La Regenta - 32

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despreciar la tentación, si la flaca naturaleza a sus solas, abandonada
del espíritu, se rendía a discreción, y era masa inerte en poder del
enemigo? Al despertar de sus pesadillas con el dejo amargo de las malas
pasiones satisfechas, Ana se sublevaba contra leyes que no conocía, y
pensaba desalentada y agriado el ánimo en la inutilidad de sus
esfuerzos, en las contradicciones que llevaba dentro de sí misma.
Parecíale entonces la humanidad compuesto casual que servía de juguete a
una divinidad oculta, burlona como un diablo. Pronto volvía la fe, que
se afanaba en conservar y hasta fortificar--con el terror de quedarse a
obscuras y abandonada si la perdía--volvía a desmoronar aquella
torrecilla del orgulloso racionalismo, retoño impuro que renacía mil
veces en aquel espíritu educado lejos de una saludable disciplina
religiosa. Se humillaba Ana a los designios de Dios, pero no por esto
desaparecía el disgusto de sí misma, ni el valor para seguir la lucha se
recobraba.... Contribuían estos desfallecimientos nocturnos a contener
los progresos de la piedad, que el Magistral procuraba despertar con
gran prudencia, temeroso de perder en un día todo el terreno adelantado,
si daba un mal paso.
Ni en la mañana en que la Regenta reconcilió con don Fermín, antes de
comulgar, ni ocho días más tarde, cuando volvió al confesonario, ni en
las demás conferencias matutinas en que declaró al padre espiritual
dudas, temores, escrúpulos, tristezas, dijo Ana aquello que al
determinarse a rectificar su confesión general se había propuesto decir:
no habló de la gran tentación que la empujaba al adulterio--así se
llamaba--mucho tiempo hacía.
Buscó subterfugios para no confesar aquello, se engañó a sí misma, y el
Magistral sólo supo que Ana vivía de hecho separada de su marido, _quo
ad thorum_, por lo que toca al tálamo, no por reyerta, ni causa alguna
vergonzosa, sino por falta de iniciativa en el esposo y de amor en ella.
Sí, esto lo confesó Ana, ella no amaba a su don Víctor como una mujer
debe amar al hombre que escogió, o le escogieron, por compañero; otra
cosa había: ella sentía, más y más cada vez, gritos formidables de la
naturaleza, que la arrastraban a no sabía qué abismos obscuros, donde no
quería caer; sentía tristezas profundas, caprichosas; ternura sin objeto
conocido; ansiedades inefables; sequedades del ánimo repentinas, agrias
y espinosas, y todo ello la volvía loca, tenía miedo no sabía a qué, y
buscaba el amparo de la religión para luchar con los peligros de aquel
estado. Esto fue todo lo que pudo saber el Magistral sobre el
particular; nada de acusaciones concretas. Él tampoco se atrevía a
preguntar a la Regenta lo que tratándose de otra hubiera sido
necesariamente parte de su hábil interrogatorio. Aunque la curiosidad le
quemaba las entrañas, aguantaba la comezón y se contentaba con sus
conjeturas: lo principal, lo primero no era querer saber a la fuerza más
de lo que ella espontáneamente quería decir; lo principal, lo primero
era mostrarse discreto, desapasionado, superior a los defectos vulgares
de la humanidad.
«En estas primeras conferencias, se decía el Magistral no se trata aún
de estudiarla bien a ella, sino de hacerme agradable, de imponerme por
la grandeza de alma; debo hacerla mía por obra del espíritu y después...
ella hablará... y sabré lo del Vivero, que me parece que no fue nada
entre dos platos».
De lo que había pasado en la excursión del día de San Francisco de Asís
y en otras sucesivas procuró De Pas enterarse en las conversaciones que
tuvo con su amiga fuera de la Iglesia; dentro del cajón sagrado no
había modo decoroso de preguntar ciertas menudencias a una mujer como
Anita.
La Regenta agradecía al Magistral su prudencia, su discreción. Veía con
placer que más se aplicaba el bendito varón a prepararle una vida
virtuosa mediante la consabida _higiene espiritual_, que a escudriñar lo
pasado y las turbaciones presentes con preguntas de microscopio, como él
las había llamado hablando de estas cosas.
«Lo principal era no violentar el espíritu indisciplinado de la Regenta;
había que hacerla subir la cuesta de la penitencia sin que ella lo
notase al principio, por una pendiente imperceptible, que pareciese
camino llano; para esto era necesario caminar en zig-zas, hacer muchas
curvas, andar mucho y subir poco... pero no había remedio; después, más
arriba, sería otra cosa; ya se le haría subir por la línea de máxima
pendiente». Así, con estas metáforas geométricas pensaba el Magistral en
tal asunto, para él muy importante, porque la idea de que se le escapase
aquella penitente, aquella amiga, le daba miedo.
Una mañana ella le habló por fin de sus ensueños; cada palabra iba
cubierta con un velo; pocas bastaron al Magistral para comprender; la
interrumpió, le ahorró la molestia de rebuscar las pocas frases cultas
con que cuenta nuestro rico idioma para expresar materias escabrosas; y
aquel día pudo ser, merced a esto, la conferencia tan ideal y delicada
en la forma como todas las anteriores. Pero él entró en el coro menos
tranquilo que solía. Arrellanado en su sitial del coro alto, manoseando
los relieves lúbricos de los brazos de su silla, De Pas, mientras los
colegiales ponían el grito en el cielo, comentaba, como si rumiara, las
revelaciones de la Regenta.
«¡Soñaba! la fortaleza de la vigilia desvanecíase por la noche, y sin
que ella pudiese remediarlo, la mortificaban visiones y sensaciones
importunas, que a tener responsabilidad de ellas serían pecado
cierto.... «En plata, que doña Ana soñaba con un hombre...». Don Fermín
se revolvía en la silla de coro, cuyo asiento duro se le antojaba lleno
de brasas y de espinas. Y en tanto que el dedo índice de la mano derecha
frotaba dos prominencias pequeñas y redondas del artístico bajo-relieve,
que representaba a las hijas de Lot en un pasaje bíblico, él, sin pensar
en esto, es claro, procuraba arrancar a las tinieblas de su ignorancia
el secreto que tanto le importaba: ¿con quién soñaba la Regenta? ¿Era
una persona determinada...? Y poniéndose colorado como una amapola en la
penumbra de su asiento, que estaba en un rincón del coro alto, pensaba:
¿seré yo?
Entonces le zumbaban los oídos, y ya no oía las voces graves del
sochantre y de los salmistas, ni el rum rum del hebdomadario, que allá
abajo gruñía recitando de mala gana los latines de _Prima_.
«No, no caería en la tentación de convertir aquella dulcísima amistad
naciente, que tantas sensaciones nuevas y exquisitas le prometía, en
vulgar escándalo de las pasiones bajas de que sus enemigos le habían
acusado otras veces. Verdad era que la idea de ser objeto de los
ensueños que confesaba la Regenta, le halagaba; esto no podía negarlo,
¿cómo engañarse a sí mismo? ¡Si apenas podía mantenerse sentado sobre la
tabla dura! Pero esta delicia de la vanidad satisfecha no tenía que ver
con su propósito firme de buscar en Ana, en vez de grosero hartazgo de
los sentidos, empleo digno de la gran actividad de su corazón, de su
voluntad que se destruía ocupándose con asunto tan miserable como era
aquella lucha con los vetustenses indómitos. Sí, lo que él quería era
una afición poderosa, viva, ardiente, eficaz para vencer la ambición,
que le parecía ahora ridícula, de verse amo indiscutible de la diócesis.
Ya lo era, aunque discutido, y aquello debía bastarle.
»¿A qué aspirar a un dominio absoluto imposible? Además, quería que su
interés por doña Ana ocupase en su alma el lugar privilegiado de
aquellos otros anhelos de volar más alto, de ser obispo, jefe de la
iglesia española, vicario de Cristo tal vez. Esta ambición de algunos
momentos, descabellada, pueril, locura que pasaba, pero que volvía,
quería vencerla, para no padecer tanto, para conformarse mejor con la
vida, para no encontrar tan triste y desabrido el mundo.... Y sólo por
medio de una pasión noble, ideal, que un alma grande sabría comprender,
y que sólo un vetustense miserable, ruin y malicioso podía considerar
pecaminosa, sólo por medio de esa pasión cabía lograr tan alto y tan
loable intento.--Sí, sí--concluía el Magistral: yo la salvo a ella y
ella, sin saberlo por ahora, me salva a mí».
Y cantaban los del coro bajo: _Deus, in ajutorium meum intende_.
La tarde de _Todos los Santos_ Ana creyó perder el terreno adelantado en
su curación moral; la aridez del alma de que ella se había quejado a D.
Fermín, y que este, citando a San Alfonso Ligorio, le había demostrado
ser debilidad común, y hasta de los santos, y general duelo de los
místicos; esa aridez que parece inacabable al sentirla, la envolvía el
espíritu como una cerrazón en el océano; no le dejaba ver ni un rayo de
luz del cielo.
«¡Y las campanas toca que tocarás!». Ya pensaba que las tenía dentro del
cerebro; que no eran golpes del metal sino aldabonazos de la neuralgia
que quería enseñorearse de aquella mala cabeza, olla de grillos mal
avenidos.
Sin que ella los provocase, acudían a su memoria recuerdos de la niñez,
fragmentos de las conversaciones de su padre, el filósofo, sentencias de
escéptico, paradojas de pesimista, que en los tiempos lejanos en que las
había oído no tenían sentido claro para ella, mas que ahora le parecían
materia digna de atención.
«De lo que estaba convencida era de que en Vetusta se ahogaba; tal vez
el mundo entero no fuese tan insoportable como decían los filósofos y
los poetas tristes; pero lo que es de Vetusta con razón se podía
asegurar que era el peor de los poblachones posibles». Un mes antes
había pensado que el Magistral iba a sacarla de aquel hastío, llevándola
consigo, sin salir de la catedral, a regiones superiores, llenas de luz.
«Y capaz de hacerlo como lo decía debía de ser, porque tenía mucho
talento y muchas cosas que explicar; pero ella, ella era la que caía de
lo alto a lo mejor, la que volvía a aquel enojo, a la aridez que le
secaba el alma en aquel instante».
Ya no pasaba nadie por la Plaza Nueva; ni lacayos, ni curas, ni
chiquillos, ni mujeres de pueblo; todos debían de estar ya en el
cementerio o en el Espolón....
Ana vio aparecer debajo del arco de la calle del Pan, que une la plaza
de este nombre con la Nueva, la arrogante figura de don Álvaro Mesía,
jinete en soberbio caballo blanco, de reluciente piel, crin abundante y
ondeada, cuello grueso, poderosa cerviz, cola larga y espesa. Era el
animal de pura raza española, y hacíale el jinete piafar, caracolear,
revolverse, con gran maestría de la mano y la espuela; como si el
caballo mostrase toda aquella impaciencia por su gusto, y no excitado
por las ocultas maniobras del dueño. Saludó Mesía de lejos y no vaciló
en acercarse a la Rinconada, hasta llegar debajo del balcón de la
Regenta.
El estrépito de los cascos del animal sobre las piedras, sus graciosos
movimientos, la hermosa figura del jinete llenaron la plaza de repente
de vida y alegría, y la Regenta sintió un soplo de frescura en el alma.
¡Qué a tiempo aparecía el galán! Algo sospechó él de tal oportunidad al
ver en los ojos y en los labios de Ana, dulce, franca y persistente
sonrisa.
No le negó la delicia de anegarse en su mirada, y no trató de ocultar el
efecto que en ella producía la de don Álvaro. Hablaron del caballo, del
cementerio, de la tristeza del día, de la necedad de aburrirse todos de
común acuerdo, de lo inhabitable que era Vetusta. Ana estaba locuaz,
hasta se atrevió a decir lisonjas, que si directamente iban con el
caballo también comprendían al jinete.
Don Álvaro estaba pasmado, y si no supiera ya por experiencia que
aquella fortaleza tenía muchos órdenes de murallas, y que al día
siguiente podría encontrarse con que era lo más inexpugnable lo que
ahora se le antojaba brecha, hubiese creído llegada la ocasión de dar el
ataque _personal_, como llamaba al más brutal y ejecutivo. Pero ni
siquiera se atrevió a intentar acercarse, lo cual hubiera sido en todo
caso muy difícil, pues no había de dejar el caballo en la plaza. Lo que
hacía era aproximarse lo más que podía al balcón, ponerse en pie sobre
los estribos, estirar el cuello y hablar bajo para que ella tuviese que
inclinarse sobre la barandilla si quería oírle, que sí quería aquella
tarde.
¡Cosa más rara! En todo estaban de acuerdo: después de tantas
conversaciones se encontraba ahora con que tenían una porción de gustos
idénticos. En un incidente del diálogo se acordaron del día en que Mesía
dejó a Vetusta y encontró en la carretera de Castilla a Anita que volvía
de paseo con sus tías. Se discutió la probabilidad de que fuese el mismo
coche y el mismo asiento el que poco después ocupaba ella cuando salió
para Granada con su esposo....
Ana se sentía caer en un pozo, según ahondaba, ahondaba en los ojos de
aquel hombre que tenía allí debajo; le parecía que toda la sangre se le
subía a la cabeza, que las ideas se mezclaban y confundían, que las
nociones morales se deslucían, que los resortes de la voluntad se
aflojaban; y viendo como veía un peligro, y desde luego una imprudencia
en hablar así con don Álvaro, en mirarle con deleite que no se ocultaba,
en alabarle y abrirle el arca secreta de los deseos y los gustos, no se
arrepentía de nada de esto, y se dejaba resbalar, gozándose en caer,
como si aquel placer fuese una venganza de antiguas injusticias
sociales, de bromas pesadas de la suerte, y sobre todo de la estupidez
vetustense que condenaba toda vida que no fuese la monótona, sosa y
necia de los insípidos vecinos de la Encimada y la Colonia.... Ana sentía
deshacerse el hielo, humedecerse la aridez; pasaba la crisis, pero no
como otras veces, no se resolvería en lágrimas de ternura abstracta,
ideal, en propósitos de vida santa, en anhelos de abnegación y
sacrificios; no era la fortaleza, más o menos fantástica, de otras veces
quien la sacaba del desierto de los pensamientos secos, fríos,
desabridos, infecundos; era cosa nueva, era un relajamiento, algo que al
dilacerar la voluntad, al vencerla, causaba en las entrañas placer, como
un soplo fresco que recorriese las venas y la médula de los huesos.
«Si ese hombre no viniese a caballo, y pudiera subir, y se arrojara a
mis pies, en este instante me vencía, me vencía». Pensaba esto y casi lo
decía con los ojos. Se le secaba la boca y pasaba la lengua por los
labios. Y como si al caballo le hiciese cosquillas aquel gesto de la
señora del balcón, saltaba y azotaba las piedras con el hierro; mientras
las miradas del jinete eran cohetes que se encaramaban a la barandilla
en que descansaba el pecho fuerte y bien torneado de la Regenta.
Callaron, después de haber dicho tantas cosas. No se había hablado
palabra de amor, es claro; ni don Álvaro se había permitido galantería
alguna directa y sobrado significativa; mas no por eso dejaban de estar
los dos convencidos de que por señas invisibles, por efluvios, por
adivinación o como fuera, uno a otro se lo estaban diciendo todo; ella
conocía que a don Álvaro le estaba quemando vivo la pasión allá abajo;
que al sentirse admirado, tal vez amado en aquel momento, el
agradecimiento tierno y dulce del amante y el amor irritado con el
agradecimiento y con el señuelo de la ocasión le derretían; y Mesía
comprendía y sentía lo que estaba pasando por Ana, aquel abandono,
aquella flojedad del ánimo. «¡Lástima, pensaba el caballero, que me coja
tan lejos, y a caballo, y sin poder apearme decorosamente, este _momento
crítico_!...». Al cual momento groseramente llamaba él para sus adentros
el _cuarto de hora_.
No había tal cuarto de hora, o por lo menos no era aquel cuarto de la
hora a que aludía el materialista elegante.
Todo Vetusta se aburría aquella tarde, o tal se imaginaba Ana por lo
menos; parecía que el mundo se iba a acabar aquel día, no por agua ni
fuego sino por hastío, por la gran culpa de la estupidez humana, cuando
Mesía apareciendo a caballo en la plaza, vistoso, alegre, venía a
interrumpir tanta tristeza fría y cenicienta con una nota de color vivo,
de gracia y fuerza. Era una especie de resurrección del ánimo, de la
imaginación y del sentimiento la aparición de aquella arrogante figura
de caballo y caballero en una pieza, inquietos, ruidosos, llenando la
plaza de repente. Era un rayo de sol en una cerrazón de la niebla, era
la viva reivindicación de sus derechos, una protesta alegre y
estrepitosa contra la apatía convencional, contra el silencio de muerte
de las calles y contra el ruido necio de los campanarios....
Ello era, que sin saber por qué, Ana, nerviosa, vio aparecer a don
Álvaro como un náufrago puede ver el buque salvador que viene a sacarle
de un peñón aislado en el océano. Ideas y sentimientos que ella tenía
aprisionados como peligrosos enemigos rompieron las ligaduras; y fue un
motín general del alma, que hubiera asustado al Magistral de haberlo
visto, lo que la Regenta sintió con deleite dentro de sí.
Don Álvaro no recordaba siquiera que la Iglesia celebraba aquel día la
fiesta de Todos los Santos; había salido a paseo porque le gustaba el
campo de Vetusta en Otoño y porque sentía opresiones, ansiedades que se
le quitaban a caballo, corriendo mucho, bañándose en el aire que le iba
cortando el aliento en la carrera...
«¡Perfectamente! Mesía con aquella despreocupación, pensando en su
placer, en la naturaleza, en el aire libre, era la realidad racional, la
vida que se complace en sí misma; los otros, los que tocaban las
campanas y _conmemoraban_ maquinalmente a los muertos que tenían
olvidados, eran las bestias de reata, la eterna Vetusta que había
aplastado su existencia entera (la de Anita) con el peso de
preocupaciones absurdas; la Vetusta que la había hecho infeliz.... ¡Oh,
pero estaba aún a tiempo! Se sublevaba, se sublevaba; que lo supieran
sus tías difuntas; que lo supiera su marido; que lo supiera la hipócrita
aristocracia del pueblo, los Vegallana, los Corujedos... toda la
clase... se sublevaba...». Así era el cuarto de hora de Anita, y no como
se lo figuraba don Álvaro, que mientras hablaba sin propasarse, estaba
pensando en dónde podría dejar un momento el caballo. No había modo; sin
violencia, que podía echarlo todo a perder, no se podía buscar pretexto
para subir a casa de la Regenta en aquel momento.
Gran satisfacción fue para don Víctor Quintanar, que volvía del Casino,
encontrar a su mujer conversando alegremente con el simpático y
caballeroso don Álvaro, a quien él iba cobrando una afición que, según
frase suya, «no solía prodigar».
--Estoy por decir--aseguraba--que después de Frígilis, Ripamilán y
Vegallana, ya es don Álvaro el vecino a quien más aprecio.
No pudiendo dar a su amigo los golpecitos en el hombro, con que solía
saludarle, los aplicó a las ancas del caballo, que se dignó a mirar
volviendo un poco la cabeza al humilde infante.
--Hola, hola, hipógrifo violento
que corriste parejas con el viento--
dijo don Víctor, que manifestaba a menudo su buen humor recitando versos
del Príncipe _de nuestros ingenios_ o de algún otro de los _astros de
primera magnitud_.
--A propósito de teatro, don Álvaro ¿con que esta noche el buen Perales
nos da por fin _Don Juan Tenorio_?... Algunos beatos habían intrigado
para que hoy no hubiera función.... ¡Mayor absurdo!... El teatro es
moral, cuando lo es, por supuesto; además la tradición... la
costumbre.... Don Víctor habló largo y tendido de la moralidad en el
arte, separándose a veces del hipógrifo violento que se impacientaba con
aquella disertación académica.
Don Álvaro aprovechó la primera ocasión que tuvo para suplicar a
Quintanar que obligase a su esposa a ver el _Don Juan_.
--Calle usted, hombre... vergüenza da decirlo... pero es la verdad.... Mi
mujercita, por una de esas rarísimas casualidades que hay en la vida...
¡nunca ha visto ni leído el _Tenorio_! Sabe versos sueltos de él, como
todos los españoles, pero no conoce el drama... o la comedia, lo que
sea; porque, con perdón de Zorrilla, yo no sé si.... ¡Demonio de animal,
me ha metido la cola por los ojos!...
--Sepárese usted un poco, porque este no sabe estarse quieto.... Pero
dice usted que Anita no ha visto el Tenorio, ¡eso es imperdonable!
Aunque a don Álvaro el drama de Zorrilla le parecía inmoral, falso,
absurdo, muy malo, y siempre decía que era mucho mejor el Don Juan de
Molière (que no había leído), le convenía ahora alabar el poema popular
y lo hizo con frases de gacetillero agradecido.
Quintanar no le perdonaba a Zorrilla la ocurrencia de atar a Mejía codo
con codo, y le parecía indigna de un caballero la aventura de don Juan
con doña Inés de Pantoja. «Así cualquiera es conquistador». Pero fuera
de esto juzgaba _hermosa creación_ la de Zorrilla... aunque las había
mejores en nuestro teatro moderno. A don Álvaro se le antojaba muy
verosímil y muy ingenioso y oportuno el expediente de sujetar a don Luis
y meterse en casa de su novia en calidad de prometido....
Aventuras así las había él llevado a feliz término, y no por eso se
creía deshonrado; pues el amor no se anda con libros de caballerías, y
unas eran las empresas del placer, y otras las de la vanagloria; cuando
se trataba de estas, lo mismo él que don Juan, sabían proceder con todos
los requisitos del punto de honor.--Pero esta opinión también se la
calló el jefe del partido liberal dinástico de Vetusta, y unió sus
ruegos a los de don Víctor para obligar a doña Ana a ir al teatro
aquella noche.
--Si es una perezosa; si ya no quiere salir; si ha vuelto a las andadas,
a las encerronas... y... pero... ¡lo que es hoy no tienes escape!...
En fin, tanto insistieron, que Ana, puestos los ojos en los de Mesía,
prometió solemnemente ir al teatro.
Y fue. Entró a las ocho y cuarto (la función comenzaba a las ocho) en el
palco de los Vegallana en compañía de la Marquesa, Edelmira, Paco y
Quintanar.
El teatro de Vetusta, o sea _nuestro Coliseo de la plaza del Pan_, según
le llamaba en elegante perífrasis el gacetillero y crítico de _El
Lábaro_, era un antiguo corral de comedias que amenazaba ruina y daba
entrada gratis a todos los vientos de la rosa náutica. Si soplaba el
Norte y nevaba, solían deslizarse algunos copos por la claraboya de la
lucerna. Al levantarse el telón pensaban los espectadores sensatos en la
pulmonía, y algunos de las butacas se embozaban prescindiendo de la
buena crianza. Era un axioma vetustense que al teatro había que ir
abrigado. Las más distinguidas señoritas, que en el Espolón y el Paseo
Grande lucían todo el año vestidos de colores alegres, blancos, rojos,
azules, no llevaban al coliseo de la Plaza del Pan más que gris y negro
y matices infinitos del castaño, a no ser en los días de gran etiqueta.
Los cómicos temblaban de frío en el escenario, dentro de la cota de
malla, y las bailarinas aparecían azules y moradas dando diente con
diente debajo de los polvos de arroz.
Las decoraciones se habían ido deteriorando, y el Ayuntamiento, donde
predominaban los enemigos del arte, no pensaba en reemplazarlas. Como en
la comedia que representan en el bosque los personajes del _Sueño de una
noche de verano_, la fantasía tenía que suplir en el teatro de Vetusta
las deficiencias del lienzo y del cartón. No había ya más bambalinas que
las del _salón regio_, que figuraban en sabia perspectiva artesonado de
oro y plata, y las de cielo azul y sereno. Pero como en la mayor parte
de nuestros dramas modernos se exige _sala decentemente amueblada_, sin
artesones ni cosa parecida, los directores de escena solían decidirse en
tales casos por el cielo azul. A veces los telones y bastidores se
hacían los remolones o precipitaban su caída, y en una ocasión, el buen
Diego Marsilla, atado a un árbol codo con codo se encontró de repente en
el camarín de doña Isabel de Segura, con lo que el drama se hizo
inverosímil a todas luces. La decoración de bosque se había desplomado.
Ya estaban los vetustenses acostumbrados a estos que llamaba Ronzal
anacronismos, y pasaban por todo, en particular las _personas decentes_
de palcos principales y plateas, que no iban al teatro a ver la función,
sino a mirarse y despellejarse de lejos. En Vetusta las señoras no
quieren las butacas, que, en efecto, no son dignas de señoras, ni
butacas siquiera; sólo se degradan tanto las cursis y alguna dama de
aldea en tiempo de feria. Los pollos elegantes tampoco frecuentan la
sala, o patio, como se llama todavía. Se reparten por palcos y plateas
donde, apenas recatados, fuman, ríen, alborotan, interrumpen la
representación, por ser todo esto de muy buen tono y fiel imitación de
lo que muchos de ellos han visto en algunos teatros de Madrid. Las mamás
desengañadas dormitan en el fondo de los palcos; las que son o se tienen
por dignas de lucirse, comparten con las jóvenes la seria ocupación de
ostentar sus encantos y sus vestidos obscuros mientras con los ojos y la
lengua cortan los de las demás. En opinión de la dama vetustense, en
general, el arte dramático es un pretexto para pasar tres horas cada dos
noches observando los trapos y los trapicheos de sus vecinas y amigas.
No oyen, ni ven ni entienden lo que pasa en el escenario; únicamente
cuando los cómicos hacen mucho ruido, bien con armas de fuego, o con una
de esas anagnórisis en que todos resultan padres e hijos de todos y
enamorados de sus parientes más cercanos, con los consiguientes
alaridos, sólo entonces vuelve la cabeza la buena dama de Vetusta, para
ver si ha ocurrido allá dentro alguna catástrofe de verdad. No es mucho
más atento ni impresionable el resto del público ilustrado de la culta
capital. En lo que están casi todos de acuerdo es en que la zarzuela es
superior al _verso_, y la estadística demuestra que todas las compañías
de _verso_ truenan en Vetusta y se disuelven. Las partes de por medio
suelen quedarse en el pueblo y se les conoce porque les coge el invierno
con ropa de verano, muy ajustada por lo general. Unos se hacen vecinos y
se dedican a coristas endémicos para todas las óperas y zarzuelas que
haya que cantar, y otros consiguen un beneficio en que ellos pasan a
primeros papeles y, ayudados por varios jóvenes aficionados de la
población representan alguna obra de empeño, ganan diez o doce duros y
se van a otra provincia a tronar otra vez. Estos artistas de _verso_
también paran a veces en la cárcel, según el gobierno que rige los
destinos de la Nación. Suele tener la culpa el empresario que no paga y
además insulta el hambre de los actores. Al considerar esta mala suerte
de las compañías dramáticas en Vetusta, podría creerse que el vecindario
no amaba la escena, y así es en general: pero no faltan clases enteras,
la de mancebos de tienda, la de los cajistas, por ejemplo, que cultivan
en teatros caseros _el difícil arte de Talía_, y con _grandes
resultados_ según _El Lábaro_ y otros periódicos _locales_.
Cuando Ana Ozores se sentó en el palco de Vegallana, en el sitio de
preferencia, que la Marquesa no quería ocupar nunca, en las plateas y
principales hubo cuchicheos y movimiento. La fama de hermosa que gozaba
y el verla en el teatro de tarde en tarde, explicaba, en parte, la
curiosidad general. Pero además hacía algunas semanas que se hablaba
mucho de la Regenta, se comentaba su cambio de confesor, que por cierto
coincidía con el afán del señor Quintanar, de llevar a su mujer a todas
partes. Se discutía si el Magistral haría de su partido a la de Ozores,
si llegaría a dominar a don Víctor por medio de su esposa, como había
hecho en casa de Carraspique. Algunos más audaces, más maliciosos, y que
se creían más enterados, decían al oído de sus _íntimos_ que no faltaba
quien procurase contrarrestar la influencia del Provisor. Visitación y
Paco Vegallana, que eran los que podían hablar con fundamento, guardaban
prudente reserva; era Obdulia quien se daba aires de saber muchas cosas
que no había.
--«¡La Regenta, bah! la Regenta será como todas....
Las demás somos tan buenas como ella... pero su temperamento frío, su
poco trato, su orgullo de mujer intachable, le hacen ser menos expansiva
y por eso nadie se atreve a murmurar.... Pero tan buena como ella son
muchas...».
Las reticencias de la Fandiño eran todavía recibidas con desconfianza,
en casi todas partes. Pero con motivo de condenar su mala lengua, corría
de boca en boca, el asunto de sus murmuraciones vagas y cobardes.
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