La Regenta - 39

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una diosa que admite el holocausto, pero una diosa humilde, maternal,
llena de caridad y de gracia, sino de amor de fuego. Tal había sido el
paseo de San Blas.
Desde aquella tarde Mesía había recobrado parte de sus esperanzas; creyó
otra vez en la influencia _del físico_ y se propuso estar al lado de Ana
la mayor cantidad de tiempo posible. Era una villanía, pero recurrió a
la ciega amistad de don Víctor. En el Casino se sentaba a su lado, tenía
la paciencia de verle jugar al dominó o al ajedrez, y terminada la
partida le cogía del brazo, y, como solía llover, paseaban por el salón
largo, el de baile, obscuro, triste, resonante bajo las pisadas de las
cinco o seis parejas que lo medían de arriba abajo a grandes pasos, que
tenían por el furor de los tacones, algo de protesta contra el mal
tiempo. Veterano del Casino había que llevaba andado en aquel salón
camino suficiente para llegar a la luna. Paseaban los dos amigos, y
Mesía iba entrando, entrando por el alma del jubilado regente y tomando
posesión de todos sus rincones.
Don Víctor llegó a creer que a Mesía ya no le importaban en el mundo más
negocios que los de él, los de Quintanar, y sin miedo de aburrirle,
tardes enteras le tenía amarrado a su brazo, dando vueltas por las
tablas temblonas del salón, parándose a cada pasaje interesante del
relato o siempre que había una duda que consultar con el amigo. Don
Álvaro sufría el tormento pensando en la venganza. Mucho tiempo se había
resistido su delicadeza, o lo que fuese, a emprender aquel camino
subterráneo y traidor, pero ya no podía menos. Además «¡qué diablo!
mayores bellaquerías había en la historia de sus aventuras».
Don Víctor se paraba, soltaba el brazo del confidente, levantaba la
cabeza para mirarle cara a cara, y decía, por ejemplo:
--Mire usted, aquí en el secreto de la... pues... contando con el sigilo
de usted.... Frígilis tiene también sus defectos. Yo le quiero más que un
hermano, eso sí, pero él... él me tiene en poco... créalo usted.... No me
lo niegue usted, es inútil, yo le conozco mejor: me tiene en poco, se
cree muy superior. Yo no le niego ciertas ventajas. Sabe más
arboricultura, conoce mejor los cazaderos, es más constante que yo en el
trabajo... pero ¡tirar mejor que yo! ¡hombre por Dios! ¿Y el talento
mecánico? Él es torpe de dedos y tardo de ingenio.--Y don Víctor,
parándose otra vez, casi al oído de don Álvaro añadía--: Diré la
palabra: ¡un rutinario!
Quintanar era inagotable en el capítulo de las quejas y de la envidia
pequeña, al pormenor, cuando se trataba de su amigo íntimo, de su
Frígilis; se sentía dominado por él y desahogaba la colerilla sorda,
cobarde, bonachona en el fondo, en estas confidencias; Mesía era una
especie de rival de Frígilis que asomaba; don Víctor encontraba cierta
satisfacción maligna en la infidelidad incipiente.
Don Álvaro callaba y oía. Sólo cuando trataba don Víctor de su buena
puntería se quedaba un poco preocupado. Le parecía imposible que se
pudiera hablar tanto de un hombre tan insignificante como don Tomás
Crespo, a quien él creía loco de nacimiento.
Anochecía, seguía lloviendo, los mozos de servicio encendían dos o tres
luces de gas en el salón, y Quintanar conocía por esta seña y por el
cansancio, que le arrancaba sudor copioso, que había hablado mucho;
sentía entonces remordimientos, se apiadaba de Mesía, le agradecía en el
alma su silencio y atención, y le invitaba muchas veces a tomar un vaso
de cerveza alemana en su casa.
La frase era:--¿Vamos a la Rinconada? Mesía, callando, seguía a don
Víctor.
Una intuición singular le decía al ex-regente que pagaba bien al amigo
su atención llevándoselo a casa. ¿Por qué don Álvaro había de tener
gusto en seguirle? Si se lo hubieran preguntado a Quintanar, no hubiese
podido responder. Pero se lo daba el corazón; lo había observado, sin
fijarse en la observación: a Mesía le gustaba entrar en la casa de la
Rinconada.
Solía llevarle al despacho, a su museo como él decía; allí le explicaba
el mecanismo de aquellos intrincados maderos y resortes y, convencido de
la ignorancia de su amigo, le engañaba sin conciencia. Lo que no
consentía don Álvaro era que se pasase revista a las colecciones de
yerbas y de insectos: le mareaba el fijar sucesiva y rápidamente la
atención en tantas cosas inútiles.--El único _bicho_ que le era
simpático a don Álvaro era un pavo real disecado por Frígilis y su
amigo.--Solía acariciarle la pechuga, mientras Quintanar disertaba:
--Bueno--decía don Víctor--pues pasaremos a mi gabinete, ya que usted
desprecia mis colecciones.--Anselmo, la cerveza al gabinete.
El gabinete era otro museo: estaban allí las armas y la indumentaria.
Una panoplia antigua completa, otras dos modernas muy brillantes y
bordadas; escopetas, pistolas y trabucos de todas épocas y tamaños
llenaban las paredes y los rincones. En arcas y armarios guardaba don
Víctor con el cariño de un coleccionador los trajes de aficionado que
había lucido en mejores tiempos. Si se entusiasmaba hablando de sus
marchitos laureles, abría las arcas, abría los armarios, y seda, galones
y plumas, abalorios y cintajos en mezcla de colores chillones saltaban a
la alfombra, y en aquel mar de recuerdos de trapo perdía la cabeza
Quintanar. En una caja de latón, entre yerba, guardaba como oro en paño,
un objeto, que a primera vista se le antojó a Mesía una serpiente; en
efecto, yacía enroscado y era verdinegro el bulto.... No había que
temer... don Víctor domaba fieras; aquello era la cadena que él había
arrastrado representando el Segismundo de _La vida es sueño_, en el
primer acto.
--Mire usted, amigo mío, a usted puedo decírselo; no es inmodestia;
reconozco, ¿cómo no? la superioridad de Perales en el teatro antiguo, su
Segismundo es una revelación, concedo, revela mejor que el mío la
filosofía del drama, pero... no me gustaba su modo de arrastrar la
cadena; parecía un perro con maza; yo la manejaba con mucha mayor
verosimilitud y naturalidad; arrastraba la cadena, créame usted, como si
no hubiese arrastrado otra cosa en mi vida. Tanto, que una noche, en
Calatayud, me arrojaron todo ese hierro al escenario, como símbolo de mi
habilidad. Por poco se hunde el tablado. Guardo esa cadena como el mejor
recuerdo de mi efímera vida artística.
Mesía esperaba la presencia de Ana y así podía resistir la conversación
de su amigo, pero muchas veces la Regenta no parecía por el gabinete de
su marido, y el galán tenía que contentarse con el bock de cerveza y el
teatro de Calderón y Lope.
Pero ya estaba en casa. Poco a poco fue atreviéndose a ir a cualquier
hora y Ana, sin sentirlo, se lo encontró a su lado como un objeto
familiar. Iba siendo Mesía al caserón lo que Frígilis a la huerta.
Aquel procedimiento rastrero, de villano, debió irritarla, pero no la
irritó; tuvo que confesar que no despreciaba ni aborrecía a don Álvaro,
a pesar de que sus intenciones eran torcidas, miserables; quería abusar
de la confianza de don Víctor. «Pero ¿y si no quería? ¿Si se contentaba
con estar cerca de ella, con verla y hablarla a menudo y tenerla por
amiga? Veríamos. Si él se propasaba, estaba segura de resistir y hasta
valor sentía para echarle en cara su crimen, su bajeza y arrojarle de
casa».
Pasaron días y Ana cada vez estaba más tranquila. «No, no se propasaba;
no hacía más que admirarla, amarla en silencio. Ni una palabra
peligrosa, ni gesto atrevido; nada de acechar ocasiones, nada de buscar
_escenas_; una honradez cabal; el amor que respeta la honra, la pasión
que se alimenta de ver y respirar el ambiente que rodea al ser amado. El
placer que ella sentía, también tenía que confesárselo, era el más
intenso que había saboreado en su vida. Poco decir era por que ¡había
gozado tan poco!». Al sentir cerca de sí a don Álvaro, segura de que no
había peligro, respiraba con delicia, dejaba el espíritu en una
somnolencia moral que la tenía bajo los efectos del opio. Comparaba ella
la situación a la aventura de flotar sobre mansa corriente perezosa,
sombría, a la hora de la siesta; el agua va al abismo, el cuerpo
flota... pero hay la seguridad de salir de la corriente cuando el
peligro se acerque; basta con un esfuerzo, dos golpes de los brazos y se
está fuera, en la orilla.... Ya sabía Ana en sus adentros que aquello no
estaba bien, por que ella no podía responder de la prudencia de don
Álvaro. «Pero, ¿no estaba segura de sí misma? sí ¡pues entonces! ¿por
qué no dejarle venir a casa, contemplarla, mostrar los cuidados de una
madre, la fidelidad de un perro?». «Además, quien mandaba en casa era su
marido, no era ella. ¿Buscaba ella a Mesía? No. ¿Mandaba ella a
Quintanar que le trajese? No. Pues bastaba. Obrar de otro modo hubiera
sido alarmar al esposo sin motivo, infundir sospechas sin fundamento,
tal vez robar a don Víctor para siempre la paz del alma. Lo mejor era
callar, estar alerta, y... gozar la tibia llama de la pasión de soslayo;
que con ser poco tal calor era la más viva hoguera a que ella se había
arrimado en su vida».
«Y al Magistral no se le decía nada de esto. ¿Para qué? No había pecado.
Había ocasión, pero no se buscaba». Además, Ana, puesto que defendía su
virtud, creía prudente ocultar todo lo que fueran personalidades al
confesor. «Si crecía el peligro, hablaría. Mientras tanto, no».
Entonces fue cuando el Provisor vio con su catalejo, desde el campanario
de la catedral, los preparativos de una expedición al campo en la que
acompañaban a la Regenta Mesía, Frígilis y Quintanar. No fue aquella
sola; muchas veces, en cuanto veía un rayo de sol, a don Víctor se le
antojaba aprovechar el buen tiempo y echar una cana al aire en los
ventorrillos de la carretera de Castilla o en los de Vistalegre, en
compañía de las personas que más quería en Vetusta, a saber: su cara
esposa, Frígilis... y don Álvaro. El pobre Ripamilán era invitado, pero
decía que si no le llevaban en coche.... «El espíritu no faltaba, pero
los huesos no tienen espíritu».
Se comía, allá arriba, lo que salía al paso, lo que daban los pasmados
venteros: chorizos tostados, chorreando sangre, unas migas, huevos
fritos, cualquier cosa; el pan era duro, ¡mejor! el vino malo, sabía a
la pez, ¡mejor! esto le gustaba a Quintanar: y en tal gusto coincidía
con su esposa, amiga también de estas meriendas aventuradas, en las que
encontraba un condimento picante que despertaba el hambre y la alegría
infantil. En aquellos altozanos se respiraba el aire como cosa nueva;
se calentaban a los rayos del sol con voluptuosa pereza, como si el sol
de Vetusta, de allá abajo, fuera menos benéfico. Notaba Ana que en
aquella altura, en aquel escenario, mitad pastoril, mitad de novela
picaresca, entre arrieros, maritornes y señores de castillos, a lo don
Quijote, se despertaba en ella el instinto del arte plástico y el
sentido de la observación; reparaba las siluetas de árboles, gallinas,
patos, cerdos, y se fijaba en las líneas que pedían el lápiz, veía más
matices en los colores, descubría grupos artísticos, combinaciones de
composición sabia y armónica, y, en suma, se le revelaba la naturaleza
como poeta y pintor en todo lo que veía y oía, en la respuesta aguda de
una aldeana o de un zafio gañán, en los episodios de la vida del corral,
en los grupos de las nubes, en la melancolía de una mula cansada y
cubierta de polvo, en la sombra de un árbol, en los reflejos de un
charco, y sobre todo en el ritmo recóndito de los fenómenos, divisibles
a lo infinito, sucediéndose, coincidiendo, formando la trama dramática
del tiempo con una armonía superior a nuestras facultades perceptivas,
que más se adivina que de ella se da testimonio. Este nuevo sentido de
que tenía conciencia Ana en estas expediciones a los ventorrillos altos
de Vistalegre, camino de Corfín, le inundaba de visiones el cerebro y la
sumía en dulce inercia en que hasta el imaginar acababa por ser una
fatiga. Entonces la sacaban de sus éxtasis naturalistas una atención
delicada de Mesía o una salida de buen humor intempestivo de Quintanar.
Don Víctor creía que en el campo, sobre todo si se merienda, no se debe
hacer más que locuras; y, por supuesto, era según él indispensable que
alguien se disfrazase cambiando, por lo menos, de sombrero. Él solía en
tales ocasiones buscar un aldeano que usara la antigua montera del país;
se la pedía en préstamo y se presentaba cubierto con aquel trapo de pana
negra al respetable concurso. Se reían por complacerle. Se merendaba
casi siempre al aire libre, contemplando allá abajo el caserío parduzco
de Vetusta; la catedral parecía desde allí hundida en un pozo, y muy
chiquita; esbelta, pero como un juguete; detrás el humo de las fábricas
en la barriada de los obreros en el campo del Sol, y más allá los campos
de maíz, ahora verdes con el alcacer, los prados, los bosques de
castaños y robles... las colinas de un verde obscuro y la niebla, por
fin, confundiéndose con los picachos de los puertos lejanos. Se
filosofaba mientras se comía, tal vez con los dedos, salchichón o
chorizos mal tostados, queso duro, o tortillas de jamón, lo que fuese;
se hablaba al descuido, lentamente, pensando en cosas más hondas que las
que se decía, con los ojos clavados en la lontananza, detrás de la cual
se vela el recuerdo, lo desconocido, la vaguedad del sueño; se hablaba
de lo que era el mundo, de lo que era la sociedad, de lo que era el
tiempo, de la muerte, de la otra vida, del cielo, de Dios; se evocaba la
infancia, las fechas lejanas en que había una memoria común; y un
sentimentalismo, como desprendido de la niebla que bajaba de Corfín, se
extendía sobre los comensales bucólicos y su filosofía de sobremesa.
Comenzaba la brisa; picaba un poco y tenía sus peligros, pero halagaba
la piel; salía una estrella; el cuarto de luna (que a don Víctor le
parecía la plegadera de oro que le habían regalado en Granada), tomaba
color, es decir, luz. La conversación, ya perezosa, daba entonces en la
astronomía y se paraba en el concepto de lo infinito; se acababa por
tener un deseo vago de oír música. Entonces Quintanar recordaba que se
cantaba aquella noche _El Relámpago_ o _Los Magyares_; levantaba el
campo, y paso a paso, volvían a la soñolienta Vetusta dejándose resbalar
por la pendiente suave de la carretera. Frígilis dejaba el brazo a la
Regenta, que indefectiblemente lo buscaba; y Mesía resignado, firme en
su propósito de ser prudente mientras fuera necesario, se emparejaba con
don Víctor, que tal vez se permitía cantar a su modo el _spirto gentil_
o la _casta diva_; aunque prefería recitar versos, sin que jamás se le
olvidase decir con Góngora:
A su cabaña los guía
que el sol deja el horizonte,
y el humo de su cabaña
les va sirviendo de Norte.
Los sapos cantaban en los prados, el viento cuchicheaba en las ramas
desnudas, que chocaban alegres, inclinándose, preñadas ya de las nuevas
hojas; y Ana, apoyándose tranquila en el brazo fuerte del mejor amigo,
olfateaba en el ambiente los anuncios inefables de la primavera. De esto
hablaban ella y Frígilis. Crespo, satisfecho, tranquilo, apacible, en
voz baja, como respetando el primer sueño del campo, su ídolo, dejaba
caer sus palabras como un rocío en el alma de Ana, que entonces
comprendía aquella adoración tranquila, aquel culto poético, nada
romántico, que consagraba Frígilis a la naturaleza, sin llamarla así,
por supuesto. Nada de _grandes síntesis_, de cuadros disolventes, de
filosofía panteística; pormenores, historia de los pájaros, de las
plantas, de las nubes, de los astros; la experiencia de la vida natural
llena de lecciones de una observación riquísima. El amor de Frígilis a
la naturaleza era más de marido que de amante, y más de madre que de
otra cosa. En aquellos momentos, al volver a Vetusta con Ana del brazo,
se hacía elocuente, hablaba largo y sin miedo, aunque siempre
pausadamente; en su voz había arrullos amorosos para el campo que
describía, y temblaba en sus labios el agradecimiento con que oía a otra
persona palabras de cariño y de interés por árboles, pájaros y flores.
Ana envidiaba en tales horas aquella existencia de árbol inteligente, y
se apoyaba y casi recostaba en Frígilis como en una encina venerable. Y
detrás venía el otro, ella lo sentía. A veces hablaba con Ana don Álvaro
y Ana contestaba con voz afable, como en pago de su prudencia, de su
paciencia y de su martirio.... «Porque, sin duda, sufrir tanto tiempo a
Quintanar era un martirio».
Don Álvaro sudaba de congoja. Don Víctor se le colgaba del brazo,
levantaba los ojos al cielo y se divertía en encontrar parecidos entre
los nubarrones de la noche y las formas más vulgares de la tierra.
--«Mire usted, mire usted, aquel cúmulus es lo mismo que Ripamilán;
figúreselo usted con la teja en la mano....
--»Aquel cirrus negro parece la moña de un torero...».
Don Álvaro, al llegar a la Rinconada, mientras dejaba pasar delante a
don Víctor, que traía llavín, levantaba el puño cerrado sobre la cabeza
del insoportable amigo.... No descargaba el golpe... no... pero.... «¡Ya
lo descargaría!».
«¡Oh! pensaba, lo que es ahora estoy en mi derecho. Ojo por ojo».
Así vivía Ana, menos aburrida si no contenta, sin grandes
remordimientos, aunque no satisfecha de sí misma. Ni permitía a don
Álvaro acercarse, alentar esperanzas que ella sustentase, ni le
rechazaba con el categórico desdén que la virtud, lo que se llama la
virtud, exigía. Estas medias tintas de la moralidad le parecían entonces
a ella las más conformes a la flaca naturaleza humana. «¿Por qué he de
creerme más fuerte de lo que soy?».
También volvió a frecuentar la casa de Vegallana. Fue muy bien recibida;
la del Banco se la comía a besos, le hablaba de modas, le mandaba
patrones a casa, y le recordaba visitas que tenía que pagar y a que ella
la acompañaba, porque don Víctor se negaba a perder el tiempo en estos
cumplidos.
--Señor--gritaba él--yo no sirvo para eso; no se me haga a mi hablar del
tiempo, del mal servicio de criadas, de la carestía de los comestibles.
¡Exíjase de mí cualquier cosa menos hacer visitas de cumplido!
--Yo soy artista, no sirvo para esas nimiedades--decía para sus
adentros.
Visitación procuraba meterle a Ana, a manos llenas, por los ojos, por la
boca, por todos los sentidos, el demonio, el mundo y la carne; el buen
tiempo la ayudaba.
La Regenta no tomaba con gran calor aquellas diversiones, pero las
prefería a su estéril soledad, en que buscando ideas piadosas encontraba
tristezas, un hastío hondo y el rencoroso espíritu de protesta de la
carne pisoteada, que bramaba en cuanto podía. «Era mejor vivir como
todos, dejarse ir, ocupar el ánimo con los pasatiempos vulgares, sosos,
pero que, al fin, llenan las horas...».
En esta situación estaba cuando el Magistral le dijo en el confesonario
que se perdía; que él la había visto arrojar con desdén sobre un banco
de césped la historia de Santa Juana Francisca.... Aquella tarde De Pas
estuvo más elocuente que nunca; ella comprendió que estaba siendo una
ingrata, no sólo con Dios, sino con su apóstol, aquel apóstol todo
fuego, razón luminosa, lengua de oro, de oro líquido.... La voz del
sacerdote vibraba, su aliento quemaba, y Ana creyó oír sollozos
comprimidos. «Era preciso seguirle o abandonarle; él no era el capellán
complaciente que sirve a los grandes como lacayo espiritual; él era el
padre del alma, el padre, ya que no se le quería oír como hermano. Había
que seguirle o dejarle». Y después había hablado de lo que él mismo
sentía, de sus ilusiones respecto de ella. «Sí, Ana (Ana la había
llamado, estaba ella segura), yo había soñado lo que parecía anunciarse
desde nuestra primer entrevista, un espíritu compañero, un hermano
menor, de sexo diferente para juntar facultades opuestas en armónica
unión; yo había soñado que ya no era Vetusta para mí cárcel fría, ni
semillero de envidias que se convierten en culebras, sino el lugar en
que habitaba un espíritu noble, puro y delicado, que al buscarme para
caminar en la vía santa de salvación, sin saberlo, me guiaba también por
esa vía; yo esperaba que usted fuese lo que aquella historia que
llorando me contaba, prometía... lo que usted me prometió cien veces
después.... Pero no, usted desconfía de mí, no me cree digno de su
dirección espiritual, y para satisfacer esas ansias de amor ideal que
siente, tal vez ya busca en el mundo quien la comprenda y pueda ser su
confidente».
--No, no--repetía Ana llorando; pero él había seguido hablando de su
despecho, cada vez más triste, cada vez con más ardor en las palabras y
en el aliento.... Y habían concluido por reconciliarse, por prometerse
nueva vida, verdadera reforma, eficaz cambio de costumbres; y ella
exaltada le había dicho: «¿Quiere usted que hoy mismo le acompañe a casa
de doña Petronila?». «Sí, sí; eso, lo mejor es eso», había contestado
él. Y habían ido juntos sin pensar ni uno ni otro lo que hacían.
Desde aquella tarde había empezado para la Regenta la vida de la devota
práctica; pero duró poco la eficacia de aquel impulso en que no había
piedad acendrada sino gratitud, el deseo de complacer al hombre que
tanto trabajaba por salvarla, y que era tan elocuente y que tanto valía.
Ana a veces, no pudiendo elevar su atención a las cosas invisibles, a la
contemplación piadosa, procuraba preparar este viaje místico pensando en
el Magistral. «¡Oh, qué grande hombre! ¡Y qué bien penetraba en el
espíritu, y qué bien hablaba de lo que parece inefable, de los
subterráneos de las intenciones, de las delicadezas del sentimiento! ¡Y
cuánto le debía ella! ¿Por qué tanto interés si aquella pecadora no lo
merecía?». Las lágrimas se agolpaban a los ojos de Ana. Lloraba de
gratitud y de admiración. Y no pudiendo meditar sobre cosas santas,
piadosas, poníase la mantilla y corría a la conferencia de San Vicente,
o a la Junta del Corazón o al Catecismo, o a misa... donde
correspondiera. Pero la fe era tibia; por allí no se iba a donde ella
había deseado. Además, se conocía; sabía que ella, de entregarse a Dios,
se entregaría de veras; que mientras su devoción fuese callejera,
ostentosa y distraída, ella misma la tendría en poco, y cualquier pasión
mala, pero fuerte, la haría polvo.
Mas resuelta a huir de los extremos, a ser _como todo el mundo_,
insistió en seguir a las _demás beatas_ en todos sus pasos, y aunque sin
gusto, entró en todas las cofradías, fue hija y hermana, según se
quiso, de cuantas juntas piadosas lo solicitaron.
Dividía el tiempo entre el mundo y la iglesia: ni más ni menos que doña
Petronila, Olvido Páez, Obdulia y en cierto modo la Marquesa. Se la vio
en casa de Vegallana y en las Paulinas, en el Vivero y en el Catecismo,
en el teatro y en el sermón. Casi todos los días tenían ocasión de
hablar con ella, en sus respectivos círculos, el Magistral y don Álvaro,
y a veces uno y otro en el mundo y uno y otro en el templo; lugares
había en que Ana ignoraba si estaba allí en cuanto mujer devota o en
cuanto mujer de sociedad.
Pero ni De Pas ni Mesía estaban satisfechos. Los dos esperaban vencer,
pero a ninguno se le acercaba la hora del triunfo.
--Esta mujer--decía don Álvaro--es _peor_ que Troya.
--El remedio ha sido peor que la enfermedad--pensaba don Fermín.
Ana veía en los pormenores de la vida de beata mil motivos de
repugnancia; pero prefería apartar de ellos la atención: no dejaba que
el espíritu de contradicción buscase las debilidades, las groserías, las
miserias de aquella devoción exterior y bullanguera. No quería censurar,
no quería ver.
Pero a sí misma se comparaba al cadáver del Cid venciendo moros. No era
ella, era su cuerpo el que llevaban de iglesia en iglesia.
Y volvió la inquietud honda y sorda a minar su alma. Esperaba ya otra
época de luchas interiores, de aridez y rebelión.
Una noche, después de oír un sermón soporífero, entró en su tocador casi
avergonzada de haber estado dos horas en la iglesia como una piedra;
oyendo, sin piedad y sin indignación, sin lástima siquiera, necedades
monótonas, tristes; viendo ceremonias que nada le decían al alma....
--Oh, no, no--se dijo, mientras se desnudaba--yo no puedo seguir así...
Y luego, sacudiendo la cabeza, y extendiendo los brazos hacia el techo,
había añadido en voz alta, para dar más solemnidad a su protesta:
--¡Salvarme o perderme! pero no aniquilarme en esta vida de idiota....
¡Cualquier cosa... menos ser como _todas esas_!
Y a los pocos días cayó enferma.
Cuando esta historia de su tibieza y de sus cobardes y perezosas
transacciones con el mundo pasaba por la memoria de Ana, con formas
plásticas, teatrales--gracias a la salud que volvía a rodar con la
sangre--, sentía la débil convaleciente remordimientos que ella se
complacía en creer intensos, punzantes. «¡Oh! ¡qué diferencia entre
aquel sopor moral en que vivía pocas semanas antes, y la agudeza de su
conciencia ahora, allí postrada, sin poder levantar el embozo de la
colcha con la mano, pero con fuerza en la voluntad para levantar el
plomo del pecado, que la abrumaba con su pesadumbre!».
«¡Esta sí que era resolución firme! Iba a ser buena, buena, de Dios,
sólo de Dios; ya lo vería el Magistral. Y él, don Fermín, sería su
maestro vivo, de carne y hueso; pero además tendría otro; la santa
doctora, la divina Teresa de Jesús... que estaba allí, junto a su
cabecera esperándola amorosa, para entregarle los tesoros de su
espíritu».
Ana, burlando los decretos del médico, probó en los primeros días de
aquella segunda convalecencia a leer en el libro querido: iba a él como
un niño a una golosina. Pero no podía. Las letras saltaban, estallaban,
se escondían, daban la vuelta... cambiaban de color... y la cabeza se
iba.... «Esperaría, esperaría». Y dejaba el libro sobre la mesilla de
noche, y con delicia que tenía mucho de voluptuosidad, se entretenía en
imaginar que pasaban los días, que recobraba la energía corporal; se
contemplaba en el Parque, en el cenador, o en lo más espeso de la
arboleda leyendo, devorando a su Santa Teresa. «¡Qué de cosas la diría
ahora que ella no había sabido comprender cuando la leyera distraída,
por máquina y sin gusto!».
La impaciencia pudo más que las órdenes del médico, y antes de dejar el
lecho, cuando empezaron a permitirle otra vez incorporarse entre
almohadones, algo más fuerte ya, Ana hizo nuevo ensayo y entonces
encontró las letras firmes, quietas, compactas; el papel blanco no era
un abismo sin fondo, sino tersa y consistente superficie. Leyó; leyó
siempre que pudo. En cuanto la dejaban sola, y eran largas sus
soledades, los ojos se agarraban a las páginas místicas de la Santa de
Ávila, y a no ser lágrimas de ternura ya nada turbaba aquel coloquio de
dos almas a través de tres siglos.


--XX--

Don Pompeyo Guimarán, presidente dimisionario de la _Libre Hermandad_,
natural de Vetusta, era de familia portuguesa; y don Saturnino Bermúdez,
el arqueólogo y etnógrafo, que dividía a todos sus amigos en celtas,
íberos y celtíberos, sin más que mirarles el ángulo facial y a lo sumo
palparles el cráneo, aseguraba que a don Pompeyo le quedaba mucho de la
gente lusitana, no precisamente en el cráneo, sino más bien en el
abdomen. Don Pompeyo no decía que sí ni que no; cierto era que el tenía
un poco de panza, no mucho, obra de la edad y la vida sedentaria; que
andaba muy tieso, porque creía que «quien era recto como espíritu,
digámoslo así, debía serlo como físico»; pero en punto a los vestigios
de raza y nación él se declaraba neutral: quería decir que le era
indiferente esta cuestión, toda vez que tan español consideraba a un
portugués como a un castellano como a un extremeño. De modo, que siempre
que se le hablaba de tal asunto acababa por hacer una calorosa defensa
de la unión ibérica, unión que debía iniciarse en el arte, la industria
y el comercio para llegar después a la política.
Además ¿qué le importaban a don Pompeyo estos accidentes del nacimiento?
Su inteligencia andaba siempre por más altas regiones. Él en este mundo
era principalmente un _altruista_, palabreja que, preciso es confesarlo,
no había conocido hasta que con motivo de una disputa filosófica de la
que salió derrotado, el amor propio un tanto ofendido le llevó a leer
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