La Regenta - 23
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exige el decoro de la Iglesia? ¿Cree usted que si todos luciéramos
pantalones remendados como un afilador de navajas o un limpia-chimeneas,
llegaría la Iglesia a dominar en las regiones en que el poder habita?
--No es eso, hijo mío, no es eso--respondía el Obispo sofocado, con
ganas de meterse debajo de tierra.
Si es una gloria veros vestidos de nuevo; si así debe ser; si ya lo sé.
¿Crees tú que no gozo yo mirándoos a ti y a don Custodio y al primo del
ministro, tan buenos mozos, tan relucientes, tan lechuguinos con vuestro
sombrero de teja cortito, abierto, felpudo...?, pues ya lo creo... si
eso es una bendición de Dios; si así debe ser.... ¿Pero sabes tú quién
es Rosendo? Es un grandísimo pillo que me pide tres pesetas por unas
medias suelas, y ni siquiera tapa un agujerito que le puede salir a la
piel.... Estos son nuevos, palabra de honor que son nuevos, pero se ríen;
¿qué le hemos de hacer si tienen buen humor?
Durante algunos años Fortunato había sido el predicador de moda en
Vetusta. Su antecesor rara vez subía al púlpito, y el verle a él en la
cátedra del Espíritu Santo casi todos los días, despertó la curiosidad
primero, después el interés y hasta el entusiasmo de los fieles. Su
elocuencia era espontánea, ardiente; improvisaba; era un orador
verdadero, valía más que en el papel, en el púlpito, en la ocasión.
Hablaba de repente, llamas de amor místico subían de su corazón a su
cerebro, y el púlpito se convertía en un pebetero de poesía religiosa
cuyos perfumes inundaban el templo, penetraban en las almas. Sin pensar
en ello, Fortunato poseía el arte supremo del escalofrío; sí, los sentía
el auditorio al oír aquella palabra de unción elocuente y santa. La
caridad en sus labios era la necesidad suprema, la belleza suma, el
mayor placer. Cuando Fortunato bajaba de la cátedra deseando a todos la
gloria por los siglos de los siglos, la unción del prelado corría por el
templo como una influencia magnética; parecía que si se tocaban los
cuerpos iban a saltar chispas de caridad eléctrica; el entusiasmo, la
conversión, se leían en miradas y sonrisas; en aquellos momentos los
vetustenses tomaban en serio lo de ser todos hermanos.
Pero esto había sido al principio. Después... el público empezó a
cansarse. Decían que el Obispo _se prodigaba demasiado_. «El Magistral
no se prodigaba».
--Estudia más los sermones--decían unos.
--Es más profundo, aunque menos ardiente.
--Y más elegante en el decir.--Y tiene mejor figura en el púlpito.
--El Magistral es un artista, el otro un apóstol.
Hacía mucho tiempo que Glocester, el Arcediano, no se explicaba por qué
gustaba el Obispo como predicador. «Él confesaba que no entendía
aquello. Era demasiado florido». Para Glocester no pasaba de _mera
retórica_ aquello de abrasarse en amor del prójimo. «Le sonaba a hueco».
--«¿Y el dogma? ¿Y la controversia? El Obispo nunca hablaba mal de
nadie; para él como si no hubiera un grosero materialismo ni una hidra
revolucionaria, ni un satánico _non serviam_ librepensador».
En concepto de Glocester, Camoirán había comenzado a desacreditarse en
los _sermones de la Audiencia_. Todos los viernes de Cuaresma la Real
Audiencia Territorial pagaba y oía con religiosa atención o mística
somnolencia un sermón que alguna notabilidad del púlpito vetustense
predicaba en Santa María, la iglesia antiquísima.
--«Pues bien--decía Glocester--allí no se habla por hablar, ni lo
primero que viene a la boca; allí no basta abrasarse en fuego divino; es
necesario algo más, so pena de ofender la ilustración de aquellos
señores. Se habla a jurisconsultos, a hombres de ciencia, señor mío, y
hay que tentarse la ropa antes de subir a la cátedra sagrada. El Obispo
había hablado a los _señores del margen_, a la Audiencia Territorial ni
más ni menos mal que al común de los fieles».
El actual regente--que no era Quintanar--había dicho, en confianza, a un
oidor que _el sermón no tenía miga_. El oidor había corrido la noticia,
y el fiscal se atrevió a decir que el Obispo no se iba al grano.
Para irse al grano Glocester. Aquel mismo año en que Fortunato lo había
hecho tan mal, en concepto de los señores magistrados, se lució en su
sermón de viernes el sinuoso Arcediano. Ya lo anunciaba él muchos días
antes.
--«Señores, no llamarse a engaño; a mí hay que leerme entre líneas; yo
no hablo para criadas y soldados; hablo para un público que sepa... eso,
leer entre líneas».
La musa de Glocester era la ironía. Aquel viernes memorable, Mourelo se
presentó en el púlpito sonriente, como solía (ocho días antes se había
desacreditado el Obispo), saludó al altar, saludó a la Audiencia y se
dignó saludar al católico auditorio. Su mirada escudriñó los rincones de
la Iglesia para ver si, conforme le habían anunciado, algún
libre-pensadorzuelo de Vetusta, de esos que estudian en Madrid y vuelven
podridos, estaba oyéndole. Vio dos o tres que él conocía, y pensó: «Me
alegro; ahora veréis lo que es bueno». El regente--que no era
Quintanar--con el entrecejo arrugado y la toga tersa, sentado en medio
de la nave en un sillón de terciopelo y oro, contemplaba al predicador,
preparándose a separar el grano de la paja, dado que hubiera de todo.
Otros magistrados, menos inclinados a la crítica, se disponían a dormir
disimuladamente, valiéndose de recursos que les suministraba la
experiencia de estrados.
Glocester se fue al grano en seguida. La antífrasis, el eufemismo, la
alusión, el sarcasmo, todos los proyectiles de su retórica, que él creía
solapada y hábil, los arrojó sobre el impío Arouet, como él llamaba a
Voltaire siempre. Porque Mourelo andaba todavía a vueltas con el pobre
Voltaire; de los modernos impíos sabía poco; algo de Renan y de algún
apóstata español, pero nada más. Nombres propios casi ninguno: el
grosero materialismo, el asqueroso sensualismo, los cerdos de los
establos de Epicuro y otras colectividades así hacían el gasto; pero
nada de Strauss ni de las luchas exegéticas de Tubinga y Götinga: amigo,
esto quedaba para el Magistral, con no poca envidia de Glocester.
Voltaire, y a veces el extraviado filósofo ginebrino, pagaban el pato.
Pero no; otro caballo de batalla tenía el Arcediano: el paganismo, la
antigua idolatría. Aquel día, el viernes, estuvo oportunísimo burlándose
de los egipcios. Al regente le costó trabajo contener la risa, que
procuraba excitar Glocester.
Aquellos grandísimos puercos que adoraban gatos, puerros y cebollas, le
hacían mucha gracia al orador sagrado. «¡Con qué sandunga les tomaba el
pelo a los egipcios!», según expresión de Joaquinito Orgaz, religioso
por buen tono y que creía sinceramente que era un disparate la
idolatría.
--«Sí, Señor Excelentísimo, sí, católico auditorio, aquellos habitantes
de las orillas del Nilo, aquellos ciegos cuya sabiduría nos mandan
admirar los autores impíos, adoraban el puerro, el ajo, la cebolla».
_«¡Risum teneatis! ¡Risum teneatis!»_ repetía encarándose con el perro
de San Roque, que estaba con la boca abierta en el altar de enfrente. El
perro no se reía.
Cerca de media hora estuvo abrumando a los Faraones y sus súbditos con
tales cuchufletas. «¿Dónde tenían la cabeza aquellos hombres que
adoraban tales inmundicias?».
Ronzal, Trabuco, que admiró aquel sermón, dos meses después sacaba
partido de las citas de Glocester en las discusiones del Casino, y
decía:
--«Señores, lo que sostengo aquí y en todos los terrenos, es que si
proclamamos la libertad de cultos y el matrimonio civil, pronto
volveremos a la idolatría, y seremos como los antiguos egipcios,
adoradores de Isis y _Busilis_; una gata y un perro según creo».
El regente opinó, y con él toda la Territorial, que el señor Mourelo,
arcediano, había estado a mayor altura que el señor Obispo. Esto cundió
por las tertulias, corrillos y paseos, y cuantos pretendían pasar plaza
de personas instruidas, lamentaron que no hubiera más fondo en los
sermones del prelado, que no se preparase y que _se prodigara tanto_.
Al cabo, la opinión llegó a decir esto, aunque ya sin el visto bueno de
Glocester:
--«Que había que desengañarse; el verdadero predicador de Vetusta era el
Magistral».
Pronto fue tal opinión un lugar común, una frase hecha, y desde entonces
la fama del Obispo como orador se perdió irremisiblemente. Cuando en
Vetusta se decía algo por rutina, era imposible que idea contraria
prevaleciese.
Y así, fue en vano que en cierto sermón de Semana Santa Fortunato
estuviera sublime al describir la crucifixión de Cristo.
Era en la parroquia de San Isidro, un templo severo, grande; el recinto
estaba casi en tinieblas; tinieblas como reflejadas y multiplicadas por
los paños negros que cubrían altares, columnas y paredes; sólo allá, en
el tabernáculo, brillaban pálidos algunos cirios largos y estrechos,
lamiendo casi con la llama los pies del Cristo, que goteaban sangre; el
sudor pintado reflejaba la luz con tonos de tristeza. El Obispo hablaba
con una voz de trueno lejano, sumido en la sombra del púlpito; sólo se
veía de él, de vez en cuando, un reflejo morado y una mano que se
extendía sobre el auditorio. Describía el crujir de los huesos del pecho
del Señor al relajar los verdugos las piernas del mártir, para que
llegaran los pies al madero en que iban a clavarlos. Jesús se encogía,
todo el cuerpo tendía a encaramarse, pero los verdugos forcejeaban;
ellos vencerían. «¡Dios mío! ¡Dios mío!», exclamaba el Justo, mientras
su cuerpo dislocado se rompía dentro con chasquidos sordos. Los verdugos
se irritaban contra la propia torpeza; no acababan de clavar los pies....
Sudaban jadeantes y maldicientes; su aliento manchaba el rostro de
Jesús.... «¡Y era un Dios! ¡el Dios único, el Dios de ellos, el nuestro,
el de todos! ¡Era Dios!...» gritaba Fortunato horrorizado, con las manos
crispadas, retrocediendo hasta tropezar con la piedra fría del pilar;
temblando ante una visión, como si aquel aliento de los sayones hubiese
tocado su frente, y la cruz y Cristo estuvieran allí, suspendidos en la
sombra sobre el auditorio, en medio de la nave. La inmensa tristeza, el
horror infinito de la ingratitud del hombre matando a Dios, absurdo de
maldad, los sintió Fortunato en aquel momento con desconsuelo inefable,
como si un universo de dolor pesara sobre su corazón. Y su ademán, su
voz, su palabra supieron decir lo indecible, aquella pena. Él mismo,
aunque de lejos, y como si se tratara de otro, comprendió que estaba
siendo sublime; pero esta idea pasó como un relámpago, se olvidó de sí,
y no quedó en la Iglesia nadie que comprendiera y sintiera la elocuencia
del apóstol, a no ser algún niño de imaginación fuerte y fresca que por
vez primera oía la descripción de la escena del Calvario.
A las pausas elocuentes, cargadas de efectos patéticos, a que obligaba
al Obispo la fuerza de la emoción, contestaban abajo los suspiros de
ordenanza de las beatas, plebeyas y aldeanas, que eran la mayoría del
auditorio. Eran los sollozos indispensables de los días de Pasión, los
mismos que se exhalaban ante un sermón de cura de aldea, mitad suspiros,
mitad eruptos de la vigilia.
Las señoras no suspiraban; miraban los devocionarios abiertos y hasta
pasaban hojas. Los inteligentes opinaban que el prelado «se había
descompuesto», tal vez se había perdido. «Aquello era sacar el Cristo».
El púlpito no era aquello. Glocester, desde un rincón, se escandalizaba
para sus adentros. «¡Pero _eso_ es un cómico!» pensaba; y pensaba
repetirlo en saliendo. Creía haber encontrado una frase: «¡Pero _eso_ es
un cómico!».
El Magistral no era cómico, ni trágico, ni épico. «No le gustaba sacar
el Cristo». En general prescindía en sus sermones de la epopeya
cristiana y pocas veces predicó en la Semana de Pasión. «Rehuía los
lugares comunes», según don Saturnino Bermúdez. La verdad era que De
Pas no tenía en su imaginación la fuerza plástica necesaria para pintar
las escenas del Nuevo Testamento con alguna originalidad y con vigor.
Cada vez que necesitaba repetir lo de: «_Y el verbo se hizo carne_» en
lugar del pesebre y el Niño Dios veía, dentro del cerebro, las letras
encarnadas del Evangelio de San Juan, en un cuadro de madera en medio de
un altar: _Et Verbum caro factum est_.
En cierta época, cuando era joven, al pensar en estas cosas la duda le
había atormentado tantas veces con punzadas de remordimiento, si quería
figurarse la vida de Jesús, que ya tenía miedo de tales imágenes; huía
de ellas, no quería quebraderos de cabeza. «Bastante tenía él en qué
pensar». Era un iconoclasta para sus adentros. Le faltaba el gusto de
las artes plásticas; y, sin atreverse a decirlo, opinaba que los
cuadros, aunque fuesen de grandes pintores, profanaban las iglesias. Del
dogma le gustaba la teología pura, la abstracción, y al dogma prefería
la moral. La vocación de la filosofía teológica y el prurito de la
controversia habían nacido ya en el seminario; su espíritu se había
empapado allí de la pasión de escuela, que suple muchas veces al
entusiasmo de la verdadera fe. La experiencia de la vida había
despertado su afición a los estudios morales. Leía con deleite los
_Caracteres de La Bruyère_; de los libros de Balmes sólo admiraba _El
Criterio_ y--¡quien se lo hubiera dicho al señor Carraspique!--en las
novelas, prohibidas tal vez, de autores contemporáneos, estudiaba
costumbres, temperamentos, buscaba observaciones, comparando su
experiencia con la ajena.
¡Cuántas veces sonreía el Magistral con cierta lástima al leer en un
autor impío las aventuras ideales de un presbítero! «¡Qué de escrúpulos!
¡qué de sinuosidades! ¡cuántos rodeos para pecar! y después ¡qué de
remordimientos! Estos liberales--añadía para sí--ni siquiera saben tener
mala intención. Estos curas se parecen a los míos como los reyes de
teatro se parecen a los reyes».
Los sermones de don Fermín tenían por asunto casi siempre o la lucha con
la impiedad moderna, la controversia de actualidad, o los vicios y
virtudes y sus consecuencias. Él prefería esta última materia. De vez en
cuando, para conservar su fama de sabio entre las _personas ilustradas_
de Vetusta, la emprendía con los infieles y herejes. Pero no se
remontaba a los egipcios, ni siquiera a Voltaire. Los herejes que
descuartizaba el Magistral eran frescos. Atacaba a los protestantes; se
burlaba con gracia de sus discusiones, buscaba con arte el lado flaco de
sus doctrinas y de su disciplina eclesiástica. Describiendo a veces los
Consistorios de Berlín hacía pensar al auditorio: «¡Pero aquellos
desgraciados están locos!».
No era su afán pintar a los enemigos como criminales encenagados en el
error, que es delito, sino como duros de mollera. La vanidad del
predicador comunicaba luego con la de sus oyentes y se hacía una sola;
nacía el entusiasmo cordial, magnético de dos vanidades conformes.
«¡Lástima que tantos y tantos millones de hombres como viven en las
tinieblas de la idolatría, de la herejía, etc., no tuviesen el talento
natural de los vetustenses apiñados en el crucero de la catedral,
alrededor del público! La salvación del mundo sería un hecho».
El empeño constante del Magistral en la _cátedra_ era demostrar
«matemáticamente» la verdad del dogma. «Prescindamos por un momento del
auxilio de la fe, ayudémonos sólo de nuestra razón.... Ella basta para
probar...». ¡Gran interés ponía en que la razón bastase! «La razón no
explica los misterios, es verdad: pero explica que no se
expliquen».--«Esto es mecánico», repetía, descendiendo gustoso al estilo
familiar. En tales momentos su elocuencia era sincera; cuando traía
entre ceja y ceja un argumento, cuando se esforzaba en demostrar por su
_a+b_ teológico-racional cualquier artículo de fe, hablaba con calor,
con entusiasmo. Entonces, sólo entonces se descomponía un poco; dejaba
los ademanes acompasados, suaves, académicos, y encogía las piernas, se
bajaba como un cazador en acecho, para disparar sobre el argumento
contrario, daba palmadas rápidas, sin medida sobre el púlpito, se
arrugaba su frente, se erizaban las puntas de acero que tenía en los
ojos, y la voz se transformaba en trompeta desapacible y algo ronca....
Pero ¡ay! esto era perderse. _Su_ público no entendía aquello... y De
Pas volvía a ser quien era, se erguía, doblaba las puntas de acero y
tornaba a descargar citas sobre los abrumados vetustenses, que salían de
allí con jaqueca y diciendo:
«¡Qué hombre! ¡qué sabiduría! ¿cuándo aprenderá estas cosas? ¡Sus días
deben de ser de cuarenta y ocho horas!».
Las damas, aunque admiraban también aquello de que Renan copia a los
alemanes, y lo de que no hay más sabios que el P. Secchi y otros cinco o
seis jesuitas, con lo demás de Götinga y de Tubinga y lo del
orientalista Oppert, etc., etc., preferían oír al Magistral en sus
_sermones de costumbres_ y él también prefería agradar a las señoras.
Si en los asuntos dogmáticos buscaba el auxilio de _la sana razón_, en
los temas de moral iba siempre a parar a la utilidad. La salvación era
un negocio, el gran negocio de la vida. Parecía un Bastiat del púlpito.
«El interés y la caridad son una misma cosa. Ser bueno es _entenderla_».
Los muchos indianos que oían al Magistral sonreían de placer ante
aquellas fórmulas de la salvación.
«¡Quién se lo hubiera dicho! después de haber hecho su fortuna en
América, ahora en el _país natal_, sin moverse de casa, podían ganar
fácilmente el cielo. ¡Habían nacido de pies!». Según De Pas, los
malvados eran otros tontos, como los herejes. Y también aquello era
mecánico, también lo demostraba por _a+b_. Pintaba a veces, con rasgos
dignos de Molière o de Balzac, el tipo del avaro, del borracho, del
embustero, del jugador, del soberbio, del envidioso, y después de las
vicisitudes de una existencia mísera resultaba siempre que _lo peor era
para él_.
Su estudio más acabado era el del joven que se entrega a la lujuria. Le
presentaba primero fresco, colorado, alegre, como una flor, lleno de
gracia, de sueños de grandezas, esperanza de los suyos y de la patria...
y después, seco, frío, hastiado, mustio, inútil.
Casi siempre se olvidaba de decir la que les esperaba a las víctimas del
vicio en el otro mundo. Aquella moral utilitaria la entendían las
señoras y los indianos perfectamente. El resumen que hacían de ella en
sus adentros era este:
«¡Guarda Pablo!». «¡Qué razón tiene!», pensaban muchas damas al oírle
hablar del adulterio. Las más de estas eran _mujeres honradas_ que no
habían sido adúlteras, que no habían hecho más que _tontear, como
todas_. En ocasiones se les figuraba a las apasionadas de don Fermín que
el imprudente contaba desde el púlpito lo que ellas le habían dicho en
el confesonario.
También en el tribunal de la penitencia había derrotado el Provisor al
Obispo.
Cuando Camoirán llegó a Vetusta, se vio acosado por el _bello sexo_ de
todas las clases: todas querían al Obispo por padre espiritual. Pero en
el confesonario se desacreditó antes que en el púlpito. ¡Era tan soso! Y
tenía la manga muy estrecha y sin gracia. Preguntaba poco y mal. Hablaba
mucho y a todas les decía casi lo mismo. Además, era demasiado
madrugador y ni siquiera guardaba consideraciones a las señoras
delicadas. Se ponía en el confesonario al ser de día.
Se le fue dejando poco a poco. Aquello de tener que mezclarse en la
capilla de la Magdalena (del trasaltar) con multitud de criadas y beatas
pobres, tenía poca gracia. Y el Obispo las iba llamando por _rigorosa
antigüedad_, como en una peluquería, sin tener en cuenta si eran amas o
criadas. «Era demasiado _hacer el apóstol_». Se le dejó.
Pronto se vio rodeado nada más de populacho madrugador. Canteros,
albañiles, zapateros y armeros carlistas, beatas pobres, criadas tocadas
de misticismo más o menos auténtico, chalequeras y ribeteadoras, este
fue su pueblo de penitentes bien pronto. «Por eso él se quejaba, muy
afligido, de las malas costumbres y de los muchos nacimientos ilegítimos
que debía de haber, según su cuenta. ¡Si tratara con señoritas!».
En una ocasión llegó a decirle al Gobernador civil:
--Hombre, ¿no estaría en sus atribuciones de usted prohibir el paseo de
la zapatilla?
Aludía el Obispo al paseo de los artesanos en el _Boulevard_, entre luz
y luz.
Creía que de allí y de los bailes peseteros del teatro nacía la
corrupción creciente de Vetusta.
Así era el buen Fortunato Camoirán, prelado de la diócesis exenta de
Vetusta la muy noble ex-corte; aquel humilde Obispo a quien el Provisor
en cuanto entró en el salón reprendió con una mirada como un rayo.
El Obispo estaba sentado en un sillón y las dos señoras en el sofá.
Eran Visita, la del Banco, y Olvido Páez, la hija de Páez el Americano,
el segundo millonario de la Colonia.
El Obispo al ver al Magistral se ruborizó, como un estudiante de latín
sorprendido por sus mayores con la primera tagarnina.
«¿Qué era aquello?», quería decir la mirada del Magistral, que saludó a
las señoras inclinándose con gracia y coquetería inocente. «¡Unas
señoras con el Obispo! ¡Y ningún caballero las acompañaba! Esto era
nuevo».
Cosas de Visitación. Se trataba de seducir a su Ilustrísima para que
fuese a honrar con su presencia el solemne reparto de premios a la
virtud, _organizado_ por cierto circulo filantrópico. El círculo se
llamaba _La Libre Hermandad_, nombre feo, poco español y con olor nada
santo. En tal sociedad había una junta de caballeros y otra _agregada_
de damas _protectrices_ (gramática del Presidente del círculo.)
_La Libre Hermandad_ se había fundado con ciertos aires de institución
independiente _de todo yugo religioso_, y su primer presidente fue el
señor don Pompeyo Guimarán, que de milagro no estaba excomulgado y que
no comulgaba jamás.
Era el círculo algo como una oposición a _Las Hermanitas de los
Pobres_, a la _Santa Obra del Catecismo_, a las _Escuelas Dominicales_,
etc., etc. Desde luego se le declaró la guerra por el elemento religioso
y a los pocos meses no había un pobre en todo el Ayuntamiento de Vetusta
que quisiera las limosnas, los premios, ni la enseñanza de _La Libre
Hermandad_.
Las niñas de las _Escuelas Dominicales_ y los chiquillos del
_Catecismo_, que cantaban por las calles en vez de coplas profanas el
Santo Dios, Santo Fuerte,
Santo Inmortal,
y lo de
Venid y vamos todos
con flores a María,
inventaron un cantar contra el Círculo. Decía así:
Los niños pobres no quieren
ir a la Libre Hermandad,
los niños pobres prefieren
la Cristiana Caridad.
La _cristiana caridad_ y la perfección de la rima revelaban el estilo de
don Custodio el beneficiado, que era--a tanto había llegado--director de
las Escuelas Dominicales de niñas pobres.
La Libre Hermandad se hubiera muerto de consunción sin el valeroso
sacrificio de su Presidente. Comprendió el señor Guimarán que los
tiempos no estaban para secularizar la caridad y las primeras letras y
presentó su dimisión «sacrificándose, decía, no a las imposiciones del
fanatismo, sino al bien de los niños abandonados». Con la dimisión de
don Pompeyo y la feliz idea de crear la junta agregada de damas
_protectrices_ ganó algo la sociedad benéfica, y ya no se la hizo
guerra sin cuartel. Pero aún no había lavado su pecado original que
llevaba en el nombre. El Provisor despreciaba el tal círculo.
Visitación fue la primera dama agregada, por su prurito de agregarse a
todo. Actualmente era la tesorera de las _protectrices_.
Se trataba ahora de borrar los últimos vestigios de herejía o lo que
fuese, congraciándose con la catedral y rogando al señor Obispo que
presidiera el solemne reparto de premios aquel año. «Pero ¿quién le
ponía el cascabel al gato?--Visitación, la del Banco». ¿Quién más a
propósito para tales atrevimientos? Por el bien parecer pidió que en su
visita le acompañase otra dama de _viso_. Ninguna quiso ir, no se
atrevían. Se votó y se nombró a Olvido Páez, por la representación de su
papá y lo bienquista que era la joven en Palacio.
--«Sí--decía en la junta Visitación--que venga Olvido; así no creerá el
Magistral que el tiro va contra él; porque, como a mí no me puede
ver...».
Y era verdad; el Magistral despreciaba a la del Banco y la tenía por una
grandísima cualquier cosa. Era de las pocas señoras que ayudaban al
Arcediano en su conspiración contra el Vicario general. Sin embargo,
Visita confesaba a veces con don Fermín, a pesar de los desaires de
este. «Ya sabía él a qué iba allí aquella buena pécora, pero chasco se
llevaba; la confesaba por los mandamientos y se acabó».
--«¿Y qué más? adelante; ¿y qué más? estilo Ripamilán. A buena parte iba
la correveidile de Glocester».
Fortunato ya había dado palabra de honor de ir a la solemne sesión de La
Libre Hermandad. Esto y el ver allí a la de Páez, su más fiel devota,
agravó el mal humor del Vicario. Le costó trabajo estar fino y cortés y
lo consiguió gracias a la costumbre de dominarse y disimular. Visitación
se complacía en adivinar la cólera del Provisor y le abrumaba a chistes,
y le mareaba con aquel atolondramiento «que a él se le ponía en la boca
del estómago».
--Pero, señoras mías--dijo De Pas--hablemos con formalidad un momento.
--¿Qué? ¿cómo se entiende? ¿quiere usted recoger velas, que se desdiga
S. I.?
--Creo, que...--¡Nada, nada! La palabra es palabra. Nos vamos, nos
vamos; ea, ea, conversación; no oigo nada.... Vamos, Olvido... no oigo...
no oigo....
Por una especie de milagro acústico cada palabra de Visitación sonaba
como siete; parecía que estaba allí perorando toda la junta de
_protectrices_.
Se levantó y se dirigió a la puerta llevando como a remolque a la de
Páez.
El Magistral protestó en vano: «Aquella sociedad la había fundado un
ateo, era enemiga de la Iglesia...».
--No hay tal--gritó desde la puerta Visita--; si así fuera, no
figuraríamos nosotras como damas agregadas.
--Yo lo soy--advirtió la de Páez--por empeño de esta que convenció a
papá.
--Pero, señores, si _La Libre Hermandad_ ha cantado ya la palinodia; si
desde que ingresamos en ella nosotras, se acabó lo de la libertad y toda
esa jarana....
--Tiene razón--se atrevió a decir el Obispo, a quien todavía engañaba el
aturdimiento postizo de la del Banco--; tiene razón esa loquilla....
--¡No tiene tal!--gritó el Provisor, perdiendo un estribo por lo
menos--. No tiene tal; y esto ha sido... una imprudencia.
Visita volvió la cara y sacó la lengua. «¡Cómo le trata!» pensó,
envidiando a un hombre que osaba llamar imprudente al Obispo.
Las damas salieron: S. I. quedó corrido; y después de indicar al
Magistral que las acompañara por los pasillos estrechos y enrevesados,
se puso en salvo, encerrándose en el oratorio, para evitar
explicaciones.
El Magistral no pensó en buscarle.
La de Páez iba con la cabeza baja. Temía también una reprensión del
prebendado. Este aprovechó un momento en que Visita se detuvo para
saludar a una familia que ella había recomendado al Obispo, y
acercándose al oído de la joven dijo en tono de paternal autoridad:
--Ha hecho usted mal, pero muy mal en acompañar a esta... loca.
--Pero si me votaron...--Si usted no fuera de esa junta...--Papá
espera a usted hoy a comer. Iba a escribirle yo misma, pero dese usted
por convidado.
--Bueno, bueno; ¿no le gusta a usted oír las verdades?
--Lo que digo es que papá...--Pues hoy no puedo ir... a comer. Estoy
convidado hace días... otro Francisco que... pero allá nos veremos
dentro de una hora; en cuanto despache de prisa y corriendo....
Se despidieron; las damas salieron a la calle, y el Provisor entró,
dejando atrás pasillos, galerías y salones, en las oficinas del gobierno
eclesiástico.
Llegó a su despacho el señor vicario general, y sin saludar a los que
allí le esperaban, se sentó en un sillón de terciopelo carmesí detrás de
una mesa de ministro cargada de papeles atados con balduque. Apoyó los
codos en el pupitre y escondió la cabeza entre las manos. Sabía que le
esperaban, que pretendían hablarle, pero fingía no notarlo. Esta era una
de las maneras que usaba para hacer sentir el peso de su tiranía; así
pantalones remendados como un afilador de navajas o un limpia-chimeneas,
llegaría la Iglesia a dominar en las regiones en que el poder habita?
--No es eso, hijo mío, no es eso--respondía el Obispo sofocado, con
ganas de meterse debajo de tierra.
Si es una gloria veros vestidos de nuevo; si así debe ser; si ya lo sé.
¿Crees tú que no gozo yo mirándoos a ti y a don Custodio y al primo del
ministro, tan buenos mozos, tan relucientes, tan lechuguinos con vuestro
sombrero de teja cortito, abierto, felpudo...?, pues ya lo creo... si
eso es una bendición de Dios; si así debe ser.... ¿Pero sabes tú quién
es Rosendo? Es un grandísimo pillo que me pide tres pesetas por unas
medias suelas, y ni siquiera tapa un agujerito que le puede salir a la
piel.... Estos son nuevos, palabra de honor que son nuevos, pero se ríen;
¿qué le hemos de hacer si tienen buen humor?
Durante algunos años Fortunato había sido el predicador de moda en
Vetusta. Su antecesor rara vez subía al púlpito, y el verle a él en la
cátedra del Espíritu Santo casi todos los días, despertó la curiosidad
primero, después el interés y hasta el entusiasmo de los fieles. Su
elocuencia era espontánea, ardiente; improvisaba; era un orador
verdadero, valía más que en el papel, en el púlpito, en la ocasión.
Hablaba de repente, llamas de amor místico subían de su corazón a su
cerebro, y el púlpito se convertía en un pebetero de poesía religiosa
cuyos perfumes inundaban el templo, penetraban en las almas. Sin pensar
en ello, Fortunato poseía el arte supremo del escalofrío; sí, los sentía
el auditorio al oír aquella palabra de unción elocuente y santa. La
caridad en sus labios era la necesidad suprema, la belleza suma, el
mayor placer. Cuando Fortunato bajaba de la cátedra deseando a todos la
gloria por los siglos de los siglos, la unción del prelado corría por el
templo como una influencia magnética; parecía que si se tocaban los
cuerpos iban a saltar chispas de caridad eléctrica; el entusiasmo, la
conversión, se leían en miradas y sonrisas; en aquellos momentos los
vetustenses tomaban en serio lo de ser todos hermanos.
Pero esto había sido al principio. Después... el público empezó a
cansarse. Decían que el Obispo _se prodigaba demasiado_. «El Magistral
no se prodigaba».
--Estudia más los sermones--decían unos.
--Es más profundo, aunque menos ardiente.
--Y más elegante en el decir.--Y tiene mejor figura en el púlpito.
--El Magistral es un artista, el otro un apóstol.
Hacía mucho tiempo que Glocester, el Arcediano, no se explicaba por qué
gustaba el Obispo como predicador. «Él confesaba que no entendía
aquello. Era demasiado florido». Para Glocester no pasaba de _mera
retórica_ aquello de abrasarse en amor del prójimo. «Le sonaba a hueco».
--«¿Y el dogma? ¿Y la controversia? El Obispo nunca hablaba mal de
nadie; para él como si no hubiera un grosero materialismo ni una hidra
revolucionaria, ni un satánico _non serviam_ librepensador».
En concepto de Glocester, Camoirán había comenzado a desacreditarse en
los _sermones de la Audiencia_. Todos los viernes de Cuaresma la Real
Audiencia Territorial pagaba y oía con religiosa atención o mística
somnolencia un sermón que alguna notabilidad del púlpito vetustense
predicaba en Santa María, la iglesia antiquísima.
--«Pues bien--decía Glocester--allí no se habla por hablar, ni lo
primero que viene a la boca; allí no basta abrasarse en fuego divino; es
necesario algo más, so pena de ofender la ilustración de aquellos
señores. Se habla a jurisconsultos, a hombres de ciencia, señor mío, y
hay que tentarse la ropa antes de subir a la cátedra sagrada. El Obispo
había hablado a los _señores del margen_, a la Audiencia Territorial ni
más ni menos mal que al común de los fieles».
El actual regente--que no era Quintanar--había dicho, en confianza, a un
oidor que _el sermón no tenía miga_. El oidor había corrido la noticia,
y el fiscal se atrevió a decir que el Obispo no se iba al grano.
Para irse al grano Glocester. Aquel mismo año en que Fortunato lo había
hecho tan mal, en concepto de los señores magistrados, se lució en su
sermón de viernes el sinuoso Arcediano. Ya lo anunciaba él muchos días
antes.
--«Señores, no llamarse a engaño; a mí hay que leerme entre líneas; yo
no hablo para criadas y soldados; hablo para un público que sepa... eso,
leer entre líneas».
La musa de Glocester era la ironía. Aquel viernes memorable, Mourelo se
presentó en el púlpito sonriente, como solía (ocho días antes se había
desacreditado el Obispo), saludó al altar, saludó a la Audiencia y se
dignó saludar al católico auditorio. Su mirada escudriñó los rincones de
la Iglesia para ver si, conforme le habían anunciado, algún
libre-pensadorzuelo de Vetusta, de esos que estudian en Madrid y vuelven
podridos, estaba oyéndole. Vio dos o tres que él conocía, y pensó: «Me
alegro; ahora veréis lo que es bueno». El regente--que no era
Quintanar--con el entrecejo arrugado y la toga tersa, sentado en medio
de la nave en un sillón de terciopelo y oro, contemplaba al predicador,
preparándose a separar el grano de la paja, dado que hubiera de todo.
Otros magistrados, menos inclinados a la crítica, se disponían a dormir
disimuladamente, valiéndose de recursos que les suministraba la
experiencia de estrados.
Glocester se fue al grano en seguida. La antífrasis, el eufemismo, la
alusión, el sarcasmo, todos los proyectiles de su retórica, que él creía
solapada y hábil, los arrojó sobre el impío Arouet, como él llamaba a
Voltaire siempre. Porque Mourelo andaba todavía a vueltas con el pobre
Voltaire; de los modernos impíos sabía poco; algo de Renan y de algún
apóstata español, pero nada más. Nombres propios casi ninguno: el
grosero materialismo, el asqueroso sensualismo, los cerdos de los
establos de Epicuro y otras colectividades así hacían el gasto; pero
nada de Strauss ni de las luchas exegéticas de Tubinga y Götinga: amigo,
esto quedaba para el Magistral, con no poca envidia de Glocester.
Voltaire, y a veces el extraviado filósofo ginebrino, pagaban el pato.
Pero no; otro caballo de batalla tenía el Arcediano: el paganismo, la
antigua idolatría. Aquel día, el viernes, estuvo oportunísimo burlándose
de los egipcios. Al regente le costó trabajo contener la risa, que
procuraba excitar Glocester.
Aquellos grandísimos puercos que adoraban gatos, puerros y cebollas, le
hacían mucha gracia al orador sagrado. «¡Con qué sandunga les tomaba el
pelo a los egipcios!», según expresión de Joaquinito Orgaz, religioso
por buen tono y que creía sinceramente que era un disparate la
idolatría.
--«Sí, Señor Excelentísimo, sí, católico auditorio, aquellos habitantes
de las orillas del Nilo, aquellos ciegos cuya sabiduría nos mandan
admirar los autores impíos, adoraban el puerro, el ajo, la cebolla».
_«¡Risum teneatis! ¡Risum teneatis!»_ repetía encarándose con el perro
de San Roque, que estaba con la boca abierta en el altar de enfrente. El
perro no se reía.
Cerca de media hora estuvo abrumando a los Faraones y sus súbditos con
tales cuchufletas. «¿Dónde tenían la cabeza aquellos hombres que
adoraban tales inmundicias?».
Ronzal, Trabuco, que admiró aquel sermón, dos meses después sacaba
partido de las citas de Glocester en las discusiones del Casino, y
decía:
--«Señores, lo que sostengo aquí y en todos los terrenos, es que si
proclamamos la libertad de cultos y el matrimonio civil, pronto
volveremos a la idolatría, y seremos como los antiguos egipcios,
adoradores de Isis y _Busilis_; una gata y un perro según creo».
El regente opinó, y con él toda la Territorial, que el señor Mourelo,
arcediano, había estado a mayor altura que el señor Obispo. Esto cundió
por las tertulias, corrillos y paseos, y cuantos pretendían pasar plaza
de personas instruidas, lamentaron que no hubiera más fondo en los
sermones del prelado, que no se preparase y que _se prodigara tanto_.
Al cabo, la opinión llegó a decir esto, aunque ya sin el visto bueno de
Glocester:
--«Que había que desengañarse; el verdadero predicador de Vetusta era el
Magistral».
Pronto fue tal opinión un lugar común, una frase hecha, y desde entonces
la fama del Obispo como orador se perdió irremisiblemente. Cuando en
Vetusta se decía algo por rutina, era imposible que idea contraria
prevaleciese.
Y así, fue en vano que en cierto sermón de Semana Santa Fortunato
estuviera sublime al describir la crucifixión de Cristo.
Era en la parroquia de San Isidro, un templo severo, grande; el recinto
estaba casi en tinieblas; tinieblas como reflejadas y multiplicadas por
los paños negros que cubrían altares, columnas y paredes; sólo allá, en
el tabernáculo, brillaban pálidos algunos cirios largos y estrechos,
lamiendo casi con la llama los pies del Cristo, que goteaban sangre; el
sudor pintado reflejaba la luz con tonos de tristeza. El Obispo hablaba
con una voz de trueno lejano, sumido en la sombra del púlpito; sólo se
veía de él, de vez en cuando, un reflejo morado y una mano que se
extendía sobre el auditorio. Describía el crujir de los huesos del pecho
del Señor al relajar los verdugos las piernas del mártir, para que
llegaran los pies al madero en que iban a clavarlos. Jesús se encogía,
todo el cuerpo tendía a encaramarse, pero los verdugos forcejeaban;
ellos vencerían. «¡Dios mío! ¡Dios mío!», exclamaba el Justo, mientras
su cuerpo dislocado se rompía dentro con chasquidos sordos. Los verdugos
se irritaban contra la propia torpeza; no acababan de clavar los pies....
Sudaban jadeantes y maldicientes; su aliento manchaba el rostro de
Jesús.... «¡Y era un Dios! ¡el Dios único, el Dios de ellos, el nuestro,
el de todos! ¡Era Dios!...» gritaba Fortunato horrorizado, con las manos
crispadas, retrocediendo hasta tropezar con la piedra fría del pilar;
temblando ante una visión, como si aquel aliento de los sayones hubiese
tocado su frente, y la cruz y Cristo estuvieran allí, suspendidos en la
sombra sobre el auditorio, en medio de la nave. La inmensa tristeza, el
horror infinito de la ingratitud del hombre matando a Dios, absurdo de
maldad, los sintió Fortunato en aquel momento con desconsuelo inefable,
como si un universo de dolor pesara sobre su corazón. Y su ademán, su
voz, su palabra supieron decir lo indecible, aquella pena. Él mismo,
aunque de lejos, y como si se tratara de otro, comprendió que estaba
siendo sublime; pero esta idea pasó como un relámpago, se olvidó de sí,
y no quedó en la Iglesia nadie que comprendiera y sintiera la elocuencia
del apóstol, a no ser algún niño de imaginación fuerte y fresca que por
vez primera oía la descripción de la escena del Calvario.
A las pausas elocuentes, cargadas de efectos patéticos, a que obligaba
al Obispo la fuerza de la emoción, contestaban abajo los suspiros de
ordenanza de las beatas, plebeyas y aldeanas, que eran la mayoría del
auditorio. Eran los sollozos indispensables de los días de Pasión, los
mismos que se exhalaban ante un sermón de cura de aldea, mitad suspiros,
mitad eruptos de la vigilia.
Las señoras no suspiraban; miraban los devocionarios abiertos y hasta
pasaban hojas. Los inteligentes opinaban que el prelado «se había
descompuesto», tal vez se había perdido. «Aquello era sacar el Cristo».
El púlpito no era aquello. Glocester, desde un rincón, se escandalizaba
para sus adentros. «¡Pero _eso_ es un cómico!» pensaba; y pensaba
repetirlo en saliendo. Creía haber encontrado una frase: «¡Pero _eso_ es
un cómico!».
El Magistral no era cómico, ni trágico, ni épico. «No le gustaba sacar
el Cristo». En general prescindía en sus sermones de la epopeya
cristiana y pocas veces predicó en la Semana de Pasión. «Rehuía los
lugares comunes», según don Saturnino Bermúdez. La verdad era que De
Pas no tenía en su imaginación la fuerza plástica necesaria para pintar
las escenas del Nuevo Testamento con alguna originalidad y con vigor.
Cada vez que necesitaba repetir lo de: «_Y el verbo se hizo carne_» en
lugar del pesebre y el Niño Dios veía, dentro del cerebro, las letras
encarnadas del Evangelio de San Juan, en un cuadro de madera en medio de
un altar: _Et Verbum caro factum est_.
En cierta época, cuando era joven, al pensar en estas cosas la duda le
había atormentado tantas veces con punzadas de remordimiento, si quería
figurarse la vida de Jesús, que ya tenía miedo de tales imágenes; huía
de ellas, no quería quebraderos de cabeza. «Bastante tenía él en qué
pensar». Era un iconoclasta para sus adentros. Le faltaba el gusto de
las artes plásticas; y, sin atreverse a decirlo, opinaba que los
cuadros, aunque fuesen de grandes pintores, profanaban las iglesias. Del
dogma le gustaba la teología pura, la abstracción, y al dogma prefería
la moral. La vocación de la filosofía teológica y el prurito de la
controversia habían nacido ya en el seminario; su espíritu se había
empapado allí de la pasión de escuela, que suple muchas veces al
entusiasmo de la verdadera fe. La experiencia de la vida había
despertado su afición a los estudios morales. Leía con deleite los
_Caracteres de La Bruyère_; de los libros de Balmes sólo admiraba _El
Criterio_ y--¡quien se lo hubiera dicho al señor Carraspique!--en las
novelas, prohibidas tal vez, de autores contemporáneos, estudiaba
costumbres, temperamentos, buscaba observaciones, comparando su
experiencia con la ajena.
¡Cuántas veces sonreía el Magistral con cierta lástima al leer en un
autor impío las aventuras ideales de un presbítero! «¡Qué de escrúpulos!
¡qué de sinuosidades! ¡cuántos rodeos para pecar! y después ¡qué de
remordimientos! Estos liberales--añadía para sí--ni siquiera saben tener
mala intención. Estos curas se parecen a los míos como los reyes de
teatro se parecen a los reyes».
Los sermones de don Fermín tenían por asunto casi siempre o la lucha con
la impiedad moderna, la controversia de actualidad, o los vicios y
virtudes y sus consecuencias. Él prefería esta última materia. De vez en
cuando, para conservar su fama de sabio entre las _personas ilustradas_
de Vetusta, la emprendía con los infieles y herejes. Pero no se
remontaba a los egipcios, ni siquiera a Voltaire. Los herejes que
descuartizaba el Magistral eran frescos. Atacaba a los protestantes; se
burlaba con gracia de sus discusiones, buscaba con arte el lado flaco de
sus doctrinas y de su disciplina eclesiástica. Describiendo a veces los
Consistorios de Berlín hacía pensar al auditorio: «¡Pero aquellos
desgraciados están locos!».
No era su afán pintar a los enemigos como criminales encenagados en el
error, que es delito, sino como duros de mollera. La vanidad del
predicador comunicaba luego con la de sus oyentes y se hacía una sola;
nacía el entusiasmo cordial, magnético de dos vanidades conformes.
«¡Lástima que tantos y tantos millones de hombres como viven en las
tinieblas de la idolatría, de la herejía, etc., no tuviesen el talento
natural de los vetustenses apiñados en el crucero de la catedral,
alrededor del público! La salvación del mundo sería un hecho».
El empeño constante del Magistral en la _cátedra_ era demostrar
«matemáticamente» la verdad del dogma. «Prescindamos por un momento del
auxilio de la fe, ayudémonos sólo de nuestra razón.... Ella basta para
probar...». ¡Gran interés ponía en que la razón bastase! «La razón no
explica los misterios, es verdad: pero explica que no se
expliquen».--«Esto es mecánico», repetía, descendiendo gustoso al estilo
familiar. En tales momentos su elocuencia era sincera; cuando traía
entre ceja y ceja un argumento, cuando se esforzaba en demostrar por su
_a+b_ teológico-racional cualquier artículo de fe, hablaba con calor,
con entusiasmo. Entonces, sólo entonces se descomponía un poco; dejaba
los ademanes acompasados, suaves, académicos, y encogía las piernas, se
bajaba como un cazador en acecho, para disparar sobre el argumento
contrario, daba palmadas rápidas, sin medida sobre el púlpito, se
arrugaba su frente, se erizaban las puntas de acero que tenía en los
ojos, y la voz se transformaba en trompeta desapacible y algo ronca....
Pero ¡ay! esto era perderse. _Su_ público no entendía aquello... y De
Pas volvía a ser quien era, se erguía, doblaba las puntas de acero y
tornaba a descargar citas sobre los abrumados vetustenses, que salían de
allí con jaqueca y diciendo:
«¡Qué hombre! ¡qué sabiduría! ¿cuándo aprenderá estas cosas? ¡Sus días
deben de ser de cuarenta y ocho horas!».
Las damas, aunque admiraban también aquello de que Renan copia a los
alemanes, y lo de que no hay más sabios que el P. Secchi y otros cinco o
seis jesuitas, con lo demás de Götinga y de Tubinga y lo del
orientalista Oppert, etc., etc., preferían oír al Magistral en sus
_sermones de costumbres_ y él también prefería agradar a las señoras.
Si en los asuntos dogmáticos buscaba el auxilio de _la sana razón_, en
los temas de moral iba siempre a parar a la utilidad. La salvación era
un negocio, el gran negocio de la vida. Parecía un Bastiat del púlpito.
«El interés y la caridad son una misma cosa. Ser bueno es _entenderla_».
Los muchos indianos que oían al Magistral sonreían de placer ante
aquellas fórmulas de la salvación.
«¡Quién se lo hubiera dicho! después de haber hecho su fortuna en
América, ahora en el _país natal_, sin moverse de casa, podían ganar
fácilmente el cielo. ¡Habían nacido de pies!». Según De Pas, los
malvados eran otros tontos, como los herejes. Y también aquello era
mecánico, también lo demostraba por _a+b_. Pintaba a veces, con rasgos
dignos de Molière o de Balzac, el tipo del avaro, del borracho, del
embustero, del jugador, del soberbio, del envidioso, y después de las
vicisitudes de una existencia mísera resultaba siempre que _lo peor era
para él_.
Su estudio más acabado era el del joven que se entrega a la lujuria. Le
presentaba primero fresco, colorado, alegre, como una flor, lleno de
gracia, de sueños de grandezas, esperanza de los suyos y de la patria...
y después, seco, frío, hastiado, mustio, inútil.
Casi siempre se olvidaba de decir la que les esperaba a las víctimas del
vicio en el otro mundo. Aquella moral utilitaria la entendían las
señoras y los indianos perfectamente. El resumen que hacían de ella en
sus adentros era este:
«¡Guarda Pablo!». «¡Qué razón tiene!», pensaban muchas damas al oírle
hablar del adulterio. Las más de estas eran _mujeres honradas_ que no
habían sido adúlteras, que no habían hecho más que _tontear, como
todas_. En ocasiones se les figuraba a las apasionadas de don Fermín que
el imprudente contaba desde el púlpito lo que ellas le habían dicho en
el confesonario.
También en el tribunal de la penitencia había derrotado el Provisor al
Obispo.
Cuando Camoirán llegó a Vetusta, se vio acosado por el _bello sexo_ de
todas las clases: todas querían al Obispo por padre espiritual. Pero en
el confesonario se desacreditó antes que en el púlpito. ¡Era tan soso! Y
tenía la manga muy estrecha y sin gracia. Preguntaba poco y mal. Hablaba
mucho y a todas les decía casi lo mismo. Además, era demasiado
madrugador y ni siquiera guardaba consideraciones a las señoras
delicadas. Se ponía en el confesonario al ser de día.
Se le fue dejando poco a poco. Aquello de tener que mezclarse en la
capilla de la Magdalena (del trasaltar) con multitud de criadas y beatas
pobres, tenía poca gracia. Y el Obispo las iba llamando por _rigorosa
antigüedad_, como en una peluquería, sin tener en cuenta si eran amas o
criadas. «Era demasiado _hacer el apóstol_». Se le dejó.
Pronto se vio rodeado nada más de populacho madrugador. Canteros,
albañiles, zapateros y armeros carlistas, beatas pobres, criadas tocadas
de misticismo más o menos auténtico, chalequeras y ribeteadoras, este
fue su pueblo de penitentes bien pronto. «Por eso él se quejaba, muy
afligido, de las malas costumbres y de los muchos nacimientos ilegítimos
que debía de haber, según su cuenta. ¡Si tratara con señoritas!».
En una ocasión llegó a decirle al Gobernador civil:
--Hombre, ¿no estaría en sus atribuciones de usted prohibir el paseo de
la zapatilla?
Aludía el Obispo al paseo de los artesanos en el _Boulevard_, entre luz
y luz.
Creía que de allí y de los bailes peseteros del teatro nacía la
corrupción creciente de Vetusta.
Así era el buen Fortunato Camoirán, prelado de la diócesis exenta de
Vetusta la muy noble ex-corte; aquel humilde Obispo a quien el Provisor
en cuanto entró en el salón reprendió con una mirada como un rayo.
El Obispo estaba sentado en un sillón y las dos señoras en el sofá.
Eran Visita, la del Banco, y Olvido Páez, la hija de Páez el Americano,
el segundo millonario de la Colonia.
El Obispo al ver al Magistral se ruborizó, como un estudiante de latín
sorprendido por sus mayores con la primera tagarnina.
«¿Qué era aquello?», quería decir la mirada del Magistral, que saludó a
las señoras inclinándose con gracia y coquetería inocente. «¡Unas
señoras con el Obispo! ¡Y ningún caballero las acompañaba! Esto era
nuevo».
Cosas de Visitación. Se trataba de seducir a su Ilustrísima para que
fuese a honrar con su presencia el solemne reparto de premios a la
virtud, _organizado_ por cierto circulo filantrópico. El círculo se
llamaba _La Libre Hermandad_, nombre feo, poco español y con olor nada
santo. En tal sociedad había una junta de caballeros y otra _agregada_
de damas _protectrices_ (gramática del Presidente del círculo.)
_La Libre Hermandad_ se había fundado con ciertos aires de institución
independiente _de todo yugo religioso_, y su primer presidente fue el
señor don Pompeyo Guimarán, que de milagro no estaba excomulgado y que
no comulgaba jamás.
Era el círculo algo como una oposición a _Las Hermanitas de los
Pobres_, a la _Santa Obra del Catecismo_, a las _Escuelas Dominicales_,
etc., etc. Desde luego se le declaró la guerra por el elemento religioso
y a los pocos meses no había un pobre en todo el Ayuntamiento de Vetusta
que quisiera las limosnas, los premios, ni la enseñanza de _La Libre
Hermandad_.
Las niñas de las _Escuelas Dominicales_ y los chiquillos del
_Catecismo_, que cantaban por las calles en vez de coplas profanas el
Santo Dios, Santo Fuerte,
Santo Inmortal,
y lo de
Venid y vamos todos
con flores a María,
inventaron un cantar contra el Círculo. Decía así:
Los niños pobres no quieren
ir a la Libre Hermandad,
los niños pobres prefieren
la Cristiana Caridad.
La _cristiana caridad_ y la perfección de la rima revelaban el estilo de
don Custodio el beneficiado, que era--a tanto había llegado--director de
las Escuelas Dominicales de niñas pobres.
La Libre Hermandad se hubiera muerto de consunción sin el valeroso
sacrificio de su Presidente. Comprendió el señor Guimarán que los
tiempos no estaban para secularizar la caridad y las primeras letras y
presentó su dimisión «sacrificándose, decía, no a las imposiciones del
fanatismo, sino al bien de los niños abandonados». Con la dimisión de
don Pompeyo y la feliz idea de crear la junta agregada de damas
_protectrices_ ganó algo la sociedad benéfica, y ya no se la hizo
guerra sin cuartel. Pero aún no había lavado su pecado original que
llevaba en el nombre. El Provisor despreciaba el tal círculo.
Visitación fue la primera dama agregada, por su prurito de agregarse a
todo. Actualmente era la tesorera de las _protectrices_.
Se trataba ahora de borrar los últimos vestigios de herejía o lo que
fuese, congraciándose con la catedral y rogando al señor Obispo que
presidiera el solemne reparto de premios aquel año. «Pero ¿quién le
ponía el cascabel al gato?--Visitación, la del Banco». ¿Quién más a
propósito para tales atrevimientos? Por el bien parecer pidió que en su
visita le acompañase otra dama de _viso_. Ninguna quiso ir, no se
atrevían. Se votó y se nombró a Olvido Páez, por la representación de su
papá y lo bienquista que era la joven en Palacio.
--«Sí--decía en la junta Visitación--que venga Olvido; así no creerá el
Magistral que el tiro va contra él; porque, como a mí no me puede
ver...».
Y era verdad; el Magistral despreciaba a la del Banco y la tenía por una
grandísima cualquier cosa. Era de las pocas señoras que ayudaban al
Arcediano en su conspiración contra el Vicario general. Sin embargo,
Visita confesaba a veces con don Fermín, a pesar de los desaires de
este. «Ya sabía él a qué iba allí aquella buena pécora, pero chasco se
llevaba; la confesaba por los mandamientos y se acabó».
--«¿Y qué más? adelante; ¿y qué más? estilo Ripamilán. A buena parte iba
la correveidile de Glocester».
Fortunato ya había dado palabra de honor de ir a la solemne sesión de La
Libre Hermandad. Esto y el ver allí a la de Páez, su más fiel devota,
agravó el mal humor del Vicario. Le costó trabajo estar fino y cortés y
lo consiguió gracias a la costumbre de dominarse y disimular. Visitación
se complacía en adivinar la cólera del Provisor y le abrumaba a chistes,
y le mareaba con aquel atolondramiento «que a él se le ponía en la boca
del estómago».
--Pero, señoras mías--dijo De Pas--hablemos con formalidad un momento.
--¿Qué? ¿cómo se entiende? ¿quiere usted recoger velas, que se desdiga
S. I.?
--Creo, que...--¡Nada, nada! La palabra es palabra. Nos vamos, nos
vamos; ea, ea, conversación; no oigo nada.... Vamos, Olvido... no oigo...
no oigo....
Por una especie de milagro acústico cada palabra de Visitación sonaba
como siete; parecía que estaba allí perorando toda la junta de
_protectrices_.
Se levantó y se dirigió a la puerta llevando como a remolque a la de
Páez.
El Magistral protestó en vano: «Aquella sociedad la había fundado un
ateo, era enemiga de la Iglesia...».
--No hay tal--gritó desde la puerta Visita--; si así fuera, no
figuraríamos nosotras como damas agregadas.
--Yo lo soy--advirtió la de Páez--por empeño de esta que convenció a
papá.
--Pero, señores, si _La Libre Hermandad_ ha cantado ya la palinodia; si
desde que ingresamos en ella nosotras, se acabó lo de la libertad y toda
esa jarana....
--Tiene razón--se atrevió a decir el Obispo, a quien todavía engañaba el
aturdimiento postizo de la del Banco--; tiene razón esa loquilla....
--¡No tiene tal!--gritó el Provisor, perdiendo un estribo por lo
menos--. No tiene tal; y esto ha sido... una imprudencia.
Visita volvió la cara y sacó la lengua. «¡Cómo le trata!» pensó,
envidiando a un hombre que osaba llamar imprudente al Obispo.
Las damas salieron: S. I. quedó corrido; y después de indicar al
Magistral que las acompañara por los pasillos estrechos y enrevesados,
se puso en salvo, encerrándose en el oratorio, para evitar
explicaciones.
El Magistral no pensó en buscarle.
La de Páez iba con la cabeza baja. Temía también una reprensión del
prebendado. Este aprovechó un momento en que Visita se detuvo para
saludar a una familia que ella había recomendado al Obispo, y
acercándose al oído de la joven dijo en tono de paternal autoridad:
--Ha hecho usted mal, pero muy mal en acompañar a esta... loca.
--Pero si me votaron...--Si usted no fuera de esa junta...--Papá
espera a usted hoy a comer. Iba a escribirle yo misma, pero dese usted
por convidado.
--Bueno, bueno; ¿no le gusta a usted oír las verdades?
--Lo que digo es que papá...--Pues hoy no puedo ir... a comer. Estoy
convidado hace días... otro Francisco que... pero allá nos veremos
dentro de una hora; en cuanto despache de prisa y corriendo....
Se despidieron; las damas salieron a la calle, y el Provisor entró,
dejando atrás pasillos, galerías y salones, en las oficinas del gobierno
eclesiástico.
Llegó a su despacho el señor vicario general, y sin saludar a los que
allí le esperaban, se sentó en un sillón de terciopelo carmesí detrás de
una mesa de ministro cargada de papeles atados con balduque. Apoyó los
codos en el pupitre y escondió la cabeza entre las manos. Sabía que le
esperaban, que pretendían hablarle, pero fingía no notarlo. Esta era una
de las maneras que usaba para hacer sentir el peso de su tiranía; así
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