La Regenta - 51

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--Eso quiero yo, Ana; saber... saberlo todo. Yo también padezco, yo
también creí morirme, aquí mismo... sentado ahí... donde otras veces
hablábamos del cielo... y de nosotros. Ana, yo soy de carne y hueso
también; yo también necesito un alma hermana, pero fiel, no traidora....
Sí, creí que moría....
--¿Por mí, por culpa mía, verdad? ¿Morir por ser yo traidora, si mentía,
si me manchaba?...
--Sí, sí... hay que decirlo todo... pronto....
--No, no.--Sí... sí...--No... si no digo eso... si lo diré todo...
pero ¿qué es todo? Nada.... Si... yo no fuí... si me llevaron a la
fuerza... no, eso no. No sé cómo; no sé por qué cedí. Y allí... hay una
mujer muy mala....
--No, no acusemos a los demás.... Los hechos, quiero los hechos. Yo los
diré; los sé yo.
--¿Pero qué?--Ese hombre, Mesía; Ana... ¿qué pasó con ese hombre?...
Ana recogió sus fuerzas, atendió a la realidad, a lo que le preguntaban,
con intensidad, luchando con el confesor, batiéndose por su interés que
era ocultar lo más hondo de su pensamiento. «Al fin aquello no era el
confesonario; además, era caridad mentir, callar a lo menos lo peor».
--Yo no le amo--fue lo primero que pudo decir después que consiguió
dominarse. Ya no pensaba en su locura, pensaba en defender su secreto.
--Pero anoche... hoy... no sé a qué hora... ¿qué hubo?
--Bailé con él.... Fue Quintanar... lo mandó Quintanar....
--¡Disculpas no, Ana! eso no es confesar.
Ana miró en torno.... Aquello no era la capilla, a Dios gracias. Este
sofisma de hipócrita era en ella candoroso. Estaba segura de que un
_deber superior_ la mandaba mentir. «¿Decirle al Magistral que ella
estaba enamorada de Mesía? ¡Primero a su marido!».
--Bailé con él porque quiso mi marido.... Me hicieron beber... me sentí
mal... estaba mareada... me desmayé... y me llevaron a casa.
--¿El desmayo fue... en los brazos de ese hombre?
--¡En brazos!... ¡Fermín!
--Bien, bien.... Así... lo oí yo.... ¡Oigámoslo todos! Quiere decirse...
bailando con él....
--Yo no recuerdo... tal vez...--¡Infame!...--¡Fermín... por Dios,
Fermín!
Ana dio un paso atrás.--Silencio... no hay que gritar... no hay que
hacer aspavientos... yo no como a nadie... ¿a qué ese miedo?... ¿Doy yo
espanto, verdad?... ¿Por qué? yo... ¿qué puedo? yo ¿quién soy? yo...
¿qué mando? Mi poder es espiritual.... Y usted esta noche no creía en
Dios....
--¡En mi Dios! Fermín, caridad....
--Sí, usted lo ha dicho.... Y ese es el camino. Yo sin Dios... no soy
nada.... Sin Dios puede usted ir a donde quiera, Ana... esto se acabó...
Estoy en ridículo, Vetusta entera se ríe de mí a carcajadas.... Mesía me
desprecia, me escupirá en cuanto me vea.... El padre espiritual... es un
pobre diablo. ¡Oh, pero por quien soy.... Miserable.... Me insulta porque
estoy preso!...
El Magistral se sacudió dentro de la sotana, como entre cadenas, y
descargó un puñetazo de Hércules sobre el testero del sofá.
Después procuró recobrar la razón, se pasó las manos por la frente;
requirió el manteo; buscó el sombrero de teja, se obstinó en callar,
buscó a tientas la puerta y salió sin volver la cabeza.
Creyó que Ana le seguiría, le llamaría, lloraría.... Pero pronto se
sintió abandonado. Llegó al portal. Se detuvo, escuchó... Nada, no le
llamaban. Desde la calle miró a los balcones. Ninguno se abría. «No le
seguían ni con los ojos. Aquella mujer se quedaba allí. Todo era
verdad.
Le engañaba; era una mujer. ¡Pero cuál! ¡la suya! ¡la de su alma! ¡Sí,
sí, de su alma! Para eso la había querido. Pero las mujeres no entendían
esto.... La más pura quería otra cosa». Y pasaban por su memoria mil
horrores. La carnaza amontonada de muchos años de confesonario. La
conciencia le recordó a Teresina. A Teresina pálida y sonriente que
decía, dentro del cerebro: «¿Y tú...?». «Él era hombre»; se contestaba.
Y apretaba el paso. «Yo la quería para mi alma...». «Y su cuerpo también
querías, decía la Teresina del cerebro, el cuerpo también... acuérdate».
«Sí, sí... pero... esperaba... esperaría hasta morir... antes que
perderla. Porque la quería entera.... Es mi mujer... la mujer de mis
entrañas.... ¡Y quedaba allá atrás, ya lejos, perdida para siempre!...».
Ana, inmóvil, había visto salir al Magistral sin valor para detenerle,
sin fuerzas para llamarle. Una idea con todas sus palabras había sonado
dentro de ella, cerca de los oídos. «¡Aquel señor canónigo estaba
enamorado de ella!». «Sí, enamorado como un hombre, no con el amor
místico, ideal, seráfico que ella se había figurado. Tenía celos, moría
de celos.... El Magistral no era el hermano mayor del alma, era un hombre
que debajo de la sotana ocultaba pasiones, amor, celos, ira.... ¡La
amaba un canónigo!». Ana se estremeció como al contacto de un cuerpo
viscoso y frío. Aquel sarcasmo de amor la hizo sonreír a ella misma con
amargura que llegó hasta la boca desde las entrañas.--Su padre, don
Carlos el libre pensador, se le apareció de repente, en mangas de
camisa, disputando junto a una mesa, allá en Loreto, con un cura y
varios amigotes ateos, o progresistas. Recordaba Ana, como si acabara de
oírlas, frases de su padre y de aquellos señores: «el clero corrompía
las conciencias, el clérigo era como los demás, el celibato
eclesiástico era una careta». Todo esto que había oído sin entenderlo
volvía a su memoria con sentido claro, preciso, y como otras tantas
lecciones de la experiencia.... ¡Querían corromperla! Aquella casa...
aquel silencio... aquella doña Petronila.... Ana sintió asco, vergüenza y
corrió a buscar la puerta. Salió sin despedirse. Llegó a su casa. Don
Víctor atronaba el mundo a martillazos. Construía un puente modelo que
pensaba presentar en la exposición de San Mateo. Ya no forraba el
martillo con bayeta, no, el hierro chocaba contra el hierro, el
estrépito era horrísono.--«Allí era él el amo, prueba de ello que su
mujer había ido al baile: se había acabado el Paraguay, no más
misticismo; una prudente piedad heredada de nuestros mayores y basta y
sobra. Por lo demás, actividad, industria y arte... mucha comedia, mucha
caza, y mucho martillazo. ¡Zas, zas, zas, pum! ¡Viva la vida!». Así
pensaba don Víctor, ceñida al cuerpo la bata escocesa, y clava que te
clavarás, en su nuevo taller, en un cuartucho del piso bajo, con puerta
al patio. El sol llegaba a los pies de Quintanar arrancando chispas de
los abalorios y cinta dorada de las babuchas semi-turcas. El carpintero
silbaba, el tordo, el mejor tordo de la provincia, que Quintanar llevaba
de habitación en habitación, silbaba también colgada de un alambre su
jaula. Ana contempló en silencio a su marido.--«¡Era su padre! ¡Le
quería como a su padre! Hasta se parecía un poco a don Carlos. Aquel sol
de Febrero, promesa de primavera; aquel ambiente fresco que convidaba a
la actividad, al movimiento; aquellos martillazos, aquellos silbidos,
aquellas nubecillas ligeras que cruzaban el cuadrado azul a que servía
de marco el alero del tejado... todo aquello edificaba». «¡Aquella era
su casa, allí era ella la reina, aquella paz era suya!». Al dejar el
martillo para coger la sierra don Víctor vio a su mujer.
Se sonrieron en silencio. «El sol rejuvenecía a Quintanar. Además era un
gran carpintero. Sus inventos podían ser más o menos fantásticos, su
mecánica idealista, pero hacía de una tabla lo que quería. ¡Y qué
limpieza!».
Ana alabó el arte de su marido.
Él se animó: se puso colorado de satisfacción y le prometió un costurero
para la semana siguiente. «Todo, todo, obra de mis manos».
La Regenta olvidó un momento el desencanto de aquella mañana. Cuando
volvió a su memoria se encontró con que no era don Fermín un malvado,
sino un desgraciado, pero de todas suertes le parecía absurdo enamorarse
siendo canónigo. En todas las combinaciones del amor romántico había
dado la imaginación de Ana muchas veces, menos en aquélla. «Se concebía
el amor sacrílego de un sacerdote de ópera, ¡pero el de un prebendado
con alzacuello morado!». Además la honradez protestaba también con su
repugnancia instintiva. «Pero De Pas era digno de compasión. Doña
Petronila era la que no tenía perdón. Oh, si alguna vez volvía ella a
hablar con el Magistral, como era probable, porque al fin debían mediar
explicaciones, no sería ciertamente en casa de aquella vieja. ¿Qué se
había propuesto aquella señora? ¿Qué estaría pensando de ella, de Ana?».
Cuando volvió de la calle don Víctor muy contento, cantando trozos de
zarzuela, propuso a su mujer, de repente, acceder a la súplica de la
Marquesa que los había convidado a tomar café, después de almorzar, para
ir juntos a paseo... a ver las máscaras.
--¡Quintanar, por Dios! Basta de broma... basta de carnaval.... No
quiero más fiestas.... Estoy cansada.... Ayer me hizo daño el baile... no
quiero más... no quiero más.... ¿No te obedecí ayer...? Basta por Dios,
basta.
--Bueno, hija, bueno... no insisto. Y calló don Víctor, perdiendo parte
de su alegría. No se atrevió a hacer uso de aquella energía que Dios le
había dado. «No había para qué estirar demasiado la cuerda».
Pero él, por supuesto, fue a tomar café y a paseo.
Ana se quedó sola. Desde el balcón abierto de su tocador se oía la
música lejana del Paseo Grande donde se celebraba el carnaval. Aquella
música confusa, que parecía ráfagas intermitentes, le llenó el alma de
tristeza. Pensó en Mesía, el tentador, y pensó en el Magistral
enamorado, celoso... indefenso. Ahora la compasión era infinita.... Al
fin había sido quien había abierto su alma a la luz de la religión, de
la virtud.... Ana pensó en la fe quebrantada, agrietada, como si la
hubiese sacudido un terremoto. El Magistral y la fe iban demasiado
unidos en su espíritu para que el desengaño no lastimara las creencias.
Además, ella siempre había amado más que creído. Don Fermín había
procurado asegurar en ella el temor de Dios y de la Iglesia, la
espiritualidad vaga y soñadora.... Pero de los dogmas había hablado poco.
Ana estaba sintiendo que la fantasía había tenido en su piedad más
influencia de la que conviniera para la solidez de aquel edificio. Ya
estaban lejos los días del misticismo supuesto, de la contemplación....
Entonces estaba enferma, la lectura de Santa Teresa, la debilidad, la
tristeza, le habían encendido el alma con visiones de pura idealidad....
Pero con la salud había vencido la piedad activa, irreflexiva; el
Magistral había eclipsado a la santa, se había hablado más de aquella
dulce hermandad en la virtud que de Dios mismo.... Ahora comprendía
muchas cosas. Don Fermín la quería para sí...
«Todo aquello era una preparación. ¿Para qué?».
«Oh, Mesía era más noble, luchaba sin visera, mostrando el pecho,
anunciando el golpe.... No había abusado de su amistad con don Víctor, no
había insistido. ¡Pero los dos la amaban!». La tristeza de Ana
encontraba en este pensamiento un consuelo dulce sino intenso. «Ella no
podría ser de ninguno; del Magistral no podía ni quería.... Le debía
eterna gratitud... pero otra cosa... sería un absurdo repugnante. Daba
asco. Bueno estaría empezar a querer en el mundo cerca de los treinta
años... ¡y a un clérigo!... La vergüenza y algo de cólera encendían el
rostro de Ana. ¡Pero ese hombre esperaría que yo... en mi vida!...».
Como aquella tarde pasó muchos días la Regenta. Las mismas ideas
cruzaban, combinadas de mil maneras, por su cerebro excitado.
Cuando sentía la presencia de Mesía en el deseo, huía de ella
avergonzada, avergonzada también de que no fuera un remordimiento
punzante el recuerdo del baile, sobre todo el del contacto de don
Álvaro. «Pero no lo era, no. Veíalo como un sueño; no se creía
responsable, claramente responsable de lo que había sucedido aquella
noche. La habían emborrachado con palabras, con luz, con vanidad, con
ruido... con champaña.... Pero ahora sería una miserable si consentía a
don Álvaro insistir en sus provocaciones. No quería venderse al sofisma
de la tentación que le gritaba en los oídos: al fin don Álvaro no es
canónigo; si huyes de él te expones a caer en brazos del otro. Mentira,
gritaba la honradez. Ni del uno ni del otro seré. A don Fermín le quiero
con el alma, a pesar de su amor, que acaso él no puede vencer como yo
no puedo vencer la influencia de Mesía sobre mis sentidos; pero de no
amar al Magistral de modo culpable estoy bien segura. Sí, bien segura.
Debo huir del Magistral, sí, pero más de don Álvaro. Su pasión es
ilegítima también, aunque no repugnante y sacrílega como la del otro....
¡Huiré de los dos!».
No había más refugio que el hogar. Don Víctor con su Frígilis y todos
los cacharros del museo de manías, don Víctor con el teatro español a
cuestas.
«Pero la casa tenía también su poesía». Ana se esforzó en encontrársela.
¡Si tuviera hijos le darían tanto que hacer! ¡Qué delicia! Pero no los
había. No era cosa de adoptar a un hospiciano. De todas suertes Ana
comenzó a trabajar en casa con afán... a cuidar a don Víctor con
esmero.... A los ocho días comprendió que aquello era una hipocresía
mayor que todas. Las labores de su casa estaban hechas en poco tiempo.
¿Por qué fingirse a sí misma satisfecha con una actividad insuficiente,
insignificante, que no distraía el pensamiento ni media hora? Don Víctor
agradecía en el alma aquella solicitud doméstica, pero en lo que tocaba
a él hubiera preferido que las cosas siguiesen como hasta allí. Nadie le
cosía un botón a su gusto más que él mismo; limpiarle el despacho era
martirizarle a él, a don Víctor; la cama era inútil hacérsela con esmero
porque de todas maneras había de descomponerla él, sacudir las almohadas
y poner el embozo a su gusto. Cuando Ana volvió a dejar los quehaceres
domésticos en la antigua marcha, don Víctor se lo agradeció en el alma
también y respiro a sus anchas. «Aquellas injerencias de su querida
esposa eran dignas de eterno agradecimiento... pero molestas para él.
Más sabe el loco en su casa...» Don Álvaro no se apresuraba. «Esta vez
estaba seguro». Pero no quería _brusquer_--según pensaba él en
francés--un ataque. «La teoría del _cuarto de hora_ era una teoría
incompleta». Algo había de eso, pero en ciertos casos los cuartos de
hora de una mujer sólo los encuentra un buen relojero. Pensaba dejar que
pasara la Cuaresma. Al fin se trataba de una beata que ayunaría y
comería de vigilia. Mal negocio. La Pascua florida ofrecía la mejor
ocasión. El mundo, después de resucitar Nuestro Señor Jesucristo, parece
más alegre, más lícitos sus placeres; la primavera, ya adelantada,
ayuda... las fiestas, a que él haría que don Víctor llevase a su mujer,
serían aguijones del deseo. «¡Oh!... sí, en la Pascua nos veríamos».
«Además, quería él prepararse para la campaña. Estaba debilucho. Aquel
verano en Palomares había hecho una especie de bancarrota de salud. La
señora ministra había amado mucho. Estas exageraciones de las mujeres
vencidas siempre estaban en razón directa del cuadrado de las
distancias. Es decir, que cuanto más lejos estaba una mujer del vicio,
más exagerada era cuando llegaba a caer. La Regenta, si caía iba a ser
exageradísima». Y se preparaba Mesía. Leyó libros de higiene, hizo
gimnasia de salón, paseó mucho a caballo. Y se negó a acompañar a Paco
Vegallana en sus aventurillas fáciles y pagaderas a la vista. «El diablo
harto de carne...» le decía Paco. Y don Álvaro sonreía y se acostaba
temprano. Madrugaba. El Paseo Grande era ya todo perfumes, frescura y
cánticos al amanecer. Los pájaros, saltando de rama en rama preparaban
los nidos para los huevos de Abril; se diría que eran tapiceros de la
enramada que adornaban los salones del Paseo Grande para las fiestas de
la primavera. Empezaba Marzo con calores de Junio; desde muy temprano
calentaba y picaba el sol. Aquella primavera anticipada, frecuente en
Vetusta, era una burla de la naturaleza; después volvía el invierno,
como en sus mejores días, con fríos, escarchas y lluvia, lluvia
interminable. Pero don Álvaro aprovechaba aquel intervalo de luz y
calor, que no por efímero le agradaba menos; no era él de los que medían
la felicidad por la duración; es más, no creía en la felicidad, concepto
metafísico según él, creía en el placer que no se mide por el tiempo.
Una mañana, en el salón principal del Paseo Grande, solitario a tales
horas porque pocos confiaban en aquel anticipo de primavera, vio don
Álvaro allá lejos la silueta de un clérigo. Era alto, sus movimientos
señoriles. Era el Magistral. Estaban solos en el paseo; tenían que
encontrarse, iban uno enfrente del otro, por el mismo lado. Se saludaron
sin hablar. Don Álvaro tuvo un poco de miedo, de aprensión de miedo. «Si
este hombre, pensó, enamorado de la Regenta, desairado por ella, se
volviera loco de repente al verme, creyéndome su rival y se echara sobre
mí a puñetazo limpio aquí, a solas...». Mesía recordaba la escena del
columpio en la huerta de Vegallana.
El Magistral pensó por su parte al ver a don Álvaro: «¡Si yo me arrojara
sobre este hombre y como puedo, como estoy seguro de poder, le
arrastrara por el suelo, y le pisara la cabeza y las entrañas!...». Y
tuvo miedo de sí mismo. Había leído que en las personas nerviosas,
imágenes y aprensiones de este género provocan los actos
correspondientes. Se acordó de cierto asesino de los cuentos de Edgar
Poe.... Su mirada fue insolente, provocativa. Saludó como diciendo con
los ojos: «¡Toma! ahí tienes esa bofetada». Pero el saludo y la mirada
de Mesía quisieron decir: «Vaya usted con Dios; no entiendo palabra de
eso que usted me quiere decir».
Y siguieron cada cual por su lado, pero a la mañana siguiente no
volvieron al Paseo Grande ni uno ni otro. Buscaban allí contrario
objeto: el Magistral paseaba mucho para gastar fuerzas inútiles; Mesía
para recobrar fuerzas perdidas y que esperaba le hiciesen mucha falta
dentro de poco. Cada cual se fue a pasear en adelante por sitios
extraviados. Temían otro encuentro.
Pero pronto tuvieron que quedarse en casa.
Como era de esperar, el invierno volvió con todos sus rigores, riéndose
a carcajadas de los incautos que se creían en plena primavera. Los
pájaros se escondieron en sus agujeros y rincones. Los árboles floridos
padecieron los furores de la intemperie, como engalanadas damiselas que
en día de campo, vestidas con percales alegres, adornos vistosos y
delicados de seda y tul, se ven sorprendidas por un chubasco, al aire
libre, sin albergue, sin paraguas siquiera. Las florecillas blancas y
rosadas de los frutales caían muertas sobre el fango: el granizo las
despedazaba; todo volvía atrás; aquel ensayo de primavera temprana había
salido mal; vuelta a empezar, cada mochuelo a su olivo.
Esto fue a la mitad de la Cuaresma. Vetusta se entregó con reduplicado
fervor a sus devociones. Los jesuitas misioneros habían pasado también
por allí como una granizada; las flores de amor y alegría que sembrara
el carnaval las destruyeron a penitencia limpia el Padre Maroto, un
artillero retirado que predicaba a cañonazos y sacaba el Cristo, y el
Padre Goberna, un melifluo padre francés que pronunciaba el castellano
con la garganta y las narices y hablaba de _Gomogga_ y citaba las
grandezas de Nínive y de Babilonia, ya perdidas, al cabo de los años
mil, como prueba de la pequeñez de las cosas humanas. Ello era que
Vetusta estaba metida en un puño. Entre el agua y los jesuitas la tenían
triste, aprensiva, cabizbaja. El aspecto general de la naturaleza,
parda, disuelta en charcos y lodazales, más que a pensar en la brevedad
de la existencia convidaba a reconocer lo poco que vale el mundo. Todo
parecía que iba a disolverse. El Universo, a juzgar por Vetusta y sus
contornos, más que un sueño efímero, parecía una pesadilla larga, llena
de imágenes sucias y pegajosas. El Padre Goberna, que sabía dar _color
local_ a sus oraciones, no decía en Vetusta que no somos más que un poco
de polvo, sino un poco de barro. ¿Polvo en Vetusta? Dios lo diera.
El mal tiempo se llevó la resignación tranquila, perezosa de Anita
Ozores. Con la lluvia pertinaz, machacona, volvieron antiguas
aprensiones repentinas, protestas de la voluntad, y aquellos cardos que
le pinchaban el alma. ¡Y ahora no tenía al Magistral para ayudarla!
Cada día se sentía más sola, más abandonada y ya empezaba a pensar que
había sido injusta con el Provisor pensando de él tan mal y dejándole
huir desesperado con aquellas sospechas que llevaba clavadas en el
corazón como un dardo envenenado. «¿Por qué ella no había sentido más
aquel desengaño, aquella profanación de una amistad pura, desinteresada,
ideal?--Tal vez porque el ser amada, fuera por quien fuera, no podía
saberle mal aunque ella tuviese que desdeñar y hasta vituperar aquel
amor. Tal vez porque sabía que el remedio de aquella separación estaba
en sus manos. ¿No podía ella, el día tal vez próximo, en que necesitara
consuelo espiritual, correr al confesonario y persuadir al confesor, a
don Fermín, de que ella no era lo que él se figuraba?». Y acaso debía
hacerlo cuanto antes. «¿Por qué había de estar pensando De Pas lo que no
había? Sí, había que decirle la verdad, esto es, la verdad de lo que no
había; don Álvaro no había conseguido mayor favor de Ana Ozores, esto
era lo cierto».
Pero antes de buscar al Magistral, Ana quiso fortificar el espíritu por
sí misma. Sentía la fe vacilante, los sofismas vulgares de don
Carlos--el libre-pensador--venían a atormentarla a cada instante.
Comenzaba por dudar de la virtud del sacerdote y llegaba a dudar de la
iglesia, de muchos dogmas.... Pero entonces corría a la iglesia. Saltando
charcos, desafiando chaparrones iba de parroquia en parroquia, de novena
en novena, y pasaba también mucho tiempo en la nave fría de algún templo
a la hora en que los fieles solían dejarlos desiertos. Se sentaba en un
banco y meditaba. Sonaba y resonaba en la bóveda la tos de un viejo que
rezaba en una capilla escondida; los pasos de un monaguillo irreverente
retumbaban sobre la tarima de un altar, y como un refuerzo del silencio
llegaba a los oídos un rumor tenue de los ruidos de Vetusta. Ana pedía a
la soledad y al silencio perezoso de la iglesia, algo como una
inspiración, o como un perfume de piedad que creía ella debía
desprenderse de aquellas paredes santas, de los altares, que a la luz
blanca del día ostentaban sus santos de yeso y madera barnizada como
gastados por el roce de las oraciones y el humo de la cera. Aquellas
imágenes a la luz del día recordaban vagamente las decoraciones de un
teatro vistas al sol y a los cómicos en la calle sin los esplendores del
gas de las baterías. Pero Anita no pensaba en esto. Buscaba allí la fe
que se desmoronaba. «¿Por qué se desmoronaba? ¿Qué tenía que ver la
Iglesia con el Magistral? ¿No podía aquel señor haberse enamorado de
ella... y ser verdad sin embargo todo lo que dice el dogma? Claro que
sí. Pero rezaba para creer. Oh, malo sería que el Magistral no saliese
inocente de aquella prueba.... Si él, si el hermano mayor no era más que
un hipócrita... había que dar la razón en muchas cosas a don Carlos, al
que después de todo era su padre. ¡Sí, sí, era su padre, aquel padre que
había llorado ella con lágrimas del corazón, el que decía que la
religión es un homenaje interior del hombre a Dios, a un Dios que no
podemos imaginar como es, y que no es como dicen las religiones
positivas, sino mucho mejor, mucho más grande!... ¡Era su padre quien
decía todas estas herejías!». Y rezaba, rezaba porque el meditar ya no
servía para nada bueno.--Y una voz interior severa y algo pedantesca
gritaba después de todo aquello: «Pero entendámonos, aunque don Carlos
tuviera razón, aunque Dios sea más grande, más bueno que todo lo que
pudieran decir y pensar los libros de los hombres, no por eso perdona
los pecados de que la conciencia acusa a todos. Don Álvaro estará
prohibido, sea Dios como sea. El mal es el mal de todas suertes. Eso sí,
se decía la Regenta, que encontraba consuelo en esta resolución; aunque
la fe caiga, yo seguiré combatiendo esta pasión de mis sentidos, que
seguirá siendo mala...».
Empezó a notar que el templo solitario no excitaba su devoción; aquellas
paredes frías, aquella especie de descanso de los santos a las horas en
que cesa la adoración, le recordaban por extrañas analogías que
establecía el cerebro, enfermo acaso, le recordaban la fatiga de los
reyes, la fatiga de los monstruos de ferias, la fatiga de cómicos,
políticos, y cuantos seres tienen por destino darse en público
espectáculo a la admiración material y boquiabierta de la necia
multitud.... La iglesia sin culto activo, la iglesia descansando, llegó a
parecerle a ella también algo como un teatro de día. El sacristán y el
acólito subiendo al retablo, hombreándose con la imagen de madera,
colocando los cirios con simetría, consultando las leyes de la
perspectiva, le parecían al cabo cómplices de no sabía qué engaño....
Además de todas estas aprensiones sacrílegas, tentación malsana del
espíritu enfermo, causa de tanta lucha, sentía el tormento de la
distracción; las oraciones comenzaban y no concluían; el estribillo de
tal o cual piadosa leyenda llegaba a darle náuseas; la soledad se
poblaba de mil imágenes, diablillos de la distracción; el silencio era
enjambre de ruidos interiores. Todo esto le obligó a dejar el templo
solitario. Volvió a las horas del culto. Conocía que en la nueva piedad
que buscaba debían tomar parte importante los sentidos. Buscó el olor
del incienso, los resplandores del altar y de las casullas, el aleteo de
la oración común, el susurro del _ora pro nobis_ de las _masas
católicas_, la fuerza misteriosa de la oración colectiva, la parsimonia
sistemática del ceremonial, la gravedad del sacerdote en funciones, la
misteriosa vaguedad del cántico sagrado que, bajando del coro nada más,
parece descender de las nubes; las melodías del órgano que hacían
recordar en un solo momento todas las emociones dulces y calientes de la
piedad antigua, de la fe inmaculada, mezcla de arrullo maternal y de
esperanza mística.
La novena de los Dolores tuvo aquel año en Vetusta una importancia
excepcional, si se ha de creer lo que decía _El Lábaro_.
Por lo menos el templo de San Isidro, donde se celebraba, se adornó como
nunca. Tal semilla de piedad postiza y rumbosa habían dejado los PP.
Goberna y Maroto. No se podía, como en la novena de la Concepción,
colgar el templo de azul y plata, ni colocar un templete de cartón
delante del retablo del altar mayor imitando capilla gótica de
marquetería; pero todo lo que fue compatible con los siete Dolores de la
Virgen se hizo: el lujo fue majestuoso, triste, fúnebre. Todo era negro
y oro. La capilla de la catedral se trasladó en masa al coro de San
Isidro reforzada por algunas partes rezagadas de la última compañía de
zarzuela, que había tronado en Vetusta.--Los sermones se encomendaron a
_otro jesuita_, el Padre Martínez, que vino de muy lejos y cobrando muy
caro. En la mesa de petitorio, colocada frente al altar mayor a espaldas
del cancel de la puerta principal, pedían limosna y vendían libros
devotos, medallas y escapularios las damas de más alta alcurnia, las más
guapas y las más entrometidas.
La lluvia, el aburrimiento, la piedad, la costumbre, trajeron su
contingente respectivo al templo que estaba todas las tardes de bote en
bote. No cabía un vetustense más.
Los jóvenes laicos de la ciudad, estudiantes los más, no se distinguían
ni por su excesiva devoción ni por una impiedad prematura; no pensaban
en ciertas cosas; los había carlistas y liberales, pero casi todos iban
a misa a ver las muchachas. A la novena no faltaban; se desparramaban
por las capillas y rincones de San Isidro, y terciando la capa, el
rostro con un tinte romántico o picaresco, según el carácter, _se
timaban_, como decían ellos, con las niñas casaderas, más recatadas,
mejores cristianas, pero no menos ganosas de tener lo que ellas llamaban
_relaciones_. Mientras el P. Martínez repetía por centésima vez--y ya
llevaba ganados unos cinco mil reales--que como el dolor de una madre no
hay otro, y echaba, sin pizca de dolor propio, sobre la imagen enlutada
del altar, toda la retórica averiada de su oratoria de un barroquismo
mustio y sobado; el amor sacrílego iba y venía volando invisible por
naves y capillas como una mariposa que la primavera manda desde el campo
al pueblo para anunciar la alegría nueva.
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