La Regenta - 06

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Mentalmente y como por máquina repetía estas tres voces, que para ella
habían perdido todo significado; las repetía como si fueran de un idioma
desconocido.
Después, saliendo de no sabía qué pozo negro su pensamiento, atendió a
lo que leía. Dejó el libro sobre el tocador y cruzó las manos sobre las
rodillas. Su abundante cabellera, de un castaño no muy obscuro, caía en
ondas sobre la espalda y llegaba hasta el asiento de la mecedora, por
delante le cubría el regazo; entre los dedos cruzados se habían enredado
algunos cabellos. Sintió un escalofrío y se sorprendió con los dientes
apretados hasta causarle un dolor sordo. Pasó una mano por la frente; se
tomó el pulso, y después se puso los dedos de ambas manos delante de los
ojos. Era aquella su manera de experimentar si se le iba o no la vista.
Quedó tranquila. No era nada. Lo mejor sería no pensar en ello.
«¡Confesión general!». Sí, esto había dado a entender aquel señor
sacerdote. Aquel libro no servía para tanto. Mejor era acostarse. El
examen de conciencia de sus pecados de la temporada lo tenía hecho desde
la víspera. El examen para aquella confesión general podía hacerlo
acostada. Entró en la alcoba. Era grande, de altos artesones, estucada.
La separaba del tocador un intercolumnio con elegantes colgaduras de
_satín_ granate. La Regenta dormía en una vulgarísima cama de matrimonio
dorada, con pabellón blanco. Sobre la alfombra, a los pies del lecho,
había una piel de tigre, auténtica. No había más imágenes santas que un
crucifijo de marfil colgado sobre la cabecera; inclinándose hacia el
lecho parecía mirar a través del tul del pabellón blanco.
Obdulia, a fuerza de indiscreción, había conseguido varias veces entrar
allí.
--«¡Qué mujer esta Anita!
»Era limpia, no se podía negar, limpia como el armiño; esto al fin era
un mérito... y una pulla para muchas damas vetustenses».
Pero añadía Obdulia:--«Fuera de la limpieza y del orden, nada que
revele a la mujer elegante. La piel de tigre, ¿tiene un _cachet_? Ps...
qué sé yo. Me parece un capricho caro y extravagante, poco femenino al
cabo. ¡La cama es un horror! Muy buena para la alcaldesa de Palomares.
¡Una cama de matrimonio! ¡Y qué cama! Una grosería. ¿Y lo demás? Nada.
Allí no hay sexo. Aparte del orden, parece el cuarto de un estudiante.
Ni un objeto de arte. Ni un mal _bibelot_; nada de lo que piden el
_confort_ y el buen gusto. La alcoba es la mujer como el estilo es el
hombre. Dime cómo duermes y te diré quién eres. ¿Y la devoción? Allí la
piedad está representada por un Cristo vulgar colocado de una manera
contraria a las _conveniencias_».
--«¡Lástima--concluía Obdulia, sin sentir lástima--, que un _bijou_ tan
precioso se guarde en tan miserable joyero!».
«¡Ah! debía confesar que el juego de cama era digno de una princesa.
¡Qué sabanas! ¡Qué almohadones! Ella había pasado la mano por todo
aquello, ¡qué suavidad! El satín de aquel cuerpecito de regalo no
sentiría asperezas en el roce de aquellas sábanas».
Obdulia admiraba sinceramente las formas y el cutis de Ana, y allá en el
fondo del corazón, le envidiaba la piel de tigre. En Vetusta no había
tigres; la viuda no podía exigir a sus amantes esta prueba de cariño.
Ella tenía a los pies de la cama la caza del león, ¡pero estampada en
tapiz miserable!
Ana corrió con mucho cuidado las colgaduras granate, como si alguien
pudiera verla desde el tocador. Dejó caer con negligencia su bata azul
con encajes crema, y apareció blanca toda, como se la figuraba don
Saturno poco antes de dormirse, pero mucho más hermosa que Bermúdez
podía representársela. Después de abandonar todas las prendas que no
habían de acompañarla en el lecho, quedó sobre la piel de tigre,
hundiendo los pies desnudos, pequeños y rollizos en la espesura de las
manchas pardas. Un brazo desnudo se apoyaba en la cabeza algo inclinada,
y el otro pendía a lo largo del cuerpo, siguiendo la curva graciosa de
la robusta cadera. Parecía una impúdica modelo olvidada de sí misma en
una postura académica impuesta por el artista. Jamás el Arcipreste, ni
confesor alguno había prohibido a la Regenta esta voluptuosidad de
distender a sus solas los entumecidos miembros y sentir el contacto del
aire fresco por todo el cuerpo a la hora de acostarse. Nunca había
creído ella que tal abandono fuese materia de confesión.
Abrió el lecho. Sin mover los pies, dejose caer de bruces sobre aquella
blandura suave con los brazos tendidos. Apoyaba la mejilla en la sábana
y tenía los ojos muy abiertos. La deleitaba aquel placer del tacto que
corría desde la cintura a las sienes.
--«¡Confesión general!»--estaba pensando--. Eso es la historia de toda
la vida. Una lágrima asomó a sus ojos, que eran garzos, y corrió hasta
mojar la sábana.
Se acordó de que no había conocido a su madre.
Tal vez de esta desgracia nacían sus mayores pecados.
«Ni madre ni hijos». Esta costumbre de acariciar la sábana con la
mejilla la había conservado desde la niñez.--Una mujer seca, delgada,
fría, ceremoniosa, la obligaba a acostarse todas las noches antes de
tener sueño. Apagaba la luz y se iba. Anita lloraba sobre la almohada,
después saltaba del lecho; pero no se atrevía a andar en la obscuridad y
pegada a la cama seguía llorando, tendida así, de bruces, como ahora,
acariciando con el rostro la sábana que mojaba con lágrimas también.
Aquella blandura de los colchones era todo lo _maternal_ con que ella
podía contar; no había más suavidad para la pobre niña. Entonces debía
de tener, según sus vagos recuerdos, cuatro años. Veintitrés habían
pasado, y aquel dolor aún la enternecía. Después, casi siempre, había
tenido grandes contrariedades en la vida, pero ya despreciaba su
memoria; una porción de necios se habían conjurado contra ella; todo
aquello le repugnaba recordarlo; pero su pena de niña, la injusticia de
acostarla sin sueño, sin cuentos, sin caricias, sin luz, la sublevaba
todavía y le inspiraba una dulcísima lástima de sí misma. Como aquel a
quien, antes de descansar en su lecho el tiempo que necesita, obligan a
levantarse, siente sensación extraña que podría llamarse nostalgia de
blandura y del calor de su sueño, así, con parecida sensación, había Ana
sentido toda su vida nostalgia del regazo de su madre. Nunca habían
oprimido su cabeza de niña contra un seno blando y caliente; y ella, la
chiquilla, buscaba algo parecido donde quiera. Recordaba vagamente un
perro negro de lanas, noble y hermoso; debía de ser un terranova.--¿Qué
habría sido de él?--. El perro se tendía al sol, con la cabeza entre
las patas, y ella se acostaba a su lado y apoyaba la mejilla sobre el
lomo rizado, ocultando casi todo el rostro en la lana suave y caliente.
En los prados se arrojaba de espaldas o de bruces sobre los montones de
yerba segada. Como nadie la consolaba al dormirse llorando, acababa por
buscar consuelo en sí misma, contándose cuentos llenos de luz y de
caricias. Era el caso que ella tenía una mamá que le daba todo lo que
quería, que la apretaba contra su pecho y que la dormía cantando cerca
de su oído:
Sábado, sábado, morena,
cayó el pajarillo en trena
con grillos y con cadenaaa....
Y esto otro:
Estaba la pájara pinta
a la sombra de un verde limón....
Estos cantares los oía en una plaza grande a las mujeres del pueblo que
arrullaban a sus hijuelos....
Y así se dormía ella también, figurándose que era la almohada el seno de
su madre soñada y que realmente oía aquellas canciones que sonaban
dentro de su cerebro. Poco a poco se había acostumbrado a esto, a no
tener más placeres puros y tiernos que los de su imaginación.
Pensando la Regenta en aquella niña que había sido ella, la admiraba y
le parecía que su vida se había partido en dos, una era la de aquel
angelillo que se le antojaba muerto. La niña que saltaba del lecho a
obscuras era más enérgica que esta Anita de ahora, tenía una fuerza
interior pasmosa para resistir sin humillarse las exigencias y las
injusticias de las personas frías, secas y caprichosas que la criaban.
--«¡Vaya una manera de hacer examen de conciencia!»--pensó doña Ana algo
avergonzada.
Salió descalza de la alcoba, cogió el devocionario que estaba sobre el
tocador y corrió a su lecho. Se acostó, acercó la luz y se puso a leer
con la cabeza hundida en las almohadas. _Si comió carne_, volvieron a
ver sus ojos cargados de sueño; pero pasó adelante. Una, dos, tres
hojas... leía sin saber qué. Por fin, se detuvo en un renglón que decía:
--«Los parajes por donde anduvo...».
Aquello lo entendió. Había estado, mientras pasaba hojas y hojas,
pensando, sin saber cómo, en don Álvaro Mesía, presidente del casino de
Vetusta y jefe del partido liberal dinástico; pero al leer: «Los parajes
por donde anduvo», su pensamiento volvió de repente a los tiempos
lejanos. Cuando era niña, pero ya confesaba, siempre que el libro de
examen decía «pase la memoria por los lugares que ha recorrido», se
acordaba sin querer de la barca de Trébol, de aquel gran pecado que
había cometido, sin saberlo ella, la noche que pasó dentro de la barca
con aquel Germán, su amigo.... ¡Infames! La Regenta sentía rubor y
cólera al recordar aquella calumnia. Dejó el libro sobre la mesilla de
noche--otro mueble vulgar que irritaba el buen gusto de Obdulia--apagó
la luz... y se encontró en la barca de Trébol, a medianoche, al lado de
Germán, un niño rubio de doce años, dos más que ella. Él la abrigaba
solícito con un saco de lona que habían encontrado en el fondo de la
barca. Ella le había rogado que se abrigara él también. Debajo del saco,
como si fuera una colcha, estaban los dos tendidos sobre el tablado de
la barca, cuyas bandas obscuras les impedían ver la campiña; sólo veían
allá arriba nubes que corrían delante de la cara de la luna.
--¿Tienes frío?--preguntaba Germán.
Y Ana respondía, con los ojos muy abiertos, fijos en la luna que corría,
detrás de las nubes:
--¡No!--¿Tienes miedo?--¡Ca!--Somos marido y mujer--decía él.
--¡Yo soy una mamá! Y oía debajo de su cabeza un rumor dulce que la
arrullaba como para adormecerla; era el rumor de la corriente.
Se habían contado muchos cuentos. Él había contado además su historia.
Tenía papá en Colondres y mamá también.
--¿Cómo era una mamá?
Germán lo explicaba como podía.
--¿Dan muchos besos las mamás?
--Sí.--¿Y cantan?--Sí, yo tengo una hermanita que le cantan. Yo ya soy
grande.
--¡Y yo soy una mamá! Después venía la historia de ella. Vivía en
Loreto, una aldea, algo lejos de la ría por aquel lado, pero tocando con
el mar por allá arriba, por el arenal. Vivía con una señora que se
llamaba aya y doña Camila. No la quería. Aquella señora aya tenía
criados y criadas y un señor que venía de noche y le daba besos a doña
Camila, que le pegaba y decía: «Delante de ella no, que es muy
maliciosa».
Le decían que tenía un papá que la quería mucho y era el que mandaba los
vestidos y el dinero y todo. Pero él no podía venir, porque estaba
matando moros. La castigaban mucho, pero no la pegaban; eran encierros,
ayunos y el castigo peor, el de acostarse temprano. Se escapaba por la
puerta del jardín y corría llorando hacia el mar; quería meterse en un
barco y navegar hasta la tierra de los moros y buscar a su papá. Algún
marinero la encontraba llorando y la acariciaba. Ella le proponía el
viaje, el marinero se reía, le decía que sí, la cogía en los brazos,
pero el pícaro la llevaba a casa del aya y la volvían al encierro. Una
tarde se había escapado por otro camino, pero no encontraba el mar.
Había pasado junto a un molino; un perro le había cerrado el paso al
atravesar el puente de la acequia, hecho con un tronco hueco de castaño;
Ana se había echado sobre el tronco porque se mareaba viendo el agua
blanca que ladraba debajo como el perro enfrente de ella. El perro había
pasado por encima de Anita; no había querido morderla. Ella entonces,
desde la otra orilla, le llamó y le dijo:
--Chito, toma, ahí tienes eso.
Era su merienda que llevaba en un bolsillo; un poco de pan con manteca
mojado en lágrimas.
Casi siempre comía el pan de la merienda salado por las lágrimas. Cuando
estaba sola lloraba de pena; pero delante del aya, de los criados y del
hombre, lloraba de rabia. Había encontrado después del molino un bosque
y lo había cruzado corriendo, cantando, y eso que tenía aún los ojos
llenos de llanto, pero cantaba de miedo. Al salir del bosque había visto
un prado de yerba muy verde y muy alta....
--¿Y allí estaba yo, verdad?--gritó Germán.
--Es verdad.--Y te dije si querías embarcarte en la barca de Trébol,
que el barquero había sido mi criado, y yo era de Colondres, que está al
otro lado de la ría.
--Es verdad. La Regenta recordaba todo esto como va escrito, incluso el
diálogo; pero creía que, en rigor, de lo que se acordaba no era de las
palabras mismas, sino de posterior recuerdo en que la niña había animado
y puesto en forma de novela los sucesos de aquella noche.
Después se habían dormido. Ya era de día cuando los despertó una voz que
gritaba desde la orilla de Colondres. Era el barquero que veía su barca
en un islote que dejaba el agua en medio de la ría al bajar la marea. El
barquero los riñó mucho. A ella la condujo a Loreto un hijo de aquel
hombre; pero en el camino los halló un criado del aya. Andaban
buscándola por todo el mundo. Creían que se había caído al mar. Doña
Camila estaba enferma del susto, en cama. El hombre que besaba al aya
cogió a Anita por un brazo y se lo apretó hasta arrancarle sangre. Pero
ella no lloró.
Le preguntaron dónde había pasado la noche y no quiso contestar por
temor de que castigaran a Germán si se sabía. La encerraron, no le
dieron de comer aquel día, pero no declaró nada. A la mañana siguiente
el aya hizo llamar al barquero de Trébol. Según aquel hombre, los niños
se habían concertado para pasar juntos una noche en la barca. ¿Quién lo
diría? Ana confesó al cabo que habían dormido juntos, pero que había
sido sin querer. Su propósito había sido hacerse dueños de la barca una
noche, aunque los riñeran en casa, pasar de orilla a orilla ellos solos,
tirando por la cuerda, y después volverse él a Colondres y ella a
Loreto. Pero el agua de la ría se había marchado, la barca tropezó en
el fondo con las piedras en mitad del pasaje y por más esfuerzos que
habían hecho no habían conseguido moverla. Y se habían acostado y se
habían dormido. De haber podido romper la cuerda que sujetaba la lancha
se hubieran ido a la tierra del moro, porque Germán sabía el camino por
el mar; ella hubiera buscado a su papá y él hubiera matado muchos moros;
pero la cuerda era muy fuerte. No pudieron romperla y se acostaron para
contarse cuentos de dormir.
Lo mismo había referido Germán al barquero, pero no se creyó la
historia.
¡Qué escándalo! doña Camila cogió a Anita por la garganta y por poco la
ahoga. Después dijo un refrán desvergonzado en que se insultaba a su
madre y a ella, según comprendió mucho más tarde, porque entonces no
entendía aquellas palabras.
Doña Camila culpaba al hombre que le daba besos, de las picardías de la
niña.
--Tú le has abierto los ojos con tus imprudencias.
Anita no entendía y el hombre, el señor del aya, reía a carcajadas.
Desde aquel día el hombre la miraba con llamaradas en los ojos, y
sonreía, y en cuanto salía de la habitación el aya le pedía besos a
ella, pero nunca quiso dárselos.
Vino un cura y se encerró con Ana en la alcoba de la niña y le preguntó
unas cosas que ella no sabía lo que eran. Más adelante meditando mucho,
acabó por entender algo de aquello. Se la quiso convencer de que había
cometido un gran pecado. La llevaron a la iglesia de la aldea y la
hicieron confesarse. No supo contestar al cura y este declaró al aya que
no servía la niña para el caso todavía, porque por ignorancia o por
malicia, ocultaba sus pecadillos. Los chicos de la calle la miraban
como el hombre que besaba a doña Camila; la cogían por un brazo y
querían llevársela no sabía a dónde. No volvió a salir sin el aya. A
Germán no había vuelto a verle.
--He escrito a tu papá diciéndole lo que tú eres. En cuanto cumplas los
once años, irás a un colegio de Recoletas.
Esta amenaza de doña Camila no pasó de amenaza, pero Ana no sentía salir
de Loreto, ir donde quiera.
Desde entonces la trataron como a un animal precoz. Sin enterarse bien
de lo que oía, había entendido que achacaban a culpas de su madre los
pecados que la atribuían a ella....
Al llegar a este punto de sus recuerdos la Regenta sintió que se
sofocaba, sus mejillas ardían. Encendió luz, apartó de sí la colcha
pesada y sus formas de Venus, algo flamenca, se revelaron exageradas
bajo la manta de finísima lana de colores ceñida al cuerpo. La colcha
quedó arrugada a los pies.
Aquellos recuerdos de la niñez huyeron, pero la cólera que despertaron,
a pesar de ser tan lejana, no se desvaneció con ellos.
--«¡Qué vida tan estúpida!»--pensó Ana, pasando a reflexiones de otro
género.
Aumentaba su mal humor con la conciencia de que estaba pasando un cuarto
de hora de rebelión. Creía vivir sacrificada a deberes que se había
impuesto; estos deberes algunas veces se los representaba como poética
misión que explicaba el por qué de la vida. Entonces pensaba:
--«La monotonía, la insulsez de esta existencia es aparente; mis días
están ocupados por grandes cosas; este sacrificio, esta lucha es más
grande que cualquier aventura del mundo».
En otros momentos, como ahora, tascaba el freno la pasión sojuzgada;
protestaba el egoísmo, la llamaba loca, romántica, necia y decía:--¡Qué
vida tan estúpida!
Esta conciencia de la rebelión la desesperaba; quería aplacarla y se
irritaba. Sentía cardos en el alma. En tales horas no quería a nadie, no
compadecía a nadie. En aquel instante deseaba oír música; no podía haber
voz más oportuna. Y sin saber cómo, sin querer se le apareció el Teatro
Real de Madrid y vio a don Álvaro Mesía, el presidente del Casino, ni
más ni menos, envuelto en una capa de embozos grana, cantando bajo los
balcones de Rosina:
_Ecco ridente il ciel..._ La respiración de la Regenta era fuerte,
frecuente; su nariz palpitaba ensanchándose, sus ojos tenían fulgores de
fiebre y estaban clavados en la pared, mirando la sombra sinuosa de su
cuerpo ceñido por la manta de colores.
Quiso pensar en aquello, en Lindoro, en el Barbero, para suavizar la
aspereza de espíritu que la mortificaba.
--¡Si yo tuviera un hijo!... ahora... aquí... besándole, cantándole....
Huyó la vaga imagen del rorro, y otra vez se presentó el esbelto don
Álvaro, pero de gabán blanco entallado, saludándola como saludaba el rey
Amadeo.
Mesía al saludar humillaba los ojos, cargados de amor, ante los de ella
imperiosos, imponentes.
Sintió flojedad en el espíritu. La sequedad y tirantez que la
mortificaban se fueron convirtiendo en tristeza y desconsuelo....
_Ya no era mala_, ya sentía como ella quería sentir; y la idea de su
sacrificio se le apareció de nuevo; pero grande ahora, sublime, como una
corriente de ternura capaz de anegar el mundo. La imagen de don Álvaro
también fue desvaneciéndose, cual un cuadro disolvente; ya no se veía
más que el gabán blanco y detrás, como una filtración de luz, iban
destacándose una bata escocesa a cuadros, un gorro verde de terciopelo y
oro, con borla, un bigote y una perilla blancos, unas cejas grises muy
espesas... y al fin sobre un fondo negro brilló entera la respetable y
familiar figura de su don Víctor Quintanar con un nimbo de luz en torno.
Aquel era el sujeto del sacrificio, como diría don Cayetano. Ana Ozores
depositó un casto beso en la frente del caballero.
Y sintió vehementes deseos de verle, de besarle en realidad como al
cuadro disolvente.
Mala hora, sin duda, era aquella. Pero la casualidad vino a favorecer el
anhelo de la casta esposa. Se tomó el pulso, se miró las manos; no veía
bien los dedos, el pulso latía con violencia, en los párpados le
estallaban estrellitas, como chispas de fuegos artificiales, sí, sí,
estaba mala, iba a darle el ataque; había que llamar; cogió el cordón de
la campanilla, llamó. Pasaron dos minutos. ¿No oían?... Nada. Volvió a
empuñar el cordón... llamó. Oyó pasos precipitados. Al mismo tiempo que
por una puerta de escape entraba Petra, su doncella, asustada, casi
desnuda, se abrió la colgadura granate y apareció el cuadro disolvente,
el hombre de la bata escocesa y el gorro verde, con una palmatoria en la
mano.
--¿Qué tienes, hija mía?--gritó don Víctor acercándose al lecho. «Era
el ataque, aunque no estaba segura de que viniese con todo el aparato
nervioso de costumbre; pero los síntomas los de siempre; no veía, le
estallaban chispas de brasero en los párpados y en el cerebro, se le
enfriaban las manos, y de pesadas no le parecían suyas...». Petra corrió
a la cocina sin esperar órdenes; ya sabía lo que se necesitaba, tila y
azahar.
Don Víctor se tranquilizó. «Estaba acostumbrado al ataque de su querida
esposa; padecía la infeliz, pero no era nada».
--No pienses en ello, que ya sabes que es lo mejor.
--Sí, tienes razón; acércate, háblame, siéntate aquí.
Don Víctor se sentó sobre la cama y _depositó_ un beso paternal en la
frente de su señora esposa. Ella le apretó la cabeza contra su pecho y
derramó algunas lágrimas. Notadas que fueron las cuales por don Víctor
exclamó este:
--¿Ves? ya lloras; buena señal. La tormenta de nervios se deshace en
agua; está conjurado el ataque, verás como no sigue.
En efecto, Ana comenzó a sentirse mejor. Hablaron. Ella manifestó una
ternura que él le agradeció en lo que valía. Volvió Petra con la tila.
Don Víctor observó que la muchacha no había reparado el desorden de su
traje, que no era traje, pues se componía de la camisa, un pañuelo de
lana, corto, echado sobre los hombros y una falda que, mal atada al
cuerpo, dejaba adivinar los encantos de la doncella, dado que fueran
encantos, que don Víctor no entraba en tales averiguaciones, por más que
sin querer aventuró, para sus adentros, la hipótesis de que las carnes
debían de ser muy blancas, toda vez que la chica era rubia
azafranada....
Con la tila y el azahar Anita acabó de serenarse. Respiró con fuerza;
sintió un bienestar que le llenó el alma de optimismo.
«¡Qué solícita era Petra! y su Víctor ¡qué bueno!».
«Y había sido hermoso, no cabía duda. Verdad era que sus cincuenta y
tantos años parecían sesenta; pero sesenta años de una robustez
envidiable; su bigote blanco, su perilla blanca, sus cejas grises le
daban venerable y hasta heroico aspecto de brigadier y aun de general.
No parecía un Regente de Audiencia jubilado, sino un ilustre caudillo en
situación de cuartel».
Petra, temblando de frío, con los brazos cruzados, unos blanquísimos
brazos bien torneados, se retiró discretamente, pero se quedó en la sala
contigua esperando órdenes.
Ana se empeñó en que Quintanar--casi siempre le llamaba así--bebiese
aquella poca tila que quedaba en la taza.
¡Pero si don Víctor no creía en los nervios! ¡Si estaba sereno! Muerto
de sueño, pero tranquilo.
«No importaba. Era un capricho. No lo conocía él, pero se había
asustado».
--Que no, hija mía; que te juro....
--Que sí, que sí... Don Víctor tomó tila y acto continuo bostezó
enérgicamente.
--¿Tienes frío?--¡Frío yo! Y pensó que dentro de tres horas, antes de
amanecer, saldría con gran sigilo por la puerta del parque--la huerta de
los Ozores--. Entonces sí que haría frío, sobre todo, cuando llegaran al
Montico, él y su querido Frígilis, su Pílades cinegético, como le
llamaba.
Iban de caza; una caza prohibida, a tales horas, por la Regenta. Anita
no dejó a Víctor tan pronto como él quisiera. Estaba muy habladora su
querida mujercita. Le recordó mil episodios de la vida conyugal siempre
tranquila y armoniosa.
--¿No quisieras tener un hijo, Víctor?--preguntó la esposa apoyando la
cabeza en el pecho del marido.
--¡Con mil amores!--contestó el ex-regente buscando en su corazón la
fibra del amor paternal. No la encontró; y para figurarse algo parecido
pensó en su reclamo de perdiz, escogidísimo regalo de Frígilis.
--«Si mi mujer supiera que sólo puedo disponer de dos horas y media de
descanso, me dejaría volver a la cama».
Pero la pobrecita lo ignoraba todo, debía ignorarlo. Más de media hora
tardó la Regenta en cansarse de aquella locuacidad nerviosa. ¡Qué de
proyectos! ¡qué de horizontes de color de rosa! Y siempre, siempre
juntos Víctor y ella.
--¿Verdad?--Sí, hijita mía, sí; pero debes descansar; te exaltas
hablando....
--Tienes razón; siento una fatiga dulce.... Voy a dormir.
Él se inclinó para besarle la frente, pero ella echándole los brazos al
cuello y hacia atrás la cabeza, recibió en los labios el beso. Don
Víctor se puso un poco encarnado; sintió hervir la sangre. Pero no se
atrevió. Además, antes de tres horas debía estar camino del Montico con
la escopeta al hombro. Si se quedaba con su mujer, adiós cacería.... Y
Frígilis era inexorable en esta materia. Todo lo perdonaba menos faltar
o llegar tarde a un madrugón por el estilo.
--«Sálvense los principios»--pensó el cazador.
--¡Buenas noches, tórtola mía!
Y se acordó de las que tenía en la pajarera.
Y después de _depositar_ otro beso, por propia iniciativa, en la frente
de Ana, salió de la alcoba con la palmatoria en la diestra mano; con la
izquierda levantó el cortinaje granate; volviose, saludó a su esposa con
una sonrisa, y con majestuoso paso, no obstante calzar bordadas
zapatillas, se restituyó a su habitación que estaba al otro extremo del
caserón de los Ozores.
Atravesó un gran salón que se llamaba el estrado; anduvo por pasillos
anchos y largos, llegó a una galería de cristales y allí vaciló un
momento. Volvió pies atrás, desanduvo todos los pasillos y discretamente
llamó a una puerta.
Petra se presentó en el mismo desorden de antes.
--¿Qué hay? ¿se ha puesto peor?
--No es eso, muchacha--contestó don Víctor.
«¡Qué desfachatez! Aquella joven ¿no consideraba que estaba casi
desnuda?».
--Es que... es que... por si Anselmo se duerme y no oye la señal de don
Tomás (Frígilis)... Como es tan bruto Anselmo.... Quiero que tú me llames
si oyes los tres ladridos... ya sabes... don Tomás....
--Sí, ya sé. Descuide usted, señor. En cuanto ladre don Tomás iré a
llamarle. ¿No hay más?--añadió la rubia azafranada, con ojos
provocativos.
--Nada más. Y acuéstate, que estás muy a la ligera y hace mucho frío.
Ella fingió un rubor que estaba muy lejos de su ánimo y volvió la
espalda no muy cubierta. Don Víctor levantó entonces los ojos y pudo
apreciar que eran, en efecto, encantos los que no velaba bien aquella
chica.
Se cerró la puerta del cuarto de Petra y don Víctor emprendió de nuevo
su majestuosa marcha por los pasillos.
Pero antes de entrar en su cuarto se dijo:
--«Ea; ya que estoy levantando voy a dar un vistazo a mi gente».
En un extremo de la galería de cristales había una puerta; la empujó
suavemente y entró en la casa-habitación de sus pájaros que dormían el
sueño de los justos.
Con la mano que llevaba libre hizo una pantalla para la luz de la
palmatoria, y de puntillas se acercó a la canariera. No había novedad.
Su visita inoportuna no fue notada más que por dos o tres canarios, que
movieron las alas estremeciéndose y ocultaron la cabeza entre la pluma.
Siguió adelante. Las tórtolas también dormían; allí hubo ciertos
murmullos de desaprobación, y don Víctor se alejó por no ser indiscreto.
Se acercó a la jaula «del tordo más filarmónico de la provincia, sin
vanidad». El tordo estaba enhiesto sobre un travesaño, _con los hombros
encogidos_; pero no dormía. Sus ojos se fijaron de un modo impertinente
en los de su amo y no quiso reconocerle. Toda la noche se hubiera estado
el animalejo mira que te mirarás, con aire de desafío, sin bajar la
mirada; «le conocía bien; era muy aragonés. ¡Y cómo se parecía a
Ripamilán!». Siguió adelante. Quiso ver la codorniz; pero la salvaje
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