La Regenta - 57

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--¿Pero y la señora Marquesa cómo no nos advirtió?...
--Pues si dice que le llamaba a usted a voces y que usted no hacía caso,
y que ella le decía que ya había salido el carro....
Y Pepe se reía a carcajadas.--No ha sido mala broma, je, je....
Probecicos y da lástima verles... sobre todo este señor cura está hecho
un _eciomo_, perdonando la comparanza, es una sopa.... Anda, anda, y cómo
se le ha ponío too el melindrán este... y la sotana parece un charco....
Tenía razón Pepe. De Pas y don Víctor se miraban y se encontraban
aspecto de náufragos.
--Anden, anden, ángeles de Dios, que la mojadura puede llegar a los
huesos y darles un romantismo....
--Ya ha llegado, Pepe, ya ha llegado.
--La señorita Ana ya tié preparada ropa caliente pa usté y creo que no
falta pa este señor cura: y si no, yo tengo una camisa fina que podría
ponérsela una princesa....
El Magistral en vez de entrar en la huerta por el postigo por donde
habían salido, dio vuelta a la muralla y entró en las cocheras, de donde
hizo sacar su miserable berlina de alquiler.
Don Víctor no le vio siquiera separarse de él. Tan absorto iba.
Encontró el Magistral al Marqués que no quería dejarle marchar en aquel
estado....
--Pero si va usted a coger una pulmonía.... Múdese usted.... Ahí habrá
ropa....
No hubo modo de convencerle.--Despídame usted de la Marquesa. En una
carrera estoy en mi casa....
Y dejó el Vivero, no tan a escape como él hubiera querido, sino a un
trote falso que poco a poco se fue convirtiendo en un paso menos que
regular.
--Pero, hombre, castigue usted a ese animal--gritaba don Fermín al
cochero--. Mire usted que voy calado hasta los huesos... y quiero llegar
pronto a mi casa.
El cochero, ante la perspectiva de una propina, descargó dos tremendos
latigazos sobre los lomos del rocín, que vino a pagar así la ira
concentrada por tantas horas en el pecho del Provisor. Aquellos
latigazos los hubiera descargado el canónigo de buen grado sobre el
rostro de Mesía.
Cuando el miserable y desvencijado vehículo llegaba a las primeras
casas de los arrabales de Vetusta, obscurecía. La noche, según había
anunciado don Víctor, amenazaba con nueva tormenta. Todo el cielo se
cubría de nubes pardas que se ennegrecían poco a poco. Ya se veían
relámpagos extensos en el horizonte por Norte y Oeste, y de tarde en
tarde zumbaba rodando un trueno allá muy lejos.
Don Fermín llevaba el alma sofocada de hastío, de desprecio de sí mismo.
¡Qué jornada! pensaba, ¡qué jornada! No le quedaba ni el consuelo de
compadecerse; merecido tenía todo aquello; el mundo era como el
confesonario lo mostraba, un montón de basura; las pasiones nobles,
grandes, sueños, aprensiones, hipocresía del vicio.... Buena prueba era
él mismo, que a pesar de sentirse enamorado por modo angélico, caía una
y otra vez en groseras aventuras, y satisfacía como un miserable los
apetitos más bajos. Y al fin Teresina... era de su casa, pero Petra era
de la otra, de Ana. Ya no se disculpaba con los sofismas del
maquiavelismo, de la conveniencia de tener de su parte a la criada. «Con
unas cuantas monedas de oro hubiera conseguido lo mismo». «¿Y don
Víctor? Otro miserable y además un estúpido que merecía cuanto mal le
viniera encima, como él, como Ana lo merecían también, como lo merecía
el mundo entero que era un lodazal.... ¡Oh, aquellos relámpagos debían
quemar el mundo entero si se quería hacer justicia de una vez!».
Lo que más le irritaba era que su conciencia le envolvía a él también en
el general desprecio.... «Todo era pequeño, asqueroso, bajo... y él como
todo».
«¿Y lo que había dicho el médico? _Ubi irritatio_... es decir que Ana
caería en brazos de don Álvaro... ¡que era fatal aquella caída!... Y
tanto misticismo, y tanto hermano mayor del alma... ¿para qué había
servido? Farsa, hipocresía, hipocresía inconsciente, como la propia,
como la del universo entero...».
El Magistral daba diente con diente. El frío le hizo pensar en la ropa,
la ropa en su madre.
«Esta es otra. ¿Qué va a decir al verme entrar así? Tendré que inventar
una mentira. ¡Bah! una más, ¿qué importa?... Y los otros allá... a sus
anchas.... Podrán, si quieren, cometer sus torpezas delante del mismo
idiota del marido.... Oh, ¿quién es aquí el marido? ¿Quién es aquí el
ofendido? ¡Yo, yo! que siento la ofensa, que la preveo, que la huelo en
el aire... no él que no la ve aun puesta delante de los ojos...».
Idea tuvo de arrojarse del coche, y a pie, a todo correr, volver furioso
al Vivero a sorprender «lo que el presentimiento le daba por seguro, lo
que no había pasado tal vez en el bosque, pero lo que estaría pasando en
la casa... entre aquellos borrachos disimulados y aquellas damas
lascivas, locas y encubridoras...».
Un trueno que retumbó sobre Vetusta sirvió de acompañamiento a la cólera
del canónigo.
--«¡Eso! ¡eso!--rugió mientras abría la portezuela y se apeaba frente a
su casa--. ¡Esto sólo se arregla con rayos!».
Y entró en su casa después de pagar al cochero.
Los rayos que quería le esperaban arriba dispuestos a estallar sobre su
cabeza.
Cuando se acostó aquella noche, pensaba que en su vida había tenido tan
formidable reyerta con su señora madre, ni había visto jamás a doña
Paula ostentar mayores parches de sebo en las sienes.
Y al dormirse, la última idea que le perseguía, la que más le
atormentaba con sus punzadas, era la del ridículo.
«¡Qué aventuras tan grotescas... qué horrorosa ironía de lo cómico
durante todo el día! Y... la culpa de todo la tenía la odiosa, la
repugnante sotana...».
Los últimos pensamientos del Magistral fueron maldiciones. Pero a pesar
de todo durmió, rendido por tanta fatiga.
Allá en el Vivero los convidados habían puesto a mal tiempo buena cara,
y mientras en el palacio viejo los curas rurales, el Marqués, y algunos
otros señores de Vetusta jugaban al tresillo a primera hora y más tarde
al monte, que llamaba el clero del campo _la santina_, en la casa nueva
todas las damas y los caballeros que habían querido correr por los
prados en la romería, procuraban divertirse como podían y se bailaba, se
tocaba el piano, se cantaba y se jugaba al escondite por toda la casa.
Ya se sabía que al Vivero no se iba a otra cosa. Visitación, Obdulia y
Edelmira también, eran las que conocían mejor los lugares más
escondidos, dónde había puertas de escape, y todo lo que exigían
aquellos juegos infantiles a que se entregaban, sin pensar en los muchos
años que tenían varias de aquellas personas tan alegres.
A don Víctor se le recibió en triunfo; triunfo burlesco. Algunos, Visita
y Paco entre ellos, querían coronarlo, pero él prefirió correr a su
cuarto para mudarse de pies a cabeza.
Entró con él la Regenta para ayudarle.
--¿Y don Fermín?--preguntó.
--Tu don Fermín es un botarate, hija mía, y perdona--contestó Quintanar
de mal humor, mientras se mudaba los calcetines.
Y refirió a su mujer todo lo que les había sucedido, menos el hallazgo
de la liga.
Ana convino en que De Pas había llevado la galantería a un extremo
ridículo, sobre todo ridículo, en un sacerdote.
--¿A quién le importará más mi mujer, a él o a mí?--repetía a cada
instante el marido, como supremo argumento contra el Magistral.
«Sí, pensaba Ana, tiene razón don Álvaro, ese hombre... tiene celos,
celos de amante... y lo que ha hecho hoy ha sido una imprudencia.... Debo
huir de él, tiene razón Álvaro».
Mesía y Paco, en los días anteriores, habían venido varias veces al
Vivero, a caballo; Mesía había encontrado a la Regenta expansiva,
alegre, confiada: y sin hablar palabra de amor pudo conseguir que ella
escuchase consejos que él juraba higiénicos principalmente.
«El misticismo era una exaltación nerviosa».
En eso estaba Ana también, asustada todavía con los recuerdos de sus
aprensiones.
«Además, el Magistral no era un místico; lo menos malo que se podía
pensar de él era que se proponía ganar a las señoras de categoría para
adquirir más y más influencia».
Cuando don Álvaro se atrevió a decir esto, ya sus confidencias habían
sido muy íntimas.
De amor no se hablaba; Mesía, aunque con trabajo, respetaba a la Regenta
hasta el punto de no tocarle al pelo de la ropa. Ella se lo agradecía y,
como en tiempo antiguo, procuraba aturdirse, no pensar en los peligros
de aquella amistad; y lo conseguía mejor que antes.
«Mi salud, pensaba, exige que yo sea como todas: basta para siempre de
cavilaciones y propósitos quijotescos y excesivos: quiero paz, quiero
calma... seré como todas. Mi honor no padecerá... pero los escrúpulos
me volverían a la locura, a las aprensiones horrorosas...».
Y temblaba recordando las tristezas y los terrores pasados.
La pasión, menos vocinglera que antes, subrepticia, seguía minando el
terreno, y a los pocos latidos de la conciencia contestaba con sofismas.
Cuando Quintanar refirió los pasos imprudentes del Magistral, Ana sintió
por un momento algo de odio. «¿Cómo? ¿Su mismo confesor la comprometía?
Si Víctor fuera otro, ¿no podría haber sospechado o de don Álvaro o del
canónigo mismo? ¿Pues no estaba bien claro que todo aquello eran celos?
¡No faltaba más! ¡qué horror! ¡qué asco! ¡amores con un clérigo!».
Y ahora sí que la imagen de don Álvaro se le presentaba risueña,
elegante, fresca y viva. «Al fin aquello estaba dentro de las leyes
naturales y sociales... a lo menos era cosa menos repugnante... menos
ridícula; no, lo que es ridículo, nada... ¡pero un canónigo!...».
Y le parecía que el pecado de querer a un Mesía era ya poco menos que
nada, sobre todo si servía para huir de los amores de un Magistral...
«¿Pero qué se habría figurado aquel señor cura?».
No se acordaba la Regenta ahora de aquello del «hermano mayor del alma»,
ni de la leña que ella, sin mala intención, sin asomo de coquetería,
había arrojado al fuego de que ahora se avergonzaba. La pasión, que
ahora halagaba con su nueva vida, vencedora, próxima a estallar, le
sugería sofisma tras sofisma para encontrar repugnante, odiosa, criminal
la conducta del Provisor, y noble y caballeresca la de Mesía.
El cual, aquella misma mañana en el pozo lleno de yerba, antes en el
patio de la iglesia, por las callejas, cuando venían detrás del tambor
y de la gaita, en el bosque, después en el carro de Pepe, donde venían
juntos, casi sentada ella encima de él, sin poder remediarlo, más tarde
en el salón, en todas partes y en todo el día le había estado dejando
ver que la adoraba, «pero no se lo había dicho, por respeto... a fuerza
de quererla tanto».
Y comparando proceder con proceder, Anita encontraba abominable el del
clérigo.
Y le faltó tiempo para decírselo a don Álvaro.
En tono confidencial, que al lechuguino le supo a gloria, le fue
diciendo, cuando pudo hablarle sin que los oyeran:
--¿Qué le parece a usted la conducta del Magistral?
¿Que le había de parecer a don Álvaro? ¡Abominable! ¿Pues qué era lo que
él, don Álvaro, tenía dicho? Que no había que fiarse del Provisor, etc.,
etc.
--«Sí, Ana, está enamorado de usted, loco, loco... eso se lo conocí yo
hace mucho tiempo... porque... porque...».
Y Álvaro sonreía de un modo que lo decía todo perfectamente, y hasta con
acompañamiento de una música dulcísima que la Regenta creía oír dentro
de sus entrañas; una música que le salía de los ojos y de la boca....
«¡qué sabía ella! pero aquello era una delicia mucho más fuerte que
todas las del _misticismo_».
Cuando hablaban así, como _otros dos hermanos del alma_, empezaba la
noche, retumbaban los truenos lejanos y vibraban en el cielo los
relámpagos que a don Fermín le sorprendieron al entrar en Vetusta. Ana y
Mesía estaban solos apoyados en el antepecho de la galería del primer
piso, en una esquina de aquel corredor de cristales que daba vuelta a
toda la casa. La mayor parte de los convidados abajo, en el salón, se
preparaban a volver a Vetusta, otros preferían aceptar la hospitalidad
que los Marqueses les ofrecían en el Vivero por aquella noche. Todo era
abajo ruido, movimiento, órdenes confusas, broma, vacilaciones, unos que
se quedaban y de repente preferían emprender el viaje, otros que se
preparaban a ocupar un asiento en un coche y volvían a la casa
prefiriendo «dormir en el suelo aunque fuera». Ripamilán desde luego
aceptó la cama que le ofreció la Marquesa «para él solo».
--Vuelve la tormenta y yo no quiero bromas con la electricidad; me
consta que la carrera de un coche atrae el rayo.... Me quedo, me quedo.
Las baronesas prefirieron desafiar la tempestad. El Barón quería más
quedarse, pero tuvo que seguirlas. También se metió en el coche el
gobernador, pero su esposa se quedó con los Marqueses. Bermúdez volvió a
Vetusta; Visitación, Obdulia, Edelmira, Paco y Mesía se quedaban.
Mientras abajo se trataban a gritos y con idas y venidas tan arduas
materias, Edelmira, Obdulia, Visita, Paco y Joaquín corrían como locos
por el corredor del primer piso. Visitación estaba un poco borracha, no
tanto por lo que había bebido como por lo que había alborotado; Obdulia
decía que tenía un clavo en la sien: había bebido mucho más, pero el
torbellino del baile, las emociones fuertes del escondite la mantenían
en pie firme de puro excitada. Edelmira, maestra ya en el arte de
divertirse al estilo de la casa de sus tíos, estaba como una amapola y
reía y gozaba con estrépito; su alegría era comunicativa y simpática.
Paco la pellizcaba sin compasión y ella despedazaba los brazos de Paco;
Joaquín Orgaz, que había conseguido aquella tarde algunas ventajas
positivas en el amor siempre efímero de Obdulia, pellizcaba también; y
había carreras, tropezones, voces, aprietos, saltos, sustos, sorpresas.
Ahora, mientras Ana y Álvaro hablaban asomados a la galería, sin miedo
al agua que les salpicaba el rostro ni a los relámpagos que rasgaban el
horizonte negro enfrente de sus ojos, los demás, en la obscuridad del
corredor estrecho jugaban a un juego de niños que se llamaba en Vetusta
_el cachipote_, y que consiste en esconder un pañuelo convertido en
látigo y buscarlo por las señas conocidas de: frío y caliente. El que lo
encuentra corre detrás de los otros a latigazos hasta llegar a la madre.
Este juego inocente daba ocasión a multitud de sabrosos incidentes entre
aquellos jugadores todos malicia. A menudo dos manos, una de hembra y
otra de varón, buscaban en el mismo agujero el _cachipote_; los que
corrían se atropellaban, y la verdad histórica exige que se declare, por
más que parezca inverosímil, que muy a menudo aquellos _chicos_ que
corrían como locos todos juntos por la estrecha galería, huyendo del
látigo, caían al suelo en confuso montón, mientras el zurriago les medía
las espaldas.
Y mientras abajo sonaba el ruido confuso y gárrulo de las despedidas y
preparativos de marcha, y detrás el estrépito de los que corrían en la
galería, y allá en el cielo, de tarde en tarde, el bramido del trueno,
la Regenta, sin notar las gotas de agua en el rostro, o encontrando
deliciosa aquella frescura, oía por la primera vez de su vida una
declaración de amor apasionada pero respetuosa, discreta, toda
idealismo, llena de salvedades y eufemismos que las circunstancias y el
estado de Ana exigían, con lo cual crecía su encanto, irresistible para
aquella mujer que sentía las emociones de los quince años al frisar con
los treinta.
No tenía valor, ni aun deseo de mandar a don Álvaro que se callase, que
se reportase, que mirase quién era ella. «Bastante lo miraba, bastante
se contenía para lo mucho que aseguraba sentir y sentiría de fijo».
«No, no, que no calle, que hable toda la vida», decía el alma entera. Y
Ana, encendida la mejilla, cerca de la cual hablaba el presidente del
Casino, no pensaba en tal instante ni en que ella era casada, ni en que
había sido _mística_, ni siquiera en que había maridos y Magistrales en
el mundo. Se sentía caer en un abismo de flores. Aquello era caer, sí,
pero _caer al cielo_.
Para lo único que le quedaba un poco de conciencia, fuera de lo
presente, era para comparar las delicias que estaba gozando con las que
había encontrado en la meditación religiosa. En esta última había un
esfuerzo doloroso, una frialdad abstracta, y en rigor algo enfermizo,
una exaltación malsana; y en lo que estaba pasando ahora ella era
pasiva, no había esfuerzo, no había frialdad, no había más que placer,
salud, fuerza, nada de abstracción, nada de tener que figurarse algo
ausente, delicia positiva, tangible, inmediata, dicha sin reserva, sin
trascender a nada más que a la esperanza de que durase eternamente. «No,
por allí no se iba a la locura».
Don Álvaro estaba elocuente; no pedía nada, ni siquiera una respuesta;
es más, lloraba, sin llorar por supuesto, «de pura gratitud, sólo porque
le oían». «¡Había callado tanto tiempo! ¿Que había mil preocupaciones,
millones de obstáculos que se oponían a su felicidad? Ya lo sabía él;
pero él no pedía más que lástima, y la dicha de que le dejaran hablar,
de hacerse oír y de no ser tenido por un libertino _vulgar_, necio, que
era lo que el _vulgo estúpido_ había querido hacer de él».
Siempre le había gustado mucho a Ana que llamasen al vulgo _estúpido_;
para ella la señal de la _distinción_ espiritual estaba en el desprecio
del vulgo, de los vetustenses. Tenía la Regenta este defecto, tal vez
heredado de su padre: que para distinguirse de la _masa de los
creyentes_, necesitaba recurrir a la teoría hoy muy generalizada del
_vulgo idiota_, de la _bestialidad humana_, etc., etcétera.
Por fortuna, don Álvaro sabía perfectamente manejar este resorte: era él
capaz de despreciar, llegado el caso, al mismo sol del medio día si se
oponía a sus pasiones. «Todo era preocupación, pequeñez de ánimo....
Pero, ¿tenía él derecho para que Ana siguiera sus ideas y despreciase
las maliciosas y groseras aprensiones del vulgo? Oh, no; ya sabía que la
_letra_ estaba contra él.... Al fin, ¿qué era él? Un hombre que hablaba
de amor a una señora que era de otro, ante los hombres.... Ya lo sabía,
sí; no exigía que Ana se hiciese superior a tantas tradiciones, leyes y
costumbres, lugares comunes y rutinas como le condenaban; claro que
había en el mundo mujeres, virtuosas como la que más, que ya sabían a
qué atenerse respecto de la letra de la ley moral que condenaba aquel
amor de Mesía; pero ¿podía él pedir a Ana, educada por fanáticos, que
había pasado su juventud en un pueblo como Vetusta, podía pedirla que se
dignase siquiera alentar su pasión con una esperanza? Oh, no; demasiado
sabía que no... bastaba con que le oyera. ¡Cuántos años había estado sin
querer oírle! ¡Y lo que él había padecido!... Pero, en fin, de esto ya
no había que acordarse. El dolor había sido infinito... infinito... pero
todo lo compensaba la felicidad de aquel momento. Callaba Ana, oía...
¿pues qué más dicha podía él ambicionar?...».
A la luz de un relámpago, la Regenta vio los ojos de Álvaro brillantes
y envueltos en humedad de lágrimas.
También tenía las mejillas húmedas.... Ella no pensó que esto podía ser
agua del cielo.
«¡Estaba llorando aquel hombre... el hombre más hermoso que ella había
visto, el compañero de sus sueños, el que debió haberlo sido de su
vida!...».
«Pero ¿por qué hablaba de agradecimiento? ¿Porque ella no le
interrumpía? ¡Si él supiera... si él supiera que no podía ni
hablar!...».
Ana sentía un placer _puramente material_, pensaba ella, en aquel sitio
de sus entrañas que no era el vientre ni el corazón, sino en el medio.
Sí, el placer era _puramente material_, pero su intensidad le hacía
grandioso, sublime. «Cuando se gozaba tanto, debía de haber derecho a
gozar».
Cuando Álvaro, creyendo bastante cargada la mina, suplicó que se le
dijera algo, por ejemplo, si se le perdonaba aquella declaración, si se
le quería mal, si se había puesto en ridículo... si se burlaba de él,
etc., Ana, separándose del roce de aquel brazo que la abrasaba, con un
mohín de niña, pero sin asomo de coquetería, arisca, como un animal
débil y montaraz herido, se quejó... se quejó con un sonido gutural,
hondo, mimoso, de víctima noble, suave. Fue su quejido como un estertor
de la virtud que expiraba en aquel espíritu solitario hasta entonces....
Y se alejó de Álvaro, llamó a Visita... la abrazó nerviosa y dijo,
pudiendo al fin hablar:
--¿A qué jugáis, locos...?
--Ahora ya a nada.... Jugábamos al cachipote, pero Paco y Edelmira están
allá en la esquina del otro frente disputando sobre quién tiene más
fuerza, si ella o él.... Ven, ven, verás qué puños los de Edelmira.
En la más obscura de las galerías, en un rincón, amontonados estaban los
demás compañeros de broma; Edelmira y Paco espalda con espalda, como se
baila a veces la _muñeira_, sobre todo en el teatro, medían sus
fuerzas.... Paco resistía con dificultad el empuje violento de su prima,
que gozando lo que ella y el diablo sabían, se incrustaba en la carne de
su primo, más blanda que la suya, empeñada en vencerle y hacerle andar
hacia adelante mientras ella andaba hacia atrás. Al cabo Edelmira
venció, y Paco, silbado por los presentes, propuso luchar de frente, con
las manos apoyadas en los hombros del contrario. Así se hizo y esta vez
venció Paco.
Joaquín propuso la misma lucha a Obdulia; Visita se atrevió a medir con
la Regenta sus fuerzas. Joaquín y Ana vencieron. A don Álvaro, que no
tenía con quién luchar, se le vino a la memoria la escena del columpio
en que le venció el maldito De Pas.... «Pero ahora le tenía debajo de
los pies».
«Más valía maña que fuerza».
Siguieron los ejercicios corporales; el ruido del agua, la luz de los
relámpagos, los truenos lejanos, la obscuridad ambiente, los vapores de
la comida, la estrechez del corredor, todo los animaba, los arrojaba a
la alegría aldeana, a los juegos brutales de la lascivia subrepticia,
moderados en ellos por instintos de la educación. Pero volvieron los
pellizcos, los gritos, los puñetazos de las mujeres en la cabeza de los
varones. Ana jamás había asistido a escenas semejantes; ella y don
Álvaro no tomaban parte activa en la broma al principio, pero al fin le
tocó a la Regenta algún pellizco, ninguno de Mesía, a este varios de
Obdulia y Visita, y, sin pensarlo, Ana en la general contienda más de
una vez sintió su espalda oprimida por la de Álvaro, y aunque huía el
contacto delicioso, de un sabor especial, en cuanto lo notaba, el
contacto volvía, y Ana iba sintiendo emociones extrañas, nuevas del
todo, una inquietud alarmante, sofocaciones repentinas y una especie de
sed de todo el cuerpo que hasta le quitaba la conciencia de cuanto no
fuese aquel rincón obscuro, estrecho, donde cantaban, reían, saltaban....
Como una música lejana, dulcísima en su suavidad, recordaba todos los
pormenores de la declaración amorosa de Mesía....
Fatigados con tanto movimiento y alardes de fuerza, choques y
excitaciones vanas, Paco y Joaquín, antes que Edelmira, Obdulia y
Visita, dejaron de correr y _enredar_; y muy serios, con la melancolía
del cansancio, se pusieron a contemplar la luna que apareció en el
horizonte como una linterna en el campo de batalla de las nubes, que
yacían desgarradas por el cielo.
Paco, con regular voz de barítono, cantó pedazos de _Favorita_ y de
_Sonámbula_ y Joaquín _salió por malagueñas_, como él decía; en su voz
había una tristeza que contrastaba con la alegría que le brillaba en los
ojos, clavados en los de Obdulia, quien aquella noche se había propuesto
dar el premio de sus favores, no el principal, al género flamenco. Por
fortuna Joaquín se conformaba con el _accèsit_.
Don Víctor, que se aburría abajo, oyó cantar el _Spirto gentil_ y subió.
Le daba ahora por la música. Cantar óperas, a su modo, y oír cantar a
los que _afinaban_ más que él, era su delicia por aquella temporada, y
si todo esto se hacía a la luz de la luna, miel sobre hojuelas.
Todos en un grupo, respirando el fresco de la noche, contemplando la
luna que salía por la bóveda desgarrando jirones de nubes de forma
caprichosa, cantaban a la vez o por turno y hablaban en voz baja, como
respetando la majestad de la naturaleza dormida, con languidez del
cuerpo y del alma.
Don Víctor era más soñador que ninguno de los presentes. Se acercó a
Mesía, consiguió entablar conversación particular con él; y como
encontró a su amigo más atento que nunca, más cordial, más afectuoso, no
tardó en abrirle el alma de par en par.
Cuando ya los otros se habían cansado de la luna y de las óperas y las
malagueñas, don Víctor, que había comido bien y merendado con frecuentes
libaciones, seguía abriendo el pecho ante la atención de Mesía, atención
muda, intachable.
--Mire usted--decía el viejo--yo no sé cómo soy, pero sin creerme un
Tenorio, siempre he sido afortunado en mis tentativas amorosas; pocas
veces las mujeres con quien me he atrevido a ser audaz, han tomado a mal
mis demasías... pero debo decirlo todo: no sé por qué tibieza o
encogimiento de carácter, por frialdad de la sangre o por lo que sea, la
mayor parte de mis aventuras se han quedado a medio camino.... No tengo
el don de la constancia.
--Pues es indispensable.--Ya lo veo; pero no lo tengo. Mis pasiones son
fuegos fatuos; he tenido más de diez mujeres medio rendidas... y muy
pocas, tal vez ninguna puedo decir que haya sido mía, lo que se llama
mía.... Sin ir más lejos....
Don Víctor, en el seno de la amistad, seguro de que Mesía había de ser
un pozo, le refirió las persecuciones de que había sido víctima, las
provocaciones lascivas de Petra; y confesó que al fin, después de
resistir mucho tiempo, años, como un José... habíase cegado en un
momento... y había jugado el todo por el todo. Pero nada, lo de siempre;
bastó que la muchacha opusiera la resistencia que el fingido pudor
exigía, para que él, seguro de vencer, enfriara, cejase en su
descabellado propósito, contentándose con pequeños favores y con el
conocimiento exacto de la hermosura que ya no había de poseer.
Y de una en otra vino a declarar el hallazgo de la liga, aunque sin
decir que había sido de su mujer. Le parecía una debilidad indigna de un
marido «de mundo» regalarle ligas a su señora. Pidió consejo a Mesía
respecto de su conducta futura con Petra.
--¿Debo despedirla?--¿Tiene usted celos?--No señor; yo no soy el perro
del hortelano... aunque he de confesar que algo me disgustó en el primer
momento el descubrir aquella prueba de su liviandad.
--Pero ¿está usted seguro de que la liga es de Petra?
--Ah, sí; estoy absolutamente seguro.
Y siguió Quintanar hablando, hablando, sin trazas de dejarlo.
La alcoba en que dormían Ana y don Víctor tenía una ventana a la galería
precisamente del lado en que estaban conversando los dos amigos.
La Regenta abrió de repente las vidrieras y llamó a su marido.
--Pero, Víctor, ¿no te acuestas hoy?
Los dos amigos se volvieron. Quintanar tenía los ojos inflamados y las
mejillas encendidas.... Sus confidencias le habían rejuvenecido....
--¿Pero qué hora es, hija mía?
--Muy tarde.... Ya sabes que en la aldea nos recogemos temprano. Los
Marqueses ya están recogidos.
Ahora mismo acaba de llamar la Marquesa a Edelmira, que duerme en su
cuarto.
--Bobadas de mamá--dijo Paco del mal humor--apareciendo por un extremo
de la galería. Edelmira prefería dormir con Obdulia, como es natural...
y ahora doña Rufina la hacía acostarse en su misma alcoba.... Bobadas....
Tonterías de mamá...
--Buena está Obdulia para dormir con nadie--dijo Visita que venía del
cuarto contiguo al de Ana.
--¿Pues qué tiene?--Yo creo que una _mica_, una borrachera de mil
cosas, de ruido, de fatiga y hasta de vino... qué sé yo; ello es que
está en la cama dando ayes y dice que allí no se acuesta nadie, que
quiere dormir sola... yo me voy junto a ella; voy a poner mi cama al
lado de la suya.... Buenas noches....
Y acercándose a la ventana sujetó a la Regenta por los hombros, le habló
al oído, le llenó de besos estrepitosos la cara y corrió a su cuarto,
haciendo antes una mueca de conmiseración burlesca a Joaquinito Orgaz
que, cabizbajo y tristón, rondaba por los pasillos.
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