La Regenta - 13

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supersticiosamente al _plastón_ gran parte en las victorias de amor de
su enemigo.
Él, Ronzal, también lucía mucho la pechera, pero insensiblemente tendía
al chaleco cerrado y a la corbata acartonada. Volvía a ver la pechera
del otro, y volvía él a los chalecos abiertos. Miraba a Mesía Ronzal, y
si aplaudía su modelo aborrecido aplaudía él, pero pausadamente y sin
ruido, como el otro. Ponía los codos en el antepecho del palco y cruzaba
las manos, y se volvía para hablar con sus amigos aquel don Álvaro de
una manera singular que Trabuco no supo imitar en su vida. Si Mesía
paseaba los gemelos por los palcos y las butacas, seguía Ronzal el
movimiento de aquellos que se le antojaban dos cañones cargados de
mortífera metralla: ¡infeliz de la mujer a quien apuntara aquel asesino
de corazones! Señora o señorita ya la tenía Ronzal por muerta de amor o
deshonrada cuando menos.
Mejor que todos conocía las víctimas que el don Juan de Vetusta iba
haciendo, le espiaba, seguía, como sus miradas, sus pasos, interpretaba
sus sonrisas, y más de una vez (antes morir que confesarlo), más de una
vez esperó el tiempo que solía tardar el otro en cansarse de una dama
para procurar cogerla en las torpes y groseras redes de la seducción
ronzalesca.
En tales ocasiones solía encontrarse con que aquellos platos de segunda
mesa se los comía Paco Vegallana, el Marquesito.
Todo esto sabía Trabuco, pero no lo decía a nadie.
Negaba las conquistas de Mesía.
--Ya está viejo--solía decir--; no digo que allá en sus verdores, cuando
las costumbres estaban perdidas, gracias a la gloriosa... no digo que
entonces no haya tenido alguna aventurilla.... Pero hoy por hoy, en el
actual momento histórico--el de Pernueces se crecía hablando de esto--la
moralidad de nuestras familias es el mejor escudo.
Estas conversaciones se repetían todos los días; el objeto de la
murmuración variaba poco, los comentarios menos y las frases de efecto
nada. Casi podía anunciarse lo que cada cual iba a decir y cuándo lo
diría.
Don Álvaro notó que su presencia había hecho cesar alguna conversación.
Estaba acostumbrado a ello. Sabía el odio que le consagraba el de
Pernueces y la admiración de que este odio iba acompañada. Le divertía y
le convenía la inquina de Ronzal, gran propagandista de la leyenda de
que era Mesía el héroe; y aquella leyenda era muy útil, para muchas
cosas. También había conocido la imitación grotesca del Estudiante--él
le llamaba así todavía--y se complacía en observarle como si se mirase
en un espejo de _la Rigolade_. No le quería mal. Le hubiera hecho un
favor, siendo cosa fácil. Algunos le había hecho tal vez, sin que el
otro lo supiera.
Aunque sin aludir ya a la Regenta, se volvió a hablar de mujeres
casadas.
Ronzal, como otros días, defendía en tesis general la moralidad
presente, debida a la restauración.
--Vamos, que usted, Ronzalillo, en estos tiempos de moralidad...--dijo
el alcalde, con su malicia de siempre.
Sonrió un momento Trabuco, pero recobrando la serenidad exclamó:
--Ni yo ni nadie; créanme ustedes. En Vetusta la vida no tiene
incentivos para el vicio. No digo que todo sea virtud, pero faltan las
ocasiones. Y la sana influencia del clero, sobre todo del clero
catedral, hace mucho. Tenemos un Obispo que es un santo, un Magistral....
--Hombre, el Magistral... no me venga usted a mí con cuentos.... Si yo
hablara.... Además, todos ustedes saben....
El que empleaba estas reticencias era Foja.
--El señor Magistral--dijo Mesía, hablando por primera vez al corro--no
es un místico que digamos, pero no creo que sea solicitante.
--¿Qué significa eso?--preguntó Joaquinito Orgaz.
Se lo explicó Foja. Se discutió si el Magistral lo era. Dijeron que no
Ronzal, Orgaz padre, el Marquesito, Mesía y otros cuatro; que sí Foja,
Joaquinito y otros dos.
Ganada la votación, para contentar a la minoría, el presidente del
Casino declaró imparcialmente que «el verdadero pecado del Provisor era
la simonía».
El Marquesito, licenciado en derecho civil y canónico se hizo explicar
la palabreja.
Según don Álvaro, la ambición y la avaricia eran los pecados capitales
del Magistral, la avaricia sobre todo; por lo demás era un sabio; acaso
el único sabio de Vetusta; un orador incomparablemente mejor que el
Obispo.
--No es un santo--añadía--pero no se puede creer nada de lo que se dice
de doña Obdulia y él, ni lo de él y Visitación; y en cuanto a sus
relaciones con los Páez, yo que soy amigo de corazón de don Manuel, y
conozco a su hija desde que era así--media vara--protesto contra todas
esas calumniosas especies.
(Ronzal apuntó la palabra: él creía que se decía especias.)
--¿Qué especies?--preguntó el Marquesito, que para eso estaba allí.
--¿No lo sabes? Pues dicen que Olvidito está supeditada a la voluntad de
don Fermín; que no se casa ni se casará porque él quiere hacerla monja,
y que don Manuel autoriza esto, y....
--Y yo juro que es verdad, señor don Álvaro--gritó Foja.
--¿Pero cree usted, también que el Magistral haga el amor a la niña?
--Eso es lo que yo no sé.--Ni lo otro--dijo Ronzal. Mesía le miró
aprobando sus palabras con una inclinación de cabeza y una afable
sonrisa.
--Señores--añadió Trabuco, animándose--esto es escandaloso. Aquí todo se
convierte en política. El señor Magistral es una persona muy digna por
todos conceptos.
--Díjolo Blas.--¡Lo digo yo!--Como si lo dijera el gato. Hubo una
pausa. El ex-alcalde no era un Joaquinito Orgaz.
Aquello de gato pedía sangre, Ronzal estaba seguro, pero no sabía cómo
contestar al liberalote.
Por último dijo:--Es usted un grosero. Foja, que sabía insultar, pero
también perdonaba los insultos, no se tuvo por ofendido.
--Yo lo que digo lo pruebo--replicó--; el Magistral es el azote de la
provincia: tiene embobado al Obispo, metido en un puño al clero; se ha
hecho millonario en cinco o seis años que lleva de Provisor; la curia de
Palacio no es una curia eclesiástica sino una sucursal de los Montes de
Toledo. Y del confesonario nada quiero decir; y de la Junta de las
Paulinas tampoco; y de las niñas del Catecismo... chitón, porque más
vale no hablar; y de la Corte de María... pasemos a otro asunto. En fin,
que no hay por dónde cogerlo. Esta es la verdad, la pura verdad: y el
día que haya en España un gobierno medio liberal siquiera, ese hombre
saldrá de aquí con la sotana entre piernas. He dicho.
El ex-alcalde entendía así la libertad; o se perseguía o no se perseguía
al clero. Esta persecución y la libertad de comercio era lo esencial. La
libertad de comercio para él se reducía a la libertad del interés.
Todavía era más usurero que clerófobo.
Aunque maldiciente, no solía atreverse a insultar a los curas de tan
desfachatada manera, y aquel discurso produjo asombro.
¿Cómo aquel socarrón, marrullero, siempre alerta, se había dejado llevar
de aquel arrebato? No había tal cosa. Estaba muy sereno. Bien sabía su
papel. Su propósito era agradar a don Álvaro, por causas que él conocía;
y aunque el presidente del Casino fingiera defender al canónigo, a Foja
le constaba que no le quería bien ni mucho menos.
--Señor Foja--respondió Mesía, seguro de que todos esperaban que él
hablase--hay cuando menos notable exageración en todo lo que usted ha
dicho.
--_Vox populi_...
--El pueblo es un majadero--gritó Ronzal--. El pueblo crucificó a
Nuestro Señor Jesucristo, el pueblo dio la cicuta a Hipócrates.
--A Sócrates--corrigió Orgaz, hijo, vengándose bajo el seguro de la
presencia de don Álvaro.
--El pueblo--continuó el otro sin hacer caso--mató a Luis diez y seis....
--¡Adiós! ya se desató--interrumpió Foja.
Y cogiendo el sombrero añadió:
--Abur, señores; donde hablan los sabios sobramos los ignorantes.
Y se aproximó a la puerta.--Hombre, a propósito de sabios--dijo don
Frutos Redondo, el americano, que hasta entonces no había hablado--.
Tengo pendiente una apuesta con usted, señor Ronzal... ya recordará
usted... aquella palabreja.
--¿Cuál?--Avena. Usted decía que se escribe con _h_...
--Y me mantengo en lo dicho, y lo hago cuestión personal.
--No, no; a mí no me venga usted con circunloquios; usted había apostado
unos callos....
--Van apostados.--Pues bueno ¡ajajá! Que traigan el Calepino, ese que
hay en la biblioteca.
--¡Que lo traigan! Un mozo trajo el diccionario. Estas consultas eran
frecuentes.
--Búsquelo usted primero con _h_--dijo Ronzal con voz de trueno a
Joaquinito, que había tomado a su cargo, con deleite, la tarea de
aplastar al de Pernueces.
Don Frutos se bañaba en agua de rosa. Un millón, de los muchos que
tenía, hubiera dado él por una victoria así. Ahora verían quién era más
bruto. Guiñaba los ojos a todos, reía satisfecho, frotaba las manos.
--¡Qué callada! ¡qué callada!
Orgaz, solemnemente, buscó avena con _h_. No pareció.
--Será que la busca usted con _b_; búsquela usted con _v_ de corazón.
--Nada, señor Ronzal, no parece.
--Ahora búsquela usted sin _h_--exclamó don Frutos, ya muy serio,
queriendo tomar un continente digno en el momento de la victoria.
Ronzal estaba como un tomate. Miró a Mesía, que fingió estar distraído.
Por fin Trabuco, dispuesto a jugar el todo por el todo, se puso en pie
en medio de la sala y cogió bruscamente el diccionario de manos de
Orgaz, que creyó que iba a arrojárselo a la cabeza. No; lo lanzó sobre
un diván y gritando dijo:
--Señores, sostenga lo que quiera ese libraco, yo aseguro, bajo palabra
de honor, que el diccionario que tengo en casa pone avena con _h_.
Don Frutos iba a protestar, pero Ronzal añadió sin darle tiempo:
--El que lo niegue me arroja un mentís, duda de mi honor, me tira a la
cara un guante, y en tal caso... me tiene a su disposición; ya se sabe
cómo se arreglan estas cosas.
Don Frutos abrió la boca. Foja, desde la puerta, se atrevió a decir:
--Señor Ronzal, no creo que el señor Redondo, ni nadie, se atreva a
dudar de su palabra de usted. Si usted tiene un diccionario en que lleva
_h_ la avena, con su pan se lo coma; y aun calculo yo qué diccionario
será ese.... Debe de ser el diccionario de Autoridades....
--Sí señor; es el diccionario del Gobierno....
--Pues ese es el que manda; y usted tiene razón y don Frutos confunde la
avena con la Habana, donde hizo su fortuna....
Don Frutos se dio por satisfecho. Había comprendido el chiste de la
avena que se había de comer el otro y fingió creerse vencido.
--Señores--dijo--corriente, no se hable más de esto; yo pago la callada.
Casi siempre pasaba él allí por el más ignorante, y el ver a Ronzal
objeto de burla general, le puso muy contento.
Se quedó en que aquella noche cenarían todos los del corro a costa de
don Frutos. ¡Raro desprendimiento en aquel corazón amante de la
economía! Ronzal creyó que una vez más se había impuesto a fuerza de
energía; ¡y ahora delante de don Álvaro! Aceptó la cena y el papel de
vencedor; por más que estaba seguro de que en su casa no había
diccionario. Pero ya que Foja lo decía....
Había cesado la lluvia. Se disolvió la reunión, despidiéndose hasta la
noche. Aquellos eran, fuera de Orgaz padre, los ordinarios
trasnochadores.
La cena sería a última hora. Mesía ofreció asistir a pesar de sus muchas
ocupaciones.
¡Cuánto envidió esta frase Ronzal! Comprendió que todos habían
interpretado lo mismo que él aquellas «ocupaciones». Eran ¡ay! cita de
amor. «¡Tal vez con la Regenta!» pensó el de Pernueces; y se prometió
espiarlos.
Don Álvaro Mesía, Paco Vegallana y Joaquín Orgaz salieron juntos. El
Marquesito comprendió que a don Álvaro le estorbaba Orgaz.
--Oye, Joaquín, ahora que me acuerdo ¿no sabes lo que pasa?
--Tú dirás.--Que tienes un rival temible.--¿En qué... plaza?--Tienes
razón, olvidaba tus muchas empresas.... Se trata de Obdulia.
--Hola, hola--dijo Mesía, sonriendo de pura lástima--; ¿con que tiene
usted en asedio a la viudita?
--Sí--dijo Paco--es... el Gran Cerco de Viena.
Joaquín, a pesar de lo flamenco, se turbó, entre avergonzado y hueco.
Sabía positivamente que don Álvaro había sido amante de Obdulia, porque
ella se lo había confesado. «¡El único!» según la dama. Pero Orgaz
sospechaba que había heredado aquellos amores Paco. Obdulia juraba que
no.
--Pues tu rival es don Saturnino Bermúdez, el descendiente de cien
reyes, ya sabes, mi primo, según él.... Ayer creo que hubo un escándalo
en la catedral, que el _Palomo_ tuvo que echarlos poco menos que a
escobazos: ¿qué creías tú, que Obdulia sólo tenía citas en las
carboneras? Pues también en los palacios y en los templos...
_Pauperum tabernas, regumque turres._
Joaquinito, fingiendo mal buen humor, preguntó:
--Pero tú ¿cómo sabes todo eso?
--Es muy sencillo. La señora de Infanzón... ya sabe este quién es.
--Sí--dijo Mesía--la de Palomares....
--Esa, fue a la catedral con Obdulia, las acompañó el arqueólogo, y en
la capilla de las reliquias, en los sótanos, en la bóveda, en todas
partes creo que se daban unos... apretones.... La Infanzón se lo contó a
mamá que se moría de risa; la lugareña estaba furiosa.... Hoy mi madre,
para divertirse--ya sabes lo que a la pobre le gustan estas
cosas--quería ver a Obdulia y a don Saturno juntos, en casa, a ver qué
cara ponían, aludiendo mamá a lo de ayer. La llamó, pero Obdulia se
disculpó diciendo que esta tarde tenía que pasarla en casa de Visitación
para hacer las empanadas de la merienda... ya sabes, la de la tertulia
de la otra....
--Sí, ya sé.--Con que allí las tienes, con los brazos al aire... y...
ya sabes... en fin, que está el horno para pasteles.
--En honor de la verdad--observó Mesía--la viuda está apetitosa en tales
circunstancias. Yo la he visto en casa de este, con su gran mandil
blanco, su falda bajera ceñida al cuerpo, la pantorrilla un poco al aire
y los brazos _un_ todo al fresco... colorada, excitadota....
El flamenco tragó saliva.--Es la mujer X--dijo sin poder contenerse--.
¿Y él?--añadió.
--¿Quién?--El sabihondo ese...--¡Ah! ¿don Saturnino? Pues tampoco fue
a casa. Contestó muy fino en una esquela perfumada, como todas las
suyas, que parecen de _cocotte_ de sacristía....
--¿Qué contestó?
--Que estaba en cama y que hiciera mamá el favor de mandarle la receta
de aquella purga tan eficaz que ella conoce. El pobre Bermúdez sería
feliz, dado que te desbanque, si no fueran esas irregularidades de las
vías digestivas. Joaquín siguió algunos minutos hablando de aquellas
bromas y se despidió.
--¡Pobre diablo!--dijo Mesía.
--Es pesado como un plomo. Callaron. Vegallana miraba de soslayo a su
amigo de vez en cuando. Don Álvaro iba pensativo. Aquel silencio era de
esos que preceden a confidencias interesantes de dos amigos íntimos.
Aquella amistad era como la de un padre joven y un hijo que le trata
como a un camarada respetable y de más seso. Pero además Paco veía en su
Mesía un héroe. Ni el ser heredero del título más envidiable de Vetusta,
ni su buena figura, ni su partido con las mujeres, envanecían a Paco
tanto como su intimidad con don Álvaro. Cuarenta años y alguno más
contaba el presidente del Casino, de veinticinco a veintiséis el futuro
Marqués y a pesar de esta diferencia en la edad congeniaban, tenían los
mismos gustos, las mismas ideas, porque Vegallana procuraba imitar en
ideas y gustos a su ídolo. No le imitaba en el vestir, ni en las
maneras, porque discretamente, al notar algunos conatos de ello, don
Álvaro le había hecho comprender que tales imitaciones eran ridículas y
cursis. Burlándose de Trabuco había apartado a Paco, que tenía instintos
de verdadero elegante, de tales propósitos. Y así era el Marquesito
original, vestía a la moda, según la entendía su sastre de Madrid, que
le tomaba en serio, que le cuidaba, como a parroquiano inteligente y de
mérito. No exageraba ni por ajustar demasiado la ropa ni por dejarla muy
holgada, ni se excedía en los picos de los cuellos, ni en las alas de
los sombreros.
Procuraba tener estilo indumentario para no parecerse a cualquier
figurín. No creía en los sastres de Vetusta y ni unas trabillas
compraba en su tierra. Nadie era sastre en su patria. En verano prefería
los sombreros blancos, los chalecos claros y las corbatas alegres. La
esencia del vestir bien estaba en la pulcritud y la corrección, y el
peligro en la exageración adocenada. Era blanco, sonrosado, pero sin
rastro de afeminamiento, porque tenía hermosa piel, buena sangre, mucha
salud; las mujeres le alababan sobre todo la boca, dientes inclusive, la
mano y el pie. Hasta en aquellos lugares donde el hombre suele perder
todo encanto, porque es el deber, lograba conquistas verdaderas y de
ello se pagaba no poco el Marquesito, que trataba con desdén a las
queridas ganadas en buena lid, y con grandes miramientos y hasta cariño
a las que le costaban su dinero. Su literatura se había reducido a la
_Historia de la prostitución_ por Dufour, a _La Dama de las Camelias_ y
sus derivados, con más algunos panegíricos novelescos de la mujer caída.
Creía en el buen corazón de las que llamaba Bermúdez meretrices y en la
corrupción absoluta de las clases superiores. Estaba seguro de que si no
venía otra irrupción de Bárbaros, el mundo se pudriría de un día a otro.
Lo lamentaba, pero lo encontraba muy divertido.
Además, pensaba que el buen casado necesita haber corrido muchas
aventuras. Él estaba destinado a cierta heredera tan escuálida como
virtuosa, y había puesto por condición, para comprometer su mano, que le
dejaran muchos años de libertad en la que se prepararía a ser un buen
marido.
La duda que le atormentaba y consultaba con Mesía era esta:
--¿Debo casarme pronto para que mi mujer no llegue a mis brazos hecha
una vieja? ¿Debo preferir tomarla vieja y ser libre más tiempo para
disfrutar de otras lozanías?
No pensaba él, por supuesto, abstenerse del amor adúltero en casándose:
pero ¿y la comodidad? ¿y el andar a salto de mata, ocultándose como un
criminal?
Prefería seguir preparándose para ser un buen esposo.
Después de Mesía, pocos seductores había tan afortunados como el
Marquesito. La vanidad solía ayudarle en sus conquistas; no pocas
mujeres se rendían al futuro marqués de Vegallana; pero otras veces, y
esto era lo que él prefería, vencían sus ojos azules, suaves y amorosos,
su manera de entender los placeres.
--Para gozar--decía--las de treinta a cuarenta. Son las que saben más y
mejor, y quieren a uno por sus prendas personales.
Como una dama rica y elegante deja vestidos casi nuevos a sus doncellas,
Mesía más de una vez dejaba en brazos de Paco amores apenas usados. Y
Paco, por ser quien era el otro, los tomaba de buen grado. Tanto le
admiraba.
Paco era de mediana estatura y cogido del brazo de su amigo parecía
bajo, porque Mesía era más alto que el buen mozo de Pernueces.
--¿A dónde vamos?--preguntó Vegallana, queriendo provocar así la
confidencia que esperaba.
Don Álvaro se encogió de hombros.
--Puede ser que esté ella en mi casa.
--¿Quién?--Anita. ¡Bah! Don Álvaro sonrió, mirando con cariño paternal
a Paco.
Le cogió por los hombros y le atrajo hacia sí, mientras decía:
--Muchacho, ¡tú eres _l'enfant terrible_! ¡Qué ingenuidad! Pero ¿quién
te ha dicho a ti?...
--Estos. Y puso Paco dos dedos sobre los ojos.
--¿Qué has visto? No puede ser. Yo estoy seguro de no haber sido
indiscreto.
--¿Y ella?--Ella... no estoy seguro de que sepa que me gusta.
--¡Bah! Estoy seguro yo.... Y más; estoy seguro de que le gustas tú.
Una mano de Mesía tembló ligeramente sobre el hombro de Vegallana.
El Marquesito lo sintió, y vio en el rostro de su amigo grandes
esfuerzos por ocultar alegría. Los ojos fríos del _dandy_ se animaron.
Chupó el cigarro y arrojó el humo para ocultar con él la expresión de
sus emociones.
Anduvieron algunos pasos en silencio.
--¿Qué has visto tú... en ella?
--¡Hola, hola! Parece que pica.
--¡Ya lo creo! ¿Y dónde creerás que pica?
Vegallana se volvió para mirar a Mesía.
Este señaló el corazón con ademán joco-serio.
--¡Puf!--hizo con los labios Paco.
--¿Lo dudas?--Lo niego.--No seas tonto. ¿Tú no crees en la posibilidad
de enamorarse?
--Yo me enamoro muy fácilmente....
--No es eso.--¿Y te pones colorado?--Sí; me da vergüenza, ¿qué
quieres? Esto debe de ser la vejez.--Pero, vamos a ver, ¿qué sientes?
Mesía explicó a Paco lo que sentía. Le engañó como engañaba a ciertas
mujeres que tenían educación y sentimientos semejantes a los del
Marquesito. La fantasía de Paco, sus costumbres, la especial perversión
de su sentido moral le hacían afeminado en el alma en el sentido de
parecerse a tantas y tantas señoras y señoritas, sin malos humores,
ociosas, de buen diente, criadas en el ocio y el regalo, en medio del
vicio fácil y corriente.
Era muy capaz de un sentimentalismo vago que, como esas mujeres, tomaba
por exquisita sensibilidad, casi casi por virtud. Pero esta virtud para
damas se rige por leyes de una moral privilegiada, mucho menos severa
que la desabrida moral del vulgo. Paco, sin pensar mucho en ello, y sin
pensar claramente, esperaba todavía un amor puro, un amor grande, como
el de los libros y las comedias; comprendía que era ridículo buscarlo y
se declaraba escéptico en esta materia; pero allá adentro, en regiones
de su espíritu en que él entraba rara vez, veía vagamente _algo mejor_
que el ordinario galanteo, algo más serio que los apetitos carnales
satisfechos y la vanidad contenta. Necesitaba para que todo eso saliera
a la superficie, para darse cuenta de ello, que fantasía más poderosa
que la suya provocase la actividad de su cerebro; la elocuencia de
Mesía, insinuante, corrosiva, era el incentivo más a propósito. En un
cuarto de hora, empleado en recorrer calles y plazuelas, don Álvaro hizo
sentir al otro aquellos algos indefinidos del amor dosimétrico, que era
la más alta idealidad a que llegaba el espíritu del Marquesito.
«Sí, todo aquello era puro. Se trataba de una mujer casada, es verdad;
pero el amor ideal, el amor de las almas elegantes y escogidas no se
para en barras. En París, y hasta en Madrid, se ama a las señoras
casadas sin inconveniente. En esto no hay diferencia entre el amor puro
y el ordinario».
Importaba mucho al jefe del partido liberal dinástico de Vetusta que
Paquito le creyera enamorado de aquella manera sutil y alambicada. Si se
convencía de la pureza y fuerza de esta pasión, le ayudaría no poco. La
amistad entre los Vegallana y la Regenta era íntima. Paco jamás había
dicho una palabra de amor a su amiga Anita, y esta le estimaba mucho; lo
poco expansiva que era ella con Paco lo había sido mejor que con otros;
en la casa del Marqués, además, se la podía ver a menudo; en otras casas
pocas veces. Si Mesía quería conseguir algo, no era posible prescindir
de Paquito. Supongamos que Ana consentía en hablar con don Álvaro a
solas, ¿dónde podía ser? ¿En casa del Regente? Imposible, pensaba el
seductor; esto ya sería una traición formal, de las que asustan más a
las mujeres; semejantes enredos no podía admitirlos la Regenta: por lo
menos al principio. La casa de Paco era un terreno neutral; el lugar más
a propósito para comenzar en regla un asedio y esperar los
acontecimientos. Don Álvaro lo sabía por larga experiencia. En casa de
Vegallana había ganado sus más heroicas victorias de amor. Su orgullo le
aconsejaba que no hiciera en favor de Ana Ozores una excepción que a
todo Vetusta le parecería indispensable.
Por lo mismo, quería él vencer allí para que vieran.
Había de ser en el salón amarillo, en el célebre salón amarillo. ¿Qué
sabía Vetusta de estas cosas? Tan mujer era la Regenta como las demás;
¿por qué se empeñaban todos en imaginarla invulnerable? ¿Qué blindaje
llevaba en el corazón? ¿Con qué unto singular, milagroso, hacía
incombustible la carne flaca aquella hembra? Mesía no creía en la virtud
absoluta de la mujer; en esto pensaba que consistía la superioridad que
todos le reconocían. Un hombre hermoso, como él lo era sin duda, con
tales ideas tenía que ser irresistible.
«Creo en mí y no creo en ellas». Esta era su divisa.
Para lo que servía aquel supersticioso respeto que inspiraba a Vetusta
la virtud de la Regenta era, bien lo conocía él, para aguijonearle el
deseo, para hacerle empeñarse más y más, para que fuese poco menos que
verdad aquello del enamoramiento que le estaba contando a su amiguito.
«Él era, ante todo, un hombre político; un hombre político que
aprovechaba el amor y otras pasiones para el medro personal». Este era
su dogma hacía más de seis años. Antes conquistaba por conquistar. Ahora
con su cuenta y razón; por algo y para algo. Precisamente tenía entre
manos un vastísimo plan en que entraba por mucho la señora de un
personaje político que había conocido en los baños de Palomares. Era
otra virtud. Una virtud a prueba de bomba; del gran mundo. Pues bien,
había empezado a minar aquella fortaleza. ¡Era todo un plan! Esperaba en
el buen éxito, pero no se apresuraba. No se apresuraba nunca en las
cosas difíciles. Él, el conquistador a lo Alejandro, el que había
rendido la castidad de una robusta aldeana en dos horas de pugilato, el
que había deshecho una boda en una noche, para sustituir al novio, el
Tenorio repentista, en los casos graves procedía con la paciencia de un
estudiante tímido que ama platónicamente. Había mujeres que sólo así
sucumbían; a no ser que abundasen las ocasiones de los ataques bruscos
con seguridad del secreto; entonces se acortaban mucho los plazos del
rendimiento. La señora del personaje de Madrid era de las que exigían
años. Pero el triunfo en este caso aseguraba grandes adelantos en la
carrera, y esto era lo principal en Mesía, el hombre político. Ahora se
empezaba a hablar en Vetusta de si él ponía o no ponía los ojos en la
Regenta. ¡Vergüenza le daba confesárselo a sí propio! ¡Dos años hacía
que ella debía creerle enamorado de sus prendas! Sí, dos años llevaba de
prudente sigiloso culto externo, casi siempre mudo, sin más elocuencia
que la de los ojos, ciertas idas y venidas y determinadas actitudes ora
de tristeza, ora de impaciencia, tal vez de desesperación. Y ¡mayor
vergüenza todavía! otros dos años había empleado en merecer el poeta
Trifón Cármenes, enamorado líricamente de la Regenta. Bien lo había
conocido don Álvaro, y aunque el rival no le parecía temible, era muy
ridículo coincidir con tamaño personaje en la fecha de las operaciones y
en el sistema de ataque. Pero al principio no había más remedio, había
que proceder así. Claro es que el poeta se había quedado muy atrás; no
había pasado de esta situación, poco lisonjera: la Regenta no sabía que
aquel chico estaba enamorado de ella. Le veía a veces mirarla con fijeza
y pensaba:
«¡Qué distraído es ese poetilla de _El Lábaro_! deben de tenerle muy
preocupado los consonantes». Y en seguida se olvidaba de que había
Cármenes en el mundo. Entonces ya no le quedaba al poeta más testigo de
su dolor que Mesía, la única persona del mundo que entendía el sentido
oculto y hondo de los versos eróticos de Cármenes. Aquellas elegías
parecían charadas, y sólo podía descifrarlas don Álvaro dueño de la
clave.
Esta parte ridícula, según él, de su empeño, ponía furioso unas veces al
gentil Mesía y otras de muy buen humor. ¡Era chusco! ¡Él, rival de
Trifón! Había que dar un asalto. Ya debía de estar aquello bastante
preparado. Aquello era el corazón de la Regenta.
El presidente del Casino apreciaba el progreso de la cultura por la
lentitud o rapidez en esta clase de asuntos. Vetusta era un pueblo
primitivo. Dígalo si no lo que a él le pasaba con Anita Ozores. Verdad
era que en aquellos dos años había rendido otras fortalezas. Pero
ninguna aventura había sido de las ruidosas; nada podía saber la Regenta
de cierto y el amor y la constancia del discreto adorador debían de ser
para ella cosa poco menos que segura. La prudencia y el sigilo eran
dotes positivas de don Álvaro en tales asuntos. Sus aventuras actuales
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