La Regenta - 40

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las obras de Comte. Allí vio que los hombres se dividían en egoístas y
_altruistas_ y él, a impulsos de su buen natural, se declaró _altruista_
de por vida; y, en efecto, se la pasó metiéndose en lo que no le
importaba. Tenía algunas haciendas, pocas, la mayor parte procedentes de
bienes nacionales; y de su renta vivía con mujer y cuatro hijas
casaderas.
Comía sopa, cocido y principio; cada cinco años se hacía una levita,
cada tres compraba un sombrero alto lamentándose de las exigencias de la
moda, porque el viejo quedaba siempre en muy buen uso. A esto lo llamaba
él su _aurea mediocritas_. Pudo haber sido empleado; pero «¿con quién?
¡si aquí nunca hay gobiernos!». Cargos gratuitos los desempeñaba siempre
que se le ofrecían, porque sus conciudadanos le tenían a su disposición,
sobre todo si se trataba de dar a cada uno lo suyo. A pesar de tanta
modestia y parsimonia en los gastos, los maliciosos atribuían su
exaltado liberalismo y su descreimiento y desprecio del culto y del
clero a la procedencia de sus tierras. «¡Claro, decían las beatas en los
corrillos de San Vicente de Paúl, y los ultramontanos en la redacción de
_El Lábaro_, claro, como lo que tiene lo debe a los despojos impíos de
los liberalotes! ¿Cómo no ha de aborrecer al clero si se está comiendo
los bienes de la Iglesia?». A esto hubiera objetado don Pompeyo, si no
despreciara tales hablillas, «abroquelado en el santuario de su
conciencia», hubiera contestado que don Leandro Lobezno, el obispo de
levita, el Preste Juan de Vetusta, el seráfico presidente de la Juventud
Católica, era millonario gracias a los bienes nacionales que había
comprado cierto tío a quien heredara el don Leandro». Pero no, don
Pompeyo no contestaba. Él aborrecía el fanatismo, pero perdonaba a los
fanáticos.
«¿No era él un filósofo? Bien sabía Dios que sí».--Esto de que bien lo
sabía Dios era una frase hecha, como él decía, que se le escapaba sin
querer, porque, en verdad sea dicho, don Pompeyo Guimarán no creía en
Dios. No hay para qué ocultarlo. Era público y notorio. Don Pompeyo era
el ateo de Vetusta. «¡El único!» decía él, las pocas veces que podía
abrir el corazón a un amigo. Y al decir ¡el único! aunque afectaba
profundo dolor por la ceguedad en que, según él, vivían sus
conciudadanos, el observador notaba que había más orgullo y satisfacción
en esta frase que verdadera pena por la falta de propaganda. Él daba
ejemplo de ateísmo por todas partes, pero nadie le seguía.
En Vetusta no se aclimataba esta planta; él era el único ejemplar,
robusto, inquebrantable eso sí, pero el único. Y don Pompeyo sentía
remordimientos cuando se sorprendía deseando que jamás cundiese _la
doctrina racional, salvadora_, que por tal la tenía. Todos le llamaban
el _Ateo_, pero la experiencia había convencido a los más fanáticos de
que no mordía. «Era el león enamorado de una doncella», decía
elegantemente Glocester, «una fiera sin dientes». Hasta las más
recalcitrantes beatas pasaban al lado del _Ateo_ sin echarle una mala
maldición: era como un oso viejo, ciego y con bozal que anduviese
domesticado, de calle en calle, divirtiendo a los chiquillos; olía mal
pero no pasaba de ahí. Sin embargo, varias veces se había pensado en
darle un disgusto serio para que se convirtiera o abandonase el pueblo.
Esto dependía del mayor o menor celo apostólico de los obispos. Uno hubo
(después llegó a cardenal), que pensó seriamente en excomulgar a don
Pompeyo. Este recibió la noticia en el Casino--todavía iba al Casino
entonces--. Una sonrisa angelical se dibujó en su rostro: así debió de
sonreír el griego que dijo: pega, pero escucha. La boca se le hizo agua:
aquella excomunión le hacía cosquillas en el alma: ¡qué más podía
ambicionar! En seguida pensó en tomar una postura moral digna de las
circunstancias. Nada de aspavientos, nada de protestas.--Se contentó con
decir--: El señor obispo no tiene derecho de excomulgar a quien no
comulga; pero venga en buen hora la excomunión... y ahí me las den
todas.
Su mujer y cuatro hijas pensaban de muy distinta manera. En vano quiso
ocultarlas que el rayo amenazaba su hogar tranquilo. La casa de don
Pompeyo se convirtió en un mar de lágrimas; hubo síncopes; doña
Gertrudis cayó en cama. El infeliz Guimarán sintió terribles
remordimientos: sintió además inesperada debilidad en las piernas y en
el espíritu. «¡No que él se convirtiera! ¡eso jamás! pero ¡su Gertrudis,
sus niñas!» y lloraba el desgraciado; y volviéndose del lado hacia donde
caía el palacio episcopal enseñaba los puños y gritaba entre suspiros y
sollozos:--«¡Me tienen atado, me tienen atado esos hijos de la
aberración y la ceguera! ¡desgraciado de mí! ¡pero más dignos de
compasión ellos que no ven la luz del medio día, ni el sol de la
Justicia». Ni aun en tan amargos instantes insultaba al obispo y demás
alto clero. Tuvo que transigir; tuvo que tolerar lo que al principio le
sublevaba sólo pensado, que sus hijas se _moviesen_, que sus amigos
pusieran en juego sus relaciones para que el obispo se metiera el rayo
en el bolsillo.... Se consiguió, no sin trabajo, y sin necesidad de que
don Pompeyo se retractase de sus errores. Se echó tierra al ateísmo de
Guimarán. Él calló una temporada, pero luego volvió a la carga,
incansable en aquella propaganda, que, en el fondo de su corazón,
deseaba infructuosa, por el gusto de ser el único ejemplar de la, para
él, preciosa especie del ateo. Sus principales batallas las daba en el
Casino, donde pasaba media vida (después lo abandonó por motivos
poderosos.) Los vetustenses eran, en general, poco aficionados a la
teología; ni para bien ni para mal les agradaba hablar de las cosas _de
tejas arriba_. Los _avanzados_ se contentaban con atacar al clero,
contar chascarrillos escandalosos en que hacían principal papel curas y
amas de cura; en esta amena conversación entraban también con gusto
algunos conservadores muy ortodoxos. Si creían haber llegado demasiado
lejos y temían que alguien pudiera sospechar de su acendrada
religiosidad, se añadía, después de la murmuración escandalosa:--«Por
supuesto que estas son las excepciones.--No hay regla sin excepción,
decía don Frutos el americano.--La excepción confirma la regla, añadía
Ronzal el diputado. Y hasta había quien dijera:--Y hay que distinguir
entre la religión y sus ministros.--Ellos son hombres como nosotros...».
Los avanzados presentaban objeciones, defendían la solidaridad del dogma
y el sacerdote, y entonces el mismo don Pompeyo tenía que ponerse de
parte de los reaccionarios, hasta cierto punto y decir:--Señores, no
confundamos las cosas, el mal está en la raíz.... El clero no es malo ni
bueno; es como tiene que ser.... Al oír tal, todos se levantaban en
contra, unos porque defendía al clero y otros porque atacaba el dogma.
Bien decía él que estaba completamente solo, que era el _único_.--De
aquellas discusiones, que buscaba y provocaba todos los días, afirmaba
él que «salía su espíritu, llamémosle así, lleno de amargura (y no era
verdad, el remordimiento se lo decía), lleno de amargura porque en
Vetusta nadie pensaba; se vegetaba y nada más. Mucho de intrigas, mucho
de politiquilla, mucho de intereses materiales mal entendidos; y nada de
filosofía, nada de elevar el pensamiento a las regiones de lo ideal.
Había algún erudito que otro, varios canonistas, tal cual jurisconsulto,
pero pensador ninguno. No había más pensador que él». «Señores, decía a
gritos después de tomar café, cerca del gabinete del tresillo, si aquí
se habla de las graves cuestiones de la inmortalidad del alma, que yo
niego por supuesto, de la Providencia, que yo niego también, o toman
ustedes la cosa a broma, a guasa, como dicen ustedes, o sólo se
preocupan con el aspecto utilitario, egoísta, de la cuestión: si Ronzal
será inmortal, si don Frutos prefiere el aniquilamiento a la vida futura
sin recuerdo de lo presente.... Señores ¿qué importa lo que quiera don
Frutos ni lo que prefiera Ronzal? La cuestión no es esa; la cuestión es
(y contaba por los dedos) si hay Dios o no hay Dios; si caso de haberlo,
piensa para algo en la mísera humanidad, si...».
--«¡Chitón! ¡silencio!» gritaban desde dentro los del tresillo; y don
Pompeyo bajaba la voz, y el corro se alejaba de los tresillistas, lleno
de respeto, obedientes todos, convencidos de que aquello del juego era
cosa mucho más seria que las teologías de don Pompeyo, más práctica, más
respetable.--Miren ustedes, decía Ronzal, que todavía no era sabio, yo
creo todo lo que cree y confiesa la Iglesia, pero la verdad, eso de que
el cielo ha de ser una contemplación eterna de la Divinidad... hombre,
eso es pesado.--¿Y qué? objetaba el americano don Frutos, en voz baja
también, temeroso de nuevo aviso de los tresillistas; ¿y qué? Yo me
contento con pasar la vida eterna mano sobre mano. Bastante he trabajado
en este mundo. ¡Peor sería eso que dicen que dice _Alancardan_, o san
Cardan, o san Diablo! pues... que.... No sabía cómo explicarlo el pobre
don Frutos. «Ello venía a ser que en muriéndonos íbamos a otra estrella,
y de allí a otra, a pasar otra vez las de Caín, y ganarnos la vida». La
idea de volver, en Venus o en Marte, a buscar negros al África y
comprarlos y venderlos a espaldas de la ley, le parecía absurda a
Redondo y le volvía loco. «¡Antes el aniquilamiento, como dice el ateo!»
concluía limpiando el copioso sudor de la frente, provocado por aquel
esfuerzo intelectual, tan fuera de sus hábitos.--Con esta cuestión de la
inmortalidad, era con la que abría don Pompeyo brecha en el alcázar de
la fe de los socios, pero siempre concluían por cerrar aquella brecha
con las salvedades de rúbrica.--«Por supuesto. Dios sobre todo....
Doctores tiene la Iglesia...».
Y en último caso, don Pompeyo ya les iba aburriendo con sus teologías.
Le dejaban solo. Los tresillistas se quejaron a la junta. Tuvo que
cambiar de mesa y de sala, si quiso seguir predicando ateísmo.
«¡Este era el estado del libre examen en Vetusta!» pensaba Guimarán con
tristeza mezclada de orgullo.
En el billar tampoco querían teología racional. Don Pompeyo, más
abandonado cada día, se colocaba taciturno, como Jeremías podría pararse
en una plaza de Jerusalem, se colocaba, abierto de piernas, delante de
la mesa pequeña, la de carambolas, y largo rato contemplaba a aquellos
ilusos que pasaban las horas de la brevísima existencia, viendo chocar
o no chocar tres bolas de marfil. Algunas veces tropezaba la maza de un
taco con el abdomen de don Pompeyo.
--Usted dispense, señor Guimarán.
--Está usted dispensado, joven--respondía el pensador rascándose la
barba con una ironía trágica, profunda, y sonriendo, mientras movía la
cabeza dando a entender que estaba perdido el mundo.
Aburrido de tanta _superficialidad_ subía al _cuarto del crimen_, a ver
a los partidarios del azar. Allí oía el nombre de Dios a cada momento,
pero en términos que no le parecían nada filosóficos.
--¡Don Pompeyo, tiene usted razón!--gritaba un perdido al despedirse de
la última peseta--¡tiene usted razón, no hay Providencia!
--¡Joven, no sea usted majadero, y no confunda las cosas!
Y salía furioso del Casino. «No se podía ir allí».
Cuando _estalló la Revolución de Septiembre_, Guimarán tuvo esperanzas
de que el librepensamiento tomase vuelo. Pero nada. ¡Todo era hablar mal
del clero! Se creó una sociedad de filósofos... y resultó espiritista;
el jefe era un estudiante madrileño que se divertía en volver locos a
unos cuantos zapateros y sastres. Salió ganando la Iglesia, porque los
infelices menestrales comenzaron a ver visiones y pidieron confesión a
gritos, arrepintiéndose de sus errores con toda el alma. Y nada más: a
eso se había reducido la _revolución religiosa_ en Vetusta, como no se
cuente a los que _comían de carne_ en Viernes Santo.
Don Pompeyo no creía en Dios, pero creía en la Justicia. En
figurándosela con J mayúscula, tomaba para él cierto aire de divinidad,
y sin darse cuenta de ello, era idólatra de aquella palabra abstracta.
Por la _justicia_ se hubiera dejado hacer tajadas.
«La Justicia le obligaba a reconocer que el actual obispo de Vetusta,
don Fortunato Camoirán, era una persona respetable, un varón virtuoso,
digno; equivocado, equivocado de medio a medio, pero digno. ¿Tenía un
ideal? pues don Pompeyo le respetaba».
Don Pompeyo no leía, meditaba. Después de las obras de Comte (que no
pudo terminar), no volvió a leer libro alguno; y en verdad, él no los
tenía tampoco. Pero meditaba.
Algunas veces discutía con Frígilis, en quien reconocía la _madera de un
libre pensador_, pero mal educado. No le quería bien. «¡Ese es
panteísta!» decía con desdén. «Ese adora la naturaleza, los animales, y
los árboles especialmente... además, no es filósofo; no quiere pensar en
las grandes cosas, sólo estudia nimiedades.... Está muy hueco porque
después de cien mil ensayos ridículos, aclimató el Eucaliptus en
Vetusta.... ¿Y qué? ¿Qué problema metafísico resuelve el Eucaliptus
globulus? Por lo demás yo reconozco que es íntegro... y que sabe... que
sabe... por más que su decantado darwinismo... y aquella locura de
injertar gallos ingleses...».
Guimarán fue varias veces derrotado por Frígilis en sus polémicas.
Frígilis era apóstol ferviente del transformismo; le parecía absurdo y
hasta ridículo hacer ascos al abolengo animal.... Don Pompeyo, aunque se
sentía seducido por aquella teoría que _dejaba_ un subido y delicioso
olor a herética y atea, no se decidía a creerse descendiente de cien
orangutanes; sonreía como si le hiciesen cosquillas... pero no se
determinaba a decir sí ni a decir no.
«Mi última afirmación es la duda.... Se me hace cuesta arriba». Pero de
todas suertes su ateísmo quedaba en pie; para negar a Dios con la
constancia y energía con que él lo negaba, no hacía falta leer mucho, ni
hacer experimentos, ni meterse a cocinero químico. «¡Mi razón me dice
que no hay Dios; no hay más que Justicia!».
Frígilis mientras don Pompeyo afirmaba estas cosas, le miraba sonriendo
con benevolencia; y con un poco de burla, en que había algo de caridad,
le decía:
--«¿Pero, señor Guimarán, tan seguro está usted de que no hay Dios?».
--«¡Sí, señor mío! ¡mis principios son fijos! ¡fijos! ¿entiende usted? Y
yo no necesito manosear librotes y revolver tripas de cristianos y de
animales, para llegar a mi conclusión categórica.... Si su ciencia de
usted, después de tanta retorta, y tanto protoplasma y demás zarandajas,
no da por resultado más que esa duda, ¡guárdese la ciencia de los libros
en donde quiera, que yo no la he menester!».
El honrado Guimarán daba media vuelta y se iba furioso, llena el alma de
rencores y envidias pasajeras, y Frígilis seguía sonriendo y movía la
cabeza a un lado y a otro.
Si le preguntaban qué opinaba del
_Ateo_, decía:
--«¿Quién, don Pompeyo? Es una buena persona. No sabe nada, pero tiene
muy buen corazón».
Guimarán juró--tenía que parar en ello--juró no poner jamás los pies en
el Casino.
--«Lo que se ha hecho allí conmigo no se hace con ningún cristiano».
Tenía el estilo sembrado de frases y modismos puramente ortodoxos, pero
protestaba en seguida contra «aquellas metáforas y solecismos del
lenguaje».
Lo que habían hecho con él había sido celebrar el aniversario 25 de la
exaltación de Pío Nono al Pontificado, colgando los tapices de gala y
sacando a relucir los aparatos de gas, con que iluminaban la fachada en
las grandes solemnidades.
Don Pompeyo se dirigió a la junta en papel de oficio citando los
artículos del Reglamento que, en su opinión, «prohibían semejantes
muestras de júbilo por parte de una corporación que, por su calidad de
círculo de recreo, no debía, no podía tener religión positiva
determinada».
Y en el salón daba gritos, mientras los mozos colgaban los tapices de
los balcones; hacía aspavientos, e invocaba la tolerancia religiosa, la
libertad de cultos y hasta la sesión del juego de pelota.
--Pero, hombre--le decía Ronzal, con deseos de pegarle--¿qué le importa
a usted que el Casino cuelgue e ilumine? ¿Qué le ha hecho a usted la
Santidad de Pío Nono?
--¿Qué me ha hecho la Santidad?... Se lo diré a usted, sí señor, se lo
diré a usted. Pío Nono me era... hasta simpático... reconocía en él un
hombre de buena fe.... Pero la infalibilidad ha puesto entre los dos una
muralla de hielo; un abismo que no se puede salvar.... ¡Un hombre
infalible! ¿Comprende usted eso, Ronzal?
--Sí, señor, perfectamente. Es la cosa más clara....
--Pues explíquemelo usted.--Entendámonos, señor Guimarán, si usted
quiere examinarme... ¡sepa usted que yo... no aguanto ancas!...
--No se trata aquí de la grupa de nadie... sino de que usted pruebe la
infali....
--¿La _infalibidad_?
--Sí, señor... la infalibilidad... la in... fa... li... bi... li....
--¡Oiga usted, señor don Pompeyo, que a mí las canas no me asustan! y si
usted se burla, yo hago la cuestión personal....
--¿Cómo personal? ¿También usted es infalible?
--¡Señor Guimarán!
--En resumen, señor mío....
--Eso es, _reasumiendo_...
--Yo me borro de la lista...--¡Pues tal día hará un año!
Ronzal no demostró el por qué de la infalibilidad, pero don Pompeyo se
borró de la lista del Casino.
Perdió aquel refugio de sus horas desocupadas que eran muchas, y anduvo
como alma en pena vagando de café en café hasta que al cabo de algunos
años tropezó con don Santos Barinaga en el _Restaurant y café de la
Paz_, donde todas las noches el enemigo implacable del Magistral se
preparaba a mal morir bebiendo un cognac con honores de espíritu de
vino.
Entablaron amistad que llegó a ser íntima. Don Santos había sido siempre
un buen católico; es más, de la Iglesia vivía, pues su comercio era de
objetos del culto.
Pero desde que el monopolio mal disfrazado de competencia de «La Cruz
Roja» había empezado a _labrar su ruina_, iba sintiendo cada día más
vacilante el alcázar de su fe... y más vacilantes las piernas. Empezaba,
como otros muchos, por negar la virtud del sacerdocio y, además--esto no
se sabe que lo hayan hecho otros heresiarcas--, coincidía en él aquel
desprecio de los ordenados _in sacris_ con la afición desmesurada al
alcohol en sus varias manifestaciones.
Poco trabajo le costó a Guimarán hacer un prosélito de don Santos. De
día en día y de copa en copa avanzaba la impiedad en aquel espíritu; y
llegó a creer que Jesucristo no era más que una constelación; disparate
que había leído don Pompeyo en un libro viejo que compró en la feria.
Guimarán tenía la impiedad fría del filósofo, Barinaga los rencores del
sectario, la ira del apóstata.
Cuando le parecía al buen tendero que iba demasiado lejos en sus
negaciones, para ocultar el miedo, se ponía de pie, copa en mano, y
decía solemnemente:
--En último caso, si me equivoco, si blasfemo... toda la responsabilidad
caiga sobre ese pillo... sobre ese _rapavelas_... ¡sobre ese maldito don
Fermín!...
El café de la Paz era grande, frío; el gas amarillento y escaso parecía
llenar de humo la atmósfera cargada con el de los cigarros y las
cocinas; a la hora en que los dos amigos conferenciaban estaba desierto
el salón; los mozos, de chaqueta negra y mandil blanco, dormitaban por
los rincones. Un gato pardo iba y venía del mostrador a la mesa de don
Santos, se le quedaba mirando largo rato, pero convencido de que no
decía más que disparates, bostezaba, y daba media vuelta.
Guimarán veía con gran satisfacción los progresos de la impiedad en
aquel espíritu lleno de pasión; no había llegado don Santos al ateísmo,
«pero este era un grado de perfección filosófica que tal vez le venía
muy ancho al antiguo comerciante de cálices y patenas». Don Pompeyo se
contentaba con arrancarle las raíces y retoños de toda religión
positiva. No le agradaba verle cada vez más _enfrascado_ en el
aguardiente y el cognac; pero don Santos si no bebía no daba pie con
bola, no entendía palabra de lugares teológicos. Había que dejarle
beber.
A las diez y media de la noche salían juntos; don Pompeyo daba el brazo
a don Santos y le acompañaba hasta dejarle bastante lejos del café,
porque si no se volvía solo. En la esquina de una calleja se despedían
con largo apretón de manos, y Guimarán, sereno y satisfecho, se
restituía a su hogar tranquilo donde le esperaban su amante esposa y
cuatro hijas que le adoraban.
Don Santos quedaba solo en batalla con las quimeras del alcohol, con
nieblas en el pensamiento y en los ojos. Su pie vacilaba; el pudor
entregado a sí mismo, luchaba por encontrar una marcha y un continente
decoroso; pero en vano, un movimiento en zig-zag agitaba todo el cuerpo
del enfermo; cada paso era un triunfo; la cabeza se tenía mal sobre los
hombros... y de la faringe del borracho salían, como arrullos de
tórtola, gritos sofocados de protesta, de una protesta monótona,
inarticulada, que era a su modo expresión de una idea fija, o mejor, de
un odio clavado en aquel cerebro con el martillo de la manía. A todas
las manchas de las paredes, a todas las sombras de los faroles les
contaba, gruñendo, la historia de su ruina, y no había piedra de aquel
camino, que no supiese la escandalosa leyenda de la fortuna del
Magistral.
Si Barinaga tomó de don Pompeyo su apostasía, Guimarán se contagió con
el odio de don Santos al Provisor y a doña Paula. «¡Era escandaloso,
ciertamente, aquel tráfico indigno!». Los dos viejos fueron trompas de
la fama contra la honra del Provisor. Don Santos alborotó la vecindad
muchas noches; no bastó la intervención del sereno; llegó a dar puñadas,
bastonazos y hasta patadas en la puerta de la _Cruz Roja_. El dueño del
establecimiento se quejó a la autoridad, creció el escándalo, los
enemigos del Magistral atizaron la discordia, en todas partes se
gritaba: «¿Cómo se entiende? ¿van a prender a don Santos después de
haberle arruinado?
¿Se atrevería la autoridad a tomar una _medida represiva_?».
En el cabildo, Glocester, el maquiavélico Arcediano, hablaba al oído de
los canónigos «de descrédito colectivo, de lo que la iglesia, y la
catedral sobre todo, perdían con aquellas _algaradas_ (frase de
Glocester)». El beneficiado don Custodio apoyaba al señor Mourelo.
--¡Y si fuera eso lo peor!--decía el Arcediano.
Y entonces comenzaba el segundo capítulo de la murmuración.
«Lo peor era que, con razón o sin ella, pero no sin que las apariencias
diesen motivo para las hablillas, se decía que el Magistral quería
seducir, y en camino estaba, nada menos que a la Regenta».
--¡Hombre, eso no!--gritaba el chantre--¡ella está hecha una santa;
después de su enfermedad, desde que estuvo si la entrega o no la
entrega, su vida es ejemplar. Si antes era una señora virtuosa, como hay
muchas, ahora es una perfecta cristiana. Está más delgadilla, más
pálida, pero hermosísima... quiero decir, que edifica, que es una
santa... vamos... una santa....
--Señor, yo quiero hechos... y el público no se fía de santidades... se
fía de hechos....
Y Glocester citaba muchos hechos: la frecuencia de las confesiones de
Anita Ozores, lo mucho que duraban las visitas del Provisor al Caserón,
las visitas de la Regenta a doña Petronila....
--¡Cómo! ¿Y qué? ¿qué tenemos con esas visitas? ¿También va usted a
creer que doña Petronila se presta?...
--Señor... yo no creo ni dejo de creer... yo cito hechos y digo lo que
dice el público.... El escándalo crece....
Era verdad. Tal maña se daban Glocester y don Custodio y otros señores
del cabildo, algunos empleados de la curia eclesiástica, y entre el
elemento lego Foja y don Álvaro; este por debajo de cuerda y
conteniéndose en lo que se refería a la simonía y despotismo que se
achacaba al Provisor. En el Casino tampoco se hablaba de otra cosa. Ya
todos aseguraban haber encontrado a don Santos dando patadas a la puerta
de la Cruz Roja y desafiando a gritos al Magistral. Había bandos: unos
reclamaban la intervención de la autoridad, otros sostenían _el derecho
del pataleo_ de Barinaga.
El Chato iba y venía, espiaba en todas partes, y dos o tres veces al día
entraba en casa del Provisor a dar parte de las murmuraciones a su jefe,
a doña Paula, que le pagaba bien.
La madre de don Fermín vivía en perpetua zozobra; pero no desmayaba. «Ya
que él quería perderse, allí estaba ella para salvarle». Era lo
principal visitar al Obispo, conseguir que la murmuración, la calumnia o
lo que fuese, no llegara a su Ilustrísima. Doña Paula pasaba gran parte
del día y de la noche en palacio. Su lugarteniente Úrsula, el ama de
llaves del Obispo, tenía orden de no dejar a ninguna persona sospechosa
llegar a la cámara de su dueño; los familiares, gente devota de doña
Paula, hechuras suyas, obedecían a la misma consigna. El Magistral,
aunque le disgustaba emplearse en tal oficio, también espiaba y
vigilaba; el instinto de conservación le obligaba a secundar los planes
de su madre.
Doña Paula y don Fermín hablaban poco; se defendían por acuerdo tácito;
empleaban el mismo sistema de resistencia sin comunicárselo. Estaba la
madre irritada. «Su hijo la engañaba, la perdía. Para ella doña Ana
Ozores, la dichosa Regenta, era ya _barragana_ (esta palabra decía en
sus adentros) barragana de su Fermo.
Por allí iba a romper la soga; por allí hacía agua el barco. Si se
hablaba tanto de los abusos de la curia eclesiástica, de la _Cruz Roja_
y de don Santos, era porque el _otro negocio_, el más escandaloso, el de
las _faldas_ traía consigo los demás». Esto pensaba ella. «Lo otro es
antiguo; ya nadie hacía caso de esas hablillas por viejas, por gastadas,
pero con el escándalo nuevo, con lo de esa mala pécora, hipócrita y
astuta, todo se renueva, todo toma importancia, y muchos pocos hacen un
mucho. Si Fortunato sabe algo, cree algo, nos hundimos». Al dueño de la
Cruz Roja se le prohibió oír los golpes que descargaba en la puerta
todas las noches el borracho de don Santos. No se volvió a pensar en
pedir auxilio a la autoridad. Se compró al sereno y se le dio orden de
que evitara el ruido ante todo. Era inútil. Muchos vecinos ya esperaban
con curiosidad maliciosa la hora del alboroto y salían a los balcones a
presenciar la escena.
Pero doña Paula tenía además que seguir los pasos a su hijo.
El Chato había visto a la Regenta y al Magistral entrar juntos al
anochecer en casa de doña Petronila. Y ya lo sabía doña Paula. Pero
también les había visto don Custodio y se lo había dicho a Glocester y
después los dos a toda Vetusta.
En tanto, en el café de la Paz había ya público para oír a don Pompeyo y
a don Santos maldecir de las religiones positivas y especialmente del
señor Vicario general, como llamaba siempre a De Pas el señor Guimarán.
Entre el _pueblo bajo_ corría la historia de las aras, de la ruina de
don Santos, de los millones del Magistral depositados en el Banco; con
tal motivo algunos obreros de la Fábrica vieja hablaban de ahorcar al
clero en masa. A esto lo llamaban cortar por lo sano.
Los trabajadores carlistas dudaban; tenía entre ellos amigos el
Magistral, pero si le respetaban por sacerdote, le temían por rico... y
sospechaban algo. De lo que no hablaba la multitud era del asunto de
_las faldas_. Allá cuando la Revolución, se había dicho si tenía o no
tenía don Fermín aventuras en los barrios bajos; pero ya nadie se
acordaba por allí de tales cuentos. Los obreros que entonces llevaban la
voz en la propaganda revolucionaria habían muerto, o habían envejecido,
o se habían dispersado, o estaban desengañados de _la idea_; la
generación nueva no era clerófoba más que a ratos; era amiga de la
taberna, no del club. Se hablaba sólo de revolución social; y ya se
decía que los curas no son ni más ni menos malos que los demás
_burgueses_. Malo era el fanatismo, pero el _capital_ era peor. No había
en los barrios bajos un elemento de activa propaganda contra las
sotanas. El Magistral era allí más despreciado que aborrecido. Pero el
escándalo de don Santos el de los Cristos, como le llamaban; dos o tres
rasgos de despotismo en la curia eclesiástica, el dineral que costaba
casarse--como si antes no costara lo mismo--y las acciones del Banco,
volvieron a encender los odios, y esta vez se habló de colgar al
Provisor y _demás clerigalla_.
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