La Regenta - 47

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El enfermo perdía el uso de la poca razón que tenía muy a menudo; se
necesitaba alguna impresión fuerte para que volviese a discurrir lo poco
que sabía. La entrada de don Robustiano, o sea de la ciencia, le hacía
volver la atención a lo exterior. Al medio día le anunció Celestina que
quería verle el señor Carraspique. Aquel honor inesperado puso al
moribundo muy despierto, Carraspique, sin saludar a don Pompeyo, que se
quedó, siempre cruzado de brazos, a la puerta de la alcoba, se colocó a
la cabecera de Barinaga en compañía de un clérigo, el cura de la
parroquia. Era este un anciano de rostro simpático, de voz dulce,
hablaba con el acento del país muy pronunciado. Carraspique, a quien en
otro tiempo había pedido dinero prestado don Santos, tenía alguna
autoridad sobre el enfermo; no se hablaban muchos años hacía, pero se
estimaban a pesar de las ideas y de la frialdad que el tiempo había
traído. Barinaga, con buenos modos, usando un lenguaje culto, que no era
ordinario en él, se negó a las pretensiones del ilustre carlista y
sincero creyente D. Francisco Carraspique.
--«Todo es inútil... la Iglesia me ha arruinado... no quiero nada con la
Iglesia.... Creo en Dios... creo en Jesucristo... que era... un grande
hombre... pero no quiero confesarme, señor Carraspique, y siento...
darle a usted este disgusto. Por lo demás... yo estoy seguro... de que
esto que tengo... se curaría... o por lo menos... se... se... con
aguardiente.... Crea usted que muero por falta de líquidos... gaseosos...
y sólidos....
Don Santos levantó un poco la cabeza y conoció al cura de la parroquia.
--Don Antero... usted también... por aquí... Me alegro... así... podrá
usted dar fe pública... como escribano... espiritual... digámoslo así...
de esto que digo... y es todo mi testamento: que muero, yo, Santos
Barinaga... por falta de líquidos suficientemente... alcohólicos... que
muero... de... eso... que llama el señor médico.... Colasa... o Colás...
segundo....
Se detuvo, la tos le sofocaba. Hizo un esfuerzo y trayendo hacia la
barba el embozo sucio de la sábana rota, continuó:
--Ítem: muero por falta de tabaco.... Otrosí... muero... por falta de
alimento... sano.... Y de esto tienen la culpa el señor Magistral, y mi
señora hija....
--Vamos, don Santos--se atrevió a decir el cura--no aflija usted a la
pobre Celesta. Hablemos de otra cosa. Ni usted se muere, ni nada de eso.
Va usted a sanar en seguida.... Esta tarde le traeré yo, con toda
solemnidad, lo que usted necesita, pero antes es preciso que hablemos a
solas un rato. Y después... después... recibirá usted el Pan del alma....
--¡El pan del cuerpo!--gritó con supremo esfuerzo el moribundo, irritado
cuando podía--. ¡El pan del cuerpo es lo que yo necesito!... que así me
salve Dios... ¡muero de hambre! Sí, el pan del cuerpo... ¡que muero de
hambre... de hambre!...
Fueron sus últimas palabras razonables. Poco después empezaba el
delirio. Celestina lloraba a los pies del lecho. Don Antero, el cura, se
paseaba, con los brazos cruzados, por la sala miserable, haciendo
rechinar el piso. Guimarán con los brazos cruzados también, entre la
alcoba y la sala, admiraba lo que él llamaba la muerte del justo.
Carraspique había corrido a Palacio.
Llegó y todo se supo; el Obispo rezaba ante una imagen de la Virgen, y
al oír que don Santos se negaba a recibir al Señor, y a confesar,
levantó las manos cruzadas... y con voz dulcemente majestuosa y llena de
lágrimas, exclamó:
--¡Madre mía, madre de Dios, ilumina a ese desgraciado!...
Estaba pálido el buen Fortunato; le temblaba el labio inferior, algo
grueso, al balbucear sus plegarias íntimas.
El Magistral se paseaba a grandes pasos, con las manos a la espalda, en
la cámara roja, cubierta de damasco.
Carraspique, que vestía el luto reciente de su hija, miraba a don Fermín
con los ojos arrasados en lágrimas.
«Don Fermín padecía», pensaba el pobre don Francisco y sin querer, con
gran remordimiento, él se alegraba un poco, gozaba el placer de una
venganza... «irracional... injusta... todo lo que se quiera... pero
gozaba acordándose de su hija muerta».
Sí, don Fermín padecía. «Aquella necedad del tendero de enfrente era una
complicación».
De Pas ya no era el mismo que sentía remordimientos románticos aquella
noche de luna al ver a don Santos arrastrar su degradación y su miseria
por el arroyo; ahora no era más que un egoísta, no vivía más que para su
pasión; lo que podría turbarle en el deliquio sin nombre que gozaba en
presencia de Ana, eso aborrecía; lo que pudiera traer una solución al
terrible conflicto, cada vez más terrible, de los sentidos enfrenados y
de la eternidad pura de su pasión, eso amaba. Lo demás del mundo no
existía. «Y ahora don Santos moría escandalosamente, moría como un
perro, habría que enterrarle en aquel pozo inmundo, desamparado, que
había detrás del cementerio y que servía para los _enterramientos
civiles_; y de todo esto iba a tener la culpa él, y Vetusta se le iba a
echar encima». Ya empezaba el rum rum del motín, el Chato venía a cada
momento a decirle que la calle de don Santos y la tienda se llenaban de
gente, de enemigos del Magistral... que se le llamaba asesino en los
grupos--porque él obligaba al Chato a decirle la verdad sin
rodeos--asesino, ladrón.... El Magistral al llegar a este pasaje de sus
reflexiones, sin poder contenerse, golpeó el pavimento con el pie.
Carraspique dio un salto. El Obispo, saliendo de su oratorio, con las
manos en cruz, se acercó al Provisor.
--Por Dios, Fermo, por Dios te pido que me dejes....
--¿Qué?...--Ir yo mismo; ver a ese hombre... quiero verle yo... a mí me
ha de obedecer... yo he de persuadirle.... Que traigan un coche si no
quieres que me vean, una tartana, un carro... lo que quieras.... Voy a
verle, sí, voy a verle....
--¡Locuras, señor, locuras!--rugió el Provisor sacudiendo la cabeza.
--¡Pero Fermo, es un alma que se pierde!...
--No hay que salir de aquí... Ir... el Obispo... a un hereje
contumaz..., absurdo....
--Por lo mismo, Fermo...--¡Bueno! ¡bueno! _Los Miserables_, siempre la
comedia.... La escena del Convencional, ¿no es eso? don Santos es un
borracho insolente que escupiría al Obispo con mucha frescura; don
Pompeyo discutiría con Su Ilustrísima si había Dios o no había Dios....
No hay que pensar en ello. ¡Absurdo moverse de aquí!
Hubo algunos momentos de silencio. Carraspique, único testigo de la
escena, temblaba y admiraba con terror el poder del Magistral y su
energía.
«Era verdad, tenía a S. I. en un puño». Después continuó don Fermín:
--Además, sería inútil ir allá. El señor Carraspique lo ha dicho....
Barinaga ya ha perdido el conocimiento, ¿verdad? Ya es tarde, ya no hay
que hacer allí. Está ya como si hubiese muerto.
Carraspique, aunque con mucho miedo, animado por su afán piadoso de
salvar a don Santos, se atrevió a decir:
--Sin embargo, tal vez.... Se ven muchos casos....
--¿Casos de qué?--preguntó el Magistral con un tono y una mirada que
parecían navajas de afeitar--. ¿Casos de qué?--repitió porque el otro
callaba.
--Puede pasar el delirio y volver a la razón el enfermo.
--No lo crea usted. Además, allí está el cura... para eso está don
Antero.... ¡Su Ilustrísima no puede... no saldrá de aquí!
Y no salió. El que entraba y salía era el Chato, Campillo, que hablaba
en secreto con don Fermín y volvía a la calle a recoger rumores y a
espiar al enemigo. El cual se presentaba amenazador en la calle estrecha
y empinada en que vivía don Santos, casi enfrente de la casa del
Magistral. Era la calle de _los Canónigos_, una de las más feas y más
aristocráticas de la Encimada.
Al obscurecer de aquel día no se podía pasar sin muchos codazos y
tropezones por delante de la tienda triste y desnuda de Barinaga. Sus
amigos, que habían aumentado prodigiosamente en pocas horas,
interceptaban la acera y llegaban hasta el arroyo divididos en grupos
que cuchicheaban, se mezclaban, se disolvían.
Por allí andaban Foja, los dos Orgaz y algunos otros de los socios del
Casino que asistían a las cenas mensuales en que se conspiraba contra el
Provisor. El ex-alcalde se multiplicaba, entraba y salía en casa de don
Santos, bajaba con noticias, le rodeaban los amigos.
--Está espirando.--¿Pero conserva el conocimiento?
--Ya lo creo, como usted y como yo. Era mentira. Barinaga moría
hablando, pero sin saber lo que decía; sus frases eran incoherentes;
mezclaba su odio al Magistral con las quejas contra su hija. Unas veces
se lamentaba como el rey Lear y otras blasfemaba como un carretero.
--Y diga usted, señor Foja, ¿hay arriba algún cura? Dicen que ha venido
el mismo Magistral....
--¿El Magistral? ¡No faltaba más! Sería añadir el sarcasmo a la...
al.... No vendrá, no. Quien está arriba es don Antero, el cura de la
parroquia, el pobre es un bendito, un fanático digno de lástima y cree
cumplir con su deber... pero como si cantara. Don Santos era un hombre
de convicciones arraigadas.
--¿Cómo era? ¿pues ha muerto ya?--preguntó uno que llegaba en aquel
momento.
--No señor, no ha muerto. Digo eso, porque ya está más allá que acá.
--También don Pompeyo se ha portado con mucha energía, según dicen....
--También...--Pero estando sano es más fácil.
--Y como no va con él la cosa....
--Morirá esta noche.--El médico no ha vuelto.--Somoza aseguraba que
moriría esta tarde.
--Pues por eso no ha vuelto, porque se ha equivocado....
--El cura dice que durará hasta mañana.
--Y muere de hambre.--Dicen que lo ha dicho él mismo.
--Sí, señor, fueron sus últimas palabras sensatas, advirtió Foja
contradiciéndose.
--Dicen que dijo: «--¡El pan del cuerpo es el que yo necesito, que así
me salve Dios muero de hambre!».
A Orgaz hijo se le escapó la risa, que procuró ahogar con el embozo de
la capa.
--Sí, ríase usted, joven, que el caso es para bromas.
--Hombre, no me río del moribundo... me río de la gracia.
--Profundísima lección debía llamarla usted. Se muere de hambre, es un
hecho; le dan una hostia consagrada, que yo respeto, que yo venero,
pero no le dan un panecillo.--Así habló un maestro de escuela perseguido
por su liberalismo... y por el hambre.
--Yo soy tan católico como el primero--dijo un maestro de la Fábrica
Vieja, de larga perilla rizada y gris, socialista cristiano a su
manera--soy tan católico como el primero, pero creo que al Magistral se
le debería arrastrar hoy y colgarlo de ese farol, para que viese salir
el entierro....
--La verdad es, señores--observó Foja--que si don Santos muere fuera
del seno de la Iglesia, como un judío, se debe al señor Provisor.
--Es claro.--Evidente.--¿Quién lo duda?--Y diga usted, señor Foja,
¿no le enterrarán en sagrado, verdad?
--Eso creo: los cánones están sangrando; quiero decir que la Sinodal
está terminante.--Y se puso algo colorado, porque no sabía si los
cánones sangraban o no, ni si la Sinodal hablaba del caso.
--¡De modo que le van a enterrar como un perro!
--Eso es lo de menos--dijo el maestro de la Fábrica--toda la tierra está
consagrada por el trabajo del hombre.
--Y además en muriéndose uno....
--Más despacio, señores, más despacio--interrumpió Foja que no quería
desperdiciar el arma que le ponían en las manos para atacar al
Magistral--. Estas cosas no se pueden juzgar filosóficamente.
Filosóficamente es claro que no le importa a uno que le entierren donde
quiera. Pero ¿y la familia? ¿Y la sociedad? ¿Y la honra? Todos ustedes
saben que el local destinado en nuestro cementerio _municipal_--y
subrayó la palabra--a los cadáveres no católicos, digámoslo así...
Orgaz hijo sonrió.--Ya sé, joven, ya sé que he cometido un _lapsus_.
Pero no sea usted tan material.
Aquel grupo de progresistas y socialistas serios miró _en masa_ al
mediquillo impertinente con desprecio.
Y dijo el socialista cristiano:--Aquí lo que sobra es la materia; la
letra mata, caballero, y tengo dicho mil veces que lo que sobran en
España son oradores....
--Pues usted no habla mal ni poco; acuérdese del club difunto, señor
Parcerisa....
Y Orgaz hijo dio una palmadita en el hombro al de la fábrica.
Parcerisa sonrió satisfecho. La conversación se extravió. Se discutió si
el Ayuntamiento disputaba o no con suficiente energía al Obispo la
administración del cementerio.
En tanto subían y bajaban amigas y amigos, curas y legos que iban a ver
al enfermo o a su hija. Don Pompeyo había hecho llevar a Celestina a su
cuarto y allí recibía la beata a sus correligionarias y a los sacerdotes
que venían a consolarla. Guimarán no dejaba entrar en la sala más que a
los espíritus fuertes, o por lo menos, si no tan fuertes como él, que
eso era difícil, partidarios de dejar a un moribundo «espirar en la
confesión que le parezca, o sin religión alguna si lo considera
conveniente».
--¡Muerte gloriosa!--decía don Pompeyo al oído de cualquier enemigo del
Provisor que venía a compadecerse a última hora de la miseria de
Barinaga--. «¡Muerte gloriosa! ¡Qué energía! ¡Qué tesón! Ni la muerte
de Sócrates... porque a Sócrates nadie le mandó confesarse».
Los que subían o bajaban, al pasar por la tienda abandonada echaban una
mirada a los desiertos estantes y al escaparate cubierto de polvo y
cerrado por fuera con tablas viejas y desvencijadas.
Sobre el mostrador, pintado de color de chocolate, un velón de petróleo
alumbraba malamente el triste almacén cuya desnudez daba frío. Aquellos
anaqueles vacíos representaban a su modo el estómago de don Santos. Las
últimas existencias, que había tenido allí años y años cubiertas de
polvo, las había vendido por cuatro cuartos a un comerciante de aldea;
con el producto de aquella liquidación miserable había vivido y se había
emborrachado en la última parte de su vida el pobre Barinaga. Ahora los
ratones roían las tablas de los estantes y la consunción roía las
entrañas del tendero.
Murió al amanecer. Las nieblas de Corfín dormían todavía sobre los
tejados y a lo largo de las calles de Vetusta. La mañana estaba templada
y húmeda. La luz cenicienta penetraba por todas las rendijas como un
polvo pegajoso y sucio. Don Pompeyo había pasado la noche al lado del
moribundo, solo, completamente solo, porque no había de contarse un
perro faldero que se moría de viejo sin salir jamás de casa. Abrió
Guimarán el balcón de par en par; una ráfaga húmeda sacudió la cortina
de percal y la triste luz del día de plomo cayó sobre la palidez del
cadáver tibio.
A las ocho se sacó a Celestina de la «casa mortuoria» y _el cuerpo_,
metido ya en su caja de pino, lisa y estrecha, fue depositado sobre el
mostrador de la tienda vacía, a las diez. No volvió a parecer por allí
ningún sacerdote ni beata alguna.
--Mejor--decía don Pompeyo, que se multiplicaba.
--Para nada queremos cuervos--exclamaba Foja, que se multiplicaba
también.
--Esto tiene que ser una manifestación--decía del ex-alcalde a muchos
correligionarios y otros enemigos del Magistral reunidos en la tienda,
al pie del cadáver--. Esto tiene que ser una manifestación: el gobierno
no nos permite otras, aprovechemos esta coyuntura. Además, esto es una
iniquidad: ese pobre viejo ha muerto de hambre, asesinado por los
acaparadores sacrílegos de la _Cruz Roja_. Y para mayor deshonra y
ludibrio, ahora se le niega honrada y cristiana sepultura, y habrá que
enterrarle en los escombros, allá, detrás de la tapia nueva, en aquel
estercolero que dedican a los entierros civiles esos infames....
--¡Muerto de hambre y enterrado como un perro!--exclamó el maestro de
escuela perseguido por sus ideas.
--¡Oh, hay que protestar muy alto!
--¡Sí, sí!--¡Esto es una iniquidad!--¡Hay que hacer una manifestación!
Hablaban también muchos conjurados con trazas de curiales de Palacio;
eran amigos del Arcediano, del implacable Mourelo, que conspiraba desde
la sombra.
--A ver usted, señor Sousa, usted que escribe los telegramas del
_Alerta_... es preciso que hoy retrasen ustedes un poco el número para
que haya tiempo de insertar algo....
--Sí, señor, ahora mismo voy yo a la imprenta y con la mayor energía que
permite la ley, la pícara ley de imprenta, redactaré allí mismo un
suelto convocando a los liberales, amigos de la justicia, etc., etc....
Descuide usted, señor Foja.
--Llame usted al suelto: _Entierro civil_.
--Sí, señor; así lo haré.
--Con letras grandes.--Como puños, ya verá usted.
--Eso podrá servir de aviso a todo el pueblo liberal....
--¿Vendrán los de la Fábrica?
--¡Ya lo creo!--exclamó Parcerisa--. Ahora mismo voy yo allá a calentar
a la gente. Esto no nos lo puede prohibir el gobierno....
--Como no se alborote.... El entierro fue cerca del anochecer. Sólo así
podían asistirlos de la Fábrica.
Llovía. Caían hilos de agua perezosa, diagonales, sutiles.
La calle se cubrió de paraguas.
El Magistral, que espiaba detrás de las vidrieras de su despacho, vio un
fondo negro y pardo; y de repente, como si se alzase sobre un pavés,
apareció por encima de todo una caja negra, estrecha y larga, que al
salir de la tienda se inclinó hacia adelante y se detuvo como vacilando.
Era don Santos que salía por última vez de su casa. Parecía dudar entre
desafiar el agua o volver a su vivienda. Salió; se perdió el ataúd entre
el oleaje de seda y percal obscuro. En el balcón que había sobre la
puerta, entre las rejas asomó la cabeza de un perro de lanas negro y
sucio: el Magistral lo miró con terror. El faldero estiró el pescuezo,
procuró mirar a la calle y se le erizaron las orejas. Ladró a la caja, a
los paraguas y volvió a esconderse. Lo habían olvidado en la sala,
cerrada con llave por don Pompeyo.
Guimarán, de levita negra presidía el duelo.
Delante del féretro, en filas, iban muchos obreros y algunos
comerciantes al por menor, con más, varios zapateros y sastres, rezando
Padrenuestros.
Guimarán había propuesto que no se dijese palabra.
«No había muerto el gran Barinaga, aquel mártir de las ideas, dentro de
ninguna confesión cristiana; luego era contradictorio...».
--Deje usted, deje usted--había advertido Foja con mal gesto--. No
seamos intransigentes, no extrememos las cosas. Es de más efecto que se
rece.
--Esto no es una manifestación anti-católica--observó el maestro de
escuela.
--Es anti-clerical--dijo otro liberal probado.
--El tiro va contra el Provisor--manifestó un lampiño, de la policía
secreta de Glocester.
Así pues, se convino que se rezaría y se rezó. _Requiescat in pace_,
decía Parcerisa, que rezaba delante, con voz solemne, al terminar cada
oración.
Y contestaban los de la fila, que llevaban hachas encendidas:
_Requiescat in pace_.
Ni el latín ni la cera le gustaban a don Pompeyo, pero había que
transigir.
«Todo aquello era una contradicción, pero Vetusta no estaba preparada
para un verdadero entierro civil».
Las mujeres del pueblo, que cogían agua en las fuentes públicas, las
ribeteadoras y costureras que paseaban por la calle del Comercio, y por
el Boulevard, arrastrando por el lodo con perezosa marcha los pies mal
calzados; las criadas que con la cesta al brazo iban a comprar la cena,
se arremolinaban al pasar el entierro y por gran mayoría de votos
condenaban el atrevimiento de enterrar «a un cristiano» (sinónimo de
hombre) sin necesidad de curas. Algunas buenas mozas, mal pergeñadas,
alababan la idea en voz alta.
Hubo una que gritó:--¡Así, que rabien los de la pitanza!
Esta imprudencia provocó otra del lado contrario.
--¡_Anday_, judíos!--exclamaba una moza del partido azotando con un
zueco la espalda de muchos de sus conocidos, peones de albañil y
canteros.
Detrás del duelo iba una escasa representación del sexo débil; pero,
según las de la cesta y las de las fuentes públicas, «eran malas
mujeres».
--¡Anda tú, _pendón_!
--¿Adónde vais, _pingos_?
Y las correligionarias de don Pompeyo reían a carcajadas, demostrando
así lo poco arraigado de sus convicciones. La noche se acercaba; el
cementerio estaba lejos, y hubo que apretar el paso.
La lluvia empezó a caer perpendicular, pero en gotas mayores, los
paraguas retumbaban con estrépito lúgubre y chorreaban por todas sus
varillas. Los balcones se abrían y cerraban, cuajados de cabezas de
curiosos.
Se miraba el espectáculo generalmente con curiosidad burlona, con algo
de desprecio. «Pero por lo mismo se declaraba mayor el delito del
Magistral. Aquel pobre don Santos había muerto como un perro por culpa
del Provisor; había renegado de la religión por culpa del Provisor,
había muerto de hambre y sin sacramentos por culpa del Provisor».
«Y ahora los revolucionarios, que de todo sacan raja, aprovechan la
ocasión para hacer una de las suyas...».
«Y por culpa del Provisor...».
«No se puede estirar demasiado la cuerda».
«Ese hombre nos pierde a todos».
Estos eran los comentarios en los balcones. Y después de cerrarlos,
continuaban dentro las censuras. Muchas amistades perdió De Pas aquella
tarde.
Sin que se supiera cómo, llegó a ser un _lugar común_, verdad evidente
para Vetusta, que «Barinaga había muerto como un perro por culpa del
Magistral».
Los amigos que le quedaban a don Fermín reconocían que no se podía
luchar, por aquellos días a lo menos, contra aquella afirmación injusta,
pero tan generalizada.
El entierro dejó atrás la calle principal de la Colonia, que estaba
convertida en un lodazal de un kilómetro de largo, y empezó a subir la
cuesta que terminaba en el cementerio. El agua volvía a azotar a los del
duelo en diagonales, que el viento hacía penetrar por debajo de los
paraguas. Llovía a latigazos. Una nube negra, en forma de pájaro
monstruoso, cubría toda la ciudad y lanzaba sobre el duelo aquel
chaparrón furioso. Parecía que los arrojaba de Vetusta, silbándoles con
las fauces del viento que soplaba por la espalda.
Se subía la cuesta a buen paso. La percalina de que iba forrado el
féretro miserable se había abierto por dos o tres lados; se veía la
carne blanca de la madera, que chorreaba el agua. Los que conducían el
cadáver le zarandeaban. La fatiga y cierta superstición inconsciente les
había hecho perder gran parte del respeto que merecía el difunto. Todos
los hachones se habían apagado y chorreaban agua en vez de cera. Se
hablaba alto en las filas.
--¡De prisa, de prisa! se oía a cada paso.
Algunos se permitían decir chistes alusivos a la tormenta. En el duelo
había más circunspección, pero todos convenían en la necesidad de
apretar el paso.
Aquel furor de los elementos despertó muchas preocupaciones taciturnas.
Don Pompeyo llevaba los pies encharcados, y era sabido que la humedad le
hacía mucho daño, le ponía nervioso y con esto se le achicaba el ánimo.
--No hay Dios, es claro, iba pensando, pero si le hubiera, podría
creerse que nos está dando azotes con estos diablos de aguaceros.
Llegaron a lo alto, a la cima de aquella loma. La tapia del cementerio
se destacaba en la claridad plomiza del cielo como una faja negra del
horizonte. No se veía nada distintamente. Los cipreses, detrás de la
tapia, se balanceaban, parecían fantasmas que se hablaban al oído,
tramando algo contra los atrevidos que se acercaban a turbar la paz del
camposanto.
En la puerta se detuvo el cortejo. Hubo algunas dificultades para
entrar. Se habían olvidado ciertos pormenores y la mala fe del
enterrador--tal vez la del capellán también--ponía obstáculos
reglamentarios.
--¡A ver, dónde está Foja!--gritó don Pompeyo, que no se encontraba con
ánimo para dar otra batalla al obscurantismo clerical.
Foja no estaba allí. Nadie le había visto en el duelo.
Don Pompeyo sintió el ánimo desfallecer. «Estoy solo; ese capitán Araña
me ha dejado solo».
Sacó fuerzas de flaqueza, y ayudado por la indignación general, se
impuso. El cortejo entró en el cementerio, pero no por la puerta
principal, sino por una especie de brecha abierta en la tapia del
corralón inmundo, estrecho y lleno de ortigas y escajos en que se
enterraba a los que morían fuera de la Iglesia católica. Eran muy pocos.
El enterrador actual sólo recordaba tres o cuatro entierros así.
El duelo se despidió sin ceremonia; a latigazos lo despedía el viento
con disciplinas de agua helada.
Don Pompeyo Guimarán salió del cementerio el último. «Era su deber».
Había cerrado la noche. Se detuvo solo, completamente solo, en lo alto
de la cuesta. «A su espalda, a veinte pasos tenía la tapia fúnebre. Allí
detrás quedaba el mísero amigo, abandonado, pronto olvidado del mundo
entero; estaba a flor de tierra... separado de los demás vetustenses que
habían sido, por un muro que era una deshonra; perdido, como el
esqueleto de un rocín, entre ortigas, escajos y lodo.... Por aquella
brecha penetraban perros y gatos en el cementerio civil.... A toda
profanación estaba abierto.... Y allí estaba don Santos... el buen
Barinaga que había vendido patenas y viriles... y creía en ellos... en
otro tiempo. ¡Y todo aquello era obra suya... de don Pompeyo; él, en el
café--restaurant de la Paz, había comenzado a demoler el alcázar de la
fe... del pobre comerciante!...».
Un escalofrío sacudió el cuerpo de Guimarán. Se abrochó. «Había sido
_otra_ imprudencia venir sin capa».
Entonces sintió que no sentía ya el agua.... «Era que ya no llovía».
Sobre Vetusta brillaban entre grandes espacios de sombra algunas luces
pálidas, las estrellas; y entre las sombras de la ciudad aparecían
puntos rojizos simétricos: los faroles.
Guimarán volvió a temblar; sintió la humedad de los pies de nuevo... y
apretó el paso. Hubo más, se le figuró que le seguían; que a veces le
tocaban sutilmente las faldas de la levita y el cabello del cogote.... Y
como estaba solo, seguramente solo... no tuvo inconveniente en emprender
por la cuesta abajo un trote ligero, con el paraguas debajo del brazo.
«No, no hay Dios, iba pensando, pero si lo hubiera estábamos
frescos...».
Y más abajo: «Y de todas maneras, eso de que le han de enterrar a uno de
fijo, sin escape, en ese estercolero... no tiene gracia».
Y corría, sintiendo de vez en cuando escalofríos.
Don Pompeyo tuvo fiebre aquella noche.
«Ya lo decía él; ¡la humedad!».
Deliró. «Soñaba que él era de cal y canto y que tenía una brecha en el
vientre y por allí entraban y salían gatos y perros, y alguno que otro
diablejo con rabo».


--XXIII--

_«Tecum principium in die virtutis tuae in splendorum sanctorum, ex
utero ante luciferum genui te»._ Esto leyó la Regenta sin entenderlo
bien; y la traducción del _Eucologio_ decía: «Tú poseerás el principado
y el imperio en el día de tu poderío y en medio del resplandor que
brillará en tus santos: yo te he engendrado de mis entrañas desde antes
del nacimiento del lucero de la mañana».
Y más adelante leía Ana con los ojos clavados en su devocionario:
_Dominus dixit ad me: Filius meus es tu, ego hodie genui te. Alleluia._
¡Sí, sí, aleluya! ¡aleluya! le gritaba el corazón a ella... y el órgano
como si entendiese lo que quería el corazón de la Regenta, dejaba
escapar unos diablillos de notas alegres, revoltosas, que luego llenaban
los ámbitos obscuros de la catedral, subían a la bóveda y pugnaban por
salir a la calle, remontándose al cielo... empapando el mundo de música
retozona. Decía el órgano a su manera:
Adiós, María Dolores,
marcho mañana
en un barco de flores
para la Habana.
y de repente, cambiaba de aire y gritaba:
La casa del señor cura
nunca la vi como ahora...
y sin pizca de formalidad, se interrumpía para cantar:
Arriba, Manolillo,
abajo, Manolé,
de la quinta pasada
yo te liberté;
de la que viene ahora
no sé si podré...
arriba, Manolillo,
Manolillo Manolé.
Y todo esto era porque hacía mil ochocientos setenta y tantos años había
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