La Regenta - 49

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necesidad de decírselo, ni por señas, acudieron ambos a una cita.... Se
encontraron a poco en el salón de doña Petronila Rianzares donde habían
muchas señoras y tres clérigos. Allí se había reunido la flor y nata de
lo que llamaba _El Alerta_ «_el elemento levítico_» de la población.
Aquellas señoras de respetable aspecto las más, guapas y jóvenes
algunas, celebraban con alegría evangélica el natalicio de Nuestro Señor
Jesucristo como si el Hijo de María hubiese venido al mundo
exclusivamente para ellas y otras cuantas personas distinguidas. La
Natividad del Señor se les antojaba algo como una fiesta de familia.
Doña Petronila, con una manteleta de raso negro, antiquísima, mal
cortada, recibía a su _mundo devoto_ como si estuviese ella de
cumpleaños. Todo se volvía allí sonrisas, apretones de manos, elogios
mutuos, carcajadas sonoras, que reflejaban el interior contento de
aquellas almas en gracia de Dios. El Magistral fue recibido en triunfo.
¡Qué fino! ¡qué atento! Una hora después tenía que subir al púlpito, en
la catedral, a predicar un sermón de los de tabla, ¡y sin embargo acudía
antes a dar las Pascuas a su amiga doña Petronila! «¡Qué hombre! ¡qué
ángel! ¡qué pico de oro! ¡qué lumbrera!».
El descrédito de don Fermín no había llegado al círculo de doña
Petronila; allí nadie dudaba de la virtud del Provisor, nadie la
discutía. Si alguno de los presentes, fuera de aquel salón venerable, se
atrevía a calumniar a aquel santo, no se sabía, no se quería saber, pero
en casa del gran Constantino nadie osaría poner en tela de juicio la
santidad del Crisóstomo vetustense.
Por poco tiempo consiguieron verse solos Ana y don Fermín. Fue en el
gabinete de doña Petronila. Ella los encontró...; pero sonriéndoles y
saludando con la mano les dijo, desde la puerta:
--Nada, nada... venía por unos papeles.... Ya volveré...
Ana iba a llamarla: «no había secretos, ¿por qué se retiraba aquella
señora?...» esto quería decirle, pero un gesto del Magistral la contuvo.
--Déjela usted--dijo De Pas con un tono imperioso que a la Regenta
siempre le sonaba bien. Eso quería ella, que el Magistral mandase,
dispusiera de ella y de sus actos.
Ana volvió hacia De Pas, que estaba cerca del balcón y le sonrió como
poco antes en la catedral. Aquella sonrisa pedía perdón y bendecía.
Don Fermín estaba pálido, le temblaba la voz. Estaba más delgado que por
el verano. En esto pensaba Anita.
--¡Estoy tan cansado!--dijo él y suspiró con mucha tristeza.
Ana se sentó a su lado, al verle dejarse caer en una butaca.
--¡Estoy tan solo!--¿Cómo solo...? No entiendo.
--Mi madre me adora, ya lo sé... pero no es como yo; ella procura mi
bien por un camino... que yo no quiero seguir ya... usted sabe todo
esto, Ana.
--Pero... ¿por qué está usted solo? y... ¿los demás?
--Los demás... no son mi madre. No son nada mío. ¿Qué tiene usted, Ana?
¿se pone usted mala? ¿qué es esto? llamaré...
--No, no, de ningún modo.... Un escalofrío... un temblor... ya pasó...
esto no es nada.
--¿Tendrá usted un ataque?
--No... el ataque se presenta con otros síntomas... deje usted... deje
usted. Esto es frío... humedad... nada.... Callaron. De Pas vio que Ana
contenía el llanto que quería saltar a la cara.
--¿Qué sucede aquí? yo necesito saberlo todo, tengo derecho... creo que
tengo derecho....
Ana cayó de rodillas a los pies de su _hermano mayor_, y sollozando pudo
decir:
--Sí, todo, todo lo sabrá usted... pero aquí no, en la Iglesia....
Mañana... temprano....
--¡No, no, esta tarde!... El Magistral se puso de pie. Sin que lo viese
ella, que tenía escondida la cabeza entre las manos, levantó los brazos
y llevó los puños crispados a los ojos. Dio dos vueltas por el gabinete.
Volvió a paso largo al lado de la Regenta que seguía de rodillas,
sollozando y ahogando el llanto para que no sonase.
--Ahora, Ana, ahora es mejor... aquí... aún hay tiempo....
--Aquí no, no.... Ya es hora... va usted a llegar tarde....
--Pero ¿qué es esto... qué pasa? por caridad... señora... por compasión,
Ana... no ve usted que tiemblo como una vara verde.... Yo no soy un
juguete.... ¿Qué pasa... qué debo temer...? Ayer ese hombre estaba
borracho... él y otros pasaron delante de mi casa... a las tres de la
madrugada.... Orgaz le llamaba a gritos: «¡Álvaro! ¡Álvaro! aquí vive...
tu rival... eso decía, tu rival...» ¡la calumnia ha llegado hasta
ahí!...
Ana miró espantada al Provisor.... Parecía que no comprendía sus
palabras....
--Sí, señora, les pesa de nuestra amistad, y quieren separarnos, y así
podrán conseguirlo... echan lodo en medio... y se acabó...
Era la primera vez que el Magistral hablaba así. Jamás se habían
acordado en sus conversaciones de aquel peligro, de aquella calumnia; él
pensaba en ella, pero no convenía a sus planes decir a la Regenta: yo
soy hombre, tú eres mujer, el mundo juzga con la malicia.... Pero ahora,
sin poder contenerse, había dicho: _tu rival_, con fuerza... aunque
aquellas palabras pudiesen asustar a la Regenta.
«Sí, sí, él también era hombre, podía ser rival, ¿por qué no?». No se
conocía; se paseaba por el gabinete como una fiera en la jaula;
comprendía que en aquel momento diría todo lo que le sugiriese la pasión
exaltada, el amor propio herido.... Después le pesaría de haber
hablado... pero no importaba, ahora quería desahogar. «¡Ay! no era el
Fermín de antaño».
Ana se levantó, esperó a que el Magistral llegase en sus paseos al
extremo del gabinete y dijo:
--No me ha comprendido usted.... Yo soy la que está sola... usted es el
ingrato.... Su madre le querrá más que yo... pero no le debe tanto como
yo.... Yo he jurado a Dios morir por usted si hacía falta.... El mundo
entero le calumnia, le persigue... y yo aborrezco al mundo entero y me
arrojo a los pies de usted a contarle mis secretos más hondos.... No
sabía qué sacrificio podría hacer por usted.... Ahora ya lo sé... Usted
me lo ha descubierto.... Hablan de mi honra... ¡miserables! yo no
sospechaba que se pudiera hablar de eso... pero bueno, que hablen... yo
no quiero separarme del mártir que persiguen con calumnias como a
pedradas.... Quiero que las piedras que le hieran a usted me hieran a
mí... yo he de estar a sus pies hasta la muerte.... ¡Ya sé para qué
sirvo yo! ¡Ya sé para qué nací yo! Para esto.... Para estar a los pies
del mártir que matan a calumnias....
--¡Silencio! Silencio, Anita... que vuelve esa señora....
El Magistral, que ahora estaba rojo, y tenía los pómulos como brasas, se
acercó a la Regenta, le oprimió las manos y dijo ronco, estrangulado por
la pasión:
--¡Ana, Ana!... Sin falta esta tarde.... Y ahora a la catedral... junto
al altar de la Concepción... en frente del púlpito....
--Hasta la tarde; pero vaya usted tranquilo... casi todo lo que tenía
que decir... está dicho....
--¡Pero ese hombre!...--De ese hombre... nada. La voz de doña Petronila
se había oído cuando el Magistral avisó que llegaba. Hablaba desde lejos
la señora de Rianzares, que decía:
--Allá va, allá va el señor Magistral, está en mi gabinete solo,
repasando su sermón sin duda....
Y entró cuando Ana se volvía un poco para ocultar a su amigo la
confusión que él hubiera leído en el rostro de ella, a no haber tenido
que atender a doña Petronila que gritaba:
--Vamos, listo, listo... que le esperan... que creo que ha empezado la
misa....
El Magistral desapareció por la puerta de la alcoba, por donde había
entrado el ama de la casa.
Miró el gran Constantino a la Regenta y tomándole la cabeza con ambas
manos la besó con estrépito en la frente; y después dijo:
--¡Pero qué hermosísima está hoy esta rosa de Jericó!
--¡A la catedral, a la catedral!--gritaron los del salón.
Y llegaron Ana y el obispo-madre al trascoro al mismo tiempo que De Pas
subía con majestuoso paso al púlpito, donde Ripamilán cantara al
comenzar el día el Evangelio de San Lucas.
Buscaron sitio al pie del altar de la Concepción.
--Desde aquí se ve perfectamente--dijo doña Petronila.
E inclinándose hacia Ana, añadió en voz baja y melosa:
--¡Mírele usted, está hoy lo que se llama hermosísimo ese apóstol de los
gentiles! ¡Qué roquete! Parece de espuma.... En el nombre del Padre...,
del Hijo... y del Espíritu.... Santo...


--XXIV--

--Pero, ¿y si él se empeña en que vaya?
--Es muy débil... si insistimos, cederá.
--¿Y si no cede, si se obstina?
--Pero, ¿por qué?--Porque... es así. No sé quién se lo ha metido por la
cabeza, dice que le pongo en ridículo si no voy.... Y nos alude... habla
del que tiene la culpa de esto... dice que él no es amo de su casa, que
se la gobiernan desde fuera.... Y después, que la Marquesa está ya algo
fría con nosotros por causa de tantos desaires... ¡qué sé yo!
--Bien, pues si todavía se obstina... entonces... tendremos que ir a ese
baile dichoso. No hay que enfadarle. Al fin es quien es. Y el otro ¿anda
con él? ¿Tan amigotes siempre?
--Ya se sabe que a casa no le lleva....
--¿Y es de etiqueta el baile?--Creo... que sí...--¿Hay que ir
escotada?--Ps... no. Aquí la etiqueta es para los hombres. Ellas van
como quieren; algunas completamente _subidas_.
--Nosotros iremos... _subidos_ ¿eh?
--Sí, es claro.... ¿Cuándo toca la catedral? ¿pasado? pues pasado iré a
la capilla con el vestido que he de llevar al baile.
--¿Cómo puede ser eso?...
--Siendo... son cosas de mujer, señor curioso. El cuerpo se separa de la
falda... y como pienso ir obscura... puedo llevar el cuerpo a
confesar... y veremos el cuello al levantar la mantilla. Y quedaremos
satisfechos.
--Así lo espero. Don Fermín quedó satisfecho del vestido, aunque no de
que _fuéramos_ al baile. El vestido, según pudo entrever acercando los
ojos a la celosía del confesonario, era bastante subido, no dejaba ver
más que un ángulo del pecho en que apenas cabía la cruz de brillantes,
que Ana llevó también a la Iglesia para que se viera cómo hacía el
conjunto.
Y la Regenta fue al baile del Casino, porque como ella esperaba, don
Víctor se empeñó «en que se fuera, y se fue».
Aquel acto de energía, verdaderamente extraordinario, le hacía pensar al
ex-regente, mientras subían la escalera del caserón negruzco del Casino,
que él, don Víctor, hubiera sido un regular dictador. «Le faltaba un
teatro, pero no carácter. Que lo dijera su mujer, que mal de su grado
subía colgada de su brazo, hermosísima, casi contenta, pese a todos los
confesores del mundo. Ya no estábamos en el Paraguay: ¡A él jesuitas!».
Era lunes de Carnaval. El día anterior, el domingo se había discutido
con mucho calor en el Casino si la sociedad abriría o no abriría sus
salones aquel año. Era costumbre inveterada que aquel _círculo
aristocrático_ (como le llamaba el _Alerta_, a cuyos redactores no se
convidaba nunca, porque se empeñaban en asistir de _jaquet_) diese
baile, pero jamás de trajes, el lunes de Carnaval.
--¿Por qué no ha de ser este año como los demás?--preguntaba Ronzal, que
acababa de hacerse un frac en Madrid.
--Porque este año el Carnaval está muy desanimado por culpa de los
Misioneros, por eso--respondía Foja, a quien había metido en la Junta
directiva don Álvaro.
--La verdad es--dijo el presidente, Mesía--que nos exponemos a un
desaire. La mayor parte de las señoritas _comm'il faut_ están entregadas
en cuerpo y alma a los jesuitas, creo que muchas traen cilicios debajo
de la camisa.
--¡Qué horror!--exclamó don Víctor, que estaba presente, aunque no era
de la Junta. (Pero por no separarse de Mesía.)
--Sí, señor, cilicios--corroboró Foja--. Amigo, el Magistral no puede
tanto. No ha conseguido que sus hijas de confesión usen cilicios y otras
invenciones diabólicas.
--Porque tampoco se lo ha propuesto--contestó Ronzal.
Don Álvaro observó que Quintanar se ponía colorado. Le había sabido mal
la alusión de Foja. «Sí, aludía a su mujer al hablar del Magistral; con
él iba la pulla».
--Lo cierto es--continuó el ex-alcalde--que nos exponemos a un desaire,
como dice muy bien el presidente. La flor y nata de la _conservaduría_,
que son las que animan esto, no vendrá; las conozco bien: ahora se
divierten en jugar a las santas. Ahora son místicas... zurriagazo y
tente tieso, ¡ja, ja, ja!
--A mí se me ocurre una cosa--dijo Mesía--. Exploremos el terreno.
Hagamos que los socios que tienen relaciones con las familias
distinguidas se enteren de si las niñas vienen o no. Si ellas asisten,
las demás, las de reata, vendrán de fijo, _malgré_ todos los jesuitas y
padres descalzos del mundo.
--¡Magnífico! ¡Magnífico!
--Pues nada, a trabajar, a trabajar. Cada cual ofreció traer a quien
pudiera.
Don Víctor, a quien otra pulla de Foja había picado mucho, no pudo menos
de decir:
--Yo, señores... respondo de traer a mi mujer. Esa no baila pero hace
bulto.
--¡Oh, gran adquisición!--dijo un socio--; si doña Ana viene, será un
gran ejemplo, porque ella, hace tanto tiempo retirada... ¡oh! será un
gran ejemplo.
--Efectivamente. Que se corra que viene la Regenta y se llenará esto con
lo mejorcito.
--Señor Quintanar--dijo el ex-alcalde--se le declara a usted benemérito
del Casino... si consigue traer a su señora la Regenta.
--Pues sí señor ¡que vendrá!... En mi casa, señor Foja, una ligera
insinuación mía es un decreto sancionado....
Y don Víctor se fue a casa maldiciendo de la hora en que se le había
ocurrido asistir a la Junta.
«¿Por qué habría ofrecido él lo que no había de cumplir?».
«Sin embargo, la palabra era palabra».
Tiempo hacía que Quintanar no leía a Kempis, ni pensaba ya en el
infierno con horror. De su piedad pasajera sólo le quedaba la convicción
de que son necesarias las buenas obras además de la fe para salvarse, y
la costumbre de persignarse al levantarse, al salir de casa, al dormir,
etc., etc. Había vuelto a Calderón y Lope con más entusiasmo que nunca.
Se encerraba en su despacho o en su alcoba y recitaba grandes
_relaciones_ como él decía, de las más famosas comedias, casi siempre
con la espada en la mano. Así le había sorprendido su mujer, sin que él
lo supiera nunca, la noche de Noche buena. Verdad es que había cenado
fuerte el buen señor y se le había ocurrido celebrar a su modo el
Nacimiento de Jesús.
Pero si la propia religiosidad había volado, o se había escondido en
pliegues recónditos del alma, donde él no la encontraba, don Víctor
respetaba la piedad ajena.
«No obstante, se decía a sí mismo, animándose al ataque, mi mujer ya no
va para santa; respeto como antes su piedad, pero ya no me da miedo; ya
es una devota como otras muchas, va y viene, y no se detiene; la novena,
la misa, la cofradía, la visita al Santísimo... pero ya no tenemos
aquellas encerronas con que a mí me asustaba, como si tuviéramos un
para-rayos en casa. Ea, pues, me atrevo, se lo digo...».
Y se lo dijo. Se lo dijo cuando acababan de comer. Con gran sorpresa del
enérgico marido «que no quería que su casa fuese un nuevo Paraguay»
(alusión que no entendió Ana), la esposa no resistió tanto como él
esperaba; se rindió pronto. Pero él lo achacó a la propia energía.
«Comprende que yo no he de ceder y no se obstina».
Cuando Ana consultó con el Magistral en casa de doña Petronila, ya tenía
dado su consentimiento. Pero pensaba retirarlo si el canónigo decía _non
possumus_.
Todo se arregló, menos la conciencia de Ana que siguió intranquila.
«¿Por qué había dicho que sí después de una débil resistencia? ¿A qué
iba ella al baile? Por obedecer a su marido, es claro; pero ¿por qué
estaba segura de que meses antes no le hubiera obedecido y ahora sí?».
No lo sabía; no quería saberlo. No quería atormentarse más.
«El baile y ella ¿qué tenían que ver? ¿qué le importaba a ella, a la
_hermana_ de don Fermín el santo, el mártir, que bailasen o no las
muchachas insulsas de Vetusta en el salón estrecho y largo del Casino?
Nada, nada».
Así pensaba mientras se dejaba peinar por su doncella y con las propias
manos sujetaba la cruz de diamantes sobre el fondo blanco de aquel
ángulo de carne que el cuerpo subido del vestido obscuro dejaba ver.
Ronzal, de la comisión que recibía a las señoras, se apresuró, en cuanto
asomaron los de Quintanar en el vestíbulo, a ofrecer a la Regenta su
brazo. ¿Cuál? «el derecho, sin duda el derecho pensó». Grande fue su
pena al notar que Paco Vegallana ofrecía a Olvido Páez que entraba al
mismo tiempo, no el brazo derecho, sino el izquierdo. De todos modos
entró en el salón triunfante con su pareja... de un minuto. Tuvo tiempo
suficiente, sin embargo, para participar del triunfo de Ana. Las
conversaciones se suspendieron, las miradas se clavaron en la hija de la
italiana. Hubo un rumor de asombro:
--¡La Regenta!--¡La Regenta!--¡Quién lo diría!
--¡Pobre Magistral!--¡Y qué hermosa!--¡Pero qué sencilla!...
Esta exclamación fue de Obdulia.
--¡Qué sencilla, pero qué hermosa!...
--La virgen de la Silla...--La Venus del Nilo, como dice Trabuco.
Esto lo dijo Joaquín Orgaz. El círculo de la nobleza se abrió para
acoger en su seno a la _Hija pródiga de la Sociedad_, como acertó a
decir el barón de la Barcaza, que _in illo tempore_ había estado muy
enamorado de Anita, a pesar de la señora baronesa e hijas.
La marquesa de Vegallana, todavía de azul eléctrico, se levantó de su
silla de raso carmesí con respaldo de nogal, y abrazó sin que pareciera
mal, a su querida Anita.
--Hija, gracias a Dios, creía que era el desaire ciento uno.
La Marquesa también había puesto empeño en que Ana asistiera al baile y
a la cena, «que tendría la _élite_ en _petit comité_». Todos estos
galicismos los había importado Mesía.
--¡Pero qué divina, Ana, pero qué divina!--le decía a la Regenta cara a
cara, y con voz gangosa, la hija mayor del Barón, Rudesinda, que según
don Saturnino Bermúdez, era una _belleza ojival_. En efecto, parecía una
torrecilla gótica, aunque, por ciertas curvas del busto, sobre todo del
cuello, a la Marquesa se le antojaba «un caballo de ajedrez».
Por lo demás, a ella y a sus dos hermanas, las llamaban los plebeyos
«Las tres desgracias», y a su señor padre, barón de la Barcaza, el barón
de la _Deuda flotante_, aludiendo al título y a los muchos acreedores
del magnate.
Solía esta familia, digna de mejores rentas, pasar gran parte del año en
Madrid, y las _niñas_ (de veintiséis años la menor) cuando estaban en
público ante los vetustenses fingían disimular su desprecio de todo lo
que les rodeaba. Refugiábanse en el círculo aristocrático, donde
también entraban, por especial privilegio, Visitación y Obdulia,
pariente de nobles. Las señoritas de la clase media (y cuenta que en
Vetusta el gobernador civil y familia entraban en la aristocracia) se
vengaban de aquel desdén mal disimulado contándoles los huesos de la
pechuga a las del barón y a otras jóvenes aristócratas. Daba la
casualidad de que casi todas las niñas nobles de Vetusta eran flacas.
Ana se sentó al lado de la marquesa de Vegallana, única persona que le
era simpática entre todas las del corro. Entonces anunciaba la orquesta
un rigodón.
Y no fue vana su amenaza; a los dos minutos aquellos violines y violas,
clarinetes y flautas, a quienes acompañaba en su laboriosa gestación
armónica un plano de Erard, comenzaron a llenar el aire con sus acordes,
como se prometía decir en _El Lábaro_ del día siguiente Trifón Cármenes,
el cual había osado preguntar a la hija segunda del barón «si le
favorecía». Mal gesto puso Fabiolita, que así se llamaba, pero una seña
de su padre la obligó _a favorecer_ a Trifón, aunque se propuso no
contestarle, si él se atrevía a hablar, más que con monosílabos. El
barón de la Deuda Flotante creía en el poder de la prensa periódica,
pero su hija no. Enfrente de esta pareja se colocó resplandeciente
Ronzal, el gallardo Trabuco, diputado de la comisión y miembro de la
Junta directiva del Casino. La pechera que lucía Ronzal no podía ser más
brillante. Estaba él orgulloso de aquella pechera, de aquel frac
madrileño, de aquellas botas sin tacones que eran la última moda, lo más
_chic_, como ya empezaba a decirse en Vetusta. Pero no estaba tan
satisfecho de sus conocimientos y habilidad en el _arte de Terpsícore_
(otra frase que Trifón se proponía emplear.) Tenía a su lado Trabuco,
como pareja a Olvido Páez, que no le miraba siquiera. Pero él no
pensaba en esto, pensaba en que, según veía, tarde ya, le tocaba romper
la marcha; su _bis a bis_ era Trifón, y Trifón había empezado a ponerse
en movimiento. Trabuco sudaba antes de haber motivo para ello. A cada
momento se metía los dedos de la mano derecha entre el cuello de la
camisa y lo que él llamaba _mi pescuezo_ cuando «apostaba la cabeza» por
cualquier cosa. Aquel movimiento le parecía muy elegante y sobre todo
era muy socorrido. Mientras la de Páez daba a entender con su aire
melancólico y aburrido que su reino no era de este mundo, y que Ronzal
había hecho demasiado atreviéndose a invitarla a bailar, el diputado
ponía los cinco sentidos en no equivocarse, en no pisar el vestido ni
los pies a ninguna señorita y en imitar servilmente las idas y venidas y
las genuflexiones de Trifón. Mal poeta era Cármenes, pero el rigodón lo
conocía muy a fondo. Bien se lo envidiaba Ronzal. La de Páez y la del
barón al pasar cerca una de otra se sonreían discretamente, como
diciendo:--¡Vaya todo por Dios! o bien ¡qué par de cursis nos han
tocado en suerte! Pero Ronzal, como si cantaran; pensaba en la pechera,
en el cuello de la camisa, y en las colas de los vestidos. A su derecha
tenía Trabuco a Joaquín Orgaz que hablaba sin cesar con su pareja, una
americana muy rica y muy perezosa. Como el salón era estrecho y las
costumbres vetustenses un poco descuidadas, las parejas, mientras no les
tocaba moverse, se sentaban en la silla que tenían detrás de sí muy
cerca. Ronzal, que no podía sentarse, porque no tenía dónde, pensaba que
aquello era una corruptela, y era verdad. La de Páez y la del barón
apenas se tenían en pie; se dejaban caer sobre su silla respectiva, como
si cada figura del rigodón fuera un viaje alrededor del mundo.
Después del rigodón vino un wals. Ronzal se retiró a fumar un cigarro de
papel. Él no bailaba wals, no había podido aprender nunca. Todas las
puertas del salón estaban atestadas de socios... que no tenían frac. Un
frac en Vetusta suponía _cierta posición_. Muchos _pollos_ se figuraban
que semejante prenda exigía la fortuna de un Montecristo.
Y como el baile era de etiqueta, la más florida juventud se quedaba a la
puerta. Unos fingían desdeñar el ridículo placer de dar vueltas por allí
como una peonza... _para nada_. Otros hacían alardes de desidia, de
escepticismo, de cualquier cosa que fuera incompatible con el frac,
según ellos. Y algunos, más ingenuos, confesaban la penuria de su
presupuesto, maldecían de las exigencias sociales... y se reservaban
para «última hora». Porque a última hora bailaban, pese a Ronzal, los de
levita, los de _jaquet_ y hasta los de cazadora. «¡No faltaba más!».
Saturnino Bermúdez, que tenía frac, y clac y todo lo necesario, llegó un
poco tarde al salón. Se detuvo en una puerta... y... tembló. No podía
remediarlo.... La emoción de entrar en los salones en día solemne era
para él semejante a la de echarse al agua. Y en efecto, cualquier
observador hubiera dicho que aquel hombre creía estar en aquel umbral a
la orilla del Océano. Contestaba Saturno con sonrisas muy corteses a las
bromas de los envidiosos sin frac que le decían:
--¡Vamos, hombre, láncese usted... valor!
--Ya... ya... voy... no si... ya voy....
Y sujetó bien los guantes, y se arregló el lazo de la corbata, y se
aseguró de que el pañuelo estaba en su sitio, y... también pasó dos
dedos por la tirilla de la camisola. Por último... a la una, a las
dos... (a las dos se compuso el peinado con los dedos, sin recordar que
traía la cabeza como un recluta) y después de este ademán automático,
muy frecuente en los que van a arrojarse al baño de cabeza... después de
esto ¡al agua! Saturno entra en el salón, saludando a diestro y
siniestro, y aunque parece que su propósito es enterarse de quién está
allí, en el _fuero interno_ bien sabe él que lo que busca es un rincón
de un diván o una silla, que le sirva de puerto en aquella arriesgada
navegación por los mares del _gran mundo_. Pero poco a poco se
acostumbra al agua, es decir, al salón, y ya está allí muy tranquilo, y
baila y dice galanterías en unos párrafos tan largos y complicados, que
nadie se los agradece.
Ana al principio tenía sueño. Eran las doce. No pensaba más que en lo
que pasaba ante sus ojos. No quería reflexionar. Al entrar en el Casino
se había dicho: «¿Se acercará don Álvaro a saludarme?». Y había sentido
miedo y estuvo tentada a fingirse enferma para volver a casa. Pero
aquella idea pasó. Álvaro no acababa de parecer por allí. La Marquesa
hablaba como una cotorra. Anita contestaba con sonrisas.... De pronto
apareció Visitación la del Banco, que vestía un traje de organdí con
flores de trapo por arriba y por abajo. El escote era exagerado.
--Chica, vienes escandalosa--le dijo la Marquesa, mientras le mordía la
cara al besarla, para apagar así la risa.
Visita miró como pudo hacia donde había mirado doña Rufina, y contestó
sin turbarse:
--¡Bah, no me parece! Pero no sería extraño, porque ni tiempo he tenido
para mirarme al espejo.... ¡Aquellos demonios de hijos! ¡Su padre que no
tiene energía, que no sabe engañarlos!... no me los podía quitar de
encima.
¿Pero Ana, qué es esto? ¿tú aquí? pero feísima mía, ¿qué es esto? ¿qué
bula tenemos?...
Y al decir esto estaba ya la del Banco con los brazos abiertos frente a
la Regenta, y chocaban las rodillas de una dama con las de la otra.
La que estaba de pie inclinaba el cuerpo hacia atrás.
Media hora después, Visita, un poco escondida detrás del cortinaje de un
balcón, refería una historia a la Regenta, que la oía atenta, vuelta
hacia el rincón de su amiga.
El baile se animaba, la maledicencia y los recelos ridículos de la
etiqueta fría e irracional de nobles y plebeyos codeándose, dejaban el
puesto a otros vicios y pasiones. Ronzal ya no parecía a la de Páez un
_hombre tosco_, sino un hombre; las del barón se humanizaban, las niñas
de _la clase media_ olvidaban los huesos que enseñaba la nobleza, y
pensaban en la alegría ambiente, se entregaban al baile con furor
invencible, como ansiando beber en aquella atmósfera perfumada,
demasiado perfumada tal vez, el licor desconocido que pudiera saciar sus
vagos anhelos. Las cursis, si eran bonitas ya no parecían cursis; ya no
se pensaba en la _reina del baile_, en el _mejor traje_, en las joyas
más ricas; la juventud buscaba a la juventud, algo de amor volaba por
allí; ya había miradas de fuego, sonrisas perezosas que presentían
imposibles, celos dramáticos que daban al conjunto un tono de grandeza.
Las niñas más recatadas, y hasta las más parecidas a muñecas de resorte,
hacían pensar en la mujer que traían debajo de aquellos vestidos
vulgares y de aquella educación falsa y desabrida.
Ana, a las dos de la mañana se levantó de su silla por vez primera y
consintió en dar una vuelta por el salón, en un intermedio del baile.
Visita iba a su lado callada, pensativa, satisfecha de lo que acababa de
hacer. Había referido a la Regenta la historia de don Álvaro desde
principios del verano pasado hasta la fecha. La del Banco echaba fuego
por ojos y mejillas. Saboreaba el triunfo de su elocuencia. Ana
disimulaba mal la impresión viva y profunda que le causaron las palabras
de su amiga. «Don Álvaro había vencido la virtud de la _ministra_, había
sido su amante todo el verano en Palomares... y después se había burlado
de ella, no había querido seguirla a Madrid». Esta era en resumen la
historia. Y el final así, lo recordaba Ana palabra por palabra:
«Cuando Álvaro me lo contó todo, había dicho Visita, le pregunté, porque
ya sabes que nos tratamos con mucha confianza, pues bien, le pregunté:
«Pero, chico, ¿cómo diablos dejaste a esa mujer siendo tan hermosa,
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