La Regenta - 64

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triste, esperaba órdenes en la habitación contigua a la del moribundo.
Vio salir a Frígilis que enseñaba los puños al cielo, creyéndose solo.
--¿Qué hay, señor? ¿Cómo está ese bendito del Señor?...
Frígilis miró a Pepe como si no le conociera; y como hablando consigo
mismo dijo:
--La vejiga llena.... La peritonitis de... no sé quién.... Eso dicen
ellos.
--¿La qué, señor?
--Nada... ¡que se muere de fijo!
Y Frígilis entró en un gabinete, que estaba a obscuras para llorar a
solas.
Poco después Pepe vio salir al coronel Fulgosio y detrás a Somoza el
médico.
--¿Y trasladarle a Vetusta?...--decía el militar.
--¡Imposible! ¡Ni soñarlo! ¿Y para qué? Morirá esta tarde de fijo.
Somoza solía equivocarse, anticipando la muerte a sus enfermos.
Esta vez se equivocó dándole a don Víctor más tiempo de vida del que le
otorgó la bala de don Álvaro.
Murió Quintanar a las once de la mañana.
* * * * *
El mes de Mayo fue digno de su nombre aquel año en Vetusta. ¡Cosa rara!
Las nubes eternas del Corfín habían vertido todos sus humores en Marzo y
en Abril. Los vetustenses salían a la calle como el cuervo de Noé pudo
salir del arca, y todos se explicaban que no hubiera vuelto. Después de
dos meses pasados debajo del agua, ¡era tan dulce ver el cielo azul,
respirar aire y pasearse por prados verdes cubiertos de belloritas que
parecen chispas del sol!
Toda Vetusta paseaba. Pero Frígilis no pudo conseguir que Ana pusiera el
pie en la calle.
--Pero, hija mía, esto es un suicidio. Ya sabe usted lo que ha dicho
Benítez, que es indispensable el ejercicio, que esos nervios no se
callarán mientras no se los saque a tomar el aire, a ver el sol...
vamos, Anita, por Dios, sea usted razonable... tenga usted caridad...
consigo misma. Saldremos muy temprano al amanecer si usted quiere; ¡está
el paseo grande tan hermoso a tales horas! O si no al obscurecer, a
tomar el fresco, por una carretera.... Por Dios, hija, va usted a
enfermar otra vez.
--No, no salgo...--y Ana movía la cabeza como los ciegos--. Por Dios,
don Tomás, no me atormenten, no me atormenten con ese empeño.... Ya
saldré más adelante... no sé cuándo. Ahora me horroriza la idea de la
calle.... ¡Oh, no, por Dios... no! por Dios me dejen.
Y juntaba las manos y se exaltaba; y Frígilis tenía que callar.
Ocho días había estado Ana entre la vida y la muerte, un mes entero en
el lecho sin salir del peligro, dos meses convaleciente, padeciendo
ataques nerviosos de formas extrañas, que a ella misma le parecían
enfermedades nuevas cada vez.
Frígilis había dicho a la Regenta que Quintanar estaba herido allá en
las marismas de Palomares, que se le había disparado la escopeta y....
Pero Ana, espantada, adivinando la verdad, había exigido que se la
llevase a las marismas de Palomares inmediatamente....
--«No podía ser, no había tren hasta el día siguiente...».
--«Pues un coche, un coche.... Se me engaña; si eso fuera cierto, usted
estaría al lado de Víctor...».
Frígilis explicó su presencia lo menos mal que pudo.
Las mentiras piadosas fueron inútiles; Ana se dispuso a salir sola, a
correr en busca de su Víctor.... Hubo que decirle una verdad; la muerte
de su esposo. Quiso verle muerto, pero no pudo moverse; cayó sin sentido
y despertó en el lecho. Dos días creyó Frígilis tenerla engañada,
atribuyendo la desgracia a un accidente de la caza. Pero Ana creía la
verdad, no lo que le decían; la ausencia de Mesía y la muerte de Víctor
se lo explicaron todo.
Y una tarde, a los tres días de la catástrofe, en ausencia de Frígilis,
Anselmo entregó a su ama una carta en que don Álvaro explicaba desde
Madrid su desaparición y su silencio.
Cuando Crespo, al obscurecer, entró en la alcoba de Ana, la llamó en
vano dos, tres veces.... Pidió luz asustado y vio a su amiga como muerta,
supina, y sobre el embozo de la cama el pliego perfumado de Mesía.
Y poco después, mientras Benítez traía a la vida con antiespasmódicos a
la Regenta y recetaba nuevas medicinas para combatir peligros nuevos,
complicaciones del sistema nervioso, Frígilis en el tocador leía la
carta del que siempre llamaba ya para sus adentros cobarde asesino; y
después de leer el papel asqueroso, lo arrugaba entre sus puños de
labrador y decía con voz ronca:
--¡Idiota! ¡infame! ¡grosero! ¡idiota! Don Álvaro en aquel papel que
olía a mujerzuela, hablaba con frases románticas e incorrectas de su
crimen, de la muerte de Quintanar, de la _ceguera de la pasión_. «Había
huido porque...».
--¡Porque tuviste miedo a la justicia, y a mí también, cobarde!--se dijo
Frígilis.
«Había huido porque el remordimiento le arrastró lejos de _ella_... Pero
que el amor le mandaba volver. ¿Volvía? ¿Creía Ana que debía volver? ¿O
que debían juntarse en otra parte, en Madrid por ejemplo?». Todo era
falso, frío, necio, en aquel papel escrito por un egoísta incapaz de
amar de veras a los demás, y no menos inepto para saber ser digno en las
circunstancias en que la suerte y sus crímenes le habían puesto.
Ana, que no había podido terminar la lectura de la carta, que había
caído sobre la almohada como muerta en cuanto vio en aquellos renglones
fangosos la confirmación terminante de sus sospechas, no pudo por
entonces pensar en la pequeñez de aquel espíritu miserable que albergaba
el cuerpo gallardo que ella había creído amar de veras, del que sus
sentidos habían estado realmente enamorados a su modo. No, en esto no
pensó la Regenta hasta mucho más tarde.
En el delirio de la enfermedad grave y larga que Benítez combatió
desesperado, lo que atormentaba el cerebro de Ana era el remordimiento
mezclado con los disparates plásticos de la fiebre.
Otra vez tuvo miedo a morir, otra vez tuvo el pánico de la locura, la
horrorosa aprensión de perder el juicio y conocerlo ella; y otra vez
este terror superior a todo espanto, la hizo procurar el reposo y seguir
las prescripciones de aquel médico frío, siempre fiel, siempre atento,
siempre inteligente.
Días enteros estuvo sin pensar en su adulterio ni en Quintanar; pero
esto fue al principio de la mejoría; cuando el cuerpo débil volvió a
sentir el amor de la vida, a la que se agarraba como un náufrago cansado
de luchar con el oleaje de la muerte obscura y amarga.
Con el alimento y la nueva fuerza reapareció el fantasma del crimen.
¡Oh, qué evidente era el mal! Ella estaba condenada. Esto era claro como
la luz. Pero a ratos, meditando, pensando en su delito, en su doble
delito, en la muerte de Quintanar sobre todo, al remordimiento, que era
una cosa sólida en la conciencia, un mal palpable, una desesperación
definida, evidente, se mezclaba, como una niebla que pasa delante de un
cuerpo, un vago terror más temible que el infierno, el terror de la
locura, la aprensión de perder el juicio; Ana dejaba de ver tan claro su
crimen; no sabía quién, discutía dentro de ella, inventaba sofismas sin
contestación, que no aliviaban el dolor del remordimiento, pero hacían
dudar de todo, de que hubiera justicia, crímenes, piedad, Dios, lógica,
alma.... Ana. «No, no hay nada, decía aquel tormento del cerebro; no hay
más que un juego de dolores, un choque de contrasentidos que pueden
hacer que padezcas infinitamente; no hay razón para que tenga límites
esta tortura del espíritu, que duda de todo, de sí mismo también, pero
no del dolor que es lo único que llega al que dentro de ti siente, que
no se sabe cómo es ni lo que es, pero que padece, pues padeces».
Estas logomaquias de la voz interior, para la enferma eran claras,
porque no hablaba así en sus adentros sino en vista de lo que
experimentaba; todo esto lo pensaba porque lo observaba dentro de sí:
llegaba a no creer más que en su dolor.
Y era como un consuelo, como respirar aire puro, sentir tierra bajo los
pies, volver a la luz, el salir de este caos doloroso y volver a la
evidencia de la vida, de la lógica, del orden y la consistencia del
mundo; aunque fuera para volver a encontrar el recuerdo de un adulterio
infame y de un marido burlado, herido por la bala de un miserable
cobarde que huía de un muerto y no había huido del crimen.
Y este mismo placer, esta complacencia egoísta, que ella no podía
evitar, que la sentía aun repugnándole sentirla, era nuevo
remordimiento.
Se sorprendía sintiendo un bienestar confuso cuando funcionaba en ella
la lógica regularmente y creía en las leyes morales y se veía criminal,
claramente criminal, según principios que su razón acataba. Esto era
horrible, pero al fin era vivir en tierra firme, no sobre la masa
enferma movediza de disparates del capricho intelectual, no en una
especie de _terremoto_ interior que era lo peor que podía traer la
sensación al cerebro.
Ana explicó todo esto a Benítez como pudo, eludiendo el referirse a sus
remordimientos.
Pero él comprendió lo que decía y lo que callaba y declaró que el
principal deber por entonces era librarse del peligro de la muerte.
--¿Quiere usted un suicidio?--¡Oh, no, eso no!--Pues si no hemos de
suicidarnos, tenemos que cuidar el cuerpo, y la salud del cuerpo exige
otra vez... todo lo contrario de lo que usted hace. Usted señora cree
que es deber suyo atormentarse recordando, amando lo que fue... y
aborreciendo lo que no debió haber sido.... Todo esto sería muy bueno si
usted tuviera fuerzas para soportar ese teje maneje del pensamiento. No
las tiene usted. Olvido, paz, silencio interior, conversación con el
mundo, con la primavera que empieza y que viene a ayudarnos a vivir....
Yo le prometo a usted que el día en que la vea fuera de todo cuidado,
sana y salva, le diré, si usted quiere: Anita, ahora ya tiene usted
bastante salud para empezar a darse tormento a sí misma.
Y Frígilis hablaba en el mismo sentido.
Y nadie más hablaba, porque Anselmo apenas sabía hablar, Servanda iba y
venía como una estatua de movimiento... y los demás vetustenses no
entraban en el caserón de los Ozores después de la muerte de don Víctor.
No entraban. Vetusta la noble estaba escandalizada, horrorizada. Unos a
otros, con cara de hipócrita compunción, se ocultaban los buenos
vetustenses el íntimo placer que les causaba _aquel gran escándalo que
era como una novela_, algo que interrumpía la monotonía eterna de la
ciudad triste. Pero ostensiblemente pocos se alegraban de lo ocurrido.
¡Era un escándalo! ¡Un adulterio descubierto! ¡Un duelo! ¡Un marido, un
ex-regente de Audiencia muerto de un pistoletazo en la vejiga! En
Vetusta, ni aun en los días de revolución había habido tiros. No había
costado a nadie un cartucho la conquista de los derechos inalienables
del hombre. Aquel tiro de Mesía, del que tenía la culpa la _Regenta_,
rompía la tradición pacífica del crimen silencioso, morigerado y
precavido. «Ya se sabía que muchas damas principales de la Encimada y de
la Colonia engañaban o habían engañado o estaban a punto de engañar a su
respectivo esposo, ¡pero no a tiros!». La envidia que hasta allí se
había disfrazado de admiración, salió a la calle con toda la amarillez
de sus carnes. Y resultó que envidiaban en secreto la hermosura y la
fama de virtuosa de la Regenta no sólo Visitación Olías de Cuervo y
Obdulia Fandiño y la baronesa de la _Deuda Flotante_, sino también la
Gobernadora, y la de Páez y la señora de Carraspique y la de Rianzares o
sea el Gran Constantino, y las criadas de la Marquesa y toda la
aristocracia, y toda la clase media y hasta las mujeres del pueblo... y
¡quién lo dijera! la Marquesa misma, aquella doña Rufina tan liberal que
con tanta magnanimidad se absolvía a sí misma de las _ligerezas_ de la
juventud... ¡y otras!
Hablaban mal de Ana Ozores todas las mujeres de Vetusta, y hasta la
envidiaban y despellejaban muchos hombres con alma como la de aquellas
mujeres. Glocester en el cabildo, don Custodio a su lado, hablaban de
escándalo, de hipocresía, de perversión, de extravíos babilónicos; y en
el Casino, Ronzal. Foja, los Orgaz echaban lodo con las dos manos sobre
la honra difunta de aquella pobre viuda encerrada entre cuatro paredes.
Obdulia Fandiño, pocas horas después de saberse en el pueblo la
catástrofe, había salido a la calle con su sombrero más grande y su
vestido más apretado a las piernas y sus faldas más crujientes, a tomar
el aire de la maledicencia, a olfatear el escándalo, a saborear el dejo
del crimen que pasaba de boca en boca como una golosina que lamían
todos, disimulando el placer de aquella dulzura pegajosa.
«¿Ven ustedes? decían las miradas triunfantes de la Fandiño. Todas somos
iguales».
Y sus labios decían:--¡Pobre Ana! ¡Perdida sin remedio! ¿Con qué cara
se ha de presentar en público? ¡Como era tan romántica! Hasta una
cosa... como esa, tuvo que salirle a ella así... a cañonazos, para que
se enterase todo el mundo.
--¿Se acuerdan ustedes del paseo de Viernes Santo?--preguntaba el barón.
--Sí, comparen ustedes.... ¡Quién lo diría!...
--Yo lo diría--exclamaba la Marquesa--. A mí ya me dio mala espina
aquella desfachatez... aquello de ir enseñando los pies descalzos...
_malorum signum_.
--Sí, _malorum signum_--repetía la baronesa, como si dijera: _et cum
spiritu tuo_.
--¡Y sobre todo el escándalo!--añadía doña Rufina indignada, después de
una pausa.
--¡El escándalo!--repetía el coro.
--¡La imprudencia, la torpeza!--¡Eso! ¡Eso!--¡Pobre don Víctor!--Sí,
pobre, y Dios le haya perdonado... pero él, merecido se lo tenía.
--Merecidísimo.--Miren ustedes que aquella amistad tan íntima....
--Era escandalosa.--Aquello era...--¡Nauseabundo! Esto lo dijo el
Marqués de Vegallana, que tenía en la aldea todos sus hijos ilegítimos.
Obdulia asistía a tales conversaciones como a un triunfo de su fama.
Ella no había dado nunca escándalos por el estilo. Toda Vetusta sabía
quién era Obdulia... pero ella no había dado ningún escándalo.
Sí, sí, el escándalo era lo peor, aquel duelo funesto también era una
complicación. Mesía había huido y vivía en Madrid.... Ya se hablaba de
sus amores _reanudados_ con la _Ministra_ de Palomares.... Vetusta había
perdido dos de sus personajes más importantes... por culpa de Ana y su
torpeza.
Y se la castigó rompiendo con ella toda clase de relaciones. No fue a
verla nadie. Ni siquiera el Marquesito, a quien se le había pasado por
las mientes recoger aquella herencia de Mesía.
La fórmula de aquel rompimiento, de aquel cordón sanitario fue esta:
--¡Es necesario aislarla.... Nada, nada de trato con la _hija de la
bailarina italiana_!
El honor de haber resucitado esta frase perteneció a la baronesa de la
Barcaza.
Si Ripamilán hubiera podido salir de su casa, no hubiera respetado aquel
acuerdo cruel del _gran mundo_. Pero el pobre don Cayetano había caído
en su lecho para no levantarse. Allí vivió, siempre contento, dos años
más.
Acabó su peregrinación en la tierra cantando y recitando versos de
Villegas.
La Regenta no tuvo que cerrar la puerta del caserón a nadie, como se
había prometido, por que nadie vino a verla, se supo que estaba muy
mala, y los más caritativos se contentaron con preguntar a los criados y
a Benítez cómo iba la enferma, a quien solían llamar _esa desgraciada_.
Ana prefería aquella soledad; ella la hubiera exigido si no se hubiera
adelantado Vetusta a sus deseos. Pero cuando, ya convaleciente, volvió a
pensar en el mundo que la rodeaba, en los años futuros, sintió el hielo
ambiente y saboreó la amargura de aquella maldad universal. «¡Todos la
abandonaban! Lo merecía, pero... de todas maneras ¡qué malvados eran
todos aquellos vetustenses que ella había despreciado siempre, hasta
cuando la adulaban y mimaban!».
La viuda de Quintanar resolvió seguir hasta donde pudiera los consejos
de Benítez. Pensaba lo menos posible en sus remordimientos, en su
soledad, en el porvenir triste, monótono en su negrura.
En cuanto se lo permitió la fortaleza del cuerpo redivivo trabajó en
obras de aguja, y se empeñó, con voluntad de hierro, en encontrarle
gracia al punto de crochet y al de media.
Aborrecía los libros, fuesen los que fuesen; todo raciocinio la llevaba
a pensar en sus desgracias; el caso era no discurrir. Y a ratos lo
conseguía. Entonces se le figuraba que lo mejor de su alma se dormía,
mientras quedaba en ella despierto el espíritu suficiente para ser tan
mujer como tantas otras.
Llegó a explicarse aquellas tardes eternas que pasaba Anselmo en el
patio, sentado en cuclillas y acariciando al gato. Callar, vivir, sin
hacer más que sentirse bien y dejar pasar las horas, esto era algo, tal
vez lo mejor. Por allí debía de irse a la muerte.... Y Ana iba sin miedo.
El morir no la asustaba, lo que quería era morir sin desvanecerse en
aquellas locuras de la debilidad de su cerebro....
Cuando Benítez la sorprendía en estas horas de calma triste y muda, le
preguntaba Ana con una sonrisa de moribunda:
--¿Está usted contento?
Y con otra sonrisa fría, triste, contestaba el médico:
--Bien, Ana, bien.... Me agrada que sea usted obediente....
Pero cuando se quedaban solos Benítez y Crespo, el doctor decía:
--No me gusta Ana...--Pues yo la veo muy tranquila a ratos....
--Sí, pues por eso... no me gusta. Hay que obligarla a distraerse.
Y Frígilis se propuso conseguir que se distrajera.
Y por eso la rogaba que saliese con él a paseo cuando llegó aquel Mayo
risueño, seco, templado, sin nubes, pocas veces gozado en Vetusta.
Pero como no consiguió nada, como Anita le pedía con las manos en cruz
que la dejasen en paz, tranquila en su caserón, Crespo resolvió divertir
a su pobre amiga en su misma casa.
«¡Si él pudiera hacer que se aficionara a los árboles y a las flores!».
Por ensayar nada se perdía. Ensayó.
Ana, por complacerle, le escuchaba con los ojos fijos en él, sonriente,
y bajaba al parque cuando se trataba de lecciones prácticas. Frígilis
llegó a entusiasmarse, y una tarde contó la historia de su gran triunfo,
la aclimatación del Eucaliptus globulus en la región vetustense.
Durante la enfermedad de su amiga, don Tomás Crespo, desconfiando del
celo de Anselmo y de Servanda, y sin pedir permiso a nadie, se instaló
en el caserón de los Ozores. Trasladó su lecho de la posada en que vivía
desde el año sesenta, a los bajos del caserón. El tocador y la alcoba de
Ana estaban encima del cuarto que escogió Frígilis. Allí, con el menor
aparato posible, sin molestar a nadie se instaló para velar a la Regenta
y acudir al menor peligro.
Comía y cenaba en la posada, pero dormía en el caserón.
Esto no lo supo Anita hasta que, ya convaleciente, se quejó un día de
aquella soledad. Confesó que de noche tenía a veces miedo. Y poniéndose
como un tomate el buen Frígilis advirtió tímidamente que hacía más de
mes y medio él se había tomado la libertad de venirse a dormir debajo de
la Regenta. Los criados tenían orden de no decírselo a la señora.
Desde que esto supo Ana se creyó menos sola en sus noches tristes. Roto
el secreto, Frígilis tosía fuerte abajo a propósito, para que le oyera
Ana, como diciendo: «No temas, estoy yo aquí».
Pero como la malicia lo sabe todo, también supo esto Vetusta. Se dijo
que Frígilis se había metido a vivir de pupilo en casa de la Regenta, en
el caserón nobilísimo de los Ozores.
Y decían unos:--Será una obra de caridad. La pobre estará mal de
recursos y con la ayuda de Frígilis... podrá ir tirando.
Y el _gran mundo_ echaba por los dedos la cuenta de lo que le habría
quedado a Anita. «No debía de haberle quedado nada».
--Ella rentas no las tiene.--Las de su marido, las de don Víctor allá
en Aragón no le pertenecen.
--La viudedad no la habrá pedido....
--¡Sería ignominioso!...
--¡Ya lo creo! ¡Reclamar la viudedad... ella... causa de la muerte del
digno magistrado!
--Sería indigno.
--Indigno.
--Y ya no está bien que viva en el caserón de los Ozores.
--Claro, porque aunque se lo regaló su esposo, según dicen, él fue quien
se lo compró a las tías de Ana, y no con bienes gananciales, sino
vendiendo tierras en la Almunia.
--Sea como sea, ella no debía vivir en esa casa.
--De modo que no se sabe de qué vive.
--Vivirá de eso. De mantener en su casa a Frígilis, que pagará bien.
--Eso sí, porque él es un chiflado, que no tiene escrúpulos... pero es
bueno.
--Bueno... relativamente--decía el Marqués que con la gota que le
empezaba a molestar iba echando una moralidad severa y un humor negro
como un carbón.
Y recordando aquel gerundio que tanto efecto había hecho en otra
ocasión, resumía diciendo:
--De todas maneras, eso de vivir bajo el mismo techo que cobija a la
viuda infiel de su mejor amigo es... ¡es nauseabundo!
Y nadie se atrevía a negarlo.
Todos aquellos escrúpulos que tenía la tertulia de los Vegallana, habían
atormentado también a la Regenta. En cuanto se sintió bastante fuerte
para salir a la huerta, se atrevió a decir a Frígilis lo que la
atormentaba tiempo atrás.
--Yo... quisiera salir de esta casa.... Esta casa... en rigor... no es
mía.... Es de los herederos de Víctor, de su hermana doña Paquita, que
tiene hijos... y....
Frígilis se puso furioso. ¡Cómo se entiende! Todo lo había arreglado él
ya. Había escrito a Zaragoza y la doña Paquita se había contentado con
lo de la Almunia. «Bastante era. El caserón era de Ana legalmente y
moralmente».
Ana cedió porque no tenía ya energía para contrariar una voluntad
fuerte.
Con más ahínco se negó a firmar los documentos que Frígilis le presentó,
cuando se propuso pedir la viudedad que correspondía a la Regenta.
--¡Eso no, eso no, don Tomás; primero morir de hambre!
Y en efecto, sí, el hambre, una pobreza triste y molesta amenazaba a la
viuda si no solicitaba sus derechos pasivos.
Ana dijo que prefería reclamar la orfandad que le pertenecía como hija
de militar.
--Échele usted un galgo.... Si eso no valdrá nada.... Y no sé si
podríamos....
Y Frígilis, no sin ponerse colorado al hacerlo, falsificó la firma de
Ana, y después de algunos meses le presentó la primera paga de viuda.
Y era tal la necesidad; tan imposible que por otro camino tuviera ella
lo suficiente para vivir, que la Regenta, después de llorar y rehusar
cien veces, aceptó el dinero triste de la viudez y en adelante firmó
ella los documentos.
Benítez y Frígilis veían en esto síntomas tristes. «Aquella voluntad se
moría, pensaba Crespo; en otro tiempo Ana hubiera preferido pedir
limosna.... Ahora cede... por no luchar».
Y se le caían las lágrimas.
«Si yo fuera rico... pero es uno tan pobre...».
«Y, añadía, por supuesto, cobrar esos cuatro cuartos no es vergonzoso...
a ella se lo parece... pero no lo es.... Ese dinero es suyo».
Así vivía Ana. Benítez desde que desapareció el peligro inminente,
visitó menos a la viuda.
Servanda y Anselmo eran fieles, tal vez tenían cariño al ama, pero eran
incapaces de mostrarlo. Obedecían y servían como sombras. Le hacía más
compañía el gato que ellos.
Frígilis era el amigo constante, el compañero de sus tristezas.
Hablaba poco. Pero a ella la consolaba el pensar: «está Crespo ahí».
Paso a paso volvía la salud a enseñorearse del cuerpo siempre hermoso de
Ana Ozores.
Y con algo de remordimiento de conciencia, sentía de nuevo apego a la
vida, deseo de actividad. Llegó un día en que ya no le bastó vegetar al
lado de Frígilis, viéndole sembrar y plantar en la huerta y oyendo sus
apologías del Eucaliptus.
Se había prometido no salir de casa, y la casa empezaba a parecerle una
cárcel demasiado estrecha.
Una mañana despertó pensando que aquel año _no había cumplido_ con la
Iglesia. Además ya podía salir de su caserón triste para ir a misa. Sí,
iría a misa en adelante, muy temprano, muy tapada, con velo espeso, a la
capilla de la Victoria que estaba allí cerca.
Y también iría a confesar.
Sin tener fe ni dejar de tenerla, acostumbrada ya a no pensar en
aquellas _grandes cosas_ que la volvían loca, Anita Ozores volvió a las
prácticas religiosas, jurándose a sí misma no dejarse vencer ya jamás
por aquel _misticismo falso_ que era su vergüenza. «La visión de Dios....
Santa Teresa.... Todo aquello había pasado para no volver.... Ya no le
atormentaba el terror del infierno, aunque se creía perdida por su
pecado, pero tampoco la consolaban aquellos estallidos de amor ideal que
en otro tiempo le daban la evidencia de lo sobrenatural y divino».
Ahora nada; huir del dolor y del pensamiento. Pero aquella piedad
mecánica, aquel rezar y oír misa como las demás le parecía bien, le
parecía la religión compatible con el marasmo de su alma. Y además, sin
darse cuenta de ello, la _religión vulgar_ (que así la llamaba para sus
adentros), le daba un pretexto para faltar a su promesa de no salir
jamás de casa.
Llegó Octubre, y una tarde en que soplaba el viento Sur perezoso y
caliente, Ana salió del caserón de los Ozores y con el velo tupido sobre
el rostro, toda de negro, entró en la catedral solitaria y silenciosa.
Ya había terminado el coro.
Algunos canónigos y beneficiados ocupaban sus respectivos confesonarios
esparcidos por las capillas laterales y en los intercolumnios del
ábside, en el trasaltar.
¡Cuánto tiempo hacía que ella no entraba allí!
Como quien vuelve a la patria, Ana sintió lágrimas de ternura en los
ojos. ¡Pero qué triste era lo que la decía el templo hablando con
bóvedas, pilares, cristalerías, naves, capillas... hablando con todo lo
que contenía a los recuerdos de la Regenta!...
Aquel olor singular de la catedral, que no se parecía a ningún otro,
olor fresco y de una voluptuosidad íntima, le llegaba al alma, le
parecía música sorda que penetraba en el corazón sin pasar por los
oídos.
«¡Ay si renaciera la fe! ¡Si ella pudiese llorar como una Magdalena a
los pies de Jesús!».
Y por la vez primera, después de tanto tiempo, sintió dentro de la
cabeza aquel estallido que le parecía siempre voz sobrenatural, sintió
en sus entrañas aquella ascensión de la ternura que subía hasta la
garganta y producía un amago de estrangulación deliciosa.... Salieron
lágrimas a los ojos, y sin pensar más, Ana entró en la capilla obscura
donde tantas veces el Magistral le había hablado del cielo y del amor de
las almas.
«¿Quién la había traído allí? No lo sabía. Iba a confesar con
cualquiera y sin saber cómo se encontraba a dos pasos del confesonario
de aquel hermano mayor del alma, a quien había calumniado el mundo por
culpa de ella y a quien ella misma, aconsejada por los sofismas de la
pasión grosera que la había tenido ciega, había calumniado también
pensando que aquel cariño del sacerdote era amor brutal, amor como el de
Álvaro, el infame, cuando tal vez era puro afecto que ella no había
comprendido por culpa de la propia torpeza».
«Volver a aquella amistad ¿era un sueño? El impulso que la había
arrojado dentro de la capilla ¿era voz de lo alto o capricho del
histerismo, de aquella maldita enfermedad que a veces era lo más íntimo
de su deseo y de su pensamiento, ella misma?». Ana pidió de todo corazón
a Dios, a quien claramente creía ver en tal instante, le pidió que fuera
voz Suya aquella, que el Magistral fuera el hermano del alma en quien
tanto tiempo había creído y no el solicitante lascivo que le había
pintado Mesía el infame. Ana oró, con fervor, como en los días de su
piedad exaltada; creyó posible volver a la fe y al amor de Dios y de la
vida, salir del limbo de aquella somnolencia espiritual que era peor que
el infierno; creyó salvarse cogida a aquella tabla de aquel cajón
sagrado que tantos sueños y dolores suyos sabía....
La escasa claridad que llegaba de la nave y los destellos amarillentos y
misteriosos de la lámpara de la capilla se mezclaban en el rostro
anémico de aquel Jesús del altar, siempre triste y pálido, que tenía
concentrada la vida de estatua en los ojos de cristal que reflejaban una
idea inmóvil, eterna.... Cuatro o cinco bultos negros llenaban la
capilla. En el confesonario sonaba el cuchicheo de una beata como rumor
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