La Regenta - 44

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sin necesidad de estímulos exteriores, perdida en las soledades del
alma, de rodillas o sentada al pie de su lecho, sobre la piel de tigre,
con los ojos casi siempre cerrados, gozaba la voluptuosidad dúctil de
imaginar el mundo anegado en la esencia divina, hecho polvo ante ella.
Veía a Dios con evidencia tal, que a veces sentía deseos vehementes de
levantarse, correr a los balcones y predicar al mundo, mostrándole la
verdad que ella palpaba; y entonces le costaba trabajo reconocer la
realidad de las criaturas. «¡Qué pequeñas eran! ¡qué frágiles! ¡cuánto
más tenían de apariencia que de nada! Lo único que en ellas valía no era
de ellas, era de Dios, era cosa prestada. ¡Dichas! ¡dolores! palabras
nada más; ¿cómo apreciarlos y distinguirlos si lo poco, lo nada que
duraban no daba tiempo a ello?». Ana recordaba la vida de unos mosquitos
muy pequeños que crecían todas las mañanas a la orilla del río, volaban
desde la ribera sobre las aguas, y en medio de ellas morían y eran pasto
de unos peces que contaban todos los días con aquel alimento. Pues así
era el vivir para todas las criaturas, un rayo de sol que se cruza, para
volver a la sombra de que se vino. Y estos pensamientos, que
antiguamente la atormentaban, ahora le daban alegría. Porque el vivir
era el estar sin Dios, el morir renacer en Él, pero renunciando a sí
mismo.
Y como si sus entrañas entrasen en una fundición, Ana sentía
chisporroteos dentro de sí, fuego líquido, que la evaporaba... y llegaba
a no sentir nada más que una idea pura, vaga, que aborrecía toda
determinación, que se complacía en su simplicidad. Prolongaba cuanto
podía aquel estado; tenía horror al movimiento, a la variedad, a la
vida.
Entonces solía don Víctor asomar la cabeza, con su gorro de borla
dorada, por la puerta de escape que abría con cautela, sin ruido....
Anita no le oía; y él, un poco asustado, con una emoción como creía que
la tendría entrando en la alcoba de un muerto, se retiraba, de
puntillas, con un respeto supersticioso. A dos cosas tenía horror: al
magnetismo y al éxtasis. ¡Ni electricidad ni misticismo! Una vez le
había dado una bofetada a un chusco que le había cogido por la levita,
en el gabinete de física de la Universidad, para hacerle entrar en una
corriente eléctrica. Don Víctor había sentido la sacudida, pero acto
continuo ¡zas! había santiguado al gracioso. El magnetismo, en que
creía, (aunque estaba en mantillas, según él, esta ciencia) le asustaba
también; y en cuanto a ver a su Divina Majestad, o figurársele, le
parecía emoción superior a sus fuerzas. «Yo no necesito de eso para
creer en la Providencia. Me basta con una buena tronada para reconocer
que hay un más allá y un Juez Supremo. Al que no le convence un rayo, no
le convence nada».
«Pero respetaba la religiosidad exaltada de su esposa desde que veía que
iba de veras».
Llegaba de la calle; llamaba con una aldabonada suave... subía la
escalera procurando que sus botas no rechinasen, como solían, y
preguntaba a Petra en voz baja, con cierto misterio triste:
--¿Y la señora? ¿dónde está?
Como si preguntara ¿cómo va la enferma?--Así andaba por todo el caserón,
como si estuviera muriendo alguno. Sin darse cuenta del porqué, don
Víctor se figuraba el misticismo de su mujer como una cefalalgia muy
aguda. Lo principal era no hacer ruido. Si el gato de Anselmo mayaba
abajo, en el patio, don Víctor se enfurecía, pero sin dar voces, gritaba
con timbre apagado y gutural:
--¡A ver! ¡ese gato! ¡que se calle o que lo maten!
Entraba en su despacho. Volvía entonces a sus máquinas y colecciones; a
veces tenía que clavar, serrar o cepillar. ¿Cómo no hacer ruido? Sobre
todo, el martillo atronaba la casa. Quintanar lo forró con bayeta negra,
como un catafalco, y así clavaba, los martillazos apagados tenían una
resonancia mate, fúnebre, de mal agüero, que llenaba de melancolía a don
Víctor. Los canarios, jilgueros y tordos de su pajarera, que hacían
demasiado ruido, fueron encerrados bajo llave, para que no llegasen sus
cánticos profanos al tocador-oratorio de la Regenta.
Se acostumbró don Víctor de tal modo a hablar en voz baja, que hasta en
la huerta, paseándose con Frígilis, eran sus palabras un rumorcillo
leve.
--Pero, hombre, parece que hablas con sordina...--decía Crespo
malhumorado.
Quintanar le consultaba acerca del _estado_ de Ana.
--¿A ti qué te parece de esto?
--Ps... allá ella. Sus razones tendrá.
--Yo creo Tomás, aquí para _interinos_... que Anita se nos hace santa,
si Dios no lo remedia. A mí me asusta a veces. ¡Si vieses qué ojos en
cuanto se distrae! Ello sería un honor para la familia...
indudablemente, pero... ofrece sus molestias.... Sobre todo, yo no sirvo
para esto. Me da miedo lo sobrenatural. ¿Tendrá apariciones?
Frígilis se permitía la confianza de no contestar a las que estimaba
sandeces de su amigo.
También él pensaba en Anita. La veía muchas veces desde la huerta, en su
gabinete, sentada, arrodillada, o de bruces al balcón mirando al cielo.
Ella casi nunca reparaba en él; no era como antes que le saludaba
siempre. Aquello de Ana también era una enfermedad, y grave, sólo que él
no sabía clasificarla. Era como si tratándose de un árbol, empezara a
echar flores, y más flores, gastando en esto toda la savia; y se quedara
delgado, delgado, y cada vez más florido; después se secaban las raíces,
el tronco, las ramas y los ramos, y las flores cada vez más hermosas,
venían al suelo con la leña seca; y en el suelo... en el suelo... si no
había un milagro, se marchitaban, se pudrían, se hacían lodo como todo
lo demás. Así era la enfermedad de Anita. En cuanto al contagio, que
debía de haberlo habido, él lo atribuía al Magistral. Se acordaba del
guante morado. Mucho tiempo lo había tenido olvidado, pero un día se le
ocurrió preguntar a la Regenta si las señoras usaban guantes de seda
morada y ella se había reído. Era, por consiguiente, un guante de
canónigo. Ripamilán no los usaba casi nunca. No quedaba más canónigo
probable que el Magistral; el único bastante listo para meter aquellas
cosas en la cabeza de Ana. Del Magistral era el guante, sin duda. Y
Petra andaba en el ajo. Era encubridora. ¿De qué? Esta era la cuestión.
De nada malo debía de ser. Anita era virtuosa. Pero la virtud era
relativa como todo; y sobre todo Anita era de carne y hueso. Frígilis no
temía lo presente si no lo futuro; lo que podía suceder. No veía una
falta sino un peligro. Algo había oído de lo que se murmuraba en
Vetusta, aunque en su presencia no se atrevían las malas lenguas a poner
en tela de juicio el honor de los Quintanar. Se le miraba como hermano
de don Víctor. «De todas maneras, él estaría alerta». Y seguía velando
por los árboles de don Víctor y por su honor «tal vez en peligro».
Petra tampoco veía claro. Estaba desorientada. La conducta de su ama le
parecía propia de una loca. «¿A qué venía aquella santidad? ¿A quién
engañaba? ¡Oh! si no fuera porque ella quería tener contento al
Magistral, no serviría más tiempo a la hipócrita que la utilizaba como
correo secreto y no le daba una mala propina, ni le decía palabra de sus
trapicheos ni le ponía una buena cara, a no ser aquella de beata
bobalicona con que engañaba a todos».
Petra se encerraba en su cuarto. Colgada de un clavo a la cabecera de su
cama de madera, tenía una cartera de viaje, sucia y vieja. Allí guardaba
con llave sus ahorros, ciertas sisas de mayor cuantía, y algunos papeles
que podían comprometerla. De allí sacaba el guante morado del Magistral,
del que a nadie había hablado. Era una prueba, no sabía de qué, pero
adivinaba que sin saber ella cómo ni cuándo, aquella prenda podía llegar
a valer mucho.
«¿Y qué probaba aquel guante respecto a la santidad de la señora? Que
era una hipócrita. ¡Si no fuera por el Magistral!».
Los Vegallana y sus amigos estaban asustados. El Marqués creía en la
santidad de Anita; la Marquesa encogía los hombros; temía por la cabeza
de aquella chica. Visitación estaba _volada_, furiosa. «¡Sus planes por
tierra! ¡Ana resistía! ¡No era de tierra como ella!». Obdulia Fandiño no
envidiaba la santidad de su amiga la Regenta, sino _el ruido que metía_,
lo mucho que se hablaba de ella por todo el pueblo. Jamás había hecho
_tanta sensación_ ella, la viudita, con el vestido más escandaloso, como
Ana con su hábito y su _beatería_. «¡Qué atrasado, pero qué atrasado
estaba aquel miserable lugarón!».
Entretanto Ana recobraba el apetito, la salud volvía a borbotones. Tenía
sueños castos, tales se le antojaban, sin sujeto humano, como decía
Ripamilán, pero dulces, suaves. Sentía, medio dormida, a la hora de
amanecer sobre todo, palpitaciones de las entrañas que eran agradable
cosquilleo; otras veces, como si por sus venas corriese arroyo de leche
y miel, se le figuraba que el sentido del gusto, de un gusto exquisito,
intenso, se le había trasladado al pecho, más abajo, mejor, no sabía
dónde, no era en el estómago, era claro pero tampoco en el corazón, era
en el medio. Despertaba sonriendo a la luz. Su pensamiento primero, sin
falta, era para el Señor. Oía los gritos de los pájaros en la huerta,
encontraba en ellos sentido místico, y la piedad matutina de Ana era
optimista. El mundo era bueno, Dios se recreaba en su obra. Cada día
encontraba la Regenta mayor consistencia en la idea de las cosas
finitas; ya no le costaba tanto trabajo reconocer su realidad: volvían
los seres materiales a tener para ella la poesía inefable del dibujo;
la plasticidad de los cuerpos era una especie de bienestar de la
materia, una prueba de la solidez del universo; y Ana se sentía bien en
medio de la vida. Pensaba en las armonías del mundo y veía que todo era
bueno, según su género. La idea de Dios, la emoción profunda, intensa
que le causaba la evidencia de la divinidad presente, no se deslucían,
no se borraban; pero Dios ya no se le aparecía en la idea de su soledad
sublime, sino presidiendo amorosamente el coro de los mundos, la
creación infinita. Empezó a olvidar algunas noches la lectura de Santa
Teresa. Seguía enamorada de la Doctora sublime, pero algunas opiniones
de la Santa prefería pasarlas por alto, estaban en pugna con las ideas
propias; «al fin no en balde habían pasado tres siglos». Empezó Ana a
comprender mejor lo que el Magistral le quería decir al hablarle de
actividad piadosa.
«Es verdad, se decía, no he de vivir en este egoísmo de recrearme en
Dios; necesito, sí, trabajar más y más en la oración mental y en la
contemplación, para ver más y más cada día en esa región de luz en que
el alma penetra, pero... ¿y mis hermanos? La caridad exige que se piense
en los demás. Ya puedo, ya puedo salir, vivir, sacrificarme por el
prójimo; ya estoy fuerte, Dios lo ha permitido».
El Magistral, mientras duraba la debilidad, le había prohibido
incorporarse para rezar de rodillas sus oraciones de la mañana. Pero
ella en cuanto sintió aquella bienhechora fortaleza de los músculos, que
es como el amor propio del cuerpo, gozose en distender los miembros que
volvían a cubrirse de rosas pálidas, otra vez repletos de vida
circulante. Y sin descender del lecho, sobre las sábanas tibias,
levemente mecida por los muelles del colchón al incorporarse, rezaba,
toda de blanco, sumidas las rodillas redondas y de raso en la blandura
apetecible. Rezaba, y a veces en el entusiasmo de su fervor religioso
acercaba el rostro al Cristo inclinado sobre la cabecera, y besaba las
llagas de la imagen llorando a mares. Pensaba que aquellas lágrimas
dulces eran la miel mezclada que corría dentro y ahora saltaba por los
ojos en raudal inagotable. Cuando estuvo mejor, aún más fuerte, huyó la
pereza del colchón y saltó al suelo y rezó sobre la piel de tigre. Aún
quería más dureza, y separaba la piel y sobre la moqueta que forraba el
pavimento hincaba las rodillas. Pensó en el cilicio, lo deseó con fuego
en la carne, que quería beber el dolor desconocido, pero el Magistral
había prohibido tales tormentos sabrosos.
El primer objeto a que Ana quiso aplicar su caridad ardiente, fue la
conversión de su marido. Santa Teresa había trabajado por la piedad de
su padre, que ya era cristiano de los buenos, pero habíale ella querido
más piadoso todavía. Ana se propuso emplear su celo en ganar para Dios
el alma de su don Víctor, «que venía también a ser su padre».
La suavidad, la dulzura, la elocuencia, las caricias fueron los medios,
lícitos todos, que empleó con arte de maestro. Quintanar tardó en
conocer que su Anita, su querida Anita quería convertirle a la piedad
verdadera. Al principio sólo notó que su mujer se hacía más
comunicativa, cariñosa a todas horas, como antes lo era después de los
ataques nerviosos y en ausencias o enfermedades. «¿Quería discutir por
pasar el rato? Enhorabuena; él amaba la discusión». Y sostenía la tesis
contraria para mantener animado el debate. Pero, amigo, la Regenta había
ido haciendo la cuestión personal; ya no se trataba de si Cristo había
redimido a todas las _Humanidades_ repartidas por los planetas, de una
sola vez, o yendo de estrella en estrella a sufrir en todas muerte de
cruz; ahora se trataba ya de si don Víctor confesaba muy de tarde en
tarde, si perdía o no muchas misas, (y sí que las perdía). «Además, los
libros en que apacentaba el espíritu eran vanos; comedias, mentiras
fútiles y peligrosas».
--¿Tú nunca has leído vida de santos, verdad?
--Sí, hija, sí, y autos sacramentales....
--No es eso.... Quintanar; hablo de _La Leyenda de Oro_ y del _Año
Cristiano_ de Croiset, por ejemplo.
--¿Sabes, hija mía?... Yo prefiero los libros de meditación....
--Pues toma el _Kempis_, la _Imitación de Cristo_... lee y medita.
Y se lo hizo leer. Y entre _Kempis_ y la Regenta, y el calor que
empezaba a molestarle, y la prohibición de los baños le quitaron el
humor al digno magistrado. Ya no leía, al dormirse, a Calderón, sino a
Job y al dichoso Kempis. «¡Vaya unas cosas que decía aquel demonche de
fraile o lo que fuese! No, y lo que es razón tenía, es claro; el mundo,
bien mirado, era un montón de escorias. Él no podía quejarse, en su vida
no había habido desengaños terribles, grandes contrariedades, aparte de
la muy considerable de no haber sido cómico; pero en tesis general, el
mundo estaba perdido. Y además, esto de hacerse viejo, que le tocaba a
él como a cada cual, era un gravísimo inconveniente. En la muerte no
quería pensar, porque eso le ponía malo, y Dios no manda que enfermemos.
La muerte... la muerte... él tenía así... una vaga y disparatada
esperanza de no morirse.... ¡La medicina progresa tanto! Y además, se
podía morir sin grandes dolores, por más que Frígilis lo negaba». En
fin, no quería pensar en la muerte. Pero poco a poco Kempis fue
tiznándole el alma de negro y don Víctor llegó a despreciar las cosas
por efímeras. Una tarde, en su _Parque_, contemplaba a Frígilis que
estaba a sus pies agachado plantando cebolletas, embebecido en su
operación.
«¡Valiente filósofo era Frígilis!». Don Víctor le miraba desde la altura
de su pesimismo prestado, y le despreciaba y compadecía. «¡Plantar
cebolletas! ¿No prohibía San Alfonso Ligorio plantar árboles en general
y edificar casas, que al cabo de los años mil se caen? Pues entonces,
¿para qué plantar cebolletas, si todo era un soplo, nada?...».
«Corriente, pero aquello de disgustarse de todo era poco divertido. ¿Qué
iba él a hacer mano sobre mano un verano entero sin baños, ni bromas en
las aguas de Termasaltas?».
«Y quedaba el rabo por desollar. La cuestión de salvarse o no salvarse.
Aquello era serio. A él le daba el corazón que se salvaría; pero los
santos escritores presentaban como tan difícil la cosa, que ya le
inquietaban ciertas dudas.... ¿Si no habría sido él toda su vida
bastante bueno? Había que pensar en esto; pero ¡Dios mío! ¡él no quería
quebraderos de cabeza! Ya, cuando lo de la jubilación, fundada en una
enfermedad que no tenía, le había costado gran trabajo arreglar sus
papeles y pedir recomendaciones, y la jubilación era cosa temporal...
con que la salvación del alma, la jubilación eterna como quien decía
¡apenas iba a exigir esfuerzos, expedientes, y también recomendaciones!
Era preciso entregarse a su esposa para que le ayudase en tan arduo
negocio».
La Regenta conoció bien pronto que don Víctor se entregaba. Aunque ella
hubiera querido más acendrada piedad, tuvo que contentarse con el dolor
de atrición que claramente manifestaba su marido. Y no tuvo escrúpulo en
asustarle un poco más de lo que estaba, recordándole las penas del
Infierno, aunque estos recursos de terror le repugnaban a ella.
Quintanar mostraba gran empeño en sostener que el fuego de que se
trataba no era material, era simbólico.
--No es de fe--repetía--en mi opinión, creer que ese fuego es físico,
material; es un símbolo, el símbolo del remordimiento.
Algo le tranquilizaba la idea de que le tostasen con símbolos en el caso
desesperado de no salvarse, como deseaba seriamente.
El primer esfuerzo que hizo Anita para salir de casa, tuvo por objeto
llevar a su don Víctor a la Iglesia. Confesaron los dos con el
Magistral.
A don Víctor al comulgar le atormentaba la idea de que no había
confesado un pecadillo considerable: tenía sus dudas respecto de la
infalibilidad pontificia.
El canónigo Döllinger, de quien no sabía más sino que existía y que se
había separado de la Iglesia, le seducía por su tenacidad, que le
recordaba la de su tierra, Aragón, el reino más noble y testarudo del
Universo.
Los días para la Regenta se deslizaban suavemente.
El Magistral, su maestro, y don Víctor, su discípulo, eran los
compañeros de su vida al parecer sosa, monótona, pero _por dentro_ llena
de emociones. Seguía encontrando en la oración mental delicias
inefables. Dios era no menos amable como Padre de las criaturas, como
Director de la gran «fábrica de la inmensa arquitectura», que en la pura
contemplación de su Idea. Además, pensaba Anita, fuera orgullo aspirar
ahora a la visión de la Divinidad directamente; me faltan muchos pasos,
muchas _moradas_. Ya llegaré si el Señor lo tiene así dispuesto. Ahora
debo hacer lo que dice el Magistral; ya que las fuerzas vuelven a mi
cuerpo, aprovecharlas en una actividad piadosa, que es lo que él llama
higiene del espíritu. La ociosidad me volvería al pecado, como volvía a
la misma Santa Teresa. Si para ella tenía tan grave peligro ¡qué será
para mí!».
Anita recibía las pocas visitas que don Álvaro se atrevía a hacerle, sin
alterarse, tranquila en su presencia, y tranquila después que se
marchaba. Procuraba apartar de él su pensamiento, con la conciencia de
que era aquel recuerdo una llaga del espíritu que tocándola dolería.
Tuvo valor para mostrarse fría con él, para cortar el paso a la
confianza, para negarle la mano, para todo, hasta para verle
despedirse.... Pero en cuanto le vio salir tropezando, «ciego de amor y
pena», creía ella, una lástima infinita le inundó el alma, y tembló de
miedo; su seno se hinchó con un suspiro... y la carne flaca tropezó con
el Cristo amarillento de marfil que el Magistral había regalado a su
amiga para que lo llevase sobre el pecho.
Ana besó la imagen y volvió los ojos al cielo.
--Jesús, Jesús, tú no puedes tener un rival. Sería infame, sería
asqueroso....
Y recordó la ira de Jesús cuando se aparecía a Teresa que le olvidaba.
--Sería engañar a Dios, engañar al Magistral pensar en ese hombre ni un
solo instante, ni siquiera para compadecerle.... ¡Oh! ¡qué hipócrita,
qué gazmoña miserable sería yo si tal hiciera! ¡Qué romanticismo del
género más ridículo y repugnante sería el mío, si después de tanta
piedad que yo creí profunda, vocación de mi vida en adelante, volviera
una pasión prohibida a enroscarse en el corazón, o en la carne, o donde
sea!... ¡No, no! ¡Ridículo, villano, infame, vergonzoso, además de
criminal! ¡Mil veces no! Quiero morir, morir, Señor, antes que caer otra
vez en aquellos pensamientos que manchan el alma y le clavan las alas al
suelo, entre lodo....
Pero al día siguiente de la despedida de don Álvaro, Ana despertó
pensando en él. «Ya no estaba en Vetusta. Mejor. La terrible tentación
le volvía la espalda, huía derrotada.... Mejor... era un favor especial
de Dios».
Aquella tarde bajó al parque, a la hora en que don Álvaro se había
despedido el día anterior.
«Veinticuatro horas hacía ya». Otras veces había estado días y días sin
verle, y le parecía muy tolerable la ausencia y corta. Pero estas
veinticuatro horas eran de otra manera, se contaban por minutos... que
es como se cuentan las horas. «Y bien, lo normal, lo constante, lo que
debía ser ya siempre, era aquello... el no verle.... Veinticuatro horas y
después otras tantas... y así... toda la vida».
Hacía mucho calor. Ni debajo del toldo espeso de los castaños de Indias,
ahora cargados de anchas hojas y penachos blancos, podía Ana respirar
una ráfaga de aire fresco. Su pensamiento quería elevarse, volar al
cielo, pero el calor, de unos 30 grados, que en Vetusta es mucho, le
derretía las alas al pensamiento y caía en la tierra, que ardía, en
concepto de Ana.
Y para que no se le antojase volar más en toda la tarde, se presentó en
el parque Visitación Olías de Cuervo, a quien el verano _sentaba_ bien,
y dejaba lucir trajes de percal fantásticos y baratos. Venía alegre,
vaporosa, y con las apariencias de un torbellino; daba gana de cerrar
los ojos al verla acercarse. En la calle la había querido abrazar un
mozo de cordel. La aventura, ridícula y todo, la había rejuvenecido,
había encendido chispas en sus ojuelos, y «¡ea! venía con afán de
abrazar ella también». Abrazó a la Regenta, se la comió a besos... y
después de contarla el _paso de comedia_ del mozo de cordel, gritó de
repente:
--A propósito, ¿no te ha contado Víctor lo de Álvaro?
Visita tenía cogida por las muñecas a su amiga. Estaba tomándola el
pulso a su modo.
Clavó con sus ojos menudos los de Ana y repitió:
--¿No sabes lo de Álvaro?
El pulso se alteró, lo sintió ella con gran satisfacción. «A mí con
santidades, pensó; _pulvisés_, como dijo el otro».
--¿Qué le pasa? ¿qué se ha marchado? Ya lo sé.
--No, no es eso.--¿Qué? ¿No se ha marchado?
Nueva alteración del pulso, según Visita.
--Sí, hija, sí, se ha marchado, pero verás cómo. Ya sabes que tenía
relaciones con la señora de ese que es o fue ministro, no recuerdo, en
fin ya sabes quién es, ese que viene a baños a Palomares.
--Sí, sí, bien...--Pues bueno; esta mañana, lo ha visto medio Vetusta,
al ir Mesía a tomar el tren de Madrid, el correo, el que sube... ¿estás?
se encontró con esa ministra, que es muy guapa por cierto, en medio del
andén. ¡Figúrate! Total, que ella bajaba para Palomares, donde ha
comprado una especie de chalet o demonios; bueno, pues, cátate que
nuestro Alvarito, en vez de tomar el tren que subía, el de Madrid, toma
el que baja, da órdenes a su criado, para que recoja corriendo el
equipaje y se meta en el reservado que traía la ministra, un coche salón
con cama y demás. Y el marido no venía, por supuesto; ella, dos criados
y los _bebés_ como dice Obdulia. ¡Figúrate! Todo Vetusta, que estaba en
la estación esta mañana por casualidad, se ha hecho cruces. Es mucho
Álvaro. ¿Pero ella? ¿qué te parece de ella? A eso vamos; a lo
escandalosas que son esas señoronas de Madrid. Y eso que esta tiene fama
de virtuosa, ¡uf! ¡yo lo creo!... La virtuosísima señora ministra de
Gracia y salero... ¡pero, señor, cómo demonches se llama ese tipo de
ministro!...
Ana recordaba perfectamente cómo se llamaba aquel «tipo de ministro»,
pero no quiso decirlo; sintió que palidecía, por un frío de muerte que
le subió al rostro; dio media vuelta, y disimulando cuanto pudo, se
recostó en un árbol. Fingió entretenerse en rayar la corteza del tronco,
y mudando de conversación, preguntó a Visita por un niño que tenía
enfermo.
Pero Visita era tambor de marina, como decían ella y la Marquesa; de
otro modo, que nadie se la pegaba; conoció la turbación de Ana, y con
gran júbilo, confirmó para sus adentros la teoría del _pulvisés_ o sea
de la ceniza universal.
«Ana tenía celos; luego, tenía amor; no hay humo sin fuego».
Se despidió al poco rato; ya había dado su noticia, ya sabía lo que
quería; no era cosa de perder el tiempo; necesitaba hacer en otra parte
otra buena obra por el estilo. Se marchó, como la marejada que se
retira. Dejó los senderos blancos como si los hubiesen peinado. La
escoba almidonada de enaguas y percal engomado dejó su rastro de rayas
sinuosas y paralelas grabado en la arena.
Ana tuvo miedo. La tentación, la vieja tentación de don Álvaro, le había
sabido a cosa nueva; se le figuró un momento que aquel dolor que
sintiera al saber lo de la ministra, era más de las entrañas que sus
demás penas; era un dolor que la aturdía, que pedía remedio a gritos
desde dentro.... Por la primera vez, después de su enfermedad, sintió la
rebelión en el alma.
«Oh, no; no quería volver a empezar. Ella era de Jesús, lo había jurado.
Pero el enemigo era fuerte, mucho más de lo que ella había creído. Otras
veces había desafiado el peligro; ahora temblaba delante de él. Antes la
tentación era bella por el contraste, por la hermosura dramática de la
lucha, por el placer de la victoria; ahora no era más que formidable;
detrás de la tentación no estaba ya sólo el placer prohibido,
desconocido, seductor a su modo para la imaginación; estaban además el
castigo, la cólera de Dios, el infierno. Todo había cambiado; su
vocación religiosa, su pacto serio con Jesús la obligaban de otro modo
más fuerte que los lazos demasiado sutiles del deber vagamente admitido
por la conciencia, sin pensar en sanción divina. Antes no quería pecar
por dignidad, por gratitud, porque... no. Ahora el pecado era algo más
que el adulterio repugnante, era la burla, la blasfemia, el escarnio de
Jesús... y era el infierno. Si caía en los lazos de la tentación, ¿quién
la consolaría cuando viniese el remordimiento tardío? ¿cómo llamar a
Jesús otra vez? ¿cómo pensar en Teresa, que jamás había caído? No, no la
llamaría, preferiría morir desesperada y sola. ¿Pero después? El
infierno, aquella verdad tremenda, sublime en su mal sin término».
--«Tú vencerás, Dios mío, tú vencerás--exclamó en voz alta, hablando con
las nubecillas rosadas que imitaban en el cielo las olas del mar en
calma».
Aquella noche lloró la Regenta lágrimas que salían de lo más profundo de
sus entrañas, de rodillas sobre la piel de tigre, con la cabeza hundida
en el lecho, los brazos tendidos más allá de la cabeza, las manos en
cruz.
Desde el día siguiente el Magistral notó con mucha alegría, que Ana
volvía su piedad del lado por donde él quería llevarla. «Menos
contemplación y más devociones, obras piadosas y culto externo, que
entretiene la imaginación».
Con un entusiasmo que tenía sus remolinos que atraían las voluntades,
Ana se consagró a la piedad activa, a las obras de caridad, a la
enseñanza, a la propaganda, a las prácticas de la devoción complicada y
bizantina, que era la que predominaba en Vetusta. Aquellas
exageraciones, que tal le habían parecido en otro tiempo, ahora las
encontraba justificables, como los amantes se explican las mil tonterías
ridículas que se dicen a solas.
«¿No había en los amores humanos un vocabulario infantil, ridículo, sin
sentido para los profanos? Sí, lo había, ella no podía asegurarlo por
experiencia, pero lo había leído y el corazón se lo confirmaba. Pues
bien, el amor de Dios, a su manera, podía tener sus niñerías, sus
nimiedades, ridículas para las almas frías, indiferentes». Hasta llegó a
comprender los superlativos de letanía de doña Petronila o sea el gran
Constantino.
Al Magistral mismo se atrevía la Regenta a hablarle con cierto mimo, con
una confianza llena de palabras de sentido nuevo y convenido, con un
estilo que podría llamarse humorismo piadoso. Y además se permitía Ana
interesarse por los bienes puramente temporales de su confesor. No le
dejaba pasar debilidades, exponerse a un constipado. «¡Buena la haríamos
si usted se me muriese! todo esto, señor mío, es egoísmo, ni Dios ni
usted han de agradecerlo».
Con estas palabras, y con las sonrisas que las acompañaban, el Magistral
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