La Regenta - 15

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cierta parte escondida de un pie del mueble; allí había hecho él varios
agujeros con un cortaplumas y los había tapado con cera del color de la
silla; quitaba la cera con el cortaplumas, raspaba la madera y... ¡oh
triunfo! esta no se deshacía en polvo; saltaba en astillas muy pequeñas,
pero no en polvo.
--¿Ve usted?--decía Bedoya.
--¿Qué?--La madera es nueva; si fuese del tiempo que el Marqués supone,
se desharía en polvo; la madera vieja siempre deja caer el polvo de los
roedores: eso lo conocemos nosotros, no los aficionados, que no tienen
más que dinero y credulidad; ¡esto es _truquage_, puro _truquage_!
Ponía la cera en los agujeros, dejaba la silla en su sitio, y descendía
triunfante diciendo por la escalera:
--¡Con que ya ve usted! ¡Sólo que al pobre Marqués, por supuesto, no hay
que decirle una palabra!
Mucho sintió Paco Vegallana en el primer momento, encontrar en su casa
a Obdulia aquella tarde. No estaba él para bromas. Las confidencias de
don Álvaro le habían enternecido, y su espíritu volaba en una atmósfera
ideal; aquel airecillo romántico le hacía en las entrañas sabrosas
cosquillas, más punzantes por la falta de uso. Pocas veces se hallaba él
en semejante disposición de ánimo.
Obdulia y Visitación, desde la ventana de la cocina que daba al patio,
les llamaban a grandes voces, riendo como locas.
--¡Aquí! ¡aquí! ¡a trabajar todo el mundo!--gritaba Visita chupándose
los dedos llenos de almíbar.
--¿Pero qué es esto, señoras? ¿No estaban ustedes en casa de Visita
preparando la merienda?
Visita se ruborizó levemente.
Se celebró a carcajadas el chasco que se llevaría el pobre Joaquinito
Orgaz, que había ido _a caza_ de Obdulia....
Obdulia lo explicó todo. En casa de Visita faltaban los moldes de cierto
flan invención de la difunta doña Águeda Ozores; además, el horno de la
cocina no tenía tanto hueco como el de la cocina de la Marquesa; en fin,
no le adornaban otras condiciones técnicas, que no entendían ellos.
Vamos, que ni los emparedados, ni los flanes, ni los almíbares se
habrían podido hacer en la cocina de Visita, y sin decir ¡agua va!
habían trasladado su campamento a casa de Vegallana.
La idea les había parecido muy graciosa a Obdulia y a Visita. Habían
sorprendido a la Marquesa que dormía la siesta en su gabinete. Salvo el
haberla despertado, todo le había parecido bien. Y sin moverse había
dado sus órdenes.
--A Pedro (el cocinero), a Colás (el pinche) y a las chicas, que ayuden
a estas señoras y que vayan por todo lo que necesiten.
Y doña Rufina, volviéndose a las damas, había dicho sonriente:
--Ea; ahora fuera gente loca; a la cocina y dejadme en paz.
Y se había enfrascado en la lectura de _Los Mohicanos_ de Dumas.
Visita hacía muy a menudo semejantes irrupciones en casa de cualquier
amiga. Ella entendía así la amistad. ¡Pero si su cocina era infernal! La
chimenea devolvía el humo; no se podía entrar allí sin asfixiarse, ni en
el comedor, que estaba cerca. Pocos vetustenses podían jactarse de haber
visto ni el comedor ni la cocina de Visita. Y eso que tenía tertulia, y
se presentaban charadas y se corría por los pasillos. Pero ella cerraba
ciertas puertas para que no pasase el humo; y decía señalando a los
estrechos y obscuros pasadizos:
--Por ahí corran ustedes lo que quieran, loquillas, pero nadie me abra
esa puerta.
Toda su prodigalidad de señora que recibe de confianza, se reducía a
entregar vestidos y pañuelos de estambre, todo viejo, para que los
_pollos_ de imaginación se disfrazasen de mujeres o de turcos. Aquellas
prendas se depositaban en una alcoba donde había una cama de excusa,
pero sin colchón ni ropa; con las cuerdas al aire. Aquél era el
vestuario de los actores y actrices de charadas. Se vestían todos juntos
porque todo se ponía sobre el propio traje. Además Visita no alumbraba
el cuarto, ¿para qué? Desde la sala se oía a lo mejor, detrás de las
cortinillas de tafetán verde:
--Pepe que le doy a usted un cachete.
--Hola, hola, eso no estaba en el programa....
--Niños, niños, formalidad.
--¿Por qué no les da usted una luz, Visita?
--Señores, porque esos locos son capaces de quemar la casa....
--Tiene razón Visita, tiene razón--gritaban desde dentro Joaquín Orgaz o
el Pepe de la bofetada.
Donde Visitación demostraba su intimidad con los amigos, su franqueza y
trato sencillísimo era en casa de los demás. Allí hacía locuras.
Hablaba mucho, a gritos, con diez carcajadas por cada frase. Se le había
alabado su aturdimiento gracioso a los quince años, y ya cerca de los
treinta y cinco aún era un torbellino, una cascada de alegría, según le
decía en el álbum Cármenes el poeta. Lo que era una catarata de mala
crianza, según doña Paula, la madre del Provisor, que nunca había
querido pagarle las visitas. Pero catarata, cascada, torbellino, todo lo
era con cuenta y razón. Su aturdimiento era obra de un estudio profundo
y minucioso: se aturdía mientras su ojo avizor buscaba la presa... algún
dije, una golosina, cualquier cosa menos dinero. Creía, o mejor, fingía
creer, que las cosas no valen nada, que sólo la moneda es riqueza.
--Señora, le debo a usted dos cuartos de la limosna que dio usted por mí
el otro día.
--Deje usted, Visita, vaya una cantidad... no me avergüence usted.
--¡No faltaba más!... Tome usted.... ¡Y qué alfiletero tan mono!
--No vale nada.--¡Es precioso!--Está a su disposición.
--No me lo diga usted dos veces...--Está a su disposición... ¡vaya una
alhaja!
--¿Sí? Pues me lo llevo... mire usted que yo soy una urraca....
Y sí que era una urraca, como que así la llamaba doña Paula: la urraca
ladrona.
Donde hacía estragos era en los comestibles.
Llegaba a casa de una vecina riendo a carcajadas.
--¿Sabes lo que me pasa? Nada, que no parece; hemos perdido la llave del
armario o de la alacena... y aquí me tienes muerta de hambre. A ver, a
ver, dame algo, socarrona; o meriendo, o me caigo de hambre.
Dos veces a la semana se jugaba en su casa a la lotería o a la aduana.
Se dejaba un fondo para una merienda en el campo; se nombraba una
comisión para que lo preparase todo. Sus miembros eran invariablemente
Visita y un primo suyo. Visita, por economía, y porque le daban asco el
pastelero y el confitero, fabricaba por su cuenta, y bajo su dirección,
los hojaldres, los almíbares, todo lo que podía hacerse en su cocina.
Después resultaba que en su cocina no se podía hacer nada. ¡El pícaro
humo! El casero, que no ensanchaba el horno... ¡diablos coronados! Dios
la perdonara.
El caso es que recurría en el apuro a la cocina de Vegallana, u otra de
buena casa, las más veces a aquella. Allí se hacía todo. Visita disponía
de los criados del Marqués; previo el consentimiento del cocinero, por
lo que respecta a la cocina, sacaba algunas provisiones de la despensa;
mandaba a la tienda por azúcar, pasas, pimienta, sal, ¡diablos
coronados! si el señor Pedro no abría los cajones de sus armarios; que
viniera todo lo que se necesitaba. «¿Dinero? Deje usted, ahí tengo yo
cuenta». Después todo aquello aparecía en la cuenta del Marqués.
Equivocaciones; como habían ido sus criados a comprar.... Se comían la
merienda. En la primera noche de tertulia se hacían los comentarios.
--Visita, ¿qué tal, nos hemos empeñado?
--Poca cosa... un piquillo...--Pues a ver, a ver, que se pague.--Nada
más justo.--A escote.--Dejen ustedes, ¿se quieren ustedes callar? No
se hable de eso, no merece la pena.
Visita tenía principio para algunas semanas y postres para meses. Su
esposo era un humilde empleado del Banco, pero de muy buena familia,
pariente de títulos. Si Visita no se ingeniara ¿cómo se mantendría aquel
decente pasar que era indispensable para continuar siendo parientes de
la nobleza?
Cuando Visitación era soltera, se dijo--¡de quién no se dice!--si había
saltado o no había saltado por un balcón... no por causa de incendio,
sino por causa de un novio que algunos presumían que había sido Mesía.
Todas eran conjeturas; cierto nada. Como ella era algo ligera... como no
guardaba las apariencias....
Ya nadie se acordaba de aquello; seguía siendo aturdida, tenía fama de
golosa y de _gorrona_--según la expresión que se usaba en Vetusta como
en todas partes--pero nada más. Era insoportable con su alegría
intempestiva; mas en materia grave, en lo que no admite parvedad de
materia, nadie la acusaba, a lo menos públicamente. Por supuesto, que no
se cuenta tal o cual descuidillo....
Era alta, delgada, rubia, graciosa, pero no tanto como pensaba ella; sus
ojos pequeñuelos que cerraba entornándolos hasta hacerlos invisibles,
tenían cierta malicia, pero no el encanto voluptuoso por lo picante, que
ella suponía. Al tocarla la mano cuando no tenía guante, notaba el
tacto el pringue de alguna golosina que Visita acababa de comer.
Don Álvaro en el seno de la confianza hablaba con desprecio de
Visitación y hacía gestos mal disimulados de asco. Aseguraba que tenía
un pie bonito y una pantorrilla mucho mejor de lo que podría esperarse;
pero calzaba mal... y enaguas y medias dejaban mucho que desear... ya se
le entendía. Y solía limpiar los labios con el pañuelo después de decir
esto.
Paco Vegallana, juraba que usaba aquella señora ligas de balduque, y que
él le había conocido una de bramante. Todo esto, por supuesto, se decía
nada más entre hombres, y habían de ser discretos.
Los bajos de Obdulia, en cambio, eran irreprochables; no así su
conducta: pero de esto ya no se hablaba de puro sabido. Ella, sin
embargo, negaba a cada uno de sus amantes todas sus relaciones
anteriores, menos las de Mesía. Eran su orgullo. Aquel hombre la había
fascinado, ¿para qué negarlo? Pero sólo él. Era viuda y jamás recordaba
al difunto; parecía la viuda de Alvarito; «¡era su único pasado!».
Aquella tarde estaban guapas las dos; era preciso confesarlo. Por lo
menos Paco Vegallana lo confesaba ingenuamente. Y sin que renunciara a
consagrar el resto del día al idealismo, en buen hora despertado por las
relaciones de su amigo, consintió el Marquesito en pasar a la cocina de
su casa, al oler lo que guisaban aquellas señoras.
En la cocina de los Vegallana se reflejaba su positiva grandeza. No, no
eran nobles tronados: abundancia, limpieza, desahogo, esmero,
refinamiento en el arte culinario, todo esto y más se notaba desde el
momento de entrar allí.
Pedro, el cocinero, y Colás, su pinche, preparaban la comida ordinaria,
y parecía que se trataba de un banquete. Por toda la provincia tenía
esparcidos sus dominios el Marqués, en forma de arrendamientos que allí
se llaman caseríos, y a más de la renta, que era baja, por consistir el
lujo en esta materia en no subirla jamás, pagaban los colonos el tributo
de los mejores frutos naturales de su corral, del río vecino, de la caza
de los montes. Liebres, conejos, perdices, arceas, salmones, truchas,
capones, gallinas, acudían mal de su grado a la cocina del Marqués, como
convocados a nueva Arca de Noé, en trance de diluvio universal. A todas
horas, de día y de noche, en alguna parte de la provincia se estaban
preparando las provisiones de la mesa de Vegallana; podía asegurarse.
A media noche, cuando los hornos estaban apagados y dormía Pedro, y
dormía el amo, y nadie pensaba en comer, allá a dos leguas de Vetusta,
en el río Celonio velaba un pobre aldeano tripulando miserable barca
medio podrida y que hacía mucha agua. Debajo de peñón sombrío, que como
torre inclinada amenaza caer sobre la corriente, y hace más obscura la
obscuridad del río en el remanso, acechaba el paso del salmón, empuñando
un haz de paja encendida, cuya llama se refleja en las ondas como estela
de fuego. Aquel salmón que pescaba el colono del magnate a la luz de una
hoguera portátil, era el mismo que ahora estaba sangrando, todo lonjas,
esperando el momento de entregarse a la parrilla, sobre una mesa de
pino, blanca y pulcra.
También de noche, cerca del alba, emprendía su viaje al monte el casero
que se preciaba de regalar a su _señor_ las primeras arceas, las mejores
perdices; y allí estaban las perdices, sobre la mesa de pino, ofreciendo
el contraste de sus plumas pardas con el rojo y plata del salmón
despedazado. Allí cerca, en la despensa, gallinas, pichones, anguilas
monstruosas, jamones monumentales, morcillas blancas y morenas, chorizos
purpurinos, en aparente desorden yacían amontonados o pendían de
retorcidos ganchos de hierro, según su género. Aquella despensa devoraba
lo más exquisito de la fauna y la flora comestibles de la provincia. Los
colores vivos de la fruta mejor sazonada y de mayor tamaño animaban el
cuadro, algo melancólico si hubiesen estado solos aquellos tonos
apagados de la naturaleza muerta, ya embutida, ya salada. Peras
amarillentas, otras de asar, casi rojas, manzanas de oro y grana,
montones de nueces, avellanas y castañas, daban alegría, variedad y
armoniosa distribución de luz y sombra al conjunto, suculento sin más
que verlo, mientras al olfato llegaban mezclados los olores punzantes de
la química culinaria y los aromas suaves y discretos de naranjas,
limones, manzanas y heno, que era el blando lecho de la fruta.
Y todo aquello había sido movimiento, luz, vida, ruido, cantando en el
bosque, volando por el cielo azul, serpeando por las frescas linfas,
luciendo al sol destellos de todo el iris, al pender de las ramas, en
vega, prados, ríos, montes.... «¡Indudablemente Vegallana sabía ser un
gran señor!», pensaba suspirando Visita, que soñaba muerta de envidia
con aquella despensa, exposición permanente de lo más apetecible que
cría la provincia.
El Marqués sonreía cuando le hablaban de ampliar el sufragio. «¿Y qué?
¿no son casi todos colonos míos? ¿no me regalan sus mejores frutos? ¿los
que me dan los bocados más apetitosos me negarán el voto insustancial,
_flatus vocis_?».
El ajuar de la cocina abundante, rico, ostentoso, despedía rayos desde
todas las paredes, sobre el hogar, sobre mesas y arcones; era digno de
la despensa; y Pedro, altivo, displicente, ordenaba todo aquello con voz
imperiosa; mandaba allí como un tirano. Comía lo mejor; mantenía las
tradiciones de la disciplina culinaria; vigilaba el servicio del comedor
desde lejos, pues no era un cocinero vulgar, egida sólo de pucheros y
peroles, sino un capitán general metido en el fuego y atento a la mesa.
No era viejo. Tenía cuarenta años muy bien cuidados; amaba mucho, y se
creía un lechuguino, en la esfera propia de su cargo, cuando dejaba el
mandil y se vestía de señorito.
Colás era un pinche de vocación decidida, colorado y vivo, de ojos
maliciosos y manos listas. Los dos personajes, a más de la robusta
montañesa que tenía a su servicio Visita, ayudaban a las damas en su
tarea. Pedro, sin dejar lo principal, que era la comida de sus amos,
colaboraba sabiamente. Había empezado por tolerar nada más aquella
irrupción de la merienda. La cocina daba espacio para todo; aquello no
valía nada, y otorgó el cocinero su indispensable permiso con un desdén
mal disimulado. Poco a poco pasó del estado de tolerancia al de
protección: primero se rebajó hasta dar algunos consejos a la montañesa,
después le dio un pellizco. Se animó aquello.
--Colás, ponte a la disposición de esas señoras--dijo Pedro con voz
solemne.
Porque el mandato de la Marquesa no había bastado; el pinche obedecía a
Pedro y Pedro a su deber. Si la Marquesa le hubiera exigido algo
contrario a sus convicciones de artista no hubiese conseguido más que
su dimisión. Era su lenguaje. Leía muchos periódicos antes de
convertirlos en cucuruchos.
Cuando Obdulia, picada por la frialdad del altivo cocinero, comenzó a
seducirle con miradas de medio minuto y algún choque involuntario, Pedro
se rindió, y de rato en rato daba algunos toques de maestro a la
merienda de Visita.
Llegó a más; quiso enamorar a doña Obdulia con pruebas de su habilidad,
y acudía siempre que se presentaba una cuestión teórica o una dificultad
práctica.
«¿Qué se echa ahora?
»¿Qué se tuesta primero?
»¿Cuántas vueltas se les da a estos huevos?
»¿Cómo se envuelve esta pasta?
»¿Lleva esto pimienta o no la lleva?
»¿Será una indiscreción poner aquí canela?
»El almíbar ¿está en su punto?
»¿Cómo se baten estas claras?».
A todo dieron cumplida respuesta la inteligencia y habilidad de Pedro.
Cuando no bastaba una explicación, ponía él la mano en el asunto y era
cosa hecha.
Obdulia, que había aprendido en Madrid de su prima Tarsila a premiar con
sus favores a los ingenios preclaros, a los hijos ilustres del arte y de
la ciencia; no de otro modo que la tarde anterior había vuelto loco de
placer y voluptuosidad al señor Bermúdez, en premio de su erudición
arqueológica, ahora vino a otorgar fortuitos y subrepticios favores al
cocinero de Vegallana con miradas ardientes, como al descuido, al oír
una luminosa teoría acerca de la grasa de cerdo; un apretón de manos, al
parecer casual, al remover una masa misma, al meter los dedos en el
mismo recipiente, v. gr. un perol. El cocinero estuvo a punto de caer
de espaldas, de puro goce, cuando, por motivo del punto que le convenía
al dulce de melocotón, Obdulia se acercó al dignísimo Pedro y sonriendo
le metió en la boca la misma cucharilla que ella acababa de tocar con
sus labios de rubí (este rubí es del cocinero.)
Al personaje del mandil se le apareció en lontananza la conquista de
aquella señora como una recompensa final, digna de una vida entera
consagrada a salpimentar la comida de tantos caballeros y damas, que
gracias a él habían encontrado más fácil y provocativo el camino de los
dulces y sustanciales amores.
Pedro llegó a donde pocas veces; a consentir que las criadas de la casa
intervinieran en los asuntos de los negros pucheros de hierro. Él amaba
a la mujer, a todas las mujeres, pero no creía en sus facultades
culinarias; otro era su destino. La cocina y la mujer son términos
antitéticos, palabras que había aprendido en sus cucuruchos de papel
impreso. La libertad y el gobierno son antitéticos, había leído en un
periódico rojo, y aplicaba la frase a la cocina y a la mujer. Lo que
pensaba todo Vetusta de las literatas, lo pensaba Pedro de las
cocineras. Las llamaba marimachos.
Si se le decía que los cocineros son más caros y gastan más, respondía:
--Amigo, el que no sea rico que no coma.
Por lo demás, él era socialista, pero en otras materias.
Cuando entraron en la cocina los señoritos, Pedro volvió a su continente
habitual, al gesto displicente que usaba con las criadas y con los
_caseros_ que traían las provisiones desde la aldea, remota a veces. El
fogón era un dios y él su Pontífice Máximo; los demás sacrificaban en
las aras del fogón y Pedro celebraba misteriosamente y en silencio.
Volvió a su gesto desdeñoso, porque así entendía el respeto a los amos.
Apenas contestaba si le hablaban. No tardó en ver por sus ojos que _la
donna è movile_, como cantaba él a menudo. Obdulia, en cuanto entraron
los otros, le olvidó por completo. ¡Antes había olvidado a don
Saturnino, que yacía en «el lecho del dolor» con sendos parches de sebo
en las sienes, entregado al placer de rumiar los dulces recuerdos de
aquella tarde arqueológica!
La conversación de metafísica erótica que Mesía y Paco acababan de dejar
no les permitía, al principio, participar de aquel entusiasmo
gastronómico y culinario a que estaban entregadas las damas. Verdad es
que la hora de comer se acercaba y aquellos olores excitaban el apetito.
Pero el ideal no come. Mesía gozaba del arte supremo de entrar en
carboneras, cocinas y hasta molinos, sin coger tiznes, grasa, ni harina.
Estaba en la cocina del Marqués como en el salón amarillo, a sus anchas
y sin tropezar con nada. Allí mismo había repartido él besos en muy
distintas y apartadas épocas. No había tal vez un rincón de aquella casa
libre de semejantes recuerdos para don Álvaro. En cuanto a Paquito, no
se diga. Su primer amor había sido una criada que tenía su dormitorio en
lo que hoy era despensa. Sabía el Marquesito andar por la cocina a
obscuras, a gatas, y ya había medido con su agazapado cuerpo las
dimensiones de la carbonera provisional que había cerca del fogón.
No tardaron los señoritos, a pesar del ideal, en tomar parte más activa
en el entusiasmo alegre y expansivo de aquellas artistas. También ellos
eran pintores. Y, a pesar de las burlas casi irrespetuosas del pinche y
de la sonrisa insultante de Pedro, los dos caballeros quisieron probar
sus habilidades metiendo la mano en pastas y almíbares y en cuanto se
preparaba. Paco se puso perdido. Mesía estaba como un armiño metido a
marmitón.
Obdulia había tropezado quinientas veces con el Marquesito; se rozaban
sus brazos, sus rodillas, las manos sobre todo, durante minutos, y
fingían no pensar en ello. Un movimiento brusco de la dama, que traía
falda corta, recogida y apretada al cuerpo con las cintas del delantal
blanco, dejó ver a Paco parte, gran parte de una media escocesa de un
gusto nuevo. Siempre había considerado el joven aristócrata como una
antinomia del amor aquella preferencia que él daba a la escultura humana
con velos, sobre el desnudo puro. ¿Por qué le excitaba más el velo que
la carne? No se lo explicaba. Veía la rolliza pantorrilla de una aldeana
descalza de pie y pierna ¡y nada! ¡veía una media hasta ocho dedos más
arriba del tobillo... y adiós idealismo! Y así fue esta vez. Es más; si
la media de Obdulia no hubiera sido escocesa, tal vez el mozo no hubiese
perdido la tranquilidad de su reposo idealista; pero aquellos cuadros
rojos, negros y verdes, con listillas de otros colores, le volvieron a
la torpe y grosera realidad, y Obdulia notó en seguida que triunfaba.
Para la viuda, uno de los placeres más refinados era «una sesión» alegre
con uno de sus antiguos amantes; aquello de no principiar por los
preliminares le parecía delicioso. ¡Después, los recuerdos tenían un
encanto! ¡Saborear como cosa presente un recuerdo! ¿Qué mayor dicha?
Paco había sido su amante. Ella hubiera preferido a Mesía, que estaba en
las mismas condiciones y era mucho más antiguo. ¡Pero Álvaro estaba
hecho un salvaje! La trataba como don Saturnino, antes de atreverse;
con la finura del mundo y la miraba con la indiferencia fría y honrada
con que la miraba el señor Obispo. Estaba segura de que ni al Obispo ni
a Mesía les sugería su presencia jamás un deseo carnal. Era intratable
aquel don Álvaro. También lo era el Obispo. Y sin embargo, bien lo sabía
Dios, ella le había sido fiel--a Mesía, por supuesto--; todavía le amaba
o cosa parecida. Le hubiera preferido siempre a todos. Pero él no quería
ya. Aquello se había acabado.
Se habían cansado de jugar a los cocineros. Visita era la que todavía
encontraba placer en registrar cacerolas, y revolver vasares, armarios y
alacenas. Siempre hablaba con alguna golosina en la boca. Pedro notó que
guardaba en una faltriquera terrones de azúcar y papeles de azafrán
puro, que se consumía en la cocina del Marqués, con gran envidia de la
urraca ladrona. También almacenó entre las faldas un paquete de té
superior.
Cada uno de estos hurtos los amenizaba con carcajadas, explicaciones
humorísticas que ya no hacían reír. Todos sabían que aquél era el vicio
de doña Visita.
Las señoras dejaron a los criados el cuidado de la merienda y se fueron
a lavar las manos, y arreglar traje y peinado. Ya sabían dónde estaba el
tocador para tales casos. Era la habitación donde había muerto la hija
segunda de los Marqueses. Ya nadie pensaba en esto. Allí estaba el
lecho, pero no quedaba de la pobre niña ni una prenda, ni un recuerdo.
Mesía y Paco entraron con las señoras ¿por qué no? Se conocían demasiado
para fingir escrúpulos. Además, «no se les había de ver nada» como dijo
Obdulia. Paco y la viuda se lavaron juntos las manos en una misma
jofaina; los dedos se enroscaban en los dedos dentro del agua. Era un
placer muy picante, según ella. Esto les recordó mejores días. El sol
que se acercaba al ocaso, entraba hasta los pies de la cama y envolvía
en una aureola a aquella pareja de aturdidos. El calor del fogón, las
bromas y la faena habían encendido brasas en las mejillas de Obdulia;
una oreja le echaba fuego. Estaba excitada, quería algo y no sabía qué.
No era cosa de comer de fijo, porque había probado de cien golosinas y
hasta algo de la comida del Marqués por chanza.
Visitación y Mesía, más tranquilos, conversaban al balcón, apoyados en
el hierro frío del antepecho. «No volverían la cara; estaba ella
segura». Entre estos camaradas, jamás se falta a ciertos pactos tácitos.
El Marquesito soltó una carcajada.
--¿De qué te ríes?--dijo Obdulia.
--De Joaquinito Orgaz, el flamenco que andará buscándote por todas
partes. Es chusco ¿eh?
Obdulia meditó y al fin rió a carcajadas. «Era chusco en efecto». Se
había sentado sobre la cama de la difunta. Los pies de la viuda se
movían oscilando como péndulos. Se veía otra vez la media escocesa.
Ahora se veían dos. Obdulia suspiró. Se habló de lo pasado. «En rigor,
siempre se habían querido; había _algo_ que les unía a pesar suyo. Se
tronaba porque la constancia es imposible y hastía al cabo; eran
ridículas unas relaciones muy largas; esto lo habían aprendido los dos
en Madrid. Los matrimonios deben aburrirse a los dos años, a más tardar;
los arreglos pueden tirar algo más, poco».
--Pero ¿verdad--dijo Obdulia, poniéndose más guapa--que esto de
encontrarse de vez en cuando se parece un poco a un buen día de sol en
invierno, en esta tierra maldita del agua y la niebla?
--¡Magnífico!--exclamó Paco--es verdad; una cosa sentía yo que no sabía
explicarme... y era eso.
Y como le pareciera alambicado y poético este sentimiento, se consagró a
enamorar de todo corazón a la viuda por aquella tarde.
Era lo que llamaba ella saborear los recuerdos.
Visitación también tenía brasas en las mejillas y sus ojos pequeños los
habían hermoseado el calor de la cocina y la animación de la broma,
arrancándoles reflejos de fingida pasión. Su pelo de un rubio obscuro
era rizoso y caía en mechones revueltos sobre su frente. Hablaban ella y
don Álvaro como hermanos cariñosos. Él había sido su primer amor serio,
es decir, el primero que le había hecho cometer imprudencias, como, v.
gr., saltar de noche por un balcón. ¡Pero estaba ya tan lejos todo
aquello! La vida había puesto por medio todos sus prosaicos cuidados.
La necesidad de acudir a cada paso con expedientes a restañar las
heridas del crédito, a conjurar la bancarrota, había convertido el
espíritu de _aquella loca_ al positivismo vulgar, y había atajado las
demasías eróticas de su fantasía juvenil.
Hacía muy buena casada, en opinión de las gentes; esto es, atendía con
gran esmero y diligencia a la hacienda y a los quehaceres domésticos.
Mesía y Visita no tenían en el invierno de sus amores aquellos días de
sol de que hablaba Obdulia. Pero cuando se veían a solas y alguno de
ellos tenía algún cuidado o preocupación, de esos que piden confidentes
y consejeros, se lo decían todo, o casi todo; se hablaban en voz baja,
muy cerca uno de otro, y volvían a llamarse de tú como antaño. Parecían
un matrimonio bien avenido, aunque sin amor ya a fuerza de años.
--¡Bah!--decía Visitación con un poco de tristeza verdadera, que daba
interés al ocaso de su hermosura--; ¡bah! tú has caído esta vez de
veras, te lo conozco yo. Pero también te digo una cosa: que te va a
costar tu trabajo....
Mesía hablaba de la Regenta con Visita con más franqueza que con Paco.
Su _política_ tenía que ser diferente. Al Marquesito había que hablarle
de amor puro, por los motivos explicados antes; a Visita de una
conquista más. Comprendía don Álvaro que Visitación quería precipitar a
la Regenta en el agujero negro donde habían caído ella y tantas otras.
Visita era amiga de Ana desde que esta había venido a Vetusta con su tía
doña Anunciación y con Ripamilán, el hoy Arcipreste. Admiraba a su
amiguita, elogiaba su hermosura y su virtud; pero la hermosura la
molestaba como a todas, y la virtud la volvía loca. Quería ver aquel
armiño en el lodo. La aburría tanta alabanza. Toda Vetusta diciendo:
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