La Regenta - 20
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--Los curas son los mostrencos...--Si a mostrencos vamos, conocía yo un
alcaldito en tiempos de la _Gloriosa_...
--¿Qué tiene usted que decir de la _Gloriosa_? Me parece que la
Revolución le hizo a usted Ilustrísimo señor....
--¡Hizo un cuerno! Me hicieron mis méritos, mis trabajos, mis... ¡seor
ciruelo!
--Déjese usted de insultos y explique por qué he de ser yo enemigo
personal del Provisor. ¿Reparto yo dinero por las aldeas al treinta por
ciento? Y el dinero que yo presto ¿procede de capellanías _cuyo soy_ el
depositario sin facultades para lucrar con el interés del depósito? ¿Mis
rentas proceden de los cristianos bobalicones que tienen algo que ver
con la curia eclesiástica? ¿Robo yo en esos montes de Toledo que se
llaman _Palacio_?
--De manera, que si usted empieza a disparatar y a pasarse a mayores, yo
le dejo con la palabra en la boca....
--Con usted no va nada, don Cayetano o don Fuguillas; usted podrá ser un
viejecito verde, pero no es un... un Magistral... un Provisor... un
Candelas eclesiástico.
Todos los presentes, menos don Santos, convinieron en que aquello era
demasiado fuerte:
--¡Hombre, un Candelas!... Don Santos Barinaga gritó:--No señores, no
es un Candelas, porque aquel espejo de ladrones caballerosos era muy
generoso, y robaba con exposición de la vida.
Además, robaba a los ricos y daba a los pobres.
--Sí, desnudaba a un santo para vestir a otro.
--Pues el Provisor desnuda a todos los santos para vestirse él. Es un
pillo, a fe de Barinaga, un pillo que ya sé yo de qué muerte va a morir.
Barinaga olía a aguardiente. Era el olor de su bilis.
Don Cayetano se encogió de hombros y dio media vuelta. Y mientras se
alejaba iba diciendo:
--Y estos son los liberales que quieren hacemos felices.... Y ahora
rabian porque no les dejan decir esas picardías en los periódicos....
Conversaciones de este género las había a diario en Vetusta; en el
paseo, en las calles, en el Casino, hasta en la sacristía de la
Catedral.
De Pas sabía todo lo que se murmuraba. Tenía varios espías, verdaderos
esbirros de sotana. El más activo, perspicaz y disimulado, era el
segundo organista de la Catedral, que ya había sido delator en el
seminario. Entonces iba al paraíso del teatro a sorprender a los
aprendices de cura aficionados a Talía o quien fuese. Era un presbítero
joven, chato, favorito de la madre del Provisor doña Paula. Se
apellidaba Campillo.
A don Fermín no le importaba mucho lo que dijeran, pero quería saber lo
que se murmuraba y a dónde llegaban las injurias.
No pensaba en tal cosa el Magistral aquella mañana fría de octubre,
mientras se soplaba los dedos meditabundo.
Una cosa era lo que debiera estar pensando y otra lo que pensaba sin
poder remediarlo. Quería buscar dentro de sí fervor religioso, acendrada
fe, que necesitaba para inspirarse y escribir un párrafo sonoro,
rotundo, elocuente, con la fuerza de la convicción; pero la voluntad no
obedecía y dejaba al pensamiento entretenerse con los recuerdos que le
asediaban. La mano fina, aristocrática, trazaba rayitas paralelas en el
margen de una cuartilla, después, encima, dibujaba otras rayitas,
cruzando las primeras; y aquello semejaba una celosía. Detrás de la
celosía se le figuró ver un manto negro y dos chispas detrás del manto,
dos ojos que brillaban en la obscuridad. ¡Y si no hubiese más que los
ojos!
--«¡Pero aquella voz! ¡Aquella voz transformada por la emoción
religiosa, por el pudor de la castidad que se desnuda sin remordimiento,
pero no sin vergüenza ante un confesonario!...».
«¿Qué mujer era aquella? ¿Había en Vetusta aquel tesoro de gracias
espirituales, aquella conquista reservada para la Iglesia, y él el amo
espiritual de la provincia, no lo había sabido antes?».
El pobre don Cayetano era hombre de algún talento para ciertas cosas,
para lo formal, para las superficialidades de la vida mundana; pero ¿qué
sabía él de dirigir un alma como la de aquella señora?
Don Fermín no perdonaba al Arcipreste el no haberle entregado mucho
antes aquella joya que él, Ripamilán, no sabía apreciar en todo su
valor. Y gracias que, por pereza, se había decidido a dejarle aquel
tesoro.
Don Cayetano le había hablado con mucha seriedad de la Regenta.
--«Don Fermín--le había dicho--usted es el único que podrá entenderse
con esta hija mía querida, que a mí iba a volverme loco si continuaba
contándome sus aprensiones morales. Soy viejo ya para esos trotes. No la
entiendo siquiera. Le pregunto si se acusa de alguna falta y dice que
eso no. ¿Pues entonces? y sin embargo, dale que dale. En fin, yo no
sirvo para estas cosas. A usted se la entrego. Ella, en cuanto le
indiqué la conveniencia de confesar con usted aceptó, comprendiendo que
yo no daba más de mí. No doy, no. Yo entiendo la religión y la moral a
mi manera; una manera muy sencilla... muy sencilla.... Me parece que la
piedad no es un rompe-cabezas.... En suma, Anita--ya sabe usted que ha
escrito versos--es un poco romántica. Eso no quita que sea una santa;
pero quiere traer a la religión el romanticismo, y yo ¡guarda, Pablo! no
me encuentro con fuerzas para librarla de ese peligro. A usted le será
fácil».
El Arcipreste se había acercado más al Provisor, y estirando el cuello,
de puntillas, como pretendiendo, aunque en vano, hablarle al oído, había
dicho después:
--«Ella ha visto visiones... pseudo-místicas... allá en Loreto... al
llegar la edad... cosa de la sangre... al ser mujercita, cuando tuvo
aquella fiebre y fuimos a buscarla su tía doña Anuncia y yo. Después...
pasó aquello y se hizo literata.... En fin, usted verá. No es una señora
como estas de por aquí. Tiene mucho tesón; parece una malva, pero otra
le queda; quiero decir, que se somete a todo, pero por dentro siempre
protesta. Ella misma se me ha acusado de esto, que conocía que era
orgullo. Aprensiones. No es orgullo; pero resulta de estas cosas que es
desgraciada, aunque nadie lo sospeche. En fin, usted verá. Don Víctor es
como Dios le hizo. No entiende de estos perfiles; hace lo que yo. Y como
no hemos de buscarle un amante para que desahogue con él--aquí volvió a
reír don Cayetano--lo mejor será que ustedes se entiendan».
El Magistral al recordar este pasaje del discurso del Arcipreste se
acordó también de que él se había puesto como una amapola.
«¡Lo mejor será que ustedes se entiendan!». En esta frase que don
Cayetano había dicho sin asomos de malicia, encontraba don Fermín motivo
para meditar horas y horas.
Toda la noche había pensado en ello. Algún día ¿llegarían a entenderse?
¿Querría doña Ana abrirle de par en par el corazón?
El Magistral conocía una especie de Vetusta subterránea: era la ciudad
oculta de las conciencias. Conocía el interior de todas las casas
importantes y de todas las almas que podían servirle para algo. Sagaz
como ningún vetustense, clérigo o seglar, había sabido ir poco a poco
atrayendo a su confesonario a los principales creyentes de la piadosa
ciudad. Las damas de ciertas pretensiones habían llegado a considerar en
el Magistral el único confesor de buen tono. Pero él escogía hijos e
hijas de confesión. Tenía habilidad singular para desechar a los
importunos sin desairarlos. Había llegado a confesar a quien quería y
cuando quería. Su memoria para los pecados ajenos era portentosa.
Hasta de los morosos que tardaban seis meses o un año en acudir al
tribunal de la penitencia, recordaba la vida y flaquezas. Relacionaba
las confesiones de unos con las de otros, y poco a poco había ido
haciendo el plano espiritual de Vetusta, de Vetusta la noble; desdeñaba
a los plebeyos, si no eran ricos, poderosos, es decir, nobles a su
manera. La _Encimada_ era toda suya; la _Colonia_ la iba conquistando
poco a poco. Como los observatorios meteorológicos anuncian los
ciclones, el Magistral hubiera podido anunciar muchas tempestades en
Vetusta, dramas de familia, escándalos y aventuras de todo género. Sabía
que la mujer devota, cuando no es muy discreta, al confesarse delata
flaquezas de todos los suyos.
Así, el Magistral conocía los deslices, las manías, los vicios y hasta
los crímenes a veces, de muchos señores vetustenses que no confesaban
con él o no confesaban con nadie.
A más de un liberal de los que renegaban de la confesión auricular,
hubiera podido decirle las veces que se había embriagado, el dinero que
había perdido al juego, o si tenía las manos sucias o si maltrataba a su
mujer, con otros secretos más íntimos. Muchas veces, en las casas donde
era recibido como amigo de confianza, escuchaba en silencio las reyertas
de familia, con los ojos discretamente clavados en el suelo; y mientras
su gesto daba a entender que nada de aquello le importaba ni comprendía,
acaso era el único que estaba en el secreto, el único que tenía el cabo
de aquella madeja de discordia. En el fondo de su alma despreciaba a los
vetustenses. «Era aquello un montón de basura». Pero muy buen abono, por
lo mismo, él lo empleaba en su huerto; todo aquel cieno que revolvía, le
daba hermosos y abundantes frutos.
La Regenta se le presentaba ahora como un tesoro descubierto en su
propia heredad. Era suyo, bien suyo; ¿quién osaría disputárselo?
Recordaba minuto por minuto aquella hora--y algo más--de la confesión
de la Regenta.
«¡Una hora larga!». El cabildo no hablaría de otra cosa aquella mañana
cuando se juntaran, después del coro, los señores canónigos del
tertulín.
Don Custodio, el beneficiado, había pasado la tarde anterior sobre
espinas; primero con el cuidado de ver llegar a la Regenta, después
espiando la confesión, que duraba, duraba «escandalosamente». Iba y
venía, fingiendo ocupaciones, por la nave de la derecha y pasaba ya
lejos, ya cerca de la capilla del Magistral. Había visto primero a otras
mujeres junto a la celosía y a doña Ana en oración, junto al altar. Al
pasar otra vez había visto ya a la Regenta con la cabeza apoyada en el
confesonario, cubierta con la mantilla... y vuelta a pasar y ella
quieta... y otra vez... y siempre allí, siempre lo mismo.
--Don Custodio--le decía Glocester, el ilustre Arcediano, que había
notado sus paseos--¿qué hay?, ¿ha venido esa dama?
--¡Una hora! ¡una hora!--Confesión general. Ya usted ve....
Y más tarde:--¿Qué hay?--¡Hora y media!--Le estará contando los
pecados de sus abuelos desde Adán.
Glocester había esperado en la sacristía «el final de aquel escándalo».
El arcediano y el beneficiado vieron a la Regenta salir de la catedral y
juntos se fueron hablando del suceso para esparcir por la ciudad tan
descomunal noticia.
«No pensaban hacer comentarios. El hecho, puramente el hecho. ¡Dos
horas!».
En efecto, había sido mucho tiempo. El Magistral no lo había sentido
pasar; doña Ana tampoco. La historia de ella había durado mucho. Y
además, ¡habían hablado de tantas cosas! Don Fermín estaba satisfecho de
su elocuencia, seguro de haber producido efecto. Doña Ana jamás había
oído hablar así.
«Aquel anhelo que sentía De Pas, antes de conversar en secreto con
aquella señora, había sido un anuncio de la realidad. Sí, sí, era
aquello algo nuevo, algo nuevo para su espíritu, cansado de vivir nada
más para la ambición propia y para la codicia ajena, la de su madre.
Necesitaba su alma alguna dulzura, una suavidad de corazón que
compensara tantas asperezas.... ¿Todo había de ser disimular, aborrecer,
dominar, conquistar, engañar?».
Recordó sus años de estudiante teólogo en San Marcos, de León, cuando se
preparaba, lleno de pura fe, a entrar en la Compañía de Jesús. «Allí,
por algún tiempo, había sentido dulces latidos en su corazón, había
orado con fervor, había meditado con amoroso entusiasmo, dispuesto a
sacrificarse _en Jesús_... ¡Todo aquello estaba lejos! No le parecía ser
el mismo. ¿No era algo por el estilo lo que creía sentir desde la tarde
anterior? ¿No eran las mismas fibras las que vibraban entonces, allá en
las orillas del Bernesga, y las que ahora se movían como una música
plácida para el alma?». En los labios del Magistral asomó una sonrisa de
amargura. «Aunque todo ello sea una ilusión, un sueño, ¿por qué no
soñar? Y ¿quién sabe si esta ambición que me devora no es más que una
forma impropia de otra pasión más noble? Este fuego, ¿no podrá arder
para un afecto más alto, más digno del alma? ¿No podría yo abrasarme en
más pura llama que la de esta ambición? ¡Y qué ambición! Bien mezquina,
bien miserable. ¿No valdrá más la conquista del espíritu de esa señora
que el asalto de una mitra, del capelo, de la misma tiara...?».
El Magistral se sorprendió dibujando la tiara en el margen del papel.
Suspiró, arrojó aquella pluma, como si tuviera la culpa de tales
pensamientos, que ya se le antojaban vanos, y sacudiendo la cabeza se
puso a escribir.
El último párrafo decía:
«El suceso tan esperado por el mundo católico, la definición del dogma
de la infalibilidad pontificia había llegado por fin en el glorioso día
de eterna memoria, el 18 de Julio de 1870: _haec dies quam fecit
Dominus_...».
El Magistral continuó: «Confirmábase al fin de solemne modo la doctrina
del cuarto Concilio de Constantinopla que dijo: _Prima salus est rectae
fidei regulam custodire_; confirmábase la doctrina que los griegos
profesaron con aprobación del segundo Concilio lionense, y se declaraba
y definía, _sacro approbante Concilio_, que el Romano Pontífice, _quum
ex cathedra loquitur_, goza plenamente, _per assistentiam divinam_, de
aquella infalibilidad de que el Divino Redentor ha querido proveer a su
Iglesia...».
Don Fermín soltó la pluma y dejó caer la cabeza sobre las manos.
«Ignoraba lo que tenía, pero no podía escribir. ¿Sería el asunto? Acaso
no estaría él aquella mañana para tratar materia tan sublime. ¡La
infalibilidad! Terrible, pero valentísimo dogma: un desafío formidable
de la fe, rodeada por la incredulidad de un siglo que se ríe. Era como
estar en el Circo entre fieras, y llamarlas, azuzarlas, pincharlas....
¡Mejor! así debía ser». El Magistral había sido desde el principio de la
batalla entusiástico partidario de la declaración. «Era el valor, la
voluntad enérgica, la afirmación del imperio, una aventura teológica,
parecida a las de Alejandro Magno en la guerra y las de Colón en el
mar».
Había defendido el dogma heroico en Roma en el púlpito, con elocuencia
entonces espontánea, con calor, como si el infalible fuera él. Llamaba a
Dupanloup cobarde. En Madrid había llamado mucho la atención predicando
en las Calatravas, al volver de Roma con el buen Obispo de Vetusta. El
tema había sido también la infalibilidad. Los periódicos le habían
comparado con los mejores oradores católicos, con Monescillo, con
Manterola, eclesiásticos como él, con Nocedal, con Vinader, con Estrada,
legos.
«Y nada, no había pasado de ochavo. La Iglesia es así, pensaba De Pas,
con la cabeza apoyada en las manos y los codos sobre la mesa, olvidado
ya del Papa infalible; la Iglesia proclama la humildad y es humilde como
ser abstracto, colectivo, en la jerarquía, para contener la impaciencia
de la ambición que espera desde abajo. Yo me lucí en Roma, admiré a los
fieles en Madrid, deslumbro a los vetustenses y seré Obispo cuando
llegue a los sesenta. Entonces haré yo la comedia de la humildad y no
aceptaré esa limosna. Los intrigantes suben; los amigos, los aduladores,
los lacayos medran sin necesidad de sermones; pero nosotros, los que
hemos de ascender por nuestro mérito apostólico, no podemos ser
impacientes, tenemos que esperar en una actitud digna de sumisión y
respeto. ¡Farsa, pura farsa! ¡Oh, si yo echase a volar mi dinero!...
Pero mi dinero es de mi madre, y además yo no quiero comprar lo que es
mío, lo que merezco por mi cabeza, no por mis arcas. ¿No quedábamos en
que era yo una lumbrera? ¿No se dijo que en mí tenía firme columna el
templo cristiano? Pues si soy una columna, ¿por qué no me echan encima
el peso que me toca? Soy columna o palillo de dientes, señor Cardenal,
¿en qué quedamos?».
El Magistral, que estaba solo y seguro de ello, dio un puñetazo sobre la
mesa.
--Voy, señorito--gritó una voz dulce y fresca desde una habitación
contigua.
El Magistral no oyó siquiera. En seguida entró en el despacho una joven
de veinte años, alta, delgada, pálida, pero de formas suficientemente
rellenas para los contornos que necesita la hermosura femenina. La
palidez era de un tono suave, delicado, que hacía muy buen contraste con
el negro de andrina de los ojos grandes, soñadores, de movimientos
bruscos; unos ojos que parecía que hacían gimnasia, obligados día y
noche a las contorsiones místicas de una piedad maquinal, mitad postiza
y falsificada. Las facciones de aquel rostro se acercaban al canon
griego y casaba muy bien con ellas la dulce seriedad de la fisonomía. En
esta figura larga, pero no sin gracia, espiritual, no flaca, solemne,
hierática, todo estaba mudo menos los ojos y la dulzura que era como un
perfume elocuente de todo el cuerpo.
Era la doncella de doña Paula, Teresina. Dormía cerca del despacho y de
la alcoba del _señorito_. Esta proximidad había sido siempre una
exigencia de doña Paula. Ella habitaba el segundo piso, a sus anchas; no
quería ruido de curas y frailes entrando y saliendo; pero tampoco
consentía que su hijo, su pobre Fermín, que para ella siempre sería un
niño a quien había que cuidar mucho, durmiese lejos de toda criatura
cristiana. La doncella había de tener su lecho cerca del _señorito_, por
si llamaba, para avisar a la madre, que bajaba inmediatamente.
En casa el Magistral era _el señorito_. Así le nombraba el ama delante
de los criados y era el tratamiento que ellos le daban y tenían que
darle.
A doña Paula, que no siempre había sido _señora_, le sonaba mejor _el
señorito_ que un usía. Las doncellas de doña Paula venían siempre de su
aldea; las escogía ella cuando iba por el verano al campo. Las
conservaba mucho tiempo. La condición de dormir cerca del señorito, por
si llamaba, se les imponía con una naturalidad edemíaca. Ni las
muchachas ni el Magistral habían opuesto nunca el menor reparo. Los ojos
azules, claros, sin expresión, muy abiertos, de doña Paula, alejaban la
posibilidad de toda sospecha; por los ojos se le conocía que no toleraba
que se pusiese en tela de juicio la pureza de costumbres de su hijo y la
inocencia de su sueño; ni al mismo Provisor le hubiera consentido media
palabra de protesta, ni una leve objeción en nombre del qué dirán. ¿Qué
habían de decir? Allí la castidad de ella, que era viuda, y la de su
hijo, que era sacerdote, se tenían por indiscutibles; eran de una
evidencia absoluta; ni se podía hablar de tal cosa. «Don Fermín
continuaba siendo un niño que jamás crecería para la malicia». Este era
un dogma en aquella casa. Doña Paula exigía que se creyera que ella
creía en la pureza perfecta de su hijo. Pero todo en silencio.
Teresina entró abrochando los corchetes más altos del cuerpo de su
hábito negro (de los Dolores) y en seguida ató cerca de la cintura en la
espalda el pañuelo de seda también negro que le cruzaba el pecho.
--¿Qué quería el señorito? ¿se siente mal? ¿traeré ya el café?
--¿Yo?... hija mía... no... no he llamado.
Teresina sonrió. Se pasó una mano mórbida y fina por los ojos, abrió un
poco la boca, y añadió:
--Apostaría... haber oído....
--No, yo no. ¿Qué hora es?
Teresina miró al reloj que estaba sobre la cabeza del Magistral. Le dijo
la hora y ofreció otra vez el café, todo sonriendo con cierta
coquetería, contenida por la expresión de piedad que allí era la librea.
--¿Y madre?--Duerme. Se acostó muy tarde. Como están con las cuentas
del trimestre....
--Bien; tráeme el café, hija mía.
Teresina, antes de salir, puso orden en los muebles, que no pecaban de
insurrectos, que estaban como ella los había dejado el día anterior;
también tocó los libros de la mesa, pero no se atrevió con los que
yacían sobre las sillas y en el suelo. Aquéllos no se tocaban. Mientras
Teresina estuvo en el despacho, el Magistral la siguió impaciente con la
mirada, algo fruncido el entrecejo, como esperando que se fuera para
seguir trabajando o meditando.
Hasta que tuvo el café delante no recordó que él solía decir misa; que
era un señor cura. ¿La tenía? ¿Había prometido decirla? No pudo resolver
sus dudas. Pero la seguridad con que Teresa procedía le tranquilizó.
Ni doña Paula ni Teresa olvidaban jamás estos pormenores. Ellas eran las
encargadas de oír la campana del coro, de apuntar las misas, de cuanto
se refería a los asuntos del rito. De Pas cumplía con estos deberes
rutinarios, pero necesitaba que se los recordasen. ¡Tenía tantas cosas
en la cabeza! Sus olvidos eran dentro de casa, porque fuera se jactaba
de ser el más fiel guardador de cuanto la Sinodal exigía, y daba
frecuentes lecciones al mismo maestro de ceremonias.
Tomó el café y se levantó para dar algunos paseos por el despacho;
quería distraerse, sacudir aquellos pensamientos importunos que no le
permitían adelantar en su trabajo.
Teresina entraba y salía sin pedir permiso, pero andaba por allí como el
silencio en persona; no hacía el menor ruido. Llevó el servicio del
café, volvió a buscar un jarro de estaño y el cubo del lavabo; entró de
nuevo con ellos y una toalla limpia. Entró en la alcoba, dejando las
puertas de cristales abiertas, y se puso a _levantar_ la cama, operación
que consistía en sacudir las almohadas y los colchones, doblar las
sábanas y la colcha y guardarlas entre colchón y colchón, tender una
manta sobre el lecho y colocar una sobre otras las almohadas sacudidas,
pero sin funda. El Magistral dormía algunos días la siesta, y doña
Paula, por economía, le preparaba así la cama. Hacerla formalmente
hubiera sido un despilfarro de lavado y planchado.
Don Fermín volvió a sentarse en su sillón. Desde allí veía, distraído,
los movimientos rápidos de la falda negra de Teresina, que apretaba las
piernas contra la cama para hacer fuerza al manejar los pesados
colchones. Ella azotaba la lana con vigor y la falda subía y bajaba a
cada golpe con violenta sacudida, dejando descubiertos los bajos de las
enaguas bordadas y muy limpias, y algo de la pantorrilla. El Magistral
seguía con los ojos los movimientos de la faena doméstica, pero su
pensamiento estaba muy lejos. En uno de sus movimientos, casi tendida de
brazos sobre la cama, Teresina dejó ver más de media pantorrilla y
mucha tela blanca. De Pas sintió en la retina toda aquella blancura,
como si hubiera visto un relámpago; y discretamente, se levantó y volvió
a sus paseos. La doncella jadeante, con un brazo oculto en el pliegue de
un colchón doblado, se volvió de repente, casi tendida de espaldas sobre
la cama. Sonreía y tenía un poco de color rosa en las mejillas.
--¿Le molesta el ruido, señorito?
El Magistral miró a la hermosa beata que en aquel momento no conservaba
ningún gesto de hipocresía. Apoyando una mano en el dintel de la puerta
de la alcoba, dijo el amo sonriente como la criada:
--La verdad, Teresina... el trabajo de hoy es muy importante. Si te es
igual, vuelve luego, y acabarás de arreglar esto cuando yo no esté.
--Bien está, señorito, bien está--respondió la criada, muy seria, con
voz gangosa y tono de canto llano.
Y con mucha prisa, haciendo saltar la ropa cerca del techo, acabó de
levantar la cama y salió de las habitaciones del señorito.
El cual paseó tres o cuatro minutos entre los libros tumbados en el
suelo, por los senderos que dejaban libres aquellos parterres de
teología y cánones. Después de fumar tres pitillos volvió a sentarse.
Escribió sin descanso hasta las diez. Cuando el sol se le metió por los
puntos de la pluma, levantó la cabeza, satisfecho de su tarea.
Miró al cielo. Estaba alegre, sin nubes. El buen tiempo en Vetusta vale
más por lo raro. El Magistral se frotó las manos suavemente. Estaba
contento. Mientras había escrito, casi por máquina, una defensa, _calamo
currente_, de la Infalibilidad, con destino a cierta Revista Católica
que leían católicos convencidos nada más, había estado madurando su plan
de ataque.
Pensaba lo mismo que la Regenta: que había hecho un hallazgo, que iba a
tener un alma hermana.
Él, que leía a los autores enemigos, como a los amigos, recordaba una
poética narración del impío Renan en que figuraban un fraile de allá de
Suecia o Noruega, y una joven devota, alemana, si le era fiel la
memoria. De todas suertes, eran dos almas que se amaban en Jesús, a
través de gran distancia. No había en aquellas relaciones nada de
sentimentalismo falso, pseudo-religioso; eran afectos puros, nada
parecidos a los amores de un Lutero, ni siquiera de un Abelardo; era la
verdad severa, noble, inmaculada del amor místico; amor anafrodítico,
incapaz de mancharse con el lodo de la carne ni en sueños. «¿Por qué
recordaba ahora esta leyenda, piadosa y novelesca? ¿Qué tenía él que ver
con un monje romántico y fanático, místico y apasionado, de la
Edad-media... y sueco? Él era el Magistral de Vetusta, un cura del siglo
diecinueve, un _carca_, un obscurantista, un zángano de la colmena
social, como decía Foja el usurero...».
Y al pensar esto, mirándose al espejo, mientras se lavaba y peinaba, De
Pas sonreía con amargura mitigada por el dejo de optimismo que le
quedaba de sus reflexiones de poco antes.
Estaba desnudo de medio cuerpo arriba. El cuello robusto parecía más
fuerte ahora por la tensión a que le obligaba la violencia de la
postura, al inclinarse sobre el lavabo de mármol blanco. Los brazos
cubiertos de vello negro ensortijado, lo mismo que el pecho alto y
fuerte, parecían de un atleta. El Magistral miraba con tristeza sus
músculos de acero, de una fuerza inútil.
Era muy blanco y fino el cutis, que una emoción cualquiera teñía de
color de rosa. Por consejo de don Robustiano, el médico, De Pas hacía
gimnasia con pesos de muchas libras; era un Hércules. Un día de
revolución un patriota le había dado el ¡quién vive! en las afueras,
cerca de la noche. De Pas rompió el fusil de chispa en las espaldas del
aguerrido centinela, que le había querido coser a bayonetazos, porque no
se entregaba a discreción. Nadie supo aquella hazaña, ni el mismo don
Santos Barinaga que andaba a caza de las calumnias y verdades que
corrían contra _La Cruz Roja_, como él llamaba, colectivamente, al
Provisor y a su madre. En cuanto al miliciano, había callado, jurando
odio eterno al clero y a los fusiles de chispa. Era uno de los que al
murmurar del Magistral añadían:
--«¡Si yo hablara!».
Mientras estaba lavándose, desnudo de la cintura arriba, don Fermín se
acordaba de sus proezas en el juego de bolos, allá en la aldea, cuando
aprovechaba vacaciones del seminario para ser medio salvaje corriendo
por breñas y vericuetos; el mozo fuerte y velludo que tenía enfrente, en
el espejo, le parecía un _otro yo_ que se había perdido, que había
quedado en los montes, desnudo, cubierto de pelo como el rey de
Babilonia, pero libre, feliz.... Le asustaba tal espectáculo, le llevaba
muy lejos de sus pensamientos de ahora, y se apresuró a vestirse. En
cuanto se abrochó el alzacuello, el Magistral volvió a ser la imagen de
la mansedumbre cristiana, fuerte, pero espiritual, humilde: seguía
siendo esbelto, pero no formidable. Se parecía un poco a su querida
torre de la catedral, también robusta, también proporcionada, esbelta y
bizarra, mística; pero de piedra. Quedó satisfecho, con la conciencia
de su cuerpo fuerte, oculto bajo el manteo epiceno y la sotana flotante
y escultural.
Iba a salir. Teresina apareció en el umbral, seria, con la mirada en el
suelo, con la expresión de los santos de cromo.
--¿Qué hay?--Una joven pregunta si se puede ver al señorito.
--¿A mí?--don Fermín encogió los hombros--. ¿Quién es?
--Petra, la doncella de la señora Regenta.
Al decir esto los ojos de Teresina se fijaron sin miedo en los de su
amo.
--¿No dice a qué viene?
--No ha dicho nada más.--Pues que pase. Petra se presentó sola en el
despacho, vestida de negro, con el pelo de azafrán sobre la frente, sin
rizos ni ondas, con los ojos humillados, y con sonrisa dulce y candorosa
en los labios.
alcaldito en tiempos de la _Gloriosa_...
--¿Qué tiene usted que decir de la _Gloriosa_? Me parece que la
Revolución le hizo a usted Ilustrísimo señor....
--¡Hizo un cuerno! Me hicieron mis méritos, mis trabajos, mis... ¡seor
ciruelo!
--Déjese usted de insultos y explique por qué he de ser yo enemigo
personal del Provisor. ¿Reparto yo dinero por las aldeas al treinta por
ciento? Y el dinero que yo presto ¿procede de capellanías _cuyo soy_ el
depositario sin facultades para lucrar con el interés del depósito? ¿Mis
rentas proceden de los cristianos bobalicones que tienen algo que ver
con la curia eclesiástica? ¿Robo yo en esos montes de Toledo que se
llaman _Palacio_?
--De manera, que si usted empieza a disparatar y a pasarse a mayores, yo
le dejo con la palabra en la boca....
--Con usted no va nada, don Cayetano o don Fuguillas; usted podrá ser un
viejecito verde, pero no es un... un Magistral... un Provisor... un
Candelas eclesiástico.
Todos los presentes, menos don Santos, convinieron en que aquello era
demasiado fuerte:
--¡Hombre, un Candelas!... Don Santos Barinaga gritó:--No señores, no
es un Candelas, porque aquel espejo de ladrones caballerosos era muy
generoso, y robaba con exposición de la vida.
Además, robaba a los ricos y daba a los pobres.
--Sí, desnudaba a un santo para vestir a otro.
--Pues el Provisor desnuda a todos los santos para vestirse él. Es un
pillo, a fe de Barinaga, un pillo que ya sé yo de qué muerte va a morir.
Barinaga olía a aguardiente. Era el olor de su bilis.
Don Cayetano se encogió de hombros y dio media vuelta. Y mientras se
alejaba iba diciendo:
--Y estos son los liberales que quieren hacemos felices.... Y ahora
rabian porque no les dejan decir esas picardías en los periódicos....
Conversaciones de este género las había a diario en Vetusta; en el
paseo, en las calles, en el Casino, hasta en la sacristía de la
Catedral.
De Pas sabía todo lo que se murmuraba. Tenía varios espías, verdaderos
esbirros de sotana. El más activo, perspicaz y disimulado, era el
segundo organista de la Catedral, que ya había sido delator en el
seminario. Entonces iba al paraíso del teatro a sorprender a los
aprendices de cura aficionados a Talía o quien fuese. Era un presbítero
joven, chato, favorito de la madre del Provisor doña Paula. Se
apellidaba Campillo.
A don Fermín no le importaba mucho lo que dijeran, pero quería saber lo
que se murmuraba y a dónde llegaban las injurias.
No pensaba en tal cosa el Magistral aquella mañana fría de octubre,
mientras se soplaba los dedos meditabundo.
Una cosa era lo que debiera estar pensando y otra lo que pensaba sin
poder remediarlo. Quería buscar dentro de sí fervor religioso, acendrada
fe, que necesitaba para inspirarse y escribir un párrafo sonoro,
rotundo, elocuente, con la fuerza de la convicción; pero la voluntad no
obedecía y dejaba al pensamiento entretenerse con los recuerdos que le
asediaban. La mano fina, aristocrática, trazaba rayitas paralelas en el
margen de una cuartilla, después, encima, dibujaba otras rayitas,
cruzando las primeras; y aquello semejaba una celosía. Detrás de la
celosía se le figuró ver un manto negro y dos chispas detrás del manto,
dos ojos que brillaban en la obscuridad. ¡Y si no hubiese más que los
ojos!
--«¡Pero aquella voz! ¡Aquella voz transformada por la emoción
religiosa, por el pudor de la castidad que se desnuda sin remordimiento,
pero no sin vergüenza ante un confesonario!...».
«¿Qué mujer era aquella? ¿Había en Vetusta aquel tesoro de gracias
espirituales, aquella conquista reservada para la Iglesia, y él el amo
espiritual de la provincia, no lo había sabido antes?».
El pobre don Cayetano era hombre de algún talento para ciertas cosas,
para lo formal, para las superficialidades de la vida mundana; pero ¿qué
sabía él de dirigir un alma como la de aquella señora?
Don Fermín no perdonaba al Arcipreste el no haberle entregado mucho
antes aquella joya que él, Ripamilán, no sabía apreciar en todo su
valor. Y gracias que, por pereza, se había decidido a dejarle aquel
tesoro.
Don Cayetano le había hablado con mucha seriedad de la Regenta.
--«Don Fermín--le había dicho--usted es el único que podrá entenderse
con esta hija mía querida, que a mí iba a volverme loco si continuaba
contándome sus aprensiones morales. Soy viejo ya para esos trotes. No la
entiendo siquiera. Le pregunto si se acusa de alguna falta y dice que
eso no. ¿Pues entonces? y sin embargo, dale que dale. En fin, yo no
sirvo para estas cosas. A usted se la entrego. Ella, en cuanto le
indiqué la conveniencia de confesar con usted aceptó, comprendiendo que
yo no daba más de mí. No doy, no. Yo entiendo la religión y la moral a
mi manera; una manera muy sencilla... muy sencilla.... Me parece que la
piedad no es un rompe-cabezas.... En suma, Anita--ya sabe usted que ha
escrito versos--es un poco romántica. Eso no quita que sea una santa;
pero quiere traer a la religión el romanticismo, y yo ¡guarda, Pablo! no
me encuentro con fuerzas para librarla de ese peligro. A usted le será
fácil».
El Arcipreste se había acercado más al Provisor, y estirando el cuello,
de puntillas, como pretendiendo, aunque en vano, hablarle al oído, había
dicho después:
--«Ella ha visto visiones... pseudo-místicas... allá en Loreto... al
llegar la edad... cosa de la sangre... al ser mujercita, cuando tuvo
aquella fiebre y fuimos a buscarla su tía doña Anuncia y yo. Después...
pasó aquello y se hizo literata.... En fin, usted verá. No es una señora
como estas de por aquí. Tiene mucho tesón; parece una malva, pero otra
le queda; quiero decir, que se somete a todo, pero por dentro siempre
protesta. Ella misma se me ha acusado de esto, que conocía que era
orgullo. Aprensiones. No es orgullo; pero resulta de estas cosas que es
desgraciada, aunque nadie lo sospeche. En fin, usted verá. Don Víctor es
como Dios le hizo. No entiende de estos perfiles; hace lo que yo. Y como
no hemos de buscarle un amante para que desahogue con él--aquí volvió a
reír don Cayetano--lo mejor será que ustedes se entiendan».
El Magistral al recordar este pasaje del discurso del Arcipreste se
acordó también de que él se había puesto como una amapola.
«¡Lo mejor será que ustedes se entiendan!». En esta frase que don
Cayetano había dicho sin asomos de malicia, encontraba don Fermín motivo
para meditar horas y horas.
Toda la noche había pensado en ello. Algún día ¿llegarían a entenderse?
¿Querría doña Ana abrirle de par en par el corazón?
El Magistral conocía una especie de Vetusta subterránea: era la ciudad
oculta de las conciencias. Conocía el interior de todas las casas
importantes y de todas las almas que podían servirle para algo. Sagaz
como ningún vetustense, clérigo o seglar, había sabido ir poco a poco
atrayendo a su confesonario a los principales creyentes de la piadosa
ciudad. Las damas de ciertas pretensiones habían llegado a considerar en
el Magistral el único confesor de buen tono. Pero él escogía hijos e
hijas de confesión. Tenía habilidad singular para desechar a los
importunos sin desairarlos. Había llegado a confesar a quien quería y
cuando quería. Su memoria para los pecados ajenos era portentosa.
Hasta de los morosos que tardaban seis meses o un año en acudir al
tribunal de la penitencia, recordaba la vida y flaquezas. Relacionaba
las confesiones de unos con las de otros, y poco a poco había ido
haciendo el plano espiritual de Vetusta, de Vetusta la noble; desdeñaba
a los plebeyos, si no eran ricos, poderosos, es decir, nobles a su
manera. La _Encimada_ era toda suya; la _Colonia_ la iba conquistando
poco a poco. Como los observatorios meteorológicos anuncian los
ciclones, el Magistral hubiera podido anunciar muchas tempestades en
Vetusta, dramas de familia, escándalos y aventuras de todo género. Sabía
que la mujer devota, cuando no es muy discreta, al confesarse delata
flaquezas de todos los suyos.
Así, el Magistral conocía los deslices, las manías, los vicios y hasta
los crímenes a veces, de muchos señores vetustenses que no confesaban
con él o no confesaban con nadie.
A más de un liberal de los que renegaban de la confesión auricular,
hubiera podido decirle las veces que se había embriagado, el dinero que
había perdido al juego, o si tenía las manos sucias o si maltrataba a su
mujer, con otros secretos más íntimos. Muchas veces, en las casas donde
era recibido como amigo de confianza, escuchaba en silencio las reyertas
de familia, con los ojos discretamente clavados en el suelo; y mientras
su gesto daba a entender que nada de aquello le importaba ni comprendía,
acaso era el único que estaba en el secreto, el único que tenía el cabo
de aquella madeja de discordia. En el fondo de su alma despreciaba a los
vetustenses. «Era aquello un montón de basura». Pero muy buen abono, por
lo mismo, él lo empleaba en su huerto; todo aquel cieno que revolvía, le
daba hermosos y abundantes frutos.
La Regenta se le presentaba ahora como un tesoro descubierto en su
propia heredad. Era suyo, bien suyo; ¿quién osaría disputárselo?
Recordaba minuto por minuto aquella hora--y algo más--de la confesión
de la Regenta.
«¡Una hora larga!». El cabildo no hablaría de otra cosa aquella mañana
cuando se juntaran, después del coro, los señores canónigos del
tertulín.
Don Custodio, el beneficiado, había pasado la tarde anterior sobre
espinas; primero con el cuidado de ver llegar a la Regenta, después
espiando la confesión, que duraba, duraba «escandalosamente». Iba y
venía, fingiendo ocupaciones, por la nave de la derecha y pasaba ya
lejos, ya cerca de la capilla del Magistral. Había visto primero a otras
mujeres junto a la celosía y a doña Ana en oración, junto al altar. Al
pasar otra vez había visto ya a la Regenta con la cabeza apoyada en el
confesonario, cubierta con la mantilla... y vuelta a pasar y ella
quieta... y otra vez... y siempre allí, siempre lo mismo.
--Don Custodio--le decía Glocester, el ilustre Arcediano, que había
notado sus paseos--¿qué hay?, ¿ha venido esa dama?
--¡Una hora! ¡una hora!--Confesión general. Ya usted ve....
Y más tarde:--¿Qué hay?--¡Hora y media!--Le estará contando los
pecados de sus abuelos desde Adán.
Glocester había esperado en la sacristía «el final de aquel escándalo».
El arcediano y el beneficiado vieron a la Regenta salir de la catedral y
juntos se fueron hablando del suceso para esparcir por la ciudad tan
descomunal noticia.
«No pensaban hacer comentarios. El hecho, puramente el hecho. ¡Dos
horas!».
En efecto, había sido mucho tiempo. El Magistral no lo había sentido
pasar; doña Ana tampoco. La historia de ella había durado mucho. Y
además, ¡habían hablado de tantas cosas! Don Fermín estaba satisfecho de
su elocuencia, seguro de haber producido efecto. Doña Ana jamás había
oído hablar así.
«Aquel anhelo que sentía De Pas, antes de conversar en secreto con
aquella señora, había sido un anuncio de la realidad. Sí, sí, era
aquello algo nuevo, algo nuevo para su espíritu, cansado de vivir nada
más para la ambición propia y para la codicia ajena, la de su madre.
Necesitaba su alma alguna dulzura, una suavidad de corazón que
compensara tantas asperezas.... ¿Todo había de ser disimular, aborrecer,
dominar, conquistar, engañar?».
Recordó sus años de estudiante teólogo en San Marcos, de León, cuando se
preparaba, lleno de pura fe, a entrar en la Compañía de Jesús. «Allí,
por algún tiempo, había sentido dulces latidos en su corazón, había
orado con fervor, había meditado con amoroso entusiasmo, dispuesto a
sacrificarse _en Jesús_... ¡Todo aquello estaba lejos! No le parecía ser
el mismo. ¿No era algo por el estilo lo que creía sentir desde la tarde
anterior? ¿No eran las mismas fibras las que vibraban entonces, allá en
las orillas del Bernesga, y las que ahora se movían como una música
plácida para el alma?». En los labios del Magistral asomó una sonrisa de
amargura. «Aunque todo ello sea una ilusión, un sueño, ¿por qué no
soñar? Y ¿quién sabe si esta ambición que me devora no es más que una
forma impropia de otra pasión más noble? Este fuego, ¿no podrá arder
para un afecto más alto, más digno del alma? ¿No podría yo abrasarme en
más pura llama que la de esta ambición? ¡Y qué ambición! Bien mezquina,
bien miserable. ¿No valdrá más la conquista del espíritu de esa señora
que el asalto de una mitra, del capelo, de la misma tiara...?».
El Magistral se sorprendió dibujando la tiara en el margen del papel.
Suspiró, arrojó aquella pluma, como si tuviera la culpa de tales
pensamientos, que ya se le antojaban vanos, y sacudiendo la cabeza se
puso a escribir.
El último párrafo decía:
«El suceso tan esperado por el mundo católico, la definición del dogma
de la infalibilidad pontificia había llegado por fin en el glorioso día
de eterna memoria, el 18 de Julio de 1870: _haec dies quam fecit
Dominus_...».
El Magistral continuó: «Confirmábase al fin de solemne modo la doctrina
del cuarto Concilio de Constantinopla que dijo: _Prima salus est rectae
fidei regulam custodire_; confirmábase la doctrina que los griegos
profesaron con aprobación del segundo Concilio lionense, y se declaraba
y definía, _sacro approbante Concilio_, que el Romano Pontífice, _quum
ex cathedra loquitur_, goza plenamente, _per assistentiam divinam_, de
aquella infalibilidad de que el Divino Redentor ha querido proveer a su
Iglesia...».
Don Fermín soltó la pluma y dejó caer la cabeza sobre las manos.
«Ignoraba lo que tenía, pero no podía escribir. ¿Sería el asunto? Acaso
no estaría él aquella mañana para tratar materia tan sublime. ¡La
infalibilidad! Terrible, pero valentísimo dogma: un desafío formidable
de la fe, rodeada por la incredulidad de un siglo que se ríe. Era como
estar en el Circo entre fieras, y llamarlas, azuzarlas, pincharlas....
¡Mejor! así debía ser». El Magistral había sido desde el principio de la
batalla entusiástico partidario de la declaración. «Era el valor, la
voluntad enérgica, la afirmación del imperio, una aventura teológica,
parecida a las de Alejandro Magno en la guerra y las de Colón en el
mar».
Había defendido el dogma heroico en Roma en el púlpito, con elocuencia
entonces espontánea, con calor, como si el infalible fuera él. Llamaba a
Dupanloup cobarde. En Madrid había llamado mucho la atención predicando
en las Calatravas, al volver de Roma con el buen Obispo de Vetusta. El
tema había sido también la infalibilidad. Los periódicos le habían
comparado con los mejores oradores católicos, con Monescillo, con
Manterola, eclesiásticos como él, con Nocedal, con Vinader, con Estrada,
legos.
«Y nada, no había pasado de ochavo. La Iglesia es así, pensaba De Pas,
con la cabeza apoyada en las manos y los codos sobre la mesa, olvidado
ya del Papa infalible; la Iglesia proclama la humildad y es humilde como
ser abstracto, colectivo, en la jerarquía, para contener la impaciencia
de la ambición que espera desde abajo. Yo me lucí en Roma, admiré a los
fieles en Madrid, deslumbro a los vetustenses y seré Obispo cuando
llegue a los sesenta. Entonces haré yo la comedia de la humildad y no
aceptaré esa limosna. Los intrigantes suben; los amigos, los aduladores,
los lacayos medran sin necesidad de sermones; pero nosotros, los que
hemos de ascender por nuestro mérito apostólico, no podemos ser
impacientes, tenemos que esperar en una actitud digna de sumisión y
respeto. ¡Farsa, pura farsa! ¡Oh, si yo echase a volar mi dinero!...
Pero mi dinero es de mi madre, y además yo no quiero comprar lo que es
mío, lo que merezco por mi cabeza, no por mis arcas. ¿No quedábamos en
que era yo una lumbrera? ¿No se dijo que en mí tenía firme columna el
templo cristiano? Pues si soy una columna, ¿por qué no me echan encima
el peso que me toca? Soy columna o palillo de dientes, señor Cardenal,
¿en qué quedamos?».
El Magistral, que estaba solo y seguro de ello, dio un puñetazo sobre la
mesa.
--Voy, señorito--gritó una voz dulce y fresca desde una habitación
contigua.
El Magistral no oyó siquiera. En seguida entró en el despacho una joven
de veinte años, alta, delgada, pálida, pero de formas suficientemente
rellenas para los contornos que necesita la hermosura femenina. La
palidez era de un tono suave, delicado, que hacía muy buen contraste con
el negro de andrina de los ojos grandes, soñadores, de movimientos
bruscos; unos ojos que parecía que hacían gimnasia, obligados día y
noche a las contorsiones místicas de una piedad maquinal, mitad postiza
y falsificada. Las facciones de aquel rostro se acercaban al canon
griego y casaba muy bien con ellas la dulce seriedad de la fisonomía. En
esta figura larga, pero no sin gracia, espiritual, no flaca, solemne,
hierática, todo estaba mudo menos los ojos y la dulzura que era como un
perfume elocuente de todo el cuerpo.
Era la doncella de doña Paula, Teresina. Dormía cerca del despacho y de
la alcoba del _señorito_. Esta proximidad había sido siempre una
exigencia de doña Paula. Ella habitaba el segundo piso, a sus anchas; no
quería ruido de curas y frailes entrando y saliendo; pero tampoco
consentía que su hijo, su pobre Fermín, que para ella siempre sería un
niño a quien había que cuidar mucho, durmiese lejos de toda criatura
cristiana. La doncella había de tener su lecho cerca del _señorito_, por
si llamaba, para avisar a la madre, que bajaba inmediatamente.
En casa el Magistral era _el señorito_. Así le nombraba el ama delante
de los criados y era el tratamiento que ellos le daban y tenían que
darle.
A doña Paula, que no siempre había sido _señora_, le sonaba mejor _el
señorito_ que un usía. Las doncellas de doña Paula venían siempre de su
aldea; las escogía ella cuando iba por el verano al campo. Las
conservaba mucho tiempo. La condición de dormir cerca del señorito, por
si llamaba, se les imponía con una naturalidad edemíaca. Ni las
muchachas ni el Magistral habían opuesto nunca el menor reparo. Los ojos
azules, claros, sin expresión, muy abiertos, de doña Paula, alejaban la
posibilidad de toda sospecha; por los ojos se le conocía que no toleraba
que se pusiese en tela de juicio la pureza de costumbres de su hijo y la
inocencia de su sueño; ni al mismo Provisor le hubiera consentido media
palabra de protesta, ni una leve objeción en nombre del qué dirán. ¿Qué
habían de decir? Allí la castidad de ella, que era viuda, y la de su
hijo, que era sacerdote, se tenían por indiscutibles; eran de una
evidencia absoluta; ni se podía hablar de tal cosa. «Don Fermín
continuaba siendo un niño que jamás crecería para la malicia». Este era
un dogma en aquella casa. Doña Paula exigía que se creyera que ella
creía en la pureza perfecta de su hijo. Pero todo en silencio.
Teresina entró abrochando los corchetes más altos del cuerpo de su
hábito negro (de los Dolores) y en seguida ató cerca de la cintura en la
espalda el pañuelo de seda también negro que le cruzaba el pecho.
--¿Qué quería el señorito? ¿se siente mal? ¿traeré ya el café?
--¿Yo?... hija mía... no... no he llamado.
Teresina sonrió. Se pasó una mano mórbida y fina por los ojos, abrió un
poco la boca, y añadió:
--Apostaría... haber oído....
--No, yo no. ¿Qué hora es?
Teresina miró al reloj que estaba sobre la cabeza del Magistral. Le dijo
la hora y ofreció otra vez el café, todo sonriendo con cierta
coquetería, contenida por la expresión de piedad que allí era la librea.
--¿Y madre?--Duerme. Se acostó muy tarde. Como están con las cuentas
del trimestre....
--Bien; tráeme el café, hija mía.
Teresina, antes de salir, puso orden en los muebles, que no pecaban de
insurrectos, que estaban como ella los había dejado el día anterior;
también tocó los libros de la mesa, pero no se atrevió con los que
yacían sobre las sillas y en el suelo. Aquéllos no se tocaban. Mientras
Teresina estuvo en el despacho, el Magistral la siguió impaciente con la
mirada, algo fruncido el entrecejo, como esperando que se fuera para
seguir trabajando o meditando.
Hasta que tuvo el café delante no recordó que él solía decir misa; que
era un señor cura. ¿La tenía? ¿Había prometido decirla? No pudo resolver
sus dudas. Pero la seguridad con que Teresa procedía le tranquilizó.
Ni doña Paula ni Teresa olvidaban jamás estos pormenores. Ellas eran las
encargadas de oír la campana del coro, de apuntar las misas, de cuanto
se refería a los asuntos del rito. De Pas cumplía con estos deberes
rutinarios, pero necesitaba que se los recordasen. ¡Tenía tantas cosas
en la cabeza! Sus olvidos eran dentro de casa, porque fuera se jactaba
de ser el más fiel guardador de cuanto la Sinodal exigía, y daba
frecuentes lecciones al mismo maestro de ceremonias.
Tomó el café y se levantó para dar algunos paseos por el despacho;
quería distraerse, sacudir aquellos pensamientos importunos que no le
permitían adelantar en su trabajo.
Teresina entraba y salía sin pedir permiso, pero andaba por allí como el
silencio en persona; no hacía el menor ruido. Llevó el servicio del
café, volvió a buscar un jarro de estaño y el cubo del lavabo; entró de
nuevo con ellos y una toalla limpia. Entró en la alcoba, dejando las
puertas de cristales abiertas, y se puso a _levantar_ la cama, operación
que consistía en sacudir las almohadas y los colchones, doblar las
sábanas y la colcha y guardarlas entre colchón y colchón, tender una
manta sobre el lecho y colocar una sobre otras las almohadas sacudidas,
pero sin funda. El Magistral dormía algunos días la siesta, y doña
Paula, por economía, le preparaba así la cama. Hacerla formalmente
hubiera sido un despilfarro de lavado y planchado.
Don Fermín volvió a sentarse en su sillón. Desde allí veía, distraído,
los movimientos rápidos de la falda negra de Teresina, que apretaba las
piernas contra la cama para hacer fuerza al manejar los pesados
colchones. Ella azotaba la lana con vigor y la falda subía y bajaba a
cada golpe con violenta sacudida, dejando descubiertos los bajos de las
enaguas bordadas y muy limpias, y algo de la pantorrilla. El Magistral
seguía con los ojos los movimientos de la faena doméstica, pero su
pensamiento estaba muy lejos. En uno de sus movimientos, casi tendida de
brazos sobre la cama, Teresina dejó ver más de media pantorrilla y
mucha tela blanca. De Pas sintió en la retina toda aquella blancura,
como si hubiera visto un relámpago; y discretamente, se levantó y volvió
a sus paseos. La doncella jadeante, con un brazo oculto en el pliegue de
un colchón doblado, se volvió de repente, casi tendida de espaldas sobre
la cama. Sonreía y tenía un poco de color rosa en las mejillas.
--¿Le molesta el ruido, señorito?
El Magistral miró a la hermosa beata que en aquel momento no conservaba
ningún gesto de hipocresía. Apoyando una mano en el dintel de la puerta
de la alcoba, dijo el amo sonriente como la criada:
--La verdad, Teresina... el trabajo de hoy es muy importante. Si te es
igual, vuelve luego, y acabarás de arreglar esto cuando yo no esté.
--Bien está, señorito, bien está--respondió la criada, muy seria, con
voz gangosa y tono de canto llano.
Y con mucha prisa, haciendo saltar la ropa cerca del techo, acabó de
levantar la cama y salió de las habitaciones del señorito.
El cual paseó tres o cuatro minutos entre los libros tumbados en el
suelo, por los senderos que dejaban libres aquellos parterres de
teología y cánones. Después de fumar tres pitillos volvió a sentarse.
Escribió sin descanso hasta las diez. Cuando el sol se le metió por los
puntos de la pluma, levantó la cabeza, satisfecho de su tarea.
Miró al cielo. Estaba alegre, sin nubes. El buen tiempo en Vetusta vale
más por lo raro. El Magistral se frotó las manos suavemente. Estaba
contento. Mientras había escrito, casi por máquina, una defensa, _calamo
currente_, de la Infalibilidad, con destino a cierta Revista Católica
que leían católicos convencidos nada más, había estado madurando su plan
de ataque.
Pensaba lo mismo que la Regenta: que había hecho un hallazgo, que iba a
tener un alma hermana.
Él, que leía a los autores enemigos, como a los amigos, recordaba una
poética narración del impío Renan en que figuraban un fraile de allá de
Suecia o Noruega, y una joven devota, alemana, si le era fiel la
memoria. De todas suertes, eran dos almas que se amaban en Jesús, a
través de gran distancia. No había en aquellas relaciones nada de
sentimentalismo falso, pseudo-religioso; eran afectos puros, nada
parecidos a los amores de un Lutero, ni siquiera de un Abelardo; era la
verdad severa, noble, inmaculada del amor místico; amor anafrodítico,
incapaz de mancharse con el lodo de la carne ni en sueños. «¿Por qué
recordaba ahora esta leyenda, piadosa y novelesca? ¿Qué tenía él que ver
con un monje romántico y fanático, místico y apasionado, de la
Edad-media... y sueco? Él era el Magistral de Vetusta, un cura del siglo
diecinueve, un _carca_, un obscurantista, un zángano de la colmena
social, como decía Foja el usurero...».
Y al pensar esto, mirándose al espejo, mientras se lavaba y peinaba, De
Pas sonreía con amargura mitigada por el dejo de optimismo que le
quedaba de sus reflexiones de poco antes.
Estaba desnudo de medio cuerpo arriba. El cuello robusto parecía más
fuerte ahora por la tensión a que le obligaba la violencia de la
postura, al inclinarse sobre el lavabo de mármol blanco. Los brazos
cubiertos de vello negro ensortijado, lo mismo que el pecho alto y
fuerte, parecían de un atleta. El Magistral miraba con tristeza sus
músculos de acero, de una fuerza inútil.
Era muy blanco y fino el cutis, que una emoción cualquiera teñía de
color de rosa. Por consejo de don Robustiano, el médico, De Pas hacía
gimnasia con pesos de muchas libras; era un Hércules. Un día de
revolución un patriota le había dado el ¡quién vive! en las afueras,
cerca de la noche. De Pas rompió el fusil de chispa en las espaldas del
aguerrido centinela, que le había querido coser a bayonetazos, porque no
se entregaba a discreción. Nadie supo aquella hazaña, ni el mismo don
Santos Barinaga que andaba a caza de las calumnias y verdades que
corrían contra _La Cruz Roja_, como él llamaba, colectivamente, al
Provisor y a su madre. En cuanto al miliciano, había callado, jurando
odio eterno al clero y a los fusiles de chispa. Era uno de los que al
murmurar del Magistral añadían:
--«¡Si yo hablara!».
Mientras estaba lavándose, desnudo de la cintura arriba, don Fermín se
acordaba de sus proezas en el juego de bolos, allá en la aldea, cuando
aprovechaba vacaciones del seminario para ser medio salvaje corriendo
por breñas y vericuetos; el mozo fuerte y velludo que tenía enfrente, en
el espejo, le parecía un _otro yo_ que se había perdido, que había
quedado en los montes, desnudo, cubierto de pelo como el rey de
Babilonia, pero libre, feliz.... Le asustaba tal espectáculo, le llevaba
muy lejos de sus pensamientos de ahora, y se apresuró a vestirse. En
cuanto se abrochó el alzacuello, el Magistral volvió a ser la imagen de
la mansedumbre cristiana, fuerte, pero espiritual, humilde: seguía
siendo esbelto, pero no formidable. Se parecía un poco a su querida
torre de la catedral, también robusta, también proporcionada, esbelta y
bizarra, mística; pero de piedra. Quedó satisfecho, con la conciencia
de su cuerpo fuerte, oculto bajo el manteo epiceno y la sotana flotante
y escultural.
Iba a salir. Teresina apareció en el umbral, seria, con la mirada en el
suelo, con la expresión de los santos de cromo.
--¿Qué hay?--Una joven pregunta si se puede ver al señorito.
--¿A mí?--don Fermín encogió los hombros--. ¿Quién es?
--Petra, la doncella de la señora Regenta.
Al decir esto los ojos de Teresina se fijaron sin miedo en los de su
amo.
--¿No dice a qué viene?
--No ha dicho nada más.--Pues que pase. Petra se presentó sola en el
despacho, vestida de negro, con el pelo de azafrán sobre la frente, sin
rizos ni ondas, con los ojos humillados, y con sonrisa dulce y candorosa
en los labios.
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