La Regenta - 02

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llevaban a los campanarios; y por delegación de Celedonio, hombre de
iglesia, acólito en funciones de campanero, aunque tampoco en propiedad,
el ilustre diplomático _de la tralla_ disfrutaba algunos días la honra
de despertar al venerando cabildo de su beatífica siesta, convocándole a
los rezos y cánticos de su peculiar incumbencia.
El delantero, ordinariamente bromista, alegre y revoltoso, manejaba el
badajo de la Wamba con una seriedad de arúspice de buena fe. Cuando
_posaba_ para la hora del coro--así se decía--Bismarck sentía en sí algo
de la dignidad y la responsabilidad de un reloj.
Celedonio ceñida al cuerpo la sotana negra, sucia y raída, estaba
asomado a una ventana, caballero en ella, y escupía con desdén y por el
colmillo a la plazuela; y si se le antojaba disparaba chinitas sobre
algún raro transeúnte que le parecía del tamaño y de la importancia de
un ratoncillo. Aquella altura se les subía a la cabeza a los pilluelos y
les inspiraba un profundo desprecio de las cosas terrenas.
--¡Mia tú, Chiripa, que dice que pué más que yo!--dijo el monaguillo,
casi escupiendo las palabras; y disparó media patata asada y podrida a
la calle apuntando a un canónigo, pero seguro de no tocarle.
--¡Qué ha de poder!--respondió Bismarck, que en el campanario adulaba a
Celedonio y en la calle le trataba a puntapiés y le arrancaba a viva
fuerza las llaves para subir a tocar las _oraciones_--. Tú pués más que
toos los delanteros, menos yo.
--Porque tú echas la zancadilla, mainate, y eres más grande.... Mia,
chico, ¿quiés que l'atice al señor Magistral que entra ahora?
--¿Le conoces tú desde ahí?
--Claro, bobo; le conozco en el menear los manteos. Mia, ven acá. ¿No
ves cómo al andar le salen pa tras y pa lante? Es por la fachenda que se
me gasta. Ya lo decía el señor Custodio el beneficiao a don Pedro el
campanero el otro día: «Ese don Fermín tié más orgullo que don Rodrigo
en la horca», y don Pedro se reía; y verás, el otro dijo después, cuando
ya había pasao don Fermín: «¡Anda, anda, buen mozo, que bien se te
conoce el colorete!». ¿Qué te paece, chico? Se pinta la cara.
Bismarck negó lo de la pintura. Era que don Custodio tenía envidia. Si
Bismarck fuera canónigo y _dinidad_ (creía que lo era el Magistral) en
vez de ser delantero, con un mote _sacao_ de las cajas de cerillas, se
daría más tono que un zagal. Pues, claro. Y si fuese campanero, el de
verdad, vamos don Pedro... ¡ay Dios! entonces no se hablaba más que con
el Obispo y el señor Roque el mayoral del correo.
--Pues chico, no sabes lo que te pescas, porque decía el beneficiao que
en la iglesia hay que ser humilde, como si dijéramos, rebajarse con la
gente, vamos achantarse, y aguantar una bofetá si a mano viene; y si no,
ahí está el Papa, que es... no sé cómo dijo... así... una cosa como...
el criao de toos los criaos.
--Eso será de boquirris--replicó Bismarck--. ¡Mia tú el Papa, que manda
más que el rey! Y que le vi yo pintao, en un santo mu grande, sentao en
su coche, que era como una butaca, y lo llevaban en vez de mulas un tiro
de _carcas_ (curas según Bismarck), y lo cual que le iban espantando las
moscas con un paraguas, que parecía cosa del teatro... hombre... ¡si
sabré yo!
Se acaloró el debate. Celedonio defendía las costumbres de la Iglesia
primitiva; Bismarck estaba por todos los esplendores del culto.
Celedonio amenazó al campanero interino con pedirle la dimisión. El de
la tralla aludió embozadamente a ciertas bofetadas probables _pa en_
bajando. Pero una campana que sonó en un tejado de la catedral les llamó
al orden.
--¡El _Laudes_!--gritó Celedonio--, toca, que avisan.
Y Bismarck empuñó el cordel y azotó el metal con la porra del formidable
badajo.
Tembló el aire y el delantero cerró los ojos, mientras Celedonio hacía
alarde de su imperturbable serenidad oyendo, como si estuviera a dos
leguas, las campanadas graves, poderosas, que el viento arrebataba de la
torre para llevar sus vibraciones por encima de Vetusta a la sierra
vecina y a los extensos campos, que brillaban a lo lejos, verdes todos,
con cien matices.
Empezaba el Otoño. Los prados renacían, la yerba había crecido fresca y
vigorosa con las últimas lluvias de Septiembre. Los castañedos,
robledales y pomares que en hondonadas y laderas se extendían sembrados
por el ancho valle, se destacaban sobre prados y maizales con tonos
obscuros; la paja del trigo, escaso, amarilleaba entre tanta verdura.
Las casas de labranza y algunas quintas de recreo, blancas todas,
esparcidas por sierra y valle reflejaban la luz como espejos. Aquel
verde esplendoroso con tornasoles dorados y de plata, se apagaba en la
sierra, como si cubriera su falda y su cumbre la sombra de una nube
invisible, y un tinte rojizo aparecía entre las calvicies de la
vegetación, menos vigorosa y variada que en el valle. La sierra estaba
al Noroeste y por el Sur que dejaba libre a la vista se alejaba el
horizonte, señalado por siluetas de montañas desvanecidas en la niebla
que deslumbraba como polvareda luminosa. Al Norte se adivinaba el mar
detrás del arco perfecto del horizonte, bajo un cielo despejado, que
surcaban como naves, ligeras nubecillas de un dorado pálido. Un jirón de
la más leve parecía la luna, apagada, flotando entre ellas en el azul
blanquecino.
Cerca de la ciudad, en los ruedos, el cultivo más intenso, de mejor
abono, de mucha variedad y esmerado, producía en la tierra tonos de
colores, sin nombre, exacto, dibujándose sobre el fondo pardo obscuro de
la tierra constantemente removida y bien regada.
Alguien subía por el caracol. Los dos pilletes se miraron estupefactos.
¿Quién era el osado?
--¿Será Chiripa?--preguntó Celedonio entre airado y temeroso.
--No; es un _carca_, ¿no oyes el manteo?
Bismarck tenía razón; el roce de la tela con la piedra producía un rumor
silbante, como el de una voz apagada que impusiera silencio. El manteo
apareció por escotillón; era el de don Fermín de Pas, Magistral de
aquella santa iglesia catedral y provisor del Obispo. El delantero
sintió escalofríos. Pensó:
«¿Vendrá a pegarnos?».
No había motivo, pero eso no importaba. Él vivía acostumbrado a recibir
bofetadas y puntapiés sin saber por qué. A todo poderoso, y para él don
Fermín era un personaje de los más empingorotados, se le figuraba
Bismarck usando y abusando de la autoridad de repartir cachetes. No
discutía la legitimidad de esta prerrogativa, no hacía más que huir de
los grandes de la tierra, entre los que figuraban los sacristanes y los
polizontes. Se avenía a esta ley, cuyos efectos procuraba evitar. Si él
hubiera sido señor, alcalde, canónigo, fontanero, guarda del Jardín
Botánico, empleado en casillas, sereno, algo grande, en suma, hubiera
hecho lo mismo ¡dar cada puntapié! No era más que Bismarck, un
delantero, y sabía su oficio, huir de los _mainates_ de Vetusta.
Pero allí no había modo de escapar. O tirarse por una ventana, o esperar
el nublado. El caracol estaba interceptado por el canónigo. Bismarck no
tuvo más recurso que hacerse un ovillo, esconderse detrás de la Wamba,
encaramado en una viga, y aguardar así los acontecimientos.
Celedonio no extrañaba aquella visita. Recordaba haber visto muchas
tardes al señor Magistral subir a la torre antes o después de coro.
¿Qué iba a hacer allí aquel señor tan respetable? Esto preguntaban los
ojos del delantero a los del acólito. También lo sabía Celedonio, pero
callaba y sonreía complaciéndose en el pavor de su amigo.
El continente altivo del monaguillo se había convertido en humilde
actitud. Su rostro se había revestido de repente de la expresión
oficial. Celedonio tenía doce o trece años y ya sabía ajustar los
músculos de su cara de chato a las exigencias de la liturgia. Sus ojos
eran grandes, de un castaño sucio, y cuando el pillastre se creía en
funciones eclesiásticas los movía con afectación, de abajo arriba, de
arriba abajo, imitando a muchos sacerdotes y beatas que conocía y
trataba.
Pero, sin pensarlo, daba una intención lúbrica y cínica a su mirada,
como una meretriz de calleja, que anuncia su triste comercio con los
ojos, sin que la policía pueda reivindicar los derechos de la moral
pública. La boca muy abierta y desdentada seguía a su manera los
aspavientos de los ojos; y Celedonio en su expresión de humildad
beatífica pasaba del feo tolerable al feo asqueroso.
Así como en las mujeres de su edad se anuncian por asomos de contornos
turgentes las elegantes líneas del sexo, en el acólito sin órdenes se
podía adivinar futura y próxima perversión de instintos naturales
provocada ya por aberraciones de una educación torcida. Cuando quería
imitar, bajo la sotana manchada de cera, los acompasados y ondulantes
movimientos de don Anacleto, familiar del Obispo--creyendo manifestar
así su vocación--, Celedonio se movía y gesticulaba como hembra
desfachatada, sirena de cuartel. Esto ya lo había notado el _Palomo_,
empleado laico de la Catedral, perrero, según mal nombre de su oficio.
Pero no se había atrevido a comunicar sus aprensiones a ningún superior,
obedeciendo a un criterio, merced al cual había desempeñado treinta años
seguidos con dignidad y prestigio sus funciones complejas de aseo y
vigilancia.
En presencia del Magistral, Celedonio había cruzado los brazos e
inclinado la cabeza, después de apearse de la ventana. Aquel don Fermín
que allá abajo en la calle de la Rúa parecía un escarabajo ¡qué grande
se mostraba ahora a los ojos humillados del monaguillo y a los aterrados
ojos de su compañero! Celedonio apenas le llegaba a la cintura al
canónigo. Veía enfrente de sí la sotana tersa de pliegues escultóricos,
rectos, simétricos, una sotana de medio tiempo, de rico castor delgado,
y sobre ella flotaba el manteo de seda, abundante, de muchos pliegues y
vuelos.
Bismarck, detrás de la Wamba, no veía del canónigo más que los bajos y
los admiraba. ¡Aquello era señorío! ¡Ni una mancha! Los pies parecían
los de una dama; calzaban media morada, como si fueran de Obispo; y el
zapato era de esmerada labor y piel muy fina y lucía hebilla de plata,
sencilla pero elegante, que decía muy bien sobre el color de la media.
Si los pilletes hubieran osado mirar cara a cara a don Fermín, le
hubieran visto, al asomar en el campanario, serio, cejijunto; al notar
la presencia de los campaneros levemente turbado, y en seguida
sonriente, con una suavidad resbaladiza en la mirada y una bondad
estereotipada en los labios. Tenía razón el delantero. De Pas no se
pintaba. Más bien parecía estucado. En efecto, su tez blanca tenía los
reflejos del estuco. En los pómulos, un tanto avanzados, bastante para
dar energía y expresión característica al rostro, sin afearlo, había un
ligero encarnado que a veces tiraba al color del alzacuello y de las
medias. No era pintura, ni el color de la salud, ni pregonero del
alcohol; era el rojo que brota en las mejillas al calor de palabras de
amor o de vergüenza que se pronuncian cerca de ellas, palabras que
parecen imanes que atraen el hierro de la sangre. Esta especie de
congestión también la causa el orgasmo de pensamientos del mismo estilo.
En los ojos del Magistral, verdes, con pintas que parecían polvo de
rapé, lo más notable era la suavidad de liquen; pero en ocasiones, de en
medio de aquella crasitud pegajosa salía un resplandor punzante, que era
una sorpresa desagradable, como una aguja en una almohada de plumas.
Aquella mirada la resistían pocos; a unos les daba miedo, a otros asco;
pero cuando algún audaz la sufría, el Magistral la humillaba cubriéndola
con el telón carnoso de unos párpados anchos, gruesos, insignificantes,
como es siempre la carne informe. La nariz larga, recta, sin corrección
ni dignidad, también era sobrada de carne hacia el extremo y se
inclinaba como árbol bajo el peso de excesivo fruto. Aquella nariz era
la obra muerta en aquel rostro todo expresión, aunque escrito en griego,
porque no era fácil leer y traducir lo que el Magistral sentía y
pensaba. Los labios largos y delgados, finos, pálidos, parecían
obligados a vivir comprimidos por la barba que tendía a subir,
amenazando para la vejez, aún lejana, entablar relaciones con la punta
de la nariz claudicante. Por entonces no daba al rostro este defecto
apariencias de vejez, sino expresión de prudencia de la que toca en
cobarde hipocresía y anuncia frío y calculador egoísmo. Podía asegurarse
que aquellos labios guardaban como un tesoro la mejor palabra, la que
jamás se pronuncia. La barba puntiaguda y levantisca semejaba el candado
de aquel tesoro. La cabeza pequeña y bien formada, de espeso cabello
negro muy recortado, descansaba sobre un robusto cuello, blanco, de
recios músculos, un cuello de atleta, proporcionado al tronco y
extremidades del fornido canónigo, que hubiera sido en su aldea el mejor
jugador de bolos, el mozo de más partido; y a lucir entallada levita, el
más apuesto azotacalles de Vetusta.
Como si se tratara de un personaje, el Magistral saludó a Celedonio
doblando graciosamente el cuerpo y extendiendo hacia él la mano derecha,
blanca, fina, de muy afilados dedos, no menos cuidada que si fuera la de
aristocrática señora. Celedonio contestó con una genuflexión como las de
ayudar a misa.
Bismarck, oculto, vio con espanto que el canónigo sacaba de un bolsillo
interior de la sotana un tubo que a él le pareció de oro. Vio que el
tubo se dejaba estirar como si fuera de goma y se convertía en dos, y
luego en tres, todos seguidos, pegados. Indudablemente aquello era un
cañón chico, suficiente para acabar con un delantero tan insignificante
como él. No; era un fusil porque el Magistral lo acercaba a la cara y
hacía con él puntería. Bismarck respiró: no iba con su personilla aquel
disparo; apuntaba el carca hacia la calle, asomado a una ventana. El
acólito, de puntillas, sin hacer ruido, se había acercado por detrás al
Provisor y procuraba seguir la dirección del catalejo. Celedonio era un
monaguillo de mundo, entraba como amigo de confianza en las mejores
casas de Vetusta, y si supiera que Bismarck tomaba un anteojo por un
fusil, se le reiría en las narices.
Uno de los recreos solitarios de don Fermín de Pas consistía en subir a
las alturas. Era montañés, y por instinto buscaba las cumbres de los
montes y los campanarios de las iglesias. En todos los países que había
visitado había subido a la montaña más alta, y si no las había, a la más
soberbia torre. No se daba por enterado de cosa que no viese a vista de
pájaro, abarcándola por completo y desde arriba. Cuando iba a las aldeas
acompañando al Obispo en su visita, siempre había de emprender, a pie o
a caballo, como se pudiera, una excursión a lo más empingorotado. En la
provincia, cuya capital era Vetusta, abundaban por todas partes montes
de los que se pierden entre nubes; pues a los más arduos y elevados
ascendía el Magistral, dejando atrás al más robusto andarín, al más
experto montañés. Cuanto más subía más ansiaba subir; en vez de fatiga
sentía fiebre que les daba vigor de acero a las piernas y aliento de
fragua a los pulmones. Llegar a lo más alto era un triunfo voluptuoso
para De Pas. Ver muchas leguas de tierra, columbrar el mar lejano,
contemplar a sus pies los pueblos como si fueran juguetes, imaginarse a
los hombres como infusorios, ver pasar un águila o un milano, según los
parajes, debajo de sus ojos, enseñándole el dorso dorado por el sol,
mirar las nubes desde arriba, eran intensos placeres de su espíritu
altanero, que De Pas se procuraba siempre que podía. Entonces sí que en
sus mejillas había fuego y en sus ojos dardos. En Vetusta no podía
saciar esta pasión; tenía que contentarse con subir algunas veces a la
torre de la catedral. Solía hacerlo a la hora del coro, por la mañana o
por la tarde, según le convenía. Celedonio que en alguna ocasión,
aprovechando un descuido, había mirado por el anteojo del Provisor,
sabía que era de poderosa atracción; desde los segundos corredores,
mucho más altos que el campanario, había él visto perfectamente a la
Regenta, una guapísima señora, pasearse, leyendo un libro, por su huerta
que se llamaba el Parque de los Ozores; sí, señor, la había visto como
si pudiera tocarla con la mano, y eso que su palacio estaba en la
rinconada de la Plaza Nueva, bastante lejos de la torre, pues tenía en
medio de la plazuela de la catedral, la calle de la Rúa y la de San
Pelayo. ¿Qué más? Con aquel anteojo se veía un poco del billar del
casino, que estaba junto a la iglesia de Santa María; y él, Celedonio,
había visto pasar las bolas de marfil rodando por la mesa. Y sin el
anteojo ¡quiá! en cuanto se veía el balcón como un ventanillo de una
grillera. Mientras el acólito hablaba así, en voz baja, a Bismarck que
se había atrevido a acercarse, seguro de que no había peligro, el
Magistral, olvidado de los campaneros, paseaba lentamente sus miradas
por la ciudad escudriñando sus rincones, levantando con la imaginación
los techos, aplicando su espíritu a aquella inspección minuciosa, como
el naturalista estudia con poderoso microscopio las pequeñeces de los
cuerpos. No miraba a los campos, no contemplaba la lontananza de montes
y nubes; sus miradas no salían de la ciudad.
Vetusta era su pasión y su presa. Mientras los demás le tenían por sabio
teólogo, filósofo y jurisconsulto, él estimaba sobre todas su ciencia de
Vetusta. La conocía palmo a palmo, por dentro y por fuera, por el alma y
por el cuerpo, había escudriñado los rincones de las conciencias y los
rincones de las casas. Lo que sentía en presencia de la heroica ciudad
era gula; hacía su anatomía, no como el fisiólogo que sólo quiere
estudiar, sino como el gastrónomo que busca los bocados apetitosos; no
aplicaba el escalpelo sino el trinchante.
Y bastante resignación era contentarse, por ahora, con Vetusta. De Pas
había soñado con más altos destinos, y aún no renunciaba a ellos. Como
recuerdos de un poema heroico leído en la juventud con entusiasmo,
guardaba en la memoria brillantes cuadros que la ambición había pintado
en su fantasía; en ellos se contemplaba oficiando de pontifical en
Toledo y asistiendo en Roma a un cónclave de cardenales. Ni la tiara le
pareciera demasiado ancha; todo estaba en el camino; lo importante era
seguir andando. Pero estos sueños según pasaba el tiempo se iban
haciendo más y más vaporosos, como si se alejaran. «Así son las
perspectivas de la esperanza, pensaba el Magistral; cuanto más nos
acercamos al término de nuestra ambición, más distante parece el objeto
deseado, porque no está en lo porvenir, sino en lo pasado; lo que vemos
delante es un espejo que refleja el cuadro soñador que se queda atrás,
en el lejano día del sueño...». No renunciaba a subir, a llegar cuanto
más arriba pudiese, pero cada día pensaba menos en estas vaguedades de
la ambición a largo plazo, propias de la juventud. Había llegado a los
treinta y cinco años y la codicia del poder era más fuerte y menos
idealista; se contentaba con menos pero lo quería con más fuerza, lo
necesitaba más cerca; era el hambre que no espera, la sed en el desierto
que abrasa y se satisface en el charco impuro sin aguardar a descubrir
la fuente que está lejos en lugar desconocido.
Sin confesárselo, sentía a veces desmayos de la voluntad y de la fe en
sí mismo que le daban escalofríos; pensaba en tales momentos que acaso
él no sería jamás nada de aquello a que había aspirado, que tal vez el
límite de su carrera sería el estado actual o un mal obispado en la
vejez, todo un sarcasmo. Cuando estas ideas le sobrecogían, para
vencerlas y olvidarlas se entregaba con furor al goce de lo presente,
del poderío que tenía en la mano; devoraba su presa, la Vetusta
levítica, como el león enjaulado los pedazos ruines de carne que el
domador le arroja.
Concentrada su ambición entonces en punto concreto y tangible, era mucho
más intensa; la energía de su voluntad no encontraba obstáculo capaz de
resistir en toda la diócesis. Él era el amo del amo. Tenía al Obispo en
una garra, prisionero voluntario que ni se daba cuenta de sus prisiones.
En tales días el Provisor era un huracán eclesiástico, un castigo
bíblico, un azote de Dios sancionado por su ilustrísima.
Estas crisis del ánimo solían provocarlas noticias del personal: el
nombramiento de un Obispo joven, por ejemplo. Echaba sus cuentas: él
estaba muy atrasado, no podría llegar a ciertas grandezas de la
jerarquía. Esto pensaba, en tanto que el beneficiado don Custodio le
aborrecía principalmente porque era Magistral desde los treinta.
Don Fermín contemplaba la ciudad. Era una presa que le disputaban, pero
que acabaría de devorar él solo. ¡Qué! ¿También aquel mezquino imperio
habían de arrancarle? No, era suyo. Lo había ganado en buena lid. ¿Para
qué eran necios? También al Magistral se le subía la altura a la cabeza;
también él veía a los vetustenses como escarabajos; sus viviendas viejas
y negruzcas, aplastadas, las creían los vanidosos ciudadanos palacios y
eran madrigueras, cuevas, montones de tierra, labor de topo.... ¿Qué
habían hecho los dueños de aquellos palacios viejos y arruinados de la
Encimada que él tenía allí a sus pies? ¿Qué habían hecho? Heredar. ¿Y
él? ¿Qué había hecho él? Conquistar. Cuando era su ambición de joven la
que chisporroteaba en su alma, don Fermín encontraba estrecho el recinto
de Vetusta; él que había predicado en Roma, que había olfateado y
gustado el incienso de la alabanza en muy altas regiones por breve
tiempo, se creía postergado en la catedral vetustense. Pero otras veces,
las más, era el recuerdo de sus sueños de niño, precoz para ambicionar,
el que le asaltaba, y entonces veía en aquella ciudad que se humillaba a
sus plantas en derredor el colmo de sus deseos más locos. Era una
especie de placer material, pensaba De Pas, el que sentía comparando sus
ilusiones de la infancia con la realidad presente. Si de joven había
soñado cosas mucho más altas, su dominio presente parecía la tierra
prometida a las cavilaciones de la niñez, llena de tardes solitarias y
melancólicas en las praderas de los puertos. El Magistral empezaba a
despreciar un poco los años de su próxima juventud, le parecían a veces
algo ridículos sus ensueños y la conciencia no se complacía en repasar
todos los actos de aquella época de pasiones reconcentradas, poco y mal
satisfechas. Prefería las más veces recrear el espíritu contemplando lo
pasado en lo más remoto del recuerdo; su niñez le enternecía, su
juventud le disgustaba como el recuerdo de una mujer que fue muy
querida, que nos hizo cometer mil locuras y que hoy nos parece digna de
olvido y desprecio. Aquello que él llamaba placer material y tenía mucho
de pueril, era el consuelo de su alma en los frecuentes decaimientos del
ánimo.
El Magistral había sido pastor en los puertos de Tarsa ¡y era él, el
mismo que ahora mandaba a su manera en Vetusta! En este salto de la
imaginación estaba la esencia de aquel placer intenso, infantil y
material que gozaba De Pas como un pecado de lascivia.
¡Cuántas veces en el púlpito, ceñido al robusto y airoso cuerpo el
roquete, cándido y rizado, bajo la señoril muceta, viendo allá abajo, en
el rostro de todos los fieles la admiración y el encanto, había tenido
que suspender el vuelo de su elocuencia, porque le ahogaba el placer, y
le cortaba la voz en la garganta! Mientras el auditorio aguardaba en
silencio, respirando apenas, a que la emoción religiosa permitiera al
orador continuar, él oía como en éxtasis de autolatría el chisporroteo
de los cirios y de las lámparas; aspiraba con voluptuosidad extraña el
ambiente embalsamado por el incienso de la capilla mayor y por las
emanaciones calientes y aromáticas que subían de las damas que le
rodeaban; sentía como murmullo de la brisa en las hojas de un bosque el
contenido crujir de la seda, el aleteo de los abanicos; y en aquel
silencio de la atención que esperaba, delirante, creía comprender y
gustaba una adoración muda que subía a él; y estaba seguro de que en tal
momento pensaban los fieles en el orador esbelto, elegante, de voz
melodiosa, de correctos ademanes a quien oían y veían, no en el Dios de
que les hablaba. Entonces sí que, sin poder él desechar aquellos
recuerdos se le presentaba su infancia en los puertos; aquellas tardes
de su vida de pastor melancólico y meditabundo.--Horas y horas, hasta el
crepúsculo, pasaba soñando despierto, en una cumbre, oyendo las esquilas
del ganado esparcido por el cueto ¿y qué soñaba? que allá, allá abajo,
en el ancho mundo, muy lejos, había una ciudad inmensa, como cien veces
el lugar de Tarsa, y más; aquella ciudad se llamaba Vetusta, era mucho
mayor que San Gil de la Llana, la cabeza del partido, que él tampoco
había visto. En la gran ciudad colocaba él maravillas que halagaban el
sentido y llenaban la soledad de su espíritu inquieto. Desde aquella
infancia ignorante y visionaria al momento en que se contemplaba el
predicador no había intervalo; se veía niño y se veía Magistral: lo
presente era la realidad del sueño de la niñez y de esto gozaba.
Emociones semejantes ocupaban su alma mientras el catalejo, reflejando
con vivos resplandores los rayos del sol se movía lentamente pasando la
visual de tejado en tejado, de ventana en ventana, de jardín en jardín.
Alrededor de la catedral se extendía, en estrecha zona, el primitivo
recinto de Vetusta. Comprendía lo que se llamaba el barrio de la
_Encimada_ y dominaba todo el pueblo que se había ido estirando por
Noroeste y por Sudeste. Desde la torre se veía, en algunos patios y
jardines de casas viejas y ruinosas, restos de la antigua muralla,
convertidos en terrados o paredes medianeras, entre huertos y corrales.
La Encimada era el barrio noble y el barrio pobre de Vetusta. Los más
linajudos y los más andrajosos vivían allí, cerca unos de otros,
aquellos a sus anchas, los otros apiñados. El buen vetustente era de la
Encimada. Algunos fatuos estimaban en mucho la propiedad de una casa,
por miserable que fuera, en la parte alta de la ciudad, a la sombra de
la catedral, o de Santa María la Mayor o de San Pedro, las dos
antiquísimas iglesias vecinas de la Basílica y parroquias que se
dividían el noble territorio de la Encimada. El Magistral veía a sus
pies el barrio linajudo compuesto de caserones con ínfulas de palacios;
conventos grandes como pueblos; y tugurios, donde se amontonaba la plebe
vetustense, demasiado pobre para poder habitar las barriadas nuevas allá
abajo, en el Campo del sol, al Sudeste, donde la Fábrica Vieja levantaba
sus augustas chimeneas, en rededor de las cuales un pueblo de obreros
había surgido. Casi todas las calles de la Encimada eran estrechas,
tortuosas, húmedas, sin sol; crecía en algunas la yerba; la limpieza de
aquellas en que predominaba el vecindario noble o de tales pretensiones
por lo menos, era triste, casi miserable, como la limpieza de las
cocinas pobres de los hospicios; parecía que la escoba municipal y la
escoba de la nobleza pulcra habían dejado en aquellas plazuelas y
callejas las huellas que el cepillo deja en el paño raído. Había por
allí muy pocas tiendas y no muy lucidas. Desde la torre se veía la
historia de las clases privilegiadas contada por piedras y adobes en el
recinto viejo de Vetusta. La iglesia ante todo: los conventos ocupaban
cerca de la mitad del terreno; Santo Domingo solo, tomaba una quinta
parte del área total de la Encimada: seguía en tamaño las Recoletas,
donde se habían reunido en tiempo de la Revolución de Septiembre dos
comunidades de monjas, que juntas eran diez y ocupaban con su convento y
huerto la sexta parte del barrio. Verdad era que San Vicente estaba
convertido en cuartel y dentro de sus muros retumbaba la indiscreta voz
de la corneta, profanación constante del sagrado silencio secular; del
convento ampuloso y plateresco de las Clarisas había hecho el Estado un
edificio para toda clase de oficinas, y en cuanto a San Benito era
lóbrega prisión de mal seguros delincuentes. Todo esto era triste; pero
el Magistral que veía, con amargura en los labios, estos despojos de que
le daba elocuente representación el catalejo, podía abrir el pecho al
consuelo y a la esperanza contemplando, fuera del barrio noble, al Oeste
y al Norte, gráficas señales de la fe rediviva, en los alrededores de
Vetusta, donde construía la piedad nuevas moradas para la vida
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