Don Quijote - 40
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a vos que al más pintado de toda ella, puesto que también hay quien diga
que anduvistes demasiadamente de crédulo en creer que podía ser verdad el
gobierno de aquella ínsula, ofrecida por el señor don Quijote, que está
presente.
— Aún hay sol en las bardas —dijo don Quijote—, y, mientras más fuere
entrando en edad Sancho, con la esperiencia que dan los años, estará más
idóneo y más hábil para ser gobernador que no está agora.
— Por Dios, señor —dijo Sancho—, la isla que yo no gobernase con los años
que tengo, no la gobernaré con los años de Matusalén. El daño está en que
la dicha ínsula se entretiene, no sé dónde, y no en faltarme a mí el
caletre para gobernarla.
— Encomendadlo a Dios, Sancho —dijo don Quijote—, que todo se hará bien, y
quizá mejor de lo que vos pensáis; que no se mueve la hoja en el árbol sin
la voluntad de Dios.
— Así es verdad —dijo Sansón—, que si Dios quiere, no le faltarán a Sancho
mil islas que gobernar, cuanto más una.
— Gobernador he visto por ahí —dijo Sancho— que, a mi parecer, no llegan a
la suela de mi zapato, y, con todo eso, los llaman señoría, y se sirven con
plata.
— Ésos no son gobernadores de ínsulas —replicó Sansón—, sino de otros
gobiernos más manuales; que los que gobiernan ínsulas, por lo menos han de
saber gramática.
— Con la grama bien me avendría yo —dijo Sancho—, pero con la tica, ni me
tiro ni me pago, porque no la entiendo. Pero, dejando esto del gobierno en
las manos de Dios, que me eche a las partes donde más de mí se sirva, digo,
señor bachiller Sansón Carrasco, que infinitamente me ha dado gusto que el
autor de la historia haya hablado de mí de manera que no enfadan las cosas
que de mí se cuentan; que a fe de buen escudero que si hubiera dicho de mí
cosas que no fueran muy de cristiano viejo, como soy, que nos habían de oír
los sordos.
— Eso fuera hacer milagros —respondió Sansón.
— Milagros o no milagros —dijo Sancho—, cada uno mire cómo habla o cómo
escribe de las presonas, y no ponga a troche moche lo primero que le viene
al magín.
— Una de las tachas que ponen a la tal historia —dijo el bachiller— es que
su autor puso en ella una novela intitulada El curioso impertinente; no por
mala ni por mal razonada, sino por no ser de aquel lugar, ni tiene que ver
con la historia de su merced del señor don Quijote.
— Yo apostaré —replicó Sancho— que ha mezclado el hideperro berzas con
capachos.
— Ahora digo —dijo don Quijote— que no ha sido sabio el autor de mi
historia, sino algún ignorante hablador, que, a tiento y sin algún
discurso, se puso a escribirla, salga lo que saliere, como hacía Orbaneja,
el pintor de Úbeda, al cual preguntándole qué pintaba, respondió: ''Lo que
saliere''. Tal vez pintaba un gallo, de tal suerte y tan mal parecido, que
era menester que con letras góticas escribiese junto a él: "Éste es gallo".
Y así debe de ser de mi historia, que tendrá necesidad de comento para
entenderla.
— Eso no —respondió Sansón—, porque es tan clara, que no hay cosa que
dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres
la entienden y los viejos la celebran; y, finalmente, es tan trillada y tan
leída y tan sabida de todo género de gentes, que, apenas han visto algún
rocín flaco, cuando dicen: "allí va Rocinante". Y los que más se han dado a
su letura son los pajes: no hay antecámara de señor donde no se halle un
Don Quijote: unos le toman si otros le dejan; éstos le embisten y aquéllos
le piden. Finalmente, la tal historia es del más gustoso y menos
perjudicial entretenimiento que hasta agora se haya visto, porque en toda
ella no se descubre, ni por semejas, una palabra deshonesta ni un
pensamiento menos que católico.
— A escribir de otra suerte —dijo don Quijote—, no fuera escribir verdades,
sino mentiras; y los historiadores que de mentiras se valen habían de ser
quemados, como los que hacen moneda falsa; y no sé yo qué le movió al autor
a valerse de novelas y cuentos ajenos, habiendo tanto que escribir en los
míos: sin duda se debió de atener al refrán: "De paja y de heno...",
etcétera. Pues en verdad que en sólo manifestar mis pensamientos, mis
sospiros, mis lágrimas, mis buenos deseos y mis acometimientos pudiera
hacer un volumen mayor, o tan grande que el que pueden hacer todas las
obras del Tostado. En efeto, lo que yo alcanzo, señor bachiller, es que
para componer historias y libros, de cualquier suerte que sean, es menester
un gran juicio y un maduro entendimiento. Decir gracias y escribir donaires
es de grandes ingenios: la más discreta figura de la comedia es la del
bobo, porque no lo ha de ser el que quiere dar a entender que es simple. La
historia es como cosa sagrada; porque ha de ser verdadera, y donde está la
verdad está Dios, en cuanto a verdad; pero, no obstante esto, hay algunos
que así componen y arrojan libros de sí como si fuesen buñuelos.
— No hay libro tan malo —dijo el bachiller— que no tenga algo bueno.
— No hay duda en eso —replicó don Quijote—; pero muchas veces acontece que
los que tenían méritamente granjeada y alcanzada gran fama por sus
escritos, en dándolos a la estampa, la perdieron del todo, o la
menoscabaron en algo.
— La causa deso es —dijo Sansón— que, como las obras impresas se miran
despacio, fácilmente se veen sus faltas, y tanto más se escudriñan cuanto
es mayor la fama del que las compuso. Los hombres famosos por sus ingenios,
los grandes poetas, los ilustres historiadores, siempre, o las más veces,
son envidiados de aquellos que tienen por gusto y por particular
entretenimiento juzgar los escritos ajenos, sin haber dado algunos propios
a la luz del mundo.
— Eso no es de maravillar —dijo don Quijote—, porque muchos teólogos hay que
no son buenos para el púlpito, y son bonísimos para conocer las faltas o
sobras de los que predican.
— Todo eso es así, señor don Quijote —dijo Carrasco—, pero quisiera yo que
los tales censuradores fueran más misericordiosos y menos escrupulosos, sin
atenerse a los átomos del sol clarísimo de la obra de que murmuran; que si
aliquando bonus dormitat Homerus, consideren lo mucho que estuvo despierto,
por dar la luz de su obra con la menos sombra que pudiese; y quizá podría
ser que lo que a ellos les parece mal fuesen lunares, que a las veces
acrecientan la hermosura del rostro que los tiene; y así, digo que es
grandísimo el riesgo a que se pone el que imprime un libro, siendo de toda
imposibilidad imposible componerle tal, que satisfaga y contente a todos
los que le leyeren.
— El que de mí trata —dijo don Quijote—, a pocos habrá contentado.
— Antes es al revés; que, como de stultorum infinitus est numerus, infinitos
son los que han gustado de la tal historia; y algunos han puesto falta y
dolo en la memoria del autor, pues se le olvida de contar quién fue el
ladrón que hurtó el rucio a Sancho, que allí no se declara, y sólo se
infiere de lo escrito que se le hurtaron, y de allí a poco le vemos a
caballo sobre el mesmo jumento, sin haber parecido. También dicen que se le
olvidó poner lo que Sancho hizo de aquellos cien escudos que halló en la
maleta en Sierra Morena, que nunca más los nombra, y hay muchos que desean
saber qué hizo dellos, o en qué los gastó, que es uno de los puntos
sustanciales que faltan en la obra.
— Sancho respondió:
— Yo, señor Sansón, no estoy ahora para ponerme en cuentas ni cuentos; que
me ha tomado un desmayo de estómago, que si no le reparo con dos tragos de
lo añejo, me pondrá en la espina de Santa Lucía. En casa lo tengo, mi oíslo
me aguarda; en acabando de comer, daré la vuelta, y satisfaré a vuestra
merced y a todo el mundo de lo que preguntar quisieren, así de la pérdida
del jumento como del gasto de los cien escudos.
Y, sin esperar respuesta ni decir otra palabra, se fue a su casa.
Don Quijote pidió y rogó al bachiller se quedase a hacer penitencia con él.
Tuvo el bachiller el envite: quedóse, añadióse al ordinaro un par de
pichones, tratóse en la mesa de caballerías, siguióle el humor Carrasco,
acabóse el banquete, durmieron la siesta, volvió Sancho y renovóse la
plática pasada.
Capítulo IV. Donde Sancho Panza satisface al bachiller Sansón Carrasco de
sus dudas y preguntas, con otros sucesos dignos de saberse y de contarse
Volvió Sancho a casa de don Quijote, y, volviendo al pasado razonamiento,
dijo:
— A lo que el señor Sansón dijo que se deseaba saber quién, o cómo, o cuándo
se me hurtó el jumento, respondiendo digo que la noche misma que, huyendo
de la Santa Hermandad, nos entramos en Sierra Morena, después de la
aventura sin ventura de los galeotes y de la del difunto que llevaban a
Segovia, mi señor y yo nos metimos entre una espesura, adonde mi señor
arrimado a su lanza, y yo sobre mi rucio, molidos y cansados de las pasadas
refriegas, nos pusimos a dormir como si fuera sobre cuatro colchones de
pluma; especialmente yo dormí con tan pesado sueño, que quienquiera que fue
tuvo lugar de llegar y suspenderme sobre cuatro estacas que puso a los
cuatro lados de la albarda, de manera que me dejó a caballo sobre ella, y
me sacó debajo de mí al rucio, sin que yo lo sintiese.
— Eso es cosa fácil, y no acontecimiento nuevo, que lo mesmo le sucedió a
Sacripante cuando, estando en el cerco de Albraca, con esa misma invención
le sacó el caballo de entre las piernas aquel famoso ladrón llamado
Brunelo.
— Amaneció —prosiguió Sancho—, y, apenas me hube estremecido, cuando,
faltando las estacas, di conmigo en el suelo una gran caída; miré por el
jumento, y no le vi; acudiéronme lágrimas a los ojos, y hice una
lamentación, que si no la puso el autor de nuestra historia, puede hacer
cuenta que no puso cosa buena. Al cabo de no sé cuántos días, viniendo con
la señora princesa Micomicona, conocí mi asno, y que venía sobre él en
hábito de gitano aquel Ginés de Pasamonte, aquel embustero y grandísimo
maleador que quitamos mi señor y yo de la cadena.
— No está en eso el yerro —replicó Sansón—, sino en que, antes de haber
parecido el jumento, dice el autor que iba a caballo Sancho en el mesmo
rucio.
— A eso —dijo Sancho—, no sé qué responder, sino que el historiador se
engañó, o ya sería descuido del impresor.
— Así es, sin duda —dijo Sansón—; pero, ¿qué se hicieron los cien escudos?;
¿deshiciéronse?
Respondió Sancho:
— Yo los gasté en pro de mi persona y de la de mi mujer, y de mis hijos, y
ellos han sido causa de que mi mujer lleve en paciencia los caminos y
carreras que he andado sirviendo a mi señor don Quijote; que si, al cabo de
tanto tiempo, volviera sin blanca y sin el jumento a mi casa, negra ventura
me esperaba; y si hay más que saber de mí, aquí estoy, que responderé al
mismo rey en presona, y nadie tiene para qué meterse en si truje o no
truje, si gasté o no gasté; que si los palos que me dieron en estos viajes
se hubieran de pagar a dinero, aunque no se tasaran sino a cuatro maravedís
cada uno, en otros cien escudos no había para pagarme la mitad; y cada uno
meta la mano en su pecho, y no se ponga a juzgar lo blanco por negro y lo
negro por blanco; que cada uno es como Dios le hizo, y aun peor muchas
veces.
— Yo tendré cuidado —dijo Carrasco— de acusar al autor de la historia que si
otra vez la imprimiere, no se le olvide esto que el buen Sancho ha dicho,
que será realzarla un buen coto más de lo que ella se está.
— ¿Hay otra cosa que enmendar en esa leyenda, señor bachiller? —preguntó don
Quijote.
— Sí debe de haber —respondió él—, pero ninguna debe de ser de la
importancia de las ya referidas.
— Y por ventura —dijo don Quijote—, ¿promete el autor segunda parte?
— Sí promete —respondió Sansón—, pero dice que no ha hallado ni sabe quién
la tiene, y así, estamos en duda si saldrá o no; y así por esto como porque
algunos dicen: "Nunca segundas partes fueron buenas", y otros: "De las
cosas de don Quijote bastan las escritas", se duda que no ha de haber
segunda parte; aunque algunos que son más joviales que saturninos dicen:
"Vengan más quijotadas: embista don Quijote y hable Sancho Panza, y sea lo
que fuere, que con eso nos contentamos".
— Y ¿a qué se atiene el autor?
— A que —respondió Sansón—, en hallando que halle la historia, que él va
buscando con extraordinarias diligencias, la dará luego a la estampa,
llevado más del interés que de darla se le sigue que de otra alabanza
alguna.
A lo que dijo Sancho:
— ¿Al dinero y al interés mira el autor? Maravilla será que acierte, porque
no hará sino harbar, harbar, como sastre en vísperas de pascuas, y las
obras que se hacen apriesa nunca se acaban con la perfeción que requieren.
Atienda ese señor moro, o lo que es, a mirar lo que hace; que yo y mi señor
le daremos tanto ripio a la mano en materia de aventuras y de sucesos
diferentes, que pueda componer no sólo segunda parte, sino ciento. Debe de
pensar el buen hombre, sin duda, que nos dormimos aquí en las pajas; pues
ténganos el pie al herrar, y verá del que cosqueamos. Lo que yo sé decir es
que si mi señor tomase mi consejo, ya habíamos de estar en esas campañas
deshaciendo agravios y enderezando tuertos, como es uso y costumbre de los
buenos andantes caballeros.
No había bien acabado de decir estas razones Sancho, cuando llegaron a sus
oídos relinchos de Rocinante; los cuales relinchos tomó don Quijote por
felicísimo agüero, y determinó de hacer de allí a tres o cuatro días otra
salida; y, declarando su intento al bachiller, le pidió consejo por qué
parte comenzaría su jornada; el cual le respondió que era su parecer que
fuese al reino de Aragón y a la ciudad de Zaragoza, adonde, de allí a pocos
días, se habían de hacer unas solenísimas justas por la fiesta de San
Jorge, en las cuales podría ganar fama sobre todos los caballeros
aragoneses, que sería ganarla sobre todos los del mundo. Alabóle ser
honradísima y valentísima su determinación, y advirtióle que anduviese más
atentado en acometer los peligros, a causa que su vida no era suya, sino de
todos aquellos que le habían de menester para que los amparase y socorriese
en sus desventuras.
— Deso es lo que yo reniego, señor Sansón —dijo a este punto Sancho—, que
así acomete mi señor a cien hombres armados como un muchacho goloso a media
docena de badeas. ¡Cuerpo del mundo, señor bachiller! Sí, que tiempos hay
de acometer y tiempos de retirar; sí, no ha de ser todo "¡Santiago, y
cierra, España!" Y más, que yo he oído decir, y creo que a mi señor mismo,
si mal no me acuerdo, que en los estremos de cobarde y de temerario está el
medio de la valentía; y si esto es así, no quiero que huya sin tener para
qué, ni que acometa cuando la demasía pide otra cosa. Pero, sobre todo,
aviso a mi señor que si me ha de llevar consigo, ha de ser con condición
que él se lo ha de batallar todo, y que yo no he de estar obligado a otra
cosa que a mirar por su persona en lo que tocare a su limpieza y a su
regalo; que en esto yo le bailaré el agua delante; pero pensar que tengo de
poner mano a la espada, aunque sea contra villanos malandrines de hacha y
capellina, es pensar en lo escusado. Yo, señor Sansón, no pienso granjear
fama de valiente, sino del mejor y más leal escudero que jamás sirvió a
caballero andante; y si mi señor don Quijote, obligado de mis muchos y
buenos servicios, quisiere darme alguna ínsula de las muchas que su merced
dice que se ha de topar por ahí, recibiré mucha merced en ello; y cuando no
me la diere, nacido soy, y no ha de vivir el hombre en hoto de otro sino de
Dios; y más, que tan bien, y aun quizá mejor, me sabrá el pan desgobernado
que siendo gobernador; y ¿sé yo por ventura si en esos gobiernos me tiene
aparejada el diablo alguna zancadilla donde tropiece y caiga y me haga las
muelas? Sancho nací, y Sancho pienso morir; pero si con todo esto, de
buenas a buenas, sin mucha solicitud y sin mucho riesgo, me deparase el
cielo alguna ínsula, o otra cosa semejante, no soy tan necio que la
desechase; que también se dice: "Cuando te dieren la vaquilla, corre con la
soguilla"; y "Cuando viene el bien, mételo en tu casa".
— Vos, hermano Sancho —dijo Carrasco—, habéis hablado como un catedrático;
pero, con todo eso, confiad en Dios y en el señor don Quijote, que os ha de
dar un reino, no que una ínsula.
— Tanto es lo de más como lo de menos —respondió Sancho—; aunque sé decir al
señor Carrasco que no echara mi señor el reino que me diera en saco roto,
que yo he tomado el pulso a mí mismo, y me hallo con salud para regir
reinos y gobernar ínsulas, y esto ya otras veces lo he dicho a mi señor.
— Mirad, Sancho —dijo Sansón—, que los oficios mudan las costumbres, y
podría ser que viéndoos gobernador no conociésedes a la madre que os parió.
— Eso allá se ha de entender —respondió Sancho— con los que nacieron en las
malvas, y no con los que tienen sobre el alma cuatro dedos de enjundia de
cristianos viejos, como yo los tengo. ¡No, sino llegaos a mi condición, que
sabrá usar de desagradecimiento con alguno!
— Dios lo haga —dijo don Quijote—, y ello dirá cuando el gobierno venga; que
ya me parece que le trayo entre los ojos.
Dicho esto, rogó al bachiller que, si era poeta, le hiciese merced de
componerle unos versos que tratasen de la despedida que pensaba hacer de su
señora Dulcinea del Toboso, y que advirtiese que en el principio de cada
verso había de poner una letra de su nombre, de manera que al fin de los
versos, juntando las primeras letras, se leyese: Dulcinea del Toboso.
El bachiller respondió que, puesto que él no era de los famosos poetas que
había en España, que decían que no eran sino tres y medio, que no dejaría
de componer los tales metros, aunque hallaba una dificultad grande en su
composición, a causa que las letras que contenían el nombre eran diez y
siete; y que si hacía cuatro castellanas de a cuatro versos, sobrara una
letra; y si de a cinco, a quien llaman décimas o redondillas, faltaban tres
letras; pero, con todo eso, procuraría embeber una letra lo mejor que
pudiese, de manera que en las cuatro castellanas se incluyese el nombre de
Dulcinea del Toboso.
— Ha de ser así en todo caso —dijo don Quijote—; que si allí no va el nombre
patente y de manifiesto, no hay mujer que crea que para ella se hicieron
los metros.
Quedaron en esto y en que la partida sería de allí a ocho días. Encargó don
Quijote al bachiller la tuviese secreta, especialmente al cura y a maese
Nicolás, y a su sobrina y al ama, porque no estorbasen su honrada y
valerosa determinación. Todo lo prometió Carrasco. Con esto se despidió,
encargando a don Quijote que de todos sus buenos o malos sucesos le
avisase, habiendo comodidad; y así, se despidieron, y Sancho fue a poner en
orden lo necesario para su jornada.
Capítulo V. De la discreta y graciosa plática que pasó entre Sancho Panza y
su mujer Teresa Panza, y otros sucesos dignos de felice recordación
(Llegando a escribir el traductor desta historia este quinto capítulo, dice
que le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo
del que se podía prometer de su corto ingenio, y dice cosas tan sutiles,
que no tiene por posible que él las supiese; pero que no quiso dejar de
traducirlo, por cumplir con lo que a su oficio debía; y así, prosiguió
diciendo:)
Llegó Sancho a su casa tan regocijado y alegre, que su mujer conoció su
alegría a tiro de ballesta; tanto, que la obligó a preguntarle:
— ¿Qué traés, Sancho amigo, que tan alegre venís?
A lo que él respondió:
— Mujer mía, si Dios quisiera, bien me holgara yo de no estar tan contento
como muestro.
— No os entiendo, marido —replicó ella—, y no sé qué queréis decir en eso de
que os holgáredes, si Dios quisiera, de no estar contento; que, maguer
tonta, no sé yo quién recibe gusto de no tenerle.
— Mirad, Teresa —respondió Sancho—: yo estoy alegre porque tengo determinado
de volver a servir a mi amo don Quijote, el cual quiere la vez tercera
salir a buscar las aventuras; y yo vuelvo a salir con él, porque lo quiere
así mi necesidad, junto con la esperanza, que me alegra, de pensar si podré
hallar otros cien escudos como los ya gastados, puesto que me entristece el
haberme de apartar de ti y de mis hijos; y si Dios quisiera darme de comer
a pie enjuto y en mi casa, sin traerme por vericuetos y encrucijadas, pues
lo podía hacer a poca costa y no más de quererlo, claro está que mi alegría
fuera más firme y valedera, pues que la que tengo va mezclada con la
tristeza del dejarte; así que, dije bien que holgara, si Dios quisiera, de
no estar contento.
— Mirad, Sancho —replicó Teresa—: después que os hicistes miembro de
caballero andante habláis de tan rodeada manera, que no hay quien os
entienda.
— Basta que me entienda Dios, mujer —respondió Sancho—, que Él es el
entendedor de todas las cosas, y quédese esto aquí; y advertid, hermana,
que os conviene tener cuenta estos tres días con el rucio, de manera que
esté para armas tomar: dobladle los piensos, requerid la albarda y las
demás jarcias, porque no vamos a bodas, sino a rodear el mundo, y a tener
dares y tomares con gigantes, con endriagos y con vestiglos, y a oír
silbos, rugidos, bramidos y baladros; y aun todo esto fuera flores de
cantueso si no tuviéramos que entender con yangüeses y con moros
encantados.
— Bien creo yo, marido —replicó Teresa—, que los escuderos andantes no comen
el pan de balde; y así, quedaré rogando a Nuestro Señor os saque presto de
tanta mala ventura.
— Yo os digo, mujer —respondió Sancho—, que si no pensase antes de mucho
tiempo verme gobernador de una ínsula, aquí me caería muerto.
— Eso no, marido mío —dijo Teresa—: viva la gallina, aunque sea con su
pepita; vivid vos, y llévese el diablo cuantos gobiernos hay en el mundo;
sin gobierno salistes del vientre de vuestra madre, sin gobierno habéis
vivido hasta ahora, y sin gobierno os iréis, o os llevarán, a la sepultura
cuando Dios fuere servido. Como ésos hay en el mundo que viven sin
gobierno, y no por eso dejan de vivir y de ser contados en el número de las
gentes. La mejor salsa del mundo es la hambre; y como ésta no falta a los
pobres, siempre comen con gusto. Pero mirad, Sancho: si por ventura os
viéredes con algún gobierno, no os olvidéis de mí y de vuestros hijos.
Advertid que Sanchico tiene ya quince años cabales, y es razón que vaya a
la escuela, si es que su tío el abad le ha de dejar hecho de la Iglesia.
Mirad también que Mari Sancha, vuestra hija, no se morirá si la casamos;
que me va dando barruntos que desea tanto tener marido como vos deseáis
veros con gobierno; y, en fin en fin, mejor parece la hija mal casada que
bien abarraganada.
— A buena fe —respondió Sancho— que si Dios me llega a tener algo qué de
gobierno, que tengo de casar, mujer mía, a Mari Sancha tan altamente que no
la alcancen sino con llamarla señora.
— Eso no, Sancho —respondió Teresa—: casadla con su igual, que es lo más
acertado; que si de los zuecos la sacáis a chapines, y de saya parda de
catorceno a verdugado y saboyanas de seda, y de una Marica y un tú a una
doña tal y señoría, no se ha de hallar la mochacha, y a cada paso ha de
caer en mil faltas, descubriendo la hilaza de su tela basta y grosera.
— Calla, boba —dijo Sancho—, que todo será usarlo dos o tres años; que
después le vendrá el señorío y la gravedad como de molde; y cuando no, ¿qué
importa? Séase ella señoría, y venga lo que viniere.
— Medíos, Sancho, con vuestro estado —respondió Teresa—; no os queráis alzar
a mayores, y advertid al refrán que dice: "Al hijo de tu vecino, límpiale
las narices y métele en tu casa". ¡Por cierto, que sería gentil cosa casar
a nuestra María con un condazo, o con caballerote que, cuando se le
antojase, la pusiese como nueva, llamándola de villana, hija del
destripaterrones y de la pelarruecas! ¡No en mis días, marido! ¡Para eso,
por cierto, he criado yo a mi hija! Traed vos dineros, Sancho, y el casarla
dejadlo a mi cargo; que ahí está Lope Tocho, el hijo de Juan Tocho, mozo
rollizo y sano, y que le conocemos, y sé que no mira de mal ojo a la
mochacha; y con éste, que es nuestro igual, estará bien casada, y le
tendremos siempre a nuestros ojos, y seremos todos unos, padres y hijos,
nietos y yernos, y andará la paz y la bendición de Dios entre todos
nosotros; y no casármela vos ahora en esas cortes y en esos palacios
grandes, adonde ni a ella la entiendan, ni ella se entienda.
— Ven acá, bestia y mujer de Barrabás —replicó Sancho—: ¿por qué quieres tú
ahora, sin qué ni para qué, estorbarme que no case a mi hija con quien me
dé nietos que se llamen señoría? Mira, Teresa: siempre he oído decir a mis
mayores que el que no sabe gozar de la ventura cuando le viene, que no se
debe quejar si se le pasa. Y no sería bien que ahora, que está llamando a
nuestra puerta, se la cerremos; dejémonos llevar deste viento favorable que
nos sopla.
(Por este modo de hablar, y por lo que más abajo dice Sancho, dijo el
tradutor desta historia que tenía por apócrifo este capítulo.)
— ¿No te parece, animalia —prosiguió Sancho—, que será bien dar con mi
cuerpo en algún gobierno provechoso que nos saque el pie del lodo? Y cásese
a Mari Sancha con quien yo quisiere, y verás cómo te llaman a ti doña
Teresa Panza, y te sientas en la iglesia sobre alcatifa, almohadas y
arambeles, a pesar y despecho de las hidalgas del pueblo. ¡No, sino estaos
siempre en un ser, sin crecer ni menguar, como figura de paramento! Y en
esto no hablemos más, que Sanchica ha de ser condesa, aunque tú más me
digas.
— ¿Veis cuanto decís, marido? —respondió Teresa—. Pues, con todo eso, temo
que este condado de mi hija ha de ser su perdición. Vos haced lo que
quisiéredes, ora la hagáis duquesa o princesa, pero séos decir que no será
ello con voluntad ni consentimiento mío. Siempre, hermano, fui amiga de la
igualdad, y no puedo ver entonos sin fundamentos. Teresa me pusieron en el
bautismo, nombre mondo y escueto, sin añadiduras ni cortapisas, ni
arrequives de dones ni donas; Cascajo se llamó mi padre, y a mí, por ser
vuestra mujer, me llaman Teresa Panza, que a buena razón me habían de
llamar Teresa Cascajo. Pero allá van reyes do quieren leyes, y con este
nombre me contento, sin que me le pongan un don encima, que pese tanto que
no le pueda llevar, y no quiero dar que decir a los que me vieren andar
vestida a lo condesil o a lo de gobernadora, que luego dirán: ''¡Mirad qué
entonada va la pazpuerca!; ayer no se hartaba de estirar de un copo de
estopa, y iba a misa cubierta la cabeza con la falda de la saya, en lugar
de manto, y ya hoy va con verdugado, con broches y con entono, como si no
la conociésemos''. Si Dios me guarda mis siete, o mis cinco sentidos, o los
que tengo, no pienso dar ocasión de verme en tal aprieto. Vos, hermano,
idos a ser gobierno o ínsulo, y entonaos a vuestro gusto; que mi hija ni
yo, por el siglo de mi madre, que no nos hemos de mudar un paso de nuestra
aldea: la mujer honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la doncella
honesta, el hacer algo es su fiesta. Idos con vuestro don Quijote a
vuestras aventuras, y dejadnos a nosotras con nuestras malas venturas, que
Dios nos las mejorará como seamos buenas; y yo no sé, por cierto, quién le
puso a él don, que no tuvieron sus padres ni sus agüelos.
— Ahora digo —replicó Sancho— que tienes algún familiar en ese cuerpo.
¡Válate Dios, la mujer, y qué de cosas has ensartado unas en otras, sin
tener pies ni cabeza! ¿Qué tiene que ver el Cascajo, los broches, los
refranes y el entono con lo que yo digo? Ven acá, mentecata e ignorante
(que así te puedo llamar, pues no entiendes mis razones y vas huyendo de la
dicha): si yo dijera que mi hija se arrojara de una torre abajo, o que se
fuera por esos mundos, como se quiso ir la infanta doña Urraca, tenías
razón de no venir con mi gusto; pero si en dos paletas, y en menos de un
abrir y cerrar de ojos, te la chanto un don y una señoría a cuestas, y te
la saco de los rastrojos, y te la pongo en toldo y en peana, y en un
estrado de más almohadas de velludo que tuvieron moros en su linaje los
Almohadas de Marruecos, ¿por qué no has de consentir y querer lo que yo
quiero?
— ¿Sabéis por qué, marido? —respondió Teresa—; por el refrán que dice:
que anduvistes demasiadamente de crédulo en creer que podía ser verdad el
gobierno de aquella ínsula, ofrecida por el señor don Quijote, que está
presente.
— Aún hay sol en las bardas —dijo don Quijote—, y, mientras más fuere
entrando en edad Sancho, con la esperiencia que dan los años, estará más
idóneo y más hábil para ser gobernador que no está agora.
— Por Dios, señor —dijo Sancho—, la isla que yo no gobernase con los años
que tengo, no la gobernaré con los años de Matusalén. El daño está en que
la dicha ínsula se entretiene, no sé dónde, y no en faltarme a mí el
caletre para gobernarla.
— Encomendadlo a Dios, Sancho —dijo don Quijote—, que todo se hará bien, y
quizá mejor de lo que vos pensáis; que no se mueve la hoja en el árbol sin
la voluntad de Dios.
— Así es verdad —dijo Sansón—, que si Dios quiere, no le faltarán a Sancho
mil islas que gobernar, cuanto más una.
— Gobernador he visto por ahí —dijo Sancho— que, a mi parecer, no llegan a
la suela de mi zapato, y, con todo eso, los llaman señoría, y se sirven con
plata.
— Ésos no son gobernadores de ínsulas —replicó Sansón—, sino de otros
gobiernos más manuales; que los que gobiernan ínsulas, por lo menos han de
saber gramática.
— Con la grama bien me avendría yo —dijo Sancho—, pero con la tica, ni me
tiro ni me pago, porque no la entiendo. Pero, dejando esto del gobierno en
las manos de Dios, que me eche a las partes donde más de mí se sirva, digo,
señor bachiller Sansón Carrasco, que infinitamente me ha dado gusto que el
autor de la historia haya hablado de mí de manera que no enfadan las cosas
que de mí se cuentan; que a fe de buen escudero que si hubiera dicho de mí
cosas que no fueran muy de cristiano viejo, como soy, que nos habían de oír
los sordos.
— Eso fuera hacer milagros —respondió Sansón.
— Milagros o no milagros —dijo Sancho—, cada uno mire cómo habla o cómo
escribe de las presonas, y no ponga a troche moche lo primero que le viene
al magín.
— Una de las tachas que ponen a la tal historia —dijo el bachiller— es que
su autor puso en ella una novela intitulada El curioso impertinente; no por
mala ni por mal razonada, sino por no ser de aquel lugar, ni tiene que ver
con la historia de su merced del señor don Quijote.
— Yo apostaré —replicó Sancho— que ha mezclado el hideperro berzas con
capachos.
— Ahora digo —dijo don Quijote— que no ha sido sabio el autor de mi
historia, sino algún ignorante hablador, que, a tiento y sin algún
discurso, se puso a escribirla, salga lo que saliere, como hacía Orbaneja,
el pintor de Úbeda, al cual preguntándole qué pintaba, respondió: ''Lo que
saliere''. Tal vez pintaba un gallo, de tal suerte y tan mal parecido, que
era menester que con letras góticas escribiese junto a él: "Éste es gallo".
Y así debe de ser de mi historia, que tendrá necesidad de comento para
entenderla.
— Eso no —respondió Sansón—, porque es tan clara, que no hay cosa que
dificultar en ella: los niños la manosean, los mozos la leen, los hombres
la entienden y los viejos la celebran; y, finalmente, es tan trillada y tan
leída y tan sabida de todo género de gentes, que, apenas han visto algún
rocín flaco, cuando dicen: "allí va Rocinante". Y los que más se han dado a
su letura son los pajes: no hay antecámara de señor donde no se halle un
Don Quijote: unos le toman si otros le dejan; éstos le embisten y aquéllos
le piden. Finalmente, la tal historia es del más gustoso y menos
perjudicial entretenimiento que hasta agora se haya visto, porque en toda
ella no se descubre, ni por semejas, una palabra deshonesta ni un
pensamiento menos que católico.
— A escribir de otra suerte —dijo don Quijote—, no fuera escribir verdades,
sino mentiras; y los historiadores que de mentiras se valen habían de ser
quemados, como los que hacen moneda falsa; y no sé yo qué le movió al autor
a valerse de novelas y cuentos ajenos, habiendo tanto que escribir en los
míos: sin duda se debió de atener al refrán: "De paja y de heno...",
etcétera. Pues en verdad que en sólo manifestar mis pensamientos, mis
sospiros, mis lágrimas, mis buenos deseos y mis acometimientos pudiera
hacer un volumen mayor, o tan grande que el que pueden hacer todas las
obras del Tostado. En efeto, lo que yo alcanzo, señor bachiller, es que
para componer historias y libros, de cualquier suerte que sean, es menester
un gran juicio y un maduro entendimiento. Decir gracias y escribir donaires
es de grandes ingenios: la más discreta figura de la comedia es la del
bobo, porque no lo ha de ser el que quiere dar a entender que es simple. La
historia es como cosa sagrada; porque ha de ser verdadera, y donde está la
verdad está Dios, en cuanto a verdad; pero, no obstante esto, hay algunos
que así componen y arrojan libros de sí como si fuesen buñuelos.
— No hay libro tan malo —dijo el bachiller— que no tenga algo bueno.
— No hay duda en eso —replicó don Quijote—; pero muchas veces acontece que
los que tenían méritamente granjeada y alcanzada gran fama por sus
escritos, en dándolos a la estampa, la perdieron del todo, o la
menoscabaron en algo.
— La causa deso es —dijo Sansón— que, como las obras impresas se miran
despacio, fácilmente se veen sus faltas, y tanto más se escudriñan cuanto
es mayor la fama del que las compuso. Los hombres famosos por sus ingenios,
los grandes poetas, los ilustres historiadores, siempre, o las más veces,
son envidiados de aquellos que tienen por gusto y por particular
entretenimiento juzgar los escritos ajenos, sin haber dado algunos propios
a la luz del mundo.
— Eso no es de maravillar —dijo don Quijote—, porque muchos teólogos hay que
no son buenos para el púlpito, y son bonísimos para conocer las faltas o
sobras de los que predican.
— Todo eso es así, señor don Quijote —dijo Carrasco—, pero quisiera yo que
los tales censuradores fueran más misericordiosos y menos escrupulosos, sin
atenerse a los átomos del sol clarísimo de la obra de que murmuran; que si
aliquando bonus dormitat Homerus, consideren lo mucho que estuvo despierto,
por dar la luz de su obra con la menos sombra que pudiese; y quizá podría
ser que lo que a ellos les parece mal fuesen lunares, que a las veces
acrecientan la hermosura del rostro que los tiene; y así, digo que es
grandísimo el riesgo a que se pone el que imprime un libro, siendo de toda
imposibilidad imposible componerle tal, que satisfaga y contente a todos
los que le leyeren.
— El que de mí trata —dijo don Quijote—, a pocos habrá contentado.
— Antes es al revés; que, como de stultorum infinitus est numerus, infinitos
son los que han gustado de la tal historia; y algunos han puesto falta y
dolo en la memoria del autor, pues se le olvida de contar quién fue el
ladrón que hurtó el rucio a Sancho, que allí no se declara, y sólo se
infiere de lo escrito que se le hurtaron, y de allí a poco le vemos a
caballo sobre el mesmo jumento, sin haber parecido. También dicen que se le
olvidó poner lo que Sancho hizo de aquellos cien escudos que halló en la
maleta en Sierra Morena, que nunca más los nombra, y hay muchos que desean
saber qué hizo dellos, o en qué los gastó, que es uno de los puntos
sustanciales que faltan en la obra.
— Sancho respondió:
— Yo, señor Sansón, no estoy ahora para ponerme en cuentas ni cuentos; que
me ha tomado un desmayo de estómago, que si no le reparo con dos tragos de
lo añejo, me pondrá en la espina de Santa Lucía. En casa lo tengo, mi oíslo
me aguarda; en acabando de comer, daré la vuelta, y satisfaré a vuestra
merced y a todo el mundo de lo que preguntar quisieren, así de la pérdida
del jumento como del gasto de los cien escudos.
Y, sin esperar respuesta ni decir otra palabra, se fue a su casa.
Don Quijote pidió y rogó al bachiller se quedase a hacer penitencia con él.
Tuvo el bachiller el envite: quedóse, añadióse al ordinaro un par de
pichones, tratóse en la mesa de caballerías, siguióle el humor Carrasco,
acabóse el banquete, durmieron la siesta, volvió Sancho y renovóse la
plática pasada.
Capítulo IV. Donde Sancho Panza satisface al bachiller Sansón Carrasco de
sus dudas y preguntas, con otros sucesos dignos de saberse y de contarse
Volvió Sancho a casa de don Quijote, y, volviendo al pasado razonamiento,
dijo:
— A lo que el señor Sansón dijo que se deseaba saber quién, o cómo, o cuándo
se me hurtó el jumento, respondiendo digo que la noche misma que, huyendo
de la Santa Hermandad, nos entramos en Sierra Morena, después de la
aventura sin ventura de los galeotes y de la del difunto que llevaban a
Segovia, mi señor y yo nos metimos entre una espesura, adonde mi señor
arrimado a su lanza, y yo sobre mi rucio, molidos y cansados de las pasadas
refriegas, nos pusimos a dormir como si fuera sobre cuatro colchones de
pluma; especialmente yo dormí con tan pesado sueño, que quienquiera que fue
tuvo lugar de llegar y suspenderme sobre cuatro estacas que puso a los
cuatro lados de la albarda, de manera que me dejó a caballo sobre ella, y
me sacó debajo de mí al rucio, sin que yo lo sintiese.
— Eso es cosa fácil, y no acontecimiento nuevo, que lo mesmo le sucedió a
Sacripante cuando, estando en el cerco de Albraca, con esa misma invención
le sacó el caballo de entre las piernas aquel famoso ladrón llamado
Brunelo.
— Amaneció —prosiguió Sancho—, y, apenas me hube estremecido, cuando,
faltando las estacas, di conmigo en el suelo una gran caída; miré por el
jumento, y no le vi; acudiéronme lágrimas a los ojos, y hice una
lamentación, que si no la puso el autor de nuestra historia, puede hacer
cuenta que no puso cosa buena. Al cabo de no sé cuántos días, viniendo con
la señora princesa Micomicona, conocí mi asno, y que venía sobre él en
hábito de gitano aquel Ginés de Pasamonte, aquel embustero y grandísimo
maleador que quitamos mi señor y yo de la cadena.
— No está en eso el yerro —replicó Sansón—, sino en que, antes de haber
parecido el jumento, dice el autor que iba a caballo Sancho en el mesmo
rucio.
— A eso —dijo Sancho—, no sé qué responder, sino que el historiador se
engañó, o ya sería descuido del impresor.
— Así es, sin duda —dijo Sansón—; pero, ¿qué se hicieron los cien escudos?;
¿deshiciéronse?
Respondió Sancho:
— Yo los gasté en pro de mi persona y de la de mi mujer, y de mis hijos, y
ellos han sido causa de que mi mujer lleve en paciencia los caminos y
carreras que he andado sirviendo a mi señor don Quijote; que si, al cabo de
tanto tiempo, volviera sin blanca y sin el jumento a mi casa, negra ventura
me esperaba; y si hay más que saber de mí, aquí estoy, que responderé al
mismo rey en presona, y nadie tiene para qué meterse en si truje o no
truje, si gasté o no gasté; que si los palos que me dieron en estos viajes
se hubieran de pagar a dinero, aunque no se tasaran sino a cuatro maravedís
cada uno, en otros cien escudos no había para pagarme la mitad; y cada uno
meta la mano en su pecho, y no se ponga a juzgar lo blanco por negro y lo
negro por blanco; que cada uno es como Dios le hizo, y aun peor muchas
veces.
— Yo tendré cuidado —dijo Carrasco— de acusar al autor de la historia que si
otra vez la imprimiere, no se le olvide esto que el buen Sancho ha dicho,
que será realzarla un buen coto más de lo que ella se está.
— ¿Hay otra cosa que enmendar en esa leyenda, señor bachiller? —preguntó don
Quijote.
— Sí debe de haber —respondió él—, pero ninguna debe de ser de la
importancia de las ya referidas.
— Y por ventura —dijo don Quijote—, ¿promete el autor segunda parte?
— Sí promete —respondió Sansón—, pero dice que no ha hallado ni sabe quién
la tiene, y así, estamos en duda si saldrá o no; y así por esto como porque
algunos dicen: "Nunca segundas partes fueron buenas", y otros: "De las
cosas de don Quijote bastan las escritas", se duda que no ha de haber
segunda parte; aunque algunos que son más joviales que saturninos dicen:
"Vengan más quijotadas: embista don Quijote y hable Sancho Panza, y sea lo
que fuere, que con eso nos contentamos".
— Y ¿a qué se atiene el autor?
— A que —respondió Sansón—, en hallando que halle la historia, que él va
buscando con extraordinarias diligencias, la dará luego a la estampa,
llevado más del interés que de darla se le sigue que de otra alabanza
alguna.
A lo que dijo Sancho:
— ¿Al dinero y al interés mira el autor? Maravilla será que acierte, porque
no hará sino harbar, harbar, como sastre en vísperas de pascuas, y las
obras que se hacen apriesa nunca se acaban con la perfeción que requieren.
Atienda ese señor moro, o lo que es, a mirar lo que hace; que yo y mi señor
le daremos tanto ripio a la mano en materia de aventuras y de sucesos
diferentes, que pueda componer no sólo segunda parte, sino ciento. Debe de
pensar el buen hombre, sin duda, que nos dormimos aquí en las pajas; pues
ténganos el pie al herrar, y verá del que cosqueamos. Lo que yo sé decir es
que si mi señor tomase mi consejo, ya habíamos de estar en esas campañas
deshaciendo agravios y enderezando tuertos, como es uso y costumbre de los
buenos andantes caballeros.
No había bien acabado de decir estas razones Sancho, cuando llegaron a sus
oídos relinchos de Rocinante; los cuales relinchos tomó don Quijote por
felicísimo agüero, y determinó de hacer de allí a tres o cuatro días otra
salida; y, declarando su intento al bachiller, le pidió consejo por qué
parte comenzaría su jornada; el cual le respondió que era su parecer que
fuese al reino de Aragón y a la ciudad de Zaragoza, adonde, de allí a pocos
días, se habían de hacer unas solenísimas justas por la fiesta de San
Jorge, en las cuales podría ganar fama sobre todos los caballeros
aragoneses, que sería ganarla sobre todos los del mundo. Alabóle ser
honradísima y valentísima su determinación, y advirtióle que anduviese más
atentado en acometer los peligros, a causa que su vida no era suya, sino de
todos aquellos que le habían de menester para que los amparase y socorriese
en sus desventuras.
— Deso es lo que yo reniego, señor Sansón —dijo a este punto Sancho—, que
así acomete mi señor a cien hombres armados como un muchacho goloso a media
docena de badeas. ¡Cuerpo del mundo, señor bachiller! Sí, que tiempos hay
de acometer y tiempos de retirar; sí, no ha de ser todo "¡Santiago, y
cierra, España!" Y más, que yo he oído decir, y creo que a mi señor mismo,
si mal no me acuerdo, que en los estremos de cobarde y de temerario está el
medio de la valentía; y si esto es así, no quiero que huya sin tener para
qué, ni que acometa cuando la demasía pide otra cosa. Pero, sobre todo,
aviso a mi señor que si me ha de llevar consigo, ha de ser con condición
que él se lo ha de batallar todo, y que yo no he de estar obligado a otra
cosa que a mirar por su persona en lo que tocare a su limpieza y a su
regalo; que en esto yo le bailaré el agua delante; pero pensar que tengo de
poner mano a la espada, aunque sea contra villanos malandrines de hacha y
capellina, es pensar en lo escusado. Yo, señor Sansón, no pienso granjear
fama de valiente, sino del mejor y más leal escudero que jamás sirvió a
caballero andante; y si mi señor don Quijote, obligado de mis muchos y
buenos servicios, quisiere darme alguna ínsula de las muchas que su merced
dice que se ha de topar por ahí, recibiré mucha merced en ello; y cuando no
me la diere, nacido soy, y no ha de vivir el hombre en hoto de otro sino de
Dios; y más, que tan bien, y aun quizá mejor, me sabrá el pan desgobernado
que siendo gobernador; y ¿sé yo por ventura si en esos gobiernos me tiene
aparejada el diablo alguna zancadilla donde tropiece y caiga y me haga las
muelas? Sancho nací, y Sancho pienso morir; pero si con todo esto, de
buenas a buenas, sin mucha solicitud y sin mucho riesgo, me deparase el
cielo alguna ínsula, o otra cosa semejante, no soy tan necio que la
desechase; que también se dice: "Cuando te dieren la vaquilla, corre con la
soguilla"; y "Cuando viene el bien, mételo en tu casa".
— Vos, hermano Sancho —dijo Carrasco—, habéis hablado como un catedrático;
pero, con todo eso, confiad en Dios y en el señor don Quijote, que os ha de
dar un reino, no que una ínsula.
— Tanto es lo de más como lo de menos —respondió Sancho—; aunque sé decir al
señor Carrasco que no echara mi señor el reino que me diera en saco roto,
que yo he tomado el pulso a mí mismo, y me hallo con salud para regir
reinos y gobernar ínsulas, y esto ya otras veces lo he dicho a mi señor.
— Mirad, Sancho —dijo Sansón—, que los oficios mudan las costumbres, y
podría ser que viéndoos gobernador no conociésedes a la madre que os parió.
— Eso allá se ha de entender —respondió Sancho— con los que nacieron en las
malvas, y no con los que tienen sobre el alma cuatro dedos de enjundia de
cristianos viejos, como yo los tengo. ¡No, sino llegaos a mi condición, que
sabrá usar de desagradecimiento con alguno!
— Dios lo haga —dijo don Quijote—, y ello dirá cuando el gobierno venga; que
ya me parece que le trayo entre los ojos.
Dicho esto, rogó al bachiller que, si era poeta, le hiciese merced de
componerle unos versos que tratasen de la despedida que pensaba hacer de su
señora Dulcinea del Toboso, y que advirtiese que en el principio de cada
verso había de poner una letra de su nombre, de manera que al fin de los
versos, juntando las primeras letras, se leyese: Dulcinea del Toboso.
El bachiller respondió que, puesto que él no era de los famosos poetas que
había en España, que decían que no eran sino tres y medio, que no dejaría
de componer los tales metros, aunque hallaba una dificultad grande en su
composición, a causa que las letras que contenían el nombre eran diez y
siete; y que si hacía cuatro castellanas de a cuatro versos, sobrara una
letra; y si de a cinco, a quien llaman décimas o redondillas, faltaban tres
letras; pero, con todo eso, procuraría embeber una letra lo mejor que
pudiese, de manera que en las cuatro castellanas se incluyese el nombre de
Dulcinea del Toboso.
— Ha de ser así en todo caso —dijo don Quijote—; que si allí no va el nombre
patente y de manifiesto, no hay mujer que crea que para ella se hicieron
los metros.
Quedaron en esto y en que la partida sería de allí a ocho días. Encargó don
Quijote al bachiller la tuviese secreta, especialmente al cura y a maese
Nicolás, y a su sobrina y al ama, porque no estorbasen su honrada y
valerosa determinación. Todo lo prometió Carrasco. Con esto se despidió,
encargando a don Quijote que de todos sus buenos o malos sucesos le
avisase, habiendo comodidad; y así, se despidieron, y Sancho fue a poner en
orden lo necesario para su jornada.
Capítulo V. De la discreta y graciosa plática que pasó entre Sancho Panza y
su mujer Teresa Panza, y otros sucesos dignos de felice recordación
(Llegando a escribir el traductor desta historia este quinto capítulo, dice
que le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo
del que se podía prometer de su corto ingenio, y dice cosas tan sutiles,
que no tiene por posible que él las supiese; pero que no quiso dejar de
traducirlo, por cumplir con lo que a su oficio debía; y así, prosiguió
diciendo:)
Llegó Sancho a su casa tan regocijado y alegre, que su mujer conoció su
alegría a tiro de ballesta; tanto, que la obligó a preguntarle:
— ¿Qué traés, Sancho amigo, que tan alegre venís?
A lo que él respondió:
— Mujer mía, si Dios quisiera, bien me holgara yo de no estar tan contento
como muestro.
— No os entiendo, marido —replicó ella—, y no sé qué queréis decir en eso de
que os holgáredes, si Dios quisiera, de no estar contento; que, maguer
tonta, no sé yo quién recibe gusto de no tenerle.
— Mirad, Teresa —respondió Sancho—: yo estoy alegre porque tengo determinado
de volver a servir a mi amo don Quijote, el cual quiere la vez tercera
salir a buscar las aventuras; y yo vuelvo a salir con él, porque lo quiere
así mi necesidad, junto con la esperanza, que me alegra, de pensar si podré
hallar otros cien escudos como los ya gastados, puesto que me entristece el
haberme de apartar de ti y de mis hijos; y si Dios quisiera darme de comer
a pie enjuto y en mi casa, sin traerme por vericuetos y encrucijadas, pues
lo podía hacer a poca costa y no más de quererlo, claro está que mi alegría
fuera más firme y valedera, pues que la que tengo va mezclada con la
tristeza del dejarte; así que, dije bien que holgara, si Dios quisiera, de
no estar contento.
— Mirad, Sancho —replicó Teresa—: después que os hicistes miembro de
caballero andante habláis de tan rodeada manera, que no hay quien os
entienda.
— Basta que me entienda Dios, mujer —respondió Sancho—, que Él es el
entendedor de todas las cosas, y quédese esto aquí; y advertid, hermana,
que os conviene tener cuenta estos tres días con el rucio, de manera que
esté para armas tomar: dobladle los piensos, requerid la albarda y las
demás jarcias, porque no vamos a bodas, sino a rodear el mundo, y a tener
dares y tomares con gigantes, con endriagos y con vestiglos, y a oír
silbos, rugidos, bramidos y baladros; y aun todo esto fuera flores de
cantueso si no tuviéramos que entender con yangüeses y con moros
encantados.
— Bien creo yo, marido —replicó Teresa—, que los escuderos andantes no comen
el pan de balde; y así, quedaré rogando a Nuestro Señor os saque presto de
tanta mala ventura.
— Yo os digo, mujer —respondió Sancho—, que si no pensase antes de mucho
tiempo verme gobernador de una ínsula, aquí me caería muerto.
— Eso no, marido mío —dijo Teresa—: viva la gallina, aunque sea con su
pepita; vivid vos, y llévese el diablo cuantos gobiernos hay en el mundo;
sin gobierno salistes del vientre de vuestra madre, sin gobierno habéis
vivido hasta ahora, y sin gobierno os iréis, o os llevarán, a la sepultura
cuando Dios fuere servido. Como ésos hay en el mundo que viven sin
gobierno, y no por eso dejan de vivir y de ser contados en el número de las
gentes. La mejor salsa del mundo es la hambre; y como ésta no falta a los
pobres, siempre comen con gusto. Pero mirad, Sancho: si por ventura os
viéredes con algún gobierno, no os olvidéis de mí y de vuestros hijos.
Advertid que Sanchico tiene ya quince años cabales, y es razón que vaya a
la escuela, si es que su tío el abad le ha de dejar hecho de la Iglesia.
Mirad también que Mari Sancha, vuestra hija, no se morirá si la casamos;
que me va dando barruntos que desea tanto tener marido como vos deseáis
veros con gobierno; y, en fin en fin, mejor parece la hija mal casada que
bien abarraganada.
— A buena fe —respondió Sancho— que si Dios me llega a tener algo qué de
gobierno, que tengo de casar, mujer mía, a Mari Sancha tan altamente que no
la alcancen sino con llamarla señora.
— Eso no, Sancho —respondió Teresa—: casadla con su igual, que es lo más
acertado; que si de los zuecos la sacáis a chapines, y de saya parda de
catorceno a verdugado y saboyanas de seda, y de una Marica y un tú a una
doña tal y señoría, no se ha de hallar la mochacha, y a cada paso ha de
caer en mil faltas, descubriendo la hilaza de su tela basta y grosera.
— Calla, boba —dijo Sancho—, que todo será usarlo dos o tres años; que
después le vendrá el señorío y la gravedad como de molde; y cuando no, ¿qué
importa? Séase ella señoría, y venga lo que viniere.
— Medíos, Sancho, con vuestro estado —respondió Teresa—; no os queráis alzar
a mayores, y advertid al refrán que dice: "Al hijo de tu vecino, límpiale
las narices y métele en tu casa". ¡Por cierto, que sería gentil cosa casar
a nuestra María con un condazo, o con caballerote que, cuando se le
antojase, la pusiese como nueva, llamándola de villana, hija del
destripaterrones y de la pelarruecas! ¡No en mis días, marido! ¡Para eso,
por cierto, he criado yo a mi hija! Traed vos dineros, Sancho, y el casarla
dejadlo a mi cargo; que ahí está Lope Tocho, el hijo de Juan Tocho, mozo
rollizo y sano, y que le conocemos, y sé que no mira de mal ojo a la
mochacha; y con éste, que es nuestro igual, estará bien casada, y le
tendremos siempre a nuestros ojos, y seremos todos unos, padres y hijos,
nietos y yernos, y andará la paz y la bendición de Dios entre todos
nosotros; y no casármela vos ahora en esas cortes y en esos palacios
grandes, adonde ni a ella la entiendan, ni ella se entienda.
— Ven acá, bestia y mujer de Barrabás —replicó Sancho—: ¿por qué quieres tú
ahora, sin qué ni para qué, estorbarme que no case a mi hija con quien me
dé nietos que se llamen señoría? Mira, Teresa: siempre he oído decir a mis
mayores que el que no sabe gozar de la ventura cuando le viene, que no se
debe quejar si se le pasa. Y no sería bien que ahora, que está llamando a
nuestra puerta, se la cerremos; dejémonos llevar deste viento favorable que
nos sopla.
(Por este modo de hablar, y por lo que más abajo dice Sancho, dijo el
tradutor desta historia que tenía por apócrifo este capítulo.)
— ¿No te parece, animalia —prosiguió Sancho—, que será bien dar con mi
cuerpo en algún gobierno provechoso que nos saque el pie del lodo? Y cásese
a Mari Sancha con quien yo quisiere, y verás cómo te llaman a ti doña
Teresa Panza, y te sientas en la iglesia sobre alcatifa, almohadas y
arambeles, a pesar y despecho de las hidalgas del pueblo. ¡No, sino estaos
siempre en un ser, sin crecer ni menguar, como figura de paramento! Y en
esto no hablemos más, que Sanchica ha de ser condesa, aunque tú más me
digas.
— ¿Veis cuanto decís, marido? —respondió Teresa—. Pues, con todo eso, temo
que este condado de mi hija ha de ser su perdición. Vos haced lo que
quisiéredes, ora la hagáis duquesa o princesa, pero séos decir que no será
ello con voluntad ni consentimiento mío. Siempre, hermano, fui amiga de la
igualdad, y no puedo ver entonos sin fundamentos. Teresa me pusieron en el
bautismo, nombre mondo y escueto, sin añadiduras ni cortapisas, ni
arrequives de dones ni donas; Cascajo se llamó mi padre, y a mí, por ser
vuestra mujer, me llaman Teresa Panza, que a buena razón me habían de
llamar Teresa Cascajo. Pero allá van reyes do quieren leyes, y con este
nombre me contento, sin que me le pongan un don encima, que pese tanto que
no le pueda llevar, y no quiero dar que decir a los que me vieren andar
vestida a lo condesil o a lo de gobernadora, que luego dirán: ''¡Mirad qué
entonada va la pazpuerca!; ayer no se hartaba de estirar de un copo de
estopa, y iba a misa cubierta la cabeza con la falda de la saya, en lugar
de manto, y ya hoy va con verdugado, con broches y con entono, como si no
la conociésemos''. Si Dios me guarda mis siete, o mis cinco sentidos, o los
que tengo, no pienso dar ocasión de verme en tal aprieto. Vos, hermano,
idos a ser gobierno o ínsulo, y entonaos a vuestro gusto; que mi hija ni
yo, por el siglo de mi madre, que no nos hemos de mudar un paso de nuestra
aldea: la mujer honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la doncella
honesta, el hacer algo es su fiesta. Idos con vuestro don Quijote a
vuestras aventuras, y dejadnos a nosotras con nuestras malas venturas, que
Dios nos las mejorará como seamos buenas; y yo no sé, por cierto, quién le
puso a él don, que no tuvieron sus padres ni sus agüelos.
— Ahora digo —replicó Sancho— que tienes algún familiar en ese cuerpo.
¡Válate Dios, la mujer, y qué de cosas has ensartado unas en otras, sin
tener pies ni cabeza! ¿Qué tiene que ver el Cascajo, los broches, los
refranes y el entono con lo que yo digo? Ven acá, mentecata e ignorante
(que así te puedo llamar, pues no entiendes mis razones y vas huyendo de la
dicha): si yo dijera que mi hija se arrojara de una torre abajo, o que se
fuera por esos mundos, como se quiso ir la infanta doña Urraca, tenías
razón de no venir con mi gusto; pero si en dos paletas, y en menos de un
abrir y cerrar de ojos, te la chanto un don y una señoría a cuestas, y te
la saco de los rastrojos, y te la pongo en toldo y en peana, y en un
estrado de más almohadas de velludo que tuvieron moros en su linaje los
Almohadas de Marruecos, ¿por qué no has de consentir y querer lo que yo
quiero?
— ¿Sabéis por qué, marido? —respondió Teresa—; por el refrán que dice:
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