La Regenta - 14
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pocos las conocían; las que sonaban y hasta refería él siempre eran
antiguas. Con esto y la natural vanidad que lleva a la mujer a creerse
querida de veras, la Regenta podía, si le importaba, creer que el
Tenorio de Vetusta había dejado de serlo para convertirse en fino,
constante y platónico amador de su gentileza. Esto era lo que él quería
saber a punto fijo. ¿Creería en él? ¿le sacrificaría la tranquilidad de
la conciencia y otras comodidades que ahora disfrutaba en su hogar
honrado?
Algunas insinuaciones tal vez temerarias le habían hecho perder terreno,
y con ellas había coincidido el cambio de confesores de la Regenta.
«Todo se puede echar a perder ahora», había pensado don Álvaro. «La
devoción sería un rival más temible que Cármenes; el Magistral un
cancerbero más respetable que don Víctor Quintanar, mi buen amigo».
No había más remedio que jugar el todo por el todo.
Había llegado la época de la recolección: ¿serían calabazas? No lo
esperaba; los síntomas no eran malos; pero, aunque se lo ocultase a sí
mismo, no las tenía todas consigo. Por eso le irritaba más la
supersticiosa fe de Vetusta en la virtud de aquella señora; le irritaba
más porque él, sin querer, participaba de aquella fe estúpida.
«Y con todo, yo tengo datos en contra, pensaba, ciertos indicios. Y
además, no creía en la mujer fuerte. ¡Señor, si hasta la Biblia lo dice!
¿Mujer fuerte? ¿Quién la hallará?».
Si hubiese conocido Paco Vegallana estos pensamientos de su amigo, que
probaban la falsedad de su amor, le hubiera negado su eficaz auxilio en
la conquista de la Regenta. Sólo el amor fuerte, invencible, podía
disculparlo todo. A lo menos así lo decía la moral de Paco. Queriendo
tanto y tan bien como decía don Álvaro, nada de más haría la Regenta en
corresponderle. Una mujer casada, peca menos que una soltera cometiendo
una falta, porque, es claro, la casada... no se compromete.
--«¡Esta es la moral positiva!--decía el Marquesito muy serio cuando
alguien le oponía cualquier argumento--. Sí, señor, esta es la moral
moderna, la científica; y eso que se llama el Positivismo no predica
otra cosa; lo inmoral es lo que hace daño positivo a alguien. ¿Qué daño
se le hace a un marido _que no lo sabe_?».
Creía Paco que así hablaba la filosofía de última novedad, que él
estimaba excelente para tales aplicaciones, aunque, como buen
conservador, no la quería en las Universidades.
«¿Por qué? Porque el saber esas cosas no es para chicos».
Cuando llegaron al portal del palacio de Vegallana, su futuro dueño
tenía lágrimas en los ojos. ¡Tanto le había ablandado el alma la
elocuencia de Mesía! ¡Qué grande contemplaba ahora a su don Álvaro!
Mucho más grande que nunca. «¿Con que el escéptico redomado, el hombre
frío, el _dandy_ desengañado, tenía otro hombre dentro? ¡Quién lo
pensara! ¡Y qué bien casaban aquellos colores (aquellos matices
delicados, quería decir Paco), aquel contraste de la aparente
indiferencia, del elegante pesimismo con el oculto fervor erótico, un si
es no es romántico!». Si en vez de la _Historia de la prostitución_
Paquito hubiese leído ciertas novelas de moda, hubiera sabido que don
Álvaro no hacía más que imitar--y de mala manera, porque él era ante
todo un hombre político--a los héroes de aquellos libros elegantes. Sin
embargo, algo encontraba Paco en sus lecturas parecido a Mesía; era este
una Margarita Gauthier del sexo fuerte; un hombre capaz de redimirse por
amor. Era necesario redimirle, ayudarle a toda costa.
«Y que perdonase don Víctor Quintanar, incapaz de ser escéptico, frío y
prosaico por fuera, romántico y dulzón por dentro».
Cuando subían la escalera, Paco Vegallana, el muchacho de más partido
entre las mozas del ídem, estaba resuelto:
1.º A favorecer en cuanto pudiese los amores, que él daba por seguros,
de la Regenta y Mesía. Y
2.º A buscar para uso propio, un acomodo neo-romántico, una _pasión
verdad_, compatible con su afición a las formas amplias y a las
turgencias hiperbólicas, que él no llamaba así por supuesto.
--¿Quién está arriba?--preguntó a un criado, seguro de que estaría la
Regenta «porque se lo daba el corazón».
--Hay dos señoras.--¿Quiénes son? El criado meditó.--Una creo que es
doña Visita, aunque no las he visto; pero se la oye de lejos... la
otra... no sé.
--Bueno, bueno--dijo Paco, volviéndose a Mesía--. Son ellas. Estos días
Visita no se separa de Ana.
A Mesía le temblaron un poco las piernas, muy contra su deseo.
--Oye--dijo--llévame primero a tu cuarto. Quiero que allí me expliques,
como si te fueras a morir, la verdad, nada más que la verdad de lo que
hayas notado en ella, que puede serme favorable.
--Bien; subamos. Paco se turbó. La verdad de lo que había notado... no
era gran cosa. Pero ¡bah! con un poco de imaginación... y precisamente
él estaba tan excitado en aquel momento....
Las habitaciones del Marquesito estaban en el segundo piso. Al llegar al
vestíbulo del primero, oyeron grandes carcajadas.... Era en la cocina.
Era la carcajada eterna de Visita.
--¡Están en la cocina!--dijo Mesía asombrado y recordando otros tiempos.
--Oye--observó Paco--¿no esperaba Visita a Obdulia en su casa para hacer
empanadas y no sé qué mas?
--Sí, ella lo dijo.--Entonces... ¿cómo está aquí Visitación?
--¿Y qué hacen en la cocina?
Una hermosa cabeza de mujer, cubierta con un gorro blanco de fantasía,
apareció en una ventana al otro lado del patio que había en medio de la
casa. Debajo del gorro blanco flotaban graciosos y abundantes rizos
negros, una boca fresca y alegre sonreía, unos ojos muy grandes y
habladores hacían gestos, unos brazos robustos y bien torneados, blancos
y macizos, rematados por manos de muñeca, mostraban, levantándolo por
encima del gorro, un pollo pelado, que palpitaba con las ansias de la
muerte; del pico caían gotas de sangre.
Obdulia, dirigiéndose a los atónitos caballeros, hizo ademán de retorcer
el pescuezo a su víctima y gritó triunfante:
--¡Yo misma! ¡he sido yo misma! ¡Así a todos los hombres!...
«¡Era Obdulia! ¡Obdulia! Luego no estaba la otra».
--VIII--
El marqués de Vegallana era en Vetusta el jefe del partido más
reaccionario entre los dinásticos; pero no tenía afición a la política y
más servía de adorno que de otra cosa. Tenía siempre un favorito que era
el jefe verdadero. El favorito actual era (¡oh escándalo del juego
natural de las instituciones y del turno pacífico!) ni más ni menos, don
Álvaro Mesía, el jefe del partido liberal dinástico. El reaccionario
creía resolver sus propios asuntos y en realidad obedecía a las
inspiraciones de Mesía. Pero este no abusaba de su poder secreto. Como
un jugador de ajedrez que juega solo y lo mismo se interesa por los
blancos que por los negros, don Álvaro cuidaba de los negocios
conservadores lo mismo que de los liberales. Eran panes prestados. Si
mandaban los del Marqués, don Álvaro repartía estanquillos, comisiones y
licencias de caza, y a menudo algo más suculento, como si fueran
gobierno los suyos; pero cuando venían los liberales, el marqués de
Vegallana seguía siendo árbitro en las elecciones, gracias a Mesía, y
daba estanquillos, empleos y hasta prebendas. Así era el turno pacífico
en Vetusta, a pesar de las apariencias de encarnizada discordia. Los
soldados de fila, como se llamaban ellos, se apaleaban allá en las
aldeas, y los jefes se entendían, eran uña y carne. Los más listos algo
sospechaban, pero no se protestaba, se procuraba sacar tajada doble,
aprovechando el secreto.
Vegallana tenía una gran pasión: la de «tragarse leguas», o sea dar
paseos de muchos kilómetros.
Le aburrían las intrigas de politiquilla.
Era cacique honorario; el cacique en funciones, su mano derecha, Mesía.
Don Álvaro era al Marqués en política lo que a Paquito en amores, su
Mentor, su Ninfa Egeria. Padre e hijo se consideraban incapaces de
pensar en las respectivas materias sin la ayuda de su Pitonisa. Aquí
estaba el secreto de la política de Vegallana, conocido por pocos.
Los más, al salir de una junta del «Salón de Antigüedades», solían
exclamar:
--¡Qué cabeza la de este Marqués! Nació para amaños electorales, para
manejar pueblos.
--No, y los años no le rinden; siempre es el mismo.
Y todo lo que alababan era obra del otro, de Mesía.
Cuando este quería castigar a alguno de los suyos, le ponía enfrente de
un candidato reaccionario a quien había que dejar el triunfo. El Marqués
agradecía a don Álvaro su abnegación, y le pagaba diciéndole, por
ejemplo:
--Oiga usted, mi correligionario, Fulano quiere tal cosa, pero a mí me
carga ese hombre; haga usted que triunfe el pretendiente liberal. Y
entonces Mesía premiaba los servicios de algún servidor fidelísimo.
¡Quién le hubiera dicho a Ronzal que él debía el verse diputado de la
Comisión a una de estas sabias combinaciones!
El Marqués decía que «la fatalidad le había llevado a militar en un
partido reaccionario; el nacimiento, los compromisos de clase; pero su
temperamento era de liberal». Tenía grandes «amistades personales» en
las aldeas, y repartía abrazos por el distrito en muchas leguas a la
redonda. Durante las elecciones, cuando muchos, casi todos, le creían
manejando la complicada máquina de las influencias, el único servicio
positivo y directo que prestaba era el de agente electoral. Pedía un
puñado de candidaturas a Mesía y las repartía por las parroquias
electorales que visitaba en sus paseos de Judío Errante.
Cuando emprendía una excursión por camino desconocido, contaba los
pasos, aunque hubiese medidas oficiales, porque no se fiaba de los
kilómetros del Gobierno. Contaba los pasos y los millares los señalaba
con piedras menudas que metía en los bolsillos de la americana. Llegaba
a casa y descargaba sobre una mesa aquellos sacos para contar más
satisfecho las piedras miliarias. Aquella noche en la tertulia se
hablaba en primer término del paseo de Vegallana.
--¿A dónde bueno, Marqués?--le preguntaba un amigo que le encontraba en
el campo.
--A Cardona por la Carbayeda... mil ciento uno... mil ciento dos...
tres... cuatro...--y seguía marcando el paso, apoyándose en un palo con
nudos y ahumado, como el de los aldeanos de la tierra.
Aquel garrote, la sencilla americana y el hongo flexible de anchas alas
eran la garantía de su popularidad en las aldeas. Tenía todo el orgullo
y todas las preocupaciones de sus compañeros en nobleza vetustense,
pero afectaba una llaneza que era el encanto de las almas sencillas.
Tenía otra manía, corolario de sus paseos, la manía de las pesas y
medidas. Sabía en números decimales la capacidad de todos los teatros,
congresos, iglesias, bolsas, circos y demás edificios notables de
Europa. «Covent Garden tiene tantos metros de ancho por tantos de largo,
y tantos de altura»; y hallaba el cubo en un decir Jesús. El Real tiene
tantos metros cúbicos menos que la Gran Ópera. Mentía cuando quería
deslumbrar al auditorio, pero podía ser exacto, asombrosamente exacto si
se le antojaba. «A mí hechos, datos, números--decía--; lo demás...
filosofía alemana».
En arquitectura le preocupaban mucho las proporciones. Para que hubiese
proporción entre la catedral y la plazuela, convendría retirar tres o
cuatro metros la catedral. Y él lo hubiera propuesto de buen grado. Era
el enemigo natural de D. Saturnino Bermúdez en materia de monumentos
históricos y ornato público. Todo lo quería alineado. Soñaba con las
calles de Nueva York--que nunca había visto--y si le sacaban este
argumento:
--«Pero la nobleza se opone por su propia esencia a esas igualdades».
Contestaba:--«Señor mío, _distingue tempora_... (no quería decir eso)
no tergiversemos, no involucremos, _post hoc ergo propter hoc_ (tampoco
quería decir eso.) La verdadera desigualdad está en la sangre, pero los
tejados deben medirse todos por un rasero. Así lo hace América, que nos
lleva una gran ventaja».
La Colonia, la parte nueva de Vetusta, merced a la influencia poderosa
del Marqués, por un rasero se había medido.
No había una casa más alta que otra.
Protestaban algunos americanos que querían hacer palacios de ocho pisos
para ver desde las guardillas el campanario de su pueblo; pero el
Municipio, bajo la presión del Marqués, nivelaba todos los tejados
«dejando para otras esferas de la vida las naturales desigualdades de la
sociedad en que vivimos», como decía el Marqués en un artículo anónimo
que publicó en _El Lábaro_.
La Marquesa tenía a su esposo por un grandísimo majadero, condición que
ella creía casi universal en los maridos. Ella sí que era liberal. Muy
devota, pero muy liberal, porque lo uno no quita lo otro. Su devoción
consistía en presidir muchas cofradías, pedir limosna con gran descaro a
la puerta de las iglesias, azotando la bandeja con una moneda de cinco
duros, regalar platos de dulce a los canónigos, convidarles a comer,
mandar capones al Obispo y fruta a las monjas para que hicieran
conservas. La libertad, según esta señora, se refería principalmente al
sexto mandamiento. «Ella no había sido ni mala ni buena, sino como todas
las que no son completamente malas, pero tenía la virtud de la más
amplia tolerancia. Opinaba que lo único bueno que la aristocracia de
ahora podía hacer era divertirse. ¿No podía imitar las virtudes de la
nobleza de otros tiempos? Pues que imitara sus vicios». Para la Marquesa
no había más que Luis XV y Regencia. Los muebles de su salón amarillo y
la chimenea de su gabinete estaban copiados de una sala de Versalles,
según aseguraban el tapicero y el arquitecto; pero el amor de la
Marquesa a lo mullido y almohadillado había ido introduciendo grandes
modificaciones en el salón Regencia.
El capitán Bedoya, el gran anticuario, murmuraba del salón amarillo
diciendo:
--«La Marquesa se empeña en llamar aquello estilo de la Regencia; ¿por
dónde? como no sea de la regencia de Espartero...». Los muebles eran
lujosos, pero estaban maltratados y lo que era peor, desde el punto de
vista arqueológico, convertidos en flagrantes anacronismos.
Les había hecho sufrir varios cambios, aunque siempre sobre la base del
amarillo, cubriéndolos con damasco, primero, con seda brochada después,
y últimamente con raso basteado, _capitoné_ que ella decía, en
almohadillas muy abultadas y menudas, que a don Saturnino se le
antojaban impúdicas. El tapicero protestó en tiempo oportuno; en el
salón sentaba mal lo _capitoné_, según su dogma, pero la Marquesa se
reía de estas imposiciones oficiales. En los demás muebles del salón,
espejos, consolas, colgaduras, etc., se había pasado de lo que
entendiera el mueblista por Regencia a la mezcla más escandalosa, según
el capricho y las comodidades de la Marquesa. Si se le hablaba de mal
gusto, contestaba que la moda moderna era lo _confortable_ y la
libertad. Los antiguos cuadros de la escuela de Cenceño sin duda, pero
al fin venerables como recuerdos de familia, los había mandado al
segundo piso, y en su lugar puso alegres acuarelas, mucho torero y mucha
manola y algún fraile pícaro; y con escándalo de Bedoya y de Bermúdez
hasta había colgado de las paredes cromos un poco verdes y nada
artísticos. En el gabinete contiguo, donde pasaba el día la Marquesa, la
anarquía de los muebles era completa, pero todos eran cómodos; casi
todos servían para acostarse; sillas largas, mecedoras, marquesitas,
confidentes, taburetes, todo era una conjuración de la pereza; en
entrando allí daban tentaciones de echarse a la larga. El sofá de panza
anchísima y turgente con sus botones ocultos entre el raso, como
pistilos de rosas amarillas, era una muda anacreóntica, acompañada con
los olores excitantes de las cien esencias que la Marquesa arrojaba a
todos los vientos.
La excelentísima señora doña Rufina de Robledo, marquesa de Vegallana,
se levantaba a las doce, almorzaba, y hasta la hora de comer leía
novelas o hacía crochet, sentada o echada en algún mueble del gabinete.
La gran chimenea tenía lumbre desde Octubre hasta Mayo. De noche iba al
teatro doña Rufina siempre que había función, aunque nevase o cayeran
rayos; para eso tenía carruajes. _Si no había teatro_, y esto era muy
frecuente en Vetusta, se quedaba en su gabinete donde recibía a los
amigos y amigas que quisieran hablar de sus cosas, mientras ella leía
periódicos satíricos con caricaturas, revistas y novelas. Sólo
intervenía en la conversación para hacer alguna advertencia del género
de los epigramas del Arcipreste, su buen amigo. En estas breves
interrupciones, doña Rufina demostraba un gran conocimiento del mundo y
un pesimismo de buen tono respecto de la virtud. Para ella no había más
pecado mortal que la hipocresía; y llamaba hipócritas a todos los que no
dejaban traslucir aficiones eróticas que podían no tener. Pero esto no
lo admitía ella. Cuando alguno _salía garante_ de una virtud, la
Marquesa, sin separar los ojos de sus caricaturas, movía la cabeza de un
lado a otro y murmuraba entre dientes postizos, como si rumiase
negaciones. A veces pronunciaba claramente:
--A mí con esas... que soy tambor de marina.
No era tambor, pero quería dar a entender que había sido más fiel a las
costumbres de la Regencia que a sus muebles. Sus citas históricas solían
referirse a las queridas de Enrique VIII y a las de Luis XIV.
En tanto, el salón amarillo estaba en una discreta obscuridad, si había
pocos tertulios. Cuando pasaban de media docena, se encendía una lámpara
de cristal tallado, colgada en medio del salón. Estaba a bastante
altura; sólo podía llegar a la llave del gas Mesía, el mejor mozo. Los
demás se quejaban. Era una injusticia.
--«¿Para qué poner tan alta la lámpara?»--decían algunos un tanto
ofendidos.
Doña Rufina se encogía de hombros.
--«Cosas de ese»--respondía--aludiendo a su marido.
No era muy escrupuloso el Marqués en materia de moral privada; pero una
noche había entrado palpando las paredes para atravesar el salón y
llegar al gabinete, cuya puerta estaba entornada; su mano tropezó con
una nariz en las tinieblas, oyó un grito de mujer--estaba seguro--y
sintió ruido de sillas y pasos apagados en la alfombra. Calló por
discreción, pero ordenó a los criados que colocaran más alta la lámpara.
Así nadie podría quitarle luz ni apagarla. Pero resultó una desigualdad
irritante, porque Mesía, poniéndose de puntillas, llegaba todavía a la
llave del gas.
De las tres hijas de los marqueses, dos, Pilar y Lola, se habían casado
y vivían en Madrid; Emma, la segunda, había muerto tísica. Aquella
escasa vigilancia a que la Marquesa se creía obligada cuando sus hijas
vivían con ella, había desaparecido. Era el único consuelo de tanta
soledad. En tiempo de ferias, doña Rufina hacía venir alguna sobrina de
las muchas que tenía por los pueblos de la provincia. Aquellas lugareñas
linajudas esperaban con ansia la época de las ferias, cuando les tocaba
el turno de ir a Vetusta. Desde niñas se acostumbraban a mirar como
temporada de excepcional placer la que se pasaba con la tía, en medio de
lo _mejorcito_ de la capital. Algunos padres timoratos oponían algunos
argumentos de aquella moralidad privada que no preocupaba al Marqués,
pero al fin la vanidad triunfaba y siempre tenía su sobrina en ferias la
señora marquesa de Vegallana. Las sobrinitas ocupaban los aposentos de
las hijas ausentes;--el de Emma no volvió a ser habitado, pero se
entraba en él cuando hacía falta--. Las muchachas animaban por algunas
semanas con el ruido de mejores días aquellas salas y pasillos, alcobas
y gabinetes, demasiado grandes y tristes cuando estaban desiertos. De
noche, sin embargo, no faltaba algazara en el piso principal, hubiera
sobrinas o no. En el segundo, de día y de noche había aventuras, pero
silenciosas. Un personaje de ellas siempre era Paquito. Cuando estaba
sereno, juraba que no había cosa peor que perseguir a la servidumbre
femenina en la propia casa; pero no podía dominarse. _Videor meliora_,
le decía don Saturno sin que Paco le entendiese. En la tertulia de la
Marquesa, con sobrinas o sin ellas, predominaba la juventud. Las
muchachas de las familias más distinguidas iban muy a menudo a hacer
compañía a la pobre señora que se había quedado sin sus tres hijas.
Previamente se daba cita al novio respectivo; y cuando no, esperaban los
acontecimientos. Allí se improvisaban los noviazgos, y del salón
amarillo habían salido muchos matrimonios _in extremis_, como decía
Paquito creyendo que _in extremis_ significaba una cosa muy divertida.
Pero lo que salía más veces, era asunto para la crónica escandalosa. Se
respetaba la casa del Marqués, pero se despellejaba a los tertulios. Se
contaba cualquier aventurilla y se añadía casi siempre:
--«Lo más odioso es que esas... tales hayan escogido para sus... cuales
una casa tan respetable, tan digna». Los liberales avanzados, los que no
se andaban con paños calientes, sostenían que la casa era lo peor.
Sin embargo, los maldicientes procuraban ser presentados en aquella casa
donde había tantas aventuras.
Aunque algo se habían relajado las costumbres y ya no era un círculo tan
estrecho como en tiempo de doña Anuncia y doña Águeda (q. e. p. d.) el
_de la clase_, aún no era para todos el entrar en la tertulia de
confianza de Vegallana. Los mismos tertulios procuraban cerrar las
puertas, porque se daban tono así, y además no les convenían testigos.
«Estaban mejor en _petit comité_». El espíritu de tolerancia de la
Marquesa había contagiado a sus amigos. Nadie espiaba a nadie. Cada cual
a su asunto. Como el ama de la casa autorizaba sobradamente la tertulia,
las mamás que nada esperaban ya de las vanidades del mundo, dejaban ir a
las niñas solas. Además, nunca faltaban casadas todavía ganosas de
cuidar la honra de sus retoños o de divertirse por cuenta propia. ¿Y
quién duda que estas se harían respetar? Allí estaba Visitación por
ejemplo. Algunas madres había que no pasaban por esto; pero eran las
ridículas, así como los maridos que seguían conducta análoga. Algún
canónigo solía dar mayores garantías de moralidad con su presencia,
aunque es cierto que no era esto frecuente, ni el canónigo paraba allí
mucho tiempo. El clero catedral prefería visitar a la Marquesa de día. A
los escrupulosos se les llamaba hipócritas y adelante.
La Marquesa sabía que en su casa se enamoraban los jóvenes un poco a lo
vivo. A veces, mientras leía, notaba que alguien abría la puerta con
gran cuidado, sin ruido, por no distraerla; levantaba los ojos; faltaba
Fulanito: bueno. Volvía a notar lo mismo, volvía a mirar, faltaba
Fulanita, bueno ¿y qué? Seguía leyendo. Y pensaba: «Todos son personas
decentes, todos saben lo que se debe a mi casa, y en cuestión de
_peccata minuta_... allá los interesados». Y encogía los hombros. Este
criterio ya lo aplicaba cuando vivían con ella sus hijas. Entonces
seguía pensando: Buenas son mis nenas; si alguno se propasa, las
conozco, me avisarán con una bofetada sonora... y lo demás... niñerías;
mientras no avisan, niñerías. En efecto, sus hijas se habían casado y
nadie se las había devuelto quejándose de lesión enormísima. Si había
habido algo, serían niñerías. Y la otra había muerto porque Dios había
querido. Una tisis, la enfermedad de moda. Cuando se había tratado de
sus hijas, al notar algún síntoma de peligro, siempre había puesto con
franqueza y maestría el oportuno remedio, sin escándalo, pero sin
rodeos.
Pero con las amiguitas que ahora iban a acompañarla por las noches, no
tomaba ninguna precaución.
--«Madres tienen», decía, o «con su pan se lo coman».
Y añadía siempre lo de:
--«Mientras no falten a lo que se debe a esta casa...».
Uno de los que más partido habían sacado de estas ideas de la Marquesa y
de su tertulia era Mesía.
«Pero a aquel hombre se le podía perdonar todo. ¡Qué tacto! ¡qué
prudencia! ¡qué discreción!».
«Entre monjas podría vivir este hombre sin que hubiera miedo de un
escándalo».
A Paco, a su adorado Paco, le había puesto cien veces por modelo la
habilidad y el sigilo de Mesía al sorprender al hijo de sus entrañas en
brazos de alguna costurera, planchadora o doncella de la casa.
Su Paco era torpe, no sabía....
--«¡Es indecente que yo te sorprenda en tus desmanes, muchacho!... No
llegas al plato y te quieres comer las tajadas.... Aprende primero a ser
cauto y después... tu alma tu palma».
Y añadía, creyendo haber sido demasiado indulgente:
--«Además, esas aventuras... no deben tenerse en casa.... Pregunta a
Mesía». Era su madre quien había iniciado al Marquesito en el culto que
tributaba al Tenorio vetustense.
La Marquesa, viendo incorregible a su hijo, tomó el partido de subir
siempre al segundo piso tosiendo y hablando a gritos.
En la época en que venían las sobrinas, había además de tertulia
conciertos, comidas, excursiones al campo, todo como en los mejores
tiempos. La alegría corría otra vez por toda la casa; no había rincones
seguros contra el atrevimiento de los amigos íntimos; y en los
gabinetes, y hasta en las alcobas donde estaba aún el lecho virginal de
las hijas de Vegallana, sonaban a veces carcajadas, gritos comprimidos,
delatores de los juegos en que consistía la vida de aquella Arcadia
casera.
Aquella Arcadia la veía don Álvaro con ojos acariciadores; en aquella
casa tenía el teatro de sus mejores triunfos; cada mueble le contaba una
historia en íntimo secreto; en la seriedad de las sillas panzudas y de
los sillones solemnes con sus brazos e ídolos orientales, encontraba una
garantía del eterno silencio que les recomendaba. Parecía decirle la
madera de fino barniz blanco: No temas; no hablará nadie una palabra.
En el salón amarillo veía el galán un libro de memorias, de memorias
dulces y alegres, no cuando Dios quería, sino ahora y siempre; las
prendas por su bien halladas eran los tapices discretos, la seda de los
asientos, basteada, turgente, blanda y muda; la alfombra tupida que se
parecía al mismo Mesía en lo de apagar todo rumor que delatase secretos
amorosos.
El Marqués pasaba por todo. Eran cosas de su mujer.
«Si no había podido moralizarla a ella, mal había de moralizar a sus
tertulios». Él vivía en el segundo piso.
Había comprendido que el salón amarillo había ido perdiendo poco a poco
la severidad propia de un estrado, y se había decidido a convertir en
_sala de recibir_ la del segundo, que estaba sobre el salón Regencia.
La Marquesa jamás subía al nuevo estrado. Toda visita, fuese de quien
fuese, la recibía abajo. Las del Marqués, cuando eran de cumplido, se
morían de frío en el salón de antigüedades. El salón de antigüedades y
el despacho del Marqués, «constituían, como él decía, la parte seria de
la casa». En el despacho todo era de roble mate; nada, absolutamente
nada, de oro; madera y sólo madera. Vegallana tenía en mucho la
severidad de su despacho; nada más serio que el roble para casos tales.
La «sobriedad del mueblaje» rayaba en pobreza.
--¡Mi celda!--decía el Marqués con afectación.
Daba frío entrar allí y Vegallana entraba pocas veces. De las paredes
del _salón de antigüedades_ pendían tapices más o menos auténticos, pero
de notoria antigüedad.
Era lo único que al capitán Bedoya le parecía digno de respeto en aquel
museo de trampas, según su expresión. El Marqués tenía la vanidad de ser
anticuario por su dinero; pero le costaba mucha plata lo que resultaba
al cabo obra de los _truqueurs_, palabra del capitán. El implacable
Bedoya, asiduo tertulio de la Marquesa, compadecía a Vegallana y hasta
le despreciaba; pero por no disgustarle, no había querido darle pruebas
inequívocas de una triste verdad, a saber: que sus muebles Enrique II
del salón de antigüedades, eran menos viejos que el mismo Marqués. Este
los tenía por auténticos, por coetáneos del hijo del rey caballero; ¡los
había comprado él mismo en París!... Pues Bedoya, al que le aducía este
argumento en casa de Vegallana, le llamaba aparte, y sin que nadie los
viera, subía con él al segundo piso; se encerraba en el salón de
antigüedades, y con el mismo sigilo de ladrón con que sacaba libros del
Casino, se dirigía a una silla Enrique II, le daba media vuelta, buscaba
antiguas. Con esto y la natural vanidad que lleva a la mujer a creerse
querida de veras, la Regenta podía, si le importaba, creer que el
Tenorio de Vetusta había dejado de serlo para convertirse en fino,
constante y platónico amador de su gentileza. Esto era lo que él quería
saber a punto fijo. ¿Creería en él? ¿le sacrificaría la tranquilidad de
la conciencia y otras comodidades que ahora disfrutaba en su hogar
honrado?
Algunas insinuaciones tal vez temerarias le habían hecho perder terreno,
y con ellas había coincidido el cambio de confesores de la Regenta.
«Todo se puede echar a perder ahora», había pensado don Álvaro. «La
devoción sería un rival más temible que Cármenes; el Magistral un
cancerbero más respetable que don Víctor Quintanar, mi buen amigo».
No había más remedio que jugar el todo por el todo.
Había llegado la época de la recolección: ¿serían calabazas? No lo
esperaba; los síntomas no eran malos; pero, aunque se lo ocultase a sí
mismo, no las tenía todas consigo. Por eso le irritaba más la
supersticiosa fe de Vetusta en la virtud de aquella señora; le irritaba
más porque él, sin querer, participaba de aquella fe estúpida.
«Y con todo, yo tengo datos en contra, pensaba, ciertos indicios. Y
además, no creía en la mujer fuerte. ¡Señor, si hasta la Biblia lo dice!
¿Mujer fuerte? ¿Quién la hallará?».
Si hubiese conocido Paco Vegallana estos pensamientos de su amigo, que
probaban la falsedad de su amor, le hubiera negado su eficaz auxilio en
la conquista de la Regenta. Sólo el amor fuerte, invencible, podía
disculparlo todo. A lo menos así lo decía la moral de Paco. Queriendo
tanto y tan bien como decía don Álvaro, nada de más haría la Regenta en
corresponderle. Una mujer casada, peca menos que una soltera cometiendo
una falta, porque, es claro, la casada... no se compromete.
--«¡Esta es la moral positiva!--decía el Marquesito muy serio cuando
alguien le oponía cualquier argumento--. Sí, señor, esta es la moral
moderna, la científica; y eso que se llama el Positivismo no predica
otra cosa; lo inmoral es lo que hace daño positivo a alguien. ¿Qué daño
se le hace a un marido _que no lo sabe_?».
Creía Paco que así hablaba la filosofía de última novedad, que él
estimaba excelente para tales aplicaciones, aunque, como buen
conservador, no la quería en las Universidades.
«¿Por qué? Porque el saber esas cosas no es para chicos».
Cuando llegaron al portal del palacio de Vegallana, su futuro dueño
tenía lágrimas en los ojos. ¡Tanto le había ablandado el alma la
elocuencia de Mesía! ¡Qué grande contemplaba ahora a su don Álvaro!
Mucho más grande que nunca. «¿Con que el escéptico redomado, el hombre
frío, el _dandy_ desengañado, tenía otro hombre dentro? ¡Quién lo
pensara! ¡Y qué bien casaban aquellos colores (aquellos matices
delicados, quería decir Paco), aquel contraste de la aparente
indiferencia, del elegante pesimismo con el oculto fervor erótico, un si
es no es romántico!». Si en vez de la _Historia de la prostitución_
Paquito hubiese leído ciertas novelas de moda, hubiera sabido que don
Álvaro no hacía más que imitar--y de mala manera, porque él era ante
todo un hombre político--a los héroes de aquellos libros elegantes. Sin
embargo, algo encontraba Paco en sus lecturas parecido a Mesía; era este
una Margarita Gauthier del sexo fuerte; un hombre capaz de redimirse por
amor. Era necesario redimirle, ayudarle a toda costa.
«Y que perdonase don Víctor Quintanar, incapaz de ser escéptico, frío y
prosaico por fuera, romántico y dulzón por dentro».
Cuando subían la escalera, Paco Vegallana, el muchacho de más partido
entre las mozas del ídem, estaba resuelto:
1.º A favorecer en cuanto pudiese los amores, que él daba por seguros,
de la Regenta y Mesía. Y
2.º A buscar para uso propio, un acomodo neo-romántico, una _pasión
verdad_, compatible con su afición a las formas amplias y a las
turgencias hiperbólicas, que él no llamaba así por supuesto.
--¿Quién está arriba?--preguntó a un criado, seguro de que estaría la
Regenta «porque se lo daba el corazón».
--Hay dos señoras.--¿Quiénes son? El criado meditó.--Una creo que es
doña Visita, aunque no las he visto; pero se la oye de lejos... la
otra... no sé.
--Bueno, bueno--dijo Paco, volviéndose a Mesía--. Son ellas. Estos días
Visita no se separa de Ana.
A Mesía le temblaron un poco las piernas, muy contra su deseo.
--Oye--dijo--llévame primero a tu cuarto. Quiero que allí me expliques,
como si te fueras a morir, la verdad, nada más que la verdad de lo que
hayas notado en ella, que puede serme favorable.
--Bien; subamos. Paco se turbó. La verdad de lo que había notado... no
era gran cosa. Pero ¡bah! con un poco de imaginación... y precisamente
él estaba tan excitado en aquel momento....
Las habitaciones del Marquesito estaban en el segundo piso. Al llegar al
vestíbulo del primero, oyeron grandes carcajadas.... Era en la cocina.
Era la carcajada eterna de Visita.
--¡Están en la cocina!--dijo Mesía asombrado y recordando otros tiempos.
--Oye--observó Paco--¿no esperaba Visita a Obdulia en su casa para hacer
empanadas y no sé qué mas?
--Sí, ella lo dijo.--Entonces... ¿cómo está aquí Visitación?
--¿Y qué hacen en la cocina?
Una hermosa cabeza de mujer, cubierta con un gorro blanco de fantasía,
apareció en una ventana al otro lado del patio que había en medio de la
casa. Debajo del gorro blanco flotaban graciosos y abundantes rizos
negros, una boca fresca y alegre sonreía, unos ojos muy grandes y
habladores hacían gestos, unos brazos robustos y bien torneados, blancos
y macizos, rematados por manos de muñeca, mostraban, levantándolo por
encima del gorro, un pollo pelado, que palpitaba con las ansias de la
muerte; del pico caían gotas de sangre.
Obdulia, dirigiéndose a los atónitos caballeros, hizo ademán de retorcer
el pescuezo a su víctima y gritó triunfante:
--¡Yo misma! ¡he sido yo misma! ¡Así a todos los hombres!...
«¡Era Obdulia! ¡Obdulia! Luego no estaba la otra».
--VIII--
El marqués de Vegallana era en Vetusta el jefe del partido más
reaccionario entre los dinásticos; pero no tenía afición a la política y
más servía de adorno que de otra cosa. Tenía siempre un favorito que era
el jefe verdadero. El favorito actual era (¡oh escándalo del juego
natural de las instituciones y del turno pacífico!) ni más ni menos, don
Álvaro Mesía, el jefe del partido liberal dinástico. El reaccionario
creía resolver sus propios asuntos y en realidad obedecía a las
inspiraciones de Mesía. Pero este no abusaba de su poder secreto. Como
un jugador de ajedrez que juega solo y lo mismo se interesa por los
blancos que por los negros, don Álvaro cuidaba de los negocios
conservadores lo mismo que de los liberales. Eran panes prestados. Si
mandaban los del Marqués, don Álvaro repartía estanquillos, comisiones y
licencias de caza, y a menudo algo más suculento, como si fueran
gobierno los suyos; pero cuando venían los liberales, el marqués de
Vegallana seguía siendo árbitro en las elecciones, gracias a Mesía, y
daba estanquillos, empleos y hasta prebendas. Así era el turno pacífico
en Vetusta, a pesar de las apariencias de encarnizada discordia. Los
soldados de fila, como se llamaban ellos, se apaleaban allá en las
aldeas, y los jefes se entendían, eran uña y carne. Los más listos algo
sospechaban, pero no se protestaba, se procuraba sacar tajada doble,
aprovechando el secreto.
Vegallana tenía una gran pasión: la de «tragarse leguas», o sea dar
paseos de muchos kilómetros.
Le aburrían las intrigas de politiquilla.
Era cacique honorario; el cacique en funciones, su mano derecha, Mesía.
Don Álvaro era al Marqués en política lo que a Paquito en amores, su
Mentor, su Ninfa Egeria. Padre e hijo se consideraban incapaces de
pensar en las respectivas materias sin la ayuda de su Pitonisa. Aquí
estaba el secreto de la política de Vegallana, conocido por pocos.
Los más, al salir de una junta del «Salón de Antigüedades», solían
exclamar:
--¡Qué cabeza la de este Marqués! Nació para amaños electorales, para
manejar pueblos.
--No, y los años no le rinden; siempre es el mismo.
Y todo lo que alababan era obra del otro, de Mesía.
Cuando este quería castigar a alguno de los suyos, le ponía enfrente de
un candidato reaccionario a quien había que dejar el triunfo. El Marqués
agradecía a don Álvaro su abnegación, y le pagaba diciéndole, por
ejemplo:
--Oiga usted, mi correligionario, Fulano quiere tal cosa, pero a mí me
carga ese hombre; haga usted que triunfe el pretendiente liberal. Y
entonces Mesía premiaba los servicios de algún servidor fidelísimo.
¡Quién le hubiera dicho a Ronzal que él debía el verse diputado de la
Comisión a una de estas sabias combinaciones!
El Marqués decía que «la fatalidad le había llevado a militar en un
partido reaccionario; el nacimiento, los compromisos de clase; pero su
temperamento era de liberal». Tenía grandes «amistades personales» en
las aldeas, y repartía abrazos por el distrito en muchas leguas a la
redonda. Durante las elecciones, cuando muchos, casi todos, le creían
manejando la complicada máquina de las influencias, el único servicio
positivo y directo que prestaba era el de agente electoral. Pedía un
puñado de candidaturas a Mesía y las repartía por las parroquias
electorales que visitaba en sus paseos de Judío Errante.
Cuando emprendía una excursión por camino desconocido, contaba los
pasos, aunque hubiese medidas oficiales, porque no se fiaba de los
kilómetros del Gobierno. Contaba los pasos y los millares los señalaba
con piedras menudas que metía en los bolsillos de la americana. Llegaba
a casa y descargaba sobre una mesa aquellos sacos para contar más
satisfecho las piedras miliarias. Aquella noche en la tertulia se
hablaba en primer término del paseo de Vegallana.
--¿A dónde bueno, Marqués?--le preguntaba un amigo que le encontraba en
el campo.
--A Cardona por la Carbayeda... mil ciento uno... mil ciento dos...
tres... cuatro...--y seguía marcando el paso, apoyándose en un palo con
nudos y ahumado, como el de los aldeanos de la tierra.
Aquel garrote, la sencilla americana y el hongo flexible de anchas alas
eran la garantía de su popularidad en las aldeas. Tenía todo el orgullo
y todas las preocupaciones de sus compañeros en nobleza vetustense,
pero afectaba una llaneza que era el encanto de las almas sencillas.
Tenía otra manía, corolario de sus paseos, la manía de las pesas y
medidas. Sabía en números decimales la capacidad de todos los teatros,
congresos, iglesias, bolsas, circos y demás edificios notables de
Europa. «Covent Garden tiene tantos metros de ancho por tantos de largo,
y tantos de altura»; y hallaba el cubo en un decir Jesús. El Real tiene
tantos metros cúbicos menos que la Gran Ópera. Mentía cuando quería
deslumbrar al auditorio, pero podía ser exacto, asombrosamente exacto si
se le antojaba. «A mí hechos, datos, números--decía--; lo demás...
filosofía alemana».
En arquitectura le preocupaban mucho las proporciones. Para que hubiese
proporción entre la catedral y la plazuela, convendría retirar tres o
cuatro metros la catedral. Y él lo hubiera propuesto de buen grado. Era
el enemigo natural de D. Saturnino Bermúdez en materia de monumentos
históricos y ornato público. Todo lo quería alineado. Soñaba con las
calles de Nueva York--que nunca había visto--y si le sacaban este
argumento:
--«Pero la nobleza se opone por su propia esencia a esas igualdades».
Contestaba:--«Señor mío, _distingue tempora_... (no quería decir eso)
no tergiversemos, no involucremos, _post hoc ergo propter hoc_ (tampoco
quería decir eso.) La verdadera desigualdad está en la sangre, pero los
tejados deben medirse todos por un rasero. Así lo hace América, que nos
lleva una gran ventaja».
La Colonia, la parte nueva de Vetusta, merced a la influencia poderosa
del Marqués, por un rasero se había medido.
No había una casa más alta que otra.
Protestaban algunos americanos que querían hacer palacios de ocho pisos
para ver desde las guardillas el campanario de su pueblo; pero el
Municipio, bajo la presión del Marqués, nivelaba todos los tejados
«dejando para otras esferas de la vida las naturales desigualdades de la
sociedad en que vivimos», como decía el Marqués en un artículo anónimo
que publicó en _El Lábaro_.
La Marquesa tenía a su esposo por un grandísimo majadero, condición que
ella creía casi universal en los maridos. Ella sí que era liberal. Muy
devota, pero muy liberal, porque lo uno no quita lo otro. Su devoción
consistía en presidir muchas cofradías, pedir limosna con gran descaro a
la puerta de las iglesias, azotando la bandeja con una moneda de cinco
duros, regalar platos de dulce a los canónigos, convidarles a comer,
mandar capones al Obispo y fruta a las monjas para que hicieran
conservas. La libertad, según esta señora, se refería principalmente al
sexto mandamiento. «Ella no había sido ni mala ni buena, sino como todas
las que no son completamente malas, pero tenía la virtud de la más
amplia tolerancia. Opinaba que lo único bueno que la aristocracia de
ahora podía hacer era divertirse. ¿No podía imitar las virtudes de la
nobleza de otros tiempos? Pues que imitara sus vicios». Para la Marquesa
no había más que Luis XV y Regencia. Los muebles de su salón amarillo y
la chimenea de su gabinete estaban copiados de una sala de Versalles,
según aseguraban el tapicero y el arquitecto; pero el amor de la
Marquesa a lo mullido y almohadillado había ido introduciendo grandes
modificaciones en el salón Regencia.
El capitán Bedoya, el gran anticuario, murmuraba del salón amarillo
diciendo:
--«La Marquesa se empeña en llamar aquello estilo de la Regencia; ¿por
dónde? como no sea de la regencia de Espartero...». Los muebles eran
lujosos, pero estaban maltratados y lo que era peor, desde el punto de
vista arqueológico, convertidos en flagrantes anacronismos.
Les había hecho sufrir varios cambios, aunque siempre sobre la base del
amarillo, cubriéndolos con damasco, primero, con seda brochada después,
y últimamente con raso basteado, _capitoné_ que ella decía, en
almohadillas muy abultadas y menudas, que a don Saturnino se le
antojaban impúdicas. El tapicero protestó en tiempo oportuno; en el
salón sentaba mal lo _capitoné_, según su dogma, pero la Marquesa se
reía de estas imposiciones oficiales. En los demás muebles del salón,
espejos, consolas, colgaduras, etc., se había pasado de lo que
entendiera el mueblista por Regencia a la mezcla más escandalosa, según
el capricho y las comodidades de la Marquesa. Si se le hablaba de mal
gusto, contestaba que la moda moderna era lo _confortable_ y la
libertad. Los antiguos cuadros de la escuela de Cenceño sin duda, pero
al fin venerables como recuerdos de familia, los había mandado al
segundo piso, y en su lugar puso alegres acuarelas, mucho torero y mucha
manola y algún fraile pícaro; y con escándalo de Bedoya y de Bermúdez
hasta había colgado de las paredes cromos un poco verdes y nada
artísticos. En el gabinete contiguo, donde pasaba el día la Marquesa, la
anarquía de los muebles era completa, pero todos eran cómodos; casi
todos servían para acostarse; sillas largas, mecedoras, marquesitas,
confidentes, taburetes, todo era una conjuración de la pereza; en
entrando allí daban tentaciones de echarse a la larga. El sofá de panza
anchísima y turgente con sus botones ocultos entre el raso, como
pistilos de rosas amarillas, era una muda anacreóntica, acompañada con
los olores excitantes de las cien esencias que la Marquesa arrojaba a
todos los vientos.
La excelentísima señora doña Rufina de Robledo, marquesa de Vegallana,
se levantaba a las doce, almorzaba, y hasta la hora de comer leía
novelas o hacía crochet, sentada o echada en algún mueble del gabinete.
La gran chimenea tenía lumbre desde Octubre hasta Mayo. De noche iba al
teatro doña Rufina siempre que había función, aunque nevase o cayeran
rayos; para eso tenía carruajes. _Si no había teatro_, y esto era muy
frecuente en Vetusta, se quedaba en su gabinete donde recibía a los
amigos y amigas que quisieran hablar de sus cosas, mientras ella leía
periódicos satíricos con caricaturas, revistas y novelas. Sólo
intervenía en la conversación para hacer alguna advertencia del género
de los epigramas del Arcipreste, su buen amigo. En estas breves
interrupciones, doña Rufina demostraba un gran conocimiento del mundo y
un pesimismo de buen tono respecto de la virtud. Para ella no había más
pecado mortal que la hipocresía; y llamaba hipócritas a todos los que no
dejaban traslucir aficiones eróticas que podían no tener. Pero esto no
lo admitía ella. Cuando alguno _salía garante_ de una virtud, la
Marquesa, sin separar los ojos de sus caricaturas, movía la cabeza de un
lado a otro y murmuraba entre dientes postizos, como si rumiase
negaciones. A veces pronunciaba claramente:
--A mí con esas... que soy tambor de marina.
No era tambor, pero quería dar a entender que había sido más fiel a las
costumbres de la Regencia que a sus muebles. Sus citas históricas solían
referirse a las queridas de Enrique VIII y a las de Luis XIV.
En tanto, el salón amarillo estaba en una discreta obscuridad, si había
pocos tertulios. Cuando pasaban de media docena, se encendía una lámpara
de cristal tallado, colgada en medio del salón. Estaba a bastante
altura; sólo podía llegar a la llave del gas Mesía, el mejor mozo. Los
demás se quejaban. Era una injusticia.
--«¿Para qué poner tan alta la lámpara?»--decían algunos un tanto
ofendidos.
Doña Rufina se encogía de hombros.
--«Cosas de ese»--respondía--aludiendo a su marido.
No era muy escrupuloso el Marqués en materia de moral privada; pero una
noche había entrado palpando las paredes para atravesar el salón y
llegar al gabinete, cuya puerta estaba entornada; su mano tropezó con
una nariz en las tinieblas, oyó un grito de mujer--estaba seguro--y
sintió ruido de sillas y pasos apagados en la alfombra. Calló por
discreción, pero ordenó a los criados que colocaran más alta la lámpara.
Así nadie podría quitarle luz ni apagarla. Pero resultó una desigualdad
irritante, porque Mesía, poniéndose de puntillas, llegaba todavía a la
llave del gas.
De las tres hijas de los marqueses, dos, Pilar y Lola, se habían casado
y vivían en Madrid; Emma, la segunda, había muerto tísica. Aquella
escasa vigilancia a que la Marquesa se creía obligada cuando sus hijas
vivían con ella, había desaparecido. Era el único consuelo de tanta
soledad. En tiempo de ferias, doña Rufina hacía venir alguna sobrina de
las muchas que tenía por los pueblos de la provincia. Aquellas lugareñas
linajudas esperaban con ansia la época de las ferias, cuando les tocaba
el turno de ir a Vetusta. Desde niñas se acostumbraban a mirar como
temporada de excepcional placer la que se pasaba con la tía, en medio de
lo _mejorcito_ de la capital. Algunos padres timoratos oponían algunos
argumentos de aquella moralidad privada que no preocupaba al Marqués,
pero al fin la vanidad triunfaba y siempre tenía su sobrina en ferias la
señora marquesa de Vegallana. Las sobrinitas ocupaban los aposentos de
las hijas ausentes;--el de Emma no volvió a ser habitado, pero se
entraba en él cuando hacía falta--. Las muchachas animaban por algunas
semanas con el ruido de mejores días aquellas salas y pasillos, alcobas
y gabinetes, demasiado grandes y tristes cuando estaban desiertos. De
noche, sin embargo, no faltaba algazara en el piso principal, hubiera
sobrinas o no. En el segundo, de día y de noche había aventuras, pero
silenciosas. Un personaje de ellas siempre era Paquito. Cuando estaba
sereno, juraba que no había cosa peor que perseguir a la servidumbre
femenina en la propia casa; pero no podía dominarse. _Videor meliora_,
le decía don Saturno sin que Paco le entendiese. En la tertulia de la
Marquesa, con sobrinas o sin ellas, predominaba la juventud. Las
muchachas de las familias más distinguidas iban muy a menudo a hacer
compañía a la pobre señora que se había quedado sin sus tres hijas.
Previamente se daba cita al novio respectivo; y cuando no, esperaban los
acontecimientos. Allí se improvisaban los noviazgos, y del salón
amarillo habían salido muchos matrimonios _in extremis_, como decía
Paquito creyendo que _in extremis_ significaba una cosa muy divertida.
Pero lo que salía más veces, era asunto para la crónica escandalosa. Se
respetaba la casa del Marqués, pero se despellejaba a los tertulios. Se
contaba cualquier aventurilla y se añadía casi siempre:
--«Lo más odioso es que esas... tales hayan escogido para sus... cuales
una casa tan respetable, tan digna». Los liberales avanzados, los que no
se andaban con paños calientes, sostenían que la casa era lo peor.
Sin embargo, los maldicientes procuraban ser presentados en aquella casa
donde había tantas aventuras.
Aunque algo se habían relajado las costumbres y ya no era un círculo tan
estrecho como en tiempo de doña Anuncia y doña Águeda (q. e. p. d.) el
_de la clase_, aún no era para todos el entrar en la tertulia de
confianza de Vegallana. Los mismos tertulios procuraban cerrar las
puertas, porque se daban tono así, y además no les convenían testigos.
«Estaban mejor en _petit comité_». El espíritu de tolerancia de la
Marquesa había contagiado a sus amigos. Nadie espiaba a nadie. Cada cual
a su asunto. Como el ama de la casa autorizaba sobradamente la tertulia,
las mamás que nada esperaban ya de las vanidades del mundo, dejaban ir a
las niñas solas. Además, nunca faltaban casadas todavía ganosas de
cuidar la honra de sus retoños o de divertirse por cuenta propia. ¿Y
quién duda que estas se harían respetar? Allí estaba Visitación por
ejemplo. Algunas madres había que no pasaban por esto; pero eran las
ridículas, así como los maridos que seguían conducta análoga. Algún
canónigo solía dar mayores garantías de moralidad con su presencia,
aunque es cierto que no era esto frecuente, ni el canónigo paraba allí
mucho tiempo. El clero catedral prefería visitar a la Marquesa de día. A
los escrupulosos se les llamaba hipócritas y adelante.
La Marquesa sabía que en su casa se enamoraban los jóvenes un poco a lo
vivo. A veces, mientras leía, notaba que alguien abría la puerta con
gran cuidado, sin ruido, por no distraerla; levantaba los ojos; faltaba
Fulanito: bueno. Volvía a notar lo mismo, volvía a mirar, faltaba
Fulanita, bueno ¿y qué? Seguía leyendo. Y pensaba: «Todos son personas
decentes, todos saben lo que se debe a mi casa, y en cuestión de
_peccata minuta_... allá los interesados». Y encogía los hombros. Este
criterio ya lo aplicaba cuando vivían con ella sus hijas. Entonces
seguía pensando: Buenas son mis nenas; si alguno se propasa, las
conozco, me avisarán con una bofetada sonora... y lo demás... niñerías;
mientras no avisan, niñerías. En efecto, sus hijas se habían casado y
nadie se las había devuelto quejándose de lesión enormísima. Si había
habido algo, serían niñerías. Y la otra había muerto porque Dios había
querido. Una tisis, la enfermedad de moda. Cuando se había tratado de
sus hijas, al notar algún síntoma de peligro, siempre había puesto con
franqueza y maestría el oportuno remedio, sin escándalo, pero sin
rodeos.
Pero con las amiguitas que ahora iban a acompañarla por las noches, no
tomaba ninguna precaución.
--«Madres tienen», decía, o «con su pan se lo coman».
Y añadía siempre lo de:
--«Mientras no falten a lo que se debe a esta casa...».
Uno de los que más partido habían sacado de estas ideas de la Marquesa y
de su tertulia era Mesía.
«Pero a aquel hombre se le podía perdonar todo. ¡Qué tacto! ¡qué
prudencia! ¡qué discreción!».
«Entre monjas podría vivir este hombre sin que hubiera miedo de un
escándalo».
A Paco, a su adorado Paco, le había puesto cien veces por modelo la
habilidad y el sigilo de Mesía al sorprender al hijo de sus entrañas en
brazos de alguna costurera, planchadora o doncella de la casa.
Su Paco era torpe, no sabía....
--«¡Es indecente que yo te sorprenda en tus desmanes, muchacho!... No
llegas al plato y te quieres comer las tajadas.... Aprende primero a ser
cauto y después... tu alma tu palma».
Y añadía, creyendo haber sido demasiado indulgente:
--«Además, esas aventuras... no deben tenerse en casa.... Pregunta a
Mesía». Era su madre quien había iniciado al Marquesito en el culto que
tributaba al Tenorio vetustense.
La Marquesa, viendo incorregible a su hijo, tomó el partido de subir
siempre al segundo piso tosiendo y hablando a gritos.
En la época en que venían las sobrinas, había además de tertulia
conciertos, comidas, excursiones al campo, todo como en los mejores
tiempos. La alegría corría otra vez por toda la casa; no había rincones
seguros contra el atrevimiento de los amigos íntimos; y en los
gabinetes, y hasta en las alcobas donde estaba aún el lecho virginal de
las hijas de Vegallana, sonaban a veces carcajadas, gritos comprimidos,
delatores de los juegos en que consistía la vida de aquella Arcadia
casera.
Aquella Arcadia la veía don Álvaro con ojos acariciadores; en aquella
casa tenía el teatro de sus mejores triunfos; cada mueble le contaba una
historia en íntimo secreto; en la seriedad de las sillas panzudas y de
los sillones solemnes con sus brazos e ídolos orientales, encontraba una
garantía del eterno silencio que les recomendaba. Parecía decirle la
madera de fino barniz blanco: No temas; no hablará nadie una palabra.
En el salón amarillo veía el galán un libro de memorias, de memorias
dulces y alegres, no cuando Dios quería, sino ahora y siempre; las
prendas por su bien halladas eran los tapices discretos, la seda de los
asientos, basteada, turgente, blanda y muda; la alfombra tupida que se
parecía al mismo Mesía en lo de apagar todo rumor que delatase secretos
amorosos.
El Marqués pasaba por todo. Eran cosas de su mujer.
«Si no había podido moralizarla a ella, mal había de moralizar a sus
tertulios». Él vivía en el segundo piso.
Había comprendido que el salón amarillo había ido perdiendo poco a poco
la severidad propia de un estrado, y se había decidido a convertir en
_sala de recibir_ la del segundo, que estaba sobre el salón Regencia.
La Marquesa jamás subía al nuevo estrado. Toda visita, fuese de quien
fuese, la recibía abajo. Las del Marqués, cuando eran de cumplido, se
morían de frío en el salón de antigüedades. El salón de antigüedades y
el despacho del Marqués, «constituían, como él decía, la parte seria de
la casa». En el despacho todo era de roble mate; nada, absolutamente
nada, de oro; madera y sólo madera. Vegallana tenía en mucho la
severidad de su despacho; nada más serio que el roble para casos tales.
La «sobriedad del mueblaje» rayaba en pobreza.
--¡Mi celda!--decía el Marqués con afectación.
Daba frío entrar allí y Vegallana entraba pocas veces. De las paredes
del _salón de antigüedades_ pendían tapices más o menos auténticos, pero
de notoria antigüedad.
Era lo único que al capitán Bedoya le parecía digno de respeto en aquel
museo de trampas, según su expresión. El Marqués tenía la vanidad de ser
anticuario por su dinero; pero le costaba mucha plata lo que resultaba
al cabo obra de los _truqueurs_, palabra del capitán. El implacable
Bedoya, asiduo tertulio de la Marquesa, compadecía a Vegallana y hasta
le despreciaba; pero por no disgustarle, no había querido darle pruebas
inequívocas de una triste verdad, a saber: que sus muebles Enrique II
del salón de antigüedades, eran menos viejos que el mismo Marqués. Este
los tenía por auténticos, por coetáneos del hijo del rey caballero; ¡los
había comprado él mismo en París!... Pues Bedoya, al que le aducía este
argumento en casa de Vegallana, le llamaba aparte, y sin que nadie los
viera, subía con él al segundo piso; se encerraba en el salón de
antigüedades, y con el mismo sigilo de ladrón con que sacaba libros del
Casino, se dirigía a una silla Enrique II, le daba media vuelta, buscaba
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