La Regenta - 29

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le había hecho hombre, había seguido la escuela de su madre... una
aldeana que no veía en el campo más que la explotación de la tierra.
Aquello que se llamaba en los libros la poesía, se le había muerto a él
años atrás; ya lo creo, hacía muchos años.... ¡Las estrellas! ¡qué pocas
veces las había mirado con atención desde que era canónigo!... De Pas se
detuvo, se descubrió, limpió el sudor de la frente y se quedó mirando a
los astros que brillaban sobre su cabeza sumidos en el abismo de lo
alto. «Tenía razón Pitágoras; parecía que cantaban». En aquel silencio
oía los latidos de la sangre de su cabeza... y también se le figuró oír
otro ruido... así como de campanillas que sonasen muy lejos.... ¿Eran
ellos? ¿Eran los coches que volvían? La carretela no llevaba cascabeles,
pero los caballos de la Góndola sí... ¿O serían cigarras, grillos...
ranas... cualquier cosa de las que cantan en el campo acompañando el
silencio de la noche?... No... no; eran cascabeles, ahora estaba
seguro... ya sonaban más cerca, con cierto compás... cada vez más cerca.
--¡Deben de ser ellos! ¡qué tarde!--dijo en voz alta, acercándose a la
cuneta de la carretera, a la sombra de un farol de los del paseo.
Esperó algunos minutos, con la cabeza tendida en dirección del Vivero,
espiando todos los ruidos.... Vio dos luces entre la obscuridad lejana,
después cuatro... eran ellos, los dos coches.... El ruido rítmico de los
cascabeles se hizo claro, estridente; a veces se mezclaban con él otros
que parecían gritos, fragmentos de canciones.
--«¡Qué locos, vienen cantando!».
Ya se oía el rumor sordo y como subterráneo de las ruedas... el aliento
fogoso de los caballos cansados... y, por fin, la voz chillona de
Ripamilán.... Ahora callaban los del coche grande. La carretela iba a
pasar junto al Magistral, que se apretó a la columna de hierro, para no
ser visto. Pasó la carretela a trote largo. De Pas se hizo todo ojos. En
el lugar de Ripamilán vio a don Víctor de Quintanar, y en el de la
Regenta a Ripamilán; sí, los vio perfectamente. ¡No venía la Regenta en
el coche abierto! ¡Venía con los otros! ¡Y al marido le habían echado a
la carretela con el canónigo, la Marquesa y doña Petronila!... Luego don
Álvaro y ella venían juntos... ¡y acaso venían todos borrachos, por lo
menos alegres!
«¡Qué indecencia!» pensó, sintiendo el despecho atravesado en la
garganta.
Y sin saber que parodiaba a Glocester, añadió:
--«¡Se la quieren echar en los brazos! ¡Esa Marquesa es una Celestina de
afición!».
«¡Y venían cantando!».
Los coches se alejaban; subían por la calle principal de la Colonia, sin
algazara; las luces de los faroles se bamboleaban, se ocultaban y
volvían a aparecer, cada vez más pequeñas...
«¡Ahora callan!» pensó don Fermín. «¡Peor, mucho peor!».
Los cascabeles volvieron a sonar como canto lejano de grillos y cigarras
en noche de estío....
El Magistral olvidado de las estrellas dejó el Espolón y subió a buen
paso por la calle principal de la Colonia, en pos de los coches de
Vegallana.
Si no fuera por vergüenza hubiera echado a correr por la cuesta arriba.
«¿Para qué? Para nada. Por desahogar el mal humor, por emplear en algo
aquella fuerza que sentía en sus músculos, en su alma ociosa, molesta
como un hormigueo...».
Al pasar junto al jardín de Páez, la luz de gas que brillaba entre las
filigranas de hierro de la verja, en un globo de cristal opaco, le hizo
ver su sombra de cura dibujada fantásticamente sobre la polvorienta
carretera.
Se avergonzó, testigo él mismo de sus locuras; y contuvo el paso.
«Debo de estar borracho. Esto tiene que pasar. ¡Bah! no faltaba más,
siempre he sido dueño de mí... y ahora había de empezar a ser... un
majadero...».
Se acordó de su cita con la Regenta. Sintió un alivio su furor sordo.
«Pronto es mañana.... A las ocho ya sabré yo.... Sí lo sabré... porque se
lo preguntaré todo. ¿Por qué no? A mi manera.... Tengo derecho...».
Llegó al boulevard, estaba solitario: ya había terminado el paseo de los
Obreros: subió por la calle del Comercio, por la plaza del Pan, y al
llegar a la plaza Nueva miró a la Rinconada. En el caserón de los Ozores
no vio más luz que la del portal.
--«¿No los habrán dejado en casa? ¿Están juntos todavía?». Y sin pensar
lo que hacía, siguió hasta la calle de la Rúa, por el mismo camino que
había andado a mediodía. Los balcones de casa del Marqués estaban
también ahora abiertos; pero la luz no entraba por ellos, salía a cortar
las tinieblas de la calle estrecha, apenas alumbrada por lejanos faroles
de gas macilento. De Pas oyó gritos, carcajadas y las voces roncas y
metálicas del piano desafinado.
--«¡Sigue la broma!--se dijo mordiéndose los labios--. Pero yo ¿qué hago
aquí? ¿Qué me importa todo esto?... Si ella es como todas... mañana lo
sabré. ¡Estoy loco! ¡estoy borracho!... ¡Si me viera mi madre!». En la
pared de la casa de enfrente la luz que salía por los balcones
interrumpía con grandes rectángulos la sombra, y por aquella claridad
descarada y chillona pasaban figuras negras, como dibujos de linterna
mágica. Unas veces era un talle de mujer, otras una mano enorme, luego
un bigote como una manga de riego; esto vio De Pas frente al balcón del
gabinete; frente a los del salón las sombras de la pared eran más
pequeñas, pero muchas y confusas; y se movían y mezclaban hasta marear
al canónigo.
«No bailan», pensó. Pero esta idea no le consolaba.
Más allá del balcón del gabinete había otro cerrado. Era el de la
habitación en que había muerto la hija de los Marqueses. El Magistral
recordaba haber estado allí, de rodillas, con un hacha de cera en la
mano, mientras le daban a la pobre joven el Señor. Hacía mucho tiempo.
Aquel balcón se abrió de repente. De Pas vio una figura de mujer que se
apretaba a las rejas de hierro y se inclinaba sobre la barandilla, como
si fuera a arrojarse a la calle. Confusamente pudo columbrar unos brazos
que oprimían a la dama la cintura; ella forcejeaba por desasirse.
«¿Quién era?». Imposible distinguirlo; parecía alta, bien formada; lo
mismo podía ser Obdulia que la Regenta. «¡Es decir, la Regenta no podía
ser; no faltaba más! ¿Y el de los brazos? ¿quién era? ¿por qué no salía
al balcón?». De Pas estaba seguro de no ser visto, en completa
obscuridad, en un portal de enfrente. No pasaba nadie; pero podían
pasar... y ¿qué se pensaría si le veían allí, espiando a los convidados
del Marqués?... Debía marcharse... sí; pero hasta que aquellos bultos se
retirasen del balcón no podía moverse. La dama desconocida, de espalda a
la calle, ahora, inclinando la cabeza hacia el interlocutor invisible,
hablaba tranquilamente y se defendía como por máquina, con leves
manotadas felinas, de unas manos que de vez en cuando intentaban cogerla
por los hombros.
«¡Están a obscuras! no hay luz en esa habitación... ¡qué escándalo!»,
pensó don Fermín, que seguía inmóvil.
La del balcón hablaba, pero tan quedo que no era posible conocerla por
la voz; era un murmullo cargado de eses, completamente anónimo.
«Por supuesto que ella no es», meditaba el del portal.
A pesar de estas reflexiones que no podían ser más racionales, no
estaba tranquilo. La obscuridad del balcón le sofocaba, como si fuese
falta de aire. La cabeza de la sombra de mujer desapareció un momento;
hubo un silencio solemne y en medio de él sonó claro, casi estridente,
el chasquido de un beso bilateral, después un chillido como el de Rosina
en el primer acto del _Barbero_.
El Magistral respiró. «No era ella, era Obdulia». En el balcón no
quedaba nadie; Don Fermín salió del portal arrimado a la pared y se
alejó a buen paso. «No era ella, de fijo no era ella, iba pensando. Era
la otra».


--XV--

En lo alto de la escalera, en el descanso del primer piso, doña Paula,
con una palmatoria en una mano y el cordel de la puerta de la calle en
la otra, veía silenciosa, inmóvil, a su hijo subir lentamente con la
cabeza inclinada, oculto el rostro por el sombrero de anchas alas.
Le había abierto ella misma, sin preguntar quién era, segura de que
tenía que ser él. Ni una palabra al verle. El hijo subía y la madre no
se movía, parecía dispuesta a estorbarle el paso, allí en medio, tiesa,
como un fantasma negro, largo y anguloso.
Cuando De Pas llegaba a los últimos peldaños, doña Paula dejó el puesto
y entró en el despacho. Don Fermín la miró entonces, sin que ella le
viese.
Reparó que su madre traía parches untados con sebo sobre las sienes;
unos parches grandes, ostentosos.
«Lo sabe todo» pensó el Provisor. Cuando su madre callaba y se ponía
parches de sebo, daba a entender que no podía estar más enfadada, que
estaba furiosa. Al pasar junto al comedor, De Pas vio la mesa puesta con
dos cubiertos. Era temprano para cenar, otras noches no se extendía el
mantel hasta las nueve y media; y acababan de dar las nueve.
Doña Paula encendió sobre la mesa del despacho el quinqué de aceite con
que velaba su hijo.
Él se sentó en el sofá, dejó el sombrero a un lado y se limpió la frente
con el pañuelo. Miró a doña Paula.
--¿Le duele la cabeza, madre?--Me ha dolido. ¡Teresina!--Señora.--¡La
cena! Y salió del despacho. El Provisor hizo un gesto de paciencia y
salió tras ella. «No era todavía hora de cenar, faltaban más de cuarenta
minutos... pero ¿quién se lo decía a ella?».
Doña Paula se sentó junto a la mesa, de lado, como los cómicos malos en
el teatro. Junto al cubierto de don Fermín había un palillero, un taller
con sal, aceite y vinagre. Su servilleta tenía servilletero; la de su
madre no.
Teresina, grave, con la mirada en el suelo, entró con el primer plato,
que era una ensalada.
--¿No te sientas?--preguntó al Provisor su madre.
--No tengo apetito... pero tengo mucha sed....
--¿Estás malo?--No, señora... eso no.--¿Cenarás más tarde?
--No, señora, tampoco.... El Magistral ocupó su asiento enfrente de doña
Paula, que se sirvió en silencio.
Con un codo apoyado en la mesa y la cabeza en la mano, De Pas
contemplaba a su señora madre, que comía de prisa, distraída, más pálida
que solía estar, con los grandes ojos azules, claros y fríos fijos en un
pensamiento que debía de ver ella en el suelo.
Teresina entraba y salía sin hacer ruido, como un gato bien educado.
Acercó la ensalada al señorito.
--Ya he dicho que no ceno.--Déjale, no cena. Ella no lo había oído,
hombre.
Y acarició a la criada con los ojos.
Nuevo silencio. De Pas hubiera preferido una discusión inmediatamente.
Todo, antes que los parches y el silencio. Estaba sintiendo náuseas y no
se atrevía a pedir una taza de té. Se moría de sed, pero temía beber
agua.
Doña Paula hablaba con Teresa más que de costumbre y con una amabilidad
que usaba muy pocas veces.
La trataba como si hubiera que consolarla de alguna desgracia de que en
parte tuviera la misma doña Paula la culpa. Esto al menos creyó notar el
Magistral.
Faltaba algo que estaba en el aparador y el ama se levantaba y lo traía
ella misma.
Pidió azúcar don Fermín para echarlo en el vaso de agua y su madre dijo:
--Está arriba la azucarera, en mi cuarto.... Deja, iré yo por ella.
--Pero, madre...--Déjame. Teresina quedó a solas con su amo y mientras
le servía agua dejando caer el chorro desde muy alto, suspiró
discretamente.
De Pas la miró, un poco sorprendido. Estaba muy guapa; parecía una
virgen de cera. Ella no levantó los ojos. De todas maneras, le era
antipática. Su madre la mimaba y a los criados no hay que darles alas.
Bajó doña Paula y cuando salió Teresina dijo, mientras miraba hacia la
puerta:
--La pobre no sé cómo tiene cuerpo.
--¿Por qué?--preguntó don Fermín que acababa de oír el primer trueno.
Su madre, que estaba en pie junto a él revolviendo el azúcar en el vaso,
le miró desde arriba con gesto de indignación.
--¿Por qué? Ha ido esta tarde dos veces a Palacio, una vez a casa del
Arcipreste, otra a casa de Carraspique, otra a casa de Páez, otra a casa
del Chato, dos a la Catedral, dos a la Santa Obra, una vez a las
Paulinas, otra... ¡qué sé yo! Está muerta la pobre.
--¿Y a qué ha ido?--contestó De Pas al segundo trueno.
Pausa solemne. Doña Paula volvió a sentarse y haciendo alarde de una
paciencia, que ni la de un santo, dijo, con mucha calma, pesando las
sílabas:
--A buscarte, Fermo, a eso ha ido.--Mal hecho, madre. Yo no soy un
chiquillo para que se me busque de casa en casa. ¿Qué diría Carraspique,
qué diría Páez?... Todo eso es ridículo....
--Ella no tiene la culpa; hace lo que le mandan. Si está mal hecho,
ríñeme a mí.
--Un hijo no riñe a su madre.--Pero la mata a disgustos; la compromete,
compromete la casa... la fortuna, la honra... la posición... todo... por
una... por una.... ¿Dónde ha comido usted?
Era inútil mentir, además de ser vergonzoso. Su madre lo sabía todo de
fijo. El Chato se lo habría contado. El Chato que le habría visto
apearse de la carretela en el Espolón.
--He comido con los marqueses de Vegallana; eran los días de Paquito; se
empeñaron... no hubo remedio; y no mandé aviso... porque era ridículo,
porque allí no tengo confianza para eso....
--¿Quién comió allí?
--Cincuenta, ¿qué sé yo?
--¡Basta, Fermo, basta de disimulos!--gritó con voz ronca la de los
parches. Se levantó, cerró la puerta, y en pie y desde lejos prosiguió:
--Has ido allí a buscar a esa... señora... has comido a su lado... has
paseado con ella en coche descubierto, te ha visto toda Vetusta, te has
apeado en el Espolón; ya tenemos otra Brigadiera.... Parece que necesitas
el escándalo, quieres perderme.
--¡Madre! ¡madre!--¡Si no hay madre que valga! ¿te has acordado de tu
madre en todo el día? ¿No la has dejado comer sola, o mejor dicho, no
comer? ¿te importó nada que tu madre se asustara, como era natural? ¿Y
qué has hecho después hasta las diez de la noche?
--¡Madre, madre, por Dios! yo no soy un niño....
--No, no eres un niño; a ti no te duele que tu madre se consuma de
impaciencia, se muera de incertidumbre.... La madre es un mueble que
sirve para cuidar de la hacienda, como un perro; tu madre te da su
sangre, se arranca los ojos por ti, se condena por ti... pero tú no eres
un niño, y das tu sangre, y los ojos y la salvación... por una
mujerota....
--¡Madre!--¡Por una mala mujer!--¡Señora!--Cien veces, mil veces
peor, que esas que le tiran de la levita a don Saturno, porque esas
cobran, y dejan en paz al que las ha buscado; pero las señoras chupan la
vida, la honra... deshacen en un mes lo que yo hice en veinte años....
¡Fermo... eres un ingrato!... ¡eres un loco!
Se sentó fatigada y con el pañuelo que traía a la cabeza improvisó una
banda para las sienes.
--¡Va a estallarme la frente!--¡Madre, por Dios! sosiéguese usted.
Nunca la he visto así... ¿Pero qué pasa? ¿qué pasa?... Todo es
calumnia.... ¡Y qué pronto... qué pronto... la han urdido! ¡Qué
Brigadiera ni qué señoronas... si no hay nada de eso... si yo le juro
que no es eso... si no hay nada!
--No tienes corazón, Fermo, no tienes corazón.
--Señora, ve usted lo que no hay... yo le aseguro....
--¿Qué has hecho hasta las diez de la noche? Rondar la casa de esa
gigantona... de fijo....
--¡Por Dios, señora! esto es indigno de usted. Está usted insultando a
una mujer honrada, inocente, virtuosa; no he hablado con ella tres
veces... es una santa....
--Es una como las otras.--¿Cómo qué otras?
--Como las otras.--¡Señora! ¡Si la oyeran a usted!
--¡Ta, ta, ta! Si me oyeran me callaría. Fermo... a buen entendedor....
Mira, Fermo... tú no te acuerdas, pero yo sí... yo soy la madre que te
parió ¿sabes? y te conozco... y conozco el mundo... y sé tenerlo todo en
cuenta... todo.... Pero de estas cosas no podemos hablar tú y yo... ni a
solas... ya me entiendes... pero... bastante buena soy, bastante he
callado, bastante he visto.
--No ha visto usted nada...--Tienes razón... no he visto... pero he
comprendido y ya ves... nunca te hablé de estas... porquerías, pero
ahora parece que te complaces en que te vean... tomas por el peor
camino....
--Madre... usted lo ha dicho, es absurdo, es indecoroso que usted y yo
hablemos, aunque sea en cifra, de ciertas cosas....
--Ya lo veo, Fermo, pero tú lo quieres. Lo de hoy ha sido un escándalo.
--Pero si yo le juro a usted que no hay nada; que esto no tiene nada que
ver con todas esas otras calumnias de antaño....
--Peor; peor que peor.... Y sobre todo lo que yo temo es que el otro se
entere, que Camoirán crea todo eso que ya dicen.
--¡Que ya dicen! ¡En dos días!
--Sí, en dos; en medio... en una hora.... ¿No ves que te tienen ganas?
¿que llueve sobre mojado?... ¿Hace dos días? Pues ellos dirán que hace
dos meses, dos años, lo que quieran. ¿Empieza ahora? Pues dirán que
ahora se ha descubierto. Conocen al Obispo, saben que sólo por ahí
pueden atacarte.... Que le digan a Camoirán que has robado el copón... no
lo cree... pero eso sí; ¡acuérdate de la Brigadiera!...
--¡Qué Brigadiera... madre... qué Brigadiera!... Es que no podemos
hablar de estas cosas... pero... si yo le explicara a usted....
--No necesito saber nada... todo lo comprendo... todo lo sé... a mi
modo. Fermo, ¿te fue bien toda la vida dejándote guiar por tu madre, en
estas cosas miserables de tejas abajo? ¿Te fue bien?
--¡Sí, madre mía, sí!
--¿Te saqué yo o no de la pobreza?
--¡Sí, madre del alma!--¿No nos dejó tu pobre padre muertos de hambre y
con el agua al cuello, todo embargado, todo perdido?
--Sí, señora, sí... y eternamente yo....
--Déjate de eternidades... yo no quiero palabras, quiero que sigas
creyéndome a mí; yo sé lo que hago. Tú predicas, tú alucinas al mundo
con tus buenas palabras y buenas formas... yo sigo mi juego. Fermo, si
siempre ha sido así, ¿por qué te me tuerces? ¿Por qué te me escapas?
--Si no hay tal, madre.--Sí hay tal, Fermo. No eres un niño, dices...
es verdad... pero peor si eres un tonto.... Sí, un tonto con toda tu
sabiduría. ¿Sabes tú pegar puñaladas por la espalda, en la honra? Pues
mira al Arcediano, torcido y todo, las da como un maestro... ahí tienes
un ignorante que sabe más que tú.
Doña Paula se había arrancado los parches, las trenzas espesas de su
pelo blanco cayeron sobre los hombros y la espalda; los ojos apagados
casi siempre, echaban fuego ahora, y aquella mujer cortada a hachazos
parecía una estatua rústica de la Elocuencia prudente y cargada de
experiencia.
La tempestad se había deshecho en lluvia de palabras y consejos. Ya no
se reñía, se discutía con calor, pero sin ira. Los recuerdos evocados,
sin intención patética, por doña Paula, habían enternecido a Fermo. Ya
había allí un hijo y una madre, y no había miedo de que las palabras
fuesen rayos.
Doña Paula no se enternecía, tenía esa ventaja. Llamaba mojigangas a las
caricias, y quería a su hijo mucho a su manera, desde lejos. Era el suyo
un cariño opresor, un tirano. Fermo, además de su hijo, era su capital,
una fábrica de dinero. Ella le había hecho hombre, a costa de
sacrificios, de vergüenzas de que él no sabía ni la mitad, de vigilias,
de sudores, de cálculos, de paciencia, de astucia, de energía y de
pecados sórdidos; por consiguiente no pedía mucho si pedía intereses al
resultado de sus esfuerzos, al Provisor de Vetusta. El mundo era de su
hijo, porque él era el de más talento, el más elocuente, el más sagaz,
el más sabio, el más hermoso; pero su hijo era de ella, debía cobrar los
réditos de su capital, y si la fábrica se paraba o se descomponía, podía
reclamar daños y perjuicios, tenía derecho a exigir que Fermo continuase
produciendo.
En Matalerejo, en su tierra, Paula Raíces vivió muchos años al lado de
las minas de carbón en que trabajaba su padre, un miserable labrador que
ganaba la vida cultivando una mala tierra de maíz y patatas, y con la
ayuda de un jornal. Aquellos hombres que salían de las cuevas negros,
sudando carbón y con los ojos hinchados, adustos, blasfemos como
demonios, manejaban más plata entre los dedos sucios que los campesinos
que removían la tierra en la superficie de los campos y segaban y
amontonaban la yerba de los prados frescos y floridos. El dinero estaba
en las entrañas de la tierra; había que cavar hondo para sacar provecho.
En Matalerejo, y en todo su valle, reina la codicia, y los niños rubios
de tez amarillenta que pululan a orillas del río negro que serpea por
las faldas de los altos montes de castaños y helechos, parecen hijos de
sueños de avaricia. Paula era de niña rubia como una mazorca; tenía los
ojos casi blancos de puro claros, y en el alma, desde que tuvo uso de
razón, toda la codicia del pueblo junta. En las minas, y en las fábricas
que las rodean, hay trabajo para los niños en cuanto pueden sostener en
la cabeza un cesto con un poco de tierra. Los ochavos que ganan así los
hijos de los pobres son en Matalerejo la semilla de la avaricia arrojada
en aquellos corazones tiernos: semilla de metal que se incrusta en las
entrañas y jamás se arranca de allí. Paula veía en su casa la miseria
todos los días; o faltaba pan para cenar o para comer; el padre gastaba
en la taberna y en el juego lo que ganaba en la mina.
La niña fue aprendiendo lo que valía el dinero, por la gran pena con que
los suyos lo lloraban ausente. A los nueve años era Paula una espiga
tostada por el sol, larga y seca; ya no se reía: pellizcaba a las amigas
con mucha fuerza, trabajaba mucho y escondía cuartos en un agujero del
corral. La codicia la hizo mujer antes de tiempo; tenía una seriedad
prematura, un juicio firme y frío.
Hablaba poco y miraba mucho. Despreciaba la pobreza de su casa y vivía
con la idea constante de volar... de volar sobre aquella miseria. Pero
¿cómo? Las alas tenían que ser de oro. ¿Dónde estaba el oro? Ella no
podía bajar a la mina.
Su espíritu observador notó en la iglesia un filón menos obscuro y
triste que el de las cuevas de allá abajo. «El cura no trabajaba y era
más rico que su padre y los demás cavadores de las minas. Si ella fuera
hombre no pararía hasta hacerse cura. Pero podía ser ama como la señora
Rita». Comenzó a frecuentar la iglesia; no perdió novena, ni rogativas,
ni misiones, ni rosario y siempre salía la última del templo. Los
vecinos de Matalerejo habían enterrado la antigua piedad entre el
carbón; eran indiferentes y tenían fama de herejes en los pueblos
comarcanos. Por esto pudo notar la señorita Rita la piedad de Paula bien
pronto. «La hija de Antón Raíces, le dijo al señor cura, tira para
santa, no sale de la iglesia». El cura habló a la chicuela, y aseguró a
Rita que era una Teresa de Jesús en ciernes. En una enfermedad del ama,
el párroco pidió a Raíces su hija para reemplazar a Rita en su servicio.
Rita sanó pero Paula no salió de la Rectoral. Se acabó el ir y venir
con el cesto de tierra. Se vistió de negro, y por amor de Dios se olvidó
de sus padres. A los dos años la señora Rita salía de la casa del cura
enseñando los puños a Paula y llevándose en un cofre sus ahorros de
veinte años. El cura murió de viejo y el nuevo párroco, de treinta años,
admitió a la hija de Raíces como parte integrante de la casa Rectoral.
Paula era entonces una joven alta, blanca, fresca, de carne dura y piel
fina, pero mal hecha. Una noche, a las doce, a la luz de la luna salió
de la Rectoral, que estaba en lo alto de una loma rodeada de castaños y
acacias, cien pasos más abajo de la iglesia. Llevaba en los brazos un
pañuelo negro que envolvía ropa blanca. Detrás de ella salió una sombra,
con gorro de dormir y en mangas de camisa.... Al ver que la seguían,
Paula corrió por la callejuela que bajaba al valle. El del gorro la
alcanzó, la cogió por la saya de estameña y la obligó a detenerse;
hablaron; él abría los brazos, ponía las manos sobre el corazón, besaba
dos dedos en cruz; ella decía no con la cabeza. Después de media hora de
lucha, los dos volvieron a la Rectoral; entró él, ella detrás y cerró
por dentro después de decir a un perro que ladraba:
--¡Chito, Nay, que es el amo! Paula fue el tirano del cura desde aquella
noche, sin mengua de su honor. Un momento de flaqueza en la soledad le
costó al párroco, sin saciar el apetito, muchos años de esclavitud.
Tenía fama de santo; era un joven que predicaba moralidad, castidad,
sobre todo a los curas de la comarca, y predicaba con el ejemplo. Y una
noche, reparando al cenar que Paula era mal formada, angulosa, sintió
una lascivia de salvaje, irresistible, ciega, excitada por aquellos
ángulos de carne y hueso, por aquellas caderas desairadas, por aquellas
piernas largas, fuertes, que debían de ser como las de un hombre. A la
primera insinuación amorosa, brusca, significada más por gestos que por
palabras, el ama contestó con un gruñido, y fingiendo no comprender lo
que le pedían; a la segunda intentona, que fue un ataque brutal, sin
arte, de hombre casto que se vuelve loco de lujuria en un momento, Paula
dio por respuesta un brinco, una patada; y sin decir palabra se fue a su
cuarto, hizo un lío de ropa, símbolo de despedida, porque tenía allí
muchos baúles cargados de trapos y otros artículos, y salió diciendo
desde la escalera:
--¡Señor cura! yo me voy a dormir a casa de mi padre.
La transacción le costó al clérigo humillarse hasta el polvo, una
abdicación absoluta. Vivieron en paz en adelante, pero él vio siempre en
ella a su señor de horca y cuchillo; tenía su honor en las manos; podía
perderle. No le perdió. Pero una noche, cuando el cura cenaba, tarde,
después de estudiar, Paula se acercó a él y le pidió que la oyese en
confesión.
--Hija mía ¿a estas horas?
--Sí, señor, ahora me atrevo... y no respondo de volver a atreverme
jamás.
Le confesó que estaba encinta.
Francisco De Pas, un licenciado de artillería, que entraba mucho en casa
del cura, de quien era algo pariente, la había requerido de amores y
ella le había contestado a bofetadas--el cura se puso colorado; se
acordó de la patada que había recibido él--pero el licenciado había sido
terco, y había vuelto a requebrarla, y a prometerla casarse en cuanto
sacaran el estanquillo que le tenían prometido los del Gobierno; ella se
había tranquilizado y desde entonces admitía al habla aquel buque
sospechoso. Según costumbre de la tierra, iba el de artillería a hablar
con Paula a media noche, no por la reja, que no las hay en Matalerejo,
sino en el corredor de la panera, una casa de tablas sostenida por
anchos pilares a dos o tres varas del suelo. Allí dormía ella en el
verano. Francisco faltó una noche a lo convenido, fue audaz, pasó del
corredor al interior de la panera; luchó Paula, luchó hasta caer
rendida--lo juraba ante un Cristo--, rendida por la fuerza del
artillero. Desde aquella noche le tomó ojeriza, pero quería casarse con
él. De aquella traición acaso nació Fermín a los dos meses de haber
unido el buen párroco a Paula y Francisco con lazo inquebrantable. Todos
los vecinos dijeron que Fermín era hijo del cura, quien dotó al ama con
buenas peluconas. Francisco De Pas no era interesado; siempre había
tenido intención de casarse con Paula, pero los vecinos le habían
llenado el alma de sospechas y espinas, y él, creyendo que podía el cura
estar riéndose de un licenciado, hizo lo que hizo. Pero aquella noche
que fue como la de una batalla a obscuras, terrible, le convenció de la
inocencia del párroco y de la virtud de Paula. Aquello no se fingía;
mucho sabía el artillero de las trampas del mundo, de las doncellas
falsas, pero él se fue a su casa al alba persuadido de que había
vencido, bien o mal, una honra verdadera. Y volvió a su proyecto de
casarse con el ama del cura. Así se lo juró a ella, de rodillas, como él
había visto a los galanes en los teatros, allá por el mundo
adelante.--«Yo te pediré a tus padres y al cura mañana mismo.--No--dijo
ella--, ahora no». Y siguieron viéndose. Cuando Paula estuvo segura de
que había fruto de aquella traición, o de las concesiones subsiguientes,
dijo a su novio: «Ahora se lo digo al amo y tú, cuando él te llame, te
niegas a casarte, dices que dicen que no eres tú solo... que en
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