La Regenta - 43

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--¿Quién ha estado ahí?--preguntaba doña Paula.
Era un pobre o uno del pueblo.--Nunca se decía la verdad. Doña Paula no
sospechaba nada contra la lealtad de la doncella. Registrándole el baúl,
en su ausencia, había encontrado varias alhajas que bien valdrían dos
mil reales. Había sonreído entre satisfecha y envidiosa. «Dos mil reales
valdría aquello... sí... era demasiado... era un escándalo. Si el decoro
lo permitiese... si no fuese por vergüenza... exigiría que se le dejase
a ella recompensar a las gentes como merecían, sin despilfarros ociosos.
El descubrimiento la satisfacía; aquello era obra suya al fin y al cabo,
pero los dos mil reales le dolían: también eran suyos».
Al día siguiente de recibir la carta, muy temprano, el Magistral salió
de casa, fue al Paseo Grande, buscó un lugar retirado en los jardines
que lo rodean; y sin más compañía que los pájaros locos de alegría, y
las flores que hacían su tocado lavándose con rocío, volvió a leer
aquellos pliegos en que Ana le mandaba el corazón desleído en retórica
mística. Ya casi sabía de memoria algunos párrafos de los que le
parecían más interesantes y para él más halagüeños; y como la alegría le
inundaba el corazón, se sentía hecho un chiquillo aquella mañana
sonrosada de un día de fines de Mayo, nublado, fresco, antes de que el
sol rasgara el toldo blanquecino con tonos de rosa que cubría la
lontananza por Oriente.
Se puso de pie el Magistral, miró a todos lados por encima del seto de
boj que rodeaba su escondite, y al verse solo, solo de seguro, se le
ocurrió mezclar a la cháchara insustancial y armoniosa de los pájaros
que saltaban de rama en rama sobre su cabeza, su voz más dulce y
melódica, recitando aquellas palabras de espiritual hermosura que la
Regenta le había escrito.
«Ya tengo el don de lágrimas, leyó el Magistral en voz alta como
diciéndoselo a jilgueros y gorriones, petirrojos y demás vecinos de la
enramada, ya lloro, amigo mío por algo más que mis penas; lloro de amor,
llena el alma de la presencia del Señor a quien usted y la santa querida
me enseñaron a conocer. No tema que vuelva la pereza a detenerme en casa
olvidada de mi salvación; ya sé que la tibieza es muerte, leído tengo lo
que dice nuestra querida Madre y Maestra hablando de sus pecados: «no
hacía caso de los veniales y esto fue lo que me destruyó». Yo ni de los
mortales hice caso, y aunque usted me advertía del peligro, seguí mucho
tiempo ciega; pero Dios me mandó a tiempo (creo yo que era a tiempo;
¿verdad, hermano mío?) me mandó a tiempo el mal; vi en las pesadillas de
la fiebre el Infierno, y vilo como nuestra Santa en agujero angustioso,
donde mi cuerpo estrujado padecía tormentos que no se pueden describir;
y a mí además, por la carne aterida y erizada me pasaban llagas
asquerosas unos fantasmas que eran diablos vestidos por irrisión, de
clérigos, con casullas y capas pluviales. En fin, de esto ya le hablé.
Pero no sólo del terror nació mi piedad, que ahora creo que va de veras,
sino también de amor de Dios, y de un deseo vehemente de seguir a
millones de millones de leguas a mi modelo inmortal. Y para decirlo
todo, sepa que en mucho, en mucho, debo al afán de no ser ingrata esta
voluntad firme de hacerme buena. Santa Teresa vivió muchos años sin
encontrar quien pudiera guiarla como ella quería; yo, más débil, recibí
más pronto amparo de Dios por mano de quien quisiera llamar mi padre y
prefiere que no le llame si no hermano mío; sí, hermano mío, hermano muy
querido, me complazco en llamárselo, aquí, ahora, segura del secreto,
sin oídos profanos que entenderían las palabras con la impureza ruin que
ellos llevarán dentro de sí, feliz yo mil veces que a la primera ocasión
en que tuve idea de ser buena, hallé quien me ayudara a serlo. ¡Y cuánto
tiempo tardé en entenderle del todo! Pero mi hermano, mi hermano mayor
querido me perdona ¿verdad? Y si necesita pruebas, si quiere que sufra
penitencias, hable, mande, verá como obedezco. Mas no extraño haber
querido tanto tiempo lo que la Santa declara haber querido también
«concertar vida espiritual y contentos y gustos y pasatiempos
sensuales». Ahora esto se acabó. Usted dirá por dónde hemos de ir; yo
iré ciega. De la confianza cariñosa de que me hablaba el otro día, al
salir yo de aquel paroxismo, estoy también enamorada, quiero también que
sea como lo dijo mi hermano. Y hasta en eso seguiremos, además de esos
monjes alemanes o suecos de que usted me habló, a la misma Teresa de
Jesús que, como usted sabe, con buenas palabras y creo yo que hasta
bromas alegres que tenía, con purísima intención, con un clérigo amigo
suyo, consiguió apartarle del pecado. Recuerdo lo que dice: aquel
confesor le tenía gran afición, pero estaba perdido por culpa de unos
amores sacrílegos; habíale hechizado una mujer con malas artes, con un
idolillo puesto al cuello, y no cesó el mal hasta que la Santa, por la
gran afición que su confesor le tenía, logró que él le entregase el
hechizo, aquel ídolo que era prenda del amor infame; y usted sabe que
ella lo arrojó al río y el clérigo dejó su pecado y murió después libre
de tan gran delito. Amistades así ayudan en la vida, que sin ellas es
como un desierto, y los que de ellas pudieran sospechar son los
malvados, que no han de saberlas, porque son incapaces de entender como
se debe cosa tan buena y que tanto sirve para la salvación de los
débiles. Aquí el débil no es el confesor, sino la penitente; usted no
tiene hechizos colgados del cuello, ni tenemos ídolos que echar al
río... yo soy la pecadora, aunque ningún hombre me hizo el mal que
aquella mujer al clérigo hechizado; sólo quise a mi marido, y de este ya
sabe usted de qué modo estoy enamorada; no con pasión que quite a Dios
cosa suya, sino con el suave afecto y los tiernos cuidados que se le
deben. En esto he mejorado mucho; porque fray Luis de León me enseñó en
su _Perfecta casada_ que en cada estado la obligación es diferente; en
el mío mi esposo merecía más de lo que yo le daba, pero advertida por el
sabio poeta y por usted, ya voy poniendo más esmero en cuidar a mi
Quintanar y en quererle como usted sabe que puedo. Y por cierto que he
de poner por obra un proyecto que tengo, que es convertirle poco a poco
y hacerle leer libros santos en vez de patrañas de comedias. Algo he de
conseguir, que él es dócil y usted me ayudará. También en esto imitaré a
nuestra Doctora, que puso empeño en traer a mayor piedad a su buen
padre, que ya tenía mucha...».
Estos últimos párrafos ya no los leía el Magistral en voz alta, sino que
había vuelto a sentarse y leía sin ruido y para dentro. Aunque algunos
celos tenía de Santa Teresa, de la que veía enamorada a su amiga,
estaba satisfecho, y el gozo le saltaba por ojos, mejillas y labios.
«Aquello era vivir; lo demás era vegetar. Ana era, al fin, todo aquello
que él había soñado, lo que una voz secreta le había dicho el día en que
ella se había acercado por primera vez a su confesonario». Seguía el
Magistral ocultándose a sí mismo las ramificaciones carnales que pudiera
tener aquella pasión ideal que ya se confesaban los dos _hermanos_; no
quería pensar en esto, no quería sustos de conciencia ni peligros de
otro género, no quería más que gozar aquella dicha que se le entraba por
el alma.
Al leer lo de «hermano mayor querido», le daba el corazón unos brincos
que causaban delicia mortal, un placer doloroso que era la emoción más
fuerte de su vida; pues bueno, esto bastaba, esto era el hecho, la
realidad; ¿qué falta hacía darle un nombre? Lo que importaba era la
cosa, no el nombre. Además, acabase aquello como acabase, él estaba
seguro de que nada tenía que ver lo que él sentía por Ana con la vulgar
satisfacción de apetitos que a él no le atormentaban. Cuando pensaba
así, oyó el Magistral a su espalda, detrás del árbol en que se apoyaba,
al otro lado del seto, una voz de niño que recitaba con canturia de
escuela «_Veritas in re est res ipsa, veritas in intellectu..._» Era un
seminarista de primer año de filosofía que repasaba la primera lección
de la obra de texto, Balmes. El Magistral se alejó sin ser visto,
pensando entonces en los años en que él también aprendía que «la verdad
en la cosa es la cosa misma». Ahora le importaba muy poco la cosa misma,
y la verdad y todo... no quería más que hundir el alma en aquella pasión
innominada que le hacía olvidar el mundo entero, su ambición de clérigo,
las trampas sórdidas de su madre de que él era ejecutor, las calumnias,
las cábalas de los enemigos, los recuerdos vergonzosos, todo, todo,
menos aquel lazo de dos almas, aquella intimidad con Ana Ozores.
¡Cuántos años habían vivido cerca uno de otro sin conocerse, sin
sospechar lo que les guardaba el destino! Sí, el destino, pensaba el
Magistral, no quería decirse a sí mismo la Providencia; nada de
teología, nada de quebraderos de cabeza que habían hecho de su
adolescencia y primera juventud un desierto estéril por donde sólo
pasaban fantasmas, aprensiones de loco, figuras apocalípticas. Bastaba
para siempre de todo aquello. Ni aquello ni lo que había seguido: la
ceguera de los sentidos, la brutalidad de las pasiones bajas,
subrepticiamente satisfechas hasta el hartazgo; esto era vergonzoso, más
que por nada por el secreto, por la hipocresía, por la sombra en que
había ido envuelto; ahora, sin aprensión, sin escrúpulos, sin tormentos
del cerebro, la dicha presente; aquella que gozaba en una mañana de Mayo
cerca de Junio, contento de vivir, amigo del campo, de los pájaros, con
deseos de beber rocío, de oler las rosas que formaban guirnaldas en las
enramadas, de abrir los capullos turgentes y morder los estambres
ocultos y encogidos en su cuna de pétalos. El Magistral arrancó un botón
de rosa; con miedo de ser visto; sintió placer de niño con el contacto
fresco del rocío que cubría aquel huevecillo de rosal; como no olía a
nada más que a juventud y frescura, los sentidos no aplacaban sus
deseos, que eran ansias de morder, de gozar con el gusto, de escudriñar
misterios naturales debajo de aquellas capas de raso.... El Magistral,
perdiéndose por senderos cubiertos por los árboles, bajaba hacia Vetusta
cantando entre dientes, y tiraba al alto el capullo que volvía a caer en
su mano, dejando en cada salto una hoja por el aire; cuando el botón ya
no tuvo más que las arrugadas e informes de dentro, don Fermín se lo
metió en la boca y mordió con apetito extraño, con una voluptuosidad
refinada de que él no se daba cuenta.
Llegó a la catedral. Entró en el coro. El Palomo barría. Don Fermín le
habló con caricias en la voz. Le debía muchos desagravios. ¡Cuántos
sofiones inútiles había sufrido el pobre perrero! Ahora le halagaba,
alababa su celo, su amor a la catedral; el Palomo, pasmado y agradecido,
se deshacía en cumplidos y buenas palabras. De Pas se acercó al
facistol, hojeó los libros grandes del rezo y hasta solfeó un poco en
voz baja, leyendo la música señalada con notas cuadradas, de un
centímetro por lado. Todo estaba bien. Los órganos allá arriba extendían
su lengüetería en rayas verticales y horizontales, deslumbrantes;
parecían dos soles cara a cara. Ángeles dorados tocaban el violín cerca
de la bóveda, a la que trepaban los relieves platerescos de los órganos;
detrás del coro, en lo alto de las naves laterales, las ventanas y
rosetones dejaban pasar la luz deshaciéndola en rojo, azul, verde y
amarillo.
En un lado san Cristóbal sonreía con boca encarnada de una cuarta,
partida por un plomo, al Niño de la Bola, que mantenía un mundo verde
sobre su mano amarilla. En frente vio el Magistral el pesebre de Belén
cuadriculado también por rayas opacas. Jesús sonreía a la mula y al buey
en su cuna de heno color naranja. Don Fermín miraba todo aquello como
por la primera vez de su vida. Hacía un fresco agradable en la iglesia y
el olor de humedad mezclado con el de la cera le parecía fino,
misteriosamente simbólico y a su modo voluptuoso. Aquella mañana cumplió
en el coro como el mejor, y sintió no ser hebdomadario para lucirse.
Glocester, al verle tan alegre y decidor, amable con amigos y enemigos
ocultos se dijo: «¡Disimula! ¡Pues a disimulo no me ha de ganar este
simoníaco!». Y se deshizo en amabilidad, cortesía y bromas lisonjeras.
«Bueno era él».
--¿Ha visto usted--decía al salir de la catedral don Custodio--qué
satisfecho está el Provisor?
Y contestaba Glocester, al oído del beneficiado:
--Es que ya no tiene vergüenza; se ha puesto el mundo por montera.
--Debe de haber pasado algo gordo...--¿A qué crimen alude usted?
--Al de adulterio...--Ps... yo creo que... todavía están algo verdes.
Sin embargo, por él no quedará, y el crimen es el mismo....
A Glocester le disgustaba figurarse al Magistral vencedor de la Regenta.
Era caso de envidia. Pero convenía suponerlo, para cargar el delito a la
cuenta de los muchos que atribuían al enemigo.
Don Fermín, a las once, recordó que era día de conferencia en la Santa
Obra del Catecismo de las Niñas. Él era el director de aquella
institución docente y piadosa, que celebraba sus sesiones en el crucero
de la Iglesia de Santa María la Blanca. Sentía el humor más apropósito
para el caso. Con mucho gusto entró en aquel templo risueño, alegre, con
sus adornos flamígeros de piedra blanca esponjosa. En medio del recinto
se levantaba una plataforma de tabla de pino, de quita y pon; sobre ella
a un lado había tres filas de bancos sin respaldos, y enfrente de ellos
una mesa cubierta de damasco viejo, manchado de cera, presidida por un
sillón de pana roja y varios taburetes de igual paño. El sillón era para
el Magistral, los taburetes para los capellanes catequistas, y en los
bancos se sentaban las niñas de siete a catorce años que aprendían la
doctrina cristiana, más algo de liturgia, historia sagrada y cánticos
religiosos.
Cuando De Pas entró en el templo hubo un murmullo en los bancos de la
plataforma, semejante al rumor de una ráfaga que rueda sobre las copas
de los árboles.
Tomó el amado director agua bendita, y después de santiguarse, subió,
radiante de alegría evangélica, las gradas de la plataforma; se frotó
las manos y a una niña de ocho años que encontró de pie al paso, la
sujetó suavemente; y mientras él miraba a la bóveda y mordía el labio
inferior, oprimía contra su cuerpo la cabeza rubia, y entre los dedos de
la mano estrujaba, sin lastimarla, una oreja rosada.
--¿Qué pájaro me habrá dicho a mí que doña Rufinita no quiere ser buena,
y enreda en la iglesia y descompone el coro cuando canta?
Carcajada general. Las niñas ríen de todo corazón y el templo retumba
devolviendo el eco de la alegría desde la bóveda blanca, llena de luz
que penetra por ventanas anchas de cristales comunes.
Todo lo que dice allí el Magistral se ríe; es un chiste. Niños y
clérigos están como en su casa. Los pocos fieles esparcidos por la
Iglesia son beatas que rezan con devoción; no se piensa en ellas. A
veces son espectadores de aquella algazara algunos adolescentes y pollos
con cascarón que tienen en los bancos de la plataforma sus amores. Los
catequistas, jóvenes todos, no ven con buenos ojos a tales señoritos que
vienen con propósitos profanos.
El Magistral no se sentó en el sillón de la presidencia. Prefería pasear
por el tablado, haciendo eses, inclinando el cuerpo con ondulaciones de
palmera, acercándose de vez en cuando a los bancos llenos de alegría
para azotar una mejilla con suave palmada, o decir al oído de un
angelito con faldas un secreto que excita la curiosidad de todas y
origina siempre una broma de las que sabe preparar don Fermín de modo
que acaben en lección moral o religiosa. También los catequistas
alegres, graciosos, vivarachos, van y vienen, reprenden a las educandas
con palabras de miel y sonrisas paternales, y se meten entre banco y
banco mezclando lo negro de sus manteos redundantes con las faldas
cortas de colores vivos, y el blanco de nieve de las medias que ciñen
pantorrillas de mujer a las que el traje largo no dio todavía patente de
tales. En la primera fila se mueven, siempre inquietas, sobre la dura
tabla, las niñas de ocho a diez años, anafroditas las más, hombrunas
casi en gestos, líneas y contornos, algunas rodeadas de precoces
turgencias, que sin disimulo deja ver su traje de inocentes; algo
avergonzadas, sin conciencia clara de ello, de su desarrollo temprano.
Mirando estos capullos de mujer, don Fermín recordaba el botón de rosa
que acababa de mascar, del que un fragmento arrugado se le asomaba a los
labios todavía. En las siguientes filas estaban las educandas de doce y
trece primaveras, presumidillas, entonadas; y detrás de estas las
señoritas que frisaban con los quince, flor y nata de la hermosura
vetustense algunas de ellas, casi todas iniciadas en los misterios
legendarios del amor de devaneo, muchas próximas a la transformación
natural que revela el sexo, y dos o tres, pequeñas, pálidas y recias,
mujeres ya, disfrazadas de niñas, con ojos pensadores cargados de
malicia disimulada. Cuando comenzaban las lecciones y los ensayos de
coro, las niñas se levantaban, se repartían en secciones por el
tablado, formaban círculos, los deshacían, como bailarinas de ópera; y
los catequistas dirigiendo aquellos remolinos ordenados, aspiraban,
entre tanta juventud verde, aromas espirituales de voluptuosidad
quinti-esenciada con cierta dentera moral que les encendía las mejillas
y los ojos, y causaba en su naturaleza robusta efectos análogos a los
del kirschen o del ajenjo.
El Magistral, como el pez en el agua, entre aquellas rosas que eran
suyas y no del Ayuntamiento como las del _Paseo grande_, se recreaba en
los ojos de las que ya los tenían transparentes de malicia; y, más
sutilmente, encontraba placer en manosear cabellos de ángeles menores.
Llegó la hora de los discursos, después de los cánticos, en que la voz
de algunas revelaba, mejor que su cuerpo, los misterios fisiológicos por
que estaban pasando. Una joven de quince años, catorce oficialmente, se
adelantó, y colocada cerca de la mesa recitó con desparpajo una filípica
un tanto moderada por los eufemismos de la retórica jesuítica, contra
los materialistas modernos, que negaban la inmortalidad del alma. Era
rubia, de un blanco de jaspe, de facciones correctas, a excepción de la
barba, que apuntaba hacia arriba; tenía el torso de mujer, y debajo de
la falda ajustada se dibujaban muslos poderosos, macizos, de curvas
armoniosas, de seducción extraña. Tenía los ojos azules claros; el metal
de la voz, vibrante, poco agradable, hierático en su monotonía,
expresaba bien el fanatismo casi inconsciente de un alma que preparaban
para el convento. La rubia hermosa, con brazos de escultura griega, no
entendía cabalmente lo que iba diciendo, pero adivinaba el sentido de su
arenga, y le daba el tono de intolerancia y de soberbia que le
convenía. También ella parecía una estatua de la soberbia y de la
intolerancia: una estatua hermosísima. Sus compañeras, los catequistas,
el escaso público esparcido por la nave la oían con asombro, sin pensar
en lo que decía, sino en la belleza de su cuerpo y en el tono imponente
de su voz metálica. Era la obediencia ciega de mujer, hablando; el
símbolo del fanatismo sentimental, la iniciación del _eterno femenino_
en la eterna idolatría. El Magistral, con la boca abierta, sin sonreír
ya, con las agujas de las pupilas erizadas, devoraba a miradas aquella
arrogante amazona de la religión, que labraba con arte la naturaleza,
por fuera, y él por dentro, por el alma. Sí, era obra suya aquel
fanatismo deslumbrador; aquella rubia era la perla de su museo de
beatas; pero todavía estaba en el taller. Cuando aquel vestido gris, que
no tapaba los pies elegantes y algo largos, y dejaba ver dos dedos de
pierna de matrona esbelta, llegase al suelo, la maravilla de su estudio
saldría a luz, el público la admiraría y para sí la guardaría la
Iglesia.
La historia sagrada estaba a cargo de una morena regordeta, de facciones
finas, de expresión dulce, tímida y nerviosa. Apretaba con el cuerpo del
vestido tempranos frutos naturales, como si fueran una vergüenza; y más
que en su oración pensaba en que los muchachos que miraban desde abajo,
podían verla las pantorrillas, que tapaba mal la falda, a pesar de los
esfuerzos de la castidad instintiva. No pudo terminar la historia de los
Macabeos que tenía a su cargo. Se le puso un nudo en la garganta, le
zumbaron los oídos y todo el lado derecho de la cabeza se quedó de
repente frío y el cutis pálido. Se ponía enferma de vergüenza. Tuvo que
salir de la Iglesia. El desparpajo de otras oradoras precoces hizo
olvidar la escena triste y desairada de la niña pusilánime, que había
salido llorando. El Magistral reanimó también el espíritu de la escuela
con chascarrillos morales y apólogos joco-místicos. Las muchachas se
morían de risa, se retorcían en los bancos, y dejaban ver a los profanos
y a los catequistas, relámpagos de blancura debajo de las faldas que
movían indiscretas, sin pensar en ello muchas, algunas sin pensar en
otra cosa.
Cuando salió don Fermín de Santa María la Blanca, tenía la boca hecha
agua engomada. Aquellas sensaciones, que le habían invadido por
sorpresa, le recordaban años que quedaban muy atrás. No le gustaba
aquello; era poca formalidad. «¡Diablo de chicas!» iba pensando. De
todas suertes, lo que le pasaba probaba que aún era joven, que no era
por necesidad disfrazada de idealismo por lo que se juraba ser
platónico, siempre platónico, o por lo menos indefinidamente, en sus
relaciones con la fiel y querida amiga. Volvió su pensamiento a la
Regenta, y aquel vago y picante anhelo con que saliera de la iglesia se
convirtió en deseo fuerte y definido de ver a doña Ana, de agradecerle
su carta y decírselo con la más eficaz elocuencia que pudiera.
Tuvo bastante fortaleza para contener sus ansias y dejar para la tarde
la visita. Su madre le habló como siempre, de lo que se murmuraba, y él
encogió los hombros. Oía la voz dura y seca de doña Paula anunciando,
por asustarle, el cataclismo de su fortuna, la ruina de su honra, como
si le hablase de los cataclismos geológicos del tiempo de Noé. Le
parecía que era otro Provisor aquel de quien el público se quejaba.
«¡Ambición, simonía, soberbia, sordidez, escándalo!... ¿qué tenía él que
ver con todo aquello? ¿Para qué perseguían a aquel pobre don Fermín si
ya había muerto? Ahora el don Fermín era otro, otro que despreciaba a
sus vecinos y ni siquiera se tomaba la molestia de quererlos mal. Él
vivía para su pasión, que le ennoblecía, que le redimía. Si le apuraban,
daría una campanada». El Magistral gozaba encontrando dentro de sí
semejante hombre, más fuerte que nunca, decidido a todo, enamorado de la
vida que tiene guardados para sus predilectos estos sentimientos
intensos, avasalladores. La realidad adquiría para él nuevo sentido, era
más realidad. Se acordaba de las dudas de los filósofos y los ensueños
de los teólogos y le daban lástima. Los unos negando el mundo, los otros
_volatilizándolo_, parecíanle desocupados dignos de compasión. «La
filosofía era una manera de bostezar». «La vida era lo que sentía él, él
que estaba en el riñón de la actividad, del sentimiento. Una mujer
deslumbrante de hermosura por alma y cuerpo, que en una hora de
confesión le había hecho ver mundos nuevos, le llamaba ahora su _hermano
mayor querido_, se entregaba a él, para ser guiada por las sendas y
trochas del misticismo apasionado, poético.... Afortunadamente él tenía
arte para todo: sabría ser místico, hasta donde hiciera falta, perderse
en las nubes sin olvidar la tierra». Recordaba que años atrás había
pensado en escribir novelas, en hacer una _sibila_ verdaderamente
cristiana, y una _Fabiola_ moderna; lo había dejado, no por sentirse con
pocas facultades, sino porque le hacía daño gastar la imaginación. «Las
novelas era mejor vivirlas».
Cosas así pensaba, dando golpecitos con un cuchillo sobre una corteza de
pan, mientras su madre narraba las cábalas de Glocester y las
maquinaciones de los _conjurados_ del Casino.
En cuanto pudo el Magistral escapó de casa, prometiendo ir a sondear al
Obispo. Tomó el camino de la Plaza Nueva. El caserón de la Rinconada le
pareció envuelto en una aureola.
Le recibieron Ana y don Víctor en el comedor. Ya era amigo de confianza.
Durante las dos enfermedades de la Regenta, el Magistral había prestado
muchos servicios a don Víctor, y este aunque le era algo antipático el
Magistral, se los había agradecido. Pero ya empezaba Quintanar, que
siempre había sido regalista, a sospechar algo malo de la _influencia
del sacerdocio_ en su hogar, o sea el _imperio_. «El clero era
absorbente». Sobre todo don Fermín había sido un poco jesuita.
«¡Jesuita! ¡El casuismo!... ¡El Paraguay!... _¡Caveant consules!_».
Aunque la cortesía, ley suprema, le obligaba al más fino trato, no menos
que la gratitud, don Víctor estuvo un poco frío con el canónigo, pero de
modo que el otro no lo echó de ver siquiera. Notó que estorbaba allí el
amo de la casa, pero nada más.
Ana afectuosa, lánguida todavía, había estrechado la mano a su confesor,
que sin darse cuenta, prolongó cuanto pudo el contacto. Don Víctor los
dejó solos a eso de las seis. Le esperaban en el Gobierno civil para una
junta de ganaderos. Se trataba de traer sementales del extranjero. Pero
don Víctor trataba principalmente de que le eligiesen segundo
vicepresidente y reclamaba para Frígilis la primera secretaría.
«Frígilis había jurado renunciarla, pero no importaba; de todas suertes
la elección era una honra para ellos, aunque lo negase el sarraceno de
Tomás». Quintanar contaba con el gobernador. Salió.
La Regenta sonrió a don Fermín y dijo:
--Dirá usted que soy una loca; ¿para qué escribirle cuando podemos
hablar todos los días? No pude menos. ¡Soy tan feliz! ¡y debo en tanta
parte a usted mi felicidad! Quise contener aquel impulso y no pude. A
veces me reprendo a mí misma porque pienso que robo a Dios muchos
pensamientos, para consagrarlos al hombre que se sirvió escoger para
salvarme.
El Magistral se sentía como estrangulado por la emoción. La Regenta
hablaba ni más ni menos como él la había hecho hablar tantas veces en
las novelas que se contaba a sí mismo al dormirse.
No vaciló en referir todo lo que había pasado por él desde que leyera
aquella carta. «El mundo sin una amistad como la suya era un páramo
inhabitable; para las almas enamoradas de lo Infinito, vivir en Vetusta
la vida ordinaria de los demás era como encerrarse en un cuarto estrecho
con un brasero. Era el suicidio por asfixia. Pero abriendo aquella
ventana que tenía vistas al cielo, ya no había que temer».
La Regenta habló de Santa Teresa con entusiasmo de idólatra; el
Magistral aprobaba su admiración, pero con menos calor que empleaba al
hablar de ellos, de su amistad, y de la piedad acendrada que veía ahora
en Anita. Don Fermín tenía celos de la Santa de Ávila.
Además, veía a su amiga demasiado inclinada a las especulaciones
místicas, temía que cayera en el éxtasis, que tenía siempre
complicaciones nerviosas, y era preciso evitar que pudiesen culparle a
él de otra enfermedad probable, si Ana seguía aquel camino peligroso.
Aconsejó la actividad piadosa. «En su estado y en el tiempo en que vivía
la pura contemplación tenía que dejar mucho espacio a las buenas obras.
Si ahora sentía Anita cierta pereza de rozarse otra vez con el mundo, se
debía a la convalecencia de que en rigor no había salido; pero cuando
el vigor volviera por completo ya no la asustaría la acción, el ir y
venir; el trabajar en la obra de piedad a que se la invitaba».
Desde aquel día el Magistral influyó cuanto pudo en aquel espíritu que
dominaba por entonces, para arrancarle de la contemplación y atraerle a
la vida activa. «Si se remontaba demasiado, le olvidaría a él, que al
fin era un ser finito. Santa Teresa había dicho, y Ana recordaba a cada
momento que tenía: '...Una luz de parecerle de poca estima todo lo que
se acaba', y como don Fermín había de acabarse, le espantaba la idea de
que por eso Ana llegase a tenerle en poco».
No hubiera sido el temor vano si las cosas hubiesen seguido como los
primeros meses. Aunque tanto quería a su confesor, Ana muchas horas le
olvidaba por completo como a todas las cosas del mundo.
Encerrada en su alcoba o en su tocador, que ya tenía algo de oratorio,
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