La Regenta - 48

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nacido en el portal de Belén el Niño Jesús.... ¿Qué le importaba al
órgano? Y sin embargo, parecía que se volvía loco de alegría... que
perdía la cabeza y echaba por aquellos tubos cónicos, por aquellas
trompetas y cañones, chorros de notas que parecían lucecillas para
alumbrar las almas.
El templo estaba obscuro. De trecho en trecho, colgado de un clavo en
algún pilar, un quinqué de petróleo con reverbero, interrumpía las
tinieblas que volvían a dominar poco más adelante. No había más luz que
aquella esparcida por las naves, el trasaltar y el trascoro, y los
cirios del altar y las velas del coro que brillaban a lo lejos, en alto,
como estrellitas. Pero la música alegre botando de pilar en capilla, del
pavimento a la bóveda, parecía iluminar la catedral con rayos del alba.
Y no eran más que las doce. Empezaba la _misa del gallo_.
El órgano, con motivo de la alegría cristiana de aquella hora sublime,
recordaba todos los aires populares clásicos en la tierra vetustense y
los que el capricho del pueblo había puesto en moda aquellos últimos
años. A la Regenta le temblaba el alma con una emoción religiosa dulce,
risueña, en que rebosaba una caridad universal; amor a todos los hombres
y a todas las criaturas... a las aves, a los brutos, a las hierbas del
campo, a los gusanos de la tierra... a las ondas del mar, a los suspiros
del aire.... «La cosa era bien clara, la religión no podía ser más
sencilla, más evidente: Dios estaba en el cielo presidiendo y amando su
obra maravillosa, el Universo; el Hijo de Dios había nacido en la tierra
y por tal honor y divina prueba de cariño, el mundo entero se alegraba y
se ennoblecía; y no importaba que hubiesen pasado tantos siglos, el amor
no cuenta el tiempo; hoy era tan cierto como en tiempo de los Apóstoles,
que Dios había venido al mundo; el motivo para estar contentos todos los
seres, el mismo. Por consiguiente, el organista hacía muy bien en
declarar dignos del templo aquellos aires humildes, con que solía
alegrarse el pueblo y que cantaban las vetustenses en sus bailes
bulliciosos a cielo abierto. Aquel recuerdo de canciones efímeras, que
habían sido un poco de aire olvidado, le parecía a la Regenta una
delicada obra de caridad por parte del músico.... Recordar lo más
humilde, lo que menos vale, un poco de viento que pasó... y dignificar
las emociones profanas del amor, de la alegría juvenil, haciendo resonar
sus cantares en el templo, como ofrenda a los pies de Jesús... todo esto
era hermoso, según Ana; la religión que lo consentía, maternal,
cariñosa, artística».
«No había allí barreras, en aquel momento, entre el templo y el mundo;
la naturaleza entraba a borbotones por la puerta de la iglesia; en la
música del órgano había recuerdos del verano, de las romerías alegres
del campo, de los cánticos de los marineros a la orilla del mar; y había
olor a tomillo y a madreselva, y olor a la playa, y olor arisco del
monte, y dominándolos a todos olor místico, de poesía inefable... que
arrancaba lágrimas...». La vigilia exaltaba los nervios de la Regenta....
Su pensamiento al remontarse se extraviaba y al difundirse se
desvanecía.... Apoyó la cabeza contra la panza churrigueresca de un altar
de piedra, nuevo, que era el principal de la capilla en que estaba,
sumida en la sombra. Apenas pensaba ya, no hacía más que sentir.
La verja de bronce dorado, que separaba la capilla mayor del crucero, se
interrumpía en ambos extremos para dejar espacio a los púlpitos de
hierro, todos filigrana. Servían de atriles para la Epístola y el
Evangelio, sendas águilas doradas con las alas abiertas. Ana vio
aparecer en el púlpito de la izquierda del altar la figura de Glocester,
siempre torcida pero arrogante: la rica casulla de tela briscada
despedía rayos herida por la luz de los ciriales que acompañaban al
canónigo. El Arcediano, en cuanto calló el órgano, como quien quiere
interrumpir una broma con una nota seria, leyó la epístola de San Pablo
Apóstol a Tito, capítulo segundo, dándole una intención que no tenía.
Agradábale a Glocester tener ocupada por su cuenta la atención del
público, y leía despacio, señalando con fuerza las terminaciones en _us_
y en _i_ y en _is_: por el tono que se daba al leer no parecía sino que
la epístola de San Pablo era cosa del mismo Glocester, una
composicioncilla suya. El órgano, como si hubiera oído llover, en cuanto
terminó el presuntuoso Arcediano, soltó el trapo, abrió todos sus
agujeros, y volvió a regar la catedral con chorritos de canciones
alegres, el fuelle parecía soplar en una fragua de la que salían chispas
de música retozona; ahora tocaba como las gaitas del país, imitando el
modo tosco e incorrecto con que el gaitero jurado del Ayuntamiento
interpretaba el brindis de la _Traviata_ y el Miserere del _Trovador_.
Por último, y cuando ya Ripamilán asomaba la cabecita vivaracha sobre el
antepecho del otro púlpito para cantar el Evangelio, el organista la
emprendió con la _mandilona_:
Ahora sí que estarás contentón
mandilón,
mandilón,
mandilón.
Los carlistas y liberales que llenaban el crucero celebraron la gracia,
hubo cuchicheos, risas comprimidas y en esto vio la Regenta un signo de
paz universal. En aquel momento, pensaba ella, unidos todos ante el Dios
de todos, que nacía, las diferencias políticas eran nimiedades que se
olvidaban.
Ripamilán no pudo menos de sonreír, mientras colocaba, con gran
dificultad, el libro en que había de leer el Evangelio de San Lucas,
sobre las alas del águila de hierro.
El Arcediano, en la escalera del púlpito esperaba con los brazos
cruzados sobre la panza; cerca de él y haciendo guardia estaban dos
acólitos con los ciriales; uno era Celedonio.
«_¡Secuentia Sancti Evangelii secundum Lucaaam!_»... cantó Ripamilán,
muerto de sueño y aprovechándose del canto llano para bostezar en la
última nota.
«_¡In illo tempore!_»... continuó... En aquel tiempo se promulgó un
edicto mandando empadronar a todo el mundo. Fue cosa de César Augusto,
muy aficionado a la Estadística. «Este empadronamiento fue hecho por
Cirino, que después fue gobernador de la Siria». Ripamilán se dormía
sobre el recuerdo de Cirino, pero al llegar al empadronamiento de José
se animó el Arcipreste, figurándose a los santos esposos camino de
Bethlehem (o mejor Belén.) «Y sucedió que hallándose allí le llegó a
María la hora de su alumbramiento; y dio a luz a su Hijo primogénito y
envolviole en pañales y recostole en un pesebre». Ripamilán leía ahora
pausadamente, a ver si se enteraba el público. Cuando llegó a los
pastores que estaban en vela, cuidando sus rebaños, don Cayetano recordó
su grandísima afición a la égloga y se enterneció muy de veras.
Más enternecida estaba la Regenta, que seguía en su libro la sencilla y
sublime narración. «¡El Niño Dios! ¡El Niño Dios! Ella comprendía ahora
toda la grandeza de aquella Religión dulce y poética que comenzaba en
una cuna y acababa en una cruz. ¡Bendito Dios! ¡las dulzuras que le
pasaban por el alma, las mieles que gustaba su corazón, o algo que tenía
un poco más abajo, más hacia el medio de su cuerpo!... ¡Y aquel
Ripamilán allá arriba, aquel viejecillo que contaba lo del parto como si
acabara de asistir a él! También Ripamilán estaba hermoso a su manera».
En tanto el _público_ empezaba a impacientarse, se iba acabando la
formalidad, y en algunos rincones se oían risas que provocaba algún
chusco. En la nave del trasaltar, la más obscura, escondidos en la
sombra de los pilares y en las capillas, algunos señoritos se divertían
en echar a rodar sobre el juego de damas del pavimento de mármol
monedas de cobre, cuyo profano estrépito despertaba la codicia de la
gente menuda; bandos de pilletes que ya esperaban ojo avizor la
tradicional profanación, corrían tras las monedas, y al caer tantos
sobre una sola en racimo de carne y andrajos, excitaban la risa de los
fieles, mientras ellos se empujaban, pisaban y mordían disputándose el
ochavo miserable.
Pero llegaba la _ronda_ y el racimo de pillos se deshacía, cada cual
corría por su lado. La _ronda_ la presidía el señor Magistral, de
roquete y capa de coro; en las manos, cruzadas sobre el vientre, llevaba
el bonete; a derecha e izquierda, como dándole guardia caminaban con
paso solemne acólitos con sendas hachas de cera. La _ronda_ daba vueltas
por el trascoro, las naves y el trasaltar. Se vigilaba para evitar
abusos de mayor cuantía. La obscuridad del templo, los excesos de la
colación clásica, la falta de respeto que el pueblo creía tradicional en
la _misa del gallo_, hacían necesarias todas estas precauciones.
Había otra clase de profanaciones que no podía evitar la ronda.
Apiñábase el público en el crucero, oprimiéndose unos a otros contra la
verja del altar mayor, y la valla del centro, debajo de los púlpitos, y
quedaban en el resto de la catedral muy a sus anchas los pocos que
preferían la comodidad al calorcillo humano de aquel montón de carne
repleta. Como la religión es igual para todos, allí se mezclaban todas
las clases, edades y condiciones. Obdulia Fandiño, en pie, oía la misa
apoyando su devocionario en la espalda de Pedro, el cocinero de
Vegallana, y en la nuca sentía la viuda el aliento de Pepe Ronzal, que
no podía, ni tal vez quería, impedir que los de atrás empujasen. Para la
de Fandiño la religión era esto, apretarse, estrujarse sin distinción
de clases ni sexos en las grandes solemnidades con que la Iglesia
conmemora acontecimientos importantes de que ella, Obdulia, tenía muy
confusa idea. Visitación estaba también allí, más cerca de la capilla,
con la cabeza metida entre las rejas. Paco Vegallana, cerca de
Visitación, fingía resistir la fuerza anónima que le arrojaba, como un
oleaje, sobre su prima Edelmira. La joven, roja como una cereza, con los
ojos en un San José de su devocionario y el alma en los movimientos de
su primo, procuraba huir de la valla del centro contra la cual
amenazaban aplastarla aquellas olas humanas, que allí en lo obscuro
imitaban las del mar batiendo un peñasco, en la negrura de su sombra.
Todo el _elemento joven_ de que hablaba _El Lábaro_ en sus crónicas del
pequeñísimo _gran mundo_ de Vetusta, estaba allí, en el crucero de la
catedral, oyendo como entre sueños el órgano, dirigiendo la colación de
Noche-buena, viendo lucecillas, sintiendo entre temblores de la pereza
pinchazos de la carne. El sueño traía impíos disparates, ideas que eran
profanaciones, y se desechaban para atenerse a los pecados veniales con
que brindaba la realidad ambiente. Miradas y sonrisas, si la distancia
no consentía otra cosa, iban y venían enfilándose como podían en aquella
selva espesa de cabezas humanas. Se tosía mucho y no todas las toses
eran ingenuas. En aquella quietud soporífera, en aquella obscuridad de
pesadilla hubieran permanecido aquellos caballeritos y aquellas
señoritas hasta el amanecer, de buen grado. Obdulia pensaba, aunque es
claro que no lo decía sino en el seno de la mayor confianza, pensaba,
que el _hacer el oso_, que era a lo que llamaba _timarse_ Joaquín Orgaz,
si siempre era agradable, lo era mucho más en la iglesia, porque allí
tenía un _cachet_. Y para la viuda las cosas con _cachet_ eran las
mejores.
«En la inmoralidad que acusaba aquella aglomeración de malos
cristianos», estaba pensando precisamente don Pompeyo Guimarán, que, mal
curado de una fiebre, había consentido en cenar con don Álvaro, Orgaz,
Foja y demás trasnochadores en el Casino y había venido con ellos a la
misa del gallo.
«¡Sí, le remordía la conciencia, en medio de su embriaguez!, pero el
hecho era que estaba allí. Habían empezado por emborracharle con un
licor dulce que ahora le estaba dando náuseas, un licor que le había
convertido el estómago en algo así como una perfumería... ¡puf! ¡qué
asco!; después le habían hecho comer más de la cuenta y beber,
últimamente, de todo. Y cuando él se preparaba a volverse a su casa, si
alguno de aquellos señores tenía la bondad de acompañarle ¡oh colmo de
las bromas pesadas y ofensivas! habían dado con él en medio de la
catedral, donde no había puesto los pies hacía muchos años. Había
protestado, había querido marcharse, pero no le dejaron, y él tampoco se
atrevía a buscar solo su casa; y en la calle hacía frío».
--Señores--dijo en voz baja a don Álvaro y a Orgaz--conste que protesto,
y que obedezco a fuerza mayor, a la fuerza de la borrachera de ustedes,
al permanecer en semejante sitio.
--¡Bien, hombre, bien!--Conste que esto no es una abdicación....
--No... qué ha de ser... abdicación....
--Ni una profanación. Yo respeto todas las religiones, aunque no profeso
ninguna.... ¿Qué dirá el mundo si sabe que yo vengo aquí... con una
compañía de borrachos matriculados? Reconozco en el _Palomo_ el derecho
de arrojarme del templo a latigazos o a patadas....
--Ya lo sabemos, hombre...--pudo balbucear Foja--.
En resumen: don Pompeyo reconoce que él aquí representa lo mismo... que
los perros en misa.
--Comparación exacta... eso, yo aquí lo mismo que un perro.... Y además
esto repugna.... Oigan ustedes a ese organista, borracho como ustedes
probablemente: convierte el templo del Señor, llamémoslo así, en un
baile de candil... en una orgía.... Señores, ¿en qué quedamos, es que ha
nacido Cristo o es que ha resucitado el dios Pan?
--¡Y Pun, Pin, Pun!... yo soy el general.... Bum Bum.
Esto lo cantó bajito Joaquín Orgaz, tocando el tambor en la cabeza de
Guimarán. Y acto continuo el mediquillo salió de la capilla obscura
donde se representaba tal escena, y se fue a buscar una aguja en un
pajar, como él dijo, esto es, a buscar a Obdulia entre la multitud. Y la
encontró, emparedada entre el formidable Ronzal y el cocinero de Paco.
Joaquín dio media vuelta y se volvió al lado de don Pompeyo.
La capilla desde la que oía misa la Regenta estaba separada sólo por una
verja alta de la en que se habían escondido los trasnochadores del
Casino. Ana oyó la voz de Orgaz que disuadía al ateo de su propósito de
abandonar el templo. Pero de una capilla a otra no se distinguían las
personas, sólo se veían bultos.
Cuando pasó la ronda fue otra cosa; las hachas de los acólitos dejaron a
Anita ver a una claridad temblona y amarillenta la figura arrogante del
Magistral al mismo tiempo que la esbelta y graciosa de don Álvaro, que
con los ojos medio cerrados, semi-dormido, con la cabeza inclinada, y
cogido a la verja que separaba las capillas, parecía atender a los
oficios divinos con el recogimiento propio de un sincero cristiano.
El Magistral también pudo ver a la Regenta y a don Álvaro, casi juntos,
aunque mediaba entre ellos la verja. Le tembló el bonete en las manos;
necesitó gran esfuerzo para continuar aquella procesión que en aquel
instante le pareció ridícula.
Mesía no vio ni al Magistral ni a la Regenta, ni a nadie. Estaba medio
dormido en pie. Estaba borracho, pero en la embriaguez no era nunca
escandaloso. Nadie sospechaba su estado.
Ana siguió viendo a don Álvaro aun después que la ronda se alejó con sus
luces soñolientas. Siguió viéndole en su cerebro; y se le antojó vestido
de rojo, con un traje muy ajustado y muy airoso. No sabía si era aquello
un traje de Mefistófeles de ópera o el de cazador elegante, pero estaba
el enemigo muy hermoso, muy hermoso.... «Y estaba allí cerca, detrás de
aquella reja, ¡si daba tres pasos podía tocarla a ella!». El órgano se
despedía de los fieles con las mayores locuras del repertorio; un aire
que Ana había oído por primera vez al lado de Mesía, en la romería de
San Blas, aquel mismo año.... Cerró los ojos, que se le habían llenado de
lágrimas.... «¡Por dónde la tomaba ahora la tentación! Se hacía
sentimental, tierna, evocaba recuerdos, la autoridad de los recuerdos,
que era siempre cosa sagrada, dulce, entrañable.... ¿Qué había pasado en
aquella romería de San Blas? Nada, y sin embargo, ahora recordando
aquella tarde, por culpa del organista, Ana veía a don Álvaro a su lado,
muerto de amor, mudo de respeto, y a sí misma se veía, contenta en lo
más hondo del alma... ¡ay sí, ay sí!... en unas honduras del alma, o del
cuerpo, o del infierno... a que no llegaban las suaves pláticas del
misticismo y fraternidad de que seguía gozando en compañía de aquel
señor canónigo que acababa de pasar por allí, con las manos cruzadas
sobre el vientre, rodeado de monaguillos».
Cuando Ana procuró sacudir, moviendo la cabeza, aquellas imágenes
importunas y pecaminosas, el templo iba quedándose vacío. Tuvo ella frío
y casi casi miedo a la sombra de un confesonario en que se apoyaba. Se
levantó y salió de la catedral, que empezaba a dormirse.
El órgano se había callado como un borracho que duerme después de
alborotar el mundo. Las luces se apagaban....
En el pórtico encontró Ana al Magistral.
Don Fermín estaba pálido; lo vio ella a la luz de una cerilla que
encendieron por allí. Cuando volvió la obscuridad, De Pas se acercó a la
Regenta y con una voz dulce en que había quejas le preguntó:
--¿Se ha divertido usted en misa?
--¡Divertirme en misa!--Quiero decir... si le ha gustado... lo que
tocan... lo que cantan....
Notó Ana que su confesor no sabía lo que decía.
En aquel momento salían del pórtico; en la calle había algunos grupos de
rezagados. Había que separarse.
--¡Buenas noches, buenas noches!--dijo el Magistral con tono de mal
humor, casi con ira.
Y embozándose sin decir más, tomó a paso largo el camino de su casa.
Ana sintió deseos de seguirle: ella no sabía por qué pero le tenía
enfadado: ¿qué había hecho ella? Pensar, pensar en el enemigo, gozar con
recuerdos vitandos... pero... de todo eso ¿cómo podía tener don Fermín
noticia?... ¡Y se había marchado así! Una profunda lástima y una
gratitud que parecía amor invadieron el ánimo de Ana en aquel
instante.... «¡Oh! ¿por qué ella no podía ahora ir con aquel hombre,
llamarle, consolarle... probarle que era la de siempre, que ella no le
volvía la espalda como tantas otras?...». «Sí, sí, le volvían la espalda
a él, el santo, el hombre de genio, el mártir de la piedad... le volvían
la espalda las que antes se le disputaban, y todo ¿por qué? por viles
calumnias. Ella no, ella creía en él... le seguiría ciega al fin del
mundo; sabía que entre él y Santa Teresa la habían salvado del
infierno...». Pero no se podía correr detrás de él para consolarle, para
decirle todo esto. «¡Qué hubiera pensado, sin ir más lejos, Petra la
doncella que estaba allí, a su lado, silenciosa, sonriente, cada día más
antipática, y más servicial... y más insufrible!».
Petra, mientras hablaron el Magistral y Ana, se había separado
discretamente dos pasos. Al ver al Provisor escapar y embozarse con
tanto garbo, pensó la criada:
«Están de monos» y sonrió.
La Regenta tomó el camino de la Plaza Nueva. Iba andando medio dormida;
estaba como embriagada de sueño y música y fantasía.... Sin saber cómo se
encontró en el portal de su casa pensando en el Niño Jesús, en su cuna,
en el portal de Belén. Ella se figuraba la escena como la representaba
un _nacimiento_ que había visto aquella noche a primera hora.
Cuando se quedó sola en su tocador, se puso a despeinarse frente al
espejo; suelto el cabello, cayó sobre la espalda.
«Era verdad, ella se parecía a la Virgen: a la Virgen de la Silla...
pero le faltaba el niño»; y cruzada de brazos se estuvo contemplando
algunos segundos.
A veces tenía miedo de volverse loca. La piedad huía de repente, y la
dominaba una pereza invencible de buscar el remedio para aquella
sequedad del alma en la oración o en las lecturas piadosas. Ya meditaba
pocas veces. Si se paraba a evocar pensamientos religiosos, a contemplar
abstracciones sagradas, en vez de Dios se le presentaba Mesía.
«Creía que había muerto aquella Ana que iba y venía de la desesperación
a la esperanza, de la rebeldía a la resignación, y no había tal; estaba
allí, dentro de ella; sojuzgada, sí, perseguida, arrinconada, pero no
muerta. Como San Juan Degollado daba voces desde la cisterna en que
Herodías le guardaba, la Regenta rebelde, la pecadora de pensamiento,
gritaba desde el fondo de las entrañas, y sus gritos se oían por todo el
cerebro. Aquella Ana prohibida era una especie de tenia que se comía
todos los buenos propósitos de Ana la devota, la _hermana_ humilde y
cariñosa del Magistral.
»¡El Niño Jesús! ¡Qué dulce emoción despertaba aquella imagen! ¿Pero por
qué había servido el evocarla para dar tormento al cerebro? La necesidad
del amor maternal se despertaba en aquella hora de vigilia con una
vaguedad tierna, anhelante».
Ana se vio en su tocador en una soledad que la asustaba y daba frío....
¡Un hijo, un hijo hubiera puesto fin a tanta angustia, en todas aquellas
luchas de su espíritu ocioso, que buscaba fuera del centro natural de la
vida, fuera del hogar, pábulo para el afán de amor, objeto para la sed
de sacrificios!...
Sin saber lo que hacía, Ana salió de sus habitaciones, atravesó el
estrado, a obscuras, como solía, dejó atrás un pasillo, el comedor, la
galería... y sin ruido, llegó a la puerta de la alcoba de Quintanar. No
estaba bien cerrada aquella puerta y por un intersticio vio Ana
claridad. No dormía su marido. Se oía un rum rum de palabras.
«¿Con quién habla ese hombre?». Acercó la Regenta el rostro a la raya de
luz y vio a don Víctor sentado en su lecho; de medio cuerpo abajo le
cubría la ropa de la cama, y la parte del torso que quedaba fuera
abrigábala una chaqueta de franela roja; no usaba gorro de dormir don
Víctor por una superstición respetable; él incapaz de sospechar de su
Ana la falta más leve, huía de los gorros de noche por una preocupación
literaria. Decía que el gorro de dormir era una punta que atraía los
atributos de la infidelidad conyugal. Pero aquella noche había tenido
frío, y a falta de gorro de algodón o de hilo, se había cubierto con el
que usaba de día, aquel gorro verde con larga borla de oro. Ana vio y
oyó que en aquel traje grotesco Quintanar leía en voz alta, a la luz de
un candelabro elástico clavado en la pared.
Pero hacía más que leer, declamaba; y, con cierto miedo de que su marido
se hubiera vuelto loco, pudo ver la Regenta que don Víctor,
entusiasmado, levantaba un brazo cuya mano oprimía temblorosa el puño de
una espada muy larga, de soberbios gavilanes retorcidos. Y don Víctor
leía con énfasis y esgrimía el acero brillante, como si estuviera
armando caballero al espíritu familiar de las comedias de capa y espada.
Admitida la situación en que se creía Quintanar, era muy noble y
verosímil acción la de azotar el aire con el limpio acero. Se trataba de
defender en hermosos versos del siglo diez y siete a una señora que un
su hermano quería descubrir y matar, y don Víctor juraba en quintillas
que antes le harían a él tajadas que consentir, siendo como era
caballero, atrocidad semejante.
Pero como la Regenta no estaba en antecedentes sintió el alma en los
pies al considerar que aquel hombre con gorro y chaqueta de franela que
repartía mandobles desde la cama a la una de la noche, era su marido,
la única persona de este mundo que tenía derecho a las caricias de ella,
a su amor, a procurarla aquellas delicias que ella suponía en la
maternidad, que tanto echaba de menos ahora, con motivo del portal de
Belén y otros recuerdos análogos.
Iba la Regenta al cuarto de su marido con ánimo de conversar, si estaba
despierto, de hablarle de la misa del gallo, sentada a su lado, sobre el
lecho. Quería la infeliz desechar las ideas que la volvían loca,
aquellas emociones contradictorias de la piedad exaltada, y de la carne
rebelde y desabrida; quería palabras dulces, intimidad cordial, el calor
de la familia... algo más, aunque la avergonzaba vagamente el quererlo,
quería... no sabía qué... a que tenía derecho... y encontraba a su
marido declamando de medio cuerpo arriba, como muñeco de resortes que
salta en una caja de sorpresa.... La ola de la indignación subió al
rostro de la Regenta y lo cubrió de llamas rojas. Dio un paso atrás
Anita, decidiendo no entrar en el teatro de su marido... pero su falda
meneó algo en el suelo, porque don Víctor gritó asustado:
--¡Quién anda ahí!
No respondió Ana.--¿Quién anda ahí?--repitió exaltado don Víctor, que
se había asustado un poco a sí mismo con aquellos versos fanfarrones.
Y algo más tranquilo, dijo a poco:
--¡Petra! ¡Petra! ¿Eres tú, Petra?
Una sospecha cruzó por la imaginación de Ana; unos celos grotescos, tal
los reputó, se le aparecieron casi como una forma de la tentación que la
perseguía.
«¿Si aquel hombre sería amante de su criada?».
--«¡Anselmo! ¡Anselmo!»--añadió don Víctor en el mismo tono suave y
familiar.
Y Ana se retiró de puntillas, avergonzada de muchas cosas, de sus
sospechas, de su vago deseo que ya se le antojaba ridículo, de su
marido, de sí misma...
«¡Oh, qué ridículo viaje por salas y pasillos, a obscuras, a las dos de
la madrugada, en busca de un imposible, de una grotesca farsa... de un
absurdo cómico... pero tan amargo para ella!...». Y Ana, sin querer,
como siempre, mientras iba a tientas por el salón, pero sin tropezar,
pensaba: Y si ahora, por milagro, por milagro de amor, Álvaro se
presentase aquí, en esta obscuridad, y me cogiese, y me abrazase por la
cintura... y me dijera: tú eres mi amor...; yo infeliz, yo miserable, yo
carne flaca, qué haría sino sucumbir... perder el sentido en sus
brazos.... «¡Sí, sucumbir!», gritó todo dentro de ella; y desvanecida,
buscó a tientas el sofá de damasco y sobre él, tendida, medio desnuda,
lloró, lloró sin saber cuánto tiempo.
Una campanada del reloj del comedor la despertó de aquella somnolencia
de fiebre; tembló de frío y a tientas otra vez, el cabello por la
espalda, la bata desceñida, y abierta por el pecho, llegó Ana a su
tocador; la luz de esperma que se reflejaba en el espejo estaba próxima
a extinguirse, se acababa... y Ana se vio como un hermoso fantasma
flotante en el fondo obscuro de alcoba que tenía enfrente, en el cristal
límpido. Sonrió a su imagen con una amargura que le pareció diabólica...
tuvo miedo de sí misma... se refugió en la alcoba, y sobre la piel de
tigre dejó caer toda la ropa de que se despojaba para dormir. En un
rincón del cuarto había dejado Petra olvidados los zorros con que
limpiaba algunos muebles que necesitaban tales disciplinas; y pensando
ella misma en que estaba borracha... no sabía de qué, Ana, desnuda,
viendo a trechos su propia carne de raso entre la holanda, saltó al
rincón, empuñó los zorros de ribetes de lana negra... y sin piedad azotó
su hermosura inútil una, dos, diez veces.... Y como aquello también era
ridículo, arrojó lejos de sí las prosaicas disciplinas, entró de un
brinco de bacante en su lecho; y más exaltada en su cólera por la
frialdad voluptuosa de las sábanas, algo húmedas, mordió con furor la
almohada. A fuerza de no querer pensar, por huir de sí misma, media hora
después se quedó dormida.
Aquella misma mañana, a las ocho, Ana, sola, pasaba por delante de la
casa del Magistral. ¿A qué había ido allí? Aquel no era camino de la
catedral. Una vaga esperanza de encontrar a don Fermín, de verle al
balcón, de algo que ella no podía precisar, le había hecho tomar por la
calle de los Canónigos. No topó con el suyo. Se dirigió a la catedral y
se sentó sobre la tarima que había en medio del crucero, desde el coro a
la capilla del Altar mayor. Apoyada la cabeza en la valla dorada, fría
como un carámbano, la Regenta estuvo oyendo misa desde lejos, rezando
oraciones que no terminaban y soñando despierta hasta que concluyó el
coro. Vio entrar en él a su amigo, a su De Pas, a quien sonrió cariñosa,
con la dulzura que a él le entraba por las entrañas como si fuera fuego;
el Magistral no sonrió, pero su mirada fue intensa; duró muy poco, pero
dijo muchas cosas, acusó, se quejó, inquirió, perdonó, agradeció... Y
pasó don Fermín. Entró en el coro y se fue a su rincón. Terminadas las
horas canónicas, el Magistral salió, se inclinó ante el Altar, se
dirigió a la sacristía, y a poco volvió a verle la Regenta, sin roquete,
muceta ni capa, con manteo y el sombrero en la mano. Otra vez se
miraron.
Ahora sonrieron los dos. Ana se levantó cinco minutos después. Sin
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