La Regenta - 36

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--¿Quién diablos ha andado aquí?--preguntó a las auras matutinas.
Guardó el guante en un bolsillo, recogió las semillas que no había
llevado el viento, y con gran cuidado volvió a escoger y separar los
granos. Se trataba de una singularísima especie de pensamientos
monocromos, invención suya.
Cuando sintió ruido en la casa, llamó a gritos.
--¡Anselmo, Petra, Servanda, Petra!...
Apareció Petra con el cabello suelto, en chambra, y mal tapada con un
mantón viejo del ama. Parecía la aurora de las doradas guedejas; pero
Frígilis, mal humorado, se encaró con la aurora.
--Oye, tú, buena pécora, ¿qué demonio de obispo entra aquí por la noche
a destrozarme las semillas?...
--¿Qué dice usted que no le entiendo?--contestó Petra desde el patio.
--Digo que ayer me retiré yo de la huerta cerca del obscurecer, que dejé
allá dentro unas semillas envueltas en un papel... y ahora me encuentro
la simiente revuelta con la tierra en el suelo, y sobre una butaca este
guante de canónigo.... ¿Quién ha estado aquí de noche?
--¡De noche! Usted sueña, D. Tomás.
--¡Ira de Dios! De noche digo....
--A ver el guante...--Toma--contestó Frígilis, arrojando desde lejos la
prenda....
--Pues... ¡está bueno! ja, ja, ja... buen canónigo te dé Dios.... Lo que
entiende usted de modas, don Tomás.... ¿Pues no dice que es un guante de
canónigo?...
--¿Pues de quién es?--De mi señora.... No ve usted la mano... qué
chiquita... a no ser que haya _canónigas_ también.
--¿Y se usan ahora guantes morados?
--Pues claro... con vestidos de cierto color....
Frígilis encogió los hombros.
--Pero mis semillas, mis semillas ¿quién me las ha echado a rodar?
--El gato, ¿qué duda tiene? el gatito pequeño, el moreno, el mismo que
habrá llevado el guante a la glorieta... ¡es lo más urraca!...
En la pajarera de Quintanar cantó un jilguero.
--¡El gato! ¡El moreno!...--dijo Frígilis, moviendo la cabeza--qué
gato... ni qué...
Una sonrisa seráfica iluminó su rostro de repente, y volviéndose a
Petra, señaló a la galería:
--¡Es mi macho! ¡es mi macho! ¿oyes? estoy seguro... ¡es mi macho!... y
tu amo que decía... que su canario... que iba a cantar primero...
oyes... ¿oyes? es mi macho, se lo he prestado quince días para que lo
viese vencer... ¡es mi macho!
Frígilis olvidó el guante y el gato, y quedó arrobado oyendo el
repiqueteo estridente, fresco, alegre del jilguero de sus amores.
Petra escondió en el seno de nieve apretada el guante morado del
Magistral.


--XVIII--

Las nubes pardas, opacas, anchas como estepas, venían del Oeste,
tropezaban con las crestas de Corfín, se desgarraban y deshechas en
agua, caían sobre Vetusta, unas en diagonales vertiginosas, como
latigazos furibundos, como castigo bíblico; otras cachazudas,
tranquilas, en delgados hilos verticales. Pasaban y venían otras, y
después otras que parecían las de antes, que habían dado la vuelta al
mundo para desgarrarse en Corfín otra vez. La tierra fungosa se
descarnaba como los huesos de Job; sobre la sierra se dejaba arrastrar
por el viento perezoso, la niebla lenta y desmayada, semejante a un
penacho de pluma gris; y toda la campiña entumecida, desnuda, se
extendía a lo lejos, inmóvil como el cadáver de un náufrago que chorrea
el agua de las olas que le arrojaron a la orilla. La tristeza resignada,
fatal de la piedra que la gota eterna horada, era la expresión muda del
valle y del monte; la naturaleza muerta parecía esperar que el agua
disolviera su cuerpo inerte, inútil. La torre de la catedral aparecía a
lo lejos, entre la cerrazón, como un mástil sumergido. La desolación del
campo era resignada, poética en su dolor silencioso; pero la tristeza
de la ciudad negruzca; donde la humedad sucia rezumaba por tejados y
paredes agrietadas, parecía mezquina, repugnante, chillona, como
canturia de pobre de solemnidad. Molestaba; no inspiraba melancolía sino
un tedio desesperado. Frígilis prefería mojarse a campo raso, y
arrastraba consigo a Quintanar lejos de Vetusta, cerca del mar, a las
praderas y marismas solitarias de Palomares y Roca Tajada, donde
fatigaban el monte y la llanura, persiguiendo perdices y chochas en lo
espeso de los altozanos nemorosos; y en las planicies escuetas,
melancólicos y quejumbrosos alcaravanes, nubes de estorninos, tordos de
agua, patos marinos, y bandadas obscuras de peguetas diligentes. Para
estas excursiones lejanas, don Víctor contaba con el beneplácito de su
esposa. Se salía al ser de día, en el tren correo, se llegaba a Roca
Tajada una hora después, y a las diez de la noche entraban en Vetusta
silenciosos, cargados de ramilletes de pluma y como sopa en vino. Allá
en las marismas de Palomares, don Víctor solía echar de menos el teatro.
«¡Si el tren saliese dos horas antes, menos mal!». Frígilis no echaba de
menos nada. Su devoción a la caza, a la vida al aire libre, en el campo,
en la soledad triste y dulce, era profunda, sin rival: Quintanar
compartía aquella afición con su amor a las farsas del escenario.
Frígilis en el teatro se aburría y se constipaba. Tenía horror a las
corrientes de aire, y no se creía seguro más que en medio de la campiña,
que no tiene puertas.
Crespo tenía bien definida y arraigada su vocación: la naturaleza;
Quintanar había llegado a viejo sin saber «cuál era su destino en la
tierra», como él decía, usando el lenguaje del tiempo romántico, del que
le quedaban algunos resabios. Era el espíritu del ex-regente, de blanda
cera; fácilmente tomaba todas las formas y fácilmente las cambiaba por
otras nuevas. Creíase hombre de energía, porque a veces usaba en casa un
lenguaje imperativo, de bando municipal; pero no era, en rigor, más que
una pasta para que otros hiciesen de él lo que quisieran. Así se
explicaba que, siendo valiente, jamás hubiese tenido ocasión de mostrar
su valor luchando contra una voluntad contraria. Él sostenía que en su
casa no se hacía más que lo que él quería, y no echaba de ver que
siempre acababa por querer lo que determinaban los demás. Si Ana Ozores
hubiera tenido un carácter dominante, don Víctor se hubiese visto en la
triste condición de esclavo: por fortuna, la Regenta dejaba al buen
esposo entregado a las veleidades de sus caprichos y se contentaba con
negarle toda influencia sobre los propios gustos y aficiones. Aquel
programa de diversiones, alegría, actividad bulliciosa, que había
publicado a son de trompeta Quintanar, se cumplía sólo en las partes y
por el tiempo que a su esposa le parecían bien; si ella prefería quedar
en casa, volver a sus ensueños, don Víctor que había prometido y hasta
jurado no ceder, poco a poco cedía; procuraba que la retirada fuese
honrosa, fingía transigir y creía a salvo su honor de hombre enérgico y
amo de su casa, permitiéndose la audacia de gruñir un poco, entre
dientes, cuando ya nadie le oía. Los criados le imponían su voluntad,
sin que él lo sospechara. Hasta en el comedor se le había derrotado.
Amante, como buen aragonés, de los platos fuertes, del vino espeso, de
la clásica abundancia, había ido cediendo poco a poco, sin conocerlo, y
comía ya mucho menos, y pasaba por los manjares más fantásticos que
suculentos, que agradaban a su mujer. No era que Anita se los
impusiese, sino que las cocineras preferían agradar al ama, porque allí
veían una voluntad seria, y en el señor sólo encontraban un predicador
que les aburría con sermones que no entendían. Hasta en el estilo se
notaba que Quintanar carecía de carácter. Hablaba como el periódico o el
libro que acababa de leer, y algunos giros, inflexiones de voz y otras
cualidades de su oratoria, que parecían señales de una _manera_
original, no eran más que vestigios de aficiones y ocupaciones pasadas.
Así hablaba a veces como una sentencia del Tribunal Supremo, usaba en la
conversación familiar el tecnicismo jurídico, y esto era lo único que en
él quedaba del antiguo magistrado. No poco había contribuido en
Quintanar a privarle de originalidad y resolución, el contraste de su
oficio y de sus aficiones. Si para algo había nacido, era, sin duda,
para cómico de la legua, o mejor, para aficionado de teatro casero. Si
la sociedad estuviera constituida de modo que fuese una carrera
suficiente para ganarse la vida, la de cómico aficionado, Quintanar lo
hubiera sido hasta la muerte y hubiera llegado a _trabajar_, frase suya,
tan bien como cualquiera de esos _otros primeros galanes_ que recorren
las capitales de provincia, a guisa de buhoneros.
Pero don Víctor comprendió que el cómico en España no vive de su honrado
trabajo si no se entrega a la vergüenza de servir al público el arte en
las compañías de comediantes de oficio; comprendió además que él
necesitaba con el tiempo _crear una familia_, y entró en la carrera
judicial a regañadientes. Quiso la suerte, y quisieron las buenas
relaciones de los suyos, que Quintanar fuera ascendiendo con rapidez, y
se vio magistrado y se vio regente de la Audiencia de Granada, a una
edad en que todavía se sentía capaz de representar el _Alcalde de
Zalamea_ con toda la energía que el papel exige. Pero la espina la
llevaba en el corazón; reconocía que el cargo de magistrado es
delicadísimo, grande su responsabilidad, pero él... «era ante todo un
artista». ¡Aborrecía los pleitos, amaba las tablas y no podía pisarlas
_dignamente_! Este era el torcedor de su espíritu. Si le hubiese sido
lícito representar comedias, quizás no hubiera hecho otra cosa en la
vida, pero como le estaba prohibido por el decoro y otra porción de
serias consideraciones, procuraba buscar otros caminos a la comezón de
ser algo más que una rueda del poder judicial, complicada máquina; y era
cazador, botánico, inventor, ebanista, filósofo, todo lo que querían
hacer de él su amigo Frígilis y los vientos del azar y del capricho.
Frígilis había formado a su querido Víctor, al cabo de tantos años de
trato íntimo a su imagen y semejanza, en cuanto era posible. Salía
Quintanar de la servidumbre ignorada de su domicilio para entrar en el
poder dictatorial, aunque ilustrado, de Tomás Crespo, aquel pedazo de su
corazón, a quien no sabía si quería tanto como a su Anita del alma. La
simpatía había nacido de una pasión común: la caza. Pero la caza antes
no era más que un ejercicio de hombre primitivo para el aragonés; cazaba
sin saber lo que eran las perdices, ni las liebres y conejos, por
dentro; Frígilis estudiaba la fauna y la flora del país de camino que
cazaba, y además meditaba como filósofo de la naturaleza. Crespo hablaba
poco, y menos en el campo; no solía discutir, prefería sentar su opinión
lacónicamente, sin cuidarse de convencer a quien le oía. Así la
influencia de la filosofía naturalista de Frígilis llegó al alma de
Quintanar por aluvión: insensiblemente se le fueron pegando al cerebro
las ideas de aquel _buen hombre_, de quien los vetustenses decían que
era un _chiflado_, un tontiloco.
Frígilis despreciaba la opinión de sus paisanos y compadecía su pobreza
de espíritu. «La humanidad era mala pero no tenía la culpa ella. El
_oidium_ consumía la uva, el _pintón_ dañaba el maíz, las patatas tenían
su peste, vacas y cerdos la suya; el vetustense tenía la envidia, su
oidium, la ignorancia su pintón, ¿qué culpa tenía él?». Frígilis
disculpaba todos los extravíos, perdonaba todos los pecados, huía del
contagio y procuraba librar de él a los pocos a quien quería. Visitaba
pocas casas y muchas huertas; sus grandes conocimientos y práctica hábil
en arboricultura y floricultura, le hacían árbitro de todos los
_parques_ y jardines del pueblo; conocía hoja por hoja la huerta del
marqués de Corujedo, había plantado árboles en la de Vegallana, visitaba
de tarde en tarde el jardín inglés de doña Petronila; pero ni conocía de
vista al Gran Constantino, al obispo madre, ni había entrado jamás en el
gabinete de doña Rufina, ni tenía con el marqués de Corujedo más trato
que el del Casino. Se entendía con los jardineros.--En cuanto las
lluvias de invierno se inauguraban, después del irónico verano de San
Martín, a Frígilis se le caía encima Vetusta y sólo pasaba en su recinto
los días en que le reclamaban sus árboles y sus flores.
Quintanar le seguía muerto de sueño, encerrado en su uniforme de
cazador, de que se reía no poco Frígilis, quien usaba la misma ropa en
el monte y en la ciudad, y los mismos zapatos blancos de suela fuerte,
claveteada. Se metían en un coche de tercera clase, entre aldeanos
alegres, frescos, colorados; Quintanar dormitaba dando cabezadas contra
la tabla dura; Frígilis repartía o tomaba cigarros de papel, gordos; y
más decidor que en Vetusta, hablaba, jovial, expansivo, con los hijos
del campo, de las cosechas de ogaño y de las nubes de antaño; si la
conversación degeneraba y caía en los pleitos, torcía el gesto y dejaba
de atender, para abismarse en la contemplación de aquella campiña triste
ahora, siempre querida para él que la conocía palmo a palmo.
Ana envidiaba a su marido la dicha de huir de Vetusta, de ir a mojarse a
los montes y a las marismas, en la soledad, lejos de aquellos tejados de
un rojo negruzco que el agua que les caía del cielo hacía una
inmundicia.
«¡Ah, sí! ella estaba dispuesta a procurar la salvación de su alma, a
buscar el camino seguro de la virtud; pero ¡cuánto mejor se hubiera
abierto su espíritu a estas grandezas religiosas en un escenario más
digno de tan sublime poesía! ¡Cuán difícil era admirar la creación para
elevarse a la idea del Creador, en aquella Encimada taciturna, calada de
humedad hasta los huesos de piedra y madera carcomida; de calles
estrechas, cubiertas de hierba-hierba alegre en el campo, allí símbolo
de abandono--, lamidas sin cesar por las goteras de los tejados, de
monótono y eterno ruido acompasado al salpicar los guijarros
puntiagudos!...».
No se explicaba la Regenta cómo Visitación iba y venía de casa en casa,
alegre como siempre, risueña, sin miedo al agua ni menos al fango del
arroyo... sin pensar siquiera en que llovía, sin acordarse de que el
cielo era un sudario en vez de un manto azul, como debiera. Para Visita
era el tiempo siempre el mismo, no pensaba en él, y sólo le servía de
tópico de conversación en las visitas de cumplido.
La del Banco, como pajarita de las nieves, saltaba de piedra en piedra,
esquivaba los charcos, y de paso, dejaba ver el pie no mal calzado, las
enaguas no muy limpias, y a veces algo de una pantorrilla digna de mejor
media.--Tampoco a Obdulia el agua la encerraba en casa, ni la entumecía:
también alegre y bulliciosa corría de portal en portal, desafiando los
más recios chaparrones, riendo a carcajadas si una gota indiscreta
mojaba la garganta que palpitaba tibia; era de ver el arte con que sus
bajos, con instintos de armiño, cruzaban todo aquel peligro del cieno,
inmaculados, copos de nieve calada, dibujos y hojarasca sonante de
espuma de Holanda; tentación de Bermúdez el arqueólogo espiritualista.
Notaba Ana con tristeza y casi envidia que en general los vetustenses se
resignaban sin gran esfuerzo con aquella vida submarina, que duraba gran
parte del otoño, lo más del invierno y casi toda la primavera. Cada cual
buscaba su rincón y parecían no menos contentos que Frígilis huyendo a
las llanuras vecinas del mar a mojarse a sus anchas.
La Marquesa de Vegallana se levantaba más tarde si llovía más; en su
lecho blindado contra los más recios ataques del frío, disfrutaba
deleites que ella no sabía explicar, leyendo, bien arropada, novelas de
viajes al polo, de cazas de osos, y otras que tenían su acción en Rusia
o en la Alemania del Norte por lo menos. El contraste del calorcillo y
la inmovilidad que ella gozaba con los grandes fríos que habían de
sufrir los héroes de sus libros, y con los largos paseos que se daban
por el globo, era el mayor placer que gozaba al cabo del año doña
Rufina. Oír el agua que azota los cristales allá fuera, y estar
compadeciéndose de un pobre niño perdido en los hielos... ¡qué delicia
para un alma tierna, _a su modo_, como la de la señora Marquesa!
--Yo no soy sentimental--decía ella a D. Saturnino Bermúdez, que la oía
con la cabeza torcida y la sonrisa estirada con clavijas de oreja a
oreja--yo no soy sentimental, es decir, no me gusta la sensiblería...
pero leyendo ciertas cosas, me siento bondadosa... me enternezco...
lloro... pero no hago alarde de ello.
--Es el don de lágrimas, de que habla Santa Teresa, señora,--respondía
el arqueólogo; y suspiraba como echando la llave al cajón de los
secretos sentimentales.
El Marqués hacía lo que los gatos en enero. Desaparecía por temporadas
de Vetusta. Decía que iba a preparar las elecciones. Pero sus _íntimos_
le habían oído, en el secreto de la confianza, después de comer bien, a
la hora de las confesiones, que para él no había afrodisíaco mejor que
el frío. «Ni los mariscos producen en mí el efecto del agua y la nieve».
Y como sus aventuras eran todas rurales, salía el buen Vegallana a
desafiar los elementos, recorriendo las aldeas, entre lodo, hielo y
nieve en su coche de camino. Y así preparaba las elecciones, buscando
votos para un porvenir lejano, según frase picaresca de D. Cayetano
Ripamilán, siempre dispuesto a perdonar esta clase de extravíos.
La tertulia de la Marquesa veía el cielo abierto en cuanto el tiempo se
metía en agua. Los que tenían el privilegio envidiable y envidiado de
penetrar en aquella estufa perfumada, bendecían los chubascos que daban
pretexto para asistir todas las noches al gabinete de doña Rufina. ¿Qué
habían de hacer si no? ¿A dónde habían de ir?--En la chimenea ardían los
bosques seculares de los dominios del Marqués; aquellas encinas feudales
se carbonizaban con majestuosos chirridos. A su calor no se contaban
_antiguas consejas_, como presumía Trifón Cármenes que había de suceder
por fuerza en todo _hogar señorial_, pero se murmuraba del mundo
entero, se inventaban calumnias nuevas y se amaba con toda la franqueza
prosaica y sensual que, según Bermúdez, «era la característica del
presente momento histórico, desnudo de toda presea ideal y poética».--El
gabinete no era grande, eran muchos los muebles, y los contertulios se
tocaban, se rozaban, se oprimían, si no había otro remedio. ¿Quién
pensaba en los aguaceros?
En las reuniones de segundo orden, que abundaban en Vetusta, la humedad
excitaba la alegría; cada cual se iba al agujero de costumbre y era de
oír, por ejemplo, la algazara con que entraban en el portal de la casa
de Visita «los que la favorecían una vez por semana honrando sus
salones», que eran sala y gabinete; eran de oír las carcajadas, las
bromas de los tertulios guarecidos bajo los paraguas que recibían con
estrépito las duchas de los tremendos _serpentones_ de hojalata.... Todos
despreciaban el agua, pensando en los placeres esotéricos de la lotería
y de las charadas representadas.
--En cuanto al «elemento devoto de Vetusta», (frase del _Lábaro_) se
metían en novenas así que el tiempo se metía en agua. El elemento devoto
era todo el pueblo en llegando el mal tiempo, y hasta los socios _de
Viernes santo_, unos perdidos que se juntaban durante la Semana de
Pasión a comer de carne en la fonda, hasta esos acudían al templo, si
bien a criticar a los predicadores y mirar a las muchachas. Este fervor
religioso de Vetusta comenzaba con la Novena de las Ánimas, poco
popular, y la muy concurrida del Corazón de Jesús, no cesando hasta que
se celebraba la más famosa de todas, la de los Dolores, y la poco menos
favorecida de la Madre del Amor Hermoso, en el florido Mayo, esta
última. Pero además de las Novenas tenían las almas piadosas otras
muchas ocasiones de alabar a Dios y sus santos, en solemnidades tan
notables como las fiestas de Pascua y las de Cuaresma, especialmente en
los Sermones de la Audiencia, pagados por la Territorial todos los
viernes de aquel tiempo santo y de meditación, según Cármenes.
El temporal retrasó no poco el cumplimiento de aquel plan de higiene
moral, impuesto suavemente por don Fermín a su querida amiga. Ana
aborrecía el lodo y la humedad; le crispaba los nervios la frialdad de
la calle húmeda y sucia, y apenas salía del sombrío caserón de los
Ozores. Había confesado otras dos veces antes de terminar Noviembre,
pero no se había decidido a ir a casa de doña Petronila, ni el Magistral
se atrevió a recordarle aquella cita. El Gran Constantino sabía ya por
su querido y admirado señor De Pas, quien la visitaba más a menudo
ahora, que doña Ana deseaba ayudarla en sus santas labores y en la
administración de tantas obras piadosas como ella dirigía y pagaba
sabiamente.
--«¿Cuándo viene por acá ese ángel hermosísimo?»--preguntaba el Obispo
madre, en estilo de novena, cargado de superlativos abstractos.
Las beatas que servían de cuestores de palacio en el del Gran
Constantino, las del _cónclave_, como las llamaba Ripamilán, esperaban
con ansiedad mística y con una curiosidad maligna a la nueva compañera,
que tanto prestigio traería con su juventud y su hermosura a la piadosa
y complicada empresa de salvar el mundo en Jesús y por Jesús; pues nada
menos que esto se proponían aquellas devotas de armas tomar, militantes
como coraceros.
Pero Ana, sin saber por qué, sentía una vaga repugnancia cuando pensaba
en ir a casa de doña Petronila; le parecía mejor ver al Magistral en la
iglesia, allí encontraba ella el fervor religioso necesario para
confesar sus ideas malas, sus deseos peligrosos. El Magistral comenzó a
impacientarse; la Regenta no subía la cuesta, persistía en sus
peligrosos anhelos panteísticos, que así los calificaba él, se empeñaba
en que era piedad aquella ternura que sentía con motivo de espectáculos
profanos, y declaraba francamente que las lecturas devotas le sugerían
reflexiones probablemente heréticas, o por lo menos, poco a propósito
para llegar a la profunda fe que el Magistral exigía como preparación
absolutamente indispensable para dar un paso en firme. Otras veces los
libros piadosos la hacían caer en somnolencia melancólica o en una
especie de marasmo intelectual que parecía estupidez. En cuanto a la
oración, Ana decía que recitar de memoria plegarias era un ejercicio
inútil, soporífero, que irritaba los nervios; las repetía cien veces,
para fijar en ellas la atención, y llegaba a sentir náuseas antes de
conseguir un poco de fervor.... «Nada, nada de eso; no hay cosa peor que
rezar así, respondía el Magistral; a la oración ya llegaremos; por ahora
en este punto basta con sus antiguas devociones». Y, aunque temiendo los
peligros de la fantasía de Ana, por no perder terreno, tenía que dejarla
abandonarse a los espontáneos arranques de ternura piadosa que venían
sin saber cómo, a lo mejor, provocados por cualquier accidente que
ninguna relación parecía tener con las ideas religiosas. El miedo a las
expansiones naturales de aquel espíritu ardiente le había hecho cambiar
el plan suave de los primeros días por aquel otro expuesto en el cenador
del Parque, más parecido a la ordinaria disciplina a que él sometía a
los penitentes; pero ya veía don Fermín que era preciso volver a la
blandura y dejar al instinto de su amiga más parte en la ardua tarea de
ganar para el bien aquellos tesoros de sentimiento y de grandeza ideal.
Este sistema de la cuerda floja retrasaba el triunfo, pero le permitía a
él presentarse a los ojos de Ana más simpático, hablando el lenguaje de
aquella vaguedad romántica que ella creía religiosidad sincera, y no
pasaba de ser una idolatría disimulada, según don Fermín. No, él no se
dejaba seducir por panteísmos, aunque fuesen tan bien parecidos como el
de su amiga.
De lo que él estaba seguro era del efecto profundo y saludable que en
semejante mujer tenían que producir las bellezas del culto el día en que
ella las presenciara con atención y dispuesto el ánimo a las sensaciones
místicas por aquella excitación nerviosa, de cuyos accesos tantas
noticias tenía ya el confesor diligente.
Cuando ella volvía a hablarle de aburrimiento, del dolor del hastío, de
la estupidez del agua cayendo sin cesar, él repetía: «A la iglesia, hija
mía, a la iglesia; no a rezar; a estarse allí, a soñar allí, a pensar
allí oyendo la música del órgano y de nuestra excelente capilla, oliendo
el incienso del altar mayor, sintiendo el calor de los cirios, viendo
cuanto allí brilla y se mueve, contemplando las altas bóvedas, los
pilares esbeltos, las pinturas suaves y misteriosamente poéticas de los
cristales de colores...». Poca gracia le hacía a don Fermín esta
retórica a lo Chateaubriand; siempre había creído que recomendar la
religión por su hermosura exterior, era ofender la santidad del dogma,
pero sabía hacer de tripas corazón y amoldarse a las circunstancias.
Además, sin que él quisiera pensar en ello, le halagaba la esperanza de
encontrar a menudo en la catedral, en las Conferencias de San Vicente,
en el Catecismo, a su amiga, que allí le vería triunfante luciendo su
talento, su ciencia y su elegancia natural y sencilla.
Pero cada día era mayor la repugnancia de Anita a pisar la calle; la
humedad le daba horror, la tenía encogida, envuelta en un mantón, al
lado de la chimenea monumental del comedor tétrico, horas y horas, de
día y de noche. Don Víctor no paraba en casa. Si no estaba de caza,
entraba y salía, pero sin detenerse; apenas se detenía en su despacho.
Le había tomado cierto miedo. Varias máquinas de las que estaban
inventando o perfeccionando se le habían sublevado, erizándose de
inesperadas dificultades de mecánica racional. Allí estaban cubiertos de
glorioso polvo sobre la mesa del despacho diabólicos artefactos de acero
y madera, esperando en posturas interinas a que don Víctor emprendiese
el estudio _serio_ de las matemáticas, de todas las matemáticas, que
tenía aplazado por culpa de la compañía dramática de Perales. En tanto
Quintanar, un poco avergonzado en presencia de aquellos juguetes
irónicos que se le reían en las barbas, esquivaba su despacho siempre
que podía; y ni cartas escribía allí. Además; las colecciones botánicas,
mineralógicas y entomológicas yacían en un desorden caótico, y la pereza
de emprender la tarea penosa de volver a clasificar tantas yerbas y
mosquitos también le alejaba de su casa. Iba al Casino a disputar y a
jugar al ajedrez; hacía muchas visitas y buscaba modo de no aburrirse
metido en casa. «Mejor», pensaba Ana sin querer. Su don Víctor, a quien
en principio ella estimaba, respetaba y hasta quería todo lo que era
menester, a su juicio, le iba pareciendo más insustancial cada día: y
cada vez que se le ponía delante echaba a rodar los proyectos de vida
piadosa que Ana poco a poco iba acumulando en su cerebro, dispuesta a
ser, en cuanto mejorase el tiempo, una _beata_ en el sentido en que el
Magistral lo había solicitado. Mientras pensaba en el marido abstracto
todo iba bien; sabía ella que su deber era amarle, cuidarle, obedecerle;
pero se presentaba el señor Quintanar con el lazo de la corbata de seda
negra torcido, junto a una oreja; vivaracho, inquieto, lleno de
pensamientos insignificantes, ocupado en cualquier cosa baladí, tomando
con todo el calor natural lo más mezquino y digno de olvido, y ella sin
poder remediarlo, y con más fuerza por causa del disimulo, sentía un
rencor sordo, irracional, pero invencible por el momento, y culpaba al
universo entero del absurdo de estar unida para siempre con semejante
hombre. Salía don Víctor dejando tras sí las puertas abiertas, dando
órdenes caprichosas para que se cumplieran en su ausencia; y cuando Ana
ya sola, pegada a la chimenea taciturna, de figuras de yeso ahumado,
quería volver a su propedéutica piadosa, a los preparativos de vida
virtuosa, encontraba anegada en vinagre toda aquella sentimental fábrica
de su religiosidad, y calificaba de hipocresía toda su resignación. «¡Oh
no, no! ¡yo no puedo ser buena! yo no sé ser buena; no puedo perdonar
las flaquezas del prójimo, o si las perdono, no puedo tolerarlas. Ese
hombre y este pueblo me llenan la vida de prosa miserable; diga lo que
quiera don Fermín, para volar hacen falta alas, aire...». Estos
pensamientos la llevaban a veces tan lejos que la imagen de don Álvaro
volvía a presentarse brindando con la protesta, con aquella amable,
brillante, dulcísima protesta de los sentidos poetizados, que había
clavado en su corazón con puñaladas de los ojos el elegante _dandy_ la
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