La Regenta - 34
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el _Don Juan Tenorio_ carecía de la miga suficiente.
Don Álvaro permaneció junto a la Regenta.
Ella le dejaba ver el cuello vigoroso y mórbido, blanco y tentador con
su vello negro algo rizado y el nacimiento provocador del moño que subía
por la nuca arriba con graciosa tensión y convergencia del cabello.
Dudaba don Álvaro si debía en aquella situación atreverse a acercarse un
poco más de lo acostumbrado. Sentía en las rodillas el roce de la falda
de Ana, más abajo adivinaba su pie, lo tocaba a veces un instante. «Ella
estaba aquella noche... _en punto de caramelo_» (frase simbólica en el
pensamiento de Mesía), y con todo no se atrevió. No se acercó ni más ni
menos; y eso que ya no tenía allí caballo que lo estorbase. «¡Pero la
buena señora se había _sublimizado_ tanto! y como él, por no perderla de
vista, y por agradarla, se había hecho el romántico también, el
_espiritual_, el _místico_... ¡quién diablos iba ahora a arriesgar un
ataque _personal y pedestre_!... ¡Se había puesto aquello en una
_tessitura_ endemoniada!». Y lo peor era que no había probabilidades de
hacer entrar, en mucho tiempo, a la Regenta por el aro; ¿quién iba a
decirle: «bájese usted, amiga mía, que todo esto es volar por los
_espacios imaginarios_»? Por estas consideraciones, que le estaban dando
vergüenza, que le parecían ridículas al cabo, don Álvaro resistió el
vehemente deseo de pisar un pie a la Regenta o tocarle la pierna con sus
rodillas....
Que era lo que estaba haciendo Paquito con Edelmira, su prima. La
robusta virgen de aldea parecía un carbón encendido, y mientras don
Juan, de rodillas ante doña Inés, le preguntaba si no era verdad que en
aquella apartada orilla se respiraba mejor, ella se ahogaba y tragaba
saliva, sintiendo el pataleo de su primo y oyéndole, cerca de la oreja,
palabras que parecían chispas de fragua. Edelmira, a pesar de no haber
desmejorado, tenía los ojos rodeados de un ligero tinte obscuro. Se
abanicaba sin punto de reposo y tapaba la boca con el abanico cuando en
medio de una situación culminante del drama se le antojaba a ella reírse
a carcajadas con las ocurrencias del Marquesito, que tenía unas cosas....
Para Ana el cuarto acto no ofrecía punto de comparación con los
acontecimientos de su propia vida... ella aún no había llegado al cuarto
acto. «¿Representaba aquello lo porvenir? ¿Sucumbiría ella como doña
Inés, caería en los brazos de don Juan loca de amor? No lo esperaba;
creía tener valor para no entregar jamás el cuerpo, aquel miserable
cuerpo que era propiedad de don Víctor sin duda alguna. De todas
suertes, ¡qué cuarto acto tan poético! El Guadalquivir allá abajo....
Sevilla a lo lejos.... La quinta de don Juan, la barca debajo del
balcón... la _declaración_ a la luz de la luna.... ¡Si aquello era
romanticismo, el romanticismo era eterno!...». Doña Inés decía:
Don Juan, don Juan, yo lo imploro
de tu hidalga condición...
Estos versos que ha querido hacer ridículos y vulgares, manchándolos con
su baba, la necedad prosaica, pasándolos mil y mil veces por sus labios
viscosos como vientre de sapo, sonaron en los oídos de Ana aquella noche
como frase sublime de un amor inocente y puro que se entrega con la fe
en el objeto amado, natural en todo gran amor. Ana, entonces, no pudo
evitarlo, lloró, lloró, sintiendo por aquella Inés una compasión
infinita. No era ya una escena erótica lo que ella veía allí; era algo
religioso; el alma saltaba a las ideas más altas, al sentimiento
purísimo de la caridad universal... no sabía a qué; ello era que se
sentía desfallecer de tanta emoción.
Las lágrimas de la Regenta nadie las notó. Don Álvaro sólo observó que
el seno se le movía con más rapidez y se levantaba más al respirar. Se
equivocó el hombre de mundo; creyó que la emoción acusada por aquel
respirar violento la causaba su gallarda y próxima presencia, creyó en
un influjo _puramente fisiológico_ y por poco se pierde.... Buscó a
tientas el pie de Ana... en el mismo instante en que ella, de una en
otra, había llegado a pensar en Dios, en el amor ideal, puro, universal
que abarcaba al Creador y a la criatura.... Por fortuna para él, Mesía no
encontró, entre la hojarasca de las enaguas, ningún pie de Anita, que
acababa de apoyar los dos en la silla de Edelmira.
El altercado de don Juan y el Comendador hizo a la Regenta volver a la
realidad del drama y fijarse en la terquedad del buen Ulloa; como se
había empeñado la imaginación exaltada en comparar lo que pasaba en
Vetusta con lo que sucedía en Sevilla, sintió supersticioso miedo al ver
el mal en que paraban aquellas aventuras del libertino andaluz; el
pistoletazo con que don Juan saldaba sus cuentas con el Comendador le
hizo temblar; fue un presentimiento terrible. Ana vio de repente, como a
la luz de un relámpago, a don Víctor vestido de terciopelo negro, con
jubón y ferreruelo, bañado en sangre, boca arriba, y a don Álvaro con
una pistola en la mano, enfrente del cadáver.
La Marquesa dijo después de caer el telón que ella no aguantaba más
Tenorio.
--Yo me voy, hijos míos; no me gusta ver cementerios ni esqueletos;
demasiado tiempo le queda a uno para eso. Adiós. Vosotros quedaos si
queréis.... ¡Jesús! las once y media, no se acaba esto a las dos....
Ana, a quien explicó su esposo el argumento de la segunda parte del
drama, prefirió llevar la impresión de la primera que la tenía
encantada, y salió con la Marquesa y Mesía.
Edelmira se quedó con don Víctor y Paco.
--Yo llevaré a la niña y usted déjeme a ésa en casa, señora
Marquesa--dijo Quintanar.
Mesía se despidió al dejar dentro del coche a las damas. Entonces apretó
un poco la mano de Anita que la retiró asustada.
Don Álvaro se volvió al palco del Marqués a dar conversación a don
Víctor. Eran panes prestados: Paco necesitaba que le distrajeran a
Quintanar para quedarse como a solas con Edelmira; Mesía, que tantas
veces había utilizado servicios análogos del Marquesito, fue a cumplir
con su deber.
Además, siempre que se le ofrecía, aprovechaba la ocasión de estrechar
su amistad con el simpático aragonés que había de ser su víctima,
andando el tiempo, o poco había de poder él.
Con mil amores acogió Quintanar al buen mozo y le expuso sus ideas en
punto a literatura dramática, concluyendo como siempre con su teoría del
honor según se entendía en el siglo de oro, cuando el sol no se ponía en
nuestros dominios.
--Mire usted--decía don Víctor, a quien ya escuchaba con interés don
Álvaro--mire usted, yo ordinariamente soy muy pacífico. Nadie dirá que
yo, ex-regente de Audiencia, que me jubilé casi por no firmar más
sentencias de muerte, nadie dirá, repito que tengo ese punto de honor
quisquilloso de nuestros antepasados, que los pollastres de ahí abajo
llaman inverosímil; pues bien, seguro estoy, me lo da el corazón, de que
si mi mujer--hipótesis absurda--me faltase... se lo tengo dicho a Tomás
Crespo muchas veces... le daba una sangría suelta.
(--¡Animal!--pensó don Álvaro.)
--Y en cuanto a su cómplice... ¡oh! en cuanto a su cómplice.... Por de
pronto yo manejo la espada y la pistola como un maestro; cuando era
aficionado a representar en los teatros caseros--es decir cuando mi edad
y posición social me permitían trabajar, porque la afición aún me
dura--comprendiendo que era muy ridículo batirse mal en las tablas, tomé
maestro de esgrima y dio la casualidad de que demostré en seguida
grandes facultades para el arma blanca. Yo soy pacífico, es verdad,
nunca me ha dado nadie motivo para hacerle un rasguño... pero figúrese
usted... el día que.... Pues lo mismo y mucho más puedo decir de la
pistola. Donde pongo el ojo... pues bien, como decía, al cómplice lo
traspasaba; sí, prefiero esto; la pistola es del drama moderno, es
prosaica; de modo que le mataría con arma blanca.... Pero voy a mi
tesis.... Mi tesis era... ¿qué?... ¿usted recuerda?
Don Álvaro no recordaba, pero lo de matar al cómplice con arma blanca le
había alarmado un poco.
Cuando Mesía ya cerca de las tres, de vuelta del Casino, trataba de
llamar al sueño imaginando voluptuosas escenas de amor que se prometía
convertir en realidad bien pronto, al lado de la Regenta, protagonista
de ellas, vio de repente, y ya casi dormido, la figura vulgar y
bonachona de don Víctor. Pero le vio entre los primeros disparates del
ensueño, vestido de toga y birrete, con una espada en la mano. Era la
espada de Perales en el Tenorio, de enormes gavilanes.
Anita no recordaba haber soñado aquella noche con don Álvaro. Durmió
profundamente.
Al despertar, cerca de las diez, vio a su lado a Petra, la doncella
rubia y taimada, que sonreía discretamente.
--Mucho he dormido, ¿por qué no me has despertado antes?
--Como la señorita pasó mala noche....
--¿Mala noche?... ¿yo?--Sí, hablaba alto, soñaba a gritos....
--¿Yo?--Sí, alguna pesadilla.--¿Y tú... me has oído desde?...
--Sí, señora no me había acostado todavía; me quedé a esperar por el
señor, porque Anselmo es tan bruto que se duerme.... Vino el amo a las
dos.
--Y yo he hablado alto...--Poco después de llegar el señor. Él no oyó
nada; no quiso entrar por no despertar a la señorita. Yo volví a ver si
dormía... si quería algo... y creí que era una pesadilla... pero no me
atreví a despertarla....
Ana se sentía fatigada. Le sabía mal la boca y temía los amagos de la
jaqueca.
--¡Una pesadilla!... Pero si yo no recuerdo haber padecido....
--No, pesadilla mala... no sería... porque sonreía la señora... daba
vueltas....
--Y... y... ¿qué decía?
--¡Oh... qué decía! no se entendía bien... palabras sueltas...
nombres....
--¿Qué nombres?...--Ana preguntó esto encendido el rostro por el
rubor--... ¿qué nombres?--repitió.
--Llamaba la señora... al amo.
--¿Al amo?--Sí... sí, señora... decía: ¡Víctor! ¡Víctor!
Ana comprendió que Petra mentía. Ella casi siempre llamaba a su marido
Quintanar.
Además, la sonrisa no disimulada de la doncella aumentaba las sospechas
de la señora.
Calló y procuró ocultar su confusión.
Entonces acercándose más a la cama y bajando la voz Petra dijo, ya
seria:
--Han traído esto para la señora....
--¿Una carta? ¿De quién?--preguntó en voz trémula Ana, arrebatando el
papel de manos de Petra.
«¡Si aquel loco se habría propasado!... Era absurdo».
Petra, después de observar la expresión de susto que se pintó en el
rostro del ama, añadió:
--De parte del señor Magistral debe de ser, porque lo ha traído Teresina
la doncella de doña Paula.
Ana afirmó con la cabeza mientras leía.
Petra salió sin ruido, como una gata. Sonreía a sus pensamientos.
La carta del Magistral, escrita en papel levemente perfumado, y con una
cruz morada sobre la fecha, decía así:
«Señora y amiga mía: Esta tarde me tendrá usted en la capilla de cinco a
cinco y media. No necesitará usted esperar, porque será hoy la única
persona que confiese. Ya sabe que no me tocaba hoy sentarme, pero me ha
parecido preferible avisar a usted para esta tarde por razones que le
explicará su atento amigo y servidor,
FERMÍN DE PAS».
No decía capellán. «¡Cosa extraña! Ana se había olvidado del Magistral
desde la tarde anterior; ¡ni una vez sola, desde la aparición de don
Álvaro a caballo había pasado por su cerebro la imagen grave y airosa
del respetado, estimado y admirado padre espiritual! Y ahora se
presentaba de repente dándole un susto, como sorprendiéndola en pecado
de infidelidad. Por la primera vez sintió Ana la vergüenza de su
imprudente conducta. Lo que no había despertado en ella la presencia de
don Víctor, lo despertaba la imagen de don Fermín.... Ahora se creía
infiel de pensamiento, pero ¡cosa más rara! infiel a un hombre a quien
no debía fidelidad ni podía debérsela».
«Es verdad, pensaba; habíamos quedado en que mañana temprano iría a
confesar... ¡y se me había olvidado! y ahora él adelanta la confesión....
Quiere que vaya esta tarde. ¡Imposible! No estoy preparada.... Con estas
ideas... con esta revolución del alma.... ¡Imposible!».
Se vistió deprisa, cogió papel que tenía el mismo olor que el del
Magistral, pero más fuerte, y escribió a don Fermín una carta muy dulce
con mano trémula, turbada, como si cometiera una felonía. Le engañaba;
le decía que se sentía mal, que había tenido la jaqueca y le suplicaba
que la dispensase; que ella le avisaría....
Entregó a Petra el papel embustero y la dio orden de llevarlo a su
destino inmediatamente, y sin que el señor se enterase.
Don Víctor ya había manifestado varias veces su no conformidad, como él
decía, con aquella frecuencia del sacramento de la confesión; como temía
que se le tuviese por poco enérgico, y era muy poco enérgico en su casa
en efecto, alborotaba mucho cuando se enfadaba.
Para evitar el ruido, molesto aunque sin consecuencias, Ana procuraba
que su esposo no se enterase de aquellas frecuentes escapatorias a la
catedral.
«¡No podía presumir el buen señor que por su bien eran!».
Petra había sido tomada por confidente y cómplice de estos inocentes
tapadillos. Pero la criada, fingiendo creer los motivos que alegaba su
ama para ocultar la devoción, sospechaba horrores.
Iba camino de la casa del Magistral con la misiva y pensaba:
«Lo que yo me temía, a pares; los tiene a pares; uno diablo y otro
santo. _¡Así en la tierra como en el cielo!_».
Ana estuvo todo el día inquieta, descontenta de sí misma; no se
arrepentía de haber puesto en peligro su honor, dando alas (siquiera
fuesen de sutil gasa espiritual) a la audacia amorosa de don Álvaro; no
le pesaba de engañar al pobre don Víctor, porque le reservaba el cuerpo,
su propiedad legítima... pero ¡pensar que no se había acordado del
Magistral ni una vez en toda la noche anterior, a pesar de haber estado
pensando y sintiendo tantas cosas sublimes!
«Y por contera, le engañaba, le decía que estaba enferma para excusar el
verle... ¡le tenía miedo!... y hasta el estilo dulce, casi cariñoso de
la carta era traidor... ¡aquello no era digno de ella! Para don Víctor
había que guardar el cuerpo, pero al Magistral ¿no había que reservarle
el alma?».
--XVII--
Al obscurecer de aquel mismo día, que era el de Difuntos, Petra anunció
a la Regenta, que paseaba en el _Parque_, entre los eucaliptus de
Frígilis, la visita del Sr. Magistral.
--Enciende la lámpara del gabinete y antes hazle pasar a la
huerta...--dijo Ana sorprendida y algo asustada.
El Magistral pasó por el patio al
_Parque_. Ana le esperaba sentada dentro del cenador. «Estaba hermosa la
tarde, parecía de septiembre; no duraría mucho el buen tiempo, luego se
caería el cielo hecho agua sobre Vetusta...».
Todo esto se dijo al principio. Ana se turbó cuando el Magistral se
atrevió a preguntarle por la jaqueca.
«¡Se había olvidado de su mentira!». Explicó lo mejor que pudo su
presencia en el Parque a pesar de la jaqueca.
El Magistral confirmó su sospecha. Le había engañado su dulce amiga.
Estaba el clérigo pálido, le temblaba un poco la voz, y se movía sin
cesar en la mecedora en que se le había invitado a sentarse.
Seguían hablando de cosas indiferentes y Ana esperaba con temor que don
Fermín abordase el motivo de su extraordinaria visita.
El caso era que el motivo... no podía explicarse. Había sido un arranque
de mal humor; una salida de tono que ya casi sentía, y cuya causa de
ningún modo podía él explicar a aquella señora.
El Chato, el clérigo que servía de esbirro a doña Paula, tenía el vicio
de ir al teatro disfrazado. Había cogido esta afición en sus tiempos de
espionaje en el seminario; entonces el Rector le mandaba al _paraíso_
para delatar a los seminaristas que allí viera; ahora el Chato iba por
cuenta propia. Había estado en el teatro la noche anterior y había visto
a la Regenta. Al día siguiente, por la mañana, lo supo doña Paula, y al
comer, en un incidente de la conversación, tuvo habilidad para darle la
noticia a su hijo.
--No creo que esa señora haya ido ayer al teatro.
--Pues yo lo sé por quien la ha visto.
El Magistral se sintió herido, le dolió el amor propio al verse en
ridículo por culpa de su amiga. Era el caso que en Vetusta los beatos y
todo el _mundo devoto_ consideraban el teatro como recreo prohibido en
toda la Cuaresma y algunos otros días del año; entre ellos el de _Todos
los Santos_. Muchas señoras abonadas habían dejado su palco desierto la
noche anterior, sin permitir la entrada en él a nadie para señalar así
mejor su protesta. La de Páez no había ido, doña Petronila o sea El Gran
Constantino, que no iba nunca, pero tenía abonadas a cuatro sobrinas,
tampoco les había consentido asistir.
«Y Ana, que pasaba por hija predilecta de confesión del Magistral, por
devota en ejercicio, se había presentado en el teatro en noche
prohibida, rompiendo por todo, haciendo alarde de no respetar piadosos
escrúpulos, pues precisamente ella no frecuentaba semejante sitio.... Y
precisamente aquella noche...».
El Magistral había salido de su casa disgustado. «A él no le importaba
que fuese o no al teatro por ahora, tiempo llegaría en que sería otra
cosa; pero la gente murmuraría; don Custodio, el Arcediano, todos sus
enemigos se burlarían, hablarían de la escasa fuerza que el Magistral
ejercía sobre sus penitentes.... Temía el ridículo. La culpa la tenía él
que tardaba demasiado en ir apretando los tornillos de la devoción a
doña Ana».
Llegó a la sacristía y encontró al Arcipreste, al ilustre Ripamilán,
disputando como si se tratara de un asalto de esgrima, con aspavientos y
manotadas al aire; su contendiente era el Arcediano, el señor Mourelo,
que con más calma y sonriendo, sostenía que la Regenta o no era devota
de buena ley, o no debía haber ido al teatro en noche de _Todos los
Santos_.
Ripamilán gritaba:--Señor mío, los deberes sociales están por encima de
todo....
El Deán se escandalizó.
--¡Oh! ¡oh!--dijo--eso no, señor Arcipreste... los deberes religiosos...
los religiosos... eso es....
Y tomó un polvo de rapé extraído con mal pulso de una caja de nácar. Así
solía él terminar los períodos complicados.
--Los deberes sociales... son muy respetables en efecto--dijo el
canónigo pariente del Ministro, a quien la proposición había parecido
regalista, y por consiguiente digna de aprobación por parte de un primo
del Notario mayor del reino.
--Los deberes sociales--replicó Glocester tranquilo, con almíbar en las
palabras, pausadas y subrayadas--los deberes sociales, con permiso de
usted, son respetabilísimos, pero quiere Dios, consiente su infinita
bondad que estén siempre en armonía con los deberes religiosos....
--¡Absurdo!--exclamó Ripamilán dando un salto.
--¡Absurdo!--dijo el Deán, cerrando de un bofetón la caja de nácar.
--¡Absurdo!--afirmó el canónigo regalista.
--Señores, los deberes no pueden contradecirse; el deber social, por ser
tal deber, no puede oponerse al deber religioso... lo dice el respetable
Taparelli....
--¿Tapa qué?--preguntó el Deán--. No me venga usted con autores
alemanes.... Este Mourelo siempre ha sido un hereje....
--Señores, estamos fuera de la cuestión--gritó Ripamilán--el caso es....
--No estamos tal--insistió Glocester, que no quería en presencia de don
Fermín sostener su tesis de la escasa religiosidad de la Regenta.
Tuvo habilidad para llevar la disputa al _terreno filosófico_, y de allí
al teológico, que fue como echarle agua al fuego. Aquellas venerables
dignidades profesaban a la sagrada ciencia un respeto singular, que
consistía en no querer hablar nunca de _cosas altas_.
A don Fermín le bastó lo que oyó al entrar en la sacristía para
comprender que se había comentado lo del teatro. Su mal humor fue en
aumento. «Lo sabía toda Vetusta, su influencia moral había perdido
crédito... y la autora de todo aquello, tenía la crueldad de negarse a
una cita». Él se la había dado para decirle que no debía confesar por
las mañanas, sino de tarde, porque así no se fijaba en ellos el público
de las beatas con atención exclusiva.... «Debe usted confesar entre
todas, y además algunos días en que no se sabe que me siento; yo le
avisaré a usted y entonces... podremos hablar más por largo». Todo esto
había pensado decirle aquella tarde, y ella respondía que.... «¡estaba
con jaqueca!».--En casa de Páez también le hablaron del escándalo del
teatro. «Habían ido varias damas que habían prometido no ir; y había ido
Ana Ozores que nunca asistía».
El Magistral salió de casa de Páez bufando; la sonrisa burlona de
Olvido, que se celaba ya, le había puesto furioso....
Y sin pensar lo que hacía, se había ido derecho a la plaza Nueva, se
había metido en la Rinconada y había llamado a la puerta de la
Regenta.... Por eso estaba allí.
¿Quién iba a explicar semejante motivo de una visita?
Al ver que Ana había mentido, que estaba buena y había buscado un
embuste para no acudir a su cita, el mal humor de D. Fermín rayó en ira
y necesitó toda la fuerza de la costumbre para contenerse y seguir
sonriente.
«¿Qué derechos tenía él sobre aquella mujer? Ninguno. ¿Cómo dominarla si
quería sublevarse? No había modo. ¿Por el terror de la religión?
Patarata. La religión para aquella señora nunca podría ser el terror.
¿Por la persuasión, por el interés, por el cariño? Él no podía jactarse
de tenerla persuadida, interesada y menos enamorada de la manera
espiritual a que aspiraba».
No había más remedio que la diplomacia. «Humíllate y ya te ensalzarás»,
era su máxima, que no tenía nada que ver con la promesa evangélica.
En vista de que los asuntos vulgares de conversación llevaban trazas de
sucederse hasta lo infinito, el Magistral, que no quería marcharse sin
hacer algo, puso término a las palabras insignificantes con una pausa
larga y una mirada profunda y triste a la bóveda estrellada.--Estaba
sentado a la entrada del cenador.
Ya había comenzado la noche, pero no hacía frío allí, o por lo menos no
lo sentían. Ana había contestado a Petra, al anunciar esta que había luz
en el gabinete:
--Bien; allá vamos. El Magistral había dicho que si doña Ana se sentía
ya bien, no era malo estar al aire libre.
El silencio de don Fermín y su mirada a las estrellas indicaron a la
dama que se iba a tratar de algo grave.
Así fue. El Magistral dijo:--Todavía no he explicado a usted por qué
pretendía yo que fuese a la catedral esta tarde. Quería decirle, y por
eso he venido, además de que me interesaba saber cómo seguía, quería
decirle que no creo conveniente que usted confiese por la mañana.
Ana preguntó el motivo con los ojos.
--Hay varias razones: don Víctor, que, según usted me ha dicho, no gusta
de que usted frecuente la iglesia y menos de que madrugue para ello, se
alarmará menos si usted va de tarde... y hasta puede no saberlo siquiera
muchas veces. No hay en esto engaño. Si pregunta, se le dice la verdad,
pero si calla... se calla. Como se trata de una cosa inocente, no hay
engaño ni asomo de disimulo.
--Eso es verdad.--Otra razón. Por la mañana yo confieso pocas veces, y
esta excepción hecha ahora en favor de usted hace murmurar a mis
enemigos, que son muchos y de infinitas clases.
--¿Usted tiene enemigos?--¡Oh, amiga mía! cuenta las estrellas si
puedes--y señaló al cielo--el número de mis enemigos es infinito como
las estrellas.
El Magistral sonrió como un mártir entre llamas.
Doña Ana sintió terribles remordimientos por haber engañado y olvidado a
aquel santo varón, que era perseguido por sus virtudes y ni siquiera se
quejaba. Aquella sonrisa, y la comparación de las estrellas le llegaron
al alma a la Regenta. «¡Tenía enemigos!» pensó, y le entraron vehementes
deseos de defenderle contra todos.
--Además--prosiguió don Fermín--hay señoras que se tienen por muy
devotas, y caballeros, que se estiman muy religiosos, que se divierten
en observar quién entra y quién sale en las capillas de la catedral;
quién confiesa a menudo, quién se descuida, cuánto duran las
confesiones... y también de esta murmuración se aprovechan los enemigos.
La Regenta se puso colorada sin saber a punto fijo por qué.
--De modo, amiga mía--continuó De Pas que no creía oportuno insistir en
el último punto--de modo, que será mejor que usted acuda a la hora
ordinaria, entre las demás. Y algunas veces, cuando usted tenga muchas
cosas que decir, me avisa con tiempo y le señalo hora en un día de los
que no me toca confesar. Esto no lo sabrá nadie, porque no han de ser
tan miserables que nos sigan los pasos....
A la Regenta aquello de los días excepcionales le parecía más arriesgado
que todo, pero no quiso oponerse al bendito don Fermín en nada.
--Señor, yo haré todo lo que usted diga, iré cuando usted me indique;
mi confianza absoluta está puesta en usted. A usted solo en el mundo he
abierto mi corazón, usted sabe cuanto pienso y siento... de usted espero
luz en la obscuridad que tantas veces me rodea....
Ana al llegar aquí notó que su lenguaje se hacía entonado, impropio de
ella, y se detuvo; aquellas metáforas parecían mal, pero no sabía decir
de otro modo sus afanes, a no hablar con una claridad excesiva.
El Magistral, que no pensaba en la retórica, sintió un consuelo oyendo a
su amiga hablar así.
Se animó... y habló de lo que le mortificaba.
--Pues, hija mía, usando o tal vez abusando de ese poder discrecional
(sonrisa e inclinación de cabeza) voy a permitirme reñir a usted un
poco....
Nueva sonrisa y una mirada sostenida, de las pocas que se toleraba.
Ana tuvo un miedo pueril que la embelleció mucho, como pudo notar y notó
De Pas.
--Ayer ha estado usted en el teatro. La Regenta abrió los ojos mucho,
como diciendo irreflexivamente:--¿Y eso qué?
--Ya sabe usted que yo, en general, soy enemigo de las preocupaciones
que toman por religión muchos espíritus apocados.... A usted no sólo le
es lícito ir a los espectáculos, sino que le conviene; necesita usted
distracciones; su señor marido pide como un santo; pero ayer... era día
prohibido.
--Ya no me acordaba.... Ni creía que.... La verdad... no me pareció...
--Es natural, Anita, es naturalísimo. Pero no es eso. Ayer el teatro era
espectáculo tan inocente, para usted, como el resto del año. El caso es
que la Vetusta devota, que después de todo es la nuestra, la que
exagerando o no ciertas ideas, se acerca más a nuestro modo de ver las
cosas... esa respetable parte del pueblo mira como un escándalo la
infracción de ciertas costumbres piadosas....
Ana encogió los hombros. «No entendía aquello.... ¡Escándalo! ¡Ella que
en el teatro había llegado, de idea grande en idea grande, a sentir un
entusiasmo artístico religioso que la había edificado!».
El Magistral, con una mirada sola, comprendió que su cliente («él era un
médico del espíritu») se resistía a tomar la medicina; y pensó,
recordando la alegoría de la cuesta:--«No quiere tanta pendiente,
hagámosela parecida a lo llano».
--Hija mía, el mal no está en que usted haya perdido nada; su virtud de
usted no peligra ni mucho menos con lo hecho... pero... (vuelta al tono
festivo) ¿y mi orgullito de médico? Un enfermo que se me rebela... ¡ahí
es nada! Se ha murmurado, se ha dicho que las hijas de confesión del
Magistral no deben de temer su manga estrecha cuando asisten al _Don
Juan Tenorio_, en vez de rezar por los difuntos.
--¿Se ha hablado de eso?--¡Bah! En San Vicente, en casa de doña
Petronila--que ha defendido a usted--y hasta en la catedral. El señor
Mourelo dudaba de la piedad de doña Ana Ozores de Quintanar....
--¿De modo... que he sido imprudente... que he puesto a usted en
ridículo?...
--¡Por Dios, hija mía! ¡dónde vamos a parar! ¡Esa imaginación, Anita,
esa imaginación! ¿cuándo mandaremos en ella? ¡Ridículo! ¡Imprudente!...
A mí no pueden ponerme en ridículo más actos que aquellos de que soy
responsable, no entiendo el ridículo de otro modo... usted no ha sido
imprudente, ha sido inocente, no ha pensado en las lenguas ociosas. Todo
Don Álvaro permaneció junto a la Regenta.
Ella le dejaba ver el cuello vigoroso y mórbido, blanco y tentador con
su vello negro algo rizado y el nacimiento provocador del moño que subía
por la nuca arriba con graciosa tensión y convergencia del cabello.
Dudaba don Álvaro si debía en aquella situación atreverse a acercarse un
poco más de lo acostumbrado. Sentía en las rodillas el roce de la falda
de Ana, más abajo adivinaba su pie, lo tocaba a veces un instante. «Ella
estaba aquella noche... _en punto de caramelo_» (frase simbólica en el
pensamiento de Mesía), y con todo no se atrevió. No se acercó ni más ni
menos; y eso que ya no tenía allí caballo que lo estorbase. «¡Pero la
buena señora se había _sublimizado_ tanto! y como él, por no perderla de
vista, y por agradarla, se había hecho el romántico también, el
_espiritual_, el _místico_... ¡quién diablos iba ahora a arriesgar un
ataque _personal y pedestre_!... ¡Se había puesto aquello en una
_tessitura_ endemoniada!». Y lo peor era que no había probabilidades de
hacer entrar, en mucho tiempo, a la Regenta por el aro; ¿quién iba a
decirle: «bájese usted, amiga mía, que todo esto es volar por los
_espacios imaginarios_»? Por estas consideraciones, que le estaban dando
vergüenza, que le parecían ridículas al cabo, don Álvaro resistió el
vehemente deseo de pisar un pie a la Regenta o tocarle la pierna con sus
rodillas....
Que era lo que estaba haciendo Paquito con Edelmira, su prima. La
robusta virgen de aldea parecía un carbón encendido, y mientras don
Juan, de rodillas ante doña Inés, le preguntaba si no era verdad que en
aquella apartada orilla se respiraba mejor, ella se ahogaba y tragaba
saliva, sintiendo el pataleo de su primo y oyéndole, cerca de la oreja,
palabras que parecían chispas de fragua. Edelmira, a pesar de no haber
desmejorado, tenía los ojos rodeados de un ligero tinte obscuro. Se
abanicaba sin punto de reposo y tapaba la boca con el abanico cuando en
medio de una situación culminante del drama se le antojaba a ella reírse
a carcajadas con las ocurrencias del Marquesito, que tenía unas cosas....
Para Ana el cuarto acto no ofrecía punto de comparación con los
acontecimientos de su propia vida... ella aún no había llegado al cuarto
acto. «¿Representaba aquello lo porvenir? ¿Sucumbiría ella como doña
Inés, caería en los brazos de don Juan loca de amor? No lo esperaba;
creía tener valor para no entregar jamás el cuerpo, aquel miserable
cuerpo que era propiedad de don Víctor sin duda alguna. De todas
suertes, ¡qué cuarto acto tan poético! El Guadalquivir allá abajo....
Sevilla a lo lejos.... La quinta de don Juan, la barca debajo del
balcón... la _declaración_ a la luz de la luna.... ¡Si aquello era
romanticismo, el romanticismo era eterno!...». Doña Inés decía:
Don Juan, don Juan, yo lo imploro
de tu hidalga condición...
Estos versos que ha querido hacer ridículos y vulgares, manchándolos con
su baba, la necedad prosaica, pasándolos mil y mil veces por sus labios
viscosos como vientre de sapo, sonaron en los oídos de Ana aquella noche
como frase sublime de un amor inocente y puro que se entrega con la fe
en el objeto amado, natural en todo gran amor. Ana, entonces, no pudo
evitarlo, lloró, lloró, sintiendo por aquella Inés una compasión
infinita. No era ya una escena erótica lo que ella veía allí; era algo
religioso; el alma saltaba a las ideas más altas, al sentimiento
purísimo de la caridad universal... no sabía a qué; ello era que se
sentía desfallecer de tanta emoción.
Las lágrimas de la Regenta nadie las notó. Don Álvaro sólo observó que
el seno se le movía con más rapidez y se levantaba más al respirar. Se
equivocó el hombre de mundo; creyó que la emoción acusada por aquel
respirar violento la causaba su gallarda y próxima presencia, creyó en
un influjo _puramente fisiológico_ y por poco se pierde.... Buscó a
tientas el pie de Ana... en el mismo instante en que ella, de una en
otra, había llegado a pensar en Dios, en el amor ideal, puro, universal
que abarcaba al Creador y a la criatura.... Por fortuna para él, Mesía no
encontró, entre la hojarasca de las enaguas, ningún pie de Anita, que
acababa de apoyar los dos en la silla de Edelmira.
El altercado de don Juan y el Comendador hizo a la Regenta volver a la
realidad del drama y fijarse en la terquedad del buen Ulloa; como se
había empeñado la imaginación exaltada en comparar lo que pasaba en
Vetusta con lo que sucedía en Sevilla, sintió supersticioso miedo al ver
el mal en que paraban aquellas aventuras del libertino andaluz; el
pistoletazo con que don Juan saldaba sus cuentas con el Comendador le
hizo temblar; fue un presentimiento terrible. Ana vio de repente, como a
la luz de un relámpago, a don Víctor vestido de terciopelo negro, con
jubón y ferreruelo, bañado en sangre, boca arriba, y a don Álvaro con
una pistola en la mano, enfrente del cadáver.
La Marquesa dijo después de caer el telón que ella no aguantaba más
Tenorio.
--Yo me voy, hijos míos; no me gusta ver cementerios ni esqueletos;
demasiado tiempo le queda a uno para eso. Adiós. Vosotros quedaos si
queréis.... ¡Jesús! las once y media, no se acaba esto a las dos....
Ana, a quien explicó su esposo el argumento de la segunda parte del
drama, prefirió llevar la impresión de la primera que la tenía
encantada, y salió con la Marquesa y Mesía.
Edelmira se quedó con don Víctor y Paco.
--Yo llevaré a la niña y usted déjeme a ésa en casa, señora
Marquesa--dijo Quintanar.
Mesía se despidió al dejar dentro del coche a las damas. Entonces apretó
un poco la mano de Anita que la retiró asustada.
Don Álvaro se volvió al palco del Marqués a dar conversación a don
Víctor. Eran panes prestados: Paco necesitaba que le distrajeran a
Quintanar para quedarse como a solas con Edelmira; Mesía, que tantas
veces había utilizado servicios análogos del Marquesito, fue a cumplir
con su deber.
Además, siempre que se le ofrecía, aprovechaba la ocasión de estrechar
su amistad con el simpático aragonés que había de ser su víctima,
andando el tiempo, o poco había de poder él.
Con mil amores acogió Quintanar al buen mozo y le expuso sus ideas en
punto a literatura dramática, concluyendo como siempre con su teoría del
honor según se entendía en el siglo de oro, cuando el sol no se ponía en
nuestros dominios.
--Mire usted--decía don Víctor, a quien ya escuchaba con interés don
Álvaro--mire usted, yo ordinariamente soy muy pacífico. Nadie dirá que
yo, ex-regente de Audiencia, que me jubilé casi por no firmar más
sentencias de muerte, nadie dirá, repito que tengo ese punto de honor
quisquilloso de nuestros antepasados, que los pollastres de ahí abajo
llaman inverosímil; pues bien, seguro estoy, me lo da el corazón, de que
si mi mujer--hipótesis absurda--me faltase... se lo tengo dicho a Tomás
Crespo muchas veces... le daba una sangría suelta.
(--¡Animal!--pensó don Álvaro.)
--Y en cuanto a su cómplice... ¡oh! en cuanto a su cómplice.... Por de
pronto yo manejo la espada y la pistola como un maestro; cuando era
aficionado a representar en los teatros caseros--es decir cuando mi edad
y posición social me permitían trabajar, porque la afición aún me
dura--comprendiendo que era muy ridículo batirse mal en las tablas, tomé
maestro de esgrima y dio la casualidad de que demostré en seguida
grandes facultades para el arma blanca. Yo soy pacífico, es verdad,
nunca me ha dado nadie motivo para hacerle un rasguño... pero figúrese
usted... el día que.... Pues lo mismo y mucho más puedo decir de la
pistola. Donde pongo el ojo... pues bien, como decía, al cómplice lo
traspasaba; sí, prefiero esto; la pistola es del drama moderno, es
prosaica; de modo que le mataría con arma blanca.... Pero voy a mi
tesis.... Mi tesis era... ¿qué?... ¿usted recuerda?
Don Álvaro no recordaba, pero lo de matar al cómplice con arma blanca le
había alarmado un poco.
Cuando Mesía ya cerca de las tres, de vuelta del Casino, trataba de
llamar al sueño imaginando voluptuosas escenas de amor que se prometía
convertir en realidad bien pronto, al lado de la Regenta, protagonista
de ellas, vio de repente, y ya casi dormido, la figura vulgar y
bonachona de don Víctor. Pero le vio entre los primeros disparates del
ensueño, vestido de toga y birrete, con una espada en la mano. Era la
espada de Perales en el Tenorio, de enormes gavilanes.
Anita no recordaba haber soñado aquella noche con don Álvaro. Durmió
profundamente.
Al despertar, cerca de las diez, vio a su lado a Petra, la doncella
rubia y taimada, que sonreía discretamente.
--Mucho he dormido, ¿por qué no me has despertado antes?
--Como la señorita pasó mala noche....
--¿Mala noche?... ¿yo?--Sí, hablaba alto, soñaba a gritos....
--¿Yo?--Sí, alguna pesadilla.--¿Y tú... me has oído desde?...
--Sí, señora no me había acostado todavía; me quedé a esperar por el
señor, porque Anselmo es tan bruto que se duerme.... Vino el amo a las
dos.
--Y yo he hablado alto...--Poco después de llegar el señor. Él no oyó
nada; no quiso entrar por no despertar a la señorita. Yo volví a ver si
dormía... si quería algo... y creí que era una pesadilla... pero no me
atreví a despertarla....
Ana se sentía fatigada. Le sabía mal la boca y temía los amagos de la
jaqueca.
--¡Una pesadilla!... Pero si yo no recuerdo haber padecido....
--No, pesadilla mala... no sería... porque sonreía la señora... daba
vueltas....
--Y... y... ¿qué decía?
--¡Oh... qué decía! no se entendía bien... palabras sueltas...
nombres....
--¿Qué nombres?...--Ana preguntó esto encendido el rostro por el
rubor--... ¿qué nombres?--repitió.
--Llamaba la señora... al amo.
--¿Al amo?--Sí... sí, señora... decía: ¡Víctor! ¡Víctor!
Ana comprendió que Petra mentía. Ella casi siempre llamaba a su marido
Quintanar.
Además, la sonrisa no disimulada de la doncella aumentaba las sospechas
de la señora.
Calló y procuró ocultar su confusión.
Entonces acercándose más a la cama y bajando la voz Petra dijo, ya
seria:
--Han traído esto para la señora....
--¿Una carta? ¿De quién?--preguntó en voz trémula Ana, arrebatando el
papel de manos de Petra.
«¡Si aquel loco se habría propasado!... Era absurdo».
Petra, después de observar la expresión de susto que se pintó en el
rostro del ama, añadió:
--De parte del señor Magistral debe de ser, porque lo ha traído Teresina
la doncella de doña Paula.
Ana afirmó con la cabeza mientras leía.
Petra salió sin ruido, como una gata. Sonreía a sus pensamientos.
La carta del Magistral, escrita en papel levemente perfumado, y con una
cruz morada sobre la fecha, decía así:
«Señora y amiga mía: Esta tarde me tendrá usted en la capilla de cinco a
cinco y media. No necesitará usted esperar, porque será hoy la única
persona que confiese. Ya sabe que no me tocaba hoy sentarme, pero me ha
parecido preferible avisar a usted para esta tarde por razones que le
explicará su atento amigo y servidor,
FERMÍN DE PAS».
No decía capellán. «¡Cosa extraña! Ana se había olvidado del Magistral
desde la tarde anterior; ¡ni una vez sola, desde la aparición de don
Álvaro a caballo había pasado por su cerebro la imagen grave y airosa
del respetado, estimado y admirado padre espiritual! Y ahora se
presentaba de repente dándole un susto, como sorprendiéndola en pecado
de infidelidad. Por la primera vez sintió Ana la vergüenza de su
imprudente conducta. Lo que no había despertado en ella la presencia de
don Víctor, lo despertaba la imagen de don Fermín.... Ahora se creía
infiel de pensamiento, pero ¡cosa más rara! infiel a un hombre a quien
no debía fidelidad ni podía debérsela».
«Es verdad, pensaba; habíamos quedado en que mañana temprano iría a
confesar... ¡y se me había olvidado! y ahora él adelanta la confesión....
Quiere que vaya esta tarde. ¡Imposible! No estoy preparada.... Con estas
ideas... con esta revolución del alma.... ¡Imposible!».
Se vistió deprisa, cogió papel que tenía el mismo olor que el del
Magistral, pero más fuerte, y escribió a don Fermín una carta muy dulce
con mano trémula, turbada, como si cometiera una felonía. Le engañaba;
le decía que se sentía mal, que había tenido la jaqueca y le suplicaba
que la dispensase; que ella le avisaría....
Entregó a Petra el papel embustero y la dio orden de llevarlo a su
destino inmediatamente, y sin que el señor se enterase.
Don Víctor ya había manifestado varias veces su no conformidad, como él
decía, con aquella frecuencia del sacramento de la confesión; como temía
que se le tuviese por poco enérgico, y era muy poco enérgico en su casa
en efecto, alborotaba mucho cuando se enfadaba.
Para evitar el ruido, molesto aunque sin consecuencias, Ana procuraba
que su esposo no se enterase de aquellas frecuentes escapatorias a la
catedral.
«¡No podía presumir el buen señor que por su bien eran!».
Petra había sido tomada por confidente y cómplice de estos inocentes
tapadillos. Pero la criada, fingiendo creer los motivos que alegaba su
ama para ocultar la devoción, sospechaba horrores.
Iba camino de la casa del Magistral con la misiva y pensaba:
«Lo que yo me temía, a pares; los tiene a pares; uno diablo y otro
santo. _¡Así en la tierra como en el cielo!_».
Ana estuvo todo el día inquieta, descontenta de sí misma; no se
arrepentía de haber puesto en peligro su honor, dando alas (siquiera
fuesen de sutil gasa espiritual) a la audacia amorosa de don Álvaro; no
le pesaba de engañar al pobre don Víctor, porque le reservaba el cuerpo,
su propiedad legítima... pero ¡pensar que no se había acordado del
Magistral ni una vez en toda la noche anterior, a pesar de haber estado
pensando y sintiendo tantas cosas sublimes!
«Y por contera, le engañaba, le decía que estaba enferma para excusar el
verle... ¡le tenía miedo!... y hasta el estilo dulce, casi cariñoso de
la carta era traidor... ¡aquello no era digno de ella! Para don Víctor
había que guardar el cuerpo, pero al Magistral ¿no había que reservarle
el alma?».
--XVII--
Al obscurecer de aquel mismo día, que era el de Difuntos, Petra anunció
a la Regenta, que paseaba en el _Parque_, entre los eucaliptus de
Frígilis, la visita del Sr. Magistral.
--Enciende la lámpara del gabinete y antes hazle pasar a la
huerta...--dijo Ana sorprendida y algo asustada.
El Magistral pasó por el patio al
_Parque_. Ana le esperaba sentada dentro del cenador. «Estaba hermosa la
tarde, parecía de septiembre; no duraría mucho el buen tiempo, luego se
caería el cielo hecho agua sobre Vetusta...».
Todo esto se dijo al principio. Ana se turbó cuando el Magistral se
atrevió a preguntarle por la jaqueca.
«¡Se había olvidado de su mentira!». Explicó lo mejor que pudo su
presencia en el Parque a pesar de la jaqueca.
El Magistral confirmó su sospecha. Le había engañado su dulce amiga.
Estaba el clérigo pálido, le temblaba un poco la voz, y se movía sin
cesar en la mecedora en que se le había invitado a sentarse.
Seguían hablando de cosas indiferentes y Ana esperaba con temor que don
Fermín abordase el motivo de su extraordinaria visita.
El caso era que el motivo... no podía explicarse. Había sido un arranque
de mal humor; una salida de tono que ya casi sentía, y cuya causa de
ningún modo podía él explicar a aquella señora.
El Chato, el clérigo que servía de esbirro a doña Paula, tenía el vicio
de ir al teatro disfrazado. Había cogido esta afición en sus tiempos de
espionaje en el seminario; entonces el Rector le mandaba al _paraíso_
para delatar a los seminaristas que allí viera; ahora el Chato iba por
cuenta propia. Había estado en el teatro la noche anterior y había visto
a la Regenta. Al día siguiente, por la mañana, lo supo doña Paula, y al
comer, en un incidente de la conversación, tuvo habilidad para darle la
noticia a su hijo.
--No creo que esa señora haya ido ayer al teatro.
--Pues yo lo sé por quien la ha visto.
El Magistral se sintió herido, le dolió el amor propio al verse en
ridículo por culpa de su amiga. Era el caso que en Vetusta los beatos y
todo el _mundo devoto_ consideraban el teatro como recreo prohibido en
toda la Cuaresma y algunos otros días del año; entre ellos el de _Todos
los Santos_. Muchas señoras abonadas habían dejado su palco desierto la
noche anterior, sin permitir la entrada en él a nadie para señalar así
mejor su protesta. La de Páez no había ido, doña Petronila o sea El Gran
Constantino, que no iba nunca, pero tenía abonadas a cuatro sobrinas,
tampoco les había consentido asistir.
«Y Ana, que pasaba por hija predilecta de confesión del Magistral, por
devota en ejercicio, se había presentado en el teatro en noche
prohibida, rompiendo por todo, haciendo alarde de no respetar piadosos
escrúpulos, pues precisamente ella no frecuentaba semejante sitio.... Y
precisamente aquella noche...».
El Magistral había salido de su casa disgustado. «A él no le importaba
que fuese o no al teatro por ahora, tiempo llegaría en que sería otra
cosa; pero la gente murmuraría; don Custodio, el Arcediano, todos sus
enemigos se burlarían, hablarían de la escasa fuerza que el Magistral
ejercía sobre sus penitentes.... Temía el ridículo. La culpa la tenía él
que tardaba demasiado en ir apretando los tornillos de la devoción a
doña Ana».
Llegó a la sacristía y encontró al Arcipreste, al ilustre Ripamilán,
disputando como si se tratara de un asalto de esgrima, con aspavientos y
manotadas al aire; su contendiente era el Arcediano, el señor Mourelo,
que con más calma y sonriendo, sostenía que la Regenta o no era devota
de buena ley, o no debía haber ido al teatro en noche de _Todos los
Santos_.
Ripamilán gritaba:--Señor mío, los deberes sociales están por encima de
todo....
El Deán se escandalizó.
--¡Oh! ¡oh!--dijo--eso no, señor Arcipreste... los deberes religiosos...
los religiosos... eso es....
Y tomó un polvo de rapé extraído con mal pulso de una caja de nácar. Así
solía él terminar los períodos complicados.
--Los deberes sociales... son muy respetables en efecto--dijo el
canónigo pariente del Ministro, a quien la proposición había parecido
regalista, y por consiguiente digna de aprobación por parte de un primo
del Notario mayor del reino.
--Los deberes sociales--replicó Glocester tranquilo, con almíbar en las
palabras, pausadas y subrayadas--los deberes sociales, con permiso de
usted, son respetabilísimos, pero quiere Dios, consiente su infinita
bondad que estén siempre en armonía con los deberes religiosos....
--¡Absurdo!--exclamó Ripamilán dando un salto.
--¡Absurdo!--dijo el Deán, cerrando de un bofetón la caja de nácar.
--¡Absurdo!--afirmó el canónigo regalista.
--Señores, los deberes no pueden contradecirse; el deber social, por ser
tal deber, no puede oponerse al deber religioso... lo dice el respetable
Taparelli....
--¿Tapa qué?--preguntó el Deán--. No me venga usted con autores
alemanes.... Este Mourelo siempre ha sido un hereje....
--Señores, estamos fuera de la cuestión--gritó Ripamilán--el caso es....
--No estamos tal--insistió Glocester, que no quería en presencia de don
Fermín sostener su tesis de la escasa religiosidad de la Regenta.
Tuvo habilidad para llevar la disputa al _terreno filosófico_, y de allí
al teológico, que fue como echarle agua al fuego. Aquellas venerables
dignidades profesaban a la sagrada ciencia un respeto singular, que
consistía en no querer hablar nunca de _cosas altas_.
A don Fermín le bastó lo que oyó al entrar en la sacristía para
comprender que se había comentado lo del teatro. Su mal humor fue en
aumento. «Lo sabía toda Vetusta, su influencia moral había perdido
crédito... y la autora de todo aquello, tenía la crueldad de negarse a
una cita». Él se la había dado para decirle que no debía confesar por
las mañanas, sino de tarde, porque así no se fijaba en ellos el público
de las beatas con atención exclusiva.... «Debe usted confesar entre
todas, y además algunos días en que no se sabe que me siento; yo le
avisaré a usted y entonces... podremos hablar más por largo». Todo esto
había pensado decirle aquella tarde, y ella respondía que.... «¡estaba
con jaqueca!».--En casa de Páez también le hablaron del escándalo del
teatro. «Habían ido varias damas que habían prometido no ir; y había ido
Ana Ozores que nunca asistía».
El Magistral salió de casa de Páez bufando; la sonrisa burlona de
Olvido, que se celaba ya, le había puesto furioso....
Y sin pensar lo que hacía, se había ido derecho a la plaza Nueva, se
había metido en la Rinconada y había llamado a la puerta de la
Regenta.... Por eso estaba allí.
¿Quién iba a explicar semejante motivo de una visita?
Al ver que Ana había mentido, que estaba buena y había buscado un
embuste para no acudir a su cita, el mal humor de D. Fermín rayó en ira
y necesitó toda la fuerza de la costumbre para contenerse y seguir
sonriente.
«¿Qué derechos tenía él sobre aquella mujer? Ninguno. ¿Cómo dominarla si
quería sublevarse? No había modo. ¿Por el terror de la religión?
Patarata. La religión para aquella señora nunca podría ser el terror.
¿Por la persuasión, por el interés, por el cariño? Él no podía jactarse
de tenerla persuadida, interesada y menos enamorada de la manera
espiritual a que aspiraba».
No había más remedio que la diplomacia. «Humíllate y ya te ensalzarás»,
era su máxima, que no tenía nada que ver con la promesa evangélica.
En vista de que los asuntos vulgares de conversación llevaban trazas de
sucederse hasta lo infinito, el Magistral, que no quería marcharse sin
hacer algo, puso término a las palabras insignificantes con una pausa
larga y una mirada profunda y triste a la bóveda estrellada.--Estaba
sentado a la entrada del cenador.
Ya había comenzado la noche, pero no hacía frío allí, o por lo menos no
lo sentían. Ana había contestado a Petra, al anunciar esta que había luz
en el gabinete:
--Bien; allá vamos. El Magistral había dicho que si doña Ana se sentía
ya bien, no era malo estar al aire libre.
El silencio de don Fermín y su mirada a las estrellas indicaron a la
dama que se iba a tratar de algo grave.
Así fue. El Magistral dijo:--Todavía no he explicado a usted por qué
pretendía yo que fuese a la catedral esta tarde. Quería decirle, y por
eso he venido, además de que me interesaba saber cómo seguía, quería
decirle que no creo conveniente que usted confiese por la mañana.
Ana preguntó el motivo con los ojos.
--Hay varias razones: don Víctor, que, según usted me ha dicho, no gusta
de que usted frecuente la iglesia y menos de que madrugue para ello, se
alarmará menos si usted va de tarde... y hasta puede no saberlo siquiera
muchas veces. No hay en esto engaño. Si pregunta, se le dice la verdad,
pero si calla... se calla. Como se trata de una cosa inocente, no hay
engaño ni asomo de disimulo.
--Eso es verdad.--Otra razón. Por la mañana yo confieso pocas veces, y
esta excepción hecha ahora en favor de usted hace murmurar a mis
enemigos, que son muchos y de infinitas clases.
--¿Usted tiene enemigos?--¡Oh, amiga mía! cuenta las estrellas si
puedes--y señaló al cielo--el número de mis enemigos es infinito como
las estrellas.
El Magistral sonrió como un mártir entre llamas.
Doña Ana sintió terribles remordimientos por haber engañado y olvidado a
aquel santo varón, que era perseguido por sus virtudes y ni siquiera se
quejaba. Aquella sonrisa, y la comparación de las estrellas le llegaron
al alma a la Regenta. «¡Tenía enemigos!» pensó, y le entraron vehementes
deseos de defenderle contra todos.
--Además--prosiguió don Fermín--hay señoras que se tienen por muy
devotas, y caballeros, que se estiman muy religiosos, que se divierten
en observar quién entra y quién sale en las capillas de la catedral;
quién confiesa a menudo, quién se descuida, cuánto duran las
confesiones... y también de esta murmuración se aprovechan los enemigos.
La Regenta se puso colorada sin saber a punto fijo por qué.
--De modo, amiga mía--continuó De Pas que no creía oportuno insistir en
el último punto--de modo, que será mejor que usted acuda a la hora
ordinaria, entre las demás. Y algunas veces, cuando usted tenga muchas
cosas que decir, me avisa con tiempo y le señalo hora en un día de los
que no me toca confesar. Esto no lo sabrá nadie, porque no han de ser
tan miserables que nos sigan los pasos....
A la Regenta aquello de los días excepcionales le parecía más arriesgado
que todo, pero no quiso oponerse al bendito don Fermín en nada.
--Señor, yo haré todo lo que usted diga, iré cuando usted me indique;
mi confianza absoluta está puesta en usted. A usted solo en el mundo he
abierto mi corazón, usted sabe cuanto pienso y siento... de usted espero
luz en la obscuridad que tantas veces me rodea....
Ana al llegar aquí notó que su lenguaje se hacía entonado, impropio de
ella, y se detuvo; aquellas metáforas parecían mal, pero no sabía decir
de otro modo sus afanes, a no hablar con una claridad excesiva.
El Magistral, que no pensaba en la retórica, sintió un consuelo oyendo a
su amiga hablar así.
Se animó... y habló de lo que le mortificaba.
--Pues, hija mía, usando o tal vez abusando de ese poder discrecional
(sonrisa e inclinación de cabeza) voy a permitirme reñir a usted un
poco....
Nueva sonrisa y una mirada sostenida, de las pocas que se toleraba.
Ana tuvo un miedo pueril que la embelleció mucho, como pudo notar y notó
De Pas.
--Ayer ha estado usted en el teatro. La Regenta abrió los ojos mucho,
como diciendo irreflexivamente:--¿Y eso qué?
--Ya sabe usted que yo, en general, soy enemigo de las preocupaciones
que toman por religión muchos espíritus apocados.... A usted no sólo le
es lícito ir a los espectáculos, sino que le conviene; necesita usted
distracciones; su señor marido pide como un santo; pero ayer... era día
prohibido.
--Ya no me acordaba.... Ni creía que.... La verdad... no me pareció...
--Es natural, Anita, es naturalísimo. Pero no es eso. Ayer el teatro era
espectáculo tan inocente, para usted, como el resto del año. El caso es
que la Vetusta devota, que después de todo es la nuestra, la que
exagerando o no ciertas ideas, se acerca más a nuestro modo de ver las
cosas... esa respetable parte del pueblo mira como un escándalo la
infracción de ciertas costumbres piadosas....
Ana encogió los hombros. «No entendía aquello.... ¡Escándalo! ¡Ella que
en el teatro había llegado, de idea grande en idea grande, a sentir un
entusiasmo artístico religioso que la había edificado!».
El Magistral, con una mirada sola, comprendió que su cliente («él era un
médico del espíritu») se resistía a tomar la medicina; y pensó,
recordando la alegoría de la cuesta:--«No quiere tanta pendiente,
hagámosela parecida a lo llano».
--Hija mía, el mal no está en que usted haya perdido nada; su virtud de
usted no peligra ni mucho menos con lo hecho... pero... (vuelta al tono
festivo) ¿y mi orgullito de médico? Un enfermo que se me rebela... ¡ahí
es nada! Se ha murmurado, se ha dicho que las hijas de confesión del
Magistral no deben de temer su manga estrecha cuando asisten al _Don
Juan Tenorio_, en vez de rezar por los difuntos.
--¿Se ha hablado de eso?--¡Bah! En San Vicente, en casa de doña
Petronila--que ha defendido a usted--y hasta en la catedral. El señor
Mourelo dudaba de la piedad de doña Ana Ozores de Quintanar....
--¿De modo... que he sido imprudente... que he puesto a usted en
ridículo?...
--¡Por Dios, hija mía! ¡dónde vamos a parar! ¡Esa imaginación, Anita,
esa imaginación! ¿cuándo mandaremos en ella? ¡Ridículo! ¡Imprudente!...
A mí no pueden ponerme en ridículo más actos que aquellos de que soy
responsable, no entiendo el ridículo de otro modo... usted no ha sido
imprudente, ha sido inocente, no ha pensado en las lenguas ociosas. Todo
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