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La Regenta - 16

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  «¡La Regenta, la Regenta es inexpugnable!». Al cabo llegaba a cansar
  aquella canción eterna. Hasta el modo de llamarla era tonto. ¡La
  Regenta! ¿Por qué? ¿No había otra? Ella lo había sido en Vetusta poco
  tiempo. Su marido había dejado la carrera muy pronto, ¿a qué venía
  aquello de Regenta por aquí, Regenta por allí? Poco tiempo tenía la
  mujer del empleado del Banco para consagrarle a estas malas pasiones de
  pura fantasía y mala intención; necesitaba la atención para la prosa de
  la vida que era bien difícil; pero algún desahogo había de tener: pues
  bien, este, procurar que Ana fuese al fin y al cabo como todas. No se
  separaba de ella en cuanto podía: a la iglesia, al paseo, al teatro,
  iban juntas casi siempre, aunque Ana iba pocas veces. La del Banco,
  desde que había descubierto algún interés por don Álvaro en su amiga y
  en Mesía deseos de vencer aquella virtud, no pensaba más que en
  precipitar lo que en su concepto era necesario. No creía a nadie capaz
  de resistir a su antiguo novio.
  En cuanto estaban solos, hablaban de aquel asunto.
  Álvaro negaba que hubiese por su parte amor; era un capricho fuerte
  arraigado en él por las dificultades.
  Visita fingía preferir que fuese una pasión verdadera; disimulaba el
  placer íntimo que encontraba en las afirmaciones del otro.
  --Ya lo sabes, Visita; amar no es para todas las edades.
  --No hablemos de eso.--Se quiere una vez y después... se las arregla
  uno como puede.
  Mesía al decir esto encogía los hombros con un gesto de desesperación
  humorística que a él y a sus adoratrices se les antojaba muy
  interesante, byroniano (si las adoratrices sabían de Byron.)
  --Y ella es hermosa, Alvarín, hermosa, hermosa; eso te lo juro yo.
  --Sí, eso a la vista está.
  --No, no todo está a la vista como comprendes. Y como ella no hace lo
  que esa otra (apuntaba con el dedo pulgar hacia atrás, donde se oía el
  cuchicheo de Paco y Obdulia), como Ana jamás se aprieta con cintas y
  poleas las enaguas y la falda... ni se embute.... ¡Si la vieras!
  --Me lo figuro.--No es lo mismo. Hubo una pausa. Y continuó Visita:
  --¿Ves esa cara dulce, apacible, que sólo tiene algo de pasión en los
  ojos, y esa, como a la sombra debajo de las pestañas, contenida...?
  --¿Verdad que tiene razón Frígilis?
  --¿Qué dice ese sonámbulo?
  --Que la Regenta se parece mucho a la Virgen de la Silla.
  --Es verdad; la cara sí...--Y la expresión; y aquel modo de inclinar la
  cabeza cuando está distraída; parece que está acariciando a un niño con
  la barba redonda y pura....
  --¡Hola, hola! ¡el pintor!
  Las chispas de los ojos de la jamona saltaron como las de un brasero
  aventado.
  --¡Dice que no está enamorado y la compara con la Virgen!...
  --Creo que la pobre siente mucho no tener un hijo.
  Visita encogió los hombros, y después de pasar algo amargo que tenía en
  la garganta, dijo con voz ronca y rápida:
  --Que lo tenga. Mesía disimuló la repugnancia que le produjo aquella
  frase.
  --Pero, ¡ay, Alvarín! ¡si la pudieras ver en su cuarto, sobre todo
  cuando le da un ataque de esos que la hacen retorcerse!... ¡Cómo salta
  sobre la cama! Parece otra.... Entonces, no sé por qué, me explico yo el
  capricho de la piel de tigre que dicen que le regaló un inglés
  americano. ¿Te acuerdas de aquel baile fantástico que bailaban los Bufos
  que vinieron el año pasado?
  --Sí, ¿qué?--¿Te acuerdas de aquella danza de las Bacantes? Pues eso
  parece, sólo que mucho mejor; una bacante como serían las de verdad, si
  las hubo allá, en esos países que dicen. Eso parece cuando se retuerce.
  ¡Cómo se ríe cuando está en el ataque! Tiene los ojos llenos de
  lágrimas, y en la boca unos pliegues tentadores, y dentro de la
  remonísima garganta suenan unos ruidos, unos ayes, unas quejas
  subterráneas; parece que allá dentro se lamenta el amor siempre callado
  y en prisiones ¡qué sé yo! ¡Suspira de un modo, da unos abrazos a las
  almohadas! ¡Y se encoge con una pereza! Cualquiera diría que en los
  ataques tiene pesadillas, y que rabia de celos o se muere de amor.... Ese
  estúpido de don Víctor con sus pájaros y sus comedias, y su Frígilis el
  de los gallos en injerto, no es un hombre. Todo esto es una injusticia;
  el mundo no debía ser así. Y no es así. Sois los hombres los que habéis
  inventado toda esa farsa.
  Calló un poco, perdido el hilo del discurso, y añadió:
  --Yo me entiendo. Después de calmarse volvió a su asunto.
  --¡Si la vieras! Es que no es así como se quiera. Verás... tiene los
  brazos....
  Y describía minuciosamente, con los pormenores que ella podía explicar a
  un hombre que había sido su amante y era su camarada, todas las
  turgencias de Ana, su perfección plástica, los encantos velados, como
  decía Cármenes en el _Lábaro_. Pero les daba su nombre propio unas
  veces, y cuando no lo tenían, o ella lo ignoraba, usaba caprichosos
  diminutivos inventados en otro tiempo por Álvaro en el entusiasmo de las
  más dulces confianzas. Aquellos nombres, afeminados aunque fuesen
  masculinos, estaban grabados como si fuesen de fuego en la memoria de
  Visita; no salían a sus labios sino al hablar con Álvaro y pocas veces.
  Le sabían a gloria a la del Banco. Pero después le quedaba un dejo
  amargo.... «Todo aquello ya como si no: el marido, los hijos, la plaza,
  los criados, el casero... ¡diablos coronados!».
  Visita iba señalando en su cuerpo, sin coquetería, sin pensar en lo que
  hacía, las partes correspondientes de la Regenta, que describía con
  entusiasmo; y dijo al terminar su descripción apuntando hacia atrás:
  --Se precia «esa otra» de buenas formas.... ¡Buena comparación tiene!
  La cita era sabia y oportuna. Visitación suponía a don Álvaro enterado
  de lo que era aquella otra ¡y no había comparación!
  Quien ahora tragaba saliva era el Presidente del Casino, colorado como
  una amapola. Ya tenía él en sus ojos, casi siempre apagados, las chispas
  que saltaban de los de Visita.
  --Pero te ha de costar mucho trabajo....
  --Puede que no tanto--dijo Mesía, sin contenerse.
  --Ella tragar... ya tragó el anzuelo.
  --¿Crees tú?--Sí, estoy segura. Pero no te fíes; puedes marcharte con
  una tajada y dejar el pez en el agua.
  --Como yo vea el momento de tirar...--Mucho tiempo llevas pensándolo.
  --¿Quién te lo ha dicho?
  --Estos. Y puso los dedos sobre los ojos.--Y lo de ella, ¿cómo lo
  sabes?
  --¡Curiosón! ¡el que no está enamorado!...
  --¿Enamorado? ni por pienso... pero es natural que quiera saber cómo
  está ella... para echar mis cuentas.
  --Ella no está como un guante, pero por dentro andará la procesión.
  Menudean los ataques de nervios. Ya sabes que cuando se casó cesaron,
  que después volvieron, pero nunca con la frecuencia de ahora. Su humor
  es desigual. Exagera la severidad con que juzga a las demás, la aburre
  todo. ¡Pasa unas encerronas!
  --¡Ta, ta, ta! eso no es decir nada.
  --Es mucho.--Nada en mi favor.--¿Tú qué sabes? Mira, si le hablan de
  ti palidece o se pone como un tomate, enmudece y después cambia de
  conversación en cuanto puede hablar. En el teatro, en el momento en que
  tú vuelves la cara, te clava los ojos, y cuando el público está más
  atento a la escena y ella cree que nadie la observa, te clava los
  gemelos. Pero la observo yo; por curiosidad, claro; porque a mí, en
  último caso ¿qué? Su alma su palma.
  --¿No eres su amiga íntima?
  --Su amiga, sí. ¿Íntima? Ella no tiene más intimidades que las de dentro
  de su cabeza. Tiene ese defectillo; es muy cavilosa y todo se lo guarda.
  Por ella no sabré nunca nada.
  Un momento de silencio.--A no ser que ahora se lo cuente todo al
  Magistral.... Ya sabrás que le ha tomado de confesor.
  --Sí, eso dicen; creo que es cosa del Arcipreste que se cansa de asistir
  al confesonario.
  --No, es cosa de ella; tiene otra vez sus proyectos de misticismo.
  Visita llamaba misticismo a toda devoción que no fuera como la suya, que
  no era devoción.
  --Ana, cuando chica, allá en Loreto, tuvo ya, según yo averigüé,
  arranques así... como de loca... y vio visiones... en fin desarreglos.
  Ahora vuelve; pero es por otra causa (y señaló al corazón.) Está
  enamorada, Alvarico, no te quepa duda.
  Don Álvaro sintió un profundo y tiernísimo agradecimiento. ¡Le daban una
  fe en sí mismo aquellas palabras!
  No quería saber más: o mejor, comprendió que nada positivo podía añadir
  Visita.
  Vio en el rostro de aquella mujer una amargura que revelaban ciertos
  músculos, mientras otros luchaban por borrar aquel gesto. Su voz
  temblaba un poco. Daba lástima. A lo menos la sintió Mesía.
  --Deja eso--dijo, acercándose a su amiga--. No hablemos de otros;
  hablemos de nosotros. Estás guapísima....
  --¿Ahora... con esas? (Parecía que hablaba con lengua metálica.)
  --Tontina... si tú no fueras tan desconfiada....
  --¿Qué novedades son estas?--preguntaron los labios y la lengua de
  placas de acero.
  --Novedades... ¿las llamas novedades... ingrata?
  Don Álvaro acercó su rostro al de la dama golosa. Nadie pasaba por la
  calle. Era de las más desiertas; crecía yerba entre las piedras. Aquel
  silencio era el que llamaba solemne y aristocrático don Saturnino.
  Los que estaban detrás, Obdulia y Paco, no veían; don Álvaro estaba
  seguro. Se aproximó más a Visita.
  Sonó una bofetada; y después la carcajada estrepitosa de la del Banco,
  que dio un paso atrás, huyendo de don Álvaro.
  --¡Loca!... ¡idiota!...--gimió Mesía limpiando su mejilla que sintió
  húmeda y pegajosa.
  --¡Vuelve por otra! A mí que soy tambor de marina, como dice la
  Marquesa.
  La dama, completamente tranquila, sonriente, se metió un terrón de
  azúcar en la boca.
  Era su sistema. Se prohibía a sí misma, por desconfianza, las dulzuras
  de los engaños de amor, y los compensaba con golosinas, que «se pegaban
  al riñón».
  Mesía recordó con tristeza, mezclada de remordimiento, la noche en que
  aquella mujer saltaba por un balcón, llena de fe y enamorada.
  Por una esquina de la calle, del lado de la catedral, apareció una
  señora que los del balcón reconocieron al momento. Era la Regenta. Venía
  de negro, de mantilla; la acompañaba Petra, su doncella. Pronto
  estuvieron debajo de ellos. Ana iba distraída, porque no levantó la
  cabeza.
  --Anita, Anita--gritó Visitación.
  Entonces Mesía pudo ver el rostro de la Regenta, que sonreía y saludaba.
  Nunca la había visto tan hermosa. Traía las mejillas sonrosadas, y ella
  era pálida; también parecía haber estado al lado de un fogón como Visita
  y Obdulia; en sus ojos había un brillo seco, destellos de alegría que se
  difundían en reflejos por todo el rostro. Venía con cara de sonreír a
  sus ideas.
  Y además de esto notó Mesía que le había mirado sin conmoverse, sin
  turbarse, como a Visita, ni más ni menos; hasta en su saludo, más franco
  y expansivo que otras veces, había visto una especie de desaire, la
  expresión de una indiferencia que le irritaba. Era como si le hubiera
  dicho: gozquecillo, tú no muerdes, no te temo. Se vería. Por lo pronto
  aquella afabilidad era desprecio. ¿Qué había pasado en la catedral? ¿Qué
  hombre era aquel don Fermín que en una sola conferencia había cambiado
  aquella mujer?
  Todo esto pensó en un momento, irritado, con vehemente deseo de salir de
  dudas y vacilaciones. Pero nada le salió al rostro. Saludó con su aire
  grave, con aquel aire de gentleman que tanto le envidiaba Trabuco, su
  admirador y mortal enemigo.
  --¿Has confesado?--Sí, ahora mismo.
  --¿Con el Magistral, por supuesto?
  --Sí, con él.--¿Qué tal? ¿Excelente, verdad? ¿Qué te decía yo? ¿No
  subes?
  --No, ahora no puedo. Obdulia oyó la voz de Ana y corrió al balcón, sin
  cuidarse de reparar el desorden de su traje y peinado.
  --¡Ana, sube, anda, tonta!--gritó la viuda mientras devoraba a la
  Regenta con los ojos de pies a cabeza.
  Para Obdulia las demás mujeres no tenían más valor que el de un maniquí
  de colgar vestidos; para trapos ellas; para todo lo demás, los hombres.
  Ana se excusó otra vez; tenía que hacer. Saludó con graciosa sonrisa y
  siguió adelante. Un momento se habían encontrado sus ojos con los de
  Mesía, pero no se habían turbado ni escondido como otras veces; le
  habían mirado distraídos, sin que ella procurase evitar _el contacto_ de
  aquellas pupilas cargadas de lascivia y de amor propio irritado,
  confundido con el deseo.
  Todos callaban en el balcón mientras la Regenta se alejaba y desaparecía
  por la calle desierta. Todos la siguieron con la mirada hasta que dobló
  la esquina. Obdulia dijo, queriendo afectar un tono algo desdeñoso:
  --Va muy sencilla. Y se volvió al gabinete.--¡Cómetela!...--gritó al
  oído de Álvaro Visita con voz en que asomaba un poco de burla. Y añadió
  muy seria:
  --¡Cuidado con el Magistral, que sabe mucha teología parda!...
  
  
  --IX--
  
  En la Plaza Nueva, en una rinconada sumida ya en la sombra está el
  palacio de los Ozores, de fachada ostentosa, recargada, sin elegancia,
  de sillares ennegrecidos, como los del Casino, por la humedad que trepa
  hasta el tejado por las paredes.
  Al llegar al portal Ana se detuvo; se estremeció como si sintiera frío.
  Miró hacia la bocacalle próxima; por allí el horizonte se abría lleno de
  resplandores. La calle del Águila era una pendiente rápida que dejaba
  ver en lontananza la sierra y los prados que forman su falda, verdes y
  relucientes entonces. Cruzaban la plaza y pasaban sobre los tejados
  golondrinas gárrulas, inquietas, que iban y venían, como si hiciesen sus
  visitas de despedida, próximo el viaje de invierno.
  --Oye, Petra, no llames; vamos a dar un paseo....
  --¿Las dos solas?--Sí, las dos... por los prados... a campo traviesa.
  --Pero, señorita, los prados estarán muy mojados....
  --Por algún camino... extraviado... por donde no haya gente. Tú que eres
  de esas aldeas, y conoces todo eso, ¿no sabes por dónde podremos ir sin
  que encontremos a nadie?
  --Pero, si estará todo húmedo....
  --Ya no; el sol habrá secado la tierra.... ¡Yo traigo buen calzado.
  Anda... vamos, Petra!
  Ana suplicaba con la voz como una niña caprichosa y con el gesto como
  una mística que solicita favores celestiales.
  Petra miró asombrada a su señora. Nunca la había visto así. ¿Qué era de
  aquella frialdad habitual, de aquella tranquilidad que parecía recelo y
  desconfianza disimulados?
  Tenía la doncella algo más de veinticinco años; era rubia de color de
  azafrán, muy blanca, de facciones correctas; su hermosura podía excitar
  deseos, pero difícilmente producir simpatías. Procuraba disimular el
  acento desagradable de la provincia y hablaba con afectación
  insoportable. Había servido en muchas casas principales. Era buena para
  todo, y se aburría en casa de Quintanar, donde no había aventuras ni
  propias ni ajenas. Amos y criados parecían de estuco. Don Víctor era un
  viejo tal vez amigo de los amores fáciles, pero jamás había pasado su
  atrevimiento de alguna mirada insistente, pegajosa, y algún piropo
  envuelto en circunloquios que no le comprometían. El ama era muy
  callada, muy cavilosa; o no tenía nada que tapar o lo tapaba muy bien.
  Sin embargo, Petra había adquirido la convicción de que aquella señora
  estaba muy aburrida. Aprovechaba la doncella las pocas ocasiones que se
  le ofrecían para procurarse la confianza de la Regenta. Era solícita,
  discreta, y fingía humildad, virtud, la más difícil en su concepto.
  Un paseo a campo traviesa, después de confesar, solas, en una tarde
  húmeda, daba mucho en qué pensar a Petra. Ella no deseaba otra cosa,
  pero insistía en su oposición por ver adónde llegaba el capricho del
  ama. Otras habían empezado así.
  Bajaron por la calle del Águila. A su extremo, pasaba, perpendicular, la
  carretera de Madrid.
  --Por ahí no--dijo el ama--. Por aquí; vamos hacia la fuente de
  Mari--Pepa.
  --A estas horas no hay nadie por estos sitios, y el piso ya estará seco;
  todavía da el sol. Mire usted, allí está la fuente.
  Petra mostró a su señora allá abajo, en la vega, una orla de álamos que
  parecía en aquel momento de plata y oro, según la iluminaban los rayos
  oblicuos del poniente. El camino era estrecho, pero igual y firme; a los
  lados se extendían prados de yerba alta y espesa y campos de hortaliza.
  Huertas y prados los riegan las aguas de la ciudad y son más fértiles
  que toda la campiña; los prados, de un verde fuerte, con tornasoles
  azulados, casi negros, parecen de tupido terciopelo. Reflejando los
  rayos del sol en el ocaso deslumbran. Así brillaban entonces. Ana
  entornaba los ojos con delicia, como bañándose en la luz tamizada por
  aquella frescura del suelo.
  Setos de madreselva y zarzamora orlaban el camino, y de trecho en trecho
  se erguía el tronco de un negrillo, robusto y achaparrado, de enorme
  cabezota, como un as de bastos, con algunos retoños en la calvicie,
  varillas débiles que la brisa sacudía, haciendo resonar como castañuelas
  las hojas solitarias de sus extremos.
  --Mire usted, señora, ¡cosa más rara! a ninguna de esas ramas le queda
  más hoja que la más alta, la de la punta....
  Después de esta observación, y otras por el estilo, Petra se paraba a
  coger florecillas en los setos, se pinchaba los dedos, se enganchaba el
  vestido en las zarzas, daba gritos, reía; iba tomando cierta confianza
  al verse sola con su ama, en medio de los prados, por caminos de mala
  fama, solitarios, que sabían de ella tantas cosas dignas de ser
  calladas.
  Petra no se fiaba de la piedad repentina de la Regenta.
  «¡Más de una hora de confesión! La carita como iluminada al levantarse
  con la absolución encima... y ahora este paseo por los campos... y
  reír... y permitirle ciertas libertades.... No me fío; esperemos».
  La doncella de Ana era amiga de llegar en sus cálculos y fantasías a las
  últimas consecuencias. Ya veía en lontananza propinas sonantes, en
  monedas de oro. Pero aquel sesgo religioso que tomaba la cosa--daba por
  supuesto que había algo--traía complicaciones que ofrecían novedad para
  la misma Petra, que había visto lo que ella y Dios y aquellos y otros
  caminos solitarios sabían.
  Llegaron a la fuente de Mari--Pepa. Estaba a la sombra de robustos
  castaños, que tenían la corteza acribillada de cicatrices en forma de
  iniciales y algunas expresando nombres enteros. La orla de álamos que se
  veía desde lejos servía como de muralla para hacer el lugar más
  escondido y darle sombra a la hora de ponerse el sol; por oriente se
  levantaba una loma que daba abrigo al apacible retiro formado por la
  naturaleza en torno del manantial. Aunque situado en una hondonada,
  desde allí se veía magnífico paisaje, porque a la parte de occidente
  otras ondas del terreno que semejaban un oleaje de verdura, dejaban
  contemplar los lejanos términos, y allá confundido con la neblina el
  Corfín, una montaña que escondía sus crestas en las nubes y caía a pico
  sobre valles ocultos detrás de colinas y montes más próximos. El sol
  sesgaba el ambiente en que parecía flotar polvo luminoso, detrás del
  cual aparecía el Corfín con un tinte cárdeno.
  Ana se sentó sobre las raíces descubiertas de un castaño que daba sombra
  a la fuente. Contemplaba las laderas de la montaña iluminada como por
  luces de bengala, y casi entre sueños oía a su lado el murmullo discreto
  del manantial y de la corriente que se precipitaba a refrescar los
  prados. Sobre las ramas del castaño saltaban gorriones y pinzones que no
  cerraban el pico y no acababan nunca de cantar formalmente, distraídos
  en cualquier cosa, inquietos, revoltosos y vanamente gárrulos. Hojas
  secas caían de cuando en cuando de las ramas al manantial; flotaban
  dando vueltas con lenta marcha, y, acercándose al cauce estrecho por
  donde el agua salía, se deslizaban rápidas, rectas, y desaparecían en la
  corriente, donde la superficie tersa se convertía en rizada plata. Una
  nevatilla (en Vetusta _lavandera_) picoteaba el suelo y brincaba a los
  pies de Ana, sin miedo, fiada en la agilidad de sus alas; daba vueltas,
  barría el polvo con la cola, se acercaba al agua, bebía, de un salto
  llegaba al seto, se escondía un momento entre las ramas bajas de la
  zarzamora, por pura curiosidad, volvía a aparecer, siempre alegre,
  pizpireta; quedó inmóvil un instante como si deliberase; y de repente,
  como asustada, por aprensión, sin el menor motivo, tendió el vuelo recto
  y rápido al principio, ondulante y pausado después y se perdió en la
  atmósfera que el sol oblicuo teñía de púrpura. Ana siguió el vuelo de la
  _lavandera_ con la mirada mientras pudo. «Estos animalitos, pensó,
  sienten, quieren y hasta hacen sus reflexiones.... Ese pajarillo ha
  tenido una idea de repente; se ha cansado de esta sombra y se ha ido a
  buscar luz, calor, espacio. ¡Feliz él! Cansarse ¡es tan natural!». Ella
  misma, la Regenta, estaba bien cansada de aquella sombra en que había
  vivido siempre. ¿Sería algo nuevo, algo digno de ser amado aquello que
  el Magistral le había prometido? Cuando ella le había dicho que en la
  adolescencia había tenido antojos místicos, y que después sus tías y
  todas las amigas de Vetusta le habían hecho despreciar aquella vanidad
  piadosa ¿qué había contestado el Magistral? Bien se acordaba; le zumbaba
  todavía en los oídos aquella voz dulce que salía en pedazos, como por
  tamiz, por los cuadradillos de la celosía del confesonario. Le había
  dicho, con unas palabras muy elocuentes, que ella no podía repetir al
  pie de la letra, algo parecido a esto: «Hija mía, ni aquellos anhelos de
  usted, buscando a Dios antes de conocerle, eran acendrada piedad, ni los
  desdenes con que después fueron maltratados tuvieron pizca de
  prudencia». Pizca había dicho, estaba ella segura. La elocuencia del
  Magistral en el confesonario no era como la que usaba en el púlpito;
  ahora lo notaba. En el confesonario aprovechaba las palabras familiares
  que dicen tan bien ciertas cosas que jamás había visto ella en los
  libros llenos de retórica. Y le había puesto una comparación: «Si usted,
  hija mía, se baña en un río, y revolviendo el agua al nadar, por juego,
  como solemos hacer, encuentra entre la arena una pepita de oro,
  pequeñísima que no vale una peseta, ¿se creerá usted ya millonaria?
  ¿pensará que aquel descubrimiento la va a hacer rica? ¿que todo el río
  va a venir arrastrando monedas de cinco duros con la carita del rey y
  que todo va a ser para usted? Eso sería absurdo. Pero, por esto ¿va a
  tirar con desdén la pepita y a seguir jugueteando con el agua, moviendo
  los brazos y haciendo saltar la corriente al azotarla con los pies y sin
  pensar ya nunca más en aquel poquito de oro que encontró entre la
  arena?». Estaba muy bien puesta la comparación. Ella se había visto con
  su traje de baño, sin mangas, braceando en el río, a la sombra de
  avellanos y nogales, y en la orilla estaba el Magistral con su roquete
  blanquísimo, de rodillas, pidiéndole, con las manos juntas, que no
  arrojase la pepita de oro. La elocuencia era aquello, hablar así, que se
  viera lo que se decía. Se había entusiasmado con aquel fluir de palabras
  dulces, nuevas, llenas de una alegría celestial; había abierto su
  corazón delante de aquel agujero con varillas atravesadas. También ella
  había dicho muchas palabras que no había usado en su vida hablando con
  los demás. Entonces el Magistral, allá dentro, callaba; y cuando ella
  terminó, la voz del confesonario temblaba al decir: «Hija mía, esa
  historia de sus tristezas, de sus ensueños, de sus aprensiones merece
  que yo medite mucho. Su alma es noble, y sólo porque en este sitio yo no
  puedo tributar elogios al penitente, me abstengo de señalar dónde está
  el oro y dónde está el lodo... y de hacerle ver que hay más oro de lo
  que parece. Sin embargo, usted está enferma; toda alma que viene aquí
  está enferma. Yo no sé cómo hay quien hable mal de la confesión; aparte
  de su carácter de institución divina, aun mirándola como asunto de
  utilidad humana ¿no comprende usted, y puede comprender cualquiera que
  es necesario este hospital de almas para los enfermos del espíritu?». El
  Magistral había hablado de las consultas que los periódicos protestantes
  establecen para dilucidar casos de conciencia. «Las señoras
  protestantes, que no tienen padre espiritual, acuden a la prensa. ¿No es
  esto ridículo?». El Provisor había sonreído con la voz.
  Y había continuado diciendo lo que en sustancia era esto: «No debía ella
  acudir allí sólo a pedir la absolución de sus pecados; el alma tiene,
  como el cuerpo, su terapéutica y su higiene; el confesor es médico
  higienista; pero así como el enfermo que no toma la medicina o que
  oculta su enfermedad, y el sano que no sigue el régimen que se le indica
  para conservar la salud, a sí mismos se hacen daño, a sí propios se
  engañan; lo mismo se engaña y se daña a sí propio el pecador que oculta
  los pecados, o no los confiesa tales como son, o los examina de prisa y
  mal, o falta al régimen espiritual que se le impone. No bastaba una
  conferencia para curar un alma, ni acudir con enfermedades viejas y
  descuidadas era querer sanar de veras. De todo esto se deducía
  racionalmente, aparte todo precepto religioso, la necesidad de confesar
  a menudo. No se trataba de cumplir con una fórmula: confesar no era eso.
  Era indispensable escoger con cuidado el confesor, cuando se trataba de
  ponerse en cura; pero, una vez escogido, era preciso considerarle como
  lo que era en efecto, padre espiritual, y hablando fuera de todo sentido
  religioso, como hermano mayor del alma, con quien las penas se desahogan
  y los anhelos se comunican, y las esperanzas se afirman y las dudas se
  desvanecen. Si todo esto no lo ordenase nuestra religión, lo mandaría el
  sentido común. La religión es toda razón, desde el dogma más alto hasta
  el pormenor menos importante del rito».
  Aquella conformidad de la fe y de la razón encantaba a la Regenta.
  ¿Cómo tenía ella veintisiete años y jamás había oído esto? No se había
  atrevido a preguntárselo al Magistral, pero tiempo habría.
  Un gorrión con un grano de trigo en el pico, se puso enfrente de Ana y
  se atrevió a mirarla con insolencia. La dama se acordó del Arcipreste,
  que tenía el don de parecerse a los pájaros.
  «Era un buen señor Ripamilán; pero ¡qué manera de confesar! Una rutina
  que nunca le había enseñado nada. A no ser su matrimonio, nada había
  sacado de aquellas confesiones. Decía el pobre hombre que se sabía de
  memoria los pecados de la Regenta y la interrumpía siempre con su
  eterno:--'Bien, bien, adelante: ¿qué más? adelante... reza tres
  Padrenuestros, una Salve y reparte limosnas'. ¡Qué hombre tan raro!
  ¿Cuándo le había hablado don Cayetano de si tenía ella este o el otro
  temperamento? Pues el Magistral en seguida: le había dicho que era un
  temperamento especial, que todo esto y más había que tener en cuenta.
  Esto era completamente nuevo».
  Además, la había halagado mucho el notar que don Fermín le hablaba como
  a persona ilustrada, como a un hombre de letras: le había citado
  autores, dando por supuesto que los conocía, y al usar sin reparo
  palabras técnicas se guardaba de explicárselas.
  «¡Y qué _elevación_! ¿Qué era la virtud? ¿Qué era la santidad? Aquello
  había sido lo mejor. La virtud era la belleza del alma, la pulcritud, la
  cosa más fácil para los espíritus nobles y limpios. Para un perezoso
  enemigo de la ropa limpia y del agua, la pulcritud es un tormento, un
  imposible; para una persona decente (así había dicho) una necesidad de
  las más imperiosas de la vida. La religión no presentaba como una senda
  ardua la de la virtud, sino para los que viven sumidos en el pecado;
  pero el hombre nuevo siempre estaba despierto en nosotros; no había más
  que darle una voz y acudía. La virtud comienza por un esfuerzo ligero,
  si bien contrario al hábito adquirido; al día siguiente el esfuerzo era
  menos costoso y su eficacia mayor por la _velocidad adquirida_, por la
  _inercia del bien_, esto era mecánico (así lo había dicho el señor De
  Pas.) La virtud podía definirse; el equilibrio estable del alma. Además,
  era una alegría; un buen día de sol; ráfagas de aire fresco embalsamado;
  el alma virtuosa se convertía en una pajarera donde gorjeaban alegres
  los dones del Espíritu Santo animando el corazón en las tristezas de la
  vida. Aquella melancolía de que ella se quejaba, era nostalgia de la
  
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