La Regenta - 07
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africana se daba de cabezadas, asustada, contra el techo de lienzo de su
jaula chata y la dejó tranquilizarse. Ante el reclamo de perdiz quedó
extasiado. Si algún pensamiento impuro manchara acaso su conciencia poco
antes, la contemplación del reclamo, aquella obra maestra de la
naturaleza, le devolvió toda la elevación de miras y grandeza de
espíritu que convenía al primer ornitólogo y al cazador sin rival de
Vetusta.
Equilibrado el ánimo, volvió don Víctor al amor de las sábanas.
En aquella estancia dormían años atrás, en la cama dorada de Anita, él y
ella, amantes esposos. Pero... habían coincidido en una idea.
A ella la molestaba él con sus madrugones de cazador; a él le molestaba
ella porque le hacía sacrificarse y madrugar menos de lo que debía, por
no despertarla. Además, los pájaros estaban en una especie de destierro,
muy lejos del amo. Traerlos cerca estando allí Anita sería una crueldad;
no la dejarían dormir la mañana. Pero él ¡con qué deleite hubiera
saboreado el primer silbido del tordo, el arrullo voluptuoso de las
tórtolas, el monótono ritmo de la codorniz, el chas, chas cacofónico,
dulce al cazador, de la perdiz huraña!
No se recuerda quién, pero él piensa que Anita, se atrevió a manifestar
el deseo de una separación en cuanto al tálamo--_quo ad thorum_--. Fue
acogida con mal disimulado júbilo la proposición tímida, y el matrimonio
mejor avenido del mundo dividió el lecho. Ella se fue al otro extremo
del caserón, que era caliente porque estaba al Mediodía, y él se quedó
en su alcoba. Pudo Anita dormir en adelante la mañana, sin que nadie
interrumpiera esta delicia; y pudo Quintanar levantarse con la aurora y
recrear el oído con los cercanos conciertos matutinos de codornices,
tordos, perdices, tórtolas y canarios. Si algo faltaba antes para la
completa armonía de aquella pareja, ya estaba colmada su felicidad
doméstica, por lo que toca a la concordia.
Y a este propósito solía decir don Víctor, recordando su magistratura:
--«La libertad de cada cual se extiende hasta el límite en que empieza
la libertad de los demás; por tener esto en cuenta, he sido siempre
feliz en mi matrimonio».
Quiso dormir el poco tiempo de que disponía para ello, pero no pudo. En
cuanto se quedaba trasvolado, soñaba que oía los tres ladridos de
Frígilis.
¡Cosa extraña! Otras veces no le sucedía esto, dormía a pierna suelta y
despertaba en el momento oportuno.
¡Habría sido la tila! Volvió a encender luz. Cogió el único libro que
tenía sobre la mesa de noche. Era un tomo de mucho bulto. «Calderón de
la Barca» decían unas letras doradas en el lomo. Leyó.
Siempre había sido muy aficionado a representar comedias, y le deleitaba
especialmente el teatro del siglo diecisiete. Deliraba por las
costumbres de aquel tiempo en que se sabía lo que era honor y
mantenerlo. Según él, nadie como Calderón entendía en achaques del
puntillo de honor, ni daba nadie las estocadas que lavan reputaciones
tan a tiempo, ni en el discreteo de lo que era amor y no lo era, le
llegaba autor alguno a la suela de los zapatos. En lo de tomar justa y
sabrosa venganza los maridos ultrajados, el divino don Pedro había
discurrido como nadie y sin quitar a «El castigo sin venganza» y otros
portentos de Lope el mérito que tenían, don Víctor nada encontraba como
«El médico de su honra».
--Si mi mujer--decía a Frígilis--fuese capaz de caer en liviandad digna
de castigo....
--Lo cual es absurdo aun supuesto...--Bien, pero suponiendo ese
absurdo... yo le doy una sangría suelta.
Y hasta nombraba el albéitar a quien había de llamar y tapar los ojos,
con todo lo demás del argumento. Tampoco le parecía mal lo de prender
fuego a la casa y vengar secretamente el supuesto adulterio de su mujer.
Si llegara el caso, que claro que no llegaría, él no pensaba prorrumpir
en preciosa tirada de versos, porque ni era poeta ni quería calentarse
al calor de su casa incendiada; pero en todo lo demás había de ser, dado
el caso, no menos rigoroso que tales y otros caballeros parecidos de
aquella España de mejores días.
Frígilis opinaba que todo aquello estaba bien en las comedias, pero que
en el mundo un marido no está para divertir al público con emociones
fuertes, y lo que debe hacer en tan apurada situación es perseguir al
seductor ante los tribunales y procurar que su mujer vaya a un convento.
--¡Absurdo! ¡absurdo!--gritaba don Víctor--jamás se hizo cosa por el
estilo en los gloriosos siglos de estos insignes poetas.
--Afortunadamente--añadía calmándose--yo no me veré nunca en el doloroso
trance de escogitar medios para vengar tales agravios; pero juro a Dios
que llegado el caso, mis atrocidades serían dignas de ser puestas en
décimas calderonianas.
Y lo pensaba como lo decía. Todas las noches antes de dormir se daba un
atracón de honra a la antigua, como él decía; honra habladora, así con
la espada como con la discreta lengua. Quintanar manejaba el florete, la
espada española, la daga. Esta afición le había venido de su pasión por
el teatro. Cuando _trabajaba_ como aficionado, había comprendido en los
numerosos duelos que tuvo en escena la necesidad de la esgrima, y con
tal calor lo tomó, y tal disposición natural tenía, que llegó a ser
poco menos que un maestro. Por supuesto, no entraba en sus planes matar
a nadie; era un espadachín lírico. Pero su mayor habilidad estaba en el
manejo de la pistola; encendía un fósforo con una bala a veinticinco
pasos, mataba un mosquito a treinta y se lucía con otros ejercicios por
el estilo. Pero no era jactancioso. Estimaba en poco su destreza; casi
nadie sabía de ella. Lo principal era tener aquella sublime idea del
honor, tan propia para redondillas y hasta sonetos. Él era pacífico;
nunca había pegado a nadie. Las muertes que había firmado como juez, le
habían causado siempre inapetencias, dolores de cabeza, a pesar de que
se creía irresponsable.
Leía, pues, don Víctor a Calderón, sin cansarse, y próximo estaba a ver
cómo se atravesaban con sendas quintillas dos valerosos caballeros que
pretendían la misma dama, cuando oyó tres ladridos lejanos. «¡Era
Frígilis!».
Doña Ana tardó mucho en dormirse, pero su vigilia ya no fue impaciente,
desabrida. El espíritu se había refrigerado con el nuevo sesgo de los
pensamientos. Aquel noble esposo a quien debía la dignidad y la
independencia de su vida, bien merecía la abnegación constante a que
ella estaba resuelta. Le había sacrificado su juventud: ¿por qué no
continuar el sacrificio? No pensó más en aquellos años en que había una
calumnia capaz de corromper la más pura inocencia; pensó en lo presente.
Tal vez había sido providencial aquella aventura de la barca de Trébol.
Si al principio, por ser tan niña, no había sacado ninguna enseñanza de
aquella injusta persecución de la calumnia, más adelante, gracias a
ella, aprendió a guardar las apariencias; supo, recordando lo pasado,
que para el mundo no hay más virtud que la ostensible y aparatosa. Su
alma se regocijó contemplando en la fantasía el holocausto del general
respeto, de la admiración que como virtuosa y bella se le tributaba. En
Vetusta, decir la Regenta era decir la perfecta casada. Ya no veía Anita
la _estúpida existencia_ de antes. Recordaba que la llamaban madre de
los pobres. Sin ser beata, las más ardientes fanáticas la consideraban
buena católica. Los más atrevidos Tenorios, famosos por sus temeridades,
bajaban ante ella los ojos, y su hermosura se adoraba en silencio. Tal
vez muchos la amaban, pero nadie se lo decía.... Aquel mismo don Álvaro
que tenía fama de atreverse a todo y conseguirlo todo, la quería, la
adoraba sin duda alguna, estaba segura; más de dos años hacía que ella
lo había conocido, pero él no había hablado más que con los ojos, donde
Ana fingía no adivinar una pasión que era un crimen.
Verdad era que en estos últimos meses, sobre todo desde algunas semanas
a esta parte, se mostraba más atrevido... hasta algo imprudente, él que
era la prudencia misma, y sólo por esto digno de que ella no se irritara
contra su infame intento... pero ya sabría contenerle; sí, ella le
pondría a raya helándole con una mirada.... Y pensando en convertir en
carámbano a don Álvaro Mesía, mientras él se obstinaba en ser de fuego,
se quedó dormida dulcemente.
En tanto allá abajo, en el parque, miraba al balcón cerrado del tocador
de la Regenta, don Víctor, pálido y ojeroso, como si saliera de una
orgía; daba pataditas en el suelo para sacudir el frío y decía a
Frígilis, su amigo....
--¡Pobrecita! ¡cuán ajena estará, allá en su tranquilo sueño, de que su
esposo la engaña y sale de casa dos horas antes de lo que ella
piensa!...
Frígilis sonrió como un filósofo y echó a andar delante. Era un señor ni
alto ni bajo, cuadrado; vestía cazadora de paño pardo; iba tocado con
gorra negra con orejeras y por único abrigo ostentaba una inmensa
bufanda, a cuadros, que le daba diez vueltas al cuello. Lo demás todo
era utensilios y atributos de caza, pero sobrios, como los de un Nemrod.
Don Víctor, al llegar a la puerta del parque, volvió a mirar hacia el
balcón, lleno de remordimientos.
--Anda, anda, que es tarde--murmuró Frígilis.
No había amanecido.
--IV--
La familia de los Ozores era una de las más antiguas de Vetusta. Era el
tal apellido de muchos condes y marqueses, y pocos nobles había en la
ciudad que no fueran, por un lado o por otro, algo parientes de tan
ilustre linaje.
Don Carlos, padre de Ana, era el primogénito de un segundón del conde de
Ozores. Don Carlos tuvo dos hermanas, Anunciación y Águeda, que con su
padre habitaron mucho tiempo el caserón de sus mayores. La rama
principal, la de los condes, vivía años hacía emigrada.
El primogénito del segundón quiso tener una carrera, ser algo más que
heredero de algunas caserías, unos cuantos foros y un palacio achacoso
de goteras. Fue ingeniero militar. Se portó como un valiente; en muchas
batallas demostró grandes conocimientos en el arte de Vauban, construyó
duraderos y bien dispuestos fuertes en varias costas, y llegó pronto a
coronel de ejército, comandante del cuerpo. Cansado de casamatas,
cortinas, paralelas y castillos, procurose un empleo en la corte y fue
perdiendo sus aficiones militares, quedándose sólo con las científicas:
prefirió la física, las matemáticas a las aplicaciones de tales
ciencias, al arte, y cada día fue menos guerrero. Pero al mismo tiempo
se entregaba a las delicias de Capua, y por fin, después de muchos
amoríos, tuvo un amor serio, una pasión de sabio (o cosa parecida) que
ya no es joven.
Loco de amor se casó don Carlos Ozores a los treinta y cinco años con
una humilde modista italiana que vivía en medio de seducciones sin
cuento, honrada y pobre. Esta fue la madre de Ana que, al nacer, se
quedó sin ella.
--«¡Menos mal!»--pensaban las hermanas de don Carlos allá en su caserón
de Vetusta.
Su matrimonio había originado al coronel un rompimiento con su familia.
Se escribieron dos cartas secas y no hubo más relaciones.
--Si viviera mi padre--pensaba Ozores--de fijo perdonaba este matrimonio
desigual.
--¡Si viviera padre, moriría del disgusto!--decían las solteronas
implacables.
Toda la nobleza vetustense aprobaba la conducta de aquellas señoritas,
que vieron un castigo de Dios en el desgraciado puerperio de la modista
italiana, su cuñada indigna.
El palacio de los Ozores era de don Carlos; sus hermanas se lo dijeron
en otra carta fría y lacónica:
«Estaban dispuestas a abandonarlo, si él lo exigía; sólo le pedían que
pensase cómo se había de conservar aquel resto precioso de tanta
nobleza».
El coronel contestó «que por Dios y todos los santos continuasen
viviendo donde habían nacido, que él se lo suplicaba por bien de la
misma finca, que sin ellas se vendría a tierra». Las solteronas, sin
contestar ni transigir en lo del matrimonio, se quedaron en el palacio
para que no se derrumbara.
A don Carlos le dolió mucho que ni siquiera se le preguntase por su
hija. La nobleza vetustense opinó que muerto el perro no se acabase la
rabia; que la muerte providencial de la modista no era motivo suficiente
para hacer las paces con el infame don Carlos ni para enterarse de la
suerte de su hija.
Tiempo había para proteger a la niña, sin menoscabo de la dignidad, si,
como era de presumir, la conducta loca de su padre le arrastraba a la
pobreza. Además, se corrió por Vetusta que don Carlos se había hecho
masón, republicano y por consiguiente ateo. Sus hermanas se vistieron de
negro y en el gran salón, en el estrado, recibieron a toda la
aristocracia de Vetusta, como si se tratara de visitas de duelo.
La estancia estaba casi a obscuras; por los grandes balcones no se
dejaba pasar más que un rayo de luz; se hablaba poco, se suspiraba y se
oía el aleteo de los abanicos.
--¡Cuánto mejor hubiese sido que se hubiera vuelto loco!--exclamó el
marqués de Vegallana, jefe del partido conservador de Vetusta.
--¡Qué... loco!--contestó una de las hermanas, doña Anunciación--. Diga
usted, marqués, que ojalá Dios se acordase de él, antes que verle así.
Hubo unánime aprobación por señas. Muchas cabezas se inclinaron
lánguidamente; y se volvió a suspirar. Aquello del republicanismo no
necesitaba comentarios.
Don Carlos, en efecto, se había hecho liberal de los avanzados; y de los
estudios físicos matemáticos había pasado a los filosóficos; y de
resultas era un hombre que ya no creía sino lo que tocaba, hecha
excepción de la libertad que no la pudo tocar nunca y creyó en ella
muchos años. La vida de liberal en ejercicio de aquellos tiempos tenía
poco de tranquila. Don Carlos se dedicó a filósofo y a conspirador, para
lo cual creyó oportuno pedir la absoluta.
--«Yo ingeniero, no podría conspirar nunca (creía en el espíritu de
cuerpo); como particular puedo procurar la salvación del país por los
medios más adecuados».
No hay que pensar que era tonto don Carlos, sino un buen matemático,
bastante instruido en varias materias. Pudo reunir una mediana
biblioteca donde había no pocos libros de los condenados en el Índice.
Amaba la literatura con ardor y era, por entonces, todo lo romántico que
se necesitaba para conspirar con progresistas.
Lo que pudiera haber de falso y contradictorio en el carácter de don
Carlos, era obra de su tiempo. No le faltaba talento, era apasionado y
se asimilaba con facilidad ideas que entendía muy pronto, pero no se
distinguía por lo original ni por lo prudente. Su amor propio de
libre-pensador no había llegado a esa jerarquía del orgullo en que sólo
se admite lo que uno crea para sí mismo. De todas maneras, era
simpático.
De sus defectos su hija fue la víctima. Después de llorar mucho la
muerte de su esposa, don Carlos volvió a pensar en asuntos que a él se
le antojaban serios, como v. gr., propagar el libre examen dentro de
círculo determinado de españoles; procurar el triunfo del sistema
representativo en toda su integridad. Tanto valía entonces esto como
dedicarse a bandolero sin protección, por lo que toca a la necesidad de
vivir a salto de mata. Un conspirador no puede tener consigo una niña
sin madre. Le hablaron de colegios, pero los aborrecía. Tomó un aya,
una española inglesa que en nada se parecía a la de Cervantes, pues no
tenía encantos morales, y de los corporales, si de alguno disponía,
hacía mal uso. Esto lo ignoraba don Carlos, que admitió el aya en
calidad de católica liberal. Se le había dicho:
--«Es una mujer ilustrada, aunque española; educada en Inglaterra donde
ha aprendido el noble espíritu de la tolerancia».
Y además, curaba el entendimiento y el corazón a los niños con píldoras
de la Biblia y pastillas de novela inglesa para uso de las familias.
Era, en fin, una hipocritona de las que saben que a los hombres no les
gustan las mujeres beatas, pero tampoco descreídas, sino, así un término
medio, que los hombres mismos no saben cómo ha de ser. La hipocresía de
doña Camila llegaba hasta el punto de tenerla en el temperamento, pues
siendo su aspecto el de una estatua anafrodita, el de un ser sin sexo,
su pasión principal era la lujuria, satisfecha a la inglesa: una lujuria
que pudiera llamarse metodista si no fuera una profanación.
Tuvo que emigrar don Carlos, y Ana quedó en poder de doña Camila, que
por imprudencia imperdonable de Ozores se vio disponiendo a su antojo de
la mayor parte de las rentas de su amo, cada vez más flacas, pues las
conspiraciones cuestan caras al que las paga.
Aconsejaron los médicos aires del campo y del mar para la niña y el aya
escribió a don Carlos que un su amigo, Iriarte, el que le había
recomendado a doña Camila, vendía en una provincia del Norte, limítrofe
de Vetusta, una casa de campo en un pueblecillo pintoresco, puerto de
mar y saludable a todos los vientos. Ozores dio órdenes para que se
vendiese como se pudiera en la provincia de Vetusta la poca hacienda
que no había malbaratado antes, y la mitad del producto de tan loca
enajenación la dedicó a la compra de aquella quinta de su amigo Iriarte.
La otra mitad fue destinada al socorro de los patriotas más o menos
auténticos. En Vetusta no le quedaba más que su palacio que habitaban,
sin pagar renta, las solteronas. La casa de campo y los predios que la
rodeaban y pertenecían, valían mucho menos de lo que podía presumir el
conspirador, si juzgaba por lo que le costaban, pero él no paraba
mientes en tal materia: se iba arruinando ni más ni menos que su patria;
pero así como la lista civil le dolía lo mismo que si la pagase él
entera, de las mangas y capirotes que hacían con sus bienes le importaba
poco. No era todo desprendimiento; vagamente veía en lontananza un
porvenir de indemnizaciones patrióticas que aunque estaban en el
programa de su partido, a él no le alcanzaron.
A las nuevas haciendas de don Carlos se fueron Anita, el aya, los
criados y tras ellos el _hombre_, como llamó siempre la niña al
personaje que turbaba no pocas veces el sueño de su inocencia. Era
Iriarte, el amante de doña Camila y antiguo dueño de la casa de campo.
El aya había procurado seducir a don Carlos; sabía que su difunta esposa
era una humilde modista, y ella, doña Camila Portocarrero que se creía
descendiente de nobles, bien podía aspirar a la sucesión de la italiana.
Creyó que don Carlos se había casado por compromiso, que era un hombre
que se casaba con la servidumbre. Conocía este tipo y sabía cómo se le
trataba. Pero fue inútil. En el poco tiempo que pudo aprovechar para
hacer la prueba de su sabio y complicado sistema de seducción, don
Carlos no echó de ver siquiera que se le tendía una red amorosa. Por
aquella época era él casi sansimoniano. Emigró Ozores y doña Camila juró
odio eterno al ingrato, y consagró, con la paciencia de los reformistas
ingleses, un culto de envidia póstuma a la modista italiana que había
conseguido casarse con aquel estuco. Anita pagó por los dos.
El aya afirmaba en todas partes, entre interjecciones aspiradas, que la
educación de aquella señorita de cuatro años exigía cuidados muy
especiales. Con alusiones maliciosas, vagas y envueltas en misterios a
la condición social de la italiana, daba a entender que la ciencia de
educar no esperaba nada bueno de aquel retoño de meridionales
concupiscencias. En voz baja decía el aya que «la madre de Anita tal vez
antes que modista había sido bailarina».
De todas suertes, doña Camila se rodeó de precauciones pedagógicas y
preparó a la infancia de Ana Ozores un verdadero gimnasio de moralidad
inglesa. Cuando aquella planta tierna comenzó a asomar a flor de tierra
se encontró ya con un rodrigón al lado para que creciese derecha. El aya
aseguraba que Anita necesitaba aquel palo seco junto a sí y estar atada
a él fuertemente. El palo seco era doña Camila. El encierro y el ayuno
fueron sus disciplinas.
Ana que jamás encontraba alegría, risas y besos en la vida, se dio a
soñar todo eso desde los cuatro años. En el momento de perder la
libertad se desesperaba, pero sus lágrimas se iban secando al fuego de
la imaginación, que le caldeaba el cerebro y las mejillas. La niña
fantaseaba primero milagros que la salvaban de sus prisiones que eran
una muerte, figurábase vuelos imposibles.
«Yo tengo unas alas y vuelo por los tejados, pensaba; me marcho como
esas mariposas»; y dicho y hecho, ya no estaba allí. Iba volando por el
azul que veía allá arriba.
Si doña Camila se acercaba a la puerta a escuchar por el ojo de la
llave, no oía nada. La niña con los ojos muy abiertos, brillantes, los
pómulos colorados, estaba horas y horas recorriendo espacios que ella
creaba llenos de ensueños confusos, pero iluminados por una luz difusa
que centelleaba en su cerebro.
Nunca pedía perdón; no lo necesitaba. Salía del encierro pensativa,
altanera, callada; seguía soñando; la dieta le daba nueva fuerza para
ello. La heroína de sus novelas de entonces era una madre. A los seis
años había hecho un poema en su cabecita rizada de un rubio obscuro.
Aquel poema estaba compuesto de las lágrimas de sus tristezas de
huérfana maltratada y de fragmentos de cuentos que oía a los criados y a
los pastores de Loreto. Siempre que podía se escapaba de casa; corría
sola por los prados, entraba en las cabañas donde la conocían y
acariciaban, sobre todo los perros grandes; solía comer con los
pastores. Volvía de sus correrías por el campo, como la abeja con el
jugo de las flores, con material para su poema. Como Poussin cogía
yerbas en los prados para estudiar la naturaleza que trasladaba al
lienzo. Anita volvía de sus escapatorias de salvaje con los ojos y la
fantasía llenos de tesoros que fueron lo mejor que gozó en su vida. A
los veintisiete años Ana Ozores hubiera podido contar aquel poema desde
el principio al fin, y eso que en cada nueva edad le había añadido una
parte. En la primera había una paloma encantada con un alfiler negro
clavado en la cabeza; era la reina mora; su madre, la madre de Ana que
no parecía. Todas las palomas con manchas negras en la cabeza podían
ser una madre, según la lógica poética de Anita.
La idea del libro, como manantial de mentiras hermosas, fue la
revelación más grande de toda su infancia. ¡Saber leer! esta ambición
fue su pasión primera. Los dolores que doña Camila le hizo padecer antes
de conseguir que aprendiera las sílabas, perdonóselos ella de todo
corazón. Al fin supo leer. Pero los libros que llegaban a sus manos, no
le hablaban de aquellas cosas con que soñaba. No importaba; ella les
haría hablar de lo que quisiese.
Le enseñaban geografía; donde había enumeraciones fatigosas de ríos y
montañas, veía Ana aguas corrientes, cristalinas y la sierra con sus
pinos altísimos y soberbios troncos; nunca olvidó la definición de isla,
porque se figuraba un jardín rodeado por el mar; y era un contento. La
historia sagrada fue el maná de su fantasía en la aridez de las
lecciones de doña Camila. Adquirió su poema formas concretas, ya no fue
nebuloso; y en las tiendas de los israelitas, que ella bordó con franjas
de colores, acamparon ejércitos de bravos marineros de Loreto, de pierna
desnuda, musculosa y velluda, de gorro catalán, de rostro curtido,
triste y bondadoso, barba espesa y rizada y ojos negros.
La poesía épica predomina lo mismo que en la infancia de los pueblos en
la de los hombres. Ana soñó en adelante más que nada batallas, una
Ilíada, mejor, un Ramayana sin argumento. Necesitaba un héroe y le
encontró: Germán, el niño de Colondres. Sin que él sospechara las
aventuras peligrosas en que su amiga le metía, se dejaba querer y acudía
a las citas que ella le daba en la barca de Trébol.
Nada le decía de aquellas grandes batallas que le obligaba a ganar en
el extremo Oriente, en las que ella le asistía haciendo el papel de
reina consorte, con arranques de amazona. Algunas veces le propuso,
hablándole al oído, viajes muy arriesgados a países remotos que él ni de
nombre conocía. Germán aceptaba inmediatamente, y estaba dispuesto a
convertirse en diligencia si Ana aceptaba el cargo de mula, o viceversa.
No era eso. La niña quería ir a tierra de moros de verdad, a matar
infieles o a convertirlos, como Germán quisiera. Germán prefería
matarlos; y dicho y hecho se metían en la barca, mientras el barquero
dormía a la sombra de un cobertizo en la orilla. A costa de grandes
sudores conseguían un ligero balanceo del gran navío que tripulaban y
entonces era cuando se creían bogando a toda vela por mares nunca
navegados.
Germán gritaba:--¡Orza!... ¡a babor, a estribor! ¡hombre al agua!...
¡un tiburón!...
Pero tampoco era aquello lo que quería Anita; quería marchar de veras,
muy lejos, huyendo de doña Camila. La única ocasión en que Germán
correspondió al tipo ideal que de su carácter y prendas se había forjado
Anita, fue cuando aceptó la escapatoria nocturna para ver juntos la luna
desde la barca y contarse cuentos. Este proyecto le pareció más viable
que el de irse a Morería y se llevó a cabo. Ya se sabe cómo entendió la
grosera y lasciva doña Camila la aventura de los niños. Era de tal
índole la maldad de esta hembra, que daba por buenas las desazones que
el lance pudiera causarle, por la responsabilidad que ella tenía, con
tal de ver comprobados por los hechos sus pronósticos.
--«¡Como su madre!--decía a las personas de confianza--. _¡improper!
¡improper!_ ¡Si ya lo decía yo! El instinto... la sangre.... No basta la
educación contra la naturaleza».
Desde entonces educó a la niña sin esperanzas de salvarla; como si
cultivara una flor podrida ya por la mordedura de un gusano. No esperaba
nada, pero cumplía su deber. Loreto era una aldea, y como doña Camila
refería la aventura a quien la quisiera oír, llorando la infeliz,
rendida bajo el peso de la responsabilidad (y ella poco podía contra la
naturaleza), el escándalo corrió de boca en boca, y hasta en el casino
se supo lo de aquella confesión a que se obligó a la reo. Se discutió el
caso fisiológicamente. Se formaron partidos; unos decían que bien podía
ser, y se citaban multitud de ejemplos de precocidad semejante.
--Créanlo ustedes--decía el amante de doña Camila--el hombre nace
naturalmente malo, y la mujer lo mismo.
Otros negaban la verosimilitud del hecho cuando menos.
--«Si ponen ustedes eso en un libro nadie lo creerá».
Ana fue objeto de curiosidad general. Querían verla, desmenuzar sus
gestos, sus movimientos para ver si se le conocía en algo.
--Lo que es desarrollada lo está y mucho para su edad...--decía el
hombre de doña Camila, que saboreaba por adelantado la lujuria de lo
porvenir.
--En efecto, parece una mujercita. Y se la devoraba con los ojos; se
deseaba un milagroso crecimiento instantáneo de aquellos encantos que no
estaban en la niña sino en la imaginación de los socios del casino.
A Germán, que no pareció por Loreto, se le atribuían quince años. «Por
este lado no había dificultad». Doña Camila se creyó obligada en
conciencia a indicar algo a la familia. Al padre no; sería un golpe de
muerte. Escribió a las tías de Vetusta.
«¡Era el último porrazo! ¡El nombre de los Ozores deshonrado! porque al
fin Ozores era la niña, aunque indigna».
Entonces doña Anuncia, la hermana mayor, escribió a don Carlos, porque
el caso era apurado. No le contaba el lance de la deshonra _c_ por _b_,
porque ni sabía cómo había sido, ni era decente referir a un padre tales
escándalos, ni una señorita, una soltera, aunque tuviese más de cuarenta
años, podía descender a ciertos pormenores. Se le escribió a don Carlos
nada más que esto: que era preciso llevar consigo a Anita, pues si la
niña no vivía al lado de su padre, corría grandes riesgos, si no estaba
en peligro inminente, el honor de los Ozores. Don Carlos entonces no
podía restituirse a la patria, como él decía.
Pasaron años, pudo y quiso acogerse a una amnistía y volvió desengañado.
Doña Camila y Ana se trasladaron a Madrid y allí vivían parte del año
los tres juntos, pero el verano y el otoño los pasaban en la quinta de
Loreto.
La calumnia con que el aya había querido manchar para siempre la pureza
virginal de Anita se fue desvaneciendo; el mundo se olvidó de semejante
absurdo, y cuando la niña llegó a los catorce años ya nadie se acordaba
jaula chata y la dejó tranquilizarse. Ante el reclamo de perdiz quedó
extasiado. Si algún pensamiento impuro manchara acaso su conciencia poco
antes, la contemplación del reclamo, aquella obra maestra de la
naturaleza, le devolvió toda la elevación de miras y grandeza de
espíritu que convenía al primer ornitólogo y al cazador sin rival de
Vetusta.
Equilibrado el ánimo, volvió don Víctor al amor de las sábanas.
En aquella estancia dormían años atrás, en la cama dorada de Anita, él y
ella, amantes esposos. Pero... habían coincidido en una idea.
A ella la molestaba él con sus madrugones de cazador; a él le molestaba
ella porque le hacía sacrificarse y madrugar menos de lo que debía, por
no despertarla. Además, los pájaros estaban en una especie de destierro,
muy lejos del amo. Traerlos cerca estando allí Anita sería una crueldad;
no la dejarían dormir la mañana. Pero él ¡con qué deleite hubiera
saboreado el primer silbido del tordo, el arrullo voluptuoso de las
tórtolas, el monótono ritmo de la codorniz, el chas, chas cacofónico,
dulce al cazador, de la perdiz huraña!
No se recuerda quién, pero él piensa que Anita, se atrevió a manifestar
el deseo de una separación en cuanto al tálamo--_quo ad thorum_--. Fue
acogida con mal disimulado júbilo la proposición tímida, y el matrimonio
mejor avenido del mundo dividió el lecho. Ella se fue al otro extremo
del caserón, que era caliente porque estaba al Mediodía, y él se quedó
en su alcoba. Pudo Anita dormir en adelante la mañana, sin que nadie
interrumpiera esta delicia; y pudo Quintanar levantarse con la aurora y
recrear el oído con los cercanos conciertos matutinos de codornices,
tordos, perdices, tórtolas y canarios. Si algo faltaba antes para la
completa armonía de aquella pareja, ya estaba colmada su felicidad
doméstica, por lo que toca a la concordia.
Y a este propósito solía decir don Víctor, recordando su magistratura:
--«La libertad de cada cual se extiende hasta el límite en que empieza
la libertad de los demás; por tener esto en cuenta, he sido siempre
feliz en mi matrimonio».
Quiso dormir el poco tiempo de que disponía para ello, pero no pudo. En
cuanto se quedaba trasvolado, soñaba que oía los tres ladridos de
Frígilis.
¡Cosa extraña! Otras veces no le sucedía esto, dormía a pierna suelta y
despertaba en el momento oportuno.
¡Habría sido la tila! Volvió a encender luz. Cogió el único libro que
tenía sobre la mesa de noche. Era un tomo de mucho bulto. «Calderón de
la Barca» decían unas letras doradas en el lomo. Leyó.
Siempre había sido muy aficionado a representar comedias, y le deleitaba
especialmente el teatro del siglo diecisiete. Deliraba por las
costumbres de aquel tiempo en que se sabía lo que era honor y
mantenerlo. Según él, nadie como Calderón entendía en achaques del
puntillo de honor, ni daba nadie las estocadas que lavan reputaciones
tan a tiempo, ni en el discreteo de lo que era amor y no lo era, le
llegaba autor alguno a la suela de los zapatos. En lo de tomar justa y
sabrosa venganza los maridos ultrajados, el divino don Pedro había
discurrido como nadie y sin quitar a «El castigo sin venganza» y otros
portentos de Lope el mérito que tenían, don Víctor nada encontraba como
«El médico de su honra».
--Si mi mujer--decía a Frígilis--fuese capaz de caer en liviandad digna
de castigo....
--Lo cual es absurdo aun supuesto...--Bien, pero suponiendo ese
absurdo... yo le doy una sangría suelta.
Y hasta nombraba el albéitar a quien había de llamar y tapar los ojos,
con todo lo demás del argumento. Tampoco le parecía mal lo de prender
fuego a la casa y vengar secretamente el supuesto adulterio de su mujer.
Si llegara el caso, que claro que no llegaría, él no pensaba prorrumpir
en preciosa tirada de versos, porque ni era poeta ni quería calentarse
al calor de su casa incendiada; pero en todo lo demás había de ser, dado
el caso, no menos rigoroso que tales y otros caballeros parecidos de
aquella España de mejores días.
Frígilis opinaba que todo aquello estaba bien en las comedias, pero que
en el mundo un marido no está para divertir al público con emociones
fuertes, y lo que debe hacer en tan apurada situación es perseguir al
seductor ante los tribunales y procurar que su mujer vaya a un convento.
--¡Absurdo! ¡absurdo!--gritaba don Víctor--jamás se hizo cosa por el
estilo en los gloriosos siglos de estos insignes poetas.
--Afortunadamente--añadía calmándose--yo no me veré nunca en el doloroso
trance de escogitar medios para vengar tales agravios; pero juro a Dios
que llegado el caso, mis atrocidades serían dignas de ser puestas en
décimas calderonianas.
Y lo pensaba como lo decía. Todas las noches antes de dormir se daba un
atracón de honra a la antigua, como él decía; honra habladora, así con
la espada como con la discreta lengua. Quintanar manejaba el florete, la
espada española, la daga. Esta afición le había venido de su pasión por
el teatro. Cuando _trabajaba_ como aficionado, había comprendido en los
numerosos duelos que tuvo en escena la necesidad de la esgrima, y con
tal calor lo tomó, y tal disposición natural tenía, que llegó a ser
poco menos que un maestro. Por supuesto, no entraba en sus planes matar
a nadie; era un espadachín lírico. Pero su mayor habilidad estaba en el
manejo de la pistola; encendía un fósforo con una bala a veinticinco
pasos, mataba un mosquito a treinta y se lucía con otros ejercicios por
el estilo. Pero no era jactancioso. Estimaba en poco su destreza; casi
nadie sabía de ella. Lo principal era tener aquella sublime idea del
honor, tan propia para redondillas y hasta sonetos. Él era pacífico;
nunca había pegado a nadie. Las muertes que había firmado como juez, le
habían causado siempre inapetencias, dolores de cabeza, a pesar de que
se creía irresponsable.
Leía, pues, don Víctor a Calderón, sin cansarse, y próximo estaba a ver
cómo se atravesaban con sendas quintillas dos valerosos caballeros que
pretendían la misma dama, cuando oyó tres ladridos lejanos. «¡Era
Frígilis!».
Doña Ana tardó mucho en dormirse, pero su vigilia ya no fue impaciente,
desabrida. El espíritu se había refrigerado con el nuevo sesgo de los
pensamientos. Aquel noble esposo a quien debía la dignidad y la
independencia de su vida, bien merecía la abnegación constante a que
ella estaba resuelta. Le había sacrificado su juventud: ¿por qué no
continuar el sacrificio? No pensó más en aquellos años en que había una
calumnia capaz de corromper la más pura inocencia; pensó en lo presente.
Tal vez había sido providencial aquella aventura de la barca de Trébol.
Si al principio, por ser tan niña, no había sacado ninguna enseñanza de
aquella injusta persecución de la calumnia, más adelante, gracias a
ella, aprendió a guardar las apariencias; supo, recordando lo pasado,
que para el mundo no hay más virtud que la ostensible y aparatosa. Su
alma se regocijó contemplando en la fantasía el holocausto del general
respeto, de la admiración que como virtuosa y bella se le tributaba. En
Vetusta, decir la Regenta era decir la perfecta casada. Ya no veía Anita
la _estúpida existencia_ de antes. Recordaba que la llamaban madre de
los pobres. Sin ser beata, las más ardientes fanáticas la consideraban
buena católica. Los más atrevidos Tenorios, famosos por sus temeridades,
bajaban ante ella los ojos, y su hermosura se adoraba en silencio. Tal
vez muchos la amaban, pero nadie se lo decía.... Aquel mismo don Álvaro
que tenía fama de atreverse a todo y conseguirlo todo, la quería, la
adoraba sin duda alguna, estaba segura; más de dos años hacía que ella
lo había conocido, pero él no había hablado más que con los ojos, donde
Ana fingía no adivinar una pasión que era un crimen.
Verdad era que en estos últimos meses, sobre todo desde algunas semanas
a esta parte, se mostraba más atrevido... hasta algo imprudente, él que
era la prudencia misma, y sólo por esto digno de que ella no se irritara
contra su infame intento... pero ya sabría contenerle; sí, ella le
pondría a raya helándole con una mirada.... Y pensando en convertir en
carámbano a don Álvaro Mesía, mientras él se obstinaba en ser de fuego,
se quedó dormida dulcemente.
En tanto allá abajo, en el parque, miraba al balcón cerrado del tocador
de la Regenta, don Víctor, pálido y ojeroso, como si saliera de una
orgía; daba pataditas en el suelo para sacudir el frío y decía a
Frígilis, su amigo....
--¡Pobrecita! ¡cuán ajena estará, allá en su tranquilo sueño, de que su
esposo la engaña y sale de casa dos horas antes de lo que ella
piensa!...
Frígilis sonrió como un filósofo y echó a andar delante. Era un señor ni
alto ni bajo, cuadrado; vestía cazadora de paño pardo; iba tocado con
gorra negra con orejeras y por único abrigo ostentaba una inmensa
bufanda, a cuadros, que le daba diez vueltas al cuello. Lo demás todo
era utensilios y atributos de caza, pero sobrios, como los de un Nemrod.
Don Víctor, al llegar a la puerta del parque, volvió a mirar hacia el
balcón, lleno de remordimientos.
--Anda, anda, que es tarde--murmuró Frígilis.
No había amanecido.
--IV--
La familia de los Ozores era una de las más antiguas de Vetusta. Era el
tal apellido de muchos condes y marqueses, y pocos nobles había en la
ciudad que no fueran, por un lado o por otro, algo parientes de tan
ilustre linaje.
Don Carlos, padre de Ana, era el primogénito de un segundón del conde de
Ozores. Don Carlos tuvo dos hermanas, Anunciación y Águeda, que con su
padre habitaron mucho tiempo el caserón de sus mayores. La rama
principal, la de los condes, vivía años hacía emigrada.
El primogénito del segundón quiso tener una carrera, ser algo más que
heredero de algunas caserías, unos cuantos foros y un palacio achacoso
de goteras. Fue ingeniero militar. Se portó como un valiente; en muchas
batallas demostró grandes conocimientos en el arte de Vauban, construyó
duraderos y bien dispuestos fuertes en varias costas, y llegó pronto a
coronel de ejército, comandante del cuerpo. Cansado de casamatas,
cortinas, paralelas y castillos, procurose un empleo en la corte y fue
perdiendo sus aficiones militares, quedándose sólo con las científicas:
prefirió la física, las matemáticas a las aplicaciones de tales
ciencias, al arte, y cada día fue menos guerrero. Pero al mismo tiempo
se entregaba a las delicias de Capua, y por fin, después de muchos
amoríos, tuvo un amor serio, una pasión de sabio (o cosa parecida) que
ya no es joven.
Loco de amor se casó don Carlos Ozores a los treinta y cinco años con
una humilde modista italiana que vivía en medio de seducciones sin
cuento, honrada y pobre. Esta fue la madre de Ana que, al nacer, se
quedó sin ella.
--«¡Menos mal!»--pensaban las hermanas de don Carlos allá en su caserón
de Vetusta.
Su matrimonio había originado al coronel un rompimiento con su familia.
Se escribieron dos cartas secas y no hubo más relaciones.
--Si viviera mi padre--pensaba Ozores--de fijo perdonaba este matrimonio
desigual.
--¡Si viviera padre, moriría del disgusto!--decían las solteronas
implacables.
Toda la nobleza vetustense aprobaba la conducta de aquellas señoritas,
que vieron un castigo de Dios en el desgraciado puerperio de la modista
italiana, su cuñada indigna.
El palacio de los Ozores era de don Carlos; sus hermanas se lo dijeron
en otra carta fría y lacónica:
«Estaban dispuestas a abandonarlo, si él lo exigía; sólo le pedían que
pensase cómo se había de conservar aquel resto precioso de tanta
nobleza».
El coronel contestó «que por Dios y todos los santos continuasen
viviendo donde habían nacido, que él se lo suplicaba por bien de la
misma finca, que sin ellas se vendría a tierra». Las solteronas, sin
contestar ni transigir en lo del matrimonio, se quedaron en el palacio
para que no se derrumbara.
A don Carlos le dolió mucho que ni siquiera se le preguntase por su
hija. La nobleza vetustense opinó que muerto el perro no se acabase la
rabia; que la muerte providencial de la modista no era motivo suficiente
para hacer las paces con el infame don Carlos ni para enterarse de la
suerte de su hija.
Tiempo había para proteger a la niña, sin menoscabo de la dignidad, si,
como era de presumir, la conducta loca de su padre le arrastraba a la
pobreza. Además, se corrió por Vetusta que don Carlos se había hecho
masón, republicano y por consiguiente ateo. Sus hermanas se vistieron de
negro y en el gran salón, en el estrado, recibieron a toda la
aristocracia de Vetusta, como si se tratara de visitas de duelo.
La estancia estaba casi a obscuras; por los grandes balcones no se
dejaba pasar más que un rayo de luz; se hablaba poco, se suspiraba y se
oía el aleteo de los abanicos.
--¡Cuánto mejor hubiese sido que se hubiera vuelto loco!--exclamó el
marqués de Vegallana, jefe del partido conservador de Vetusta.
--¡Qué... loco!--contestó una de las hermanas, doña Anunciación--. Diga
usted, marqués, que ojalá Dios se acordase de él, antes que verle así.
Hubo unánime aprobación por señas. Muchas cabezas se inclinaron
lánguidamente; y se volvió a suspirar. Aquello del republicanismo no
necesitaba comentarios.
Don Carlos, en efecto, se había hecho liberal de los avanzados; y de los
estudios físicos matemáticos había pasado a los filosóficos; y de
resultas era un hombre que ya no creía sino lo que tocaba, hecha
excepción de la libertad que no la pudo tocar nunca y creyó en ella
muchos años. La vida de liberal en ejercicio de aquellos tiempos tenía
poco de tranquila. Don Carlos se dedicó a filósofo y a conspirador, para
lo cual creyó oportuno pedir la absoluta.
--«Yo ingeniero, no podría conspirar nunca (creía en el espíritu de
cuerpo); como particular puedo procurar la salvación del país por los
medios más adecuados».
No hay que pensar que era tonto don Carlos, sino un buen matemático,
bastante instruido en varias materias. Pudo reunir una mediana
biblioteca donde había no pocos libros de los condenados en el Índice.
Amaba la literatura con ardor y era, por entonces, todo lo romántico que
se necesitaba para conspirar con progresistas.
Lo que pudiera haber de falso y contradictorio en el carácter de don
Carlos, era obra de su tiempo. No le faltaba talento, era apasionado y
se asimilaba con facilidad ideas que entendía muy pronto, pero no se
distinguía por lo original ni por lo prudente. Su amor propio de
libre-pensador no había llegado a esa jerarquía del orgullo en que sólo
se admite lo que uno crea para sí mismo. De todas maneras, era
simpático.
De sus defectos su hija fue la víctima. Después de llorar mucho la
muerte de su esposa, don Carlos volvió a pensar en asuntos que a él se
le antojaban serios, como v. gr., propagar el libre examen dentro de
círculo determinado de españoles; procurar el triunfo del sistema
representativo en toda su integridad. Tanto valía entonces esto como
dedicarse a bandolero sin protección, por lo que toca a la necesidad de
vivir a salto de mata. Un conspirador no puede tener consigo una niña
sin madre. Le hablaron de colegios, pero los aborrecía. Tomó un aya,
una española inglesa que en nada se parecía a la de Cervantes, pues no
tenía encantos morales, y de los corporales, si de alguno disponía,
hacía mal uso. Esto lo ignoraba don Carlos, que admitió el aya en
calidad de católica liberal. Se le había dicho:
--«Es una mujer ilustrada, aunque española; educada en Inglaterra donde
ha aprendido el noble espíritu de la tolerancia».
Y además, curaba el entendimiento y el corazón a los niños con píldoras
de la Biblia y pastillas de novela inglesa para uso de las familias.
Era, en fin, una hipocritona de las que saben que a los hombres no les
gustan las mujeres beatas, pero tampoco descreídas, sino, así un término
medio, que los hombres mismos no saben cómo ha de ser. La hipocresía de
doña Camila llegaba hasta el punto de tenerla en el temperamento, pues
siendo su aspecto el de una estatua anafrodita, el de un ser sin sexo,
su pasión principal era la lujuria, satisfecha a la inglesa: una lujuria
que pudiera llamarse metodista si no fuera una profanación.
Tuvo que emigrar don Carlos, y Ana quedó en poder de doña Camila, que
por imprudencia imperdonable de Ozores se vio disponiendo a su antojo de
la mayor parte de las rentas de su amo, cada vez más flacas, pues las
conspiraciones cuestan caras al que las paga.
Aconsejaron los médicos aires del campo y del mar para la niña y el aya
escribió a don Carlos que un su amigo, Iriarte, el que le había
recomendado a doña Camila, vendía en una provincia del Norte, limítrofe
de Vetusta, una casa de campo en un pueblecillo pintoresco, puerto de
mar y saludable a todos los vientos. Ozores dio órdenes para que se
vendiese como se pudiera en la provincia de Vetusta la poca hacienda
que no había malbaratado antes, y la mitad del producto de tan loca
enajenación la dedicó a la compra de aquella quinta de su amigo Iriarte.
La otra mitad fue destinada al socorro de los patriotas más o menos
auténticos. En Vetusta no le quedaba más que su palacio que habitaban,
sin pagar renta, las solteronas. La casa de campo y los predios que la
rodeaban y pertenecían, valían mucho menos de lo que podía presumir el
conspirador, si juzgaba por lo que le costaban, pero él no paraba
mientes en tal materia: se iba arruinando ni más ni menos que su patria;
pero así como la lista civil le dolía lo mismo que si la pagase él
entera, de las mangas y capirotes que hacían con sus bienes le importaba
poco. No era todo desprendimiento; vagamente veía en lontananza un
porvenir de indemnizaciones patrióticas que aunque estaban en el
programa de su partido, a él no le alcanzaron.
A las nuevas haciendas de don Carlos se fueron Anita, el aya, los
criados y tras ellos el _hombre_, como llamó siempre la niña al
personaje que turbaba no pocas veces el sueño de su inocencia. Era
Iriarte, el amante de doña Camila y antiguo dueño de la casa de campo.
El aya había procurado seducir a don Carlos; sabía que su difunta esposa
era una humilde modista, y ella, doña Camila Portocarrero que se creía
descendiente de nobles, bien podía aspirar a la sucesión de la italiana.
Creyó que don Carlos se había casado por compromiso, que era un hombre
que se casaba con la servidumbre. Conocía este tipo y sabía cómo se le
trataba. Pero fue inútil. En el poco tiempo que pudo aprovechar para
hacer la prueba de su sabio y complicado sistema de seducción, don
Carlos no echó de ver siquiera que se le tendía una red amorosa. Por
aquella época era él casi sansimoniano. Emigró Ozores y doña Camila juró
odio eterno al ingrato, y consagró, con la paciencia de los reformistas
ingleses, un culto de envidia póstuma a la modista italiana que había
conseguido casarse con aquel estuco. Anita pagó por los dos.
El aya afirmaba en todas partes, entre interjecciones aspiradas, que la
educación de aquella señorita de cuatro años exigía cuidados muy
especiales. Con alusiones maliciosas, vagas y envueltas en misterios a
la condición social de la italiana, daba a entender que la ciencia de
educar no esperaba nada bueno de aquel retoño de meridionales
concupiscencias. En voz baja decía el aya que «la madre de Anita tal vez
antes que modista había sido bailarina».
De todas suertes, doña Camila se rodeó de precauciones pedagógicas y
preparó a la infancia de Ana Ozores un verdadero gimnasio de moralidad
inglesa. Cuando aquella planta tierna comenzó a asomar a flor de tierra
se encontró ya con un rodrigón al lado para que creciese derecha. El aya
aseguraba que Anita necesitaba aquel palo seco junto a sí y estar atada
a él fuertemente. El palo seco era doña Camila. El encierro y el ayuno
fueron sus disciplinas.
Ana que jamás encontraba alegría, risas y besos en la vida, se dio a
soñar todo eso desde los cuatro años. En el momento de perder la
libertad se desesperaba, pero sus lágrimas se iban secando al fuego de
la imaginación, que le caldeaba el cerebro y las mejillas. La niña
fantaseaba primero milagros que la salvaban de sus prisiones que eran
una muerte, figurábase vuelos imposibles.
«Yo tengo unas alas y vuelo por los tejados, pensaba; me marcho como
esas mariposas»; y dicho y hecho, ya no estaba allí. Iba volando por el
azul que veía allá arriba.
Si doña Camila se acercaba a la puerta a escuchar por el ojo de la
llave, no oía nada. La niña con los ojos muy abiertos, brillantes, los
pómulos colorados, estaba horas y horas recorriendo espacios que ella
creaba llenos de ensueños confusos, pero iluminados por una luz difusa
que centelleaba en su cerebro.
Nunca pedía perdón; no lo necesitaba. Salía del encierro pensativa,
altanera, callada; seguía soñando; la dieta le daba nueva fuerza para
ello. La heroína de sus novelas de entonces era una madre. A los seis
años había hecho un poema en su cabecita rizada de un rubio obscuro.
Aquel poema estaba compuesto de las lágrimas de sus tristezas de
huérfana maltratada y de fragmentos de cuentos que oía a los criados y a
los pastores de Loreto. Siempre que podía se escapaba de casa; corría
sola por los prados, entraba en las cabañas donde la conocían y
acariciaban, sobre todo los perros grandes; solía comer con los
pastores. Volvía de sus correrías por el campo, como la abeja con el
jugo de las flores, con material para su poema. Como Poussin cogía
yerbas en los prados para estudiar la naturaleza que trasladaba al
lienzo. Anita volvía de sus escapatorias de salvaje con los ojos y la
fantasía llenos de tesoros que fueron lo mejor que gozó en su vida. A
los veintisiete años Ana Ozores hubiera podido contar aquel poema desde
el principio al fin, y eso que en cada nueva edad le había añadido una
parte. En la primera había una paloma encantada con un alfiler negro
clavado en la cabeza; era la reina mora; su madre, la madre de Ana que
no parecía. Todas las palomas con manchas negras en la cabeza podían
ser una madre, según la lógica poética de Anita.
La idea del libro, como manantial de mentiras hermosas, fue la
revelación más grande de toda su infancia. ¡Saber leer! esta ambición
fue su pasión primera. Los dolores que doña Camila le hizo padecer antes
de conseguir que aprendiera las sílabas, perdonóselos ella de todo
corazón. Al fin supo leer. Pero los libros que llegaban a sus manos, no
le hablaban de aquellas cosas con que soñaba. No importaba; ella les
haría hablar de lo que quisiese.
Le enseñaban geografía; donde había enumeraciones fatigosas de ríos y
montañas, veía Ana aguas corrientes, cristalinas y la sierra con sus
pinos altísimos y soberbios troncos; nunca olvidó la definición de isla,
porque se figuraba un jardín rodeado por el mar; y era un contento. La
historia sagrada fue el maná de su fantasía en la aridez de las
lecciones de doña Camila. Adquirió su poema formas concretas, ya no fue
nebuloso; y en las tiendas de los israelitas, que ella bordó con franjas
de colores, acamparon ejércitos de bravos marineros de Loreto, de pierna
desnuda, musculosa y velluda, de gorro catalán, de rostro curtido,
triste y bondadoso, barba espesa y rizada y ojos negros.
La poesía épica predomina lo mismo que en la infancia de los pueblos en
la de los hombres. Ana soñó en adelante más que nada batallas, una
Ilíada, mejor, un Ramayana sin argumento. Necesitaba un héroe y le
encontró: Germán, el niño de Colondres. Sin que él sospechara las
aventuras peligrosas en que su amiga le metía, se dejaba querer y acudía
a las citas que ella le daba en la barca de Trébol.
Nada le decía de aquellas grandes batallas que le obligaba a ganar en
el extremo Oriente, en las que ella le asistía haciendo el papel de
reina consorte, con arranques de amazona. Algunas veces le propuso,
hablándole al oído, viajes muy arriesgados a países remotos que él ni de
nombre conocía. Germán aceptaba inmediatamente, y estaba dispuesto a
convertirse en diligencia si Ana aceptaba el cargo de mula, o viceversa.
No era eso. La niña quería ir a tierra de moros de verdad, a matar
infieles o a convertirlos, como Germán quisiera. Germán prefería
matarlos; y dicho y hecho se metían en la barca, mientras el barquero
dormía a la sombra de un cobertizo en la orilla. A costa de grandes
sudores conseguían un ligero balanceo del gran navío que tripulaban y
entonces era cuando se creían bogando a toda vela por mares nunca
navegados.
Germán gritaba:--¡Orza!... ¡a babor, a estribor! ¡hombre al agua!...
¡un tiburón!...
Pero tampoco era aquello lo que quería Anita; quería marchar de veras,
muy lejos, huyendo de doña Camila. La única ocasión en que Germán
correspondió al tipo ideal que de su carácter y prendas se había forjado
Anita, fue cuando aceptó la escapatoria nocturna para ver juntos la luna
desde la barca y contarse cuentos. Este proyecto le pareció más viable
que el de irse a Morería y se llevó a cabo. Ya se sabe cómo entendió la
grosera y lasciva doña Camila la aventura de los niños. Era de tal
índole la maldad de esta hembra, que daba por buenas las desazones que
el lance pudiera causarle, por la responsabilidad que ella tenía, con
tal de ver comprobados por los hechos sus pronósticos.
--«¡Como su madre!--decía a las personas de confianza--. _¡improper!
¡improper!_ ¡Si ya lo decía yo! El instinto... la sangre.... No basta la
educación contra la naturaleza».
Desde entonces educó a la niña sin esperanzas de salvarla; como si
cultivara una flor podrida ya por la mordedura de un gusano. No esperaba
nada, pero cumplía su deber. Loreto era una aldea, y como doña Camila
refería la aventura a quien la quisiera oír, llorando la infeliz,
rendida bajo el peso de la responsabilidad (y ella poco podía contra la
naturaleza), el escándalo corrió de boca en boca, y hasta en el casino
se supo lo de aquella confesión a que se obligó a la reo. Se discutió el
caso fisiológicamente. Se formaron partidos; unos decían que bien podía
ser, y se citaban multitud de ejemplos de precocidad semejante.
--Créanlo ustedes--decía el amante de doña Camila--el hombre nace
naturalmente malo, y la mujer lo mismo.
Otros negaban la verosimilitud del hecho cuando menos.
--«Si ponen ustedes eso en un libro nadie lo creerá».
Ana fue objeto de curiosidad general. Querían verla, desmenuzar sus
gestos, sus movimientos para ver si se le conocía en algo.
--Lo que es desarrollada lo está y mucho para su edad...--decía el
hombre de doña Camila, que saboreaba por adelantado la lujuria de lo
porvenir.
--En efecto, parece una mujercita. Y se la devoraba con los ojos; se
deseaba un milagroso crecimiento instantáneo de aquellos encantos que no
estaban en la niña sino en la imaginación de los socios del casino.
A Germán, que no pareció por Loreto, se le atribuían quince años. «Por
este lado no había dificultad». Doña Camila se creyó obligada en
conciencia a indicar algo a la familia. Al padre no; sería un golpe de
muerte. Escribió a las tías de Vetusta.
«¡Era el último porrazo! ¡El nombre de los Ozores deshonrado! porque al
fin Ozores era la niña, aunque indigna».
Entonces doña Anuncia, la hermana mayor, escribió a don Carlos, porque
el caso era apurado. No le contaba el lance de la deshonra _c_ por _b_,
porque ni sabía cómo había sido, ni era decente referir a un padre tales
escándalos, ni una señorita, una soltera, aunque tuviese más de cuarenta
años, podía descender a ciertos pormenores. Se le escribió a don Carlos
nada más que esto: que era preciso llevar consigo a Anita, pues si la
niña no vivía al lado de su padre, corría grandes riesgos, si no estaba
en peligro inminente, el honor de los Ozores. Don Carlos entonces no
podía restituirse a la patria, como él decía.
Pasaron años, pudo y quiso acogerse a una amnistía y volvió desengañado.
Doña Camila y Ana se trasladaron a Madrid y allí vivían parte del año
los tres juntos, pero el verano y el otoño los pasaban en la quinta de
Loreto.
La calumnia con que el aya había querido manchar para siempre la pureza
virginal de Anita se fue desvaneciendo; el mundo se olvidó de semejante
absurdo, y cuando la niña llegó a los catorce años ya nadie se acordaba
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