propósitos. Ana
buscaba y no encontraba manera de sacrificarse por el Magistral. ¿Qué
podía ella hacer para contrarrestar la violencia de la calumnia? Nada.
Nada por ahora. Pero tenía esperanza; tal vez se presentaría un modo de
utilizar en beneficio del _pobre mártir_ aquella abnegación a que estaba
resuelta.... Mientras llegaba el momento, no podía más que consolarle, y
esto sabía hacerlo de modo que el Magistral tenía que emplear esfuerzos
de titán para contenerse y no demostrarle su agradecimiento puesto de
rodillas y besándole los pies menudos, elegantes y siempre muy bien
calzados.
Y en tanto Foja, Mourelo, don Custodio, Guimarán, _El Alerta_ y, entre
bastidores, don Álvaro y Visitación Olías de Cuervo, trabajaban como
titanes por derrumbar aquella montaña que tenían encima; el poder del
Magistral.
Si la muerte de sor Teresa fue un golpe que hizo temblar al Provisor en
aquel alto asiento en que se le figuraban sus enemigos, y si pudo por
algún tiempo dejar en la sombra al pobre don Santos Barinaga, al cabo de
algunas semanas este volvió a brillar dentro de su aureola de víctima y
la compasión fementida del público marrullero se volvió a él, solícita,
con cuidados de madrastra que representa la comedia de la _segunda
madre_. A los vetustenses, en general, les importaba poco la vida o la
muerte de don Santos; nadie había extendido una mano para sacarle de su
miseria; hasta seguían llamándole borracho; pero en cambio todos se
indignaban contra el Provisor, todos maldecían al autor de tanta
desgracia, y quedaban muy satisfechos, creyendo, o fingiendo creer, que
así la caridad quedaría contenta.
«Oh, en este siglo, gritaba Foja en el Casino, en este siglo calumniado
por los enemigos de todo progreso, en este siglo _materialista_ y
_corrompido_, no se puede ya impunemente insultar los sentimientos
filantrópicos del pueblo, sin que una voz unánime se levante a protestar
en nombre de la humanidad ultrajada. El pobre don Santos Barinaga,
víctima del monopolio escandaloso de la _Cruz Roja_, muere de hambre en
los desiertos almacenes donde un tiempo brillaban los vasos sagrados,
patenas y copones, lámparas y candeleros con otros cien objetos del
culto; muere en aquel rincón y muere de inanición, señores, por culpa
del simoniaco que todos conocemos: muere, sí, morirá; pero el que se
burla con artificios de nuestro código mercantil y de las leyes de la
Iglesia, comerciando a pesar de ser sacerdote; el que mata de hambre al
pobre ciudadano señor Barinaga, ¡ese no se gozará en su obra mucho
tiempo, porque la indignación pública sube, sube, como la marea... y
acabará por tragarse al tirano!...
Pero a pesar de este discurso y otros por el estilo, a Foja no se le
ocurría mandar una gallina a don Santos para que le hiciesen caldo.
Y como él obraban todos los defensores teóricos del comerciante
arruinado. Decían a una que moría de hambre y nadie al visitarle le
llevaba un pedazo de pan. Y hasta le visitaban pocos. Foja solía entrar
y salir en seguida; en cuanto se cercioraba de la miseria y de la
enfermedad del pobre anciano, ya tenía bastante; salía corriendo a decir
pestes del _otro_, del Provisor: así creía servir a la buena causa del
progreso y de la _humanidad solidaria_.
La fama bien sentada de hereje que había conquistado en los últimos
tiempos el buen don Santos, retraía a muchas almas piadosas que de buen
grado le hubieran socorrido.
Y solamente las _Paulinas_ fueron osadas a acercarse al lecho del vejete
para ofrecerle los auxilios materiales de la sociedad y los espirituales
de la Iglesia.
Fue en vano. «Afortunadamente decía don Pompeyo Guimarán al referir el
lance, afortunadamente estaba yo allí para evitar una indignidad».
Don Santos había dado plenos poderes a su amigo don Pompeyo para
rechazar en su nombre _toda sugestión del fanatismo_.
Guimarán estaba muy satisfecho con «aquella _misión delicada_ e
importante, que exigía grandes dotes de energía y arraigadas
convicciones por su parte».
En efecto, llegaron al zaquizamí desnudo y frío en que yacía aquella
víctima del alcoholismo crónico los enviados de _San Vicente de Paúl_,
que eran doña Petronila, o sea el gran Constantino, y el beneficiado don
Custodio, la hija de Barinaga, la beata paliducha y seca, los recibió
abajo, en la tienda vacía, lloriqueando. Hablaron los tres en voz baja;
don Custodio decía las palabras, llenas de silbidos suaves--imitación
del Magistral--al oído de su hija de penitencia; la consolaba, y ella
levantando los ojos llenos de lágrimas los fijaba como quien se acomoda
en sitio conocido y frecuentado, en los del clérigo de almíbar.
Subieron, de puntillas, dispuestos a intentar un ataque contra el
enemigo.
--¿Con que está arriba don Pompeyo?--preguntó en la escalera don
Custodio.
--Sí; no sale de casa estos días; mi padre me arroja a mí de su lado y
clama por ese hereje chocho....
Don Pompeyo Guimarán oyó la voz del beneficiado y le sonó a cura. Se
preparó a la defensa, y procuró tomar un continente digno de un
libre-pensador convencido y prudentísimo. Echó las manos cruzadas a la
espalda, y se puso a medir la pobre estancia a grandes pasos, haciendo
crujir la madera vieja del piso, de castaño comido por los gusanos. En
la alcoba contigua, sin puerta, separada de la sala por una cortina
sucia de percal encarnado, se oían los quejidos frecuentes y la
respiración fatigosa del enfermo.
--¿Quién está ahí?--preguntó don Santos con voz débil, sin más energía
que la de una ira impotente.
--Creo que son ellos; pero no tema usted. Aquí estoy yo. Usted silencio,
que no le conviene irritarse. Yo me basto y me sobro.
Entró el enemigo; y aunque venía de paz y don Pompeyo se había propuesto
ser muy prudente, en cuanto doña Petronila abrió el pico, el ateo
extendió una mano y dijo interrumpiendo:
--Dispénseme usted, señora, y dispense este digno sacerdote católico...
vienen ustedes equivocados; aquí no se admiten limosnas condicionales....
--¿Cómo condicionales?...--preguntó don Custodio, con muy buenos modos.
--No se sulfure usted, amigo mío, que otra me parece que es su misión en
la tierra; mire usted como yo hablo con toda tranquilidad....
--Hombre, me parece que yo no he dicho....
--Usted ha dicho ¿cómo condicionales? y a mí no se me impone nadie,
vista por los pies, vista por la cabeza. Yo no odio al clero
sistemáticamente, pero exijo buena crianza en toda persona culta....
--Caballero, no venimos aquí a disputar, venimos a ejercer la caridad....
--Condicional...--¡Qué condicional, ni qué calabazas!--gritó doña
Petronila, que no comprendía por qué se había de tener tantos
miramientos con un ateo loco--. Usted no tiene--añadió--autoridad alguna
en esta casa; esta señorita es hija de don Santos y con ella y con él es
con quien queremos entendernos. Venimos a ofrecer espontáneamente los
auxilios que nuestra sociedad presta....
--A condición de una retractación indigna, ya lo sé. Don Santos ha
delegado en mí todos los poderes de su autonomía religiosa, y en su
nombre, y con los mejores modos les intimo la retirada....
Y don Pompeyo extendió una mano hacia la puerta y estuvo un rato
contemplando su brazo estirado y su energía.
Pero tuvo que bajar el brazo, porque doña Petronila replicó que no
estaba dispuesta a recibir órdenes de un entrometido....
--Señora, aquí los entrometidos son ustedes. No se les ha llamado, no se
les quiere; aquí sólo se admite la caridad que no pide cédula de
comunión.
--Nosotros tampoco pedimos cédula....
--Señor cura, a mí no me venga usted con argucias de seminario; la
filosofía moderna ha demostrado que el escolasticismo es un tejido de
puerilidades, y yo sé a lo que vienen ustedes. Quieren comprar las
arraigadas convicciones de mi amigo por un plato de lentejas; una taza
de caldo por la confesión de un dogma; una peseta por una apostasía...
¡esto es indigno!
--¡Pero, caballero!...--Señor cura, acabemos. Don Santos está dispuesto
a morir sin confesar ni comulgar, no reconoce la religión de sus
mayores. Estas son sus condiciones irrevocables; pues bien, a ese precio
¿consienten ustedes en asistirle, cuidarle, darle el alimento y las
medicinas que necesita?
--Pero, señor mío...--¡Ah!... ¡señor de usted... ya decía yo! ¿Ve usted
como a mí la escolástica no me confunde?
--Todo eso y mucho más--dijo el Gran Constantino--queremos tratarlo con
el interesado.
--Pues no será....--Pues sí será....--Señora, salvo el sexo, estoy
dispuesto a arrojarles a ustedes por las escaleras si insisten en su
procaz atentado....
Y don Pompeyo se colocó delante de la cortina de percal para cortar el
paso al obispo-madre.
--¿Quién va? ¿quién va?--gritó desde dentro Barinaga ronco y jadeante.
--Son las Paulinas--respondió Guimarán.
--¡Rayos y truenos! fuera de mi casa.... ¿No tiene usted una escoba, don
Pompeyo? Fuego en ellas... infames... ¿y no anda ahí un cura también?...
--Sí, señor, anda...--¡Será el Magistral, el ladrón, el _rapavelas_, el
que me ha despojado... y vendrá a burlarse... oh, si yo me levanto!...
¿pero usted qué hace que no les balda a palos? Fuera de mi casa.... La
justicia... ¿ya no hay justicia? ¿no hay justicia para los pobres?
--Tranquilícese usted, que no es el Magistral.
--Sí es, sí es; lo sé yo; ¿no ve usted que es el amo del cotarro, el
presidente de las Paulinas?... Entre usted, entre usted, so bandido... y
verá usted con qué arma digna de usted le aplasto los cascos....
--Calma, calma, amigo mío; yo me basto y me sobro para despedir con
buenos modos a estos señores.
--No, no, si es el Provisor déjele usted que entre, que quiero matarle
yo mismo.... ¿Quién llora ahí?
--Es su hija de usted.--¡Ah grandísima hipocritona, si me levanto, mala
pécora! la que mata a su padre de hambre, la que echa cuentas de rosario
y pelos en el caldo, la que me echa en las narices el polvo de la sala,
la que se va a misa de alba y vuelve a la hora de comer... ¡infame, si
me levanto!
--Padre, por Dios, por Nuestra Señora del Amor Hermoso, tranquilícese
usted.... Está aquí doña Petronila, está un señor sacerdote....
--Será tu don Custodio... el que te me ha robado... el majo del
cabildo... ¡ah, barragana, si os cojo a los dos!...
--¡Jesús, Jesús! vámonos de aquí--gritó doña Petronila buscando la
escalera.
Pero no pudieron marchar tan pronto porque la hija de don Santos cayó
desmayada. La bajaron a la tienda, para librarla de los gritos furiosos
y de las injurias de su padre. Quedó el campo por don Pompeyo, que
volvió a sus paseos y después fue a la cocina a espumar el puchero
miserable de don Santos.
«Allí no había más caridad que la de él. Cierto que no podía ser pródigo
con su amigo, porque la propia familia tan numerosa tenía apenas lo
necesario; pero solicitud, atenciones no le faltarían al enfermo».
Volvió a poco soplando un líquido pálido y humeante en el que flotaban
partículas de carbón.
Se lo hizo beber a don Santos, sujetándole la cabeza que temblaba y sin
permitirle tomar la taza con su flaca mano, que temblaba también.
De esta manera quedó el campo libre y por don Pompeyo, el cual no
pensaba más que en asegurar _el triunfo de sus ideas_, para lo que era
necesario estar de guardia todo el tiempo posible al lado del enfermo, y
así evitar que la hija de don Santos introdujese allí subrepticiamente
«el elemento clerical».
Guimarán madrugaba para correr a casa de Barinaga; estaba allí casi
siempre hasta la hora de cenar, y esta _necesidad material_ la
despachaba en un decir Jesús, dando prisa a la criada, a su mujer, a las
niñas.
--Ea, ea... menos cháchara, la sopa... que me esperan....
Comía, recogía los mendrugos de pan que quedaban sobre la mesa, un poco
de azúcar y otros desperdicios, se los metía en un bolsillo y echaba a
correr.
Algunas noches entraba en su hogar gritando:
--¡A ver! ¡a ver! las zapatillas y el frasco del anís, que hoy velo a
don Santos.
La esposa de don Pompeyo suspiraba y entregaba las zapatillas suizas y
el frasco del aguardiente, y el amo de la casa desaparecía.
Foja, los Orgaz, Glocester «como particular, no como sacerdote», don
Álvaro Mesía, los socios librepensadores que comían de carne
solemnemente en Semana Santa, algunos de los que asistían a las cenas
secretas del Casino, los redactores del _Alerta_ y otros muchos enemigos
del Provisor visitaban de vez en cuando a don Santos; todos compadecían
aquella miseria entre protestas de cólera mal comprimida. «Oh el hombre
que había reducido a tal estado al señor Barinaga era bien miserable,
merecía la pública execración». Pero nada más. Casi nadie se atrevía a
dejar allí una limosna «por no ofender la susceptibilidad del enfermo».
Muchos se ofrecían a velarle en caso de necesidad.
Don Pompeyo recibía las visitas como si él fuera el amo de casa;
Celestina tenía que tolerarlo porque su padre lo exigía.
--Él es mi único hijo... descastada... mi único padre... mi único
amigo... tú eres la que estás aquí de más... ¡mala entraña!...
¡mojigata!...--gritaba desde su alcoba el borracho moribundo.
La enfermedad se agravó con las fuertes heladas con que terminó aquel
año noviembre.
El primer día de diciembre Celestina se propuso, de acuerdo con don
Custodio, dar el último ataque para conseguir que su padre admitiera los
Sacramentos.
Al entrar, por la mañana, a eso de las ocho, don Pompeyo Guimarán, que
venía soplándose los dedos, la beata le detuvo en la tienda abandonada,
fría, llena de ratones.
Empleó la joven toda clase de resortes; pidió, suplicó, se puso de
rodillas con las manos en cruz, lloró... Después exigió, amenazó,
insultó: todo fue inútil.
--Hable usted con su papá--decía Guimarán por toda contestación--. Yo
no hago más que cumplir su voluntad.
Celestina, desesperada, se acercó al lecho de su padre, lloró otra vez,
de rodillas, con la cabeza hundida en el flaco jergón, mientras don
Santos repetía con voz pausada, débil, que tenía una majestad especial,
compuesta de dolor, locura, abyección y miseria:
--¡Mojigata, sal de mi presencia! Como hay Dios en los cielos, abomino
de ti y de tu clerigalla.... Fuera todos.... Nadie me entre en la tienda,
que no me dejarán un copón... ni una patena.... ¡Esa lámpara, seor
bandido! y tú, hija de perdición, no ocultes debajo del mandil... eso...
eso... ese sacramento.... ¡Fuera de aquí!...
--¡Padre, padre, por compasión... admita usted los santos
sacramentos!...
--Me los han robado todos... y las lámparas... y tú los ayudas... eres
cómplice.... ¡A la cárcel!
--Padre, señor, por compasión de su hija... los Sacramentos... tome
usted... tome usted....
--No, no quiero... seamos razonables. Una partida de sacramentos...
¿para qué? Si la tomo... ahí se pudrirá en la tienda.... El Provisor les
prohíbe comprar aquí... Ellos, los pobrecitos curas de aldea... ¿qué han
de hacer?... ¡Infelices!... Le temen... le temen.... ¡Infame!
¡Infelices!
Y don Santos se incorporó como pudo, inclinó la cabeza sobre el pecho, y
lloró en silencio.
Y repetía de tarde en tarde:--¡Infelices!... Celestina salió de la
alcoba sollozando.
«Su padre había perdido la cabeza. Ya no podría confesar si no recobraba
la razón... sólo por milagro de Dios».
--Ni puede, ni quiere, ni debe--exclamó don Pompeyo cruzado de brazos,
inflexible, dispuesto a no dejarse enternecer por el dolor ajeno.
El día de la Concepción, muy temprano, el médico Somoza dijo que don
Santos moriría al obscurecer.
Y en casa, doña Paula ceñuda, silenciosa, desconfiada, preparándose para
una tormenta, recogiendo velas, es decir, dinero, realizando cuanto
podía, cobrando deudas, con fiebre de deshacerse de los géneros de la
_Cruz Roja_. «No parecía sino que se preparaba una liquidación. ¿A qué
venía aquello?». Doña Paula no daba explicaciones. «Sabía a qué
atenerse: su hijo, su Fermo, estaba perdido; aquella _pájara_, aquella
Regenta, santurrona en pecado mortal, le tenía ciego, loco; ¡sabía Dios
lo que pasaría en aquel caserón de los Ozores! ¡Qué escándalo! Todo se
lo iba a llevar la trampa. Había que prepararse. Oh, podrían arrojarla
de Vetusta, pero ella no se iría sin llevarse medio pueblo entre los
dientes».
Por eso mordía con aquel furor que asustaba a su hijo.
Fermo, el _señorito_, pensaba a solas, en su despacho de Fausto
eclesiástico. «¡Solo, estoy solo, ni mi madre me consuela! ¿Qué he de
hacer? Entregarme con toda el alma a esta pasión noble, fuerte.... ¡Ana,
Ana y nada más en el mundo! Ella también está sola, ella también me
necesita.... Los dos juntos bastamos para vencer a todos estos necios y
malvados».
Pálido, casi amarillo, agitado, muy nervioso, llegaba De Pas al lado de
su amiga mística, cada vez más hermosa, de nuevo fresca y rozagante, de
formas llenas, fuertes y armoniosas. La dulzura parecía una aureola de
Anita. La salud había vuelto, purificada con cierta unción de idealidad,
al cuerpo de arrogante transtiberina de aquel modelo de _madona_.
Don Víctor Quintanar se había restituido a su amistad íntima con don
Álvaro Mesía, en cuanto regresó este de Palomares, y al poco tiempo notó
el Magistral que el converso se le rebelaba. Si bien seguía creyéndose
profundamente piadoso, don Víctor hacía distinciones sospechosas entre
la religión y el clero, entre el catolicismo y el ultramontanismo. «Yo
soy tan católico como el primero», esta era su frase cada vez que decía
alguna herejía o algo parecido; pero se metía a interpretar a su modo
los textos del Antiguo y Nuevo Testamento y hasta se atrevía a decir
delante de curas y señoras, que el hombre virtuoso es siempre un
sacerdote, y que un bosque secular es el templo más propio de la
religión pura, y que Jesucristo había sido liberal, con otros
disparates. No era esto lo peor, sino que la Regenta y don Fermín
notaban en Quintanar cierta frialdad cada vez que los veía juntos y el
Magistral tuvo que fingirse distraído ante algunos desaires
disimulados.
Don Álvaro no iba a casa de los Ozores sino muy de tarde en tarde y sólo
hacía visitas de cumplido, muy breves. ¿Por qué así? preguntaba don
Víctor. Y con medias palabras, su amigo le daba a entender que la
Regenta le recibía con mala voluntad y que a él no le gustaba estorbar.
Además, no era él solo el que se retraía. El mismo Paco, el Marquesito,
que en otro tiempo no hacía más que entrar y salir, ahora apenas parecía
por aquella casa. Visitación también iba de tarde en tarde, la Marquesa
casi nunca, y así de todos los amigos y amigas; el Magistral y sólo el
Magistral. Aquel buen señor «hacía el vacío» en derredor de la Regenta.
Ella estaba contenta, no parecía echar de menos a nadie; pero él, don
Víctor, no era de la misma opinión; quería trato, conversación, amena
compañía.
Seguía confesando y comulgando cada dos meses, pero _Kempis_ seguía
cubierto de polvo entre libros profanos; conservaba el miedo al infierno
Quintanar, «pero no quería prescindir por completo de las ventajas
positivas que le ofrecía su breve existencia sobre el haz de la tierra».
«Y sobre todo no quería que el fanatismo se enseñorease de su casa». Los
consejos que para excitarlo le daba Mesía, allá en el Casino, los tomaba
muy en cuenta don Víctor, y siempre se estaba preparando para ponerlos
por obra, pero no se atrevía. No llegaba a más su audacia que a poner un
gesto de vinagre de cuando en cuando, muy de tarde en tarde, al enemigo,
al Magistral; pero como este fingía no comprender aquellas indirectas
mímicas, no se adelantaba nada.
Don Víctor llegó a reconocer, pero sin confesarlo a nadie, que él era
menos enérgico de lo que había creído; «no, no tenía fuerza para
oponerse al _jesuitismo_ que había invadido su hogar». ¡Oh, por algo él
vacilaba antes de consentir a De Pas apoderarse del ánimo de su esposa!
Sí... al fin había sido jesuita...». Quintanar acabó por comparar el
poder del Provisor en el caserón de los Ozores, con el que tuvieron los
jesuitas en el Paraguay. «Sí, mi casa es otro Paraguay». Y cada día se
encontraba más incapaz de oponerse a la _perniciosa influencia_. No
sabía más que poner mala cara y parar poco en casa.
Con esto sólo consiguió que la Regenta y el Magistral conviniesen en
verse más a menudo fuera del caserón y menos veces en él. «Mejor era
hablarse en casa de doña Petronila. ¿Para qué molestar al pobre don
Víctor? Ya que amistades nocivas le apartaban otra vez del buen camino y
le envenenaban el alma con insinuaciones malévolas, con sospechas torpes
e impías, más valía dejarle en paz, apartar de su vista el espectáculo
inocente, mas para él poco agradable, de dos almas hermanas que viven
unidas, con lazo fuerte, en la piedad y el idealismo más poético».
En casa de doña Petronila, en el salón de balcones discretamente
entornados, de alfombra de fieltro gris, era donde pasaban horas y horas
los dos amigos del alma, hablando de intereses espirituales, como decía
el gran Constantino, sin más testigo que el gato blanco, cada vez más
gordo, que iba y venía sin ruido, y se frotaba el lomo contra las faldas
de la Regenta y el manteo del Magistral, cada día más familiarmente.
Anita notaba en don Fermín una palidez interesante, grandes cercos
amoratados junto a los ojos, y una fatiga en la voz y en el aliento que
la ponía en cuidado.
Le suplicaba que se cuidase, se lo pedía con voz de madre cariñosa que
ruega al hijo de sus entrañas que tome una medicina. Él respondía
sonriendo, echando fuego por los ojos, «que no tenía nada, que era
aprensión, que no había que pensar en su cuerpo miserable».
Algunos días había en sus diálogos pausas embarazosas; el silencio se
prolongaba molestándoles como un hablador importuno.
Los dos guardaban un secreto. Cuando creían conocerse uno a otro hasta
el último rincón del alma, estaba pensando cada cual en la mala acción
que cometía callando lo que callaba.
El Magistral padecía mucho siempre que Ana le hablaba de la salud que él
perdía. «¡Si ella supiera!».
Resuelto a que su amistad «con aquel ángel hermoso» no acabase de mala
manera, en una aventura de grosero materialismo llena de remordimientos
y dejos repugnantes; seguro de que aquella mujer ponía en aquel lazo
piadoso toda la sinceridad de un alma pura, y que degradarla, caso de
que se pudiera, sería hacerle perder su mayor encanto; el Magistral que
vivía ya nada más de esta refinada pasión que según él no tenía nombre,
luchaba con tentaciones formidables, y sólo conseguía contrarrestar las
rebeliones súbitas y furiosas de la carne con armisticios vergonzosos
que le parecían una especie de infidelidad. En vano pensaba: ¿qué le
importa a mi doña Ana que mi corpachón de cazador montañés viva como
quiera cuando me aparto de ella? Nada de mi cuerpo me pide ella; el alma
es toda suya, y nada del alma pongo al saciar, lejos de su presencia,
apetitos que ella misma sin saberlo excita; en vano pensaba esto, porque
agudos remordimientos le pinchaban cada vez que Ana, solícita, dulce y
sonriente le pedía con las manos en cruz que se cuidara, que no
entregase todas sus horas al trabajo y a la penitencia. «¿Qué sería de
ella sin él?».
--«Figurémonos que usted se me muere: ¿qué va a ser de mí?».
«Es horroroso, es horroroso, pensaba el Magistral, pasar plaza de santo
a sus ojos, y ser un pobre cuerpo de barro que vive como el barro ha de
vivir. Engañar a los demás no me duele; ¡pero a ella! Y no hay más
remedio». Quería que le consolase el reflexionar que _por ella_ era todo
aquello, que por ella había él vuelto a sentir con vigor las pasiones de
la juventud que creyera muertas, y que por ella, por respetar su pureza,
se encenagaba él en antiguos charcos; pero esta idea no le consolaba, no
apagaba el remordimiento.
Algunas semanas pasaba Teresina triste, temerosa de haber perdido su
dominio sobre el _señorito_; entonces era cuando el Magistral vivía al
lado de Ana libre de congojas, tranquilo en su conciencia; pero poco a
poco el tormento de la tentación reaparecía; sus ataques eran más
terribles, sobre todo más peligrosos, que los del remordimiento; la
castidad de Ana, su inocencia de mujer virtuosa, su piedad sincera, la
fe con que creía en aquella amistad espiritual, sin mezcla de pecado,
eran incentivo para la pasión de don Fermín y hacían mayor el peligro;
por que ella que no temía nada malo, vivía descuidada sin ver que su
confianza, su cariñosa solicitud, aquella dulce intimidad, todo lo que
decía y hacía era leña que echaba en una hoguera. Y volvía De Pas, para
evitar mayores males, a sus precauciones, que eran el contento de
Teresina, lo que ella creía con orgullo su victoria.
Ana también tenía su secreto. Su piedad era sincera, su deseo de
salvarse firme, su propósito de ascender de morada en morada, como decía
la santa de Ávila, serio; pero la tentación cada día más formidable.
Cuanto más horroroso le parecía el pecado de pensar en don Álvaro, más
placer encontraba en él. Ya no dudaba que aquel hombre representaba para
ella la perdición, pero tampoco que estaba enamorada de él cuanto en
ella había de mundano, carnal, frágil y perecedero. Ya no se hubiera
atrevido, como en otro tiempo, a mirarle cara a cara, a verle a su lado
horas y horas, a probarle que su presencia la dejaba impasible: no,
ahora huir de él, de su sombra, de su recuerdo; era el demonio, era el
poderoso enemigo de Jesús. No había más remedio que huir de él; esto era
humildad, lo de antes orgullo loco. A la gracia y sólo a la gracia debía
el vivir pura todavía; abandonada a sí misma, Ana se confesaba que
sucumbiría; si el Señor aflojara la mano un momento, don Álvaro podría
extender la suya y tomar su presa. Por todo lo cual no quería ni verle.
Pero, sin querer, pensaba en él. Desechaba aquellos pensamientos con
todas sus fuerzas, pero volvían. ¡Qué horrible remordimiento! ¿Qué
pensaría Jesús? y también ¿qué pensaría el Magistral... si lo supiera? A
la Regenta le repugnaba, como una villanía, como una bajeza aquella
predilección con que sus sentidos se recreaban en el recuerdo de Mesía
apenas se les dejaba suelta la rienda un momento. ¿Por qué Mesía? El
remordimiento que la infidelidad a Jesús despertaba en ella, era de
terror, de tristeza profunda, pero se envolvía en una vaguedad ideal que
lo atenuaba; el remordimiento de su infidelidad al amigo del alma, al
hermano mayor, a don Fermín era punzante, era el que traía aquel asco de
sí misma, el tormento incomparable de tener que despreciarse. Además,
Anita no se atrevía a confesar aquello con el Magistral. Hubiera sido
hacerle mucho daño, destrozar el encanto de sus relaciones de pura
idealidad. Volvía a valerse de sofismas para callar en la confesión
aquella flaqueza: «ella no quería» en cuanto mandaba en su pensamiento,
lo apartaba de las imágenes pecaminosas; huía de don Álvaro, no pecaba
voluntariamente. ¿Habría pecado involuntario? De esto habló un día con
el Magistral, sin decirle que la consulta le importaba por ella misma.
Don Fermín contestó que la cuestión era compleja... y le citó autores.
Entre ellos recordó Ana que estaba Pascal en sus _Provinciales_; ella
tenía aquel libro, lo leyó... y creyó volverse loca. «Oh, el ser bueno
era además cuestión de talento. Tantos distingos, tantas sutilezas la
aturdían». Pero siguió callando el tormento de la tentación. Arma
poderosa para combatirla fue la ardiente caridad con que la Regenta se
consagró a defender y consolar a De Pas cuando sus enemigos desataron
contra él los huracanes de la injuria, que Ana creía de todo en todo
calumniosa.
La idea de sacrificarse por salvar a aquel hombre a quien debía la
redención de su espíritu, se apoderó de la devota. Fue como una pasión
poderosa, de las que avasallan, y Ana la acogió con placer, porque así
alimentaba el hambre de amor que sentía, de amor, que tuviese objeto
sensible, algo finito, una criatura. «Sí, sí, pensaba, yo combatiré la
inclinación al mal, enamorándome de este bien, de este sacrificio, de
esta abnegación. Estoy dispuesta a morir por este hombre, si es
preciso...». Pero no había modo de poner por obra tales propósitos. Ana
buscaba y no encontraba manera de sacrificarse por el Magistral. ¿Qué
podía ella hacer para contrarrestar la violencia de la calumnia? Nada.
Nada por ahora. Pero tenía esperanza; tal vez se presentaría un modo de
utilizar en beneficio del _pobre mártir_ aquella abnegación a que estaba
resuelta.... Mientras llegaba el momento, no podía más que consolarle, y
esto sabía hacerlo de modo que el Magistral tenía que emplear esfuerzos
de titán para contenerse y no demostrarle su agradecimiento puesto de
rodillas y besándole los pies menudos, elegantes y siempre muy bien
calzados.
Y en tanto Foja, Mourelo, don Custodio, Guimarán, _El Alerta_ y, entre
bastidores, don Álvaro y Visitación Olías de Cuervo, trabajaban como
titanes por derrumbar aquella montaña que tenían encima; el poder del
Magistral.
Si la muerte de sor Teresa fue un golpe que hizo temblar al Provisor en
aquel alto asiento en que se le figuraban sus enemigos, y si pudo por
algún tiempo dejar en la sombra al pobre don Santos Barinaga, al cabo de
algunas semanas este volvió a brillar dentro de su aureola de víctima y
la compasión fementida del público marrullero se volvió a él, solícita,
con cuidados de madrastra que representa la comedia de la _segunda
madre_. A los vetustenses, en general, les importaba poco la vida o la
muerte de don Santos; nadie había extendido una mano para sacarle de su
miseria; hasta seguían llamándole borracho; pero en cambio todos se
indignaban contra el Provisor, todos maldecían al autor de tanta
desgracia, y quedaban muy satisfechos, creyendo, o fingiendo creer, que
así la caridad quedaría contenta.
«Oh, en este siglo, gritaba Foja en el Casino, en este siglo calumniado
por los enemigos de todo progreso, en este siglo _materialista_ y
_corrompido_, no se puede ya impunemente insultar los sentimientos
filantrópicos del pueblo, sin que una voz unánime se levante a protestar
en nombre de la humanidad ultrajada. El pobre don Santos Barinaga,
víctima del monopolio escandaloso de la _Cruz Roja_, muere de hambre en
los desiertos almacenes donde un tiempo brillaban los vasos sagrados,
patenas y copones, lámparas y candeleros con otros cien objetos del
culto; muere en aquel rincón y muere de inanición, señores, por culpa
del simoniaco que todos conocemos: muere, sí, morirá; pero el que se
burla con artificios de nuestro código mercantil y de las leyes de la
Iglesia, comerciando a pesar de ser sacerdote; el que mata de hambre al
pobre ciudadano señor Barinaga, ¡ese no se gozará en su obra mucho
tiempo, porque la indignación pública sube, sube, como la marea... y
acabará por tragarse al tirano!...
Pero a pesar de este discurso y otros por el estilo, a Foja no se le
ocurría mandar una gallina a don Santos para que le hiciesen caldo.
Y como él obraban todos los defensores teóricos del comerciante
arruinado. Decían a una que moría de hambre y nadie al visitarle le
llevaba un pedazo de pan. Y hasta le visitaban pocos. Foja solía entrar
y salir en seguida; en cuanto se cercioraba de la miseria y de la
enfermedad del pobre anciano, ya tenía bastante; salía corriendo a decir
pestes del _otro_, del Provisor: así creía servir a la buena causa del
progreso y de la _humanidad solidaria_.
La fama bien sentada de hereje que había conquistado en los últimos
tiempos el buen don Santos, retraía a muchas almas piadosas que de buen
grado le hubieran socorrido.
Y solamente las _Paulinas_ fueron osadas a acercarse al lecho del vejete
para ofrecerle los auxilios materiales de la sociedad y los espirituales
de la Iglesia.
Fue en vano. «Afortunadamente decía don Pompeyo Guimarán al referir el
lance, afortunadamente estaba yo allí para evitar una indignidad».
Don Santos había dado plenos poderes a su amigo don Pompeyo para
rechazar en su nombre _toda sugestión del fanatismo_.
Guimarán estaba muy satisfecho con «aquella _misión delicada_ e
importante, que exigía grandes dotes de energía y arraigadas
convicciones por su parte».
En efecto, llegaron al zaquizamí desnudo y frío en que yacía aquella
víctima del alcoholismo crónico los enviados de _San Vicente de Paúl_,
que eran doña Petronila, o sea el gran Constantino, y el beneficiado don
Custodio, la hija de Barinaga, la beata paliducha y seca, los recibió
abajo, en la tienda vacía, lloriqueando. Hablaron los tres en voz baja;
don Custodio decía las palabras, llenas de silbidos suaves--imitación
del Magistral--al oído de su hija de penitencia; la consolaba, y ella
levantando los ojos llenos de lágrimas los fijaba como quien se acomoda
en sitio conocido y frecuentado, en los del clérigo de almíbar.
Subieron, de puntillas, dispuestos a intentar un ataque contra el
enemigo.
--¿Con que está arriba don Pompeyo?--preguntó en la escalera don
Custodio.
--Sí; no sale de casa estos días; mi padre me arroja a mí de su lado y
clama por ese hereje chocho....
Don Pompeyo Guimarán oyó la voz del beneficiado y le sonó a cura. Se
preparó a la defensa, y procuró tomar un continente digno de un
libre-pensador convencido y prudentísimo. Echó las manos cruzadas a la
espalda, y se puso a medir la pobre estancia a grandes pasos, haciendo
crujir la madera vieja del piso, de castaño comido por los gusanos. En
la alcoba contigua, sin puerta, separada de la sala por una cortina
sucia de percal encarnado, se oían los quejidos frecuentes y la
respiración fatigosa del enfermo.
--¿Quién está ahí?--preguntó don Santos con voz débil, sin más energía
que la de una ira impotente.
--Creo que son ellos; pero no tema usted. Aquí estoy yo. Usted silencio,
que no le conviene irritarse. Yo me basto y me sobro.
Entró el enemigo; y aunque venía de paz y don Pompeyo se había propuesto
ser muy prudente, en cuanto doña Petronila abrió el pico, el ateo
extendió una mano y dijo interrumpiendo:
--Dispénseme usted, señora, y dispense este digno sacerdote católico...
vienen ustedes equivocados; aquí no se admiten limosnas condicionales....
--¿Cómo condicionales?...--preguntó don Custodio, con muy buenos modos.
--No se sulfure usted, amigo mío, que otra me parece que es su misión en
la tierra; mire usted como yo hablo con toda tranquilidad....
--Hombre, me parece que yo no he dicho....
--Usted ha dicho ¿cómo condicionales? y a mí no se me impone nadie,
vista por los pies, vista por la cabeza. Yo no odio al clero
sistemáticamente, pero exijo buena crianza en toda persona culta....
--Caballero, no venimos aquí a disputar, venimos a ejercer la caridad....
--Condicional...--¡Qué condicional, ni qué calabazas!--gritó doña
Petronila, que no comprendía por qué se había de tener tantos
miramientos con un ateo loco--. Usted no tiene--añadió--autoridad alguna
en esta casa; esta señorita es hija de don Santos y con ella y con él es
con quien queremos entendernos. Venimos a ofrecer espontáneamente los
auxilios que nuestra sociedad presta....
--A condición de una retractación indigna, ya lo sé. Don Santos ha
delegado en mí todos los poderes de su autonomía religiosa, y en su
nombre, y con los mejores modos les intimo la retirada....
Y don Pompeyo extendió una mano hacia la puerta y estuvo un rato
contemplando su brazo estirado y su energía.
Pero tuvo que bajar el brazo, porque doña Petronila replicó que no
estaba dispuesta a recibir órdenes de un entrometido....
--Señora, aquí los entrometidos son ustedes. No se les ha llamado, no se
les quiere; aquí sólo se admite la caridad que no pide cédula de
comunión.
--Nosotros tampoco pedimos cédula....
--Señor cura, a mí no me venga usted con argucias de seminario; la
filosofía moderna ha demostrado que el escolasticismo es un tejido de
puerilidades, y yo sé a lo que vienen ustedes. Quieren comprar las
arraigadas convicciones de mi amigo por un plato de lentejas; una taza
de caldo por la confesión de un dogma; una peseta por una apostasía...
¡esto es indigno!
--¡Pero, caballero!...--Señor cura, acabemos. Don Santos está dispuesto
a morir sin confesar ni comulgar, no reconoce la religión de sus
mayores. Estas son sus condiciones irrevocables; pues bien, a ese precio
¿consienten ustedes en asistirle, cuidarle, darle el alimento y las
medicinas que necesita?
--Pero, señor mío...--¡Ah!... ¡señor de usted... ya decía yo! ¿Ve usted
como a mí la escolástica no me confunde?
--Todo eso y mucho más--dijo el Gran Constantino--queremos tratarlo con
el interesado.
--Pues no será....--Pues sí será....--Señora, salvo el sexo, estoy
dispuesto a arrojarles a ustedes por las escaleras si insisten en su
procaz atentado....
Y don Pompeyo se colocó delante de la cortina de percal para cortar el
paso al obispo-madre.
--¿Quién va? ¿quién va?--gritó desde dentro Barinaga ronco y jadeante.
--Son las Paulinas--respondió Guimarán.
--¡Rayos y truenos! fuera de mi casa.... ¿No tiene usted una escoba, don
Pompeyo? Fuego en ellas... infames... ¿y no anda ahí un cura también?...
--Sí, señor, anda...--¡Será el Magistral, el ladrón, el _rapavelas_, el
que me ha despojado... y vendrá a burlarse... oh, si yo me levanto!...
¿pero usted qué hace que no les balda a palos? Fuera de mi casa.... La
justicia... ¿ya no hay justicia? ¿no hay justicia para los pobres?
--Tranquilícese usted, que no es el Magistral.
--Sí es, sí es; lo sé yo; ¿no ve usted que es el amo del cotarro, el
presidente de las Paulinas?... Entre usted, entre usted, so bandido... y
verá usted con qué arma digna de usted le aplasto los cascos....
--Calma, calma, amigo mío; yo me basto y me sobro para despedir con
buenos modos a estos señores.
--No, no, si es el Provisor déjele usted que entre, que quiero matarle
yo mismo.... ¿Quién llora ahí?
--Es su hija de usted.--¡Ah grandísima hipocritona, si me levanto, mala
pécora! la que mata a su padre de hambre, la que echa cuentas de rosario
y pelos en el caldo, la que me echa en las narices el polvo de la sala,
la que se va a misa de alba y vuelve a la hora de comer... ¡infame, si
me levanto!
--Padre, por Dios, por Nuestra Señora del Amor Hermoso, tranquilícese
usted.... Está aquí doña Petronila, está un señor sacerdote....
--Será tu don Custodio... el que te me ha robado... el majo del
cabildo... ¡ah, barragana, si os cojo a los dos!...
--¡Jesús, Jesús! vámonos de aquí--gritó doña Petronila buscando la
escalera.
Pero no pudieron marchar tan pronto porque la hija de don Santos cayó
desmayada. La bajaron a la tienda, para librarla de los gritos furiosos
y de las injurias de su padre. Quedó el campo por don Pompeyo, que
volvió a sus paseos y después fue a la cocina a espumar el puchero
miserable de don Santos.
«Allí no había más caridad que la de él. Cierto que no podía ser pródigo
con su amigo, porque la propia familia tan numerosa tenía apenas lo
necesario; pero solicitud, atenciones no le faltarían al enfermo».
Volvió a poco soplando un líquido pálido y humeante en el que flotaban
partículas de carbón.
Se lo hizo beber a don Santos, sujetándole la cabeza que temblaba y sin
permitirle tomar la taza con su flaca mano, que temblaba también.
De esta manera quedó el campo libre y por don Pompeyo, el cual no
pensaba más que en asegurar _el triunfo de sus ideas_, para lo que era
necesario estar de guardia todo el tiempo posible al lado del enfermo, y
así evitar que la hija de don Santos introdujese allí subrepticiamente
«el elemento clerical».
Guimarán madrugaba para correr a casa de Barinaga; estaba allí casi
siempre hasta la hora de cenar, y esta _necesidad material_ la
despachaba en un decir Jesús, dando prisa a la criada, a su mujer, a las
niñas.
--Ea, ea... menos cháchara, la sopa... que me esperan....
Comía, recogía los mendrugos de pan que quedaban sobre la mesa, un poco
de azúcar y otros desperdicios, se los metía en un bolsillo y echaba a
correr.
Algunas noches entraba en su hogar gritando:
--¡A ver! ¡a ver! las zapatillas y el frasco del anís, que hoy velo a
don Santos.
La esposa de don Pompeyo suspiraba y entregaba las zapatillas suizas y
el frasco del aguardiente, y el amo de la casa desaparecía.
Foja, los Orgaz, Glocester «como particular, no como sacerdote», don
Álvaro Mesía, los socios librepensadores que comían de carne
solemnemente en Semana Santa, algunos de los que asistían a las cenas
secretas del Casino, los redactores del _Alerta_ y otros muchos enemigos
del Provisor visitaban de vez en cuando a don Santos; todos compadecían
aquella miseria entre protestas de cólera mal comprimida. «Oh el hombre
que había reducido a tal estado al señor Barinaga era bien miserable,
merecía la pública execración». Pero nada más. Casi nadie se atrevía a
dejar allí una limosna «por no ofender la susceptibilidad del enfermo».
Muchos se ofrecían a velarle en caso de necesidad.
Don Pompeyo recibía las visitas como si él fuera el amo de casa;
Celestina tenía que tolerarlo porque su padre lo exigía.
--Él es mi único hijo... descastada... mi único padre... mi único
amigo... tú eres la que estás aquí de más... ¡mala entraña!...
¡mojigata!...--gritaba desde su alcoba el borracho moribundo.
La enfermedad se agravó con las fuertes heladas con que terminó aquel
año noviembre.
El primer día de diciembre Celestina se propuso, de acuerdo con don
Custodio, dar el último ataque para conseguir que su padre admitiera los
Sacramentos.
Al entrar, por la mañana, a eso de las ocho, don Pompeyo Guimarán, que
venía soplándose los dedos, la beata le detuvo en la tienda abandonada,
fría, llena de ratones.
Empleó la joven toda clase de resortes; pidió, suplicó, se puso de
rodillas con las manos en cruz, lloró... Después exigió, amenazó,
insultó: todo fue inútil.
--Hable usted con su papá--decía Guimarán por toda contestación--. Yo
no hago más que cumplir su voluntad.
Celestina, desesperada, se acercó al lecho de su padre, lloró otra vez,
de rodillas, con la cabeza hundida en el flaco jergón, mientras don
Santos repetía con voz pausada, débil, que tenía una majestad especial,
compuesta de dolor, locura, abyección y miseria:
--¡Mojigata, sal de mi presencia! Como hay Dios en los cielos, abomino
de ti y de tu clerigalla.... Fuera todos.... Nadie me entre en la tienda,
que no me dejarán un copón... ni una patena.... ¡Esa lámpara, seor
bandido! y tú, hija de perdición, no ocultes debajo del mandil... eso...
eso... ese sacramento.... ¡Fuera de aquí!...
--¡Padre, padre, por compasión... admita usted los santos
sacramentos!...
--Me los han robado todos... y las lámparas... y tú los ayudas... eres
cómplice.... ¡A la cárcel!
--Padre, señor, por compasión de su hija... los Sacramentos... tome
usted... tome usted....
--No, no quiero... seamos razonables. Una partida de sacramentos...
¿para qué? Si la tomo... ahí se pudrirá en la tienda.... El Provisor les
prohíbe comprar aquí... Ellos, los pobrecitos curas de aldea... ¿qué han
de hacer?... ¡Infelices!... Le temen... le temen.... ¡Infame!
¡Infelices!
Y don Santos se incorporó como pudo, inclinó la cabeza sobre el pecho, y
lloró en silencio.
Y repetía de tarde en tarde:--¡Infelices!... Celestina salió de la
alcoba sollozando.
«Su padre había perdido la cabeza. Ya no podría confesar si no recobraba
la razón... sólo por milagro de Dios».
--Ni puede, ni quiere, ni debe--exclamó don Pompeyo cruzado de brazos,
inflexible, dispuesto a no dejarse enternecer por el dolor ajeno.
El día de la Concepción, muy temprano, el médico Somoza dijo que don
Santos moriría al obscurecer.
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