La Regenta - 10

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--¡Aburren!¡Aburren! Explíquese usted, señorita. ¿Es que le parece poco
fina la sociedad de Vetusta?
Por el usted y la ironía comprendió Ana que doña Anuncia se había
disgustado.
--No es eso, tía; es que hay algunos... muy atrevidos.... No sé qué se
figuran. Ustedes no quieren que yo sea obscura, seria, huraña....
--Claro que no...--Pues que no sean ellos atrevidos. Si Obdulia les
consiente ciertas cosas... yo no quiero, yo no quiero.
--Ni yo quiero tampoco que tú te compares con Obdulia. Ella es... una
cualquier cosa, que no sé cómo la admiten en la tertulia; y por darse
tono, por decir que es íntima de la marquesa y de sus hijas, pasa por
todo. Tú eres de la clase.
--Es que no sólo Obdulia es la que tolera... lo que yo no quiero
tolerar. Las mismas Emma, Pilar y Lola consienten confianzas....
--¡No me toques a las hijas del marqués!--gritó la tía, poniéndose en
pie y dejando caer el Werther sobre la raída alfombra.
--«Soy una bestia, pensó; debí haber callado». Cada vez que faltaba a su
propósito de no contradecir a las tías, sentía una especie de
remordimiento, como el del artista que se equivoca.
Entró doña Águeda. Había oído la conversación desde el gabinete. Las dos
hermanas se miraron. Era llegada la ocasión de explicar lo del ten con
ten.
--Oye, Anita--dijo con voz meliflua la perfecta cocinera--; tú eres una
niña; y aunque nosotras poco sabemos del mundo, tenemos alguna
experiencia, por lo que se observa.
--Eso es; por lo que observamos en los demás.
--En el mundo en que has entrado, y al que perteneces de derecho, es
necesario... un ten con ten especial.
--Un ten con ten, eso.--Sobre todo en el trato con los hombres. Tú
habrás notado que en público los de la clase jamás faltan a la más
estricta y meticulosa... eso, decencia.
--Que es lo principal--dijo doña Anuncia, como quien recita el decálogo.
--Nunca habrás visto a Manolito, ni a Paquito, ni al baroncito, ni al
vizconde, ni a Mesía, que no es noble, pero anda con ellos, propasarse
en lo más mínimo.... Pero en el trato íntimo, el que no es más que de la
clase, ya es otra cosa.
--Otra cosa muy distinta--dijo doña Anuncia, comprendiendo que a ella,
por mayor en edad, le tocaba seguir explicando el ten con ten.
--Como todos somos parientes--continuó--de cerca o de lejos, nos
tratamos como tales; y ni porque se te acerquen mucho para hablarte, ni
porque hagan alusiones picarescas, y siempre llenas de gracia, a la
hermosura de tus hombros, a lo torneado de lo poco, poquísimo de
pantorrilla que te hayan visto al bajarte del coche; por nada de eso, ni
aun por algo más, con tal que no sea mucho, debes asustarte, ni
escandalizarte, ni darte por ofendida.
--De ninguna manera--apoyó doña Águeda.
--Lo contrario es dar a entender una malicia que no debes tener. Tu
inocencia te sirve para tolerar todo eso.
--Así hacen Pilar, Emma y Lola.
--Pero...--Pero, hija...--Pero, si lo que no es de esperar....
--De ninguna manera...--Alguno se propasase a mayores, lo que se llama
mayores, sobre todo, tomándolo en serio y obsequiándote (palabra de la
juventud de doña Anuncia), obsequiándote en regla, entonces no te fíes;
déjale decir, pero no te dejes tocar. Al que te proponga amores
formales, no le toleres pellizcos, ni nada que no sea inofensivo.
Escandalizarse es ridículo, es como no saber con qué se come alguna
cosa....
--Es una falta de educación entre la clase....
--Y tolerar demasiado es exponerse. Tú no te has de casar con ninguno de
ellos....
--Ni gana, tía--dijo Anita sin poder contenerse, pesándole en seguida de
haberlo dicho.
Doña Águeda sonrió.
--Eso de la gana te lo guardas para ti--exclamó doña Anuncia, puesta en
pie otra vez, y dejando caer el Werther al suelo.
--Eres muy orgullosa--añadió.
--Déjala; el que no se consuela....
--Tienes razón; están verdes. Pero lo que importa es que tú no olvides
lo que te digo. Es necesario que dejes antes de entrar en casa de la
marquesa ese aire displicente y ese tonillo seco, porque es una
impertinencia. Lo que está bien, muy bien, y ya ves como lo bueno se te
alaba, es que en público mantengas el severo continente que merece no
menos elogios del público que tu palmito y buen talle.
--Sí, hija mía--interrumpió doña Águeda--. Es necesario sacar partido
de los dones que el Señor ha prodigado en ti a manos llenas.
Ana se moría de vergüenza. Estos elogios eran el mayor martirio. Se
figuraba sacada a pública subasta. Doña Águeda y después su hermana
trataron con gran espacio el asunto de la cotización probable de aquella
hermosura que consideraban obra suya. Para doña Águeda la belleza de Ana
era uno de los mejores embutidos; estaba orgullosa de aquella cara, como
pudiera estarlo de una morcilla. Lo demás, lo que se refería a la
esbeltez, lo había hecho la raza, decía doña Anuncia, que se picaba de
esbelta, porque era delgada.
Al ventilar semejante negocio, el tipo de la trotaconventos de salón,
que sólo se diferencia de las otras en que no hace ruido, asomaba a la
figura de aquellas solteronas, como anuncio de vejez de bruja; la
chimenea arrojaba a la pared las sombras contrahechas de aquellas
señoritas, y los movimientos de la llama y los gestos de ellas producían
en la sombra un embrión de aquelarre.
Lo que eran los hombres, y especialmente los indianos, lo que no les
gustaba, la manera de marearlos, lo que había que conceder antes, lo que
no se había de tolerar después, todo esto se discutió por largo, siempre
concluyendo con la protesta de que era hija tanta sabiduría de la
observación en cabeza ajena.
--Por lo demás, ni tu tía Águeda ni yo manifestamos nunca afición al
matrimonio.
Así fue como se le explicó a la huérfana lo del ten con ten.
Aquella noche lloró en su lecho Ana como lloraba bajo el poder de doña
Camila. Pero había cenado muy bien. Al despertar sintió la deliciosa
pereza que era casi el único placer en aquella vida. Como entonces ya no
había motivo para no madrugar y el trabajo la reclamaba en aquella casa
desde muy temprano, procuraba despertar mucho antes de lo necesario para
gozar de aquellos sueños de la mañana, rebozada con el dulce calor de
las sábanas.
Uno a uno despreciaba todos los elogios que a su hermosura tributaban
los señoritos nobles y los abogadetes de Vetusta y cuantos la veían;
pero al despertar, como una neblina de incienso bien oliente envolvían
su voluptuoso amanecer del alma aquellas dulces alabanzas de tantos
labios condensadas en una sola, y con deleite saboreaba Ana aquel
perfume. Y como la historia ha de atreverse a decirlo todo, según manda
Tácito, sépase que Anita, casta por vigor del temperamento, encontraba
exquisito deleite en verificar la justicia de aquellas alabanzas. Era
verdad, era hermosa. Comprendía aquellos ardores que con miradas unos,
con palabras misteriosas otros, daban a entender todos los jóvenes de
Vetusta. Pero ¿el amor? ¿era aquello el amor? No, eso estaba en un
porvenir lejano todavía. Debía de ser demasiado grande, demasiado
hermoso para estar tan cerca de aquella miserable vida que la ahogaba,
entre las necedades y pequeñeces que la rodeaban. Acaso el amor no
vendría nunca; pero prefería perderlo a profanarlo. Toda su resignación
aparente era por dentro un pesimismo invencible: se había convencido de
que estaba condenada a vivir entre necios; creía en la fuerza superior
de la estupidez general; ella tenía razón contra todos, pero estaba
debajo, era la vencida. Además su miseria, su abandono, la preocupaban
más que todo; su pensamiento principal era librar a sus tías de aquella
carga, de aquella obra de caridad que cada día pregonaban más
solemnemente las viejas.
Quería emanciparse; pero ¿cómo? Ella no podía ganarse la vida
trabajando; antes la hubieran asesinado las Ozores; no había manera
decorosa de salir de allí a no ser el matrimonio o el convento.
Pero la devoción de Ana ya estaba calificada y condenada por la
autoridad competente. Las tías, que habían maliciado algo de aquel
misticismo pasajero, se habían burlado de él cruelmente. Además, la
falsa devoción de la niña venía complicada con el mayor y más ridículo
defecto que en Vetusta podía tener una señorita: la literatura. Era este
el único vicio grave que las tías habían descubierto en la joven y ya se
le había cortado de raíz.
Cuando doña Anuncia topó en la mesilla de noche de Ana con un cuaderno
de versos, un tintero y una pluma, manifestó igual asombro que si
hubiera visto un _rewólver_, una baraja o una botella de aguardiente.
Aquello era una cosa hombruna, un vicio de hombres vulgares, plebeyos.
Si hubiera fumado, no hubiera sido mayor la estupefacción de aquellas
solteronas. «¡Una Ozores literata!».
--«Por allí, por allí asomaba la oreja de la modista italiana que, en
efecto, debía de haber sido bailarina, como insinuaba doña Camila en su
célebre carta».
El cuaderno de versos se había presentado a los padres graves de la
aristocracia y del cabildo.
El marqués de Vegallana, a quien sus viajes daban fama de instruido,
declaró que los versos eran libres.
Doña Anuncia se volvía loca de ira.
--¿Con que indecentes, libres? ¡Quién lo dijera! La bailarina....
--No, Anuncita, no te alteres. Libres quiere decir blancos, que no
tienen consonantes; cosas que tú no entiendes. Por lo demás, los versos
no son malos. Pero más vale que no los escriba. No he conocido ninguna
literata que fuese mujer de bien.
Lo mismo opinó el barón tronado, que había vivido en Madrid mantenido
por una poetisa traductora de folletines.
El señor Ripamilán, canónigo, dijo que los versos eran regulares, acaso
buenos, pero de una escuela romántico-religiosa que a él le empalagaba.
--Son imitaciones de Lamartine en estilo pseudoclásico; no me gustan,
aunque demuestran gran habilidad en Anita. Además, las mujeres deben
ocuparse en más dulces tareas; las musas no escriben, inspiran.
La marquesa de Vegallana, que leía libros escandalosos con singular
deleite, condenó los versos por mojigatos. «Que no se le mezclase a ella
lo humano con lo divino. En la iglesia como en la iglesia, y en
literatura ancha Castilla». Además, no le gustaba la poesía; prefería
las novelas en que se pinta todo a lo vivo, y tal como pasa. «¡Si sabría
ella lo que era el mundo! En cuanto a la _sobrinita_, era indudable que
había que cortarle aquellos arranques de falsa piedad novelesca. Para
ser literata, además, se necesitaba mucho talento. Ella lo hubiera sido
a vivir en otra atmósfera. ¡Lo que habían visto aquellos ojos!». Y
recordaba unas _Aventuras de una cortesana_, que había ella proyectado
allá en sus verdores, ricos de experiencia.
Tan general y viva fue la protesta del _gran mundo_ de Vetusta contra
los conatos literarios de Ana, que ella misma se creyó en ridículo y
engañada por la vanidad.
A solas en su alcoba algunas noches en que la tristeza la atormentaba,
volvía a escribir versos, pero los rasgaba en seguida y arrojaba el
papel por el balcón para que sus tías no tropezasen con el cuerpo del
delito. La persecución en esta materia llegó a tal extremo, tales
disgustos le causó su afán de expresar por escrito sus ideas y sus
penas, que tuvo que renunciar en absoluto a la pluma; se juró a sí misma
no ser la «literata», aquel ente híbrido y abominable de que se hablaba
en Vetusta como de los monstruos asquerosos y horribles.
Las amiguitas, que habían sabido algo, y nunca tenían qué censurar en
Ana, aprovecharon este flaco para _ponerla en berlina_ delante de los
hombres, y a veces lo consiguieron. No se sabía quién--pero se creía que
Obdulia--había inventado un apodo para Ana. La llamaban sus amigas y los
jóvenes desairados _Jorge Sandio_.
Mucho tiempo después de haber abandonado toda pretensión de poetisa, aún
se hablaba delante de ella con maliciosa complacencia de las literatas.
Ana se turbaba, como si se tratase de algún crimen suyo que se hubiera
descubierto.
--En una mujer hermosa es imperdonable el vicio de escribir--decía el
baroncito, clavando los ojos en Ana y creyendo agradarla.
--¿Y quién se casa con una literata?--decía Vegallana sin mala
intención--. A mí no me gustaría que mi mujer tuviese más talento que
yo.
La marquesa se encogía de hombros. Creía firmemente que su marido era un
idiota. «¡A qué llamarán talento los maridos!»--pensaba satisfecha de lo
pasado.
--Yo no quiero que mi mujer se ponga los pantalones--añadía el afeminado
baroncito. Y la marquesa, vengando en él lo de su marido, decía:--Pues
hijo mío, serán ustedes un matrimonio _sans-culotte_.
Fuera de estas defensas relativas de la marquesa, era unánime la
opinión: la literata era un absurdo viviente.
--«Tenían razón en este punto aquellos necios, llegó a pensar Ana; no
escribiría más». Pero ella se vengaba de las burlas, despreciándolas y
desdeñando los obsequios de aquellos que su orgullo tenía por majaderos
aristocráticos. Admitía el culto que se tributaba a su hermosura, pero
como algunos hombres eminentes desvanecidos, uno por uno despreciaba a
los fieles que se prosternaban ante el ídolo. Para ella eran
incompatibles el amor y cualquiera de aquellos nobles audaces antes,
cobardes ya ante su desdén supremo. Era demasiado crédula en cuanto se
refería a las cosas vanas y repugnantes del mundo en que vivía; para
tales materias prefería las advertencias de doña Anuncia al propio
criterio. Al principio se le había figurado que ella, con un poco de
arte, hubiera podido conquistar a cualquiera de aquellos nobles ricos
que se divertían con todas y se casaban con la de mayor dote. Pero le
pareció una indignidad asquerosa semejante idea; ni una sola vez trató
de ensayar sus recursos y prefirió creer a su tía: aquellos aristócratas
interesados no eran maridos posibles. Se acostumbró a esta idea y miraba
a sus amigos y parientes como a los figurines de las sastrerías: en
efecto, los veía tan enclenques de espíritu que se le antojaban de papel
marquilla.
Los _pollos_ de la aristocracia acabaron por confesar que Ana era una
excepción; o calculaba más que sus mismas tías, o era una virtud
efectiva.
--«¡Qué diablo, alguna había de haber!». Los seductores de la clase
media que anhelaban siempre _meter la cabeza_ en la aristocracia,
declararon lo mismo: «Ana era invulnerable».
--Esperará algún príncipe ruso--decía Alvarito Mesía, que vivía entre
plebeyos y nobles. Alvarito no había dicho nunca a Anita: «buenos ojos
tienes». Eran dos orgullos paralelos.
Se fue a Madrid Mesía, a cepillar un poco el provincialismo. Dejaba ya
en Vetusta muchas víctimas de su buen talle y arte de enamorar, pero los
mayores estragos pensaba hacerlos a la vuelta.
La tarde en que Álvaro tomó la diligencia, Ana había salido a paseo con
sus tías por la carretera de Madrid. Encontraron el coche. Álvaro las
vio y saludó desde la berlina. Se encontraron los ojos de Ana y de
Mesía. Se miraron como si hasta aquel momento nunca se hubieran visto
bien.
--«Buenos ojos--pensó el Tenorio--no sabía yo a lo que saben, hasta
ahora».
Y continuó:--«Esa será una de las primeras».
Más de una hora fue viendo aquella nube de polvo que parecía de luz y en
medio los ojos de _la sobrina_.
La _sobrina_ también llevó a casa la imagen de don Álvaro entre ceja y
ceja.
Y pensaba:--«Ese era de los menos malos. Parecía más distinguido; y no
era pesado; tenía cierta dignidad... era comedido... frío con
elegancia... el menos tonto sin duda».
El pesimismo la hizo repetir muchos días seguidos:
--«Se ha ido el menos tonto».
Pero al mes ya no se acordaba de don Álvaro; ni don Álvaro de Ana en
cuanto llegó a Madrid.--«¡Oh! el convento, el convento; ese era su
recurso más natural y decoroso. El convento o el americano».
El confesor de Anita, Ripamilán, oyó la proposición de la joven como
quien oye llover.
--¡Ta, ta, ta, ta!--dijo en voz alta sin pensar que estaba en la
iglesia--. Hija mía, las esposas de Jesús no se hacen de tu maderita.
Haz feliz a un cristiano, que bien puedes, y déjate de vocaciones
improvisadas. La culpa la tiene el romanticismo con sus dramas
escandalosos de monjitas que se escapan en brazos de trovadores con
plumero y capitanes de forajidos. Has de saber, Anita mía, que yo tengo
para ti un novio, paisano mío. Vuélvete a casa, que allá iré yo y te
hablaré del asunto. Aquí sería una profanación.
El candidato de Ripamilán era un magistrado, natural de Zaragoza, joven
para oidor y algo maduro, aunque no mucho, para novio. Tenía entonces la
señorita doña Ana Ozores diez y nueve años y el señor don Víctor
Quintanar pasaba de los cuarenta. Pero estaba muy bien conservado. Ana
suplicó a don Cayetano que nada dijese a sus tías de aquella proporción,
hasta que ella tratase algún tiempo a Quintanar; porque si doña Anuncia
sabía algo, impondría al novio sin más examen.
--«Nada más justo; prefiero que estas cosas las resuelva el corazón;
Moratín, mi querido Moratín, nos lo enseña gallardamente en su comedia
inmortal: _El sí de las niñas_».
Se quedó en ello. ¡Quién hubiera dicho a doña Anuncia que aquel novio
soñado, que ya empezaba a tardar, pasaba todos los días cerca de ellas,
en el Espolón, el Paseo de invierno, o en la carretera de Madrid, orlada
de altos álamos que se juntaban a lo lejos! Ana había notado que todas
las tardes se encontraban con don Tomás Crespo, el íntimo de la casa, y
un caballero que se la comía con los ojos. Don Tomás era una de las
pocas personas a quien ella estimaba de veras, por ver en él prendas
morales raras en Vetusta, a saber: la tolerancia, la alegría expansiva,
y la despreocupación en materias supersticiosas.
El caballero las miraba de lejos, mientras don Tomás se detenía a
saludarlas. Aquel señor era Quintanar; el magistrado. Efectivamente, no
estaba mal conservado. Era muy pulcro de traje y de aspecto simpático.
«Era _un forastero_, palabra de sentido especial en Vetusta, para las
señoritas de Ozores, que no le habían visto aún en ninguna casa _de las
suyas_».
--Es un magistrado--les había dicho Crespo un día--; un aragonés muy
cabal, valiente, gran cazador, muy pundonoroso y gran aficionado de
comedias; representa como Carlos Latorre. Sobre todo en el teatro
antiguo es lo que hay que ver.
Esto era todo lo que las tías sabían del novio que se les preparaba a
escondidas.
Una tarde Crespo, enterado de que la niña ya sabía algo, sin
encomendarse a Dios ni al diablo, detuvo a las de Ozores en la carretera
de Castilla y les presentó al señor don Víctor Quintanar, magistrado.
Las acompañaron aquellos señores durante el paseo y hasta dejarlas en el
sombrío portal del caserón de Ozores. Doña Anuncia ofreció la casa a don
Víctor. Este pensaba que las tías conocían su honesta pretensión, y al
día siguiente, de levita y pantalón negros, visitó a las nobles damas.
Ana le trató con mucha amabilidad. Le pareció muy simpático.
La única persona con quien ella se atrevía a hablar algo de lo que le
pasaba por dentro era don Tomás Crespo, libre, decía él, de todas las
preocupaciones, inclusive la de no tenerlas, que era de las más tontas.
Ana observaba mucho. Se creía superior a los que la rodeaban, y pensaba
que debía de haber en otra parte una sociedad que viviese como ella
quisiera vivir y que tuviese sus mismas ideas. Pero entre tanto Vetusta
era su cárcel, la necia rutina, un mar de hielo que la tenía sujeta,
inmóvil. Sus tías, las jóvenes aristócratas, las beatas, todo aquello
era más fuerte que ella; no podía luchar, se rendía a discreción y se
reservaba el derecho a despreciar a su tirano, viviendo de sueños.
Pero Crespo era una excepción, un amigo verdadero, que entendía a medias
palabras lo que las tías, el barón, etc., etc., no hubieran entendido en
tomos como casas.
A don Tomás le llamaban _Frígilis_, porque si se le refería un desliz de
los que suelen castigar los pueblos con hipócritas aspavientos de
moralidad asustadiza, él se encogía de hombros, no por indiferencia,
sino por filosofía, y exclamaba sonriendo:
--¿Qué quieren ustedes? Somos _frígilis_; como decía el otro.
_Frígilis_ quería decir frágiles. Tal era la divisa de don Tomás: la
fragilidad humana.
Él mismo había sido frágil. Había creído demasiado en las leyes de la
adaptación al medio. Pero de esto ya se hablará en su día. Ocho años más
adelante brillaba en todo su esplendor su noble manía de perdonarlo
todo.
Era sagaz para buscar el bien en el fondo de las almas, y había
adivinado en Anita tesoros espirituales.
--Mire usted, don Víctor--le decía a su amigo--esa niña merece un rey, y
por lo menos un magistrado que pronto será Regente, como usted, v. gr.
Figúrese usted una mina de oro en un país donde nadie sabe explotar las
minas de oro; eso es Anita en mi querida Vetusta. En Vetusta lo mejor es
el arbolado.
--Deje usted la flora, don Tomás.
--Tiene usted razón, me pierdo.... Decía que Anita es una mujer de primer
orden. ¿Ve usted qué hermoso es su cuerpecito que le tiene a usted hecho
un caramelo? Pues cuando vea usted su alma, se derretirá como ese
caramelo puesto al sol. Debo advertir a usted que para mí un alma buena
no es más que un alma sana; la bondad nace de la salud.
--Es usted un poco materialista, pero yo no me enfado. Decía usted que
la niña....
--¡Soy cuerno! señor mío; y usted dispense. A mí no hay que ponerme
motes. Aborrezco los sistemas. Lo que digo es que sólo creo en la bondad
que da la naturaleza; a un árbol la salud ha de entrarle por las
raíces... pues es lo mismo, el alma....
Y seguía filosofando para venir a parar en que Anita era la mejor
muchacha de Vetusta.
Crespo, según él dijo, tomó un día por su cuenta a la joven para
recomendarle al señor Quintanar.
«Era el único novio digno de ella. Los cuarenta años y pico eran como
los de los árboles que duran siglos, una juventud, la primera juventud.
Más viejo es un perro de diez años que un cuervo de ciento, si es cierto
que los cuervos duran siglos».
Ana apreciaba en mucho los consejos de Frígilis. Admitió el trato de
Quintanar, pero a beneficio de inventario y con las demás condiciones
que había impuesto a don Cayetano; no sabrían nada las tías. Don Víctor
aceptó aquella manera de ser pretendiente.--Mire usted--decía
Frígilis--el secretillo es la salsa de estos negocios; la chica picará
más pronto... ya verá usted como pica....
Ana pasaba el tiempo sin sentir al lado de Quintanar.
«Tenía ideas puras, nobles, elevadas y hasta poéticas».
No se teñía las canas, era sencillo, aunque en el lenguaje algo
declamador y altisonante. Este vicio lo debía a los muchos versos de
Lope y Calderón que sabía de memoria; le costaba trabajo no hablar como
Sancho Ortiz o don Gutierre Alfonso.
Pero a solas se decía Anita:--«¿No es una temeridad casarse sin amor?
¿No decían que su vocación religiosa era falsa, que ella no servía para
esposa de Jesús porque no le amaba bastante? Pues si tampoco amaba a don
Víctor, tampoco debía casarse con él».
Consultado Ripamilán, contestó:
--«Que entre un magistrado, que no es Presidente de Sala siquiera, y el
Salvador del mundo, había mucha diferencia. ¿No confesaba Anita que le
agradaba don Víctor? Sí. Pues cada día le encontraría más gracia.
Mientras que en el convento, la que empieza sin amor acaba desesperada».
Don Cayetano, que sabía ponerse serio, llegado el caso, procuró
convencer a su amiguita de que su piedad, si era suficiente para una
mujer honrada en el mundo, no bastaba para los sacrificios del claustro.
--«Todo aquello de haber llorado de amor leyendo a San Agustín y a San
Juan de la Cruz no valía nada; había sido cosa de la edad crítica que
atravesaba entonces. En cuanto a Chateaubriand, no había que hacer caso
de él. Todo eso de hacerse monja sin vocación, estaba bien para el
teatro; pero en el mundo no había Manriques ni Tenorios, que escalasen
conventos, a Dios gracias. La verdadera piedad consistía en hacer feliz
a tan cumplido y enamorado caballero como el señor Quintanar, su paisano
y amigo».
Ana renunció poco a poco a la idea de ser monja. Su conciencia le
gritaba que no era aquél el sacrificio que ella podía hacer. El claustro
era probablemente lo mismo que Vetusta; no era con Jesús con quien iba a
vivir, sino con _hermanas_ más parecidas de fijo a sus tías que a San
Agustín y a Santa Teresa. Algo se supo en el círculo de la nobleza de
las «veleidades místicas» de Anita, y las que la habían llamado _Jorge
Sandio_ no se mordieron la lengua y criticaron con mayor crueldad el
nuevo antojo.
Se confesaba que era virtuosa, en cuanto no se le conocía ningún
_trapicheo_; pero esto era poco para creerse con vocación de santa.
«¿Por ventura las demás eran unas tales?».
--Es guapa, pero orgullosa--decía la baronesa tronada, que tenía a su
marido y a su hijo enamorados en vano de la sobrinita.
No fue Ana quien apresuró su resolución, como esperaba Frígilis; fueron
las tías que descubrieron un novio para la niña. El nuevo pretendiente
era el americano deseado y temido, don Frutos Redondo, procedente de
Matanzas con cargamento de millones. Venía dispuesto a edificar el mejor
_chalet_ de Vetusta, a tener los mejores coches de Vetusta, a ser
diputado por Vetusta y a casarse con la mujer más guapa de Vetusta. Vio
a Anita, le dijeron que aquella era la hermosura del pueblo y se sintió
herido de punta de amor. Se le advirtió que no le bastaban sus onzas
para conquistar aquella plaza. Entonces se enamoró mucho más. Se hizo
presentar en casa de las Ozores y pidió a doña Anuncia la mano de la
sobrina.
Después doña Anuncia se encerró en el comedor con doña Águeda, y
terminada la conferencia compareció Anita. Doña Anuncia se puso en pie
al lado de la chimenea pseudo-feudal: dejó caer sobre la alfombra _La
Etelvina_, novela que había encantado su juventud, y exclamó:
--Señorita... hija mía; ha llegado un momento que puede ser decisivo en
tu existencia. (Era el estilo de _La Etelvina._) Tu tía y yo hemos hecho
por ti todo género de sacrificios; ni nuestra miseria, a duras penas
disimulada delante del mundo, nos ha impedido rodearte de todas las
comodidades apetecibles. La caridad es inagotable, pero no lo son
nuestros recursos. Nosotras no te hemos recordado jamás lo que nos debes
(se lo recordaban al comer y al cenar todos los días), nosotras hemos
perdonado tu origen, es decir, el de tu desgraciada madre, todo, todo ha
sido aquí olvidado. Pues bien, todo esto lo pagarías tú con la más negra
ingratitud, con la ingratitud más criminal, si a la proposición que
vamos a hacerte contestaras con una negativa... incalificable.
--Incalificable--repitió doña Águeda--. Pero creo inútil todo este
sermón--añadió--porque la niña saltará de alegría en cuanto sepa de lo
que se trata.
--Eso quiero; saber en qué puedo yo servir a ustedes a quien tanto debo.
--Todo.--Sí, todo, querida tía.
--Como supongo--prosiguió doña Anuncia--que ya no te acordarás siquiera
de aquella locura del monjío....
--No señora...--En ese caso--interrumpió doña Águeda--como no querrás
quedarte sola en el mundo el día que nosotras faltemos....
--Ni tendrás ningún amorcillo oculto, que sería indecente....
--Y como nosotras no podemos más....
--Y como es tu deber aceptar la felicidad que se te ofrece....
--Te morirás de gusto cuando sepas que don Frutos Redondo, el más rico
del Espolón, ha pedido hoy mismo tu mano.
Ana, contra el expreso mandato de sus tías, no se murió de gusto. Calló;
no se atrevía a dar una negativa categórica.
Pero doña Anuncia no necesitó más para dar rienda suelta al basilisco
que llevaba dentro de sus entrañas. Su sombra en las sombras de la
pared, parecía ahora la de una bruja gigantesca; otras veces,
multiplicándose por los saltos de la llama y por los saltos y
contorsiones de la vieja, figuraba todo el infierno desencadenado; había
momentos en que la sombra de la señorita de Ozores tenía tres cabezas en
la pared y tres o cuatro en el techo, y se diría que de todas ellas
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