La Regenta - 30

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fin...--Sí, sí, ya entiendo.--¡Lo que sospechabas, animal!--Sí, ya
sé.--Pues eso.--¿Y después?--Después deja que el cura te ofrezca... y
no digas que bueno a la primer promesa; deja que suba el precio... ni a
la segunda. A la tercera date por vencido...».
Y así fue. Paula arrancó de una vez al pobre párroco de Matalerejo, el
más casto del Arciprestazgo, el resto del precio que ella había puesto
al silencio. ¡Con qué fervor predicaba el buen hombre después la
castidad firme! «¡Un momento de debilidad te pierde, pecador; basta un
momento! Un deseo, un deseo que no sacias siquiera, te cuesta la
salvación» (y todos tus ahorros, y la paz del hogar, y la tranquilidad
de toda la vida, añadía para sus adentros.)
Paula compró grandes partidas de vino y lo vendía al por mayor a los
taberneros de Matalerejo; empezó bien el comercio gracias a su
inteligencia, a su actividad. Ella trabajaba por los dos. Francisco era
muy _fantástico_, según su mujer. Le gustaba contar sus hazañas, y hasta
sus aventuras, esto en secreto, después de colocar unos cuantos pellejos
de Toro, al beber en compañía del parroquiano. Era rumboso y en el calor
de la amistad improvisada en la taberna, abría créditos exorbitantes a
los taberneros, sus consumidores. Esto originó reyertas trágicas; hubo
sillas por el aire, cuchillos que acababan por clavarse en una mesa de
pino, amenazas sordas y reconciliaciones expresivas por parte del
artillero; secas, frías, nada sinceras por parte de su mujer. La manía
de dar al fiado llegó a ser un vicio, una pasión del manirroto
licenciado. Le gustaba darse tono de rico y despreciaba el dinero con
gran prosopopeya. «¡Los países que él había visto! ¡las mujeres que él
había seducido, allá muy lejos!». Sus amigos los taberneros que no
habían visto más río que el de su patria, le engañaban al segundo vaso.
Mientras él se perdía en sus recuerdos y en sus sueños pretéritos, que
daba por realizados, sus compadres interrumpiéndole, entre alabanzas y
admiraciones, le sacaban pellejos y más pellejos de vino pagaderos....
«De eso no había que hablar». «El hombre es honrado» decía el artillero
y añadía: «Si yo tengo un duro pongo por ejemplo, y un amigo, por una
comparación, necesita ese duro... y quien dice un duro dice veinte
arrobas de vino, pongo por caso...». Pocos años necesitó, a pesar de la
prosperidad con que el comercio había empezado, para tocar en la
bancarrota. Se atrevió un parroquiano a no pagar y tras él fueron otros,
y al fin no le pagaba casi nadie. Paula que había dominado a dos curas,
y estaba dispuesta a dominar el mundo, no podía con su marido. «Lo que
tú quieras, tienes razón», decía él, y a la media hora volvía a las
andadas. Si ella se irritaba, se le acababa a él lo que llamaba la
paciencia, y una vez en el terreno de la fuerza el artillero vencía
siempre; fuerte era como un roble Paula, pero Francisco había sido el
más arrogante mozo de nuestro ejército, y tenía músculos de oso. Había
nacido en lo más alto de la montaña y hasta los veinte años había
servido en los Puertos, cuidando ganado. Cuando la pobreza llamó a las
puertas, y Paula se decidió a dejar su comercio, De Pas decretó dedicar
los pocos cuartos que sacaron libres a la industria ganadera. Tomó vacas
en parcería y se fue con su mujer y su hijo a su pueblo, a vivir del
pastoreo, en los más empinados vericuetos. Allí pasó la niñez y llegó a
la adolescencia Fermín, a quien su madre había deseado hacer
clérigo.--«Pastor y vaquero ha de ser, como su abuelo y como su padre»,
gritaba el licenciado cada vez que la madre hablaba de mandar al niño a
aprender latín con el cura de Matalerejo. El comercio de ganado no fue
mejor que el de vino. A Francisco se le ocurrió que él había sido
siempre un gran tirador; se consagró a la caza y perseguía corzos,
jabalíes, y hasta con el oso, las pocas veces que se le presentaba, se
atrevía. Una tarde de invierno vio Paula llegar a la aldea cuatro
hombres que conducían a hombros el cuerpo destrozado de su marido en
unas angarillas improvisadas con ramas de roble. Había caído de lo alto
de una peña abrazado a la osa mal herida que perseguían los vaqueros
hacía una semana. Murió con gloria el artillero, pero su viuda se
encontró abrumada de trampas, de deudas y para sarcasmo de la suerte,
dueña de créditos sin fin que no se cobrarían jamás. Volvió a
Matalerejo, después de perder por embargo cuanto tenía. Llevaba aquellos
papeles inútiles y el hijo que había de ser clérigo. Era Fermín ya un
mozalbete como un castillo; sus 15 años parecían veinte; pero Paula
hacía de él cuanto quería, le manejaba mejor que a su padre. Le hizo
estudiar latín con el cura, el mismo que había dado la dote perdida por
el difunto. Había que adelantar tiempo y Fermín lo adelantó; estudiaba
por cuatro y trabajaba en los quehaceres domésticos de la Rectoral;
cuidaba la huerta además y así ganaba comida y enseñanza. Iba a dormir a
la cabaña de su madre, que a la boca de una mina había levantado cuatro
tablas, para instalar una taberna. Los gastos del nuevo comercio, que no
subieron a mucho, corrieron aún por cuenta del párroco, quien hizo el
desinteresado más por caridad que por miedo. Ya no temía lo que pudiera
decir Paula ni ella creía tampoco en la fuerza del arma con que en un
tiempo había amenazado terrible, cruel y fría.
La taberna prosperaba. Los mineros la encontraban al salir a la
claridad y allí, sin dar otro paso, apagaban la sed y el hambre, y la
pasión del juego que dominaba a casi todos. Detrás de unas tablas, que
dejaban pasar las blasfemias y el ruido del dinero, estudiaba en las
noches de invierno interminables el _hijo del cura_, como le llamaban
cínicamente los obreros, delante de su madre, no en presencia de Fermín,
que había probado a muchos que el estudio no le había debilitado los
brazos. El espectáculo de la ignorancia, del vicio y del embrutecimiento
le repugnaba hasta darle náuseas y se arrojaba con fervor en la sincera
piedad, y devoraba los libros y ansiaba lo mismo que para él quería su
madre: el seminario, la sotana, que era la toga del hombre libre, la que
le podría arrancar de la esclavitud a que se vería condenado con todos
aquellos miserables si no le llevaban sus esfuerzos a otra vida mejor,
una digna del vuelo de su ambición y de los instintos que despertaban en
su espíritu. Paula padeció mucho en esta época; la ganancia era segura y
muy superior a lo que pudieran pensar los que no la veían a ella
explotar los brutales apetitos, ciegos, y nada escogidos de aquella
turba de las minas; pero su oficio tenía los peligros del domador de
fieras; todos los días, todas las noches había en la taberna pendencias,
brillaban las navajas, volaban por el aire los bancos. La energía de
Paula se ejercitaba en calmar aquel oleaje de pasiones brutales, y con
más ahínco en obligar al que rompía algo a pagarlo y a buen precio.
También ponía en la cuenta, a su modo, el perjuicio del escándalo. A
veces quería Fermín ayudarla, intervenir con sus puños en las escenas
trágicas de la taberna, pero su madre se lo prohibía:
--Tú a estudiar, tú vas a ser cura y no debes ver sangre. Si te ven
entre estos ladrones, creerán que eres uno de ellos.
Fermín, por respeto y por asco obedecía, y cuando el estrépito era
horrísono, tapaba los oídos y procuraba enfrascarse en el trabajo hasta
olvidar lo que pasaba detrás de aquellas tablas, en la taberna. Algo más
que las reyertas entre los parroquianos ocultaba Paula a su hijo. Aunque
ya no era joven, su cuerpo fuerte, su piel tersa y blanca, sus brazos
fornidos, sus caderas exuberantes excitaban la lujuria de aquellos
miserables que vivían en tinieblas. «_La Muerta_ es un buen bocado», se
decía en las minas. La llamaban la Muerta por su blancura pálida; y
creyendo fácil aquella conquista, muchos borrachos se arrojaban sobre
ella como sobre una presa; pero Paula los recibía a puñadas, a patadas,
a palos; más de un vaso rompió en la cabeza de una fiera de las cuevas y
tuvo el valor de cobrárselo. Estos ataques de la lujuria animal solían
ser a las altas horas de la noche, cuando el enamorado salvaje se
eternizaba sobre su banco, para esperar la soledad. Fermín estudiaba o
dormía. Paula cerraba la puerta de la calle, porque la autoridad le
obligaba a ello. No despedía al borracho, aunque conocía su propósito,
porque mientras estaba allí hacía consumo, suprema aspiración de Paula.
Y entonces empezaba la lucha. Ella se defendía en silencio. Aunque él
gritase, Fermín no acudía; pensaba que era una riña entre mineros.
Además, le temían unos por fuerte, otros por hijo, y procuraban vencer
sin que él se enterase. Pero nunca vencían. A lo sumo un abrazo furtivo,
un beso como un rasguño. Nada. Paula despreciaba aquella baba. Más asco
le daba barrer las inmundicias que dejaban allí aquellos osos de la
cueva.
Todo por su hijo; por ganar para pagarle la carrera, lo quería teólogo,
nada de misa y olla. Allí estaba ella para barrer hacia la calle aquel
lodo que entraba todos los días por la puerta de la taberna; a ella la
manchaba, pero a él no; él allá dentro con Dios y los santos, bebiendo
en los libros de la ciencia que le había de hacer señor; y su madre allí
fuera, manejando inmundicia entre la que iba recogiendo ochavo a ochavo
el porvenir de su hijo; el de ella, también, pues estaba segura de que
llegaría a ser una señora. Allá en la Montaña, en cuanto Fermín había
aprendido a leer y escribir, le había obligado a enseñarle a ella su
ciencia. Leía y escribía. En la taberna, entre tantas blasfemias, entre
los aullidos de borrachos y jugadores, ella devoraba libros, que pedía
al cura.
Más de una vez la guardia civil tuvo que visitarla y cada poco tiempo
iba a la cabeza del partido a declarar en causa por lesiones o hurto.
El cura, Fermín, y hasta los guardias, que estimaban su honradez, la
habían aconsejado en muchas ocasiones que dejase aquel tráfico
repugnante; ¿no la aburría pasar la vida entre borrachos y jugadores que
se convertían tan a menudo en asesinos?
«¡No, no y no!». Que la dejasen a ella. Estaba haciendo bolsón sin que
nadie lo sospechase.... En cualquier otra industria que emprendiese, con
sus pocos recursos, no podría ganar la décima parte de lo que iba
ganando allí. Los mineros salían de la obscuridad con el bolsillo
repleto, la sed y el hambre excitadas; pagaban bien, derrochaban y
comían y bebían veneno barato en calidad de vino y manjares buenos y
caros. En la taberna de Paula todo era falsificado; ella compraba lo
peor de lo peor y los borrachos lo comían y bebían sin saber lo que
tragaban, y los jugadores sin mirarlo siquiera, fija el alma en los
naipes.
El consumo era mucho, la ganancia en cada artículo considerable. Por eso
no había prendido ya fuego a la taberna con todos _los ladrones_ dentro.
No dejó el tráfico hasta que los estudios y la edad de Fermín lo
exigieron. Hubo que dejar el país y por recomendaciones del párroco de
Matalerejo, Paula fue a servir de ama de llaves al cura de La Virgen del
Camino, a una legua de León, en un páramo. Fermín, también por
influencia de Matalerejo (el cura), y del párroco de la Virgen del
Camino, entró en San Marcos de León en el colegio de los Jesuitas, que
pocos años antes se habían instalado en las orillas del Bernesga. El
muchacho resistió todas las pruebas a que los PP. le sometieron;
demostró bien pronto gran talento, sagacidad, vocación, y el P. Rector
llegó a decir que aquel chico había nacido jesuita. Paula callaba, pero
estaba resuelta a sacar de allí a su hijo en tiempo oportuno, cuando
ella pudiera asegurarle un porvenir fuera de aquella santa casa. No le
quería jesuita. Le quería canónigo, obispo, quién sabe cuántas cosas
más. Él hablaba de misiones en el Oriente, de tribus, de los mártires
del Japón, de imitar su ejemplo; leía a su madre, con los ojos
brillantes de entusiasmo, los periódicos que hablaban de los peligros
del P. Sevillano, de la compañía, allá en tierra de salvajes. Paula
sonreía y callaba. ¡Bueno estaría que después de tantos sacrificios el
hijo se le convirtiera en mártir! Nada, nada de locuras; ni siquiera la
locura de la cruz. En el Santuario de la Virgen del Camino se maneja
mucha plata el día que se abre el tesoro de la Virgen, en presencia de
la Autoridad civil; pero el cura es pobre.
Paula veía pasar por sus manos los duros y las pesetas, pero aquello era
como agua del mar para el sediento; no sacaba nada en limpio de revolver
trigo y plata de la milagrosa Imagen. Su fama de perfecta ama de cura
corrió por toda la provincia; el párroco de la Virgen tenía la
imprudencia de alabar su talento culinario, su despacho, su integridad,
su pulcritud, su piedad y demás cualidades delante de otros clérigos, a
la mesa, después de comer bien y beber mejor. Cundió la fama de Paula, y
un canónigo de Astorga se la arrebató al cura de la Virgen. Fue una
traición y Paula una ingrata. Sin embargo, el canónigo era un santo, la
traición no había sido suya. Don Fortunato Camoirán no era capaz de
traiciones. Le propusieron un ama de llaves y la aceptó, sin sospechar
que a los pocos meses sería él su esclavo.
Nada convenía a Paula como un amo santo. Al año de servir al canónigo
Camoirán se vanagloriaba de haberle salvado varias veces de la
bancarrota: sin ella hubiera tirado la casa por la ventana: todo hubiera
sido de los pobres y de los tunantes y holgazanes que le saqueaban con
la ganzúa de la caridad. Paula puso en orden todo aquello. Camoirán se
lo agradeció y siguió dando limosna a hurtadillas, pero poca; lo que
podía sisar al ama. Era el canónigo incapaz de gobernarse en las
necesidades premiosas de la vida, no entendía palabra de los intereses
del mundo, y al poco tiempo llegó a comprender que Paula era sus ojos,
sus manos, sus oídos, hasta su sentido común. Sin Paula acaso, acaso le
hubieran llevado a un hospital por loco y pobre.
Aquel imperio fue el más tiránico que ejerció en su vida el ama de
llaves. Lo aprovechó para la carrera de Fermín: el canónigo comprendió
que debía mirar al estudiante como a cosa suya; si Paula le consagraba
la vida a él, él debía consagrar sus cuidados y su dinero y su
influencia al hijo de Paula. Además, el mozo le enamoraba también; era
tan discreto, tan sagaz como su madre y más amable, más suave en el
trato. Pero había que sacarle de San Marcos; lo aseguraba Paula, el mozo
lo deseaba, y sobre todo la salud quebrantada del aprendiz de jesuita lo
exigía. Se le sacó y entró en el Seminario, a terminar la teología. Fue
presbítero, y obtuvo un economato de los buenos, y fue llamado a
predicar en San Isidro de León, y en Astorga, y en Villafranca y donde
quiera que el canónigo Camoirán, famoso ya por su piedad, tenía
influencia. Cuando a Fortunato le ofrecieron el obispado de Vetusta, él
vaciló; mejor dicho, se propuso pedir de rodillas que le dejaran en paz:
pero Paula le amenazó con abandonarle.--«¡Eso era absurdo!». Solo ya no
podría vivir. «No por usted, señor; por el chico es necesario aceptar».
--«Acaso tenía razón». Camoirán aceptó por el chico... y fueron todos a
Vetusta. Pero allí se le buscó al Obispo una ama de llaves y Paula
siguió ejerciendo desde su casa sus funciones de suprema inspección.
Fermín fue medrando, medrando; el muchacho valía, pero más valía su
madre. Ella le había hecho hombre, es decir, cura; ella le había hecho
niño mimado de un Obispo, ella le había empujado para llegar adonde
había subido, y ella ganaba lo que ganaba, podía lo que podía... ¡y él
era un ingrato!
A esta conclusión llegaba el Magistral aquella noche, en que, después de
larga conversación con su madre, se encerró en su despacho a repasar en
la memoria todo lo que él sabía de los sacrificios que aquella mujer
fuerte había emprendido y realizado por él, porque él subiera, porque
dominase y ganara riquezas y honores.
--«¡Sí, era un ingrato! ¡un ingrato!» y el amor filial le arrancaba dos
lágrimas de fuego que enjugaba, sorprendido de sentir humedad en
aquellas fuentes secas por tantos años.
«¿Cómo lloraba él? ¡Cosa más rara! ¿Sería el alcohol la causa de aquel
llanto? Acaso. ¿Sería... lo que había sucedido aquel día? Tal vez todo
mezclado. Oh, pero también, también el amor que él tenía a su madre era
cosa tierna, grande, digna, que le elevaba a sus propios ojos».
Abrió el balcón del despacho de par en par. Ya había salido la luna, que
parecía ir rodando sobre el tejado de enfrente. La calle estaba
desierta, la noche fresca; se respiraba bien; los rayos pálidos de la
luna y los soplos suaves del aire le parecieron caricias. «¡Qué cosas
tan nuevas, o mejor tan antiguas, tan antiguas y tan olvidadas estaba
sintiendo! Oh, para él no era nuevo, no, sentir oprimido el pecho al
mirar la luna, al escuchar los silencios de la noche; así había él
empezado a ponerse enfermucho, allá en los Jesuitas: pero entonces sus
anhelos eran vagos y ahora no; ahora anhelaba... tampoco se atrevía a
pedir claridad y precisión a sus deseos.... Pero ya no eran tristezas
místicas, ansiedades de filósofo atado a un teólogo lo que le angustiaba
y producía aquel dulce dolor que parecía una perezosa dilatación de las
fibras más hondas...». La sonrisa de la Regenta se le presentó unida a
la boca, a las mejillas, a los ojos que la dieran vida... y recordó una
a una todas las veces que le había sonreído. En los libros aquello se
llamaba estar enamorado platónicamente; pero él no creía en palabras.
No; estaba seguro que aquello no era amor. El mundo entero, y su madre
con todo el mundo, pensaban groseramente al calificar de pecaminosa
aquella amistad inocente. ¡Si sabría él lo que era bueno y lo que era
malo! Su madre le quería mucho, a ella se lo debía todo, ya se sabe,
pero... no sabía ella sentir con suavidad, no entendía de afectos finos,
sublimes... había que perdonarla. Sí, pero él necesitaba amor más blando
que el de doña Paula... más íntimo, de más fácil comunión por razón de
la edad, de la educación, de los gustos... Él, aunque viviera con su
madre querida, no tenía hogar, hogar suyo, y eso debía ser la dicha
suprema de las almas serias, de las almas que pretendían merecer el
nombre de grandes. Le faltaba compañía en el mundo; era indudable.
De una casa de la misma calle, por un balcón abierto, salían las notas
dulces, lánguidas, perezosas de un violín que tocaban manos expertas. Se
trataba de motivos del tercer acto del _Fausto_. El Magistral no conocía
la música, no podía asociarla a las escenas a que correspondía, pero
comprendía que se hablaba de amor. El oír con deleite, como oía, aquella
música insinuante, ya era molicie, ya era placer sensual, peligroso:
pero... ¡decía tan bien aquel violín las cosas raras que estaba
sintiendo él!
De repente se acordó de sus treinta y cinco años, de la vida estéril que
había tenido, fecunda sólo en sobresaltos y remordimientos, cada vez
menos punzantes, pero más soporíferos para el espíritu. Se tuvo una
lástima tiernísima; y mientras el violín gemía diciendo a su modo:
_Al palido chiaror_
_che vien degli astri d'or_
_dami ancor contemplar il tuo viso..._

el Magistral lloraba para dentro, mirando a la luna a través de unas
telarañas de hilos de lágrimas que le inundaban los ojos.... Mirábala ni
más ni menos como decía Trifón Cármenes en _El Lábaro_ que la
contemplaba él, todos los jueves y domingos, los días de folletín
literario.
«¡Medrados estamos!» pensó don Fermín al dar en idea tan extravagante. Y
entonces volvió a ocurrírsele que en aquel sentimentalismo de última
hora debía de tener gran parte la copa de cognac, o lo que fuese.
Abajo era día de cuentas. Muy a menudo se las tomaba doña Paula al buen
Froilán Zapico, el propietario de _La Cruz Roja_ ante el público y el
derecho mercantil. Froilán era un esclavo blanco de doña Paula; a ella
se lo debía todo, hasta el no haber ido a presidio; le tenía agarrado,
como ella decía, por todas partes y por eso le dejaba figurar como dueño
del comercio, sin miedo de una traición. Le llamaba de tú y muchas veces
animal y pillastre. Él sonreía, fumaba su pipa, siempre pegada a la
boca, y decía con una calma de filósofo cínico: «Cosas del alma». Vestía
de levita, y hasta usaba guantes negros en las procesiones. Tenía que
parecer un señor para dar aire de verosimilitud a su propiedad de _La
Cruz Roja_, el comercio más próspero de Vetusta, el único en su género,
desde que el mísero de don Santos Barinaga se había ido arruinando.
Doña Paula había casado a Froilán con una criada de las que ella tomaba
en la aldea, una de las que habían precedido a Teresa en sus funciones
de doncella cerca del señorito. Había dormido como Teresa ahora, a
cuatro pasos del Magistral.
Este matrimonio era una recompensa para Juana, la mujer de Froilán.
Zapico oyó la proposición de su ama con aire socarrón. Creía
comprender. Pero él era muy filósofo: no se paraba en ciertos requisitos
que otros miran mucho. El ama, al proponerle el matrimonio, había
pensado: «Esto es algo fuerte; pero ¡ay de él si se subleva!». Froilán
no se sublevó. Juana era muy buena moza y sabía cuidar a un hombre. Se
casó Zapico, y al día siguiente de la boda, doña Paula, que le miraba de
soslayo, con un gesto de desconfianza, tal vez algo arrepentida «de
haber estirado mucho la cuerda» observó que el novio estaba muy
contento, muy amable con ella, y hecho un almíbar con su mujer.
«Gordas las tragas, Froilán, eres un valiente», pensaba ella admirándole
y despreciándole al mismo tiempo.
Y él sonreía con más socarronería que nunca.
«Buen chasco se había llevado la señora; si ella supiera...» pensaba él
fumando su pipa. Pero es claro que jamás dijo a doña Paula el secreto de
aquella noche en que hubo sorpresas muy diferentes de las que suponía la
señora.
Era el único secreto que había entre ama y esclavo; la única mala pasada
que ella le había querido jugar.... Y como tampoco había tenido mal
resultado, sino muy beneficioso para Zapico, este seguía estimando a
doña Paula. Ella, al verle tan contento, nada resentido, rabiaba por
atreverse a preguntar; y él, muy satisfecho con el engaño del ama que
había sido en su provecho, rabiaba por decir algo; pero los dos
callaban. No había más que ciertas miradas mutuas que ambos sorprendían
a veces. Se encontraban a menudo cavando cada cual con los ojos en el
rostro del otro para encontrar el secreto.... Pero nada de palabras. Doña
Paula encogía los hombros y Froilán reía pasando la mano por las barbas
de puerco-espín que tenía debajo del mentón afeitado.
Allí lo serio era el dinero. Las cuentas siempre ajustadas, limpias.
Froilán era fiel por conveniencia y por miedo. En aquella casa el
recuento de la moneda era un culto. Desde niño se había acostumbrado don
Fermín a la seriedad religiosa con que se trataban los asuntos de
dinero, y al respeto supersticioso con que se manejaba el oro y la
plata. Allá abajo, en la trastienda de La Cruz Roja, a la que no se
pasaba, desde la casa del Magistral por sótanos, como suponía la
maledicencia, sino por ancha puerta abierta en la medianería en el piso
terreno, doña Paula, subida a una plataforma, ante un pupitre verde,
repasaba los libros del comercio y en serones de esparto y bolsas
grasientas contaba y recontaba el oro, la plata y el cobre o el bronce
que Froilán iba entregándole, en pie, en una grada de la plataforma, más
baja que la mesa en que el ama repasaba los libros. Parecía ella una
sacerdotisa y él un acólito de aquel culto platónico. El mismo don
Fermín, las veces que presenciaba aquellas ceremonias, sentía un vago
respeto supersticioso, sobre todo si contemplaba el rostro de su madre,
más pálido entonces, algo parecido a una estatua de marfil, la de una
Minerva amarilla, la Palas Atenea de la Crusología.
Aquella noche el Magistral no quiso complacer a su madre bajando a la
trastienda, le daba asco; imaginaba que abajo había un gran foco de
podredumbre, aguas sucias estancadas. Oía vagos rumores lejanos del
chocar de los cuartos viejos, de la plata y del oro, de cristalino
timbre. Aquellos ruidos apagados por la distancia subían por el hueco de
la escalera, en el silencio profundo de toda la casa. El violín volvió a
rasgar el silencio de fuera con notas temblorosas, que parecían titilar
como las estrellas. Ya no se trataba de las ansias amorosas de Fausto
en la mirada casta y pura de Margarita; ahora el instrumentista
arrastraba perezosamente por las cuerdas del violín los quejidos de la
Traviata momentos antes de morir.
El Magistral vio aparecer por una esquina de la calle un bulto que se
acercaba con paso vacilante, y que caminaba ya por la acera, ya por el
arroyo. Era don Santos Barinaga, que volvía a su casa,--tres puertas más
arriba de la del Magistral, en la acera de enfrente--. De Pas no le
conoció hasta que le vio debajo de su balcón. Pero antes, al pasar junto
a la casa donde sonaba el violín, Barinaga, que venía hablando solo, se
detuvo y calló. Se quitó el sombrero, que era verde, de figura de cono
truncado, y alzando la cabeza escuchó con aire de inteligente. De vez en
cuando hacía signos de aprobación.... «Conocía aquello; era la
_Traviata_ o el _Miserere del Trovador_, pero en fin cosa buena».
«Perfecta... mente», dijo en voz alta; que sea muy enhorabuena,
Agustinito... eso... eso... el cultivo de las artes... nada de
comercio... en esta tierra de ladrones. ¿Eh...?
«Es el hijo del cerero», añadió mirando a un lado, hacia el suelo; como
contándoselo a otro que estuviese junto a él y más bajo. El violín calló
y don Santos dio media vuelta, como buscando las notas que se habían
extinguido. Entonces vio frente por frente, iluminado por un farol, un
rótulo de letras doradas que decía: «La Cruz Roja».
Barinaga se cubrió, dio una palmada en la copa del sombrero verde y
extendiendo un brazo, mientras se tambaleaba en mitad del arroyo,
gritó:--¡Ladrones! Sí, señor--dijo en voz más baja--, no retiro una sola
palabra... ladrones; usted y su madre señor Provisor... ¡ladrones!
Barinaga hablaba con el letrero de la tienda, pero el Magistral sintió
brasas en las mejillas, y antes que pudiera notar su presencia el
vecino, se retiró del balcón y sin el menor ruido, poco a poco, entornó
las vidrieras hasta no dejar más que un intersticio por donde ver y oír
sin ser visto. Para mayor seguridad bajó la luz del quinqué y lo metió
en la alcoba. Volvió al balcón, a espiar las palabras y los movimientos
de aquel borracho a quien despreciaba todo el año y que aquella noche,
sin que él supiera por qué, le asustaba y le irritaba. Otras veces, a la
misma hora, le había sentido en la calle murmurar imprecaciones,
mientras él velaba trabajando; pero nunca había querido levantarse para
oír las necedades de aquel perdido. Bien sabía que les atribuía a él y a
su madre la ruina del comercio de quincalla de que vivía; pero ¿quién
hacía caso de un miserable, víctima del aguardiente?
Barinaga seguía diciendo:--Sí, señor Provisor, es usted un ladrón, y un
simoniaco, como le llama a usted el señor Foja... que es un liberal...
eso es, un liberal probado....
Y como «La Cruz Roja» no respondía, don Santos dirigiéndose a su propia
sombra que se le iba subiendo a las barbas, según se acercaba a la
puerta cerrada del comercio, tomándola por el mismísimo señor De Pas, le
dijo:
--¡Señor obscurantista! ¡apaga luces!... usted ha arruinado a mi
familia... usted me ha hecho a mí hereje... masón, sí, señor, ahora soy
masón... por vengarme... por... ¡abajo la clerigalla!
Esto lo dijo bastante alto para que lo oyese el sereno, que daba vuelta
a la esquina. El borracho sintió en los ojos la claridad viva y
desvergonzada de un ángulo de luz que brotaba de la linterna de Pepe,
su buen amigo.
El sereno, aquel Pepe, conoció a don Santos y se acercó sin acelerar el
paso.
--Buenas noches, amigo; tú eres un hombre honrado... y te aprecio...
pero este carcunda, este comehostias, este _rapa-velas_, este maldito
tirano de la Iglesia, este Provisor... es un ladrón, y lo sostengo....
Toma un pitillo.
Tomó el pitillo Pepe, escondió la linterna, arrimó a la pared el chuzo y
dijo con voz grave:
--Don Santos, ya es hora de acostarse; ¿quiere que abra la puerta?
--¿Qué puerta?--La de su casa...--Yo no tengo ya casa... yo soy un
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