Don Quijote - 32

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lo que os puedo decir deste músico, cuya voz tanto os ha contentado; que en
sola ella echaréis bien de ver que no es mozo de mulas, como decís, sino
señor de almas y lugares, como yo os he dicho.
— No digáis más, señora doña Clara —dijo a esta sazón Dorotea, y esto,
besándola mil veces—; no digáis más, digo, y esperad que venga el nuevo
día, que yo espero en Dios de encaminar de manera vuestros negocios, que
tengan el felice fin que tan honestos principios merecen.
— ¡Ay señora! —dijo doña Clara—, ¿qué fin se puede esperar, si su padre es
tan principal y tan rico que le parecerá que aun yo no puedo ser criada de
su hijo, cuanto más esposa? Pues casarme yo a hurto de mi padre, no lo haré
por cuanto hay en el mundo. No querría sino que este mozo se volviese y me
dejase; quizá con no velle y con la gran distancia del camino que llevamos
se me aliviaría la pena que ahora llevo, aunque sé decir que este remedio
que me imagino me ha de aprovechar bien poco. No sé qué diablos ha sido
esto, ni por dónde se ha entrado este amor que le tengo, siendo yo tan
muchacha y él tan muchacho, que en verdad que creo que somos de una edad
mesma, y que yo no tengo cumplidos diez y seis años; que para el día de San
Miguel que vendrá dice mi padre que los cumplo.
No pudo dejar de reírse Dorotea, oyendo cuán como niña hablaba doña Clara,
a quien dijo:
— Reposemos, señora, lo poco que creo queda de la noche, y amanecerá Dios y
medraremos, o mal me andarán las manos.
Sosegáronse con esto, y en toda la venta se guardaba un grande silencio;
solamente no dormían la hija de la ventera y Maritornes, su criada, las
cuales, como ya sabían el humor de que pecaba don Quijote, y que estaba
fuera de la venta armado y a caballo haciendo la guarda, determinaron las
dos de hacelle alguna burla, o, a lo menos, de pasar un poco el tiempo
oyéndole sus disparates.
Es, pues, el caso que en toda la venta no había ventana que saliese al
campo, sino un agujero de un pajar, por donde echaban la paja por defuera.
A este agujero se pusieron las dos semidoncellas, y vieron que don Quijote
estaba a caballo, recostado sobre su lanzón, dando de cuando en cuando tan
dolientes y profundos suspiros que parecía, que con cada uno se le
arrancaba el alma. Y asimesmo oyeron que decía con voz blanda, regalada y
amorosa:
— ¡Oh mi señora Dulcinea del Toboso, estremo de toda hermosura, fin y remate
de la discreción, archivo del mejor donaire, depósito de la honestidad, y,
ultimadamente, idea de todo lo provechoso, honesto y deleitable que hay en
el mundo! Y ¿qué fará agora la tu merced? ¿Si tendrás por ventura las
mientes en tu cautivo caballero, que a tantos peligros, por sólo servirte,
de su voluntad ha querido ponerse? Dame tú nuevas della, ¡oh luminaria de
las tres caras! Quizá con envidia de la suya la estás ahora mirando; que, o
paseándose por alguna galería de sus suntuosos palacios, o ya puesta de
pechos sobre algún balcón, está considerando cómo, salva su honestidad y
grandeza, ha de amansar la tormenta que por ella este mi cuitado corazón
padece, qué gloria ha de dar a mis penas, qué sosiego a mi cuidado y,
finalmente, qué vida a mi muerte y qué premio a mis servicios. Y tú, sol,
que ya debes de estar apriesa ensillando tus caballos, por madrugar y salir
a ver a mi señora, así como la veas, suplícote que de mi parte la saludes;
pero guárdate que al verla y saludarla no le des paz en el rostro, que
tendré más celos de ti que tú los tuviste de aquella ligera ingrata que
tanto te hizo sudar y correr por los llanos de Tesalia, o por las riberas
de Peneo, que no me acuerdo bien por dónde corriste entonces celoso y
enamorado.
A este punto llegaba entonces don Quijote en su tan lastimero
razonamiento, cuando la hija de la ventera le comenzó a cecear y a
decirle:
— Señor mío, lléguese acá la vuestra merced si es servido.
A cuyas señas y voz volvió don Quijote la cabeza, y vio, a la luz de la
luna, que entonces estaba en toda su claridad, cómo le llamaban del agujero
que a él le pareció ventana, y aun con rejas doradas, como conviene que las
tengan tan ricos castillos como él se imaginaba que era aquella venta; y
luego en el instante se le representó en su loca imaginación que otra vez,
como la pasada, la doncella fermosa, hija de la señora de aquel castillo,
vencida de su amor, tornaba a solicitarle; y con este pensamiento, por no
mostrarse descortés y desagradecido, volvió las riendas a Rocinante y se
llegó al agujero, y, así como vio a las dos mozas, dijo:
— Lástima os tengo, fermosa señora, de que hayades puesto vuestras amorosas
mientes en parte donde no es posible corresponderos conforme merece vuestro
gran valor y gentileza; de lo que no debéis dar culpa a este miserable
andante caballero, a quien tiene amor imposibilitado de poder entregar su
voluntad a otra que aquella que, en el punto que sus ojos la vieron, la
hizo señora absoluta de su alma. Perdonadme, buena señora, y recogeos en
vuestro aposento, y no queráis, con significarme más vuestros deseos, que
yo me muestre más desagradecido; y si del amor que me tenéis halláis en mí
otra cosa con que satisfaceros, que el mismo amor no sea, pedídmela; que yo
os juro, por aquella ausente enemiga dulce mía, de dárosla en continente,
si bien me pidiésedes una guedeja de los cabellos de Medusa, que eran todos
culebras, o ya los mesmos rayos del sol encerrados en una redoma.
— No ha menester nada deso mi señora, señor caballero —dijo a este punto
Maritornes.
— Pues, ¿qué ha menester, discreta dueña, vuestra señora? —respondió don
Quijote.
— Sola una de vuestras hermosas manos —dijo Maritornes—, por poder deshogar
con ella el gran deseo que a este agujero la ha traído, tan a peligro de su
honor que si su señor padre la hubiera sentido, la menor tajada della fuera
la oreja.
— ¡Ya quisiera yo ver eso! —respondió don Quijote—; pero él se guardará bien
deso, si ya no quiere hacer el más desastrado fin que padre hizo en el
mundo, por haber puesto las manos en los delicados miembros de su enamorada
hija.
Parecióle a Maritornes que sin duda don Quijote daría la mano que le habían
pedido, y, proponiendo en su pensamiento lo que había de hacer, se bajó del
agujero y se fue a la caballeriza, donde tomó el cabestro del jumento de
Sancho Panza, y con mucha presteza se volvió a su agujero, a tiempo que don
Quijote se había puesto de pies sobre la silla de Rocinante, por alcanzar a
la ventana enrejada, donde se imaginaba estar la ferida doncella; y, al
darle la mano, dijo:
— Tomad, señora, esa mano, o, por mejor decir, ese verdugo de los
malhechores del mundo; tomad esa mano, digo, a quien no ha tocado otra de
mujer alguna, ni aun la de aquella que tiene entera posesión de todo mi
cuerpo. No os la doy para que la beséis, sino para que miréis la contestura
de sus nervios, la trabazón de sus músculos, la anchura y espaciosidad de
sus venas; de donde sacaréis qué tal debe de ser la fuerza del brazo que
tal mano tiene.
— Ahora lo veremos —dijo Maritornes.
Y, haciendo una lazada corrediza al cabestro, se la echó a la muñeca, y,
bajándose del agujero, ató lo que quedaba al cerrojo de la puerta del pajar
muy fuertemente. Don Quijote, que sintió la aspereza del cordel en su
muñeca, dijo:
— Más parece que vuestra merced me ralla que no que me regala la mano; no la
tratéis tan mal, pues ella no tiene la culpa del mal que mi voluntad os
hace, ni es bien que en tan poca parte venguéis el todo de vuestro enojo.
Mirad que quien quiere bien no se venga tan mal.
Pero todas estas razones de don Quijote ya no las escuchaba nadie, porque,
así como Maritornes le ató, ella y la otra se fueron, muertas de risa, y le
dejaron asido de manera que fue imposible soltarse.
Estaba, pues, como se ha dicho, de pies sobre Rocinante, metido todo el
brazo por el agujero y atado de la muñeca, y al cerrojo de la puerta, con
grandísimo temor y cuidado, que si Rocinante se desviaba a un cabo o a
otro, había de quedar colgado del brazo; y así, no osaba hacer movimiento
alguno, puesto que de la paciencia y quietud de Rocinante bien se podía
esperar que estaría sin moverse un siglo entero.
En resolución, viéndose don Quijote atado, y que ya las damas se habían
ido, se dio a imaginar que todo aquello se hacía por vía de encantamento,
como la vez pasada, cuando en aquel mesmo castillo le molió aquel moro
encantado del arriero; y maldecía entre sí su poca discreción y discurso,
pues, habiendo salido tan mal la vez primera de aquel castillo, se había
aventurado a entrar en él la segunda, siendo advertimiento de caballeros
andantes que, cuando han probado una aventura y no salido bien con ella, es
señal que no está para ellos guardada, sino para otros; y así, no tienen
necesidad de probarla segunda vez. Con todo esto, tiraba de su brazo, por
ver si podía soltarse; mas él estaba tan bien asido, que todas sus pruebas
fueron en vano. Bien es verdad que tiraba con tiento, porque Rocinante no
se moviese; y, aunque él quisiera sentarse y ponerse en la silla, no podía
sino estar en pie, o arrancarse la mano.
Allí fue el desear de la espada de Amadís, contra quien no tenía fuerza de
encantamento alguno; allí fue el maldecir de su fortuna; allí fue el
exagerar la falta que haría en el mundo su presencia el tiempo que allí
estuviese encantado, que sin duda alguna se había creído que lo estaba;
allí el acordarse de nuevo de su querida Dulcinea del Toboso; allí fue el
llamar a su buen escudero Sancho Panza, que, sepultado en sueño y tendido
sobre el albarda de su jumento, no se acordaba en aquel instante de la
madre que lo había parido; allí llamó a los sabios Lirgandeo y Alquife, que
le ayudasen; allí invocó a su buena amiga Urganda, que le socorriese, y,
finalmente, allí le tomó la mañana, tan desesperado y confuso que bramaba
como un toro; porque no esperaba él que con el día se remediara su cuita,
porque la tenía por eterna, teniéndose por encantado. Y hacíale creer esto
ver que Rocinante poco ni mucho se movía, y creía que de aquella suerte,
sin comer ni beber ni dormir, habían de estar él y su caballo, hasta que
aquel mal influjo de las estrellas se pasase, o hasta que otro más sabio
encantador le desencantase.
Pero engañóse mucho en su creencia, porque, apenas comenzó a amanecer,
cuando llegaron a la venta cuatro hombres de a caballo, muy bien puestos y
aderezados, con sus escopetas sobre los arzones. Llamaron a la puerta de la
venta, que aún estaba cerrada, con grandes golpes; lo cual, visto por don
Quijote desde donde aún no dejaba de hacer la centinela, con voz arrogante
y alta dijo:
— Caballeros, o escuderos, o quienquiera que seáis: no tenéis para qué
llamar a las puertas deste castillo; que asaz de claro está que a tales
horas, o los que están dentro duermen, o no tienen por costumbre de abrirse
las fortalezas hasta que el sol esté tendido por todo el suelo. Desviaos
afuera, y esperad que aclare el día, y entonces veremos si será justo o no
que os abran.
— ¿Qué diablos de fortaleza o castillo es éste —dijo uno—, para obligarnos a
guardar esas ceremonias? Si sois el ventero, mandad que nos abran, que
somos caminantes que no queremos más de dar cebada a nuestras cabalgaduras
y pasar adelante, porque vamos de priesa.
— ¿Paréceos, caballeros, que tengo yo talle de ventero? —respondió don
Quijote.
— No sé de qué tenéis talle —respondió el otro—, pero sé que decís
disparates en llamar castillo a esta venta.
— Castillo es —replicó don Quijote—, y aun de los mejores de toda esta
provincia; y gente tiene dentro que ha tenido cetro en la mano y corona en
la cabeza.
— Mejor fuera al revés —dijo el caminante—: el cetro en la cabeza y la
corona en la mano. Y será, si a mano viene, que debe de estar dentro alguna
compañía de representantes, de los cuales es tener a menudo esas coronas y
cetros que decís, porque en una venta tan pequeña, y adonde se guarda tanto
silencio como ésta, no creo yo que se alojan personas dignas de corona y
cetro.
— Sabéis poco del mundo —replicó don Quijote—, pues ignoráis los casos que
suelen acontecer en la caballería andante.
Cansábanse los compañeros que con el preguntante venían del coloquio que
con don Quijote pasaba, y así, tornaron a llamar con grande furia; y fue de
modo que el ventero despertó, y aun todos cuantos en la venta estaban; y
así, se levantó a preguntar quién llamaba. Sucedió en este tiempo que una
de las cabalgaduras en que venían los cuatro que llamaban se llegó a oler a
Rocinante, que, melancólico y triste, con las orejas caídas, sostenía sin
moverse a su estirado señor; y como, en fin, era de carne, aunque parecía
de leño, no pudo dejar de resentirse y tornar a oler a quien le llegaba a
hacer caricias; y así, no se hubo movido tanto cuanto, cuando se desviaron
los juntos pies de don Quijote, y, resbalando de la silla, dieran con él en
el suelo, a no quedar colgado del brazo: cosa que le causó tanto dolor que
creyó o que la muñeca le cortaban, o que el brazo se le arrancaba; porque
él quedó tan cerca del suelo que con los estremos de las puntas de los pies
besaba la tierra, que era en su perjuicio, porque, como sentía lo poco que
le faltaba para poner las plantas en la tierra, fatigábase y estirábase
cuanto podía por alcanzar al suelo: bien así como los que están en el
tormento de la garrucha, puestos a toca, no toca, que ellos mesmos son
causa de acrecentar su dolor, con el ahínco que ponen en estirarse,
engañados de la esperanza que se les representa, que con poco más que se
estiren llegarán al suelo.


Capítulo XLIV. Donde se prosiguen los inauditos sucesos de la venta
En efeto, fueron tantas las voces que don Quijote dio, que, abriendo de
presto las puertas de la venta, salió el ventero, despavorido, a ver quién
tales gritos daba, y los que estaban fuera hicieron lo mesmo. Maritornes,
que ya había despertado a las mismas voces, imaginando lo que podía ser, se
fue al pajar y desató, sin que nadie lo viese, el cabestro que a don
Quijote sostenía, y él dio luego en el suelo, a vista del ventero y de los
caminantes, que, llegándose a él, le preguntaron qué tenía, que tales voces
daba. Él, sin responder palabra, se quitó el cordel de la muñeca, y,
levantándose en pie, subió sobre Rocinante, embrazó su adarga, enristró su
lanzón, y, tomando buena parte del campo, volvió a medio galope, diciendo:
— Cualquiera que dijere que yo he sido con justo título encantado, como mi
señora la princesa Micomicona me dé licencia para ello, yo le desmiento, le
rieto y desafío a singular batalla.
Admirados se quedaron los nuevos caminantes de las palabras de don Quijote,
pero el ventero les quitó de aquella admiración, diciéndoles que era don
Quijote, y que no había que hacer caso dél, porque estaba fuera de juicio.
Preguntáronle al ventero si acaso había llegado a aquella venta un muchacho
de hasta edad de quince años, que venía vestido como mozo de mulas, de
tales y tales señas, dando las mesmas que traía el amante de doña Clara. El
ventero respondió que había tanta gente en la venta, que no había echado de
ver en el que preguntaban. Pero, habiendo visto uno dellos el coche donde
había venido el oidor, dijo:
— Aquí debe de estar sin duda, porque éste es el coche que él dicen que
sigue; quédese uno de nosotros a la puerta y entren los demás a buscarle; y
aun sería bien que uno de nosotros rodease toda la venta, porque no se
fuese por las bardas de los corrales.
— Así se hará —respondió uno dellos.
Y, entrándose los dos dentro, uno se quedó a la puerta y el otro se fue a
rodear la venta; todo lo cual veía el ventero, y no sabía atinar para qué
se hacían aquellas diligencias, puesto que bien creyó que buscaban aquel
mozo cuyas señas le habían dado.
Ya a esta sazón aclaraba el día; y, así por esto como por el ruido que don
Quijote había hecho, estaban todos despiertos y se levantaban,
especialmente doña Clara y Dorotea, que la una con sobresalto de tener tan
cerca a su amante, y la otra con el deseo de verle, habían podido dormir
bien mal aquella noche. Don Quijote, que vio que ninguno de los cuatro
caminantes hacía caso dél, ni le respondían a su demanda, moría y rabiaba
de despecho y saña; y si él hallara en las ordenanzas de su caballería que
lícitamente podía el caballero andante tomar y emprender otra empresa,
habiendo dado su palabra y fe de no ponerse en ninguna hasta acabar la que
había prometido, él embistiera con todos, y les hiciera responder mal de su
grado. Pero, por parecerle no convenirle ni estarle bien comenzar nueva
empresa hasta poner a Micomicona en su reino, hubo de callar y estarse
quedo, esperando a ver en qué paraban las diligencias de aquellos
caminantes; uno de los cuales halló al mancebo que buscaba, durmiendo al
lado de un mozo de mulas, bien descuidado de que nadie ni le buscase, ni
menos de que le hallase. El hombre le trabó del brazo y le dijo:
— Por cierto, señor don Luis, que responde bien a quien vos sois el hábito
que tenéis, y que dice bien la cama en que os hallo al regalo con que
vuestra madre os crió.
Limpióse el mozo los soñolientos ojos y miró de espacio al que le tenía
asido, y luego conoció que era criado de su padre, de que recibió tal
sobresalto, que no acertó o no pudo hablarle palabra por un buen espacio. Y
el criado prosiguió diciendo:
— Aquí no hay que hacer otra cosa, señor don Luis, sino prestar paciencia y
dar la vuelta a casa, si ya vuestra merced no gusta que su padre y mi señor
la dé al otro mundo, porque no se puede esperar otra cosa de la pena con
que queda por vuestra ausencia.
— Pues, ¿cómo supo mi padre —dijo don Luis— que yo venía este camino y en
este traje?
— Un estudiante —respondió el criado— a quien distes cuenta de vuestros
pensamientos fue el que lo descubrió, movido a lástima de las que vio que
hacía vuestro padre al punto que os echó de menos; y así, despachó a cuatro
de sus criados en vuestra busca, y todos estamos aquí a vuestro servicio,
más contentos de lo que imaginar se puede, por el buen despacho con que
tornaremos, llevándoos a los ojos que tanto os quieren.
— Eso será como yo quisiere, o como el cielo lo ordenare —respondió don
Luis.
— ¿Qué habéis de querer, o qué ha de ordenar el cielo, fuera de consentir en
volveros?; porque no ha de ser posible otra cosa.
Todas estas razones que entre los dos pasaban oyó el mozo de mulas junto a
quien don Luis estaba; y, levantándose de allí, fue a decir lo que pasaba a
don Fernando y a Cardenio, y a los demás, que ya vestido se habían; a los
cuales dijo cómo aquel hombre llamaba de don a aquel muchacho, y las
razones que pasaban, y cómo le quería volver a casa de su padre, y el mozo
no quería. Y con esto, y con lo que dél sabían de la buena voz que el cielo
le había dado, vinieron todos en gran deseo de saber más particularmente
quién era, y aun de ayudarle si alguna fuerza le quisiesen hacer; y así, se
fueron hacia la parte donde aún estaba hablando y porfiando con su criado.
Salía en esto Dorotea de su aposento, y tras ella doña Clara, toda turbada;
y, llamando Dorotea a Cardenio aparte, le contó en breves razones la
historia del músico y de doña Clara, a quien él también dijo lo que pasaba
de la venida a buscarle los criados de su padre, y no se lo dijo tan
callando que lo dejase de oír Clara; de lo que quedó tan fuera de sí que,
si Dorotea no llegara a tenerla, diera consigo en el suelo. Cardenio dijo a
Dorotea que se volviesen al aposento, que él procuraría poner remedio en
todo, y ellas lo hicieron.
Ya estaban todos los cuatro que venían a buscar a don Luis dentro de la
venta y rodeados dél, persuadiéndole que luego, sin detenerse un punto,
volviese a consolar a su padre. Él respondió que en ninguna manera lo podía
hacer hasta dar fin a un negocio en que le iba la vida, la honra y el alma.
Apretáronle entonces los criados, diciéndole que en ningún modo volverían
sin él, y que le llevarían, quisiese o no quisiese.
— Eso no haréis vosotros —replicó don Luis—, si no es llevándome muerto;
aunque, de cualquiera manera que me llevéis, será llevarme sin vida.
Ya a esta sazón habían acudido a la porfía todos los más que en la venta
estaban, especialmente Cardenio, don Fernando, sus camaradas, el oidor, el
cura, el barbero y don Quijote, que ya le pareció que no había necesidad de
guardar más el castillo. Cardenio, como ya sabía la historia del mozo,
preguntó a los que llevarle querían que qué les movía a querer llevar
contra su voluntad aquel muchacho.
— Muévenos —respondió uno de los cuatro— dar la vida a su padre, que por la
ausencia deste caballero queda a peligro de perderla.
A esto dijo don Luis:
— No hay para qué se dé cuenta aquí de mis cosas: yo soy libre, y volveré si
me diere gusto, y si no, ninguno de vosotros me ha de hacer fuerza.
— Harásela a vuestra merced la razón —respondió el hombre—; y, cuando ella
no bastare con vuestra merced, bastará con nosotros para hacer a lo que
venimos y lo que somos obligados.
— Sepamos qué es esto de raíz —dijo a este tiempo el oidor.
Pero el hombre, que lo conoció, como vecino de su casa, respondió:
— ¿No conoce vuestra merced, señor oidor, a este caballero, que es el hijo
de su vecino, el cual se ha ausentado de casa de su padre en el hábito tan
indecente a su calidad como vuestra merced puede ver?
Miróle entonces el oidor más atentamente y conocióle; y, abrazándole, dijo:
— ¿Qué niñerías son éstas, señor don Luis, o qué causas tan poderosas, que
os hayan movido a venir desta manera, y en este traje, que dice tan mal con
la calidad vuestra?
Al mozo se le vinieron las lágrimas a los ojos, y no pudo responder
palabra. El oidor dijo a los cuatro que se sosegasen, que todo se haría
bien; y, tomando por la mano a don Luis, le apartó a una parte y le
preguntó qué venida había sido aquélla.
Y, en tanto que le hacía esta y otras preguntas, oyeron grandes voces a la
puerta de la venta, y era la causa dellas que dos huéspedes que aquella
noche habían alojado en ella, viendo a toda la gente ocupada en saber lo
que los cuatro buscaban, habían intentado a irse sin pagar lo que debían;
mas el ventero, que atendía más a su negocio que a los ajenos, les asió al
salir de la puerta y pidió su paga, y les afeó su mala intención con tales
palabras, que les movió a que le respondiesen con los puños; y así, le
comenzaron a dar tal mano, que el pobre ventero tuvo necesidad de dar voces
y pedir socorro. La ventera y su hija no vieron a otro más desocupado para
poder socorrerle que a don Quijote, a quien la hija de la ventera dijo:
— Socorra vuestra merced, señor caballero, por la virtud que Dios le dio, a
mi pobre padre, que dos malos hombres le están moliendo como a cibera.
A lo cual respondió don Quijote, muy de espacio y con mucha flema:
— Fermosa doncella, no ha lugar por ahora vuestra petición, porque estoy
impedido de entremeterme en otra aventura en tanto que no diere cima a una
en que mi palabra me ha puesto. Mas lo que yo podré hacer por serviros es
lo que ahora diré: corred y decid a vuestro padre que se entretenga en esa
batalla lo mejor que pudiere, y que no se deje vencer en ningún modo, en
tanto que yo pido licencia a la princesa Micomicona para poder socorrerle
en su cuita; que si ella me la da, tened por cierto que yo le sacaré della.
— ¡Pecadora de mí! —dijo a esto Maritornes, que estaba delante—: primero que
vuestra merced alcance esa licencia que dice, estará ya mi señor en el otro
mundo.
— Dadme vos, señora, que yo alcance la licencia que digo —respondió don
Quijote—; que, como yo la tenga, poco hará al caso que él esté en el otro
mundo; que de allí le sacaré a pesar del mismo mundo que lo contradiga; o,
por lo menos, os daré tal venganza de los que allá le hubieren enviado, que
quedéis más que medianamente satisfechas.
Y sin decir más se fue a poner de hinojos ante Dorotea, pidiéndole con
palabras caballerescas y andantescas que la su grandeza fuese servida de
darle licencia de acorrer y socorrer al castellano de aquel castillo, que
estaba puesto en una grave mengua. La princesa se la dio de buen talante, y
él luego, embrazando su adarga y poniendo mano a su espada, acudió a la
puerta de la venta, adonde aún todavía traían los dos huéspedes a mal traer
al ventero; pero, así como llegó, embazó y se estuvo quedo, aunque
Maritornes y la ventera le decían que en qué se detenía, que socorriese a
su señor y marido.
— Deténgome —dijo don Quijote— porque no me es lícito poner mano a la espada
contra gente escuderil; pero llamadme aquí a mi escudero Sancho, que a él
toca y atañe esta defensa y venganza.
Esto pasaba en la puerta de la venta, y en ella andaban las puñadas y
mojicones muy en su punto, todo en daño del ventero y en rabia de
Maritornes, la ventera y su hija, que se desesperaban de ver la cobardía de
don Quijote, y de lo mal que lo pasaba su marido, señor y padre.
Pero dejémosle aquí, que no faltará quien le socorra, o si no, sufra y
calle el que se atreve a más de a lo que sus fuerzas le prometen, y
volvámonos atrás cincuenta pasos, a ver qué fue lo que don Luis respondió
al oidor, que le dejamos aparte, preguntándole la causa de su venida a pie
y de tan vil traje vestido. A lo cual el mozo, asiéndole fuertemente de las
manos, como en señal de que algún gran dolor le apretaba el corazón, y
derramando lágrimas en grande abundancia, le dijo:
— Señor mío, yo no sé deciros otra cosa sino que desde el punto que quiso el
cielo y facilitó nuestra vecindad que yo viese a mi señora doña Clara, hija
vuestra y señora mía, desde aquel instante la hice dueño de mi voluntad; y
si la vuestra, verdadero señor y padre mío, no lo impide, en este mesmo día
ha de ser mi esposa. Por ella dejé la casa de mi padre, y por ella me puse
en este traje, para seguirla dondequiera que fuese, como la saeta al
blanco, o como el marinero al norte. Ella no sabe de mis deseos más de lo
que ha podido entender de algunas veces que desde lejos ha visto llorar mis
ojos. Ya, señor, sabéis la riqueza y la nobleza de mis padres, y como yo
soy su único heredero: si os parece que éstas son partes para que os
aventuréis a hacerme en todo venturoso, recebidme luego por vuestro hijo;
que si mi padre, llevado de otros disignios suyos, no gustare deste bien
que yo supe buscarme, más fuerza tiene el tiempo para deshacer y mudar las
cosas que las humanas voluntades.
Calló, en diciendo esto, el enamorado mancebo, y el oidor quedó en oírle
suspenso, confuso y admirado, así de haber oído el modo y la discreción con
que don Luis le había descubierto su pensamiento, como de verse en punto
que no sabía el que poder tomar en tan repentino y no esperado negocio; y
así, no respondió otra cosa sino que se sosegase por entonces, y
entretuviese a sus criados, que por aquel día no le volviesen, porque se
tuviese tiempo para considerar lo que mejor a todos estuviese. Besóle las
manos por fuerza don Luis, y aun se las bañó con lágrimas, cosa que pudiera
enternecer un corazón de mármol, no sólo el del oidor, que, como discreto,
ya había conocido cuán bien le estaba a su hija aquel matrimonio; puesto
que, si fuera posible, lo quisiera efetuar con voluntad del padre de don
Luis, del cual sabía que pretendía hacer de título a su hijo.
Ya a esta sazón estaban en paz los huéspedes con el ventero, pues, por
persuasión y buenas razones de don Quijote, más que por amenazas, le habían
pagado todo lo que él quiso, y los criados de don Luis aguardaban el fin de
la plática del oidor y la resolución de su amo, cuando el demonio, que no
duerme, ordenó que en aquel mesmo punto entró en la venta el barbero a
quien don Quijote quitó el yelmo de Mambrino y Sancho Panza los aparejos
del asno, que trocó con los del suyo; el cual barbero, llevando su jumento
a la caballeriza, vio a Sancho Panza que estaba aderezando no sé qué de la
albarda, y así como la vio la conoció, y se atrevió a arremeter a Sancho,
diciendo:
— ¡Ah don ladrón, que aquí os tengo! ¡Venga mi bacía y mi albarda, con todos
mis aparejos que me robastes!
Sancho, que se vio acometer tan de improviso y oyó los vituperios que le
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