Don Quijote - 58
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— Calla, Sancho amigo —dijo don Quijote—, que, pues esta señora dueña de tan
lueñes tierras viene a buscarme, no debe ser de aquellas que el boticario
tenía en su número, cuanto más que ésta es condesa, y cuando las condesas
sirven de dueñas, será sirviendo a reinas y a emperatrices, que en sus
casas son señorísimas que se sirven de otras dueñas.
A esto respondió doña Rodríguez, que se halló presente:
— Dueñas tiene mi señora la duquesa en su servicio, que pudieran ser
condesas si la fortuna quisiera, pero allá van leyes do quieren reyes; y
nadie diga mal de las dueñas, y más de las antiguas y doncellas; que,
aunque yo no lo soy, bien se me alcanza y se me trasluce la ventaja que
hace una dueña doncella a una dueña viuda; y quien a nosotras trasquiló,
las tijeras le quedaron en la mano.
— Con todo eso —replicó Sancho—, hay tanto que trasquilar en las dueñas,
según mi barbero, cuanto será mejor no menear el arroz, aunque se pegue.
— Siempre los escuderos —respondió doña Rodríguez— son enemigos nuestros;
que, como son duendes de las antesalas y nos veen a cada paso, los ratos
que no rezan, que son muchos, los gastan en murmurar de nosotras,
desenterrándonos los huesos y enterrándonos la fama. Pues mándoles yo a los
leños movibles, que, mal que les pese, hemos de vivir en el mundo, y en las
casas principales, aunque muramos de hambre y cubramos con un negro monjil
nuestras delicadas o no delicadas carnes, como quien cubre o tapa un
muladar con un tapiz en día de procesión. A fe que si me fuera dado, y el
tiempo lo pidiera, que yo diera a entender, no sólo a los presentes, sino a
todo el mundo, cómo no hay virtud que no se encierre en una dueña.
— Yo creo —dijo la duquesa— que mi buena doña Rodríguez tiene razón, y muy
grande; pero conviene que aguarde tiempo para volver por sí y por las demás
dueñas, para confundir la mala opinión de aquel mal boticario, y
desarraigar la que tiene en su pecho el gran Sancho Panza.
A lo que Sancho respondió:
— Después que tengo humos de gobernador se me han quitado los váguidos de
escudero, y no se me da por cuantas dueñas hay un cabrahígo.
Adelante pasaran con el coloquio dueñesco, si no oyeran que el pífaro y los
tambores volvían a sonar, por donde entendieron que la dueña Dolorida
entraba. Preguntó la duquesa al duque si sería bien ir a recebirla, pues
era condesa y persona principal.
— Por lo que tiene de condesa —respondió Sancho, antes que el duque
respondiese—, bien estoy en que vuestras grandezas salgan a recebirla; pero
por lo de dueña, soy de parecer que no se muevan un paso.
— ¿Quién te mete a ti en esto, Sancho? —dijo don Quijote.
— ¿Quién, señor? —respondió Sancho—. Yo me meto, que puedo meterme, como
escudero que ha aprendido los términos de la cortesía en la escuela de
vuesa merced, que es el más cortés y bien criado caballero que hay en toda
la cortesanía; y en estas cosas, según he oído decir a vuesa merced, tanto
se pierde por carta de más como por carta de menos; y al buen entendedor,
pocas palabras.
— Así es, como Sancho dice —dijo el duque—: veremos el talle de la condesa,
y por él tantearemos la cortesía que se le debe.
En esto, entraron los tambores y el pífaro, como la vez primera.
Y aquí, con este breve capítulo, dio fin el autor, y comenzó el otro,
siguiendo la mesma aventura, que es una de las más notables de la historia.
Capítulo XXXVIII. Donde se cuenta la que dio de su mala andanza la dueña
Dolorida
Detrás de los tristes músicos comenzaron a entrar por el jardín adelante
hasta cantidad de doce dueñas, repartidas en dos hileras, todas vestidas de
unos monjiles anchos, al parecer, de anascote batanado, con unas tocas
blancas de delgado canequí, tan luengas que sólo el ribete del monjil
descubrían. Tras ellas venía la condesa Trifaldi, a quien traía de la mano
el escudero Trifaldín de la Blanca Barba, vestida de finísima y negra
bayeta por frisar, que, a venir frisada, descubriera cada grano del grandor
de un garbanzo de los buenos de Martos. La cola, o falda, o como llamarla
quisieren, era de tres puntas, las cuales se sustentaban en las manos de
tres pajes, asimesmo vestidos de luto, haciendo una vistosa y matemática
figura con aquellos tres ángulos acutos que las tres puntas formaban, por
lo cual cayeron todos los que la falda puntiaguda miraron que por ella se
debía llamar la condesa Trifaldi, como si dijésemos la condesa de las Tres
Faldas; y así dice Benengeli que fue verdad, y que de su propio apellido se
llama la condesa Lobuna, a causa que se criaban en su condado muchos lobos,
y que si como eran lobos fueran zorras, la llamaran la condesa Zorruna, por
ser costumbre en aquellas partes tomar los señores la denominación de sus
nombres de la cosa o cosas en que más sus estados abundan; empero esta
condesa, por favorecer la novedad de su falda, dejó el Lobuna y tomó el
Trifaldi.
Venían las doce dueñas y la señora a paso de procesión, cubiertos los
rostros con unos velos negros y no trasparentes como el de Trifaldín, sino
tan apretados que ninguna cosa se traslucían.
Así como acabó de parecer el dueñesco escuadrón, el duque, la duquesa y don
Quijote se pusieron en pie, y todos aquellos que la espaciosa procesión
miraban. Pararon las doce dueñas y hicieron calle, por medio de la cual la
Dolorida se adelantó, sin dejarla de la mano Trifaldín, viendo lo cual el
duque, la duquesa y don Quijote, se adelantaron obra de doce pasos a
recebirla. Ella, puesta las rodillas en el suelo, con voz antes basta y
ronca que sutil y dilicada, dijo:
— Vuestras grandezas sean servidas de no hacer tanta cortesía a este su
criado; digo, a esta su criada, porque, según soy de dolorida, no acertaré
a responder a lo que debo, a causa que mi estraña y jamás vista desdicha me
ha llevado el entendimiento no sé adónde, y debe de ser muy lejos, pues
cuanto más le busco menos le hallo.
— Sin él estaría —respondió el duque—, señora condesa, el que no descubriese
por vuestra persona vuestro valor, el cual, sin más ver, es merecedor de
toda la nata de la cortesía y de toda la flor de las bien criadas
ceremonias.
Y, levantándola de la mano, la llevó a asentar en una silla junto a la
duquesa, la cual la recibió asimismo con mucho comedimiento.
Don Quijote callaba, y Sancho andaba muerto por ver el rostro de la
Trifaldi y de alguna de sus muchas dueñas, pero no fue posible hasta que
ellas de su grado y voluntad se descubrieron.
Sosegados todos y puestos en silencio, estaban esperando quién le había de
romper, y fue la dueña Dolorida con estas palabras:
— Confiada estoy, señor poderosísimo, hermosísima señora y discretísimos
circunstantes, que ha de hallar mi cuitísima en vuestros valerosísimos
pechos acogimiento no menos plácido que generoso y doloroso, porque ella es
tal, que es bastante a enternecer los mármoles, y a ablandar los diamantes,
y a molificar los aceros de los más endurecidos corazones del mundo; pero,
antes que salga a la plaza de vuestros oídos, por no decir orejas, quisiera
que me hicieran sabidora si está en este gremio, corro y compañía el
acendradísimo caballero don Quijote de la Manchísima y su escuderísimo
Panza.
— El Panza —antes que otro respondiese, dijo Sancho— aquí esta, y el don
Quijotísimo asimismo; y así, podréis, dolorosísima dueñísima, decir lo que
quisieridísimis, que todos estamos prontos y aparejadísimos a ser vuestros
servidorísimos.
En esto se levantó don Quijote, y, encaminando sus razones a la Dolorida
dueña, dijo:
— Si vuestras cuitas, angustiada señora, se pueden prometer alguna esperanza
de remedio por algún valor o fuerzas de algún andante caballero, aquí están
las mías, que, aunque flacas y breves, todas se emplearán en vuestro
servicio. Yo soy don Quijote de la Mancha, cuyo asumpto es acudir a toda
suerte de menesterosos, y, siendo esto así, como lo es, no habéis menester,
señora, captar benevolencias ni buscar preámbulos, sino, a la llana y sin
rodeos, decir vuestros males, que oídos os escuchan que sabrán, si no
remediarlos, dolerse dellos.
Oyendo lo cual, la Dolorida dueña hizo señal de querer arrojarse a los pies
de don Quijote, y aun se arrojó, y, pugnando por abrazárselos, decía:
— Ante estos pies y piernas me arrojo, ¡oh caballero invicto!, por ser los
que son basas y colunas de la andante caballería; estos pies quiero besar,
de cuyos pasos pende y cuelga todo el remedio de mi desgracia, ¡oh valeroso
andante, cuyas verdaderas fazañas dejan atrás y escurecen las fabulosas de
los Amadises, Esplandianes y Belianises!
Y, dejando a don Quijote, se volvió a Sancho Panza, y, asiéndole de las
manos, le dijo:
— ¡Oh tú, el más leal escudero que jamás sirvió a caballero andante en los
presentes ni en los pasados siglos, más luengo en bondad que la barba de
Trifaldín, mi acompañador, que está presente!, bien puedes preciarte que en
servir al gran don Quijote sirves en cifra a toda la caterva de caballeros
que han tratado las armas en el mundo. Conjúrote, por lo que debes a tu
bondad fidelísima, me seas buen intercesor con tu dueño, para que luego
favorezca a esta humilísima y desdichadísima condesa.
A lo que respondió Sancho:
— De que sea mi bondad, señoría mía, tan larga y grande como la barba de
vuestro escudero, a mí me hace muy poco al caso; barbada y con bigotes
tenga yo mi alma cuando desta vida vaya, que es lo que importa, que de las
barbas de acá poco o nada me curo; pero, sin esas socaliñas ni plegarias,
yo rogaré a mi amo, que sé que me quiere bien, y más agora que me ha
menester para cierto negocio, que favorezca y ayude a vuesa merced en todo
lo que pudiere. Vuesa merced desembaúle su cuita y cuéntenosla, y deje
hacer, que todos nos entenderemos.
Reventaban de risa con estas cosas los duques, como aquellos que habían
tomado el pulso a la tal aventura, y alababan entre sí la agudeza y
disimulación de la Trifaldi, la cual, volviéndose a sentar, dijo:
— «Del famoso reino de Candaya, que cae entre la gran Trapobana y el mar del
Sur, dos leguas más allá del cabo Comorín, fue señora la reina doña
Maguncia, viuda del rey Archipiela, su señor y marido, de cuyo matrimonio
tuvieron y procrearon a la infanta Antonomasia, heredera del reino, la cual
dicha infanta Antonomasia se crió y creció debajo de mi tutela y doctrina,
por ser yo la más antigua y la más principal dueña de su madre. Sucedió,
pues, que, yendo días y viniendo días, la niña Antonomasia llegó a edad de
catorce años, con tan gran perfeción de hermosura, que no la pudo subir más
de punto la naturaleza. ¡Pues digamos agora que la discreción era mocosa!
Así era discreta como bella, y era la más bella del mundo, y lo es, si ya
los hados invidiosos y las parcas endurecidas no la han cortado la estambre
de la vida. Pero no habrán, que no han de permitir los cielos que se haga
tanto mal a la tierra como sería llevarse en agraz el racimo del más
hermoso veduño del suelo. De esta hermosura, y no como se debe encarecida
de mi torpe lengua, se enamoró un número infinito de príncipes, así
naturales como estranjeros, entre los cuales osó levantar los pensamientos
al cielo de tanta belleza un caballero particular que en la corte estaba,
confiado en su mocedad y en su bizarría, y en sus muchas habilidades y
gracias, y facilidad y felicidad de ingenio; porque hago saber a vuestras
grandezas, si no lo tienen por enojo, que tocaba una guitarra que la hacía
hablar, y más que era poeta y gran bailarín, y sabía hacer una jaula de
pájaros, que solamente a hacerlas pudiera ganar la vida cuando se viera en
estrema necesidad, que todas estas partes y gracias son bastantes a
derribar una montaña, no que una delicada doncella. Pero toda su gentileza
y buen donaire y todas sus gracias y habilidades fueran poca o ninguna
parte para rendir la fortaleza de mi niña, si el ladrón desuellacaras no
usara del remedio de rendirme a mí primero. Primero quiso el malandrín y
desalmado vagamundo granjearme la voluntad y cohecharme el gusto, para que
yo, mal alcaide, le entregase las llaves de la fortaleza que guardaba. En
resolución: él me aduló el entendimiento y me rindió la voluntad con no sé
qué dijes y brincos que me dio, pero lo que más me hizo postrar y dar
conmigo por el suelo fueron unas coplas que le oí cantar una noche desde
una reja que caía a una callejuela donde él estaba, que, si mal no me
acuerdo, decían:
De la dulce mi enemiga
nace un mal que al alma hiere,
y, por más tormento, quiere
que se sienta y no se diga.
Parecióme la trova de perlas, y su voz de almíbar, y después acá, digo,
desde entonces, viendo el mal en que caí por estos y otros semejantes
versos, he considerado que de las buenas y concertadas repúblicas se habían
de desterrar los poetas, como aconsejaba Platón, a lo menos, los lascivos,
porque escriben unas coplas, no como las del marqués de Mantua, que
entretienen y hacen llorar los niños y a las mujeres, sino unas agudezas
que, a modo de blandas espinas, os atraviesan el alma, y como rayos os
hieren en ella, dejando sano el vestido. Y otra vez cantó:
Ven, muerte, tan escondida
que no te sienta venir,
porque el placer del morir
no me torne a dar la vida.
Y deste jaez otras coplitas y estrambotes, que cantados encantan y escritos
suspenden. Pues, ¿qué cuando se humillan a componer un género de verso que
en Candaya se usaba entonces, a quien ellos llamaban seguidillas? Allí era
el brincar de las almas, el retozar de la risa, el desasosiego de los
cuerpos y, finalmente, el azogue de todos los sentidos. Y así, digo,
señores míos, que los tales trovadores con justo título los debían
desterrar a las islas de los Lagartos. Pero no tienen ellos la culpa, sino
los simples que los alaban y las bobas que los creen; y si yo fuera la
buena dueña que debía, no me habían de mover sus trasnochados conceptos, ni
había de creer ser verdad aquel decir: "Vivo muriendo, ardo en el yelo,
tiemblo en el fuego, espero sin esperanza, pártome y quédome", con otros
imposibles desta ralea, de que están sus escritos llenos. Pues, ¿qué cuando
prometen el fénix de Arabia, la corona de Aridiana, los caballos del Sol,
del Sur las perlas, de Tíbar el oro y de Pancaya el bálsamo? Aquí es donde
ellos alargan más la pluma, como les cuesta poco prometer lo que jamás
piensan ni pueden cumplir. Pero, ¿dónde me divierto? ¡Ay de mí, desdichada!
¿Qué locura o qué desatino me lleva a contar las ajenas faltas, teniendo
tanto que decir de las mías? ¡Ay de mí, otra vez, sin ventura!, que no me
rindieron los versos, sino mi simplicidad; no me ablandaron las músicas,
sino mi liviandad: mi mucha ignorancia y mi poco advertimiento abrieron el
camino y desembarazaron la senda a los pasos de don Clavijo, que éste es el
nombre del referido caballero; y así, siendo yo la medianera, él se halló
una y muy muchas veces en la estancia de la por mí, y no por él, engañada
Antonomasia, debajo del título de verdadero esposo; que, aunque pecadora,
no consintiera que sin ser su marido la llegara a la vira de la suela de
sus zapatillas. ¡No, no, eso no: el matrimonio ha de ir adelante en
cualquier negocio destos que por mí se tratare! Solamente hubo un daño en
este negocio, que fue el de la desigualdad, por ser don Clavijo un
caballero particular, y la infanta Antonomasia heredera, como ya he dicho,
del reino. Algunos días estuvo encubierta y solapada en la sagacidad de mi
recato esta maraña, hasta que me pareció que la iba descubriendo a más
andar no sé qué hinchazón del vientre de Antonomasia, cuyo temor nos hizo
entrar en bureo a los tres, y salió dél que, antes que se saliese a luz el
mal recado, don Clavijo pidiese ante el vicario por su mujer a Antonomasia,
en fe de una cédula que de ser su esposa la infanta le había hecho, notada
por mi ingenio, con tanta fuerza, que las de Sansón no pudieran romperla.
Hiciéronse las diligencias, vio el vicario la cédula, tomó el tal vicario
la confesión a la señora, confesó de plano, mandóla depositar en casa de un
alguacil de corte muy honrado...»
A esta sazón, dijo Sancho:
— También en Candaya hay alguaciles de corte, poetas y seguidillas, por lo
que puedo jurar que imagino que todo el mundo es uno. Pero dése vuesa
merced priesa, señora Trifaldi, que es tarde y ya me muero por saber el fin
desta tan larga historia.
— Sí haré —respondió la condesa.
Capítulo XXXIX. Donde la Trifaldi prosigue su estupenda y memorable
historia
De cualquiera palabra que Sancho decía, la duquesa gustaba tanto como se
desesperaba don Quijote; y, mandándole que callase, la Dolorida prosiguió
diciendo:
— «En fin, al cabo de muchas demandas y respuestas, como la infanta se
estaba siempre en sus trece, sin salir ni variar de la primera declaración,
el vicario sentenció en favor de don Clavijo, y se la entregó por su
legítima esposa, de lo que recibió tanto enojo la reina doña Maguncia,
madre de la infanta Antonomasia, que dentro de tres días la enterramos.»
— Debió de morir, sin duda —dijo Sancho.
— ¡Claro está! —respondió Trifaldín—, que en Candaya no se entierran las
personas vivas, sino las muertas.
— Ya se ha visto, señor escudero —replicó Sancho—, enterrar un desmayado
creyendo ser muerto, y parecíame a mí que estaba la reina Maguncia obligada
a desmayarse antes que a morirse; que con la vida muchas cosas se remedian,
y no fue tan grande el disparate de la infanta que obligase a sentirle
tanto. Cuando se hubiera casado esa señora con algún paje suyo, o con otro
criado de su casa, como han hecho otras muchas, según he oído decir, fuera
el daño sin remedio; pero el haberse casado con un caballero tan
gentilhombre y tan entendido como aquí nos le han pintado, en verdad en
verdad que, aunque fue necedad, no fue tan grande como se piensa; porque,
según las reglas de mi señor, que está presente y no me dejará mentir, así
como se hacen de los hombres letrados los obispos, se pueden hacer de los
caballeros, y más si son andantes, los reyes y los emperadores.
— Razón tienes, Sancho —dijo don Quijote—, porque un caballero andante, como
tenga dos dedos de ventura, está en potencia propincua de ser el mayor
señor del mundo. Pero, pase adelante la señora Dolorida, que a mí se me
trasluce que le falta por contar lo amargo desta hasta aquí dulce historia.
— Y ¡cómo si queda lo amargo! —respondió la condesa—, y tan amargo que en su
comparación son dulces las tueras y sabrosas las adelfas. «Muerta, pues, la
reina, y no desmayada, la enterramos; y, apenas la cubrimos con la tierra
y apenas le dimos el último vale, cuando,
quis talia fando temperet a lachrymis?,
puesto sobre un caballo de madera, pareció encima de la sepultura de la
reina el gigante Malambruno, primo cormano de Maguncia, que junto con ser
cruel era encantador, el cual con sus artes, en venganza de la muerte de su
cormana, y por castigo del atrevimiento de don Clavijo, y por despecho de
la demasía de Antonomasia, los dejó encantados sobre la mesma sepultura: a
ella, convertida en una jimia de bronce, y a él, en un espantoso cocodrilo
de un metal no conocido, y entre los dos está un padrón, asimismo de metal,
y en él escritas en lengua siríaca unas letras que, habiéndose declarado en
la candayesca, y ahora en la castellana, encierran esta sentencia: "No
cobrarán su primera forma estos dos atrevidos amantes hasta que el valeroso
manchego venga conmigo a las manos en singular batalla, que para solo su
gran valor guardan los hados esta nunca vista aventura". Hecho esto, sacó
de la vaina un ancho y desmesurado alfanje, y, asiéndome a mí por los
cabellos, hizo finta de querer segarme la gola y cortarme cercen la cabeza.
Turbéme, pegóseme la voz a la garganta, quedé mohína en todo estremo, pero,
con todo, me esforcé lo más que pude, y, con voz tembladora y doliente, le
dije tantas y tales cosas, que le hicieron suspender la ejecución de tan
riguroso castigo. Finalmente, hizo traer ante sí todas las dueñas de
palacio, que fueron estas que están presentes, y, después de haber
exagerado nuestra culpa y vituperado las condiciones de las dueñas, sus
malas mañas y peores trazas, y cargando a todas la culpa que yo sola tenía,
dijo que no quería con pena capital castigarnos, sino con otras penas
dilatadas, que nos diesen una muerte civil y continua; y, en aquel mismo
momento y punto que acabó de decir esto, sentimos todas que se nos abrían
los poros de la cara, y que por toda ella nos punzaban como con puntas de
agujas. Acudimos luego con las manos a los rostros, y hallámonos de la
manera que ahora veréis.»
Y luego la Dolorida y las demás dueñas alzaron los antifaces con que
cubiertas venían, y descubrieron los rostros, todos poblados de barbas,
cuáles rubias, cuáles negras, cuáles blancas y cuáles albarrazadas, de cuya
vista mostraron quedar admirados el duque y la duquesa, pasmados don
Quijote y Sancho, y atónitos todos los presentes.
Y la Trifaldi prosiguió:
— «Desta manera nos castigó aquel follón y malintencionado de Malambruno,
cubriendo la blandura y morbidez de nuestros rostros con la aspereza destas
cerdas, que pluguiera al cielo que antes con su desmesurado alfanje nos
hubiera derribado las testas, que no que nos asombrara la luz de nuestras
caras con esta borra que nos cubre; porque si entramos en cuenta, señores
míos (y esto que voy a decir agora lo quisiera decir hechos mis ojos
fuentes, pero la consideración de nuestra desgracia, y los mares que hasta
aquí han llovido, los tienen sin humor y secos como aristas, y así, lo diré
sin lágrimas), digo, pues, que ¿adónde podrá ir una dueña con barbas? ¿Qué
padre o qué madre se dolerá della? ¿Quién la dará ayuda? Pues, aun cuando
tiene la tez lisa y el rostro martirizado con mil suertes de menjurjes y
mudas, apenas halla quien bien la quiera, ¿qué hará cuando descubra hecho
un bosque su rostro? ¡Oh dueñas y compañeras mías, en desdichado punto
nacimos, en hora menguada nuestros padres nos engendraron!»
Y, diciendo esto, dio muestras de desmayarse.
Capítulo XL. De cosas que atañen y tocan a esta aventura y a esta
memorable historia
Real y verdaderamente, todos los que gustan de semejantes historias como
ésta deben de mostrarse agradecidos a Cide Hamete, su autor primero, por la
curiosidad que tuvo en contarnos las semínimas della, sin dejar cosa, por
menuda que fuese, que no la sacase a luz distintamente: pinta los
pensamientos, descubre las imaginaciones, responde a las tácitas, aclara
las dudas, resuelve los argumentos; finalmente, los átomos del más curioso
deseo manifiesta. ¡Oh autor celebérrimo! ¡Oh don Quijote dichoso! ¡Oh
Dulcinea famosa! ¡Oh Sancho Panza gracioso! Todos juntos y cada uno de por
sí viváis siglos infinitos, para gusto y general pasatiempo de los
vivientes.
Dice, pues, la historia que, así como Sancho vio desmayada a la Dolorida,
dijo:
— Por la fe de hombre de bien, juro, y por el siglo de todos mis pasados los
Panzas, que jamás he oído ni visto, ni mi amo me ha contado, ni en su
pensamiento ha cabido, semejante aventura como ésta. Válgate mil satanases,
por no maldecirte por encantador y gigante, Malambruno; y ¿no hallaste otro
género de castigo que dar a estas pecadoras sino el de barbarlas? ¿Cómo y
no fuera mejor, y a ellas les estuviera más a cuento, quitarles la mitad de
las narices de medio arriba, aunque hablaran gangoso, que no ponerles
barbas? Apostaré yo que no tienen hacienda para pagar a quien las rape.
— Así es la verdad, señor —respondió una de las doce—, que no tenemos
hacienda para mondarnos; y así, hemos tomado algunas de nosotras por
remedio ahorrativo de usar de unos pegotes o parches pegajosos, y
aplicándolos a los rostros, y tirando de golpe, quedamos rasas y lisas como
fondo de mortero de piedra; que, puesto que hay en Candaya mujeres que
andan de casa en casa a quitar el vello y a pulir las cejas y hacer otros
menjurjes tocantes a mujeres, nosotras las dueñas de mi señora por jamás
quisimos admitirlas, porque las más oliscan a terceras, habiendo dejado de
ser primas; y si por el señor don Quijote no somos remediadas, con barbas
nos llevarán a la sepultura.
— Yo me pelaría las mías —dijo don Quijote— en tierra de moros, si no
remediase las vuestras.
A este punto, volvió de su desmayo la Trifaldi y dijo:
— El retintín desa promesa, valeroso caballero, en medio de mi desmayo llegó
a mis oídos, y ha sido parte para que yo dél vuelva y cobre todos mis
sentidos; y así, de nuevo os suplico, andante ínclito y señor indomable,
vuestra graciosa promesa se convierta en obra.
— Por mí no quedará —respondió don Quijote—: ved, señora, qué es lo que
tengo de hacer, que el ánimo está muy pronto para serviros.
— Es el caso —respondió la Dolorida —que desde aquí al reino de Candaya, si
se va por tierra, hay cinco mil leguas, dos más a menos; pero si se va por
el aire y por la línea recta, hay tres mil y docientas y veinte y siete. Es
también de saber que Malambruno me dijo que cuando la suerte me deparase al
caballero nuestro libertador, que él le enviaría una cabalgadura harto
mejor y con menos malicias que las que son de retorno, porque ha de ser
aquel mesmo caballo de madera sobre quien llevó el valeroso Pierres robada
a la linda Magalona, el cual caballo se rige por una clavija que tiene en
la frente, que le sirve de freno, y vuela por el aire con tanta ligereza
que parece que los mesmos diablos le llevan. Este tal caballo, según es
tradición antigua, fue compuesto por aquel sabio Merlín; prestósele a
Pierres, que era su amigo, con el cual hizo grandes viajes, y robó, como se
ha dicho, a la linda Magalona, llevándola a las ancas por el aire, dejando
embobados a cuantos desde la tierra los miraban; y no le prestaba sino a
quien él quería, o mejor se lo pagaba; y desde el gran Pierres hasta
ahora no sabemos que haya subido alguno en él. De allí le ha sacado
Malambruno con sus artes, y le tiene en su poder, y se sirve dél en sus
viajes, que los hace por momentos, por diversas partes del mundo, y hoy
está aquí y mañana en Francia y otro día en Potosí; y es lo bueno que el
tal caballo ni come, ni duerme ni gasta herraduras, y lleva un portante por
los aires, sin tener alas, que el que lleva encima puede llevar una taza
llena de agua en la mano sin que se le derrame gota, según camina llano y
reposado; por lo cual la linda Magalona se holgaba mucho de andar caballera
en él.
A esto dijo Sancho:
— Para andar reposado y llano, mi rucio, puesto que no anda por los aires;
pero por la tierra, yo le cutiré con cuantos portantes hay en el mundo.
Riéronse todos, y la Dolorida prosiguió:
— Y este tal caballo, si es que Malambruno quiere dar fin a nuestra
desgracia, antes que sea media hora entrada la noche, estará en nuestra
presencia, porque él me significó que la señal que me daría por donde yo
entendiese que había hallado el caballero que buscaba, sería enviarme el
caballo, donde fuese con comodidad y presteza.
— Y ¿cuántos caben en ese caballo? —preguntó Sancho.
La Dolorida respondió:
— Dos personas: la una en la silla y la otra en las ancas; y, por la mayor
parte, estas tales dos personas son caballero y escudero, cuando falta
alguna robada doncella.
— Querría yo saber, señora Dolorida —dijo Sancho—, qué nombre tiene ese
caballo.
— El nombre —respondió la Dolorida— no es como el caballo de Belorofonte,
que se llamaba Pegaso, ni como el del Magno Alejandro, llamado Bucéfalo, ni
como el del furioso Orlando, cuyo nombre fue Brilladoro, ni menos Bayarte,
que fue el de Reinaldos de Montalbán, ni Frontino, como el de Rugero, ni
Bootes ni Peritoa, como dicen que se llaman los del Sol, ni tampoco se
llama Orelia, como el caballo en que el desdichado Rodrigo, último rey de
los godos, entró en la batalla donde perdió la vida y el reino.
— Yo apostaré —dijo Sancho— que, pues no le han dado ninguno desos famosos
nombres de caballos tan conocidos, que tampoco le habrán dado el de mi amo,
Rocinante, que en ser propio excede a todos los que se han nombrado.
— Así es —respondió la barbada condesa—, pero todavía le cuadra mucho,
porque se llama Clavileño el Alígero, cuyo nombre conviene con el ser de
leño, y con la clavija que trae en la frente, y con la ligereza con que
lueñes tierras viene a buscarme, no debe ser de aquellas que el boticario
tenía en su número, cuanto más que ésta es condesa, y cuando las condesas
sirven de dueñas, será sirviendo a reinas y a emperatrices, que en sus
casas son señorísimas que se sirven de otras dueñas.
A esto respondió doña Rodríguez, que se halló presente:
— Dueñas tiene mi señora la duquesa en su servicio, que pudieran ser
condesas si la fortuna quisiera, pero allá van leyes do quieren reyes; y
nadie diga mal de las dueñas, y más de las antiguas y doncellas; que,
aunque yo no lo soy, bien se me alcanza y se me trasluce la ventaja que
hace una dueña doncella a una dueña viuda; y quien a nosotras trasquiló,
las tijeras le quedaron en la mano.
— Con todo eso —replicó Sancho—, hay tanto que trasquilar en las dueñas,
según mi barbero, cuanto será mejor no menear el arroz, aunque se pegue.
— Siempre los escuderos —respondió doña Rodríguez— son enemigos nuestros;
que, como son duendes de las antesalas y nos veen a cada paso, los ratos
que no rezan, que son muchos, los gastan en murmurar de nosotras,
desenterrándonos los huesos y enterrándonos la fama. Pues mándoles yo a los
leños movibles, que, mal que les pese, hemos de vivir en el mundo, y en las
casas principales, aunque muramos de hambre y cubramos con un negro monjil
nuestras delicadas o no delicadas carnes, como quien cubre o tapa un
muladar con un tapiz en día de procesión. A fe que si me fuera dado, y el
tiempo lo pidiera, que yo diera a entender, no sólo a los presentes, sino a
todo el mundo, cómo no hay virtud que no se encierre en una dueña.
— Yo creo —dijo la duquesa— que mi buena doña Rodríguez tiene razón, y muy
grande; pero conviene que aguarde tiempo para volver por sí y por las demás
dueñas, para confundir la mala opinión de aquel mal boticario, y
desarraigar la que tiene en su pecho el gran Sancho Panza.
A lo que Sancho respondió:
— Después que tengo humos de gobernador se me han quitado los váguidos de
escudero, y no se me da por cuantas dueñas hay un cabrahígo.
Adelante pasaran con el coloquio dueñesco, si no oyeran que el pífaro y los
tambores volvían a sonar, por donde entendieron que la dueña Dolorida
entraba. Preguntó la duquesa al duque si sería bien ir a recebirla, pues
era condesa y persona principal.
— Por lo que tiene de condesa —respondió Sancho, antes que el duque
respondiese—, bien estoy en que vuestras grandezas salgan a recebirla; pero
por lo de dueña, soy de parecer que no se muevan un paso.
— ¿Quién te mete a ti en esto, Sancho? —dijo don Quijote.
— ¿Quién, señor? —respondió Sancho—. Yo me meto, que puedo meterme, como
escudero que ha aprendido los términos de la cortesía en la escuela de
vuesa merced, que es el más cortés y bien criado caballero que hay en toda
la cortesanía; y en estas cosas, según he oído decir a vuesa merced, tanto
se pierde por carta de más como por carta de menos; y al buen entendedor,
pocas palabras.
— Así es, como Sancho dice —dijo el duque—: veremos el talle de la condesa,
y por él tantearemos la cortesía que se le debe.
En esto, entraron los tambores y el pífaro, como la vez primera.
Y aquí, con este breve capítulo, dio fin el autor, y comenzó el otro,
siguiendo la mesma aventura, que es una de las más notables de la historia.
Capítulo XXXVIII. Donde se cuenta la que dio de su mala andanza la dueña
Dolorida
Detrás de los tristes músicos comenzaron a entrar por el jardín adelante
hasta cantidad de doce dueñas, repartidas en dos hileras, todas vestidas de
unos monjiles anchos, al parecer, de anascote batanado, con unas tocas
blancas de delgado canequí, tan luengas que sólo el ribete del monjil
descubrían. Tras ellas venía la condesa Trifaldi, a quien traía de la mano
el escudero Trifaldín de la Blanca Barba, vestida de finísima y negra
bayeta por frisar, que, a venir frisada, descubriera cada grano del grandor
de un garbanzo de los buenos de Martos. La cola, o falda, o como llamarla
quisieren, era de tres puntas, las cuales se sustentaban en las manos de
tres pajes, asimesmo vestidos de luto, haciendo una vistosa y matemática
figura con aquellos tres ángulos acutos que las tres puntas formaban, por
lo cual cayeron todos los que la falda puntiaguda miraron que por ella se
debía llamar la condesa Trifaldi, como si dijésemos la condesa de las Tres
Faldas; y así dice Benengeli que fue verdad, y que de su propio apellido se
llama la condesa Lobuna, a causa que se criaban en su condado muchos lobos,
y que si como eran lobos fueran zorras, la llamaran la condesa Zorruna, por
ser costumbre en aquellas partes tomar los señores la denominación de sus
nombres de la cosa o cosas en que más sus estados abundan; empero esta
condesa, por favorecer la novedad de su falda, dejó el Lobuna y tomó el
Trifaldi.
Venían las doce dueñas y la señora a paso de procesión, cubiertos los
rostros con unos velos negros y no trasparentes como el de Trifaldín, sino
tan apretados que ninguna cosa se traslucían.
Así como acabó de parecer el dueñesco escuadrón, el duque, la duquesa y don
Quijote se pusieron en pie, y todos aquellos que la espaciosa procesión
miraban. Pararon las doce dueñas y hicieron calle, por medio de la cual la
Dolorida se adelantó, sin dejarla de la mano Trifaldín, viendo lo cual el
duque, la duquesa y don Quijote, se adelantaron obra de doce pasos a
recebirla. Ella, puesta las rodillas en el suelo, con voz antes basta y
ronca que sutil y dilicada, dijo:
— Vuestras grandezas sean servidas de no hacer tanta cortesía a este su
criado; digo, a esta su criada, porque, según soy de dolorida, no acertaré
a responder a lo que debo, a causa que mi estraña y jamás vista desdicha me
ha llevado el entendimiento no sé adónde, y debe de ser muy lejos, pues
cuanto más le busco menos le hallo.
— Sin él estaría —respondió el duque—, señora condesa, el que no descubriese
por vuestra persona vuestro valor, el cual, sin más ver, es merecedor de
toda la nata de la cortesía y de toda la flor de las bien criadas
ceremonias.
Y, levantándola de la mano, la llevó a asentar en una silla junto a la
duquesa, la cual la recibió asimismo con mucho comedimiento.
Don Quijote callaba, y Sancho andaba muerto por ver el rostro de la
Trifaldi y de alguna de sus muchas dueñas, pero no fue posible hasta que
ellas de su grado y voluntad se descubrieron.
Sosegados todos y puestos en silencio, estaban esperando quién le había de
romper, y fue la dueña Dolorida con estas palabras:
— Confiada estoy, señor poderosísimo, hermosísima señora y discretísimos
circunstantes, que ha de hallar mi cuitísima en vuestros valerosísimos
pechos acogimiento no menos plácido que generoso y doloroso, porque ella es
tal, que es bastante a enternecer los mármoles, y a ablandar los diamantes,
y a molificar los aceros de los más endurecidos corazones del mundo; pero,
antes que salga a la plaza de vuestros oídos, por no decir orejas, quisiera
que me hicieran sabidora si está en este gremio, corro y compañía el
acendradísimo caballero don Quijote de la Manchísima y su escuderísimo
Panza.
— El Panza —antes que otro respondiese, dijo Sancho— aquí esta, y el don
Quijotísimo asimismo; y así, podréis, dolorosísima dueñísima, decir lo que
quisieridísimis, que todos estamos prontos y aparejadísimos a ser vuestros
servidorísimos.
En esto se levantó don Quijote, y, encaminando sus razones a la Dolorida
dueña, dijo:
— Si vuestras cuitas, angustiada señora, se pueden prometer alguna esperanza
de remedio por algún valor o fuerzas de algún andante caballero, aquí están
las mías, que, aunque flacas y breves, todas se emplearán en vuestro
servicio. Yo soy don Quijote de la Mancha, cuyo asumpto es acudir a toda
suerte de menesterosos, y, siendo esto así, como lo es, no habéis menester,
señora, captar benevolencias ni buscar preámbulos, sino, a la llana y sin
rodeos, decir vuestros males, que oídos os escuchan que sabrán, si no
remediarlos, dolerse dellos.
Oyendo lo cual, la Dolorida dueña hizo señal de querer arrojarse a los pies
de don Quijote, y aun se arrojó, y, pugnando por abrazárselos, decía:
— Ante estos pies y piernas me arrojo, ¡oh caballero invicto!, por ser los
que son basas y colunas de la andante caballería; estos pies quiero besar,
de cuyos pasos pende y cuelga todo el remedio de mi desgracia, ¡oh valeroso
andante, cuyas verdaderas fazañas dejan atrás y escurecen las fabulosas de
los Amadises, Esplandianes y Belianises!
Y, dejando a don Quijote, se volvió a Sancho Panza, y, asiéndole de las
manos, le dijo:
— ¡Oh tú, el más leal escudero que jamás sirvió a caballero andante en los
presentes ni en los pasados siglos, más luengo en bondad que la barba de
Trifaldín, mi acompañador, que está presente!, bien puedes preciarte que en
servir al gran don Quijote sirves en cifra a toda la caterva de caballeros
que han tratado las armas en el mundo. Conjúrote, por lo que debes a tu
bondad fidelísima, me seas buen intercesor con tu dueño, para que luego
favorezca a esta humilísima y desdichadísima condesa.
A lo que respondió Sancho:
— De que sea mi bondad, señoría mía, tan larga y grande como la barba de
vuestro escudero, a mí me hace muy poco al caso; barbada y con bigotes
tenga yo mi alma cuando desta vida vaya, que es lo que importa, que de las
barbas de acá poco o nada me curo; pero, sin esas socaliñas ni plegarias,
yo rogaré a mi amo, que sé que me quiere bien, y más agora que me ha
menester para cierto negocio, que favorezca y ayude a vuesa merced en todo
lo que pudiere. Vuesa merced desembaúle su cuita y cuéntenosla, y deje
hacer, que todos nos entenderemos.
Reventaban de risa con estas cosas los duques, como aquellos que habían
tomado el pulso a la tal aventura, y alababan entre sí la agudeza y
disimulación de la Trifaldi, la cual, volviéndose a sentar, dijo:
— «Del famoso reino de Candaya, que cae entre la gran Trapobana y el mar del
Sur, dos leguas más allá del cabo Comorín, fue señora la reina doña
Maguncia, viuda del rey Archipiela, su señor y marido, de cuyo matrimonio
tuvieron y procrearon a la infanta Antonomasia, heredera del reino, la cual
dicha infanta Antonomasia se crió y creció debajo de mi tutela y doctrina,
por ser yo la más antigua y la más principal dueña de su madre. Sucedió,
pues, que, yendo días y viniendo días, la niña Antonomasia llegó a edad de
catorce años, con tan gran perfeción de hermosura, que no la pudo subir más
de punto la naturaleza. ¡Pues digamos agora que la discreción era mocosa!
Así era discreta como bella, y era la más bella del mundo, y lo es, si ya
los hados invidiosos y las parcas endurecidas no la han cortado la estambre
de la vida. Pero no habrán, que no han de permitir los cielos que se haga
tanto mal a la tierra como sería llevarse en agraz el racimo del más
hermoso veduño del suelo. De esta hermosura, y no como se debe encarecida
de mi torpe lengua, se enamoró un número infinito de príncipes, así
naturales como estranjeros, entre los cuales osó levantar los pensamientos
al cielo de tanta belleza un caballero particular que en la corte estaba,
confiado en su mocedad y en su bizarría, y en sus muchas habilidades y
gracias, y facilidad y felicidad de ingenio; porque hago saber a vuestras
grandezas, si no lo tienen por enojo, que tocaba una guitarra que la hacía
hablar, y más que era poeta y gran bailarín, y sabía hacer una jaula de
pájaros, que solamente a hacerlas pudiera ganar la vida cuando se viera en
estrema necesidad, que todas estas partes y gracias son bastantes a
derribar una montaña, no que una delicada doncella. Pero toda su gentileza
y buen donaire y todas sus gracias y habilidades fueran poca o ninguna
parte para rendir la fortaleza de mi niña, si el ladrón desuellacaras no
usara del remedio de rendirme a mí primero. Primero quiso el malandrín y
desalmado vagamundo granjearme la voluntad y cohecharme el gusto, para que
yo, mal alcaide, le entregase las llaves de la fortaleza que guardaba. En
resolución: él me aduló el entendimiento y me rindió la voluntad con no sé
qué dijes y brincos que me dio, pero lo que más me hizo postrar y dar
conmigo por el suelo fueron unas coplas que le oí cantar una noche desde
una reja que caía a una callejuela donde él estaba, que, si mal no me
acuerdo, decían:
De la dulce mi enemiga
nace un mal que al alma hiere,
y, por más tormento, quiere
que se sienta y no se diga.
Parecióme la trova de perlas, y su voz de almíbar, y después acá, digo,
desde entonces, viendo el mal en que caí por estos y otros semejantes
versos, he considerado que de las buenas y concertadas repúblicas se habían
de desterrar los poetas, como aconsejaba Platón, a lo menos, los lascivos,
porque escriben unas coplas, no como las del marqués de Mantua, que
entretienen y hacen llorar los niños y a las mujeres, sino unas agudezas
que, a modo de blandas espinas, os atraviesan el alma, y como rayos os
hieren en ella, dejando sano el vestido. Y otra vez cantó:
Ven, muerte, tan escondida
que no te sienta venir,
porque el placer del morir
no me torne a dar la vida.
Y deste jaez otras coplitas y estrambotes, que cantados encantan y escritos
suspenden. Pues, ¿qué cuando se humillan a componer un género de verso que
en Candaya se usaba entonces, a quien ellos llamaban seguidillas? Allí era
el brincar de las almas, el retozar de la risa, el desasosiego de los
cuerpos y, finalmente, el azogue de todos los sentidos. Y así, digo,
señores míos, que los tales trovadores con justo título los debían
desterrar a las islas de los Lagartos. Pero no tienen ellos la culpa, sino
los simples que los alaban y las bobas que los creen; y si yo fuera la
buena dueña que debía, no me habían de mover sus trasnochados conceptos, ni
había de creer ser verdad aquel decir: "Vivo muriendo, ardo en el yelo,
tiemblo en el fuego, espero sin esperanza, pártome y quédome", con otros
imposibles desta ralea, de que están sus escritos llenos. Pues, ¿qué cuando
prometen el fénix de Arabia, la corona de Aridiana, los caballos del Sol,
del Sur las perlas, de Tíbar el oro y de Pancaya el bálsamo? Aquí es donde
ellos alargan más la pluma, como les cuesta poco prometer lo que jamás
piensan ni pueden cumplir. Pero, ¿dónde me divierto? ¡Ay de mí, desdichada!
¿Qué locura o qué desatino me lleva a contar las ajenas faltas, teniendo
tanto que decir de las mías? ¡Ay de mí, otra vez, sin ventura!, que no me
rindieron los versos, sino mi simplicidad; no me ablandaron las músicas,
sino mi liviandad: mi mucha ignorancia y mi poco advertimiento abrieron el
camino y desembarazaron la senda a los pasos de don Clavijo, que éste es el
nombre del referido caballero; y así, siendo yo la medianera, él se halló
una y muy muchas veces en la estancia de la por mí, y no por él, engañada
Antonomasia, debajo del título de verdadero esposo; que, aunque pecadora,
no consintiera que sin ser su marido la llegara a la vira de la suela de
sus zapatillas. ¡No, no, eso no: el matrimonio ha de ir adelante en
cualquier negocio destos que por mí se tratare! Solamente hubo un daño en
este negocio, que fue el de la desigualdad, por ser don Clavijo un
caballero particular, y la infanta Antonomasia heredera, como ya he dicho,
del reino. Algunos días estuvo encubierta y solapada en la sagacidad de mi
recato esta maraña, hasta que me pareció que la iba descubriendo a más
andar no sé qué hinchazón del vientre de Antonomasia, cuyo temor nos hizo
entrar en bureo a los tres, y salió dél que, antes que se saliese a luz el
mal recado, don Clavijo pidiese ante el vicario por su mujer a Antonomasia,
en fe de una cédula que de ser su esposa la infanta le había hecho, notada
por mi ingenio, con tanta fuerza, que las de Sansón no pudieran romperla.
Hiciéronse las diligencias, vio el vicario la cédula, tomó el tal vicario
la confesión a la señora, confesó de plano, mandóla depositar en casa de un
alguacil de corte muy honrado...»
A esta sazón, dijo Sancho:
— También en Candaya hay alguaciles de corte, poetas y seguidillas, por lo
que puedo jurar que imagino que todo el mundo es uno. Pero dése vuesa
merced priesa, señora Trifaldi, que es tarde y ya me muero por saber el fin
desta tan larga historia.
— Sí haré —respondió la condesa.
Capítulo XXXIX. Donde la Trifaldi prosigue su estupenda y memorable
historia
De cualquiera palabra que Sancho decía, la duquesa gustaba tanto como se
desesperaba don Quijote; y, mandándole que callase, la Dolorida prosiguió
diciendo:
— «En fin, al cabo de muchas demandas y respuestas, como la infanta se
estaba siempre en sus trece, sin salir ni variar de la primera declaración,
el vicario sentenció en favor de don Clavijo, y se la entregó por su
legítima esposa, de lo que recibió tanto enojo la reina doña Maguncia,
madre de la infanta Antonomasia, que dentro de tres días la enterramos.»
— Debió de morir, sin duda —dijo Sancho.
— ¡Claro está! —respondió Trifaldín—, que en Candaya no se entierran las
personas vivas, sino las muertas.
— Ya se ha visto, señor escudero —replicó Sancho—, enterrar un desmayado
creyendo ser muerto, y parecíame a mí que estaba la reina Maguncia obligada
a desmayarse antes que a morirse; que con la vida muchas cosas se remedian,
y no fue tan grande el disparate de la infanta que obligase a sentirle
tanto. Cuando se hubiera casado esa señora con algún paje suyo, o con otro
criado de su casa, como han hecho otras muchas, según he oído decir, fuera
el daño sin remedio; pero el haberse casado con un caballero tan
gentilhombre y tan entendido como aquí nos le han pintado, en verdad en
verdad que, aunque fue necedad, no fue tan grande como se piensa; porque,
según las reglas de mi señor, que está presente y no me dejará mentir, así
como se hacen de los hombres letrados los obispos, se pueden hacer de los
caballeros, y más si son andantes, los reyes y los emperadores.
— Razón tienes, Sancho —dijo don Quijote—, porque un caballero andante, como
tenga dos dedos de ventura, está en potencia propincua de ser el mayor
señor del mundo. Pero, pase adelante la señora Dolorida, que a mí se me
trasluce que le falta por contar lo amargo desta hasta aquí dulce historia.
— Y ¡cómo si queda lo amargo! —respondió la condesa—, y tan amargo que en su
comparación son dulces las tueras y sabrosas las adelfas. «Muerta, pues, la
reina, y no desmayada, la enterramos; y, apenas la cubrimos con la tierra
y apenas le dimos el último vale, cuando,
quis talia fando temperet a lachrymis?,
puesto sobre un caballo de madera, pareció encima de la sepultura de la
reina el gigante Malambruno, primo cormano de Maguncia, que junto con ser
cruel era encantador, el cual con sus artes, en venganza de la muerte de su
cormana, y por castigo del atrevimiento de don Clavijo, y por despecho de
la demasía de Antonomasia, los dejó encantados sobre la mesma sepultura: a
ella, convertida en una jimia de bronce, y a él, en un espantoso cocodrilo
de un metal no conocido, y entre los dos está un padrón, asimismo de metal,
y en él escritas en lengua siríaca unas letras que, habiéndose declarado en
la candayesca, y ahora en la castellana, encierran esta sentencia: "No
cobrarán su primera forma estos dos atrevidos amantes hasta que el valeroso
manchego venga conmigo a las manos en singular batalla, que para solo su
gran valor guardan los hados esta nunca vista aventura". Hecho esto, sacó
de la vaina un ancho y desmesurado alfanje, y, asiéndome a mí por los
cabellos, hizo finta de querer segarme la gola y cortarme cercen la cabeza.
Turbéme, pegóseme la voz a la garganta, quedé mohína en todo estremo, pero,
con todo, me esforcé lo más que pude, y, con voz tembladora y doliente, le
dije tantas y tales cosas, que le hicieron suspender la ejecución de tan
riguroso castigo. Finalmente, hizo traer ante sí todas las dueñas de
palacio, que fueron estas que están presentes, y, después de haber
exagerado nuestra culpa y vituperado las condiciones de las dueñas, sus
malas mañas y peores trazas, y cargando a todas la culpa que yo sola tenía,
dijo que no quería con pena capital castigarnos, sino con otras penas
dilatadas, que nos diesen una muerte civil y continua; y, en aquel mismo
momento y punto que acabó de decir esto, sentimos todas que se nos abrían
los poros de la cara, y que por toda ella nos punzaban como con puntas de
agujas. Acudimos luego con las manos a los rostros, y hallámonos de la
manera que ahora veréis.»
Y luego la Dolorida y las demás dueñas alzaron los antifaces con que
cubiertas venían, y descubrieron los rostros, todos poblados de barbas,
cuáles rubias, cuáles negras, cuáles blancas y cuáles albarrazadas, de cuya
vista mostraron quedar admirados el duque y la duquesa, pasmados don
Quijote y Sancho, y atónitos todos los presentes.
Y la Trifaldi prosiguió:
— «Desta manera nos castigó aquel follón y malintencionado de Malambruno,
cubriendo la blandura y morbidez de nuestros rostros con la aspereza destas
cerdas, que pluguiera al cielo que antes con su desmesurado alfanje nos
hubiera derribado las testas, que no que nos asombrara la luz de nuestras
caras con esta borra que nos cubre; porque si entramos en cuenta, señores
míos (y esto que voy a decir agora lo quisiera decir hechos mis ojos
fuentes, pero la consideración de nuestra desgracia, y los mares que hasta
aquí han llovido, los tienen sin humor y secos como aristas, y así, lo diré
sin lágrimas), digo, pues, que ¿adónde podrá ir una dueña con barbas? ¿Qué
padre o qué madre se dolerá della? ¿Quién la dará ayuda? Pues, aun cuando
tiene la tez lisa y el rostro martirizado con mil suertes de menjurjes y
mudas, apenas halla quien bien la quiera, ¿qué hará cuando descubra hecho
un bosque su rostro? ¡Oh dueñas y compañeras mías, en desdichado punto
nacimos, en hora menguada nuestros padres nos engendraron!»
Y, diciendo esto, dio muestras de desmayarse.
Capítulo XL. De cosas que atañen y tocan a esta aventura y a esta
memorable historia
Real y verdaderamente, todos los que gustan de semejantes historias como
ésta deben de mostrarse agradecidos a Cide Hamete, su autor primero, por la
curiosidad que tuvo en contarnos las semínimas della, sin dejar cosa, por
menuda que fuese, que no la sacase a luz distintamente: pinta los
pensamientos, descubre las imaginaciones, responde a las tácitas, aclara
las dudas, resuelve los argumentos; finalmente, los átomos del más curioso
deseo manifiesta. ¡Oh autor celebérrimo! ¡Oh don Quijote dichoso! ¡Oh
Dulcinea famosa! ¡Oh Sancho Panza gracioso! Todos juntos y cada uno de por
sí viváis siglos infinitos, para gusto y general pasatiempo de los
vivientes.
Dice, pues, la historia que, así como Sancho vio desmayada a la Dolorida,
dijo:
— Por la fe de hombre de bien, juro, y por el siglo de todos mis pasados los
Panzas, que jamás he oído ni visto, ni mi amo me ha contado, ni en su
pensamiento ha cabido, semejante aventura como ésta. Válgate mil satanases,
por no maldecirte por encantador y gigante, Malambruno; y ¿no hallaste otro
género de castigo que dar a estas pecadoras sino el de barbarlas? ¿Cómo y
no fuera mejor, y a ellas les estuviera más a cuento, quitarles la mitad de
las narices de medio arriba, aunque hablaran gangoso, que no ponerles
barbas? Apostaré yo que no tienen hacienda para pagar a quien las rape.
— Así es la verdad, señor —respondió una de las doce—, que no tenemos
hacienda para mondarnos; y así, hemos tomado algunas de nosotras por
remedio ahorrativo de usar de unos pegotes o parches pegajosos, y
aplicándolos a los rostros, y tirando de golpe, quedamos rasas y lisas como
fondo de mortero de piedra; que, puesto que hay en Candaya mujeres que
andan de casa en casa a quitar el vello y a pulir las cejas y hacer otros
menjurjes tocantes a mujeres, nosotras las dueñas de mi señora por jamás
quisimos admitirlas, porque las más oliscan a terceras, habiendo dejado de
ser primas; y si por el señor don Quijote no somos remediadas, con barbas
nos llevarán a la sepultura.
— Yo me pelaría las mías —dijo don Quijote— en tierra de moros, si no
remediase las vuestras.
A este punto, volvió de su desmayo la Trifaldi y dijo:
— El retintín desa promesa, valeroso caballero, en medio de mi desmayo llegó
a mis oídos, y ha sido parte para que yo dél vuelva y cobre todos mis
sentidos; y así, de nuevo os suplico, andante ínclito y señor indomable,
vuestra graciosa promesa se convierta en obra.
— Por mí no quedará —respondió don Quijote—: ved, señora, qué es lo que
tengo de hacer, que el ánimo está muy pronto para serviros.
— Es el caso —respondió la Dolorida —que desde aquí al reino de Candaya, si
se va por tierra, hay cinco mil leguas, dos más a menos; pero si se va por
el aire y por la línea recta, hay tres mil y docientas y veinte y siete. Es
también de saber que Malambruno me dijo que cuando la suerte me deparase al
caballero nuestro libertador, que él le enviaría una cabalgadura harto
mejor y con menos malicias que las que son de retorno, porque ha de ser
aquel mesmo caballo de madera sobre quien llevó el valeroso Pierres robada
a la linda Magalona, el cual caballo se rige por una clavija que tiene en
la frente, que le sirve de freno, y vuela por el aire con tanta ligereza
que parece que los mesmos diablos le llevan. Este tal caballo, según es
tradición antigua, fue compuesto por aquel sabio Merlín; prestósele a
Pierres, que era su amigo, con el cual hizo grandes viajes, y robó, como se
ha dicho, a la linda Magalona, llevándola a las ancas por el aire, dejando
embobados a cuantos desde la tierra los miraban; y no le prestaba sino a
quien él quería, o mejor se lo pagaba; y desde el gran Pierres hasta
ahora no sabemos que haya subido alguno en él. De allí le ha sacado
Malambruno con sus artes, y le tiene en su poder, y se sirve dél en sus
viajes, que los hace por momentos, por diversas partes del mundo, y hoy
está aquí y mañana en Francia y otro día en Potosí; y es lo bueno que el
tal caballo ni come, ni duerme ni gasta herraduras, y lleva un portante por
los aires, sin tener alas, que el que lleva encima puede llevar una taza
llena de agua en la mano sin que se le derrame gota, según camina llano y
reposado; por lo cual la linda Magalona se holgaba mucho de andar caballera
en él.
A esto dijo Sancho:
— Para andar reposado y llano, mi rucio, puesto que no anda por los aires;
pero por la tierra, yo le cutiré con cuantos portantes hay en el mundo.
Riéronse todos, y la Dolorida prosiguió:
— Y este tal caballo, si es que Malambruno quiere dar fin a nuestra
desgracia, antes que sea media hora entrada la noche, estará en nuestra
presencia, porque él me significó que la señal que me daría por donde yo
entendiese que había hallado el caballero que buscaba, sería enviarme el
caballo, donde fuese con comodidad y presteza.
— Y ¿cuántos caben en ese caballo? —preguntó Sancho.
La Dolorida respondió:
— Dos personas: la una en la silla y la otra en las ancas; y, por la mayor
parte, estas tales dos personas son caballero y escudero, cuando falta
alguna robada doncella.
— Querría yo saber, señora Dolorida —dijo Sancho—, qué nombre tiene ese
caballo.
— El nombre —respondió la Dolorida— no es como el caballo de Belorofonte,
que se llamaba Pegaso, ni como el del Magno Alejandro, llamado Bucéfalo, ni
como el del furioso Orlando, cuyo nombre fue Brilladoro, ni menos Bayarte,
que fue el de Reinaldos de Montalbán, ni Frontino, como el de Rugero, ni
Bootes ni Peritoa, como dicen que se llaman los del Sol, ni tampoco se
llama Orelia, como el caballo en que el desdichado Rodrigo, último rey de
los godos, entró en la batalla donde perdió la vida y el reino.
— Yo apostaré —dijo Sancho— que, pues no le han dado ninguno desos famosos
nombres de caballos tan conocidos, que tampoco le habrán dado el de mi amo,
Rocinante, que en ser propio excede a todos los que se han nombrado.
— Así es —respondió la barbada condesa—, pero todavía le cuadra mucho,
porque se llama Clavileño el Alígero, cuyo nombre conviene con el ser de
leño, y con la clavija que trae en la frente, y con la ligereza con que
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