La Regenta - 08

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de la grosera y cruel impostura, a no ser el aya, su hombre, que seguía
esperando, y las tías de Vetusta. Pero se acordaba y mucho Ana misma. Al
principio la calumnia habíale hecho poco daño, era una de tantas
injusticias de doña Camila; pero poco a poco fue entrando en su espíritu
una sospecha, aplicó sus potencias con intensidad increíble al enigma
que tanta influencia tenía en su vida, que a tantas precauciones
obligaba al aya; quiso saber lo que era aquel pecado de que la acusaban,
y en la maldad de doña Camila y en la torpe vida, mal disimulada, de
esta mujer, se afiló la malicia de la niña que fue comprendiendo en qué
consistía tener honor y en qué perderlo; y como todos daban a entender
que su aventura de la barca de Trébol había sido una vergüenza, su
ignorancia dio por cierto su pecado. Mucho después, cuando su inocencia
perdió el último velo y pudo ella ver claro, ya estaba muy lejos aquella
edad; recordaba vagamente su amistad con el niño de Colondres, sólo
distinguía bien el recuerdo del recuerdo, y dudaba, dudaba si había sido
culpable de todo aquello que decían. Cuando ya nadie pensaba en tal
cosa, pensaba ella todavía y confundiendo actos inocentes con verdaderas
culpas, de todo iba desconfiando. Creyó en una gran injusticia que era
la ley del mundo, porque Dios quería, tuvo miedo de lo que los hombres
opinaban de todas las acciones, y contradiciendo poderosos instintos de
su naturaleza, vivió en perpetua escuela de disimulo, contuvo los
impulsos de espontánea alegría; y ella, antes altiva, capaz de oponerse
al mundo entero, se declaró vencida, siguió la conducta moral que se le
impuso, sin discutirla, ciegamente, sin fe en ella, pero sin hacer
traición nunca.
Ya era así cuando su padre volvió de la emigración. No le satisfizo
aquel carácter.
¿No se le había dicho que la niña era un peligro para el honor de los
Ozores? Pues él veía, por el contrario, una muchacha demasiado tímida y
reservada, de una prudencia exagerada para sus años. Ya le pesaba de
haber entregado su hija a la gazmoñería inglesa que, según él, no
servía para la raza latina. Volvía de la emigración muy latino.
Afortunadamente allí estaba él para corregir aquella educación viciosa.
Despidió a doña Camila y se encargó de la instrucción de su hija. En el
extranjero se había hecho don Carlos más filósofo y menos político. Para
España no había salvación. Era un pueblo gastado. América se tragaba a
Europa, además. Le preocupaban mucho las carnes en conserva que venían
de los Estados Unidos.
--«Nos comen, nos comen. Somos pobres, muy pobres, unos miserables que
sólo entendemos de tomar el sol».
Él sí era pobre, y más cada día, pero achacaba su estrechez a la
decadencia general, a la falta de sangre en la raza y otros disparates.
Le quedaban la biblioteca, que había mejorado, y los amigos, nuevos, por
supuesto.
Todos los días se ponía a discusión delante de Ana, al tomar café, la
divinidad de Cristo. Unos le llamaban el primer demócrata. Otros decían
que era un símbolo del sol y los apóstoles las constelaciones del
Zodiaco.
Ana procuraba retirarse en cuanto podía hacerlo sin ofender la
susceptibilidad de aquel libre-pensador que era su padre. ¡Con qué
tristeza pensaba la niña, sin querer pensarlo, que los amigos de su
padre eran personas poco delicadas, habladores temerarios! Y su mismo
papá, esto era lo peor, y había que pensarlo también, su querido papá
que era un hombre de talento, capaz de inventar la pólvora, un reloj, el
telégrafo, cualquier cosa, se iba volviendo loco a fuerza de filosofar,
y no sabía vivir con una hija que ya entendía más que él de asuntos
religiosos.
Aquella sumisión exterior, aquel sacrificio de la vida ordinaria, de
las relaciones vulgares a las preocupaciones y a las injusticias del
mundo no eran hipocresía en Anita, no eran la careta del orgullo; pero
no podía juzgarse por tales apariencias de lo que pasaba dentro de ella.
Así como en la infancia se refugiaba dentro de su fantasía para huir de
la prosaica y necia persecución de doña Camila, ya adolescente se
encerraba también dentro de su cerebro para compensar las humillaciones
y tristezas que sufría su espíritu. No osaba ya oponer los impulsos
propios a lo que creía conjuración de todos los necios del mundo, pero a
sus solas se desquitaba. El enemigo era más fuerte, pero a ella le
quedaba aquel reducto inexpugnable.
Nunca le habían enseñado la religión como un sentimiento que consuela;
doña Camila entendía el Cristianismo como la Geografía o el arte de
coser y planchar; era una asignatura de adorno o una necesidad
doméstica. Nada le dijo contra el dogma, pero jamás la dulzura de Jesús
procuró explicársela con un beso de madre. María Santísima era la Madre
de Dios, en efecto; pero una vez que Ana volvió del campo diciendo que
la Virgen, según le constaba a ella, lavaba en el río los pañales del
Niño Jesús, doña Camila, indignada, exclamó:
--_¡Improper!_ ¿quién le inculcará a esta chiquilla estas sandeces del
vulgo?
En este particular don Carlos aprobaba el criterio de doña Camila;
precisamente él creía que el Misterio de la Encarnación era como la
lluvia de oro de Júpiter; y remontándose más, en virtud de la Mitología
comparada, encontraba en la religión de los indios dogmas parecidos.
Ana en casa de su padre disponía de pocos libros devotos. Pero en
cambio, sabía mucha Mitología, con velos y sin ellos.
Sólo aquello que el rubor más elemental manda que se tape, era lo que
ocultaba don Carlos a su hija. Todo lo demás podía y debía conocerlo.
¿Por qué no? Y con multitud de citas explicaba y recomendaba Ozores la
educación _omnilateral_ y _armónica_, como la entendía él.
--Yo quiero--concluía--que mi hija sepa el bien y el mal para que
libremente escoja el bien; porque si no ¿qué mérito tendrán sus obras?
Sin embargo, si su hija fuese funámbula y trabajase en el alambre, don
Carlos pondría una red debajo, aunque perdiese mérito el ejercicio.
De las novelas modernas algunas le prohibía leer, pero en cuanto se
trataba de arte clásico «de verdadero arte», ya no había velos, podía
leerse todo. El romántico Ozores era clásico después de su viaje por
Italia.
--¡El arte no tiene sexo!--gritaba--. Vean ustedes, yo entrego a mi
hija esos grabados que representan el arte antiguo, con todas las
bellezas del desnudo que en vano querríamos imitar los modernos. ¡Ya no
hay desnudo! Y suspiraba.
La Mitología llegó a conocerla Anita como en su infancia la historia de
Israel.
--_¡Honni soit qui mal y pense!_--repetía don Carlos; y lo otro de: _Oh,
procul, procul estote prophani_.
Y no tomaba más precauciones.
Por fortuna en el espíritu de Ana la impresión más fuerte del arte
antiguo y de las fábulas griegas, fue puramente estética; se excitó su
fantasía, sobre todo, y, gracias a ella, no a don Carlos, aquel
inoportuno estudio del desnudo clásico no causó estragos.
La muchacha envidiaba a los dioses de Homero que vivían como ella había
soñado que se debía vivir, al aire libre, con mucha luz, muchas
aventuras y sin la férula de un aya semi-inglesa.
También envidiaba a los pastores de Teócrito, Bion y Mosco; soñaba con
la gruta fresca y sombría del Cíclope enamorado, y gozaba mucho, con
cierta melancolía, trasladándose con sus ilusiones a aquella Sicilia
ardiente que ella se figuraba como un nido de amores. Pero como de
abandonarse a sus instintos, a sus ensueños y quimeras se había
originado la nebulosa aventura de la barca de Trébol, que la avergonzaba
todavía, miraba con desconfianza, y hasta repugnancia moral, cuanto
hablaba de relaciones entre hombres y mujeres, si de ellas nacía algún
placer, por ideal que fuese. Aquellas confusiones, mezcla de malicia y
de inocencia, en que la habían sumergido las calumnias del aya y los
groseros comentarios del vulgo, la hicieron fría, desabrida, huraña para
todo lo que fuese amor, según se lo figuraba. Se la había separado
sistemáticamente del trato íntimo de los hombres, como se aparta del
fuego una materia inflamable. Doña Camila la educaba como si fuera un
polvorín. «Se había equivocado su natural instinto de la niñez; aquella
amistad de Germán había sido un pecado, ¿quién lo diría? Lo mejor era
huir del hombre. No quería más humillaciones». Esta aberración de su
espíritu la facilitaban las circunstancias. Don Carlos no tenía más
amistad que la de unos cuantos hongos, filosofastros y conspiradores;
estos caballeros debían de estar solos en el mundo; si tenían hijos y
mujer, no los presentaban ni hablaban de ellos nunca. Anita no tenía
amigas. Además don Carlos la trataba como si fuese ella el arte, como si
no tuviera sexo. Era aquella una educación neutra. A pesar de que
Ozores pedía a grito pelado la emancipación de la mujer y aplaudía cada
vez que en París una dama le quemaba la cara con vitriolo a su amante,
en el fondo de su conciencia tenía a la hembra por un ser inferior, como
un buen animal doméstico. No se paraba a pensar lo que podía necesitar
Anita. A su madre la había querido mucho, le había besado los pies
desnudos durante la luna de miel, que había sido exagerada; pero poco a
poco, sin querer, había visto él también en ella a la antigua modista, y
la trató al fin como un buen amo, suave y contento. Fuera por lo que
fuere, él creía cumplir con Anita llevándola al Museo de Pinturas, a la
Armería, algunas veces al Real y casi siempre a paseo con algunos
libre-pensadores, amigos suyos, que se paraban para discutir a cada diez
pasos. Eran de esos hombres que casi nunca han hablado con mujeres. Esta
especie de varones, aunque parece rara, abunda más de lo que pudiera
creerse. El hombre que no habla con mujeres se suele conocer en que
habla mucho de la mujer en general; pero los amigotes de Ozores ni esto
hacían; eran pinos solitarios del Norte que no suspiraban por ninguna
palmera del Mediodía.
Aunque Ana llegaba a la edad en que la niña ya puede gustar como mujer,
no llamaba la atención; nadie se había enamorado de ella. Entre doña
Camila y don Carlos habían ajado las rosas de su rostro; aquella
turgencia y expansión de formas que al amante del aya le arrancaban
chispas de los ojos, habían contenido su crecimiento; Anita iba a
transformarse en mujer cuando parecía muy lejos aún de esta crisis;
estaba delgada, pálida, débil; sus quince años eran ingratos: a los diez
tenía las apariencias de los trece, y a los quince representaba dos
menos. Como todavía no se ha convenido en mantener a costa del Erario a
los filósofos, don Carlos que no se ocupaba más que en arreglar el mundo
y condenarlo tal como era, se vio pronto en apurada situación económica.
--«Ya estaba cansado; bastante había combatido en la vida», según él, y
no se le ocurrió buscar trabajo; no quería trabajar más. Prefirió
retirarse a su quinta de Loreto, accediendo a las súplicas de Anita que
se lo pedía con las manos en cruz. La pobre muchacha se aburría mucho en
Madrid. Mientras a su imaginación le entregaban a Grecia, el Olimpo, el
Museo de Pinturas, ella, Ana Ozores, la de carne y hueso, tenía que
vivir en una calle estrecha y obscura, en un mísero entresuelo que se le
caía sobre la cabeza. Ciertas vecinas querían llevarla a paseo, a una
tertulia y a los teatros extraviados que ellas frecuentaban. La pobreza
en Madrid tiene que ser o resignada o cursi. Aquellas vecinas eran
cursis. Anita no podía sufrirlas; le daban asco ellas, su tertulia y sus
teatros. Pronto la llamaron el comino orgulloso, la mona sabia. Los seis
meses de aldea los pasaba mucho mejor, aun con ser aquel lugar el de su
antiguo cautiverio y el de la aventura de la barca, y la calumnia
subsiguiente. Pero de cuantos podrían recordarle aquella _vergüenza_,
sólo veía ella al señor Iriarte, el hombre del aya, que visitaba a don
Carlos y miraba a la niña con ojos de cosechero que se prepara a recoger
los frutos.
Cuando don Carlos decidió vivir en Loreto todo el año, para hacer
economías, Ana le besó en los ojos y en la boca y fue por un día entero
la niña expansiva y alegre que había empezado a brotar antes de ser
trasplantada al invernadero pedagógico de doña Camila. Otros años se
llevaba a la aldea algún cajón de libros; esta vez se mandó con el
maragato la biblioteca entera, el orgullo legítimo de don Carlos.
Un día de sol, en Mayo, Ana que se preparaba a una vida nueva, por
dentro, cantaba alegre limpiando los estantes de la biblioteca en la
quinta. Colocaba en los cajones los libros, después de sacudirles el
polvo, por el orden señalado en el catálogo escrito por don Carlos.
Vio un tomo en francés, forrado de cartulina amarilla; creyó que era una
de aquellas novelas que su padre le prohibía leer y ya iba a dejar el
libro cuando leyó en el lomo: _Confesiones de San Agustín_.
¿Qué hacía allí San Agustín?
Don Carlos era un libre-pensador que no leía libros de santos, ni de
curas, ni de _neos_, como él decía. Pero San Agustín era una de las
pocas excepciones. Le consideraba como filósofo.
Ana sintió un impulso irresistible; quiso leer aquel libro
inmediatamente. Sabía que San Agustín había sido un pagano libertino, a
quien habían convertido voces del cielo por influencia de las lágrimas
de su madre Santa Mónica. No sabía más. Dejó caer el plumero con que
sacudía el polvo; y en pie, bañados por un rayo de sol su cabeza pequeña
y rizada y el libro abierto, leyó las primeras páginas. Don Carlos no
estaba en casa. Ana salió con el libro debajo del brazo; fue a la
huerta. Entró en el cenador, cubierto de espesa enredadera perenne. Las
sombras de las hojuelas de la bóveda verde jugueteaban sobre las hojas
del libro, blancas y negras y brillantes; se oía cerca, detrás, el
murmullo discreto y fresco del agua de una acequia que corría despacio
calentándose al sol; fuera de la huerta sonaban las ramas de los altos
álamos con el suave castañeteo de las hojas nuevas y claras que
brillaban como lanzas de acero.
Ana leía con el alma agarrada a las letras. Cuando concluía una página,
ya su espíritu estaba leyendo al otro lado. Aquello sí que era nuevo.
Toda la Mitología era una locura, según el santo. Y el amor, aquel amor,
lo que ella se figuraba, pecado, pequeñez; un error, una ceguera. Bien
había hecho ella en vivir prevenida. Recordó que en Madrid dos
estudiantes le habían escrito cartas a que ella no contestaba. Era su
única aventura, después de la vergüenza de la barca de Trébol. El santo
decía que los niños son por instinto malos, que su perversión innata
hace gozar y reír a los que los aman; pero sus gracias son defectos; el
egoísmo, la ira, la vanidad los impulsan.
--«Es verdad, es verdad»--pensaba ella arrepentida.
Pero entonces hacía falta otra cosa. ¿Aquel vacío de su corazón iba a
llenarse? Aquella vida sin alicientes, negra en lo pasado, negra en lo
porvenir, inútil, rodeada de inconvenientes y necedades ¿iba a terminar?
Como si fuera un estallido, sintió dentro de la cabeza un «sí» tremendo
que se deshizo en chispas brillantes dentro del cerebro. Pasaba esto
mientras seguía leyendo; aún estaba aturdida, casi espantada por aquella
voz que oyera dentro de sí, cuando llegó al pasaje en donde el santo
refiere que paseándose él también por un jardín oyó una voz que le decía
«_Tole, lege_» y que corrió al texto sagrado y leyó un versículo de la
Biblia.... Ana gritó, sintió un temblor por toda la piel de su cuerpo y
en la raíz de los cabellos como un soplo que los erizó y los dejó
erizados muchos segundos.
Tuvo miedo de lo sobrenatural; creyó que iba a aparecérsele algo....
Pero aquel pánico pasó, y la pobre niña sin madre sintió dulce corriente
que le suavizaba el pecho al subir a las fuentes de los ojos. Las
lágrimas agolpándose en ellos le quitaban la vista.
Y lloró sobre las _Confesiones de San Agustín_, como sobre el seno de
una madre. Su alma se hacía mujer en aquel momento.
Por la tarde acabó de leer el libro. Dejó los últimos capítulos que no
entendía.
De noche, en la biblioteca, discutían don Carlos, un clérigo de Loreto y
varios aficionados a la filosofía y a la buena sidra, que prodigaba el
arruinado Ozores por tal de tener contrincantes. Decía que pensar a
solas es pensar a medias. Necesitaba una oposición. El capellán quería
dejar bien puesto el pabellón de la Iglesia y pasar agradablemente las
noches que se hacían eternas en Loreto, aun en primavera.
Ana, sentada lejos, casi hundida y perdida en una butaca grande de
gutapercha, de grandes orejas, donde había ella soñado mucho despierta,
soñaba también ahora con los ojos muy abiertos, inmóviles. Pensaba en
San Agustín; se le figuraba con gran mitra dorada y capa de raso y oro,
recorriendo el desierto en un África que poblaba ella de fieras y de
palmeras que llegaban a las nubes. Era, como en la infancia, un
delicioso imaginar; otro canto de su poema. Sólo con recordar la dulzura
de San Agustín al reconciliarse en su cátedra con un amigo que asistió a
oírle, del cual vivía separado, sentía Ana inefable ternura que le hacía
amar al universo entero en aquel obispo.
En el mismo instante juraba don Carlos que el cristianismo era una
importación de la Bactriana.
No estaba seguro de que fuera Bactriana lo que había leído, pero en sus
disputas de la aldea era poco escrupuloso en los datos históricos,
porque contaba con la ignorancia del concurso.
El capellán no sabía lo que era la Bactriana; y así le parecía el más
ridículo y gracioso disparate la ocurrencia de traer de allí el
cristianismo.
Y muerto de risa decía:--Pero hombre, buena _Batrania_ te dé Dios;
¿dónde ha leído eso el señor Ozores?
«El capellán no era un San Agustín--pensaba Anita--; no, porque San
Agustín no bebería sidra ni refutaría tan mal argumentos como los de su
padre. No importaba, el clérigo tenía razón y eso bastaba; decía grandes
verdades sin saberlo». Don Carlos en aquel momento se puso a defender a
los maniqueos.
--Menos absurdo me parece creer en un Dios bueno y otro malo, que creer
en Jehová Eloïm que era un déspota, un dictador, un polaco.
«¡Su padre era maniqueo! Buenos ponía a los maniqueos San Agustín, que
también había creído errores así. Pero su padre llegaría a convertirse;
como ella, que tenía lleno el corazón de amor para todos y de fe en Dios
y en el santo obispo de Hiponax».
Después, buscando en la biblioteca, halló el _Genio del Cristianismo_,
que fue una revelación para ella. Probar la religión por la belleza, le
pareció la mejor ocurrencia del mundo. Si su razón se resistía a los
argumentos de Chateaubriand, pronto la fantasía se declaraba vencida y
con ella el albedrío.
--«Valiente mequetrefe era el señor Chateaubriand, según don Carlos. Él
tenía sus obras porque el estilo no era malo».--Se hablaba muy mal de
Chateaubriand por aquel tiempo en todas partes. Después leyó Ana _Los
Mártires_. Ella hubiera sido de buen grado Cimodocea, su padre podía
pasar por un Demodoco bastante regular, sobre todo después de su viaje a
Italia que le había hecho pagano. Pero ¿Eudoro? ¿dónde estaba Eudoro?
Pensó en Germán. ¿Qué habría sido de él?
Difícil le fue encontrar entre los libros de su padre otros que
hablasen, para bien se entiende, de religión. Un tomo del _Parnaso
Español_ estaba consagrado a la poesía religiosa. Los más eran versos
pesados, obscuros, pero entre ellos vio algunos que le hicieron mejor
impresión que el mismo Chateaubriand. Unas quintillas de Fray Luis de
León comenzaban así:
Si quieres, como algún día,
alabar rubios cabellos,
alaba los de María,
más dorados y más bellos
que el sol claro al mediodía.
El poeta eclesiástico que olvidaba otros cabellos para alabar los de
María, le pareció sublime en su ternura; aquellos cinco versos
despertaron en el corazón de Ana lo que puede llamarse el _sentimiento
de la Virgen_, porque no se parece a ningún otro. Y aquella fue su
locura de amor religioso.
María, además de Reina de los Cielos, era una Madre, la de los
afligidos. Aunque se le hubiese presentado no hubiera tenido miedo. La
devoción de la Virgen entró con más fuerza que la de San Agustín y la de
Chateaubriand en el corazón de aquella niña que se estaba convirtiendo
en mujer. El Ave María y la Salve adquirieron para ella nuevo sentido.
Rezaba sin cesar. Pero no bastaba aquello, quería más, quería inventar
ella misma oraciones.
Don Carlos tenía también el _Cantar de los cantares_, en la versión
poética de San Juan de la Cruz. Estaba entre los libros prohibidos para
Anita.
--A mí no me la dan--decía don Carlos guiñando un ojo--; esta _amada_
podrá ser la Iglesia, pero... yo no me fío... no me fío....
Y disparataba sin conciencia; porque él, incapaz de calumniar a sus
semejantes, cuando se trataba de santos y curas creía que no estaba de
más.
Ana leyó los versos de San Juan y entonces sintió la lengua expedita
para improvisar oraciones; las recitaba en verso en sus paseos
solitarios por el monte de Loreto que olía a tomillo y caía a pico sobre
el mar.
Versos _a lo San Juan_, como se decía ella, le salían a borbotones del
alma, hechos de una pieza, sencillos, dulces y apasionados; y hablaba
con la Virgen de aquella manera.
Notaba Anita, excitada, nerviosa--y sentía un dolor extraño en la cabeza
al notarlo--una misteriosa analogía entre los versos de San Juan y
aquella fragancia del tomillo que ella pisaba al subir por el monte.
Verdad era que de algún tiempo a aquella parte su pensamiento, sin que
ella quisiese, buscaba y encontraba secretas relaciones entre las cosas,
y por todas sentía un cariño melancólico que acababa por ser una jaqueca
aguda.
Una tarde de otoño, después de admitir una copa de cumín que su padre
quiso que bebiera detrás del café, Anita salió sola, con el proyecto de
empezar a escribir un libro, allá arriba, en la hondonada de los pinos
que ella conocía bien; era _una obra_ que días antes había imaginado,
una colección de poesías «A la Virgen».
Don Carlos le permitía pasear sin compañía cuando subía al monte de los
tomillares por la puerta del jardín; por allí no podía verla nadie, y al
monte no se subía más que a buscar leña.
Aquel día su paseo fue más largo que otras veces. La cuesta era ardua,
el camino como de cabras; pavorosos acantilados a la derecha caían a
pico sobre el mar, que deshacía su cólera en espuma con bramidos que
llegaban a lo alto como ruidos subterráneos. A la izquierda los
tomillares acompañaban el camino hasta la cumbre, coronada por pinos
entre cuyas ramas el viento imitaba como un eco la queja inextinguible
del océano. Ana subía a paso largo. El esfuerzo que exigía la cuesta la
excitaba; se sentía calenturienta; de sus mejillas, entonces siempre
heladas, brotaba fuego, como en lejanos días. Subía con una ansiedad
apasionada, como si fuera camino del cielo por la cuesta arriba.
Después de un recodo de la senda que seguía, Ana vio de repente nuevo
panorama; Loreto quedó invisible. Enfrente estaba el mar, que antes oía
sin verlo; el mar, mucho mayor que visto desde el puerto, más pacífico,
más solemne; desde allí las olas no parecían sacudidas violentas de una
fiera enjaulada, sino el ritmo de una canción sublime, vibraciones de
placas sonoras, iguales, simétricas, que iban de Oriente a Occidente. En
los últimos términos del ocaso columbraba un anfiteatro de montañas que
parecían escala de gigantes para ascender al cielo; nubes y cumbres se
confundían, y se mandaban reflejados sus colores. En lo más alto de
aquel _cumulus_ de piedra azulada Ana divisó un punto; sabía que era un
santuario. Allí estaba la Virgen. En aquel momento todos los celajes del
ocaso se rasgaban brotando luz de sus entrañas para formar una aureola
a la Madre de Dios, que tenía en aquella cima su templo. La puesta del
sol era una apoteosis. Las velas de las lanchas de Loreto, hundidas en
la sombra del monte, allá abajo, parecían palomas que volaban sobre las
aguas.
Al fin llegó Ana a la _hondonada de los pinos_. Era una cañada entre dos
lomas bajas coronadas de arbustos y con algunos ejemplares muy lucidos
del árbol que le daba nombre. El cauce de un torrente seco dejaba ver su
fondo de piedra blanquecina en medio de la cañada; un pájaro, que a la
niña se le antojó ruiseñor, cantaba escondido en los arbustos de la loma
de poniente. Ana se sentó sobre una piedra cerca del cauce seco. Se
creía en el desierto. No había allí ruido que recordara al hombre. El
mar, que ya no veía ella, volvía a sonar como murmullo subterráneo; los
pinos sonaban como el mar y el pájaro como un ruiseñor. Estaba segura de
su soledad. Abrió un libro de memorias, lo puso en sus rodillas, y
escribió con lápiz en la primera página: «A la Virgen».
Meditó, esperando la inspiración sagrada.
Antes de escribir dejó hablar al pensamiento.
Cuando el lápiz trazó el primer verso, ya estaba terminada, dentro del
alma, la primera estancia. Siguió el lápiz corriendo sobre el papel,
pero siempre el alma iba más deprisa; los versos engendraban los versos,
como un beso provoca ciento; de cada concepto amoroso y rítmico brotaban
enjambres de ideas poéticas, que nacían vestidas con todos los colores y
perfumes de aquel decir poético, sencillo, noble, apasionado.
Cuando todavía el pensamiento seguía dictando a borbotones, tuvo la mano
que renunciar a seguirle, porque el lápiz ya no podía escribir; los
ojos de Ana no veían las letras ni el papel, estaban llenos de lágrimas.
Sentía latigazos en las sienes, y en la garganta mano de hierro que
apretaba.
Se puso en pie, quiso hablar, gritó; al fin su voz resonó en la cañada;
calló el supuesto ruiseñor, y los versos de Ana, recitados como una
oración entre lágrimas, salieron al viento repetidos por las resonancias
del monte. Llamaba con palabras de fuego a su Madre Celestial. Su propia
voz la entusiasmó, sintió escalofríos, y ya no pudo hablar: se doblaron
sus rodillas, apoyó la frente en la tierra. Un espanto místico la dominó
un momento. No osaba levantar los ojos. Temía estar rodeada de lo
sobrenatural. Una luz más fuerte que la del sol atravesaba sus párpados
cerrados. Sintió ruido cerca, gritó, alzó la cabeza despavorida... no
tenía duda, una zarza de la loma de enfrente se movía... y con los ojos
abiertos al milagro, vio un pájaro obscuro salir volando de un matorral
y pasar sobre su frente.


--V--

La señorita doña Anunciación Ozores había llegado a los cuarenta y siete
años sin salir de la provincia de Vetusta. Era por consiguiente una gran
molestia, tal vez un peligro, aventurarse a recorrer en veinte horas de
diligencia la carretera de la costa que llegaba hasta Loreto. La
acompañaron en su viaje don Cayetano Ripamilán, canónigo respetable por
su condición y sus años, y una antigua criada de los Ozores.
Había muerto don Carlos de repente, de noche, sin confesión, sin ningún
sacramento. El médico decía que algún derrame, algún vaso....
Materialismo puro. Doña Anuncia veía la mano de Dios que castiga sin
palo ni piedra. Esto no impidió que durante el viaje manifestase la
señorita de Ozores, vestida de riguroso luto, un dolor apenas mitigado
por la resignación cristiana.
«Ana, la hija de la modista, había caído en cama; estaba sola, en poder
de criados; no había más remedio que ir a recogerla. Ante aquella muerte
concluían las diferencias de familia».
--«Muerto el perro se acabó la rabia»,--había dicho uno de los nobles de
Vetusta.
Doña Anuncia y don Cayetano encontraron a la joven en peligro de muerte.
Era una fiebre nerviosa; una crisis terrible, había dicho el médico; la
enfermedad había coincidido con ciertas transformaciones propias de la
edad; propias sí, pero delante de señoritas no debían explicarse con la
claridad y los pormenores que empleaba el doctor. Don Cayetano podía
oírlo todo, pero doña Anuncia hubiera preferido metáforas y perífrasis.
«El desarrollo contenido», «la crítica y misteriosa metamorfosis», «la
crisálida que se rompe», todo eso estaba bien; pero el médico añadía
unos detalles que doña Anuncia no vacilaba en calificar de groseros.
--«¡Qué gentes trataba mi hermano!»--decía poniendo los ojos en blanco.
Quince días había vivido sola en poder de criados aquella pobre niña,
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