La Regenta - 24

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humillaba a los subalternos; despreciándolos hasta no verlos a los dos
pasos. Primero era su mal humor. Un mal humor de color de pez. La bilis
le llegaba a los dientes. ¿Por qué? Por nada. Ningún disgusto grave le
habían dado; pero tantas pequeñeces juntas le habían echado a perder
aquel día que había creído feliz al ver el sol brillante, al lavarse
alegre frente al espejo. Primero su madre tratándole como a un
chiquillo, recordándole las calumnias con que le perseguían; después las
noticias alarmantes y las bromas necias del médico, luego aquella
Visitación, La Libre Hermandad, Olvidito faltando a la disciplina... y
sobre todo aquel demonio de Obispo abrumándole con su humildad,
recordándole nada más que con su presencia de liebre asustada toda una
historia de santidad, de grandeza espiritual enfrente de la historia
suya, la de don Fermín... que... ¿para qué ocultárselo a sí mismo? era
poco edificante.... Aquel paralelo eterno que estaba haciendo Fortunato
sin saberlo, irritaba al Magistral. Y ahora le irritaba más que nunca.
Ahora le parecía que la superioridad intelectual del vicario era nada
enfrente de la grandeza moral del Obispo. Él era la única persona que
sabía comprender todo el valor de Fortunato. ¡Qué poéticas, qué nobles,
qué espirituales le parecían ahora la virtud del otro, su elocuencia, su
culto romántico de la Virgen! Y las propias habilidades ¡qué ruines, qué
prosaicas! su carácter fuerte y dominante, ¡qué ridículo en el fondo!
«¿A quién dominaba él? ¡A escarabajos!».
--¿Qué hay?--gritó con voz agria, levantando la cabeza y mirando a los
escarabajos que tenía enfrente.
Eran un clérigo que parecía seglar y un seglar que parecía clérigo; mal
afeitados los dos, peor el sacerdote, que mostraba el rostro lleno de
púas negras ásperas; vestían ambos de paisano, pero como los curas de
aldea; el alzacuello del clérigo era blanco y estaba manchado con vino
tinto y sudor grasiento; el cuello de la camisa del otro parecía también
un alzacuello; usaba corbatín negro abrochado en el cogote.
Don Carlos Peláez, notario eclesiástico que desempeñaba otros dos o tres
cargos en Palacio, no todos compatibles, se jactaba de ser una de las
personas más influyentes en la curia eclesiástica y aun en el ánimo del
señor Provisor. Bien iba a probarlo ahora interponiendo su favor para
arrancar al mísero párroco de Contracayes, aldea de la montaña, de las
garras de la disciplina. Había habido _un soplo_, cosa de envidiosos, y
el Provisor sabía que Contracayes (el cura) tenía la debilidad de
convertir el confesonario en escuela de seducción. De Pas había querido
echar todo el peso de la censura eclesiástica y las más severas penas
sobre Contracayes; pero gracias a los ruegos del notario había
consentido, antes de proceder, en celebrar una conferencia con el
párroco montañés, prometiendo que, si advertía en él verdadero
arrepentimiento, se contentaría con un castigo de carácter reservado,
que en nada perjudicaría la fama del clérigo, gran elector, y muy buen
partidario de la causa óptima.
--¿Qué hay?--repitió el Magistral, sonriendo por máquina al notario.
Peláez señaló a su compañero, que era un buen mozo, moreno, de cejas
muy pobladas, ceño adusto, ojos de color de avellana que echaban fuego,
boca grande, orejas puntiagudas, cuello muy robusto y abultada nuez.
Parecía todo él tiznado, y no lo estaba; tenía tanto de carbonero como
de cura; aquel matiz de las púas negras entre la carne amoratada de las
mejillas se hubiera creído que le cubría todo el cuerpo. Nunca se había
visto enfrente del Provisor, a quien temía por los rayos que manejaba,
pero nada más hasta el punto que un gigantón salvaje puede temer a quien
puede aplastar, en último caso, de una puñada. Notó don Fermín que
Contracayes estaba más aturdido que atemorizado. Saludó el cura con un
gruñido, y el Provisor no contestó siquiera.
El notario se volvió todo mieles; se sentó de soslayo en una silla para
dar a entender al cura que estaba allí como en su casa; hablaba con el
lenguaje más familiar posible, sin pecar de irreverente; se permitía
bromitas y estuvo a punto de declarar que el pecado de solicitación no
era de los más feos y que se podría echar tierra fácilmente al asunto. Y
como el Magistral arrugase el ceño, Peláez mudó de conversación y habló
con falso aturdimiento de las últimas elecciones y hasta aludió a las
hazañas de cierto cura de la montaña que conocía él, que había metido el
resuello en el cuerpo a una pareja de la guardia civil. Contracayes
sonrió como un oso que supiera hacerlo.
El Magistral estaba pensando en la manera de solicitar a sus penitentes
que tendría aquel salvaje.... Hubo un momento de silencio. No se había
hablado palabra del _negocio_ y hasta el mismo Peláez comprendió que
había que abordar la _cuestión espinosa_. Don Fermín, recordando de
repente su mal humor, sus contratiempos del día, se puso en pie y
encarándose con el párroco--que también se levantó como si fueran a
atacarle--dijo con voz áspera:
--Señor mío, estoy enterado de todo, y tengo el disgusto de decirle que
su asunto tiene muy mal arreglo. El concilio Tridentino considera el
delito que usted ha cometido, como semejante al de herejía. No sé si
usted sabrá que la Constitución _Universi Domini_ de 1622, dada por la
santidad de Gregorio XV le llama a usted y a otro como usted execrables
traidores, y la pena que señala al crimen de solicitar _ad turpia_ a las
penitentes, es severísima; y manda además que sea usted degradado y
entregado al brazo secular.
El párroco abrió los ojos mucho y miró espantado al notario, que, a
espaldas de don Fermín, le guiñó un ojo.
--Benedicto XIV--continuó el Magistral--confirmó respecto de los
solicitantes las penas impuestas por Sixto V y Gregorio XV... y, en fin,
por donde quiera que se mire el asunto está usted perdido....
--Yo creía...--¡Creía usted mal, señor mío! Y si usted duda de mi
palabra, ahí tiene usted en ese estante a Giraldi «_Expositio juris
Pontificii_ que en el tomo II, parte 1.º, trata la cuestión con gran
copia de datos...».
El señor Peláez estaba acostumbrado al estilo del Provisor, que nunca
era más erudito que al echar la zarpa sobre una víctima.
--Señor--se atrevió a decir Contracayes, algo amostazado y perdiendo
mucha parte del miedo--; con la palabra de V. S. tengo ya bastante, y no
es de los sagrados cánones de lo que me quejo, sino de mi mala suerte
que me hizo resbalar y caer donde otros muchos, muchísimos que conozco
resbalan pero no caen.
El Magistral se volvió de pronto, como si le hubiesen mordido en la
espalda.
--¡Salga usted de aquí, señor insolente, y no me duerma usted en
Vetusta!...--gritó.
--Pero, señor...--¡Silencio digo! silencio y obediencia o duerme usted
en la cárcel de la corona....
Y el Magistral descargó un puñetazo formidable sobre la mesa-escritorio.
--¡Pues para este viaje no necesitábamos alforjas!--gritó Contracayes,
no menos furioso, volviéndose al consternado Peláez, que no había
previsto aquel choque de dos malos genios.
--Pero, señores, calma...--¡Fuera de aquí, so tunante!--gritó el
Magistral terciando el manteo, descomponiéndose contra su
costumbre...--. ¡Desgraciado de ti! Date por perdido, mal clérigo....
--¿Pero yo qué he dicho, señor?--exclamó el párroco, que se asustó un
poco ante la actitud de aquel hombre, en quien reconocía la superioridad
moral de un Júpiter eclesiástico.
En cuanto conoció que su autoridad se acataba, De Pas fue amansando el
oleaje de su cólera; y al fin, pálido, pero con voz ya serena:
--Salga usted--dijo señalando a la puerta--, salga usted... libre por
ser un loco... pero ni dos horas permanezca en la ciudad, ni hable con
alma viviente de lo ocurrido aquí... y en cuanto a su crimen execrable,
yo me entenderé, sin necesidad de ver a usted, con el señor Peláez, y él
le comunicará lo que resolvamos.
El clérigo quiso humillarse, pedir perdón....
--Salga usted inmediatamente. Salió. Peláez temblando y lívido se
atrevió a decir:
--¡Cuánto siento!... señor Magistral....
--No sienta usted nada. Han venido ustedes en mal día. Estoy nervioso.
Quise asustarle, imponerle respeto por el terror... y no conté con mi
mal humor; me he exaltado de veras, me he dejado llevar de la ira....
--¡Oh, no, eso no! él sí que es un animal, un salvaje....
--Sí, es un salvaje... pero por lo mismo debí tratarle de otro modo.
--Lo que yo no perdono es el disgusto....
--Deje usted, deje usted; hablaremos de ese bribón... otro día. Hoy no
puedo... hoy... me sería imposible prometer a usted suavizar los rigores
de la ley que está terminante.
--Sí, ya sé... pero, como nunca se aplica....
--Porque no hay pruebas... como ahora. Y alguna vez se ha de empezar. En
fin, ya digo que hablaremos.... Necesito estar solo....
Salió también Peláez y De Pas, entonces a solas con su pensamiento, dejó
que le subiera al rostro la sangre amontonada por la vergüenza...
«¡Qué degradación!» pensó; y se puso a dar paseos por el despacho, como
una fiera en su jaula.
Cuando se sintió más sereno, tocó un timbre. Entró un joven alto,
tonsurado, pálido y triste, tísico probablemente. Era un primo del
Magistral que hacía allí veces de secretario.
--¿Qué habéis oído?
--Voces; nada.--El cura de Contracayes, que es un salvaje....
--Sí, ya sé...--¿Qué hay?--Nada urgente.--¿De modo que puedo irme? No
me necesitáis....
--No; hoy no.--Bueno, pues me voy... me duele la cabeza... no estoy
para nada.... Pero no se lo digas a mi madre.... Si sabe que dejé el
despacho tan pronto... creerá que estoy enfermo....
--Sí, sí, eso sí.
--¡Ah! oye; la licencia para el oratorio de los de Páez, ¿vino ya?
--Sí.--¿Está corriente, puedo llevármela ahora?
--Ahí la tienes, en ese cartapacio.
--¿Va en regla todo? ¿Podrá doblar el coadjutor de Parves?...
--Todo va en regla.--Aquí veo una tarjeta de don Saturno Bermúdez. ¿A
qué vino?
--A lo de siempre, a que no hagamos caso del pobre don Segundo, el cura
de Tamaza, que reclama el dinero de las misas de San Gregorio que le ha
hecho decir don Saturno....
--Y que no le quiere pagar.--Es su costumbre. Está empeñado con todo el
clero. Ha salvado a medio purgatorio (el joven tonsurado tosió con
violencia por contener la risa), a medio purgatorio a costa de sus
_ingleses_.
--El cura de Tamaza es un vocinglero....
--Pero pide lo que le deben...--Pero no se puede hacer nada....
¿Quieres tú que yo me ponga de punta con el obispillo de levita?
--Eso no. Lo pagaríamos en el _Lábaro_ que él inspira y que ahora te
trata bien. A propósito de periódicos; ayer venía en «_La Caridad_» de
Madrid, una correspondencia de Vetusta, y, mucho me engaño, o en ella
andaba la mano de Glocester.
--¿Qué decía?--Tontunas, que los carlistas estaban enseñoreados de
algunas diócesis en que, contra el derecho, eran vicarios generales los
que no podían serlo, sino interinamente y por gracia especial; pero que
por ciertos servicios a la causa del Pretendiente, los superiores
jerárquicos hacían la vista gorda.
--De modo, ¿que yo no puedo ser vicario general?
--Por lo visto no; porque entre los casos de excepción citan «los
prebendados de oficio» y traen a cuento no sé qué disposiciones de los
Papas....
--Sí, ya sé; un Breve de Paulo V y dos o tres de Gregorio XV.
¡Majaderos! Y milagro será que no vengan también con lo de «ser natural
de la diócesis». ¡Idiotas! ¡Qué poco sentido práctico tienen esos falsos
católicos!... Glocester debe de ser el corresponsal de ese papelucho;
esas agudezas romas son de él. ¡Puf! ¡qué enemigos, Señor, qué enemigos!
¡bestias, nada más que bestias!
El Magistral respiraba con fuerza, como aparentando ahogarse en aquel
ambiente de necedad....
Quiso marcharse, sin ver a ningún clérigo ni seglar de los que esperaban
en la antesala y en la oficina contigua... pero no pudo defenderse de
las invasiones; el señor Carraspique asomó las narices por una puerta....
--¿Se puede? «¡Era Carraspique!». Adelante, hubo que decir.
Venía a recomendar el pronto despacho de una expedición a la agencia de
Preces; y algunos asuntos de capellanías....
Hubo que acudir a los registros, consultar a los empleados. El
Magistral, distraído, se aventuró a pasar del despacho a la oficina y
allí se vio rodeado de litigantes, de pretendientes, casi todos muy
afeitados, todos vestidos de negro, o con sotana o con levita que lo
parecía. La oficina no ostentaba el lujo del despacho ni mucho menos;
era grande, fría, sucia; el mobiliario indecoroso, y tenía un olor de
sacristía mezclado con el peculiar de un cuerpo de guardia. Los
empleados tenían la palidez de la abstinencia y la contemplación, pero
producida por los miasmas del covachuelismo, miserable, sórdido y
malsano, complicado aquí con la ictericia de los rapavelas.
Había una mesa en cada esquina, y alrededor de todas curas y legos que
hablaban, gesticulaban, iban y venían, insistían en pedir algo con temor
de un desaire; los empleados, más tranquilos, fumaban o escribían,
contestaban con monosílabos, y a veces no contestaban. Era una oficina
como otra cualquiera con algo menos de malos modos y un poco más de
hipocresía impasible y cruel.
Cuando entró el Provisor, disminuyó el ruido; los más se volvieron a él,
pero el _jefe_ se contentó con poner una mano delante de la cara como
rechazando a todos los importunos y se fue a una mesa a preguntar por un
expediente de mansos. «Lo que él decía; en las oficinas de Hacienda
pública no daban razón; los expedientes de mansos dormían el sueño
eterno, cubiertos de polvo».
El señor Carraspique daba pataditas en el suelo.
--¡Estos liberales!--murmuraba cerca del Magistral.
--¡Qué Restauración ni qué niño muerto! Son los mismos perros con
distintos collares....
--El Estado se burla de la Iglesia, sí señor, eso es evidente, no hay
concordato que valga; todo se promete, y no se hace nada....
Dos curas se acercaron humildemente al Magistral.... Eran de la aldea;
también ellos querían saber si los expedientes de mansos....
--Nada, nada, señores, ya lo oyen ustedes--dijo el Provisor en voz alta,
para que se enterasen todos los presentes y no le aburrieran más--en las
oficinas del gobierno civil dicen que se resolverán los expedientes uno
a uno, porque no hay criterio general aplicable, es decir, que no se
resolverán nunca los expedientes dichosos....
De Pas se vio cogido por la rueda que le sujetaba diariamente a las
fatigas canónico-burocráticas: sin pensarlo, contra su propósito, se
encenagó como todos los días en las complicadas cuestiones de su
gobierno eclesiástico, mezcladas hasta lo más íntimo con sus propios
intereses y los de su señora madre; con cien nombres de la disciplina,
muchos de los cuales significaban en la primitiva Iglesia poéticos,
puros objetos del culto y del sacerdocio, se disfrazaba allí la eterna
cuestión del dinero; espolios, vacantes, medias annatas, patronato,
congruas, capellanías, estola, pie de altar, licencias, dispensas,
derechos, cuartas parroquiales... y otras muchas docenas de palabras
iban y venían, se combinaban, repetían y suplían, y en el fondo siempre
sonaban a metal y siempre el lucro del Provisor, el de su madre, iba
agarrado a todo. Nunca había puesto los pies allí doña Paula, pero su
espíritu parecía presidir el mercado singular de la curia eclesiástica.
Ella era el general invisible que dirigía aquellas cotidianas batallas;
el Magistral era su instrumento inteligente.
Como todos los días, se presentaron aquella mañana cuestiones turbias
que el Provisor acostumbraba resolver como por máquina, con el criterio
de su ganancia, con habilidad pasmosa, y con la más correcta forma, con
pulcritud aparente exquisita. Más de una vez, sin embargo, al resolver
una injusticia, un despojo, una crueldad útil, vaciló su ánimo (estaba
nervioso, no sabía qué hierba había pisado), pero el recuerdo de su
madre por un lado, la presencia de aquellos testigos ordinarios de su
frescura, de su habilidad y firmeza, por otro, y en gran parte la fuerza
de la inercia, la costumbre, le mantenían en su puesto; fue el de
siempre, resolvió como siempre, y nadie tuvo allí que pensar si el
Provisor se habría vuelto loco, ni él necesitó inventar cuentos para
engañar a su madre. «Doña Paula podía estar satisfecha de su hijo; de su
hijo; no del soñador necio y casquivano que aquella mañana se turbaba al
leer una carta insignificante, y se alegraba sin saber por qué al ver un
sol esplendoroso en un cielo diáfano. ¡El sol, el cielo! ¿qué le
importaban al Vicario general de Vetusta? ¿No era él un curial que se
hacía millonario para pagar a su madre deudas sagradas y para saciar con
la codicia la sed de ambiciones fallidas?».
«Sí, sí; eso era él; y no había que hacerse ilusiones, ni buscar nueva
manera de vivir. Debía estar satisfecho y lo estaba».
--«¡Hora y media en la oficina!--se dijo al salir del palacio, entre
avergonzado y contento--; ¡y él que creía no haber pasado allí veinte
minutos!».
Cuando se vio otra vez al aire libre, en la Corralada, De Pas respiró
con fuerza... se le figuraba aquel día, que salir de Palacio era salir
de una cueva. De tanto hablar allá dentro, tenía la boca seca y amarga
y se le antojaba sentir un saborcillo a cobre. Se encontraba un aire de
monedero falso. Se apresuró a dejar la plazuela que cubría de sombra la
parda catedral... huyó hacia las calles anchas, dejó la Encimada con sus
resonantes aceras gastadas y estrechas, su triste soledad solemne, su
hierba entre los guijarros, sus caserones ahumados, sus rejas de hierro
encorvadas, y buscó la Colonia, saliendo por la plaza del Pan, la calle
del Comercio y el Boulevard, de cuyos arbolillos caían hojas secas sobre
anchas losas. El manteo del Magistral las atraía, las arrastraba por la
piedra en pos de sí con un ruido de marejada rítmico y gárrulo.
Allí se veía ya mucho cielo; todo azul; enfrente la silueta del Corfín,
azulada también. Aquello era la alegría, la vida. «¡Capellanías, bulas,
medias annatas, reservas! ¿qué tenía que ver el mundo, el ancho, el
hermoso mundo con todo eso? ¿Sabía aquel gigante de piedra, el Corfín
grave, majestuoso, tranquilo, lo que eran agencias ni si la había de
preces, ni por qué costaba dinero el sacar licencias de cualquier
cosa?».
Iba el Magistral por el Boulevard adelante, saludando a diestro y
siniestro, asustado con que se le ocurrieran a él estos pensamientos de
bucólica religiosa. Precisamente siempre había sido enemigo de las
Arcadias eclesiásticas y profesaba una especie de positivismo prosaico
respecto de las necesidades temporales de la Iglesia. ¿Estaría enfermo?
¿Se iría a volver loco? Sin poder él remediarlo, mientras el aire
fresco--el viento había cambiado del mediodía al noroeste--le llenaba
los pulmones de voluptuosa picazón, la fantasía, sin hacer caso de
observaciones ni mandatos, seguía herborizando y se había plantado en
los siglos primeros de la Iglesia, y el Magistral se veía con una cesta
debajo del brazo recogiendo de puerta en puerta por el Boulevard y el
Espolón las ricas frutas que Páez, don Frutos Redondo y demás
_Vespucios_ de la Colonia, arrancaban con sus propias manos en aquellos
jardines que, en efecto, iba viendo a un lado y a otro detrás de verjas
doradas, entre follaje deslumbrante y lleno de rumores del viento y de
los pájaros.
El hotel de Páez era el primero de los seis que adornaban la calle
Principal, flanqueándola por la parte del Sur. Era un gran cubo que
parecía una torre atalaya de las que hay a lo largo de la costa en la
provincia de Vetusta, recuerdo, según dicen, de la defensa contra los
Normandos.
El señor de Páez no temía ningún desembarco de piratas, pues el mar
estaba a unas cuantas leguas de su palacio, pero creía que la
«_elegancia sólida_ consistía en fabricar muros muy espesos, en
desperdiciar los mármoles, y, en fin, en trabajos _ciclopios_», según su
incorrecta expresión. En lo más alto del frontispicio había en vez de un
escudo, que el señor Páez no tenía, un gran semicírculo de jaspe negro y
en medio, en letras de oro, esta elocuente leyenda: _1868_, que no
indicaba más que la fecha de la construcción ciclópea. En las esquinas
del terrado de gran balaustrada que coronaba el castillo, sendas águilas
de hierro pintadas de verde probaban a levantar el vuelo. Aquellas
águilas, según el señor Páez, hacían juego con otras dos bordadas en la
alfombra de su despacho. No era el bueno de don Francisco el más rico
americano de la Colonia; algunos millones más tenía don Frutos, pero al
_Vespucio_ de las Águilas «ni don Frutos ni San Frutos ni nadie le ponía
el pie delante tocante al rumbo» y él era el único vetustense que hacía
visitas en coche y tenía lacayos de librea con galones a diario, si bien
a estos lacayos jamás conseguía hacerles vestirse con la pulcritud,
corrección y severidad que él había observado en los congéneres de la
Corte.
Veinticinco años había pasado Páez en Cuba sin oír misa, y el único
libro religioso que trajo de América fue el _Evangelio del pueblo_ del
señor Henao y Muñoz; no porque fuese Páez demócrata, ¡Dios le librase!
sino porque le gustaba mucho el estilo cortado. Creía firmemente que
Dios era una invención de los curas; por lo menos en la Isla no había
Dios. Algunos años pasó en Vetusta sin modificar estas ideas, aunque
guardándose de publicarlas; pero poco a poco entre su hija y el
Magistral le fueron convenciendo de que la religión era un freno para el
socialismo y una señal infalible de buen tono. Al cabo llegó Páez a ser
el más ferviente partidario de la religión de sus mayores.
«Indudablemente, decía, la Metrópoli debe ser religiosa». Y se hizo
religioso; daba todo el dinero que se le pedía para el culto, y si
muchas veces al disparatar lo hacía en menoscabo del dogma, siempre
estaba dispuesto a retractarse y a cambiar aquel dislate por otro
inofensivo.
Por dos brechas había logrado entrar la religión, en forma de Magistral,
en la fortaleza de aquel espíritu libre-pensador y berroqueño: los dos
flacos de Páez eran el amor a su hija y la manía del buen tono.
Decía Olvido con voz aguda y en tono de reprensión:
--«Papá, eso es cursi»; y don Francisco abominaba de aquello que antes
le pareciera excelente.
El Magistral dominaba por completo a Olvidito y Olvido mandaba en su
papá por la fuerza del cariño y por su conocimiento de lo que llamaban
allí buen tono.
Olvido era una joven delgada, pálida, alta, de ojos pardos y orgullosos;
no tenía madre y hacía la vida de un idolillo próximamente, suponiendo
actividad y conciencia en el ídolo. La servían negros y negras y un
blanco, su padre, el esclavo más fiel. Ni un capricho había dejado de
satisfacer en su vida la niña. A los dieciocho años se le ocurrió que
quería ser desgraciada, como las heroínas de sus novelas, y acabó por
inventar un tormento muy romántico y muy divertido. Consistía en
figurarse que ella era como el rey Midas del amor, que nadie podía
quererla por ella misma, sino por su dinero, de donde resultaba una
desgracia muy grande efectivamente. Cuantos jóvenes elegantes, de buena
posición, nobles o de talento relativo, se atrevieron a declararse a
Olvido, recibieron las fatales calabazas que ella se había jurado dar a
todos con una fórmula invariable. «El amor no era su lote»; no creía en
el amor. Poco a poco se fue apoderando de su ánimo aquella farsa
inventada por ella y tomó la niña en serio su papel de reina Midas;
renunció al amor, antes de conocerlo, y se dedicó al lujo con toda el
alma. Amó el arte por el arte: ella era la que más riqueza ostentaba en
paseos, bailes y teatro; llegó a ser para Olvido una religión el traje.
No lucía dos veces uno mismo. Llegaba tarde al paseo, daba tres o cuatro
vueltas, y cuando ya se sentía bastante envidiada, a casa, sin dignarse
jamás pasar los ojos sobre ningún individuo del sexo fuerte en estado de
merecer. Los vetustenses llegaron a mirarla como un maniquí cargado de
artículos de moda, que sólo divertía a las señoritas. «Era una gran
proporción» en quien no había que pensar.
«Olvido espera un príncipe ruso» era la frase consagrada.
Cuando un incauto forastero se atrevía a probar fortuna, se le llamaba
«el príncipe ruso» por ironía hasta que salía con las manos en la
cabeza.
A la de Páez se le ocurrió después, cansada de no tener en el corazón
más que trapos, hacerse devota. Buscó al Magistral con buenos modos,
como al Magistral le gustaba que le buscasen, y lo encontró. Se
entendieron. Para don Fermín aquella muchacha delgada, fría, seca, no
era más que el camino que conducía a don Francisco, que empleaba sus
millones en comprar influencia. Pero Olvido tuvo la mala ocurrencia de
enamorarse místicamente (así se decía ella) del Magistral. Este se hizo
el desentendido, aprovechó aquella nueva necedad de la niña para ganar
al padre cuanto antes, y como no vio ningún peligro para nadie en la
pasión imaginaria de la americanilla antojadiza, no la apartó de su
lado, como había hecho con otras mujeres menos tímidas y más temibles
para la carne. De Pas tenía un proyecto: casar a Olvido con quien él
quisiera; creía poder conseguirlo; pero aún no había candidato; aquella
proporción debía ser el premio de algún servicio muy grande que se le
hiciera a él, no sabía cuándo ni en qué necesidad fuerte.
Aquella mañana se le recibió en el _hotel--Páez_ como siempre, bajo
palio, según la frase de don Francisco.
Pisando aquellas alfombras, viéndose en aquellos espejos tan grandes
como las puertas, hundiendo el cuerpo, voluptuosamente, en aquellas
blanduras del lujo cómodo, ostentoso, francamente loco, pródigo y
deslumbrador, el Magistral se sentía trasladado a regiones que creía
adecuadas a su gran espíritu; él, lo pensaba con orgullo, había nacido
para aquello; pero su madre codiciosa, la fortuna propia insuficiente
para tanto esplendor, el estado eclesiástico, la necesidad de aparentar
modestia y casi estrechez, le tenían alejado del ambiente natural... que
era aquel.... El Magistral al entrar en estos salones y gabinetes
suavizaba más sus modales suaves y con fácil elegancia, manejaba el
manteo y plegaba la sotana y movía manos, ojos y cuello con una
distinción profana que no llegaba nunca a la desfachatez del cura que
reniega del pudor de los hábitos al pisar los palacios del gran mundo...
o sus sucedáneos. De Pas nunca dejaba de ser el Magistral; pero
demostraba, sin más que moverse, sonreír o mirar, que el prebendado, sin
dejar de serio, podía ser hombre de sociedad como cualquiera. Uníase
esta gracia a las cualidades físicas de que estaba adornado, a su fama
de hombre elocuente, de gran influencia y de talento, y, como decía la
marquesa de Vegallana, «era un cura muy presentable».
Don Francisco Páez y su hija suplicaron a don Fermín que comiera con
ellos; no tenían a nadie, sería una comida de familia... los tres solos.
--¡Los tres solos!--decía Olvido dejando de ser sorbete por un momento.
El Magistral de pies, en el umbral de una puerta, con una colgadura de
terciopelo cogida y arrugada por su blanca mano, se inclinaba con
gracia, sonreía, y movía la cabeza pequeña y bien torneada diciendo:
_no_ con el gesto... con cierta coquetería _epicena_.
--¡Anda, papá! sujétale--decía Olvido con voz suplicante, arrastrando
las sílabas que parecían salir de la nariz.
--Imposible.--Es muy terco, hija, déjale... no quiere que le
agradezcamos la licencia del oratorio y el permiso para doblar la misa
para don Anselmo.
--Agradézcaselo usted a Su Santidad.
--Sí, que por mi cara bonita me entrega Su Santidad esta gracia....
El Magistral sonreía, dispuesto a escapar si querían asirle.
--Pero, vamos a ver, una razón, dé usted una razón--gritó Olvido, otra
vez restituida a su natural frigorífico.
El Magistral se puso un poco encarnado.
Tuvo que mentir.--Estoy convidado en casa de otro Francisco hace tres
días; no puedo faltar, sería un desaire... ya sabe usted lo que son
estos pueblos... qué dirían....
No había tal cosa. Nadie le había convidado a comer. Le esperaba su
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