La Regenta - 63

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costumbres y las ideas corrientes exigían, que don Víctor buscase a
Mesía, le desafiase, le matase si posible le era, o si le cogía _in
fraganti_ en el delito, o cerca de él, que le sacrificase sin
miramientos, con justicia pronta. Así lo habían hecho varones
esclarecidos que eran asombro del mundo y se veían cantados y alabados
en poemas y tragedias. Todo esto lo sabía el Magistral perfectamente».
Y en efecto, con tal calor y elocuencia exponía «las _razones_ que,
desde el punto de vista mundano, aconsejaban el derramamiento de sangre»
que después, cuando recordaba que tenía que defender el partido
contrario, el de caridad, perdón y amor al prójimo, olvido de los
agravios y conformidad con la cruz; cansado ya por los esfuerzos
anteriores era otro el Magistral, se volvía premioso, decía con frialdad
vulgaridades de sermón de aldea. Su propósito no lo penetraba don
Víctor, pero sentía los efectos de la perfidia del canónigo. «Sí»,
pensaba el ex-regente, mientras el Magistral volvía a enumerar los
sacrificios de amor propio, pundonor y otras muchas cosas que exigía la
religión a un buen cristiano a quien su mujer engañaba: «sí, he estado
ciego, me he portado indignamente, he debido matar a Mesía de una
perdigonada, sobre la tapia, o si no correr en seguida a su casa y
obligarle a batirse a muerte acto continuo; el mundo lo sabe todo,
Vetusta entera me tiene por... un... por un...» y saltaba don Víctor
cerca del techo al oírse a sí mismo en el cerebro la vergonzosa palabra.
Y entonces las frases frías, desmadejadas, con que el Magistral
recomendaba el perdón, el olvido, le sonaban a hueco, a retórica vana:
«Aquel santo varón no sabía lo que era un ultraje de aquella especie; ni
lo que exigía la sociedad».
Para que el clérigo le dejase en paz y no le cansase más con sus
sermones sosos y desprovistos de vida, de unción, don Víctor fingió
ceder; y dijo que no haría ningún disparate, que meditaría, que
procuraría armonizar las exigencias de su honor y aquello que la
religión le pedía....
Entonces se alarmó don Fermín; creyó que había perdido terreno, y
volvió a la carga. Con vivos colores pintó el desprecio que el mundo
arroja sobre el marido que perdona y que la malicia cree que
consiente....
Don Víctor, oyendo al Magistral, se figuraba el hombre más despreciable
del mundo si no hacía una que fuese sonada.... «Oh, sí, cuanto antes...
en cuanto fuera de día daría sus pasos, mandaría dos padrinos a don
Álvaro; había que matarle».
Don Fermín volvió a tranquilizarse, viendo la exaltación de la ira
pintada en el magistrado. «Sí, había hombre; la máquina estaba
dispuesta; el cañón con que él, don Fermín, iba a disparar su odio de
muerte, ya estaba cargado hasta la boca».
Don Víctor no hablaba. Gruñía arrimado a la pared, en un rincón...
«Ya no había qué hacer allí». El Magistral se despidió. Pero al salir,
al llegar a la puerta, se volvió de repente y con ademán solemne, como
sacerdote de ópera, exclamó:
--Exijo a usted, como padre espiritual que he sido y creo que soy
todavía, de usted, le exijo en nombre de Dios... que... si esta...
noche... sorprendiera usted... algún nuevo... atentado... si ese infame,
que ignora que usted lo sabe todo, volviera esta noche.... Yo sé que es
mucho pedir... pero un asesinato no tiene jamás disculpa a los ojos de
Dios, aunque la tenga a los del mundo.... Evite usted que ese hombre
pueda llegar aquí... pero... ¡nada de sangre, don Víctor, nada de sangre
en nombre de la que vertió por todos el Crucificado!...
«¡Es verdad, pensó don Víctor cuando se quedó solo, es verdad! ¿Y yo,
estúpido, tonto, no había dado en ello? Ese hombre debe volver esta
noche.... ¡Y yo, por no matarla a ella con el susto, iba a dejar que
otra vez... otra vez!... ¡Y no pensaba en ello!...».
Se abrió la puerta y entró la Regenta.
Venía pálida, vestía un peinador blanco, y no hacía ruido al andar. Sus
ojos parecían más grandes que nunca, y miraban con una fijeza que daba
escalofríos. A lo menos los sintió don Víctor, que dio un paso atrás, y
tuvo terror, como en presencia de un fantasma. Antes que en la traición
de aquella mujer pensó en el gran peligro que corría la vida de Ana, si
una emoción fuerte la espantaba. No le pareció su mujer a don Víctor, le
pareció la Traviata en la escena en que muere cantando. Sintió el pobre
viejo una compasión supersticiosa; aquel ser vaporoso que se le aparecía
de repente en silencio, pisando como un fantasma, lo quería él en aquel
instante con amor de padre que teme por la vida de su hija, y lo temía
al mismo tiempo como a cosa del otro mundo.... «¡Qué fácil era asesinar
con una palabra a la pobrecita enferma, que acaso no era responsable de
su delito! Oh, no, lo que es a ella no la mataría, ni con puñal, ni con
bala, ni con palabras fulminantes...».
--¿Quién estaba ahí?--preguntó Ana tranquila.
--El Magistral--respondió don Víctor, que suponía a su mujer enterada de
lo mismo que preguntaba.
Ana se turbó.--¿A qué venía... a estas horas?--preguntó disimulando sus
temores.
--¿A qué? Cosas de política.... Eso del obispo y el gobernador... lo de
las votaciones que corre prisa... en fin... cosas de política.
La Regenta no insistió. Se retiró sin acercarse a su marido, que no la
buscó tampoco para darle el beso en la frente con que solían despedirse
todas las noches.
Respiró Quintanar cuando se vio solo. «Aquello había salido bien. No se
había descubierto. Anita no había podido sospechar.... Tenía la
conciencia tranquila, señal de que había hecho bien por lo pronto».
Pidió el té que era su cena los días de caza y de comida de fiambre; dio
orden a los criados de acostarse, y a las once y media, de puntillas y
sin tropezar en nada, a pesar de ir a obscuras, bajó al parque en
zapatillas, armado de escopeta. La había cargado con postas.
«¡Oh, sí! el Magistral le había sugerido, sin querer, una buena idea.
¿Qué no hubiera sangre, eh? Oh, lo que es como volviese aquella noche...
¡moría don Álvaro! Y que ardiera el mundo. Que se asustara Ana, que
cayera redonda, que le prendieran a él.... Cualquier cosa... pero como
volviera, moría». Así como poco antes había sentido la conciencia
tranquila al contener su cólera delante de Ana, ahora se sentía
satisfecho ante su resolución de matar al ladrón de su honra si volvía.
La noche era obscura, el frío intenso. Don Víctor no tuvo más remedio
que volver a su cuarto por la capa. Se exponía a hacer ruido, o que el
otro tuviera tiempo de venir y escalar el balcón entre tanto... pero a
cuerpo no se podía estar allí. Se quedaría helado. Fue, con la prisa que
pudo, a buscar la capa, y bien embozado volvió a su puesto de centinela
en el cenador, desde el cual veía el perfil de la tapia, destacándose
borrosa en el cielo negro; y vería también el balcón del tocador si se
abría para dar paso a don Álvaro.
Oyó las doce, la una, las dos... no oyó las tres, porque debió de
dormitar un poco, aunque él se lo negaba a sí mismo.... Y a las cuatro no
pudo resistir ya el frío y el sueño; y delirante, sin conciencia de sí
mismo ni del mundo ambiente, tropezando en todo, subió a su cuarto,
buscó la cama a tientas, se desnudó por máquina, se envolvió entre las
sábanas y se quedó dormido en un sopor de fiebre lleno de fantasmas
ardientes, de monstruos dolorosos.
Aquella tarde no asistieron al Casino a la hora del café, como solían,
ni Mesía, ni Ronzal, ni el capitán Bedoya ni el coronel Fulgosio.
Lo cual notado que fue por Foja, el ex-alcalde, le hizo exclamar en son
de misterio:
--Señores, cuando yo digo que hay gato....
--¿Qué gato?--preguntó don Frutos Redondo el americano.
Estaban, como siempre a tal hora, en la sala contigua al gabinete rojo,
el del tresillo.
Todos los presentes rodearon a Foja que añadió:
--Noten ustedes que hoy no han venido ni Ronzal, ni el capitán ni el
coronel. Ciertos son los toros. Cuando el río suena....
--Pero ¿qué suena?--preguntó Orgaz padre, que algo sabía.
Joaquinito, que se daba aires de saber muchas cosas, dijo:
--Nada, señores, yo digo a ustedes que no hay nada....
--Pues con permiso de usted yo sé que hay grandes novedades. Lo sé de
buena tinta.... Quintanar debe de haber mandado a estas horas sus
padrinos a don Álvaro.
--¡Padrinos! ¿por qué?--preguntó Redondo.
--¡Bah! Está usted buen cazurro. Demasiado sabe usted por qué. La verdad
es que aquello era un escándalo.
Joaquín Orgaz defendió a don Álvaro.
Pero Foja no atacaba a Mesía, atacaba a don Víctor que había consentido
tanto tiempo aquella desvergüenza.
--¿Pero qué sabe usted si consentía? No sabía nada. Y si ahora desafía
al otro, será que descubrió algo....
--O que se ha cansado de aguantar...--O no habrá tal desafío.
Toda la tarde se habló allí de lo mismo. Al obscurecer llegó Ronzal.
Nadie se atrevió a interrogarle al principio. Foja se cansó de ser
prudente y preguntó a Trabuco dándole un golpecito en el hombro:
--¿Es usted padrino?--¿Padrino de qué?--dijo Ronzal con ceño adusto,
aire misterioso, y como hombre prudentísimo que opone un muro de hielo a
una indiscreción.
--Padrino del duelo a muerte entre Mesía y Quintanar....
--¿Pero a usted quién le ha dicho?... Palabra de... quiero decir... yo
no sé... yo niego.... Es usted un mentecato y un hablador insustancial
¿Cree usted que asuntos tan serios se vienen a tratar al café?
--¿Ven ustedes? Lo que yo decía--gritó Foja triunfante sin hacer caso de
los insultos.
Ronzal negó, se obstinó en callar; pero se conocía que le costaba
grandes esfuerzos.
Miró el reloj muchas veces y preguntó a Joaquinito Orgaz, aparte, pero
de modo que lo oyeran los demás:
--¿Sabe usted si don Pedro el picador tiene todavía sables de...?
Y lo demás lo dijo en voz baja.
Orgaz no sabía nada; Ronzal hizo un gesto de disgusto y salió del
Casino, diciendo:
--Adiós, señores.--¿Ven ustedes? Lo que yo decía. Duelo tenemos.
Aquellos señores se declararon en sesión permanente. Los mozos
encendieron el gas, y continuó el tertulín de la tarde empalmándose con
el de la noche. Algunos fueron a cenar y volvieron. A las ocho en todo
el Casino no se hablaba más que del duelo. Los del billar dejaron los
tacos para venir a la sala de las mentiras a cazar noticias; hasta _los
de arriba_, los del cuarto del crimen, que solían dejar que pasaran
revoluciones sin darse por entendidos, mandaron sus emisarios abajo para
saber lo que ocurría.
Un desafío en Vetusta era un acontecimiento de los más extraordinarios.
De tarde en tarde algunos señoritos se daban de bofetadas en el Espolón,
en algún sitio público, pero no pasaba de ahí. Los insultos no tenían
jamás consecuencias. Nunca había habido en Vetusta una sala de armas.
Hacía años, un comandante retirado había querido ganarse la vida dando
lecciones de sable: el Marquesito, Orgaz hijo y padre, Ronzal y otros
varios comenzaron con gran afición a dejarse dar de palos, pero pronto
se cansaron y el comandante tuvo que dedicarse a pedir un duro prestado
a cualquiera.
No se recordaba en la población más que dos desafíos en que se hubiera
llegado _al terreno_; uno de Mesía, allá, muchos años atrás, cuando era
muy joven; había sido padrino del contrario Frígilis, único vetustense
que asistió al lance.
Nunca había querido decir lo que había pasado allí, pero era lo cierto
que ni Mesía ni su adversario habían guardado cama un solo día después
del duelo.
El otro desafío había sido entre un jefe económico y un cajero por
cuestiones de la caja. Sobre si sacaste tú o saqué yo. Se habían batido
a primera sangre. El cajero había recibido un arañazo en el cuello,
porque el jefe económico daba sablazos horizontales con el propósito de
degollar al contrario. Y no había más desafíos _llevados al terreno_ en
las crónicas vetustenses.
Se discutió mucho aquella noche, para pasar el rato mientras llegaban
noticias, sobre la legitimidad de esta _costumbre bárbara que habíamos
heredado de la Edad media_.
Orgaz padre, que era algo erudito, aunque de oficio escribano, aseguró
que el duelo era resto de las ordalías.
Don Frutos dijo que sí sería, pero que ni ordalías ni san ordalías le
hacían a él batirse. Él acudía al juez si le ofendían, y si no había
modo, ventilaba la cuestión a palos.--Eso de que me mate un espadachín,
que no ha tenido que trabajar para ganarse la comida, no lo consentirá
el hijo de mi madre.
--Sin embargo--decía Orgaz padre--hay circunstancias... el honor... la
sociedad.... Ya ve usted, Fígaro condena el duelo, y confiesa que él se
batiría llegado el caso.
--Es que yo no soy un mal barbero, señor mío--gritó don Frutos--tengo
algo que perder.
Hubo que explicarle a don Frutos quién era Fígaro; pero aún después de
enterado, Redondo, que sudaba ya de tanto discutir y gritar, vociferó
diciendo, que de todas maneras, al que le desafiase, él le rompía el
alma....
--Pues yo--dijo el ex-alcalde--a la justicia me atengo... una querella
criminal, la ley está terminante....
--Pues yo--exclamó solemnemente Orgaz padre, puesto en pie y con voz
temblorosa--yo no hago nada de eso. Al que me desafíe, si es un diestro,
le obligo a aceptar un duelo en las condiciones siguientes: (Atención
general.) A dos pasos de distancia (se coloca, midiendo dos pasos
largos, enfrente de don Frutos que se pone muy serio y erguido) una
pistola cargada, y otra no cargada. (Orgaz palidece ante la idea de que
aquello pudiera suceder como lo cuenta.) Una, dos, tres (da las tres
palmadas) ¡plun! ¡y al que Dios se la dé San Pedro se la bendiga! Así me
bato yo. La cuestión no es ser diestro, es tener valor.
--¡Bravo, bravo! ¡eso, eso!--gritó gran parte del concurso, como si
oyera aquello por primera vez.
Siempre que se hablaba de desafíos decían lo mismo que aquel día Foja,
don Frutos, Orgaz y otros caballeros.
En vano esperaron los socios noticias. En toda la noche no parecieron
por allí ni Ronzal, ni Fulgosio, ni Bedoya, que, según se decía, eran
los padrinos, amén de Frígilis.
Era verdad. Por más que Crespo encargó el secreto más absoluto a todas
las personas que tuvieron que intervenir en el triste negocio, no se
sabe cómo, aunque se sospecha que por culpa de Ronzal, pronto corrió por
Vetusta el rumor de lo cierto. Petra y Ronzal habían sido los
indiscretos. Petra, por venganza, por mala índole, había hablado, había
dicho a alguna amiga _lo de_ su antigua ama. «¿Que por qué había dejado
aquella casa? Por tal y por cual». Trabuco, a quien la honra de merecer
la confianza de Quintanar había llenado de vanidad, no había podido
resistir la tentación de dejar _transparentarse_ su secreto. Ello era
que en todo Vetusta no se hablaba de otra cosa.
El Gobernador decía en su casa que no se le hablase de aquello, que su
deber de autoridad estaba en abierta contradicción con su deber de
caballero, que debía tener oídos de mercader, ojos de topo, y los
tendría....
Pasó aquel día, y pasó el siguiente y no se sabía nada.
--¿Era _una papa_ lo del duelo?--preguntaba Foja en el Casino.
Y entonces reventó Joaquinito Orgaz, que lo sabía todo por el
Marquesito.
--No, no era broma; la cosa iba de veras. Duelo a muerte.
Pero los padrinos se habían portado mal, eran torpes, a pesar de las
ínfulas del coronel Fulgosio que decía tener el código del honor en la
punta de los dedos: no parecían armas, se había hablado del sable
primero, pero no parecían sables de desafío; no había en Vetusta sables
así, o no querían darlos los que los tenían. Se había recurrido a la
pistola... y tampoco parecían pistolas a propósito. «Yo creo--añadía
Joaquinito, y Paco cree lo mismo, que esto es inverosímil y que Frígilis
quiere dar largas al asunto a ver si convence a Mesía y lo hace
marcharse de Vetusta».
--¡Qué indignidad!--gritó Foja.
--Pues ésa había sido la primera solución. La misma noche del día en
que, al parecer (esto se cuenta por lo menos) don Víctor descubrió su
deshonra, Frígilis fue a ver a Mesía y le suplicó que saliera del pueblo
cuanto antes. Mesía se lo contó _ce_ por _be_ a Paco.
--Bueno, ¿y qué más?
--Nada, que Mesía, como era natural, se opuso; dijo que Quintanar y todo
Vetusta podían atribuir a miedo su ausencia.--Pero Frígilis, que tiene
cierta influencia sobre don Álvaro, le obligó a darle palabra de honor
de que al día siguiente tomaría el tren de Madrid. Parece ser que
Quintanar tuvo en sus manos la vida de Álvaro; que pudo matarle de un
tiro y no le mató. Y Frígilis invocaba esto y los derechos del marido
ultrajado para obligar a Mesía a huir. «Eso no es cobardía--dice que
le dijo--eso es hacerse justicia a sí mismo, usted merece la muerte por
su traición y yo le conmutó la pena por el destierro».
--¿Eso dijo Crespo?--Eso.--¡Miren Frígilis!--Tiene mucha confianza
con Álvaro, que le respeta mucho.
--Bueno, ¿y qué más?
--Nada, que Álvaro dio palabra. Pero al día siguiente, ayer por la
mañana, cuando estaba ya nuestro don Juan haciendo el equipaje para
largarse, se le presentaron Frígilis y Ronzal en son de desafío. Parece
ser que muy temprano don Víctor llamó a Frígilis y le obligó a buscar a
Trabuco para ir juntos a desafiar al burlador; Frígilis no tuvo más
remedio que obedecer, porque al saber Quintanar que el otro pensaba
escapar, amenazó con seguirle al fin del mundo y llamarle cobarde en los
periódicos, en la calle.... Estaba furioso.
--¡Claro, las comedias!--Ello es, que Frígilis tuvo que devolver a
Álvaro la promesa de huir y mandarle buscar padrinos.
--¿Y Mesía?--Es claro; dejó el viaje y buscó padrinos; querían que yo
fuese uno (mentira) pero después... como yo soy muy amigo de ambos... en
fin, se buscó otros... y no parecían.... Sólo Fulgosio, que siempre se
presta a tales enredos... y Bedoya, que al fin es militar....
En general, Joaquinito estaba bien enterado. Mesía se lo había dicho
todo al Marquesito que había ido a verle a la fonda.
Lo que no le había dicho era que él tenía mucho miedo; que así como se
alegraba de ver rotas aquellas relaciones que iban a acabar con la poca
salud que le quedaba y a dejarle en ridículo a los mismos ojos de Ana,
le horrorizaba la idea de verse frente a frente de don Víctor con una
espada o una pistola en la mano.
La proposición primera de Frígilis la aceptó inmediatamente.
«¡Era natural! debía huir, ¿con qué derecho iba él a procurar la muerte
del hombre que le había perdonado la vida aquella mañana y a quien él
había robado la honra? Huiría; al día siguiente, sin falta tomaría el
tren».
Ya lo esperaba Frígilis, que sabía a qué atenerse respecto del valor de
Álvaro.
Como que había sido testigo de aquel duelo misterioso, a que aludían los
socios del Casino. Don Álvaro, por culpa de una mujer, había sido retado
a singular combate por un forastero; todos los padrinos eran de la
guarnición menos Frígilis, único vetustense que presenció el lance. El
duelo era a sable, en el Montico, en una arboleda, de tarde, cerca del
obscurecer. Mesía y su adversario estaban en mangas de camisa (se
acordaba Frígilis como si hubiese sido el día anterior), estaban en
mangas de camisa, sable en mano... ambos pálidos y temblando de frío y
de miedo. El cielo encapotado amenazaba desplomarse en torrentes de
lluvia. Los dos _combatientes_ miraban a las nubes. Frígilis comprendió
lo que deseaban. Comenzó la lid soltera y al primer choque de los aceros
estalló un trueno y empezaron a caer gotas como puños. Mesía y su
adversario temblaban como las ramas de los árboles que batía el
viento.... Tan grande fue el chaparrón que los padrinos suspendieron el
duelo... que no se continuó. «No habían ido a batirse contra los
elementos». Mesía quedó incólume y Crespo implícitamente le dio
seguridades de que guardaría el secreto de aquel trance ridículo y de la
cobardía del Tenorio vetustense.
Recordando todo esto, Frígilis trató como un zapato a Mesía aquella
noche memorable en que le intimó la huida. Pero--decía bien Joaquín
Orgaz--al día siguiente tuvo que devolver su palabra a don Álvaro. Ya no
debía huir. Quintanar se empeñaba en batirse; era aragonés y no cejaría.
«No sé quién me le ha cambiado. Anoche parecía resuelto o poco menos a
una solución pacífica, se contentaba con que usted desapareciera; y hoy,
cuando fui a verle me encontré al señor de Ronzal, que está presente, al
lado del lecho de mi amigo».
Ronzal saludó. Mesía se había puesto muy pálido. Estaba metiendo ropa
blanca en un mundo y suspendió la tarea.
--De modo que...--Que tiene usted que buscar padrinos.
A Frígilis le había disgustado que don Víctor, sin consultar con él,
hubiese llamado a Ronzal. Quintanar creía en la energía del diputado por
Pernueces y sabía que no estimaba a don Álvaro. Según el ex-magistrado,
era un buen padrino. Error, según Frígilis.
Lo peor fue que no hubo modo de disuadir a Quintanar.
«¡Ni un día se ha de aplazar esto! Ya que mi deshonra es pública, que la
reparación lo sea, y además terrible y rápida».
«Pero si tienes fiebre, si estás malo...».
«No importa. Mejor. Si ustedes no van a desafiar a ese hombre, me
levanto y busco yo mismo otros padrinos».
No hubo más remedio. Mesía, a regañadientes, y ocultando el pavor como
podía, buscó sus dos padrinos.
Se convino que el duelo fuese a sable. Pero no parecían sables útiles.
Además, surgieron dificultades sobre ciertos pormenores. Y así pasó un
día.
Al siguiente por la mañana se acordó que se batieran a pistola.
Don Víctor formó entonces su plan. Se alegró de que fuese el duelo a
pistola.
Pero tampoco parecían pistolas de desafío.
Y pasó otro día. Don Víctor se levantó al siguiente después de pasar
setenta horas en la cama, con fiebre un día entero, impaciente a ratos,
angustiado otros, y siempre disimulando en presencia de Ana, que le
cuidaba solícita.
Durante aquellas largas horas de cama, con la debilidad que sucedió a la
calentura vinieron accesos de melancolía, y meditaciones
filosófico-religiosas. Don Víctor sintió que el ánimo aflojaba, no por
amor a la vida propia, que no creía en gran peligro ante don Álvaro,
sino por miedo a los remordimientos. Cuando supo lo de las pistolas,
resolvió no matar a su contrario. «Le dejaría cojo. Tiraría a las
piernas. El otro no era probable que le hiriese a él tirando a veinte
pasos; tendría que ser por una casualidad».
Sin que Ana sospechase nada, porque Mesía había cumplido su palabra,
dada a Frígilis, de despedirse por escrito para un viaje electoral,
urgentísimo y breve; sin que Ana sospechase por lo menos que se trataba
de la vida o la muerte de su esposo y de su amante, salió de casa don
Víctor por la puerta del parque acompañado de Frígilis, a la hora en que
solían ir de caza.
En la calleja de Traslacerca les esperaba Ronzal. La mañana estaba fría
y la helada sobre la hierba imitaba una somera nevada.
En la carretera de Santianes les esperaba un coche; dentro de él estaba
Benítez, el médico de Ana. Al verle don Víctor palideció, pero en nada
más se pudo notar su emoción.
Llegaron, sin hablar apenas durante el viaje, a las tapias del Vivero.
Se apearon, y rodeando la quinta del Marqués, entraron en el bosque de
robles donde meses antes don Víctor había buscado a su mujer ayudado del
Magistral. «¡Cuántas cosas se explicaba ahora que no había comprendido
entonces!». No importaba; la verdad era que del furor que en su corazón
había hecho estragos después de la visita nocturna de don Fermín, ya no
quedaban más que restos apagados: ya no aborrecía a don Álvaro, ya no se
figuraba imposible la vida mientras no muriese aquel hombre: la
filosofía y la religión triunfaban en el ánimo de don Víctor. Estaba
decidido a no matar.
Llegaron a lo más alto del bosque; allí había una meseta, y en un claro
sitio suficiente para medir más de treinta pasos. Las últimas
condiciones del duelo eran estas: veinticinco pasos, pudiendo avanzar
cinco cada cual. Valía apuntar en los intervalos de las palmadas que
habían de ser muy breves. Lo cierto era que Fulgosio, el coronel, nunca
había presenciado un duelo a pistola, aunque él aseguraba haber asistido
a muchos, y Ronzal y Bedoya en su vida habían intervenido en semejantes
negocios. Frígilis sólo había visto el duelo frustrado de Mesía.
Aquellas condiciones las había copiado el coronel de una novela francesa
que le había prestado Bedoya. Lo único original allí era que Fulgosio
juraba que su honor de soldado no le permitía autorizar un simulacro de
desafío, y que el duelo a pistola y a tal distancia y a la voz de mando
sin apuntar y entre dos _primerizos_, pues primerizo era también Mesía a
pistola, sería la carabina de Ambrosio.
Bedoya pensó que don Víctor era buen tirador, pero no se atrevió a
presentar objeciones a su colega. La parte contraria tampoco tuvo nada
que decir.
Cuando llegaron a la meseta, lugar del duelo, don Víctor y los suyos
encontraron solo el terreno. Quince minutos después aparecieron entre
los árboles desnudos don Álvaro y sus padrinos, más el señor don
Robustiano Somoza. Mesía estaba hermoso con su palidez mate, y su traje
negro cerrado, elegante y pulquérrimo.
A don Víctor se le saltaron las lágrimas al ver a su enemigo. En aquel
instante hubiera gritado de buena gana: ¡perdono! ¡perdono!... como
Jesús en la cruz. Quintanar no tenía miedo, pero desfallecía de
tristeza; «¡qué amarga era la ironía de la suerte! ¡Él, él iba a
disparar sobre aquel guapo mozo que hubiera hecho feliz a Anita, si diez
años antes la hubiera enamorado! ¡Y él... él, Quintanar, estaría a estas
horas tranquilo en el Tribunal Supremo o en La Almunia de don Godino!...
Todo aquello de matarse era absurdo.... Pero no había remedio. La prueba
era que ya le llamaban, ya le ponían la pistola fría en la mano...».
Frígilis, sereno, por dignidad, pero temiendo una casualidad, la de que
Mesía tuviera valor para disparar y, por casualidad también, herir a
Víctor, Frígilis apretó la mano a Quintanar al dejarle en su puesto de
honor.
Y se separaron testigos y médicos a buena distancia, porque todos temían
una _bala perdida_. Don Álvaro pensó en Dios sin querer. Esta idea
aumentó su pavor; recordó que aquella piedad sólo le acudía en las
enfermedades graves, en la soledad de su lecho de solterón....
Frígilis estaba asustado del valor de aquel hombre.
Mesía mismo se explicaba mal cómo había llegado hasta allí.
Pensando en esto, y mientras apuntaba a don Víctor, sin verle, sin ver
nada, sin fuerza para apretar el gatillo, oyó tres palmadas rápidas y en
seguida una detonación. La bala de Quintanar quemó el pantalón ajustado
del petimetre.
Mesía sintió de repente una fuerza extraña en el corazón; era robusto,
la sangre bulló dentro con energía. El instinto de conservación despertó
con ímpetu. «Había que defenderse. Si el otro volvía a disparar iba a
matarle; ¡era don Víctor, el gran cazador!».
Mesía avanzó cinco pasos y apuntó. En aquel instante se sintió tan bravo
como cualquiera. ¡Era la corazonada! El pulso estaba firme; creía tener
la cabeza de don Víctor apoyada en la boca de su pistola; suavemente
oprimió el gatillo frío y... creyó que se le había escapado el tiro.
«No, no había sido él quien había disparado, había sido la
_corazonada_».
Ello era que don Víctor Quintanar se arrastraba sobre la hierba cubierta
de escarcha, y mordía la tierra.
La bala de Mesía le había entrado en la vejiga, que estaba llena.
Esto lo supieron poco después los médicos, en la casa nueva del Vivero,
adonde se trasladó, como se pudo, el cuerpo inerte del digno magistrado.
Yacía don Víctor en la misma cama donde meses antes había dormido con el
dulce sueño de los niños.
Alrededor del lecho estaban los dos médicos, Frígilis que tenía lágrimas
heladas en los ojos, Ronzal, estupefacto, y el coronel Fulgosio lleno de
remordimientos. Bedoya había acompañado a Mesía, que pocas horas después
tomaba el tren de Madrid, tres días más tarde de lo que Frígilis había
pensado.
Pepe, el casero de los Marqueses, con la boca abierta, en pie, pasmado y
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