La Regenta - 22

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Al lado de sus enfermos siempre estaba de broma.
--«¿Con que se nos quiere usted morir, señor Fulano? Pues vive Dios, que
lo hemos de ver..., etc.».
Esta era una frase sacramental; pero tenía otras muchas. Así se había
hecho rico. No usaba muchos términos técnicos, porque, según él, a los
profanos no se les ha de asustar con griego y latín. No era pedante,
pero cuando le apuraban un poco, cuando le contradecían, invocaba el
sacrosanto nombre de la ciencia, como si llamase al comisario de
policía.
«La ciencia manda esto; la ciencia ordena lo otro».
Y no se le había de replicar.
Aparte la ciencia, que no era su terreno propio, don Robustiano podía
apostar con cualquiera a campechano, alegre, simpático, y hasta hombre
de excelente sentido y no escasa perspicacia. Pecaba de hablador.
Al Magistral no le podía tragar, pero temía su influencia en las casas
nobles y le trataba con fingida franqueza y amabilidad falsa.
De Pas le tenía a él por un grandísimo majadero, pero le tributaba la
cortesía que empleaba siempre en el trato, sin distinguir entre
majaderos y hombres de talento.
--¡Oh, mi señor don Fermín! cuánto bueno.... Llega usted a tiempo, amigo
mío; el primo está inconsolable. ¡Buen día de su santo! Le he dicho la
verdad, toda la verdad; y, es claro, ahora que la cosa no tiene remedio,
se desespera.... Es decir, remedio... yo creo que sí... pero estas ideas
exageradas que... en fin, a usted se le puede hablar con franqueza,
porque es una persona ilustrada.
--¿Qué hay, don Robustiano? ¿Viene usted de las Salesas?
--Sí, señor; de aquella pocilga vengo.
--¿Cómo está Rosita?
--¿Qué Rosita? ¡Si ya no hay Rosita! Si ya se acabó Rosita; ahora es Sor
Teresa, que no tiene rosas ni en el nombre, ni en las mejillas.
Don Robustiano se acercó al Magistral; miró a todos los rincones, a
todas las puertas, y con la mano delante de la boca, dijo:
--¡Aquello es el acabose!
El Magistral sintió un escalofrío.
--¿Usted cree?--Sí, creo en una catástrofe próxima. Es decir, distingo,
distingo en nombre de la ciencia. Yo, Somoza, no puedo esperar nada
bueno; yo, hombre de ciencia, necesito declarar, primero: que si la niña
sigue respirando en aquel _medio_... no hay salvación, pero si se la
saca de allí... tal vez haya esperanza; segundo: que es un crimen, un
crimen de lesa humanidad no poner los medios que la ciencia aconseja....
Señor Magistral, usted que es una persona ilustrada, ¿cree usted que la
religión consiste en dejarse morir junto a un albañal? Porque aquello es
una letrina; sí señor, una cloaca.
--Ya sabe usted que es una residencia interina. Las Salesas están
haciendo, como usted sabe, su convento junto a la fábrica de pólvora.
--Sí, ya sé; pero cuando el convento esté edificado y las mujeres puedan
trasladarse a él, nuestra Rosita habrá muerto.
--Señor Somoza, el cariño le hace a usted, acaso, ver el peligro mayor
de lo que es.
--¿Cómo mayor, señor De Pas? ¿Querrá usted saber más que la ciencia? Ya
le he dicho a usted lo que la ciencia opina: segundo: que es un crimen
de lesa humanidad.... ¡Oh! ¡Si yo cogiera al curita que tiene la culpa
de todo esto! Porque aquí anda un cura, señor Magistral, estoy seguro...
y usted dispense... pero ya sabe usted que yo distingo entre clero y
clero; si todos fueran como usted.... ¿A que mi señor don Fermín no
aconseja a ningún padre que tenga cuatro hijas como cuatro soles, que
las haga monjas una por una a todas, como si fueran los carneros de
Panurgo?
El Magistral no pudo menos de sonreír, recordando que los carneros de
Panurgo no habían sido monjas ni frailes. Pero don Robustiano repetía lo
de los carneros de Panurgo, sin saber qué ganado era aquel, como no
sabía otras muchas cosas. Ya queda dicho que él no leía libros: le
faltaba tiempo.
Don Fermín pensaba: «¿Serán indirectas las necedades de este majadero?».
--Yo sospecho--continuó el doctor--que mi pobre Carraspique está
supeditado a la voluntad de algún fanático, v. gr. el Rector del
Seminario. ¿No le parece a usted que puede ser el señor Escosura, ese
Torquemada _pour rire_, el que ha traído a esta casa tanta desgracia?
--No, señor; no creo que sea ese, ni que haya en esta casa tanta
desgracia como usted dice.
--¡Van ya dos niñas al hoyo!
--¿Cómo al hoyo?--O al convento, llámelo usted hache.
--Pero el convento no es la muerte; como usted comprende, yo no puedo
opinar en este punto....
--Sí, sí, comprendo y usted dispense. Pero en fin, ya que existen
conventos, señor, que los construyan en condiciones higiénicas. Si yo
fuera gobierno, cerraba todos los que no estuvieran reconocidos por la
ciencia. La higiene pública prescribe....
El señor Somoza expuso latamente varias vulgaridades relativas a la
renovación del aire, a la calefacción, aeroterapia y demás asuntos de
folletín semicientífico. Después volvió a la desgracia de aquella casa.
--¡Cuatro hijas y dos ya monjas! Esto es absurdo.
--No, señor; absurdo no, porque son ellas las que libremente escogen....
--¡Libremente! ¡libremente! Ríase usted, señor Magistral, ríase usted,
que es una persona tan ilustrada, de esa pretendida libertad. ¿Cabe
libertad donde no hay elección? ¿Cabe elección donde no se conoce más
que uno de los términos en que ha de consistir?
Don Robustiano hablaba casi como un filósofo cuando se acaloraba.
--Si a mí no se me engaña--continuó--; si yo conozco bien esta comedia.
¿No ve usted, señor mío, que yo las he visto nacer a todas ellas, que
las he visto crecer, que he seguido paso a paso todas las vicisitudes de
su existencia? Verá usted el sistema.
Don Robustiano se sentó, y prosiguió diciendo:
--Hasta que tienen quince o dieciséis años las hijas de mis primos no
ven el mundo. A los diez o los once van al convento; allí sabe Dios lo
que les pasa; ellas no lo pueden decir, porque las cartas que escriben
las dictan las monjas y están siempre cortadas por el mismo patrón,
según el cual, «aquello es el Paraíso». A los quince años vuelven a
casa; no traen voluntad; esta facultad del alma, o lo que sea, les queda
en el convento como un trasto inútil. Para dar una satisfacción al
mundo, a la opinión pública, desde los quince a los dieciocho o
diecinueve, se representa la farsa piadosa de hacerles ver el siglo...
por un agujero. Esta manera de ver el mundo es muy graciosa, mi señor
don Fermín. ¿Recuerda usted el convite de la cigüeña? Pues eso. Las
niñas ven el mundo, dentro de la redoma, pero no lo pueden catar. ¿A los
bailes? Dios nos libre. ¿Al teatro? Abominación. ¡A la novena, al
sermón! y de Pascuas a Ramos un paseíto con la mamá por el Espolón o el
Paseo de Verano; los ojitos en el suelo; no se habla con nadie; y en
seguida a casa. Después viene la gran prueba: el viaje a Madrid. Allí se
ven las fieras del Retiro, el Museo de Pinturas, el Naval, la Armería;
nada de teatros ni de bailes que aún son más peligrosos que en Vetusta:
correr calles, ver mucha gente desconocida, despearse y a casa. Las
niñas vuelven a su tierra diciendo de todo corazón que se han aburrido
en la Corte, que su convento de su alma, que cuánto más se divertían
allí con las Madres y las compañeras. Vuelta a Vetusta. Un mozalbete se
enamora de cualquiera de las niñas... _¡Vade retro!_ Se le despide con
cajas destempladas. En casa se rezan todas las horas canónicas;
maitines, vísperas... después el rosario con su coronilla, un
padrenuestro a cada santo de la Corte Celestial; ayunos, vigilias; y
nada de balcón, ni de tertulia, ni de amigas, que son peligrosas.... Eso
sí, tocar el piano si se quiere y coser a discreción. Como artículo de
lujo se permite a las niñas que se rían a su gusto con los chistes del
Arcediano, el diplomático señor Mourelo, alias Glocester. Suelta el buen
mozo torcido una gracia babosa, las niñas la ríen, al papá se le cae la
baba también ¡mísero Carraspique! y _tutti contenti_. El Arcediano no es
el cura que hay aquí oculto, no; ese representa la parte contraria, el
demonio o el mundo; pero, como es natural, a las niñas les parece que el
atractivo mundanal reducido al gracejo de Mourelo es poca cosa; y, en
cambio, el claustro ofrece goces puros y cierta libertad, sí señor,
cierta libertad, si se compara con la vida archimonástica de lo que yo
llamo la Regla de doña Lucía, mi prima carnal. ¡Oh, señor de Pas, fácil
victoria la de la Iglesia! Las niñas en vista de que Vetusta es andar de
templo en templo con los ojos bajos; Madrid ir de museo en museo
rompiéndose los pies y tropezando; el hogar un cuartel místico, con
chistes de cura por todo encanto, resuelven _libremente_ meterse
monjas, para gozar un poco de... de autonomía, como dicen los
liberalotes, que nos dan una libertad parecida a la que gozan las hijas
de Carraspique.
El Magistral oyó con paciencia el discurso del médico y, por decir algo,
dijo:
--No podrá usted negar que en esta casa el trato es jovial, franco; a
cien leguas de toda gazmoñería.
--¡Otra farsa! No sé quién diablos ha enseñado a mi prima esta comedia.
El que entra aquí piensa que es calumnia lo que se cuenta de la rigidez
monástica de este hogar honrado, pero aburrido. Las apariencias engañan.
Esta alegría sin saber por qué, estas bromitas de clerigalla, y usted
dispense, esta tolerancia formal, puramente exterior, sin disimulos para
tapar la boca a los profanos.
El Magistral miraba al médico con gran curiosidad y algo de asombro.
«¿Cómo aquel hombre de tan escasas luces discurría así en tal materia?
¿Sabía Somoza que era él y nadie más el _cura oculto_, el jefe
espiritual de aquella casa? Si lo sabía ¿cómo le hablaba así? ¿También
los tontos tenían el arte de disimular?».
Entró Carraspique en el salón. Traía los ojos húmedos de recientes
lágrimas. Abrazó al Magistral y le suplicó fervorosamente que fuese a
las Salesas a ver cómo estaba su hija; él no tenía valor para ir en
persona. Don Fermín prometió ir aquel mismo día.
Somoza volvió a describir la falta de _condiciones higiénicas_ del
convento.
--Pero ¿qué quieres que haga, primo mío?
--Hijo, yo nada; yo no quiero nada, porque sé cómo sois. Pero lo que
digo es lo siguiente: la niña está muy enferma, y no por culpa suya; su
naturaleza era fuerte; en su _constitución_ no hay vicio alguno; pero no
le da el sol nunca y se la está comiendo la humedad; necesita calor y
no lo tiene; luz y allí le falta; aire puro y allí se respira la peste;
ejercicio y allí no se mueve; distracciones y allí no las hay; buen
alimento y allí come mal y poco..., pero no importa; Dios está
satisfecho por lo visto. ¿Cuál es la perfección? La vida entre dos
alcantarillas. ¿El mundo está perdido? Pues vámonos a vivir metiditos en
un... inodoro.
Y como esta palabra, si bien le parecía culta, no expresaba lo que él
quería, sino lo contrario, añadió:
--En un inodoro... que es la _antítesis_--así dijo--de un inodoro.
--En fin, señores--prosiguió--ustedes defienden el absurdo y ahí no
llega mi paciencia. Resumen; la ciencia ofrece la salud de Rosita con
aires de aldea, allá junto al mar; vida alegre, buenos alimentos, carne
y leche sobre todo... sin esto... no respondo de nada.
Cogió el sombrero y el bastón de puño de oro; saludó con una cabezada al
Magistral y salió murmurando:
--A lo menos San Simeón Estilita estaba sobre una columna, pero no era
una columna... de este orden; no era un estercolero.
Doña Lucía se presentó y con un gesto displicente contestó a las
palabras de su primo que había oído desde lejos:
--Es un loco, hay que dejarle.--Pero nos quiere mucho--advirtió
Carraspique.
--Pero es un loco... haciéndole favor.
El Magistral, con buenas palabras, vino a decir lo mismo. «No había que
hacer caso de Somoza; era un sectario. Ciertamente, el convento
provisional de las Salesas no era buena vivienda, estaba situado en un
barrio bajo, en lo más hondo de una vertiente del terreno, sin sol;
allí desahogaban las mal construidas alcantarillas de gran parte de la
Encimada, y, en efecto, en algunas celdas la humedad traspasaba las
paredes, y había grietas; no cabía negar que a veces los olores eran
insufribles; tales miasmas no podían ser saludables. Pero todo aquello
duraría poco; y Rosita no estaba tan mal como el médico decía. El de las
monjas aseguraba que no, y que sacarla de allí, sola, separarla de sus
queridas compañeras, de su vida regular, hubiera sido matarla».
Después don Fermín consideró la cuestión desde el punto de vista
religioso. «Había algo más que el cuerpo. Aquellos argumentos puramente
humanos, mundanos, que se podían oponer a Somoza y otros como él, eran
lo de menos. Lo principal era mirar si había escándalo en precipitarse y
tomar medidas que alarmasen a la opinión. Por culpa de ellos, por culpa
de un excesivo cariño, de una extremada solicitud, podían dar pábulo a
la maledicencia. ¿Qué esperaban sino eso los enemigos de la Iglesia? Se
diría que el convento de las Salesas era un matadero; que la religión
conducía a la juventud lozana a aquella letrina a pudrirse.... ¡Se
dirían tantas cosas! No, no era posible tomar todavía ninguna medida
radical. Había que esperar. Por lo demás, él iría a ver a Sor
Teresa...».
--¡Sí, don Fermín, por Dios!--exclamó doña Lucía, juntando las
manos--segura estoy de que recobrará la salud aquella querida niña, si
usted le lleva el consuelo de su palabra.
No se atrevía a llamarla su hija. La creía de Dios, sólo de Dios.
Después se habló de otra cosa. Aunque no se había tratado nunca
directamente del asunto, se había convenido, por un acuerdo tácito, que
las dos niñas últimas no serían monjas, a no haber en ellas una vocación
superior a toda resistencia prudente y moderada. Este implícito convenio
era una imposición de la conciencia, o del miedo a la opinión del mundo.
La mayor de aquellas dos niñas tenía un pretendiente. El Magistral venía
a desahuciarlo. «Era un impío».
--¿Un impío Ronzal? ¡Su amigo de usted!--se atrevió a decir Carraspique.
--Sí; don Francisco, mi amigo; pero lo primero es lo primero. Yo
sacrifico al amigo tratándose de la felicidad de su hija de ustedes.
Una lágrima de las pocas que tenía rodó por el rostro de la señora de la
casa. Más estético y más simétrico hubiera sido que las lágrimas fueran
dos; pero no fue más que una; la del otro ojo debió de brotar tan
pequeña, que la sequedad de aquellos párpados, siempre enjutos, la tragó
antes que asomara.
La lágrima era de agradecimiento. «El Magistral les sacrificaba el
nombre y hasta la conveniencia de un amigo, de un gran amigo, de un
defensor, de un partidario suyo, de todo un Ronzal el diputado. Bien
hacía ella en entregar las llaves del corazón y de la conciencia a tal
hombre, a aquel santo, pensaría mejor».
Ronzal, alias Trabuco, aspiraba a la mano de una Carraspique, fuere cual
fuere, porque su presupuesto de gastos aumentaba y el de ingresos
disminuía; y don Francisco de Asís era un millonario que educaba muy
bien a sus hijas. Pero el Magistral tenía otros proyectos.
--¿Un impío Ronzal?--preguntó asustado Carraspique.
--Sí, un impío... relativamente. No basta que la religión esté en los
labios, no basta que se respete a la Iglesia y hasta se la proteja; en
la política y en el trato social es necesario contentarse con eso muchas
veces, en los tiempos tristes que alcanzamos, pero eso es otra cosa.
Ronzal, comparado con otros... con Mesía, por ejemplo, es un buen
cristiano; aun el mismo Mesía, que al cabo no se ha separado de la
Iglesia, es católico, religioso... comparado con don Pompeyo Guimarán el
ateo. Pero ni Mesía, ni Ronzal son hombres de fe y menos de piedad
suficiente.... ¿Daría usted una hija a don Álvaro?
--¡Antes muerta!--Pues Ronzal, aunque se llama conservador y quiere la
unidad católica y otros principios que contiene nuestra política, no es
buen cristiano, no lo es como se necesita que lo sea el marido de una
Carraspique.
Aquel calor con que defendía los intereses espirituales de la familia,
les llegaba al alma a los amos de la casa.
Ronzal fue desahuciado. El Magistral habló todavía de otros asuntos.
Había que hacer nuevos desembolsos. Limosnas, grandes limosnas para
Roma; para las Hermanitas de los pobres, que iban a comprar una casa;
limosna para la Santa Obra del Catecismo; limosna para la novena de la
Concepción, porque habría que pagar caro un predicador, jesuita, que
vendría de lejos. «Era mucho, sí; pero si los buenos católicos que
todavía tenían algo no se sacrificaban ¿qué sería de la fe? ¡Si otros
pudieran!».
Suspiró doña Lucía al oír esto. Había comprendido. El Magistral quería
decir que si él fuese rico, su dinero sería de San Pedro y de las
instituciones piadosas. «¡Y pensar que había quien calumniaba a aquel
santo suponiéndole cargado de oro!».
Don Fermín antes de salir de aquella casa, donde su imperio no tenía
límites, volvió a prometer una visita a las Salesas.
«Pero no había que alarmarse, ni perder la paciencia».
--En el último trance, se atrevió a decir cuando ya lo creyó oportuno,
suceda lo que Dios quiera; si es preciso sufrir por bien de la fe una
prueba terrible, se sufrirá; porque el nombre de cristiano obliga a eso
y a mucho más.
Allí don Fermín no decía que la virtud era fácil.
Era poco menos que imposible. La salvación se conseguía a costa de mucho
padecer, y la alcanzaban muy pocos. La voz del Magistral en el estilo
terrorista no era menos dulce que cuando sus ideas eran también melosas.
La de salvación sonaba como la flauta del dios Pan; al decir «Dios
misericordioso pero justo» aquella lengua imitaba el susurro del aura
entre las flores....
Nunca hablaba del fuego del Infierno a los Carraspique. Eran tormentos
de la conciencia los que les ofrecía para el caso probable de no
salvarse, a pesar de tantos disgustos.
Doña Lucía encontraba a don Fermín algo flojo aquella mañana. No hablaba
con la sublime unción de otras veces. Su pesimismo piadoso le salía a
duras penas de los labios. Notó la buena señora que su director
espiritual hablaba como quien piensa en otra cosa.
Salió el Magistral.
Cuando se vio solo en el portal, sin poder contenerse, descargó un
puñetazo sobre el pasamano de mármol del último tramo de la suntuosa
escalera.
--«¡No hay remedio, no hay remedio!--dijo entre dientes--no he de
empezar ahora a vivir de nuevo. Hay que seguir siendo el mismo».
Otros días, al salir de aquella casa había gozado el placer fuerte,
picante, del orgullo satisfecho; el dominio de las almas, que allí
ejercía en absoluto, le daba al amor propio una dulce complacencia....
Pero ahora, nada de eso. No salía contento. Había procurado abreviar la
visita suprimiendo palabras en sus piadosas arengas.
«Aquel idiota de don Robustiano le había puesto de mal humor. Eso debía
de ser».
«Necesitaba arrojar la careta, dar rienda suelta a su mal ánimo, pisar
algo con ira...». Se dirigió a _Palacio_.
Así se llamaba por antonomasia el del Obispo. Sumido en la sombra de la
Catedral, ocupaba un lado entero de la plazuela húmeda y estrecha que
llamaban «La Corralada». Era el palacio un apéndice de la Basílica,
coetáneo de la torre, pero de peor gusto, remendado muchas veces en el
siglo pasado y el presente. Con emplastos de cal y sinapismos de barro
parecía un inválido de la arquitectura; y la fachada principal,
renovada, recargada de adornos churriguerescos, sobre todo en la puerta
y el balcón de encima, le daba un aspecto grotesco de viejo verde.
El Magistral dejó atrás el zaguán, grande, frío y desnudo, no muy
limpio; cruzó un patio cuadrado, con algunas acacias raquíticas y
parterres de flores mustias; subió una escalera cuyo primer tramo era de
piedra y los demás de castaño casi podrido; y después de un corredor
cerrado con mampostería y ventanas estrechas, encontró una antesala
donde los familiares del Obispo jugaban al tute. La presencia del
Provisor interrumpió el juego. Los familiares se pusieron de pie y uno
de ellos hermoso, rubio, de movimientos suaves y ondulantes, de
pulquérrimo traje talar, perfumado, abrió una mampara forrada de damasco
color cereza. De lo mismo estaba tapizada toda la estancia que se vio
entonces y que atravesó De Pas sin detenerse.
--¿Dónde estará, don Anacleto?
--Creo que tiene visitas--respondió el paje--. Unas señoras....
--¿Qué señoras? Don Anacleto encogió los hombros con mucha gracia y
sonrió.
Don Fermín vaciló un momento, dio un paso atrás; pero en seguida volvió
a adelantarlo y abrió una puerta de escape por donde desapareció.
Después de cruzar salas y pasadizos llegó al _salón claro_, como se
llamaba en Palacio el que destinaba el Obispo a sus visitas
particulares. Era un rectángulo de treinta pies de largo por veinte de
ancho, de techo muy alto cargado de artesones platerescos de nogal
obscuro. Las paredes pintadas de blanco brillante, con medias cañas a
cuadros doradas y estrechas, reflejaban los torrentes de luz que
entraban por los balcones abiertos de par en par a toda aquella alegría.
Los muebles forrados de damasco amarillo, barnizados de blanco también,
de un lujo anticuado, bonachón y simpático, reían a carcajadas, con sus
contorsiones de madera retorcida, ora en curvas panzudas, ora en
columnas salomónicas. Los brazos de las butacas parecían puestos en
jarras, los pies de las consolas hacían piruetas. No había estera ni
alfombra, a no contar la que rendía homenaje al sofá; era de moqueta y
representaba un canastillo de rosas encarnadas, verdes y azules. Era el
gusto de S. I. De las paredes del Norte y Sur pendían sendos cuadros de
Cenceño, pero retocados con colores chillones que daban gloria; los
otros muros los adornaban grandes grabados ingleses con marco de ébano.
Allí estaban Judit, Ester, Dalila y Rebeca en los momentos críticos de
su respectiva historia. Un Cristo crucificado de marfil, sobre una
consola, delante de un espejo, que lo retrataba por la espalda, miraba
sin quitarle un ojo a su Santa Madre de mármol, de doble tamaño que él,
colocada sobre la consola de enfrente. No había más santos en el salón
ni otra cosa que revelase la morada de un mitrado.
El Ilustrísimo Señor don Fortunato Camoirán, Obispo de Vetusta, dejaba
al Provisor gobernar la diócesis a su antojo; pero en su salón no había
de tocar. Por esto habían valido poco las amonestaciones de don Fermín
para que Fortunato se abstuviese de adornar los balcones con jaulas
pobres, pero alegres, en que saltaban y alborotaban aturdiendo al mundo,
jilgueros y canarios, que en honor de la verdad, parecían locos.
--«Gracias que no llevo mis pájaros a la catedral para que canten el
Gloria cuando celebro de Pontifical. Cuando yo era párroco de las
Veguellinas, jilgueros y alondras y hasta pardales cantaban y silbaban
en el coro y era una delicia oírlos».
Fortunato era un santo alegre que no podía ver una irreverencia donde se
podía admirar y amar una obra de Dios.
Glocester, el maquiavélico Arcediano, «opinaba que el Obispo--pero este
era su secreto--no estaba a la altura de su cargo».
--«No basta ser bueno--decía--para gobernar una diócesis. Ni los
poetas sirven para ministros, ni los místicos para Obispos».
Esta opinión era la más corriente entre el clero del Obispado. Los
señores de la junta carlista creían lo mismo. ¡Jamás habían podido
contar para nada con el Obispo!
¿Qué resultaba de aquella excesiva piedad? Que S. I. se abandonaba en
brazos del Provisor para todo lo referente al gobierno de la diócesis.
Esto, según unos, era la perdición del clero y el culto, según otros una
gran fortuna; pero todos convenían en que el bueno de Camoirán no tenía
voluntad.
Era cierto que había aceptado la mitra a condición de escoger, sin que
valieran recomendaciones, una persona de su confianza en quien depositar
los cuidados del gobierno eclesiástico. El Magistral era sin duda el
hombre de más talento que él había conocido. Además, doña Paula, cuando
su hijo era un humilde seminarista, había servido en calidad de ama de
llaves a Camoirán, a la sazón canónigo de Astorga. Desde entonces
aquella mujer de hierro había dominado al pobre santo de cera. El hijo,
ayudado por la madre, continuó la tiranía, y, como decían ellos, «le
tenían en un puño». Y él estaba así muy contento.
¿Cómo había llegado a Obispo? En una época de nombramientos de intriga,
de complacencias palaciegas, para aplacar las quejas de la opinión se
buscó un santo a quien dar una mitra y se encontró al canónigo Camoirán.
Llegó a Vetusta echando bendiciones y recibiéndolas del pueblo. Con gran
escándalo de su corazón sencillo y humilde se contaban maravillas de su
virtud y casi le atribuyeron milagros. En cierta ocasión, cuando hacía
su visita a las parroquias de los vericuetos, en el riñón de la montaña,
jinete en un borrico, bordeando abismos, entre la nieve, se le presentó
una madre desesperada con su hijo en los brazos. Una víbora había
mordido al niño.
--¡Sálvamelo, sálvamelo!--gritaba la madre, de rodillas, cerrando el
paso al borrico.
--¡Si yo no sé! ¡si yo no sé!--gritaba el Obispo desesperado, temiendo
por la vida del angelillo.
--¡Sí, sí, tú que eres santo!--replicaba la madre con alaridos.
--¡El cauterio! ¡el cauterio! pero yo no sé...
--¡Un milagro! ¡un milagro!...--repetía la madre.
La vida de Fortunato la ocupaban cuatro grandes cuidados: el culto de la
Virgen, los pobres, el púlpito y el confesonario.
Tenía cincuenta años, la cabeza llena de nieve, y su corazón todavía se
abrasaba en fuego de amor a María Santísima. Desde el seminario, y ya
había llovido después, su vida había sido una oda consagrada a las
alabanzas de la Madre de Dios. Sabía mucha teología, pero su ciencia
predilecta consistía en la doctrina de los Misterios que se refieren a
la Mujer _sine labe concepta_. De memoria hubiera podido repetir cuanto
han dicho los Santos Padres y los Místicos en honor de la Virgen, y
sabía alabarla en estilo oriental, con metáforas tomadas del desierto,
del mar, de los valles floridos, de los montes de cedros; en estilo
romántico--que irritaba al Arcipreste--y en estilo familiar con frases
de cariño paternal, filial y fraternal.
Tenía escritos cinco libros, que primero se vendían a peseta y después
se regalaban, titulados así: _El Rosal de María_ (en verso)--_Flores de
María_--_La devoción_ _de la Inmaculada_--_El Romancero de Nuestra
Señora_--_La Virgen y el dogma_.
Nunca se le había aparecido la Reina del Cielo, pero consuelos se los
daba a manos llenas; y el espíritu se lo inundaba de luz y de una
alegría que no podían obscurecer ni turbar todas las desdichas del
mundo, al menos las que él había padecido.
En limosnas se le iba casi todo el dinero que le daba el gobierno y
mucho de lo que él había heredado. ¡Pero ay del sastre si le quería
engañar cobrándole caros los remiendos de sus pantalones! ¿No sabía él
lo que eran remiendos? ¿No había zurcido su ropa y cosido botones S. I.
muchas veces? En cuanto al zapatero, que era de los más humildes,
aguzaba el ingenio para que las piezas y medias suelas que ponía a los
zapatos del Obispo estuvieran bien disimuladas.
--Pero, señor--gritaba el ama de llaves, doña Úrsula, heredera en el
cargo de doña Paula--; si usted pide milagros. ¿Cómo no se han de
conocer las puntadas? Compre usted unos zapatos nuevos, como Dios manda,
y será mejor.
--¿Y quién te dice a ti, bachillera, que Dios manda comprar zapatos
nuevos mientras el prójimo anda sin zapatos? Si ese remendón supiera su
oficio, parecerían estos una gloria.
El Obispo tenía sus motivos para exigir que los remiendos del calzado no
se conocieran. El Provisor todos los días le pasaba revista, como a un
recluta, mirándole de hito en hito cuando le creía distraído: y si
notaba algún descuido de indumentaria que acusara pobreza indigna de un
mitrado, le reprendía con acritud.
--Esto es absurdo--decía De Pas--. ¿Quiere usted ser el Obispo de _Los
miserables_, un Obispo de libro prohibido? ¿Hace usted eso para darnos
en cara a los demás que vamos vestidos como personas decentes y como
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