La Regenta - 27

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de la mesa para azotar con el abanico abierto a los que manifestaban
ideas poco ortodoxas. Pepa y Rosa y las demás criadas sonreían
discretamente, sin atreverse a tomar parte en el desorden, pero un poco
menos disciplinadas que al empezar la comida. Pedro ya no se asomaba a
la puerta. Se habían roto dos copas.
Los pájaros de la huerta se posaban en las enredaderas de las ventanas
para ver qué era aquello y mezclaban sus gritos gárrulos y agudos al
general estrépito.
--¡El café en el cenador!--ordenó la Marquesa.
--¡Bien, bien!--gritaron don Víctor y Edelmira, que cogidos del brazo y
a los acordes de la marcha real (decía el ex-regente), que tocaba allá
dentro Visitación en un piano desafinado, se dirigieron los primeros a
la huerta, seguidos de Paco, empeñado en ceñir las canas de don Víctor
con una corona de azahar. La había encontrado en un armario de la alcoba
de su hermana Emma. Allí iba a dormir Edelmira. Salieron todos a la
huerta, que era grande, rodeada, como el parque de los Ozores, de
árboles altos y de espesa copa, que ocultaban al vecindario gran parte
del recinto. Don Víctor, Paco y Edelmira corrían por los senderos allá
lejos entre los árboles. Don Álvaro daba el brazo a la Marquesa, y
delante de ellos, detenida por la conversación de doña Rufina iba Anita,
mordiendo hojas del boj de los parterres, con la frente inclinada, los
ojos brillantes y las mejillas encendidas. El Magistral se había quedado
atrás, en poder de doña Petronila Rianzares que le hablaba de un asunto
serio: la casa de las Hermanitas de los Pobres que se construía cerca
del Espolón, en terrenos regalados por doña Petronila con admiración y
aplauso de toda Vetusta católica. Era la de Rianzares viuda de un
antiguo intendente de la Habana, quien la había dejado una fortuna de
las más respetables de la provincia; gran parte de sus rentas la
empleaba en servicio de la Iglesia, y especialmente en dotar monjas,
levantar conventos y proteger la causa de Don Carlos, mientras estuvo en
armas el partido. Creíase poco menos que papisa y se hubiera atrevido a
excomulgar a cualquiera provisionalmente, segura de que el Papa
sancionaría su excomunión; trataba de potencia a potencia al Obispo, y
Ripamilán, que no la podía ver porque era un marimacho, según él, la
llamaba el Gran Constantino, aludiendo al Emperador que protegió a la
Iglesia. «Piensa la buena señora que por haber sabido conservar con
decoro las tocas de la viudez y por levantar edificios para obras pías
es una santa y poco menos que el Metropolitano». Tenía razón el
Arcipreste; doña Petronila no pensaba más que en su protección al culto
católico y opinaba que los demás debían pasarse la vida alabando su
munificencia y su castidad de viuda.
No reconocía entre todo el clero vetustense más superior que el
Magistral, a quien consideraba más que al Obispo; «era todo un gran
hombre que por humildad vivía postergado». El Magistral trataba a la de
Rianzares como a una reina, según el Arcipreste, o como si fuera el
obispo-madre; ella se lo agradecía y se lo pagaba siendo su abogado más
elocuente en todas partes. Donde ella estuviera, que no se murmurase; no
lo consentía.
Cuando llegaron al cenador donde se empezaba a servir el café, la de
Rianzares inclinaba su cabeza de fraile corpulento cerca del hombro del
Magistral, diciendo con los ojos en blanco, y llena de miel la boca:
--¡Vamos! ¡amigo mío!... se lo suplico yo... acompáñeme al Vivero... sea
amable... por caridad....
El Magistral no menos dulce, suave y pegajoso, recibía con placer aquel
incienso, detrás del cual habría tantas talegas.
--Señora... con mil amores... si pudiera... pero... tengo que hacer, a
las siete he de estar....
--Oh, no, no valen disculpas.... Ayúdeme usted, Marquesa, ayúdeme usted a
convencer a este pícaro.
La Marquesa ayudó, pero fue inútil. Don Fermín se había propuesto no ir
al Vivero aquella tarde; comprendía que eran allí todos íntimos de la
casa menos él; ya había aceptado el convite porque... no había podido
menos, por una debilidad, y no quería más debilidades. ¿Qué iba a hacer
él en aquella excursión? Sabía que al Vivero iban todos aquellos locos,
Visitación, Obdulia, Paco, Mesía, a divertirse con demasiada libertad, a
imitar muy a lo vivo los juegos infantiles. Ripamilán se lo había dicho
varias veces. Ripamilán iba sin escrúpulo, pero ya se sabía que el
Arcipreste era como era; él, De Pas, no debía presenciar aquellas
escenas, que sin ser precisamente escandalosas... no eran para vistas
por un canónigo formal. No, no había que prodigarse; siempre había
sabido mantenerse en el difícil equilibrio de sacerdote sociable sin
degenerar en mundano; sabía conservar su buena fama. La excesiva
confianza, el trato sobrado familiar dañaría a su prestigio; no iría al
Vivero. Y buenas ganas se le pasaban, eso sí; porque aquel señor Mesía
se había vuelto a pegar a las faldas de la Regenta, y ya empezaba don
Fermín a sospechar si tendría propósitos _non sanctos_ el célebre don
Juan de Vetusta.
La Marquesa, sin malicia, como ella hacía las cosas, llamó a su lado a
Anita para decirla:
--Ven acá, ven acá, a ver si a ti te hace más caso que a nosotras este
señor displicente.
--¿De qué se trata?--De don Fermín que no quiere venir al Vivero.
El don Fermín, que ya tenía las mejillas algo encendidas por culpa de
las libaciones más frecuentes que de costumbre, se puso como una cereza
cuando vio a la Regenta mirarle cara a cara y decir con verdadera pena:
--Oh, por Dios, no sea usted así, mire que nos da a todos un disgusto;
acompáñenos usted, señor Magistral....
En el gesto, en la mirada de la Regenta podía ver cualquiera y lo vieron
De Pas y don Álvaro, sincera expresión de disgusto: era una contrariedad
para ella la noticia que le daba la Marquesa.
Por el alma de don Álvaro pasó una emoción parecida a una quemadura; él,
que conocía la materia, no dudó en calificar de celos aquello que había
sentido. Le dio ira el sentirlo. «Quería decirse que aquella mujer le
interesaba más de veras de lo que él creyera; y había obstáculos, y ¡de
qué género! ¡Un cura! Un cura guapo, había que confesarlo...». Y
entonces, los ojos apagados del elegante Mesía brillaron al clavarse en
el Magistral que sintió el choque de la mirada y la resistió con la
suya, erizando las puntas que tenía en las pupilas entre tanta blandura.
A don Fermín le asustó la impresión que le produjo, más que las
palabras, el gesto de Ana; sintió un agradecimiento dulcísimo, un calor
en las entrañas completamente nuevo; ya no se trataba allí de la vanidad
suavemente halagada, sino de unas fibras del corazón que no sabía él
cómo sonaban. «¡Qué diablos es esto!» pensó De Pas; y entonces
precisamente fue cuando se encontró con los ojos de don Álvaro; fue una
mirada que se convirtió, al chocar, en un desafío; una mirada de esas
que dan bofetadas; nadie lo notó más que ellos y la Regenta. Estaban
ambos en pie, cerca uno de otro, los dos arrogantes, esbeltos; la ceñida
levita de Mesía, correcta, severa, ostentaba su gravedad con no menos
dignas y elegantes líneas que el manteo ampuloso, hierático del clérigo,
que relucía al sol, cayendo hasta la tierra.
«Ambos le parecieron a la Regenta hermosos, interesantes, algo como San
Miguel y el Diablo, pero el Diablo cuando era Luzbel todavía; el Diablo
Arcángel también; los dos pensaban en ella, era seguro; don Fermín como
un amigo protector, el otro como un enemigo de su honra, pero amante de
su belleza; ella daría la victoria al que la merecía, al ángel bueno,
que era un poco menos alto, que no tenía bigote (que siempre parecía
bien), pero que era gallardo, apuesto a su modo, como se puede ser
debajo de una sotana. Se tenía que confesar la Regenta, aunque pensando
un instante nada más en ello, que la complacía encontrar a su salvador,
tan airoso y bizarro; tan distinguido como decía Obdulia, que en esto
tenía razón. Y sobre todo, aquellos dos hombres mirándose así por ella,
reclamando cada cual con distinto fin la victoria, la conquista de su
voluntad, eran algo que rompía la monotonía de la vida vetustense, algo
que interesaba, que podía ser dramático, que ya empezaba a serlo. El
honor, aquella quisicosa que andaba siempre en los versos que recitaba
su marido, estaba a salvo; ya se sabe, no había que pensar en él; pero
bueno sería que un hombre de tanta inteligencia como el Magistral la
defendiera contra los ataques más o menos temibles del buen mozo, que
tampoco era rana, que estaba demostrando mucho tacto, gran prudencia y
lo que era peor, un interés verdadero por ella. Eso sí, ya estaba
convencida, don Álvaro no quería vencerla por capricho, ni por vanidad,
sino por verdadero amor; de fijo aquel hombre hubiera preferido
encontrarla soltera. En rigor, don Víctor era un respetable estorbo.
Pero ella le quería, estaba segura de ello, le quería con un cariño
filial, mezclado de cierta confianza conyugal, que valía por lo menos
tanto, a su modo, como una pasión de otro género. Y además, si no fuera
por don Víctor, el Magistral no tendría por qué defenderla, ni aquella
lucha entre dos hombres _distinguidos_ que comenzaba aquella tarde
tendría razón de ser. No había que olvidar que don Fermín no la quería
ni la podía querer para sí, sino para don Víctor».
Cuando Ana se perdía en estas y otras reflexiones parecidas, se oyó la
voz de Obdulia que daba grandes chillidos pidiendo socorro. Los que
tomaban pacíficamente café bajo la glorieta, acudieron al extremo de la
huerta.
--¿Dónde están? ¿dónde están?--preguntaba asustada la Marquesa.
--¡En el columpio! ¡en el columpio!--dijo el médico don Robustiano.
Era un columpio de madera, como los que se ofrecen al público madrileño
en la romería de San Isidro, aunque más elegante y fabricado con esmero;
en uno de los asientos, que imitaban la barquilla de un globo, en
cuclillas, sonriente y pálido, don Saturnino Bermúdez, como a una vara
del suelo inmóvil, hacía la figura más ridícula del mundo, con plena
conciencia de ello, y más ridículo por sus conatos de disimularlo,
procurando dar a su situación unos aires de tolerable, que no podía
tener. En el otro extremo, en la barquilla opuesta, que se había
enganchado en un puntal de una pared, restos del andamiaje de una obra
reciente, ostentaba los llamativos colores de su falda y su exuberante
persona Obdulia Fandiño agarrada a la nave como un náufrago del aire,
muy de veras asustada, y coqueta y aparatosa en medio del susto y de lo
que ella creía peligro.
--No se mueva usted, no se mueva usted--gritaba don Víctor, haciendo
aspavientos debajo de la barquilla, y probablemente viendo lo que a
Obdulia, en aquel trance a lo menos, no le importaba mucho ocultar.
--No te muevas, no te muevas, mira que si te caes te matas...--decía
Paco, que buscaba algo para desenganchar el columpio.
--Tres metros y medio--dijo el Marqués que llegó a tiempo de dar la
medida exacta del batacazo posible, a ojo, como él hacía siempre los
cálculos geométricos.
El caso es que ni don Víctor, ni Paco, ni Orgaz podían por su propia
industria arbitrar modo de subir a la altura de aquel madero y librar a
Obdulia.
--Tuvo la culpa Paco--decía Visitación, ceñidas con una cuerda las
piernas, por encima del vestido--. Empujó demasiado fuerte, para que se
cayera Saturno y, ¡zas! subió la barquilla allá arriba y al bajar... se
enganchó en ese palo.
Obdulia no se movía, pero gritaba sin cesar.
--No grites, hija--decía la Marquesa, que ya no la miraba por no
molestarse con la incómoda postura de la cabeza echada hacia atrás--; ya
te bajarán....
Probó el Marqués a encaramarse sobre una escalera de mano de pocos
travesaños, que servía al jardinero para recortar la copa de los
arbolillos y las columnas de boj. Pero el Marqués, aun subido al palo
más alto no llegaba a coger la barquilla del columpio, de modo que
pudiera hacer fuerza para descolgarla.
--Que llamen a Diego... a Bautista...--decía la Marquesa.
--¡Sí, sí; que venga Bautista!...--gritaba Obdulia recordando la fuerza
del cochero.
--Es inútil--advirtió el Marqués--. Bautista tiene fuerza pero no
alcanza; es de mi estatura... no hay más remedio que buscar otra
escalera....
--No la hay en el jardín...--Sabe Dios dónde parecerá...
--¡Por Dios! ¡por Dios!... que ya me mareo, que me caigo de miedo.
Entonces don Álvaro, a quien Ana había dirigido una mirada animadora y
suplicante, se decidió. Rato hacía que se le había ocurrido que él,
gracias a su estatura, podría coger cómodamente la barquilla y
arrancarla de sus prisiones... pero ¿qué le importaba a él Obdulia?
Podía hacer una figura ridícula, mancharse la levita. La mirada de Ana
le hizo saltar a la escalera. Por fortuna era ágil. La Regenta le vio
tan airoso, tan pulcro y elegante en aquella situación de farolero como
paseando por el Espolón.
--¡Bravo! ¡bravo!--gritaron Edelmira y Paco al ver los brazos del buen
mozo entre los palos de la barquilla del columpio.
--¡No me tires! ¡No me tires!--gritó Obdulia que sintió las manos de su
ex-amante debajo de las piernas. Visita le dio un pellizco a Edelmira a
quien ya tuteaba. La chica se fijó en la intención del pellizco porque
se había fijado en el tratamiento. ¡Le había llamado de tú!
--Esté usted tranquila; no va con usted nada--respondió don Álvaro... ya
arrepentido de haber cedido al ruego tácito de Anita.
Empleaba largos preparativos para colocar los brazos de modo que hiciera
la fuerza suficiente para levantar el columpio a pulso.... Al intentar el
primer esfuerzo, que desde luego reputó inútil, pensó en la cara que
estaría poniendo el Magistral.
--¡Aúpa!...--gritó abajo Visitación para mayor ignominia.
--¡No puede usted, no puede usted!... ¡no lo mueva usted, es peor!...
¡Me voy a matar!--gritó la Fandiño.
Los demás callaban.--¡Estate quieta!--dijo en voz baja, ronca y furiosa
don Álvaro, que de buena gana la hubiera visto caer de cabeza.
E intentó el segundo esfuerzo sin fortuna.
Aquello no se movía. Sudaba más de vergüenza que de cansancio. Un hombre
como él debía poder levantar a pulso aquel peso.
--Deje usted, deje usted, a ver si Bautista--dijo la Marquesa--...
¡demonio de chicos!
--Bautista no alcanza--observó otra vez el Marqués--. Otra escalera...
que vayan a las cocheras.... Allí debe de haber....
Don Álvaro dio el tercer empujón.... Inútil. Miró hacia abajo como
buscando modo de librarse de parte del peso. En el otro cajón, debajo de
sus narices, en actitud humilde y ridícula, vio a don Saturnino en
cuclillas, inmóvil, olvidado por todos los presentes. Mesía no pudo
menos de sonreír, a pesar de que le estaban llevando los demonios. Con
deseos de escupirle miró a Bermúdez, que le sonreía sin cesar, y dijo
con calma forzada:
--¡Hombre! ¡pues tiene gracia! ¿Ahí se está usted? ¿usted se piensa que
yo hago juegos de Alcides y se me pone ahí en calidad de plomo?...
Carcajada general.--Sí, ríanse ustedes--clamó Obdulia--pues el lance
es gracioso.
--Yo...--balbuceó Bermúdez--usted dispense... como nadie me decía
nada... creí que no estorbaba... y además... creía que al bajarme...
pudiese empeorar la situación de esa señora... alguna sacudida.
--¡Ay, no, no! no se baje usted--gritó la viuda con espanto.
--¿Cómo que no?--rugió furioso don Álvaro--. ¿Quiere usted que yo
levante este armatoste con los dos encima y a pulso?
--Es... que... yo no veo modo... si no me ayudan... está tan alto
esto....
--Una vara escasa--advirtió el Marqués.
Paco tomó en brazos a don Saturno y le sacó del cajón nefando.
--Ahora--dijo--nosotros te ayudaremos, empujando desde aquí abajo....
--Eso es inútil--observó el Magistral con una voz muy dulce--; como el
madero aquel se ha metido entre los dos palos de la banda... si no se
alza a pulso todo el columpio... no se puede desenganchar.
--Es claro--bramaba desde arriba el otro; y probó otra vez su fuerza.
Pero Bermúdez pesaba muy poco por lo visto, porque don Álvaro no movió
el pesado artefacto.
El elegante se creía a la vergüenza en la picota, y de un brinco, que
procuró que fuese gracioso, se puso en tierra. Sacudiendo el polvo de
las manos y limpiando el sudor de la frente, dijo:
--¡Es imposible! Que se busque otra escalera.
--Ya podía estar buscada...--Si yo alcanzase...--insinuó entonces el
Magistral, con modestia en la voz y en el gesto.
--Es verdad, dijo la Marquesa, usted es también alto.
--Sí llega, sí llega--gritó Paco, que quiso verle hacer títeres.
--Sí, alcanza usted--concluyó Vegallana padre--. Como tenga usted
fuerza.... Y aquí nadie le ve.
Lo difícil era subir a lo alto de la escalera sin hacer la triste figura
con el traje talar.
--Quítese usted el manteo--observó Ripamilán.
--No hace falta--contestó De Pas, horrorizado ante la idea de que le
vieran en sotana.
Y sin perder un ápice de su dignidad, de su gravedad ni de su gracia,
subió como una ardilla al travesaño más alto, mientras el manteo flotaba
ondulante a su espalda.
--Perfectamente--dijo metiendo los brazos por donde poco antes había
introducido los suyos Mesía.
Aplausos en la multitud. Obdulia comprimió un chillido de mal género.
Doña Petronila, extática, con la boca abierta, exclamó por lo bajo:
--¡Qué hombre! ¡Qué lumbrera!
Sin gran esfuerzo aparente, con soltura y gracia, el Magistral suspendió
en sus brazos el columpio, que libre de su prisión y contenido en su
descenso por la fuerza misma que lo levantara, bajó majestuosamente.
Somoza, Paco y Joaquín Orgaz ayudaron a Obdulia a salir del cajón
maldito. El Magistral tuvo una verdadera ovación. Paco le admiró en
silencio: la fuerza muscular le inspiraba un terror algo religioso; él
había malgastado la suya en las lides de amor. Tenía bastante carne,
pero blanda. Don Álvaro disimuló difícilmente el bochorno. «¡Mayor
puerilidad! pero estaba avergonzado de veras». Además, él, que miraba a
los curas como flacas mujeres, como un sexo débil especial a causa del
traje talar y la lenidad que les imponen los cánones, acababa de ver en
el Magistral un atleta; un hombre muy capaz de matarle de un puñetazo si
llegaba esta ocasión inverosímil. Recordaba Mesía que muchas veces
(especialmente con motivo de las elecciones en las aldeas) había él
dicho, v. gr.: «Pues el señor cura que no se divierta, que no abuse de
la ventaja de sus faldas, porque si me incomodo le cojo por la sotana y
le tiro por el balcón». Siempre se le había figurado, por no haberlo
pensado bien, que a los curas, una vez perdido el respeto religioso, se
les podía abofetear impunemente; no les suponía valor, ni fuerza, ni
sangre en las venas.... «Y ahora... aquel canónigo, que tal vez era un
poco rival suyo, le daba aquella leccioncita de gimnasia, que muy bien
podía ser una saludable advertencia».
La gratitud de Obdulia no tenía límites, pero el Magistral creyó
necesario buscárselos mostrándose frío, seco y dándola a entender que
«no lo había hecho por ella». La viuda, sin embargo, insistió en
sostener que le debía la vida.
--¡Indudablemente!--corroboraba doña Petronila, que no sospechaba cómo
quería pagar Obdulia aquella vida que decía deber al Magistral.
Ana admiró en silencio la fuerza de su padre espiritual, en la que no
vio más que un símbolo físico de la fortaleza del alma; fortaleza en que
ella tenía, indudablemente, una defensa segura, inexpugnable, contra las
tentaciones que empezaban a acosarla.
Visita subió entonces al columpio, pero con las piernas atadas: no
quería que se le viesen los bajos.
Obdulia protestó.--¿Cómo? ¿pues se veía algo? ¡no quiero! ¡no quiero!
¿por qué no se me ha advertido? Esto es una traición.
--Tiene razón esta señora--dijo don Víctor--igualdad ante la ley; fuera
esa cuerda.
Edelmira subió al columpio sin atarse. No había para qué tomar
precauciones, no se veía nada.
Don Víctor y Ripamilán se columpiaron también, pero se mareaban.
--Ya están los coches--gritó la Marquesa desde lejos; y corrieron todos
al patio.
La Marquesa, doña Petronila, la Regenta y Ripamilán subieron a la
carretela descubierta; carruaje de lujo que había sido excelente pero
que estaba anticuado y torpe de movimientos. El tronco de caballos
negros era digno del rey. Los demás se acomodaron en un coche antiguo de
viaje, sólido, pero de mala facha, tirado por cuatro caballos; era el
que servía ordinariamente al Marqués en sus excursiones por la
provincia, para llevar y traer electores unas veces y otras para cazar
acaso en terreno vedado. ¡Se decían tantas cosas del coche de camino! Su
figura se aproximaba a las sillas de posta antiguas, que todavía hacen
el servicio del correo en Madrid desde la Central a las Estaciones. Lo
llamaban la _Góndola_ y el _Familiar_ y con otros apodos.
Al Magistral se le hizo un poco de sitio, entre Ripamilán y Anita, con
palabra solemne de dejarle en el Espolón, donde él tenía que buscar a
cierta persona. (No había tal cosa, era un pretexto para cumplir su
propósito de no ir al Vivero.)
--Le secuestramos--había dicho Obdulia....
--Sí, sí, secuestrarlo, es lo mejor: no se le dejará apearse--añadió
doña Petronila.
--No; protesto... entonces no subo. Subió; y la carretela salió
arrancando chispas de los guijarros puntiagudos por las calles estrechas
de la Encimada. Detrás iba la _Góndola_, atronando al vecindario con
horrísono estrépito de cascabeles, latigazos, cristales saltarines, y
voces y carcajadas que sonaban dentro.
Todavía calentaba el sol y las damas de la carretela improvisaron con
las sombrillas un toldo de colores que también cobijaba al Magistral y
al Arcipreste. Ripamilán, casi oculto entre las faldas de doña
Petronila, a quien llevaba enfrente, iba en sus glorias; no por su
contacto con el Gran Constantino, sino por ir entre damas, bajo
sombrillas, oliendo perfumes femeniles, y sintiendo el aliento de los
abanicos; ¡salir al campo con señoras! ¡la bucólica cortesana, o poco
menos! El bello ideal del poeta setentón, del eterno amador platónico de
Filis y Amarilis con corpiño de seda, se estaba cumpliendo.
El Magistral iba un poco avergonzado: le pesaba, por un lado--y por otro
no--la casualidad, o lo que fuera, de ir tocando con Ana. Tocando
apenas, por supuesto; ni ella ni él se movían. Él estaba turbado, ella
no; iba satisfecha a su lado; seguía figurándoselo como un escudo bien
labrado y fuerte. Ella le quitaba el sol, y él la defendía de don
Álvaro. «Si este señor viniera al Vivero... no se atrevería el otro tal
vez a acercarse... y si no... va... se va a atrever... claro, como allí
cada cual corre por su lado, y Víctor es capaz de irse con Paco y
Edelmira a hacer el tonto, el chiquillo.... No, pues lo que es que le
temo no quiero que lo conozca; de modo que si se acerca... no huiré. ¡Si
este quisiera venir!...».
--Don Fermín--le dijo, cerca ya del Espolón, con voz humilde, con el
respeto dulce y sosegado con que le hablaba siempre--. Don Fermín ¿por
qué no viene usted con nosotros? Poco más de una hora... creo que
volveremos hoy más pronto... ¡venga usted... venga usted!
De Pas sentía unas dulcísimas cosquillas por todo el cuerpo al oír a la
Regenta; y sin pensarlo se inclinaba hacia ella, como si fuera un imán.
Afortunadamente las otras damas y el Arcipreste iban muy enfrascados en
una agradable conversación que tenía por objeto despellejar a la pobre
Obdulia. Ripamilán citaba, como solía en tal materia, al Obispo de
Nauplia, la fonda de Madrid, los vestidos de la prima cortesana, etc.,
etc. No cabe negar que la resolución del Magistral estuvo a punto de
quebrantarse, pero le pareció indigno de él mostrar tan poca voluntad y
temió además lo que podía suceder en el Vivero. Él no podía hacer el
cadete; si don Álvaro quería buscar el desquite de la derrota del
columpio y le desafiaba en otra cualquier clase de ejercicio, él, con su
manteo y su sotana, y su canonjía a cuestas, estaba muy expuesto a
ponerse en ridículo. No, no iría. Y sintió al afirmarse en su propósito
una voluptuosidad intensa, profunda: era el orgullo satisfecho. Bien
sabía él la fuerza que tenía que emplear para resistir la tentación que
salía de aquellos labios más seductores cuanto menos maliciosos; por lo
mismo apreció más la propia energía, el temple de su alma, que
«indudablemente había venido al mundo para empresas más altas que luchar
con obscuros vetustenses».
Volvió los ojos blandos a su amiga y poniendo en la voz un tono de
cariñosa confianza, nuevo, algo parecido, según notó la Regenta, al que
había usado Mesía aquella tarde en el balcón del comedor, contestó el
Magistral muy quedo:
--No debo ir con ustedes.... Y el gesto indescriptible, dio a entender
que lo sentía, pero que como él era cura... y ella se había confesado
con él... y Paco y Obdulia y Visita eran un poco locos, y en Vetusta
los ociosos, que eran casi todos, murmuraban de lo más inocente....
Todo eso, aunque no lo quisiera decir aquel gesto, entendió la Regenta;
y se resignó a habérselas otra vez con Mesía sin el amparo del Provisor.
No hablaron más. Se detuvo el carruaje; el Magistral se levantó y saludó
a las damas. La Regenta le sonrió como hubiera sonreído muchas veces a
su madre si la hubiera conocido. De Pas no sabía sonreír de aquella
manera; la blandura de sus ojos no servía para tales trances, y contestó
mirando con chispas de que él no se dio cuenta... ni Ana tampoco.
Estaban en la entrada del Espolón, _el paseo de los curas_, según
antiguo nombre. Allí se apeó don Fermín entre lamentos de doña
Petronila.
--Es usted muy desabrido--dijo la Marquesa, permitiéndose un tono
familiar que empleaba con todos los canónigos menos con don Fermín.
Y hasta se propasó a darle con el abanico cerrado en la mano. Quería
significar así su deseo de estrechar la amistad algo fría que mediaba
entre el Provisor y los Vegallana. Bien lo comprendió y lo agradeció De
Pas. Intimar con los Vegallana era intimar con don Víctor y su esposa,
ya lo sabía él; siempre estaban juntos unos y otros, en el teatro, en
paseo, en todas partes, y la Regenta comía en casa del Marqués muy a
menudo. De modo que, para verla, allí mucho mejor que en la catedral.
Todo esto se le pasó por las mientes al Magistral en el poco tiempo que
necesitó para quitar el pie del estribo y hacer el último saludo a las
señoras dando un paso atrás.
--¡Anda, Bautista!--gritó la Marquesa; y la carretela siguió su marcha
ante la expectación de sacerdotes, damas y caballeros particulares que
paseaban en el Espolón, chiquillos que jugaban en el prado vecino y
artesanos que trabajaban al aire libre.
Los ojos del Magistral siguieron mientras pudieron el carruaje. La
Regenta le sonreía de lejos, con la expresión dulce y casta de poco
antes, y le saludaba tímidamente sin aspavientos con el abanico....
Después no se vio más que el anguloso perfil de Ripamilán, que movía los
brazos como las aspas de un molino de muñecas.
El otro coche pasó como un relámpago. De Pas vio una mano enguantada que
le saludaba desde una ventanilla. Era una mano de Obdulia, la viuda
eternamente agradecida. No saludaba con las dos, porque la izquierda se
la oprimía dulce y clandestinamente Joaquinito Orgaz, quien jamás hizo
ascos a platos de segunda mesa, en siendo suculentos.


--XIV--

Era el Espolón un paseo estrecho, sin árboles, abrigado de los vientos
del Nordeste, que son los más fríos en Vetusta, por una muralla no muy
alta, pero gruesa y bien conservada, a cuyos extremos ostentaban su
arquitectura achaparrada sendas fuentes monumentales de piedra obscura,
revelando su origen en el ablativo absoluto _Rege Carolo III_, grabado
en medio de cada mole como por obra del agua resbalando por la caliza
años y más años. Del otro lado limitaban el paseo largos bancos de
piedra también; y no tenía el Espolón más adorno, ni atractivo, a no ser
el sol, que, como lo hubiera toda la tarde, calentaba aquella muralla
triste. Al abrigo de ella paseaban desde tiempo inmemorial los muchos
clérigos que son principal ornamento de la antigua corte vetustense; por
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