La Regenta - 21

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El Magistral la reconoció. Era una joven que se había obstinado en
confesar con él y que lo había conseguido a fuerza de tenacidad y
paciencia; pero después había tenido que desairarla varias veces, para
que no le importunase. Era de las infelices que creen los absurdos que
la calumnia propala para descrédito de los sacerdotes. Confesaba cosas
de su alcoba, se desnudaba ante la celosía entre llanto de falso
arrepentimiento. Era hermosa, incitante; pero el Magistral la había
alejado de sí, como haría con Obdulia, si las exigencias sociales no lo
impidiesen.
Petra se presentó como si fuese una desconocida; como si persona tan
insignificante debiera de estar borrada de la memoria de personaje tan
alto. Tal vez en otras circunstancias no hubiera tenido buen
recibimiento; pero al saber que venía de parte de doña Ana, sintió el
clérigo dulce piedad, y perdonó de repente a aquella extraviada criatura
sus insinuaciones vanas y perversas de otro tiempo. Fingió también no
reconocerla.
Teresina los espiaba desde la sombra en el pasadizo inmediato. El
Magistral lo presumía y habló como si fuera delante de testigos.
--¿Es usted criada de la señora de Quintanar?
--Sí, señor; su doncella.
--¿Viene usted de su parte?--Sí, señor; traigo una carta para Usía.
Aquel usía hizo sonreír al Provisor, que lo creyó muy oportuno.
--¿Y no es más que eso?
--No, señor.--Entonces...--La señora me ha dicho que entregara a Usía
mismo esta carta, que era urgente y los criados podrían perderla... o
tardar en entregarla a Usía.
Teresina se movió en el pasillo. La oyó el Magistral y dijo:
--En mi casa no se extravían las cartas. Si otra vez viene usted con un
recado por escrito, puede usted entregarlo ahí fuera... con toda
confianza.
Petra sonrió de un modo que ella creyó discreto y retorció una punta del
delantal.
--Perdóneme Usía...--dijo con voz temblorosa y ruborizándose.
--No hay de qué, hija mía. Agradezco su celo.
Don Fermín estaba pensando que aquella mujer podría serle útil, no sabía
él cuándo, ni cómo, ni para qué. Sintió deseos de ponerla de su parte,
sin saber por qué esto podía importarle. También se le pasó por la
imaginación decir a la Regenta que era poco edificante la conducta de
aquella muchacha. Pero todo era prematuro. Por ahora se contentó con
despedirla con un saludo señoril, cortés, pero frío. Cuando Petra iba a
atravesar el umbral, ocupó la puerta por completo una mujer tan alta
casi como el Magistral y que parecía más ancha de hombros; tenía la
figura cortada a hachazos, vestía como una percha. Era doña Paula, la
madre del Provisor. Tenía sesenta años, que parecían poco más de
cincuenta. Debajo de un pañuelo de seda negro que cubría su cabeza,
atado a la barba, asomaban trenzas fuertes de un gris sucio y lustroso;
la frente era estrecha y huesuda, pálida, como todo el rostro; los ojos
de un azul muy claro, no tenían más expresión que la semejanza de un
contacto frío, eran ojos mudos; por ellos nadie sabría nada de aquella
mujer. La nariz, la boca y la barba se parecían mucho a las del
Magistral. Un mantón negro de merino ceñido con fuerza a la espalda
angulosa, caía sin gracia sobre el hábito, negro también, de estameña
con ribetes blancos. Parecía doña Paula, por traje y rostro, una
amortajada.
Petra saludó un poco turbada. Doña Paula la midió con los ojos, sin
disimulo.
--¿Qué quería usted?--preguntó, como pudo haberlo preguntado la pared.
Petra se repuso y, casi con altanería, contestó:
--Era un recado para el señor Magistral.
Y salió del despacho. En la puerta de la escalera la recibió con afable
sonrisa Teresina y se despidieron con sendos besos en las mejillas,
como las señoritas de Vetusta. Eran amigas, ambas de la aristocracia de
la servidumbre. Se respetaban sin perjuicio de tenerse envidia. Petra
envidiaba a Teresina la estatura, los ojos y la casa del Magistral.
Teresina envidiaba a Petra su desenvoltura, su gracia, su conocimiento
de las maneras finas y de la vida de ciudad.
--¿Qué te quiere esa señora?--preguntó doña Paula en cuanto se vio a
solas con su hijo.
--No sé; aún no he abierto la carta.
--¿Una carta?--Sí, esa. Don Fermín hubiera deseado a su madre a cien
leguas. No podía ocultar la impaciencia, a pesar del dominio sobre sí
mismo, que era una de sus mayores fuerzas; ansiaba poder leer la carta,
y temía ruborizarse delante de su madre. «¿Ruborizarse?» sí, sin motivo,
sin saber por qué; pero estaba seguro de que, si abría aquel sobre
delante de doña Paula, se pondría como una cereza. Cosas de los nervios.
Pero su madre era como era.
Doña Paula se sentó en el borde de una silla, apoyó los codos sobre la
mesa, que era de las llamadas de ministro, y emprendió la difícil tarea
de envolver un cigarro de papel, gordo como un dedo. Doña Paula fumaba;
pero «desde que eran de la catedral» fumaba en secreto, sólo delante de
la familia y algunos amigos íntimos.
El Magistral dio dos vueltas por el despacho y en una de ellas cogió
disimuladamente la carta de la Regenta y la guardó en un bolsillo
interior, debajo de la sotana.
--Adiós, madre; voy a dar los días al señor de Carraspique.
--¿Tan temprano?--Sí, porque después se llena aquello de visitas y
tengo que hablarle a solas.
--¿No la lees?--¿Qué he de leer?--Esa carta.--Luego, en la calle; no
será urgente.
--Por si acaso; léela aquí, por si tienes que contestar en seguida o
dejar algún recado; ¿no comprendes?
De Pas hizo un gesto de indiferencia y leyó la carta.
Leyó en alta voz. Otra cosa hubiera sido despertar sospechas. No estaba
su madre acostumbrada a que hubiera secretos para ella. «Además, ¿qué
podía decir la Regenta? Nada de particular».
«Mi querido amigo: hoy no he podido ir a comulgar; necesito ver a usted
antes; necesito reconciliar. No crea usted que son escrúpulos de esos
contra los que usted me prevenía; creo que se trata de una cosa seria.
Si usted fuera tan amable que consintiera en oírme esta tarde un
momento, mucho se lo agradecería su hija espiritual y affma.
amiga, q.b.s.m.,
ANA DE OZORES DE QUINTANAR».
--¡Jesús, qué carta!--exclamó doña Paula con los ojos clavados en su
hijo.
--¿Qué tiene?--preguntó el Magistral, volviendo la espalda.
--¿Te parece bien ese modo de escribir al confesor? Parece cosa de doña
Obdulia. ¿No dices que la Regenta es tan discreta? Esa carta es de una
tonta o de una loca.
--No es loca ni tonta, madre. Es que no sabe de estas cosas todavía....
Me escribe como a un amigo cualquiera.
--Vamos, es una pagana que quiere convertirse.
El Magistral calló. Con su madre no disputaba.
--Ayer tarde no fuiste a ver al señor de Ronzal.
--Se me pasó la hora de la cita....
--Ya lo sé; estuviste dos horas y media en el confesonario, y el señor
Ronzal se cansó de esperar y no tuvo contestación que dar al señor
Pablo, que se volvió al pueblo creyendo que tú y Ronzal y yo y todos
somos unos mequetrefes sin palabra, que sabemos explotarlos cuando los
necesitamos y cuando ellos nos necesitan los dejamos en la estacada.
--Pero, madre, tiempo hay; el chico está en el cuartel, no se los han
llevado; no salen para Valladolid hasta el sábado... hay tiempo....
--Sí, hay tiempo para que se pudra en el calabozo. ¿Y qué dirá Ronzal?
Si tú que estás más interesado te olvidas del asunto, ¿qué hará él?
--Pero, señora, el deber es primero.
--El deber, el deber... es cumplir con la gente, ¡Fermo! ¿Y por qué se
le ha antojado al espantajo de don Cayetano encajarte ahora esa
herencia?
--¿Qué herencia? De Pas daba vueltas en una mano al sombrero de teja, de
alas sueltas, y se apoyaba en el marco de la puerta, indicando deseo de
salir pronto.
--¿Qué herencia?--repitió.
--Esa señora; esa de la carta, que por lo visto cree que mi hijo no
tiene más que hacer que verla a ella.
--Madre, es usted injusta.--Fermo, yo bien sé lo que me digo. Tú...
eres demasiado bueno. Te endiosas y no ves ni entiendes.
Doña Paula creía que endiosarse valía tanto como elevar el pensamiento a
las regiones celestes.--El Arcediano y don Custodio--prosiguió--hicieron
anoche comidilla de la confesata en la tertulia de doña Visitación,
esa tarasca; sí señor, comidilla de la confesata de la
otra; y si había durado dos horas o no había durado dos horas....
El Magistral se santiguó y dijo:
--¿Ya murmuran? ¡Infames!
--Sí, ¡ya! ¡ya! y por eso hablo yo: porque estas cosas, en tiempo. ¿Te
acuerdas de la Brigadiera? ¿Te acuerdas de lo que me dio que hacer
aquella miserable calumnia por ser tú noble y confiadote?... Fermo, te
lo he dicho mil veces; no basta la virtud, es necesario saber
aparentarla.
--Yo desprecio la calumnia, madre.--Yo no, hijo.--¿No ve usted cómo a
pesar de sus dicharachos yo los piso a todos?
--Sí, hasta ahora; pero ¿quién responde? Tantas veces va el cántaro a la
fuente.... Don Fortunato es una malva, corriente; no es un Obispo, es un
borrego, pero....
--¡Le tengo en un puño!--Ya lo sé, y yo en otro; pero ya sabes que es
ciego cuando se empeña en una cosa; y si Su Ilustrísima polichinela da
otra vez en la manía de que pueden decir verdad los que te calumnian,
estás perdido.
--Don Fortunato no se mueve sin orden mía.
--No te fíes, es porque te cree infalible; pero el día que le hagan ver
tus escándalos....
--¿Cómo ha de ver eso, madre?
--Bueno, ya me entiendes; creerlos como si los viera; ese día estamos
perdidos; la malva, el polichinela, el borrego será un tigre, y del
Provisorato te echa a la cárcel de corona.--Madre... está usted
exaltada... ve usted visiones.
--Bueno, bueno; yo me entiendo. Doña Paula se puso en pie y arrojó la
punta del pitillo apurada y sucia.
Prosiguió:--No quiero más cartitas; no quiero conferencias en la
catedral; que vaya al sermón la señora Regenta si quiere buenos
consejos; allí hablas para todos los cristianos; que vaya a oírte al
sermón y que me deje en paz.
--¿Con que Glocester?...--Sí, y don Custodio.--Y a usted ¿quién le ha
dicho?...
--El Chato.--¿Campillo?--El mismo.--Pero ¿qué han visto? ¿Qué pueden
decir esos miserables? ¿cómo se habla de estas cosas en una tertulia de
señoras? ¿cómo entiende esta gente el respeto a las cosas sagradas?
--¡Ta, ta, ta, ta! Envidia, pura envidia. ¿Respeto? Dios lo dé. El
Arcediano querría confesar a la de Quintanar, es natural, él es muy
amigo de darse tono, y de que digan.... ¡Dios me perdone! pero creo que
le gusta que murmuren de él, y que digan si enamora a las beatas o no
las enamora.... ¡Es un farolón... y un malvado!
--Madre, usted exagera; ¿cómo un sacerdote?...
--Fermo, tú eres un papanatas; el mundo está perdido: por eso todos
piensan mal y por eso hay que andar con cien ojos.... Hay que aparentar
más virtud que se tiene, aunque se sea un ángel. ¿No sabes que de
nosotros dicen mil perrerías? Glocester, don Custodio, Foja, don Santos
y el mismísimo don Álvaro Mesía, con toda su diplomacia, pasan la vida
desacreditándote. Si hacemos y acontecemos en palacio (doña Paula empezó
a contar por los dedos); si nos comemos la diócesis; si entramos en el
Provisorato desnudos y ahora somos los primeros accionistas del Banco;
si tú cobras esto y lo otro; si nuestros paniaguados andan por ahí como
esponjas recogiendo el oro y el moro, para venir a soltarlo en la
alberca de casa; si el Obispo es un maniquí en nuestras manos; si
vendemos cera, si vendemos aras, si tú hiciste cambiar las de todas las
parroquias del Obispado para que te compraran a ti las nuevas; si don
Santos se arruina por culpa nuestra y no del aguardiente; si tú robas a
los que piden dispensas; si te comes capellanías; si yo cobro diezmos y
primicias en toda la diócesis; si....
--¡Basta, madre, basta por Dios!
--Y por contera tus amoríos, tus abusos de consejero espiritual. Tú
(vuelta a contar por los dedos, pero además con pataditas en el suelo,
como llevando el compás) tienes fanatizado a medio pueblo; las de
Carraspique se han metido monjas por culpa tuya, y una de ellas está
muriendo tísica por culpa tuya también, como si tú fueras la humedad y
la inmundicia de aquella pocilga; tú tienes la culpa de que no se case
la de Páez, la primera millonaria de Vetusta, que no encuentra novio que
le agrade... por culpa tuya.
--Madre...--¿Qué más? Hasta les parece mal que enseñes la doctrina a
las niñas de la Santa Obra del Catecismo....
--¡Miserables!--Sí, miserables; pero van siendo muchos miserables, y el
día menos pensado nos tumban.
--Eso no, madre--gritó el Magistral perdiendo el aplomo, con las
mejillas cárdenas y las puntas de acero, que tenía en las pupilas,
erizadas como dispuestas a la defensa--. ¡Eso no, madre! Yo los tengo a
todos debajo del zapato, y los aplasto el día que quiero. Soy el más
fuerte. Ellos, todos, todos, sin dejar uno, son unos estúpidos; ni mala
intención saben tener.
Doña Paula sonrió, sin que su hijo lo notase. «Así te quiero» pensó, y
siguió diciendo:
--Pero el único flaco que podemos presentarles es este, Fermo; bien lo
sabes; acuérdate de la otra vez.
--Aquella era una... mujer perdida.--Pero te engañó ¿verdad?
--No, madre; no me engañó; ¿qué sabe usted?
Los ojos de doña Paula eran un par de inquisidores. Aquello de la
Brigadiera nunca había podido aclararlo. Sólo sabía, por su mal, que
había sido un escándalo que apenas se pudo sofocar antes que fuera
tarde. A De Pas le repugnaban tales recuerdos. Eran cosas de la
juventud. ¡Qué necedad temer que él volviese a descuidarse ahora, a los
treinta y cinco años! Entonces, en la época de la Brigadiera no tenía él
experiencia, le halagaba la vanagloria, le seducía y mareaba el incienso
de la adulación.
«Si mi madre me viera por dentro, no tendría esos temores con que ahora
me mortifica».
Doña Paula insistió en pintarle los peligros de la calumnia; sabía que
le lastimaba el alma, pero a su juicio era un dolor necesario, porque
temía para su hijo la caída de Salomón.
La madre de don Fermín creía en la omnipotencia de la mujer. Ella era
buen ejemplo. No temía que las intrigas del Cabildo pudiesen gran cosa
contra el prestigio de su Fermín, que era el instrumento de que ella,
doña Paula, se valía para estrujar el Obispado. Fermín era la ambición,
el ansia de dominar; su madre la codicia, el ansia de poseer. Doña Paula
se figuraba la diócesis como un lagar de sidra de los que había en su
aldea; su hijo era la fuerza, la viga y la pesa que exprimían el fruto,
oprimiendo, cayendo poco a poco; ella era el tornillo que apretaba; por
la espiga de acero de su voluntad iba resbalando la voluntad, para ella
de cera, de su hijo; la espiga entraba en la tuerca, era lo natural.
«Era mecánico» como decía don Fermín explicando religión. «Pero a una
mujer otra mujer» pensaba el tornillo. «Su hijo era joven todavía,
podían seducírselo, como ya otra vez habían intentado y acaso
conseguido». Ella creía en la influencia de la mujer, pero no se fiaba
de su virtud. «¡La Regenta, la Regenta! dicen que es una señora incapaz
de pecar, pero ¿quién lo sabe?». Algo había oído de lo que se murmuraba.
Era amiga de algunas beatas de las que tienen un pie en la iglesia y
otro en el mundo; estas señoras son las que lo saben todo, a veces
aunque no haya nada. Le habían dicho, sobre poco más o menos, y sin
estilo flamenco, lo mismo que Orgaz contaba en el Casino dos días antes:
que don Álvaro estaba enamorado de la Regenta, o por lo menos quería
enamorarla, como a tantas otras. «Aquel don Álvaro era un enemigo de su
hijo. Lo sabía ella». Ni el mismo don Fermín le tenía por enemigo, por
más que varias veces había adivinado en él un rival en el dominio de
Vetusta. Pero doña Paula tenía superior instinto; veía más que nadie en
lo que interesaba al poderío de su hijo. «Aquel don Álvaro era otro buen
mozo, listo también, arrogante, hombre de mundo; tenía el prestigio del
amor, contaba con las mujeres respectivas de muchos personajes de
Vetusta, y a veces con los personajes mismos, gracias a las mujeres;
era el jefe de un partido, el brazo derecho, y la cabeza acaso, de los
Vegallana... podía disputar a Fermín, con fuerzas iguales acaso, el
dominio de Vetusta, de aquella Vetusta que necesitaba siempre un amo y
cuando no lo tenía se quejaba de la falta «_de carácter_» de los hombres
importantes. Y ¿por qué no había de estar ya Mesía disputando ese
dominio? ¿No cabía en lo posible que la Regenta, aquella santa, y el don
Alvarito, se entendieran y quisieran coger en una trampa al pobre
Fermo?». Estas malas artes, por complicadas y sutiles que fuesen, las
suponía fácilmente doña Paula en cualquier caso, porque ella pasaba la
vida entregada a combinaciones semejantes. De estas sospechas no
comunicó a su hijo más que lo suficiente para prevenirle contra la
Regenta y sus confesiones de dos horas. No citó el nombre de Mesía. En
los labios le retozaba esta pregunta:
«¿Pero de qué demontres hablasteis dos horas seguidas?».
No se atrevió a tanto. «Al fin su hijo era un sacerdote y ella era
cristiana».
Preguntar aquello le parecía una irreverencia, un sacrilegio que hubiera
puesto a Fermo fuera de sí, y no había para qué.
--Adiós, madre--dijo don Fermín cuando doña Paula calló por no atreverse
con la pregunta sacrílega.
Ya estaba en la escalera el Magistral cuando oyó a su madre que decía:
--¿De modo que hoy tampoco vas a coro?
--Señora, si ya habrá concluido....
--¡Bueno, bueno!--quedó murmurando ella--no ganamos para multas.
Por fin el Magistral se vio fuera de su casa, con el placer de un
estudiante que escapa de la férula de un dómine implacable.
El sol brillaba acercándose al cenit. Sobre Vetusta ni una sola nube. El
cielo parecía andaluz.
Sí, pero el buen humor del Magistral se había nublado; su madre le había
puesto nervioso, airado, no sabía contra quién.
«Aquel era su tirano: un tirano consentido, amado, muy amado, pero
formidable a veces. ¿Y cómo romper aquellas cadenas? A ella se lo debía
todo. Sin la perseverancia de aquella mujer, sin su voluntad de acero
que iba derecha a un fin rompiendo por todo ¿qué hubiera sido él? Un
pastor en las montañas, o un cavador en las minas. Él valía más que
todos, pero su madre valía más que él. El instinto de doña Paula era
superior a todos los raciocinios. Sin ella hubiera sido él arrollado
algunas veces en la lucha de la vida. Sobre todo, cuando sus pies se
enredaban en redes sutiles que le tendía un enemigo, ¿quién le libraba
de ellas? Su madre. Era su égida. Sí, ella primero que todo. Su
despotismo era la salvación; aquel yugo, saludable. Además, una voz
interior le decía que lo mejor de su alma era su cariño y su respeto
filial. En las horas en que a sí mismo se despreciaba, para encontrar
algo puro dentro de sí, que impidiera que aquella repugnancia llegase a
la desesperación, necesitaba recordar esto: que era un buen hijo,
humilde, dócil... un niño, un niño que nunca se hacía hombre. ¡Él que
con los demás era un hombre que solía convertirse en león!».
«Pero ahora sentía una rebelión en el alma. Era una injusticia aquella
sospecha de su madre. En la virtud de la Regenta creía toda Vetusta, y
en efecto era un ángel. Él sí que no merecía besar el polvo que pisaba
aquella señora. ¿Quién podía temer de quién?».
En este momento comprendió la causa de su malhumor repentino. «La madre
había hablado de las calumnias con que le querían perder... de las
demasías de ambición, orgullo y sórdida codicia que le imputaban, de la
influencia perniciosa en la vida de muchas familias que se le
achacaba... pero ¿era todo calumnia? Oh, si la Regenta supiese quién era
él, no le confiaría los secretos de su corazón. Por un acto de fe,
aquella señora había despreciado todas las injurias con que sus enemigos
le perseguían a él, no había creído nada de aquello y se había acercado
a su confesonario a pedirle luz en las tinieblas de su conciencia, a
pedirle un hilo salvador en los abismos que se abrían a cada paso de la
vida. Si él hubiera sido un hombre honrado, le hubiera dicho allí
mismo:--¡Calle usted, señora! yo no soy digno de que la majestad de su
secreto entre en mi pobre morada; yo soy un hombre que ha aprendido a
decir cuatro palabras de consuelo a los pecadores débiles; y cuatro
palabras de terror a los pobres de espíritu fanatizados; yo soy de miel
con los que vienen a morder el cebo y de hiel con los que han mordido;
el señuelo es de azúcar, el alimento que doy a mis prisioneros, de
acíbar;... yo soy un ambicioso, y lo que es peor, mil veces peor,
infinitamente peor, yo soy avariento, yo guardo riquezas mal adquiridas,
sí, mal adquiridas; yo soy un déspota en vez de un pastor; yo vendo la
Gracia, yo comercio como un judío con la Religión del que arrojó del
templo a los mercaderes..., yo soy un miserable, señora; yo no soy digno
de ser su confidente, su director espiritual. Aquella elocuencia de ayer
era falsa, no me salía del alma, yo no soy el _vir bonus_, yo soy lo
que dice el mundo, lo que dicen mis detractores».
Como el pensamiento le llevaba muy lejos, el Magistral sintió una
reacción en su conciencia, reacción favorable a su fama.
«Hagámonos más justicia» pensó sin querer, por el instinto de
conservación que tiene el amor propio.
Y entonces recordó que su madre era quien le empujaba a todos aquellos
actos de avaricia que ahora le sacaban los colores al rostro.
«Era su madre la que atesoraba; por ella, a quien lo debía todo, había
él llegado a manosear y mascar el lodo de aquella sordidez poco
escrupulosa. Su pasión propia, la que espontáneamente hacía en él
estragos era la ambición de dominar; pero esto ¿no era noble en el
fondo? y ¿no era justo al cabo? ¿No merecía él ser el primero de la
diócesis? El Obispo ¿no le reconocía de buen grado esta superioridad
moral? Bastante hacía él contentándose, por ahora, con no mandar más que
en Vetusta. ¡Oh! estaba seguro. Si algún día su amistad con Ana Ozores
llegaba al punto de poder él confesarse ante ella también y decirle cuál
era su ambición, ella, que tenía el alma grande, de fijo le absolvería
de los pecados cometidos. Los de su madre, aquellos a que le había
arrastrado la codicia de su madre eran los que no tenían disculpa, los
feos, los vergonzosos, los inconfesables».
Mientras tales pensamientos le atormentaban y consolaban sucesivamente,
iba el Magistral por las aceras estrechas y gastadas de las calles
tortuosas y poco concurridas de la Encimada; iba con las mejillas
encendidas, los ojos humildes, la cabeza un poco torcida, según
costumbre, recto el airoso cuerpo, majestuoso y rítmico el paso,
flotante el ampuloso manteo, sin la sombra de una mancha.
Contestaba a los saludos como si tuviese el alma puesta en ellos,
doblando la cintura y destocándose como si pasara un rey; y a veces ni
veía al que saludaba.
Este fingimiento era en él segunda naturaleza. Tenía el don de estar
hablando con mucho pulso mientras pensaba en otra cosa.
Doña Paula había vuelto a entrar en el despacho de su hijo. Registró la
alcoba. Vio la cama _levantada_, tiesa, muda, fresca, sin un pliegue;
salió de la alcoba; en el despacho reparó el sofá de reps azul, las
butacas, las correctas filas de libros amontonados sobre sillas y tablas
por todas partes; se fijó en el orden de la mesa, en el del sillón, en
el de las sillas. Parecía olfatear con los ojos. Llamó a Teresina; le
preguntó cualquier cosa, haciendo en su rostro excavaciones con la
mirada, como quien anda a minas; se metió por los pliegues del traje,
correcto, como el orden de las sillas, de los libros, de todo. La hizo
hablar para apreciar el tono de la voz, como el timbre de una moneda. La
despidió.
--Oye...--volvió a decir--. Nada, vete.
Se encogió de hombros.--«Es imposible--dijo entre dientes--; no hay
manera de averiguar nada».
Y, saliendo del despacho, dijo todavía:
--«¡Qué capricho de hombres!».
Y subiendo la escalera del segundo piso, añadió:
--«¡Es como todos, como todos; siempre fuera!».


--XII--

Don Francisco de Asís Carraspique era uno de los individuos más
importantes de la Junta Carlista de Vetusta, y el que hizo más
_sacrificios pecuniarios_ en tiempo oportuno. Era político porque se le
había convencido de que la causa de la religión no prosperaría si los
buenos cristianos no se metían a gobernar. Le dominaba por completo su
mujer, fanática ardentísima, que aborrecía a los liberales porque allá
en la otra guerra, los _cristinos_ habían ahorcado de un árbol a su
padre sin darle tiempo para confesar. Carraspique frisaba con los
sesenta años, y no se distinguía ni por su valor ni por sus dotes de
gobierno; se distinguía por sus millones. Era el mayor contribuyente que
tenía en la provincia la soberanía subrepticia de don Carlos VII. Su
religiosidad (la de Carraspique) sincera, profunda, ciega, era en él
toda una virtud; pero la debilidad de su carácter, sus pocas luces
naturales y la mala intención de los que le rodeaban, convertían su
piedad en fuente de disgustos para el mismo don Francisco de Asís, para
los suyos y para muchos de fuera.
Doña Lucía, su esposa, confesaba con el Magistral. Este era el pontífice
infalible en aquel hogar honrado. Tenían cuatro hijas los Carraspique;
todas habían hecho su primera confesión con don Fermín; habían sido
educadas en el convento que había escogido don Fermín; y las dos
primeras habían profesado, una en las Salesas y otra en las Clarisas.
El palacio de Carraspique, comprado por poco dinero en la quiebra de un
noble liberal, que murió del disgusto, estaba enfrente del caserón de
los Ozores, en la Plaza Nueva, podrida de vieja.
El Magistral se dejó introducir en el estrado por una criada sesentona,
que ladraba a los pobres como los perros malos. A los curas les lamería
los pies de buen grado.
--Espere usted un poco, señor Magistral, haga el favor de sentarse; el
señor está allá dentro y sale en seguida... (Con voz misteriosa y
agria.) Está ahí el médico... ese empecatado primo de la señora.
--Sí, ya, don Robustiano: ¿pues qué hay, Fulgencia?
--Creo que Sor Teresa está algo peor... pero no es para tanto alarmar a
los pobrecitos señores. ¿Verdad, señor Magistral, que la pobre señorita
no está de cuidado?
--Creo que no, Fulgencia; pero ¿qué dice el médico? ¿Viene de allá?
--Sí, señor, de allá; y ahí dentro daba gritos... viene furioso... es un
loco. No sé cómo le llaman a él. El parentesco, es cosa del parentesco.
El salón era rectangular, muy espacioso, adornado con gusto severo, sin
lujo, con cierta elegancia que nacía de la venerable antigüedad, de la
limpieza exquisita, de la sobriedad y de la severidad misma. El único
mueble nuevo era un piano de cola de Erard.
Llegó al salón don Robustiano y salió Fulgencia hablando entre dientes.
El médico era alto, fornido, de luenga barba blanca. Vestía con el
arrogante lujo de ciertos personajes de provincia que quieren revelar en
su porte su buena posición social. Era una hermosa figura que se
defendía de los ultrajes del tiempo con buen éxito todavía. Don
Robustiano era el médico de la nobleza desde muchos años atrás; pero si
en política pasaba por reaccionario y se burlaba de los progresistas, en
religión se le tenía por volteriano, o lo que él y otros vetustenses
entendían por tal. Jamás había leído a Voltaire, pero le admiraba tanto
como le aborrecía Glocester, el Arcediano, que no lo había leído
tampoco. En punto a letras, las de su ciencia inclusive, don Robustiano
no podía alzar el gallo a ningún mediquillo moderno de los que se morían
de hambre en Vetusta. Había estudiado poco, pero había ganado mucho. Era
un médico de mundo, un doctor de buen trato social. Años atrás, para él
todo era flato; ahora todo era _cuestión de nervios_. Curaba con buenas
palabras; por él nadie sabía que se iba a morir. Solía curar de balde a
los amigos; pero si la enfermedad se agravaba, se inhibía, mandaba
llamar a otro y no se ofendía. «Él no servía para ver morir a una
persona querida».
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