Don Quijote - 21
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como ellos, o algún hombre sin alma y sin conciencia, pues quiso soltar al
lobo entre las ovejas, a la raposa entre las gallinas, a la mosca entre la
miel; quiso defraudar la justicia, ir contra su rey y señor natural, pues
fue contra sus justos mandamientos. Quiso, digo, quitar a las galeras sus
pies, poner en alboroto a la Santa Hermandad, que había muchos años que
reposaba; quiso, finalmente, hacer un hecho por donde se pierda su alma y
no se gane su cuerpo.
Habíales contado Sancho al cura y al barbero la aventura de los galeotes,
que acabó su amo con tanta gloria suya, y por esto cargaba la mano el cura
refiriéndola, por ver lo que hacía o decía don Quijote; al cual se le
mudaba la color a cada palabra, y no osaba decir que él había sido el
libertador de aquella buena gente.
— Éstos, pues —dijo el cura—, fueron los que nos robaron; que Dios, por su
misericordia, se lo perdone al que no los dejó llevar al debido suplicio.
Capítulo XXX. Que trata del gracioso artificio y orden que se tuvo en sacar
a nuestro enamorado caballero de la asperísima penitencia en que se había
puesto
No hubo bien acabado el cura, cuando Sancho dijo:
— Pues mía fe, señor licenciado, el que hizo esa fazaña fue mi amo, y no
porque yo no le dije antes y le avisé que mirase lo que hacía, y que era
pecado darles libertad, porque todos iban allí por grandísimos bellacos.
— ¡Majadero! —dijo a esta sazón don Quijote—, a los caballeros andantes no
les toca ni atañe averiguar si los afligidos, encadenados y opresos que
encuentran por los caminos van de aquella manera, o están en aquella
angustia, por sus culpas o por sus gracias; sólo le toca ayudarles como a
menesterosos, poniendo los ojos en sus penas y no en sus bellaquerías. Yo
topé un rosario y sarta de gente mohína y desdichada, y hice con ellos lo
que mi religión me pide, y lo demás allá se avenga; y a quien mal le ha
parecido, salvo la santa dignidad del señor licenciado y su honrada
persona, digo que sabe poco de achaque de caballería, y que miente como un
hideputa y mal nacido; y esto le haré conocer con mi espada, donde más
largamente se contiene.
Y esto dijo afirmándose en los estribos y calándose el morrión; porque la
bacía de barbero, que a su cuenta era el yelmo de Mambrino, llevaba colgado
del arzón delantero, hasta adobarla del mal tratamiento que la hicieron los
galeotes.
Dorotea, que era discreta y de gran donaire, como quien ya sabía el
menguado humor de don Quijote y que todos hacían burla dél, sino Sancho
Panza, no quiso ser para menos, y, viéndole tan enojado, le dijo:
— Señor caballero, miémbresele a la vuestra merced el don que me tiene
prometido, y que, conforme a él, no puede entremeterse en otra aventura,
por urgente que sea; sosiegue vuestra merced el pecho, que si el señor
licenciado supiera que por ese invicto brazo habían sido librados los
galeotes, él se diera tres puntos en la boca, y aun se mordiera tres veces
la lengua, antes que haber dicho palabra que en despecho de vuestra merced
redundara.
— Eso juro yo bien —dijo el cura—, y aun me hubiera quitado un bigote.
— Yo callaré, señora mía —dijo don Quijote—, y reprimiré la justa cólera que
ya en mi pecho se había levantado, y iré quieto y pacífico hasta tanto que
os cumpla el don prometido; pero, en pago deste buen deseo, os suplico me
digáis, si no se os hace de mal, cuál es la vuestra cuita y cuántas,
quiénes y cuáles son las personas de quien os tengo de dar debida,
satisfecha y entera venganza.
— Eso haré yo de gana —respondió Dorotea—, si es que no os enfadan oír
lástimas y desgracias.
— No enfadará, señora mía —respondió don Quijote.
A lo que respondió Dorotea:
— Pues así es, esténme vuestras mercedes atentos.
No hubo ella dicho esto, cuando Cardenio y el barbero se le pusieron al
lado, deseosos de ver cómo fingía su historia la discreta Dorotea; y lo
mismo hizo Sancho, que tan engañado iba con ella como su amo. Y ella,
después de haberse puesto bien en la silla y prevenídose con toser y hacer
otros ademanes, con mucho donaire, comenzó a decir desta manera:
— «Primeramente, quiero que vuestras mercedes sepan, señores míos, que a mí
me llaman...»
Y detúvose aquí un poco, porque se le olvidó el nombre que el cura le había
puesto; pero él acudió al remedio, porque entendió en lo que reparaba, y
dijo:
— No es maravilla, señora mía, que la vuestra grandeza se turbe y empache
contando sus desventuras, que ellas suelen ser tales, que muchas veces
quitan la memoria a los que maltratan, de tal manera que aun de sus mesmos
nombres no se les acuerda, como han hecho con vuestra gran señoría, que se
ha olvidado que se llama la princesa Micomicona, legítima heredera del gran
reino Micomicón; y con este apuntamiento puede la vuestra grandeza reducir
ahora fácilmente a su lastimada memoria todo aquello que contar quisiere.
— Así es la verdad —respondió la doncella—, y desde aquí adelante creo que
no será menester apuntarme nada, que yo saldré a buen puerto con mi
verdadera historia. «La cual es que el rey mi padre, que se llama Tinacrio
el Sabidor, fue muy docto en esto que llaman el arte mágica, y alcanzó por
su ciencia que mi madre, que se llamaba la reina Jaramilla, había de morir
primero que él, y que de allí a poco tiempo él también había de pasar desta
vida y yo había de quedar huérfana de padre y madre. Pero decía él que no
le fatigaba tanto esto cuanto le ponía en confusión saber, por cosa muy
cierta, que un descomunal gigante, señor de una grande ínsula, que casi
alinda con nuestro reino, llamado Pandafilando de la Fosca Vista (porque es
cosa averiguada que, aunque tiene los ojos en su lugar y derechos, siempre
mira al revés, como si fuese bizco, y esto lo hace él de maligno y por
poner miedo y espanto a los que mira); digo que supo que este gigante, en
sabiendo mi orfandad, había de pasar con gran poderío sobre mi reino y me
lo había de quitar todo, sin dejarme una pequeña aldea donde me recogiese;
pero que podía escusar toda esta ruina y desgracia si yo me quisiese casar
con él; mas, a lo que él entendía, jamás pensaba que me vendría a mí en
voluntad de hacer tan desigual casamiento; y dijo en esto la pura verdad,
porque jamás me ha pasado por el pensamiento casarme con aquel gigante,
pero ni con otro alguno, por grande y desaforado que fuese. Dijo también mi
padre que, después que él fuese muerto y viese yo que Pandafilando
comenzaba a pasar sobre mi reino, que no aguardase a ponerme en defensa,
porque sería destruirme, sino que libremente le dejase desembarazado el
reino, si quería escusar la muerte y total destruición de mis buenos y
leales vasallos, porque no había de ser posible defenderme de la endiablada
fuerza del gigante; sino que luego, con algunos de los míos, me pusiese en
camino de las Españas, donde hallaría el remedio de mis males hallando a un
caballero andante, cuya fama en este tiempo se estendería por todo este
reino, el cual se había de llamar, si mal no me acuerdo, don Azote o don
Gigote.»
— Don Quijote diría, señora —dijo a esta sazón Sancho Panza—, o, por otro
nombre, el Caballero de la Triste Figura.
— Así es la verdad —dijo Dorotea—. «Dijo más: que había de ser alto de
cuerpo, seco de rostro, y que en el lado derecho, debajo del hombro
izquierdo, o por allí junto, había de tener un lunar pardo con ciertos
cabellos a manera de cerdas.»
En oyendo esto don Quijote, dijo a su escudero:
— Ten aquí, Sancho, hijo, ayúdame a desnudar, que quiero ver si soy el
caballero que aquel sabio rey dejó profetizado.
— Pues, ¿para qué quiere vuestra merced desnudarse? —dijo Dorotea.
— Para ver si tengo ese lunar que vuestro padre dijo —respondió don Quijote.
— No hay para qué desnudarse —dijo Sancho—, que yo sé que tiene vuestra
merced un lunar desas señas en la mitad del espinazo, que es señal de ser
hombre fuerte.
— Eso basta —dijo Dorotea—, porque con los amigos no se ha de mirar en pocas
cosas, y que esté en el hombro o que esté en el espinazo, importa poco;
basta que haya lunar, y esté donde estuviere, pues todo es una mesma carne;
y, sin duda, acertó mi buen padre en todo, y yo he acertado en encomendarme
al señor don Quijote, que él es por quien mi padre dijo, pues las señales
del rostro vienen con las de la buena fama que este caballero tiene no sólo
en España, pero en toda la Mancha, pues apenas me hube desembarcado en
Osuna, cuando oí decir tantas hazañas suyas, que luego me dio el alma que
era el mesmo que venía a buscar.
— Pues, ¿cómo se desembarcó vuestra merced en Osuna, señora mía —preguntó
don Quijote—, si no es puerto de mar?
Mas, antes que Dorotea respondiese, tomó el cura la mano y dijo:
— Debe de querer decir la señora princesa que, después que desembarcó en
Málaga, la primera parte donde oyó nuevas de vuestra merced fue en Osuna.
— Eso quise decir —dijo Dorotea.
— Y esto lleva camino —dijo el cura—, y prosiga vuestra majestad adelante.
— No hay que proseguir —respondió Dorotea—, sino que, finalmente, mi suerte
ha sido tan buena en hallar al señor don Quijote, que ya me cuento y tengo
por reina y señora de todo mi reino, pues él, por su cortesía y
magnificencia, me ha prometido el don de irse conmigo dondequiera que yo le
llevare, que no será a otra parte que a ponerle delante de Pandafilando de
la Fosca Vista, para que le mate y me restituya lo que tan contra razón me
tiene usurpado: que todo esto ha de suceder a pedir de boca, pues así lo
dejó profetizado Tinacrio el Sabidor, mi buen padre; el cual también dejó
dicho y escrito en letras caldeas, o griegas, que yo no las sé leer, que si
este caballero de la profecía, después de haber degollado al gigante,
quisiese casarse conmigo, que yo me otorgase luego sin réplica alguna por
su legítima esposa, y le diese la posesión de mi reino, junto con la de mi
persona.
— ¿Qué te parece, Sancho amigo? —dijo a este punto don Quijote—. ¿No oyes lo
que pasa? ¿No te lo dije yo? Mira si tenemos ya reino que mandar y reina
con quien casar.
— ¡Eso juro yo —dijo Sancho— para el puto que no se casare en abriendo el
gaznatico al señor Pandahilado! Pues, ¡monta que es mala la reina! ¡Así se
me vuelvan las pulgas de la cama!
Y, diciendo esto, dio dos zapatetas en el aire, con muestras de grandísimo
contento, y luego fue a tomar las riendas de la mula de Dorotea, y,
haciéndola detener, se hincó de rodillas ante ella, suplicándole le diese
las manos para besárselas, en señal que la recibía por su reina y señora.
¿Quién no había de reír de los circustantes, viendo la locura del amo y la
simplicidad del criado? En efecto, Dorotea se las dio, y le prometió de
hacerle gran señor en su reino, cuando el cielo le hiciese tanto bien que
se lo dejase cobrar y gozar. Agradecióselo Sancho con tales palabras que
renovó la risa en todos.
— Ésta, señores —prosiguió Dorotea—, es mi historia: sólo resta por deciros
que de cuanta gente de acompañamiento saqué de mi reino no me ha quedado
sino sólo este buen barbado escudero, porque todos se anegaron en una gran
borrasca que tuvimos a vista del puerto, y él y yo salimos en dos tablas a
tierra, como por milagro; y así, es todo milagro y misterio el discurso de
mi vida, como lo habréis notado. Y si en alguna cosa he andado demasiada, o
no tan acertada como debiera, echad la culpa a lo que el señor licenciado
dijo al principio de mi cuento: que los trabajos continuos y
extraordinarios quitan la memoria al que los padece.
— Ésa no me quitarán a mí, ¡oh alta y valerosa señora! —dijo don Quijote—,
cuantos yo pasare en serviros, por grandes y no vistos que sean; y así, de
nuevo confirmo el don que os he prometido, y juro de ir con vos al cabo del
mundo, hasta verme con el fiero enemigo vuestro, a quien pienso, con el
ayuda de Dios y de mi brazo, tajar la cabeza soberbia con los filos
desta... no quiero decir buena espada, merced a Ginés de Pasamonte, que me
llevó la mía.
Esto dijo entre dientes, y prosiguió diciendo:
— Y después de habérsela tajado y puéstoos en pacífica posesión de vuestro
estado, quedará a vuestra voluntad hacer de vuestra persona lo que más en
talante os viniere; porque, mientras que yo tuviere ocupada la memoria y
cautiva la voluntad, perdido el entendimiento, a aquella..., y no digo más,
no es posible que yo arrostre, ni por pienso, el casarme, aunque fuese con
el ave fénix.
Parecióle tan mal a Sancho lo que últimamente su amo dijo acerca de no
querer casarse, que, con grande enojo, alzando la voz, dijo:
— Voto a mí, y juro a mí, que no tiene vuestra merced, señor don Quijote,
cabal juicio. Pues, ¿cómo es posible que pone vuestra merced en duda el
casarse con tan alta princesa como aquésta? ¿Piensa que le ha de ofrecer la
fortuna, tras cada cantillo, semejante ventura como la que ahora se le
ofrece? ¿Es, por dicha, más hermosa mi señora Dulcinea? No, por cierto, ni
aun con la mitad, y aun estoy por decir que no llega a su zapato de la que
está delante. Así, noramala alcanzaré yo el condado que espero, si vuestra
merced se anda a pedir cotufas en el golfo. Cásese, cásese luego,
encomiéndole yo a Satanás, y tome ese reino que se le viene a las manos de
vobis, vobis, y, en siendo rey, hágame marqués o adelantado, y luego,
siquiera se lo lleve el diablo todo.
Don Quijote, que tales blasfemias oyó decir contra su señora Dulcinea, no
lo pudo sufrir, y, alzando el lanzón, sin hablalle palabra a Sancho y sin
decirle esta boca es mía, le dio tales dos palos que dio con él en tierra;
y si no fuera porque Dorotea le dio voces que no le diera más, sin duda le
quitara allí la vida.
— ¿Pensáis —le dijo a cabo de rato—, villano ruin, que ha de haber lugar
siempre para ponerme la mano en la horcajadura, y que todo ha de ser errar
vos y perdonaros yo? Pues no lo penséis, bellaco descomulgado, que sin duda
lo estás, pues has puesto lengua en la sin par Dulcinea. ¿Y no sabéis vos,
gañán, faquín, belitre, que si no fuese por el valor que ella infunde en mi
brazo, que no le tendría yo para matar una pulga? Decid, socarrón de lengua
viperina, ¿y quién pensáis que ha ganado este reino y cortado la cabeza a
este gigante, y héchoos a vos marqués, que todo esto doy ya por hecho y por
cosa pasada en cosa juzgada, si no es el valor de Dulcinea, tomando a mi
brazo por instrumento de sus hazañas? Ella pelea en mí, y vence en mí, y yo
vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser. ¡Oh hideputa bellaco, y cómo
sois desagradecido: que os veis levantado del polvo de la tierra a ser
señor de título, y correspondéis a tan buena obra con decir mal de quien os
la hizo!
No estaba tan maltrecho Sancho que no oyese todo cuanto su amo le decía, y,
levantándose con un poco de presteza, se fue a poner detrás del palafrén de
Dorotea, y desde allí dijo a su amo:
— Dígame, señor: si vuestra merced tiene determinado de no casarse con esta
gran princesa, claro está que no será el reino suyo; y, no siéndolo, ¿qué
mercedes me puede hacer? Esto es de lo que yo me quejo; cásese vuestra
merced una por una con esta reina, ahora que la tenemos aquí como llovida
del cielo, y después puede volverse con mi señora Dulcinea; que reyes debe
de haber habido en el mundo que hayan sido amancebados. En lo de la
hermosura no me entremeto; que, en verdad, si va a decirla, que entrambas
me parecen bien, puesto que yo nunca he visto a la señora Dulcinea.
— ¿Cómo que no la has visto, traidor blasfemo? —dijo don Quijote—. Pues, ¿no
acabas de traerme ahora un recado de su parte?
— Digo que no la he visto tan despacio —dijo Sancho— que pueda haber notado
particularmente su hermosura y sus buenas partes punto por punto; pero así,
a bulto, me parece bien.
— Ahora te disculpo —dijo don Quijote—, y perdóname el enojo que te he dado,
que los primeros movimientos no son en manos de los hombres.
— Ya yo lo veo —respondió Sancho—; y así, en mí la gana de hablar siempre es
primero movimiento, y no puedo dejar de decir, por una vez siquiera, lo que
me viene a la lengua.
— Con todo eso —dijo don Quijote—, mira, Sancho, lo que hablas, porque
tantas veces va el cantarillo a la fuente..., y no te digo más.
— Ahora bien —respondió Sancho—, Dios está en el cielo, que ve las trampas,
y será juez de quién hace más mal: yo en no hablar bien, o vuestra merced
en obrallo.
— No haya más —dijo Dorotea—: corred, Sancho, y besad la mano a vuestro
señor, y pedilde perdón, y de aquí adelante andad más atentado en vuestras
alabanzas y vituperios, y no digáis mal de aquesa señora Tobosa, a quien yo
no conozco si no es para servilla, y tened confianza en Dios, que no os ha
de faltar un estado donde viváis como un príncipe.
Fue Sancho cabizbajo y pidió la mano a su señor, y él se la dio con
reposado continente; y, después que se la hubo besado, le echó la
bendición, y dijo a Sancho que se adelantasen un poco, que tenía que
preguntalle y que departir con él cosas de mucha importancia. Hízolo así
Sancho y apartáronse los dos algo adelante, y díjole don Quijote:
— Después que veniste, no he tenido lugar ni espacio para preguntarte muchas
cosas de particularidad acerca de la embajada que llevaste y de la
respuesta que trujiste; y ahora, pues la fortuna nos ha concedido tiempo y
lugar, no me niegues tú la ventura que puedes darme con tan buenas nuevas.
— Pregunte vuestra merced lo que quisiere —respondió Sancho—, que a todo
daré tan buena salida como tuve la entrada. Pero suplico a vuestra merced,
señor mío, que no sea de aquí adelante tan vengativo.
— ¿Por qué lo dices, Sancho? —dijo don Quijote.
— Dígolo —respondió— porque estos palos de agora más fueron por la pendencia
que entre los dos trabó el diablo la otra noche, que por lo que dije contra
mi señora Dulcinea, a quien amo y reverencio como a una reliquia, aunque en
ella no lo haya, sólo por ser cosa de vuestra merced.
— No tornes a esas pláticas, Sancho, por tu vida —dijo don Quijote—, que me
dan pesadumbre; ya te perdoné entonces, y bien sabes tú que suele decirse:
a pecado nuevo, penitencia nueva.
En tanto que los dos iban en estas pláticas, dijo el cura a Dorotea que
había andado muy discreta, así en el cuento como en la brevedad dél, y en
la similitud que tuvo con los de los libros de caballerías. Ella dijo que
muchos ratos se había entretenido en leellos, pero que no sabía ella dónde
eran las provincias ni puertos de mar, y que así había dicho a tiento que
se había desembarcado en Osuna.
— Yo lo entendí así —dijo el cura—, y por eso acudí luego a decir lo que
dije, con que se acomodó todo. Pero, ¿no es cosa estraña ver con cuánta
facilidad cree este desventurado hidalgo todas estas invenciones y
mentiras, sólo porque llevan el estilo y modo de las necedades de sus
libros?
— Sí es —dijo Cardenio—, y tan rara y nunca vista, que yo no sé si queriendo
inventarla y fabricarla mentirosamente, hubiera tan agudo ingenio que
pudiera dar en ella.
— Pues otra cosa hay en ello —dijo el cura—: que fuera de las simplicidades
que este buen hidalgo dice tocantes a su locura, si le tratan de otras
cosas, discurre con bonísimas razones y muestra tener un entendimiento
claro y apacible en todo. De manera que, como no le toquen en sus
caballerías, no habrá nadie que le juzgue sino por de muy buen
entendimiento.
En tanto que ellos iban en esta conversación, prosiguió don Quijote con la
suya y dijo a Sancho:
— Echemos, Panza amigo, pelillos a la mar en esto de nuestras pendencias, y
dime ahora, sin tener cuenta con enojo ni rencor alguno: ¿Dónde, cómo y
cuándo hallaste a Dulcinea? ¿Qué hacía? ¿Qué le dijiste? ¿Qué te respondió?
¿Qué rostro hizo cuando leía mi carta? ¿Quién te la trasladó? Y todo
aquello que vieres que en este caso es digno de saberse, de preguntarse y
satisfacerse, sin que añadas o mientas por darme gusto, ni menos te acortes
por no quitármele.
— Señor —respondió Sancho—, si va a decir la verdad, la carta no me la
trasladó nadie, porque yo no llevé carta alguna.
— Así es como tú dices —dijo don Quijote—, porque el librillo de memoria
donde yo la escribí le hallé en mi poder a cabo de dos días de tu partida,
lo cual me causó grandísima pena, por no saber lo que habías tú de hacer
cuando te vieses sin carta, y creí siempre que te volvieras desde el lugar
donde la echaras menos.
— Así fuera —respondió Sancho—, si no la hubiera yo tomado en la memoria
cuando vuestra merced me la leyó, de manera que se la dije a un sacristán,
que me la trasladó del entendimiento, tan punto por punto, que dijo que en
todos los días de su vida, aunque había leído muchas cartas de descomunión,
no había visto ni leído tan linda carta como aquélla.
— Y ¿tiénesla todavía en la memoria, Sancho? —dijo don Quijote.
— No, señor —respondió Sancho—, porque después que la di, como vi que no
había de ser de más provecho, di en olvidalla. Y si algo se me acuerda, es
aquello del sobajada, digo, del soberana señora, y lo último: Vuestro hasta
la muerte, el Caballero de la Triste Figura. Y, en medio destas dos cosas,
le puse más de trecientas almas, y vidas, y ojos míos.
Capítulo XXXI. De los sabrosos razonamientos que pasaron entre don Quijote
y Sancho Panza, su escudero, con otros sucesos
— Todo eso no me descontenta; prosigue adelante —dijo don Quijote—.
Llegaste, ¿y qué hacía aquella reina de la hermosura? A buen seguro que la
hallaste ensartando perlas, o bordando alguna empresa con oro de cañutillo
para este su cautivo caballero.
— No la hallé —respondió Sancho— sino ahechando dos hanegas de trigo en un
corral de su casa.
— Pues haz cuenta —dijo don Quijote— que los granos de aquel trigo eran
granos de perlas, tocados de sus manos. Y si miraste, amigo, el trigo ¿era
candeal, o trechel?
— No era sino rubión —respondió Sancho.
— Pues yo te aseguro —dijo don Quijote— que, ahechado por sus manos, hizo
pan candeal, sin duda alguna. Pero pasa adelante: cuando le diste mi carta,
¿besóla? ¿Púsosela sobre la cabeza? ¿Hizo alguna ceremonia digna de tal
carta, o qué hizo?
— Cuando yo se la iba a dar —respondió Sancho—, ella estaba en la fuga del
meneo de una buena parte de trigo que tenía en la criba, y díjome: ''Poned,
amigo, esa carta sobre aquel costal, que no la puedo leer hasta que acabe
de acribar todo lo que aquí está''.
— ¡Discreta señora! —dijo don Quijote—. Eso debió de ser por leerla despacio
y recrearse con ella. Adelante, Sancho: y, en tanto que estaba en su
menester, ¿qué coloquios pasó contigo? ¿Qué te preguntó de mí? Y tú, ¿qué
le respondiste? Acaba, cuéntamelo todo; no se te quede en el tintero una
mínima.
— Ella no me preguntó nada —dijo Sancho—, mas yo le dije de la manera que
vuestra merced, por su servicio, quedaba haciendo penitencia, desnudo de la
cintura arriba, metido entre estas sierras como si fuera salvaje, durmiendo
en el suelo, sin comer pan a manteles ni sin peinarse la barba, llorando y
maldiciendo su fortuna.
— En decir que maldecía mi fortuna dijiste mal —dijo don Quijote—, porque
antes la bendigo y bendeciré todos los días de mi vida, por haberme hecho
digno de merecer amar tan alta señora como Dulcinea del Toboso.
— Tan alta es —respondió Sancho—, que a buena fe que me lleva a mí más de un
coto.
— Pues, ¿cómo, Sancho? —dijo don Quijote—. ¿Haste medido tú con ella?
— Medíme en esta manera —respondió Sancho—: que, llegándole a ayudar a poner
un costal de trigo sobre un jumento, llegamos tan juntos que eché de ver
que me llevaba más de un gran palmo.
— Pues ¡es verdad —replicó don Quijote— que no acompaña esa grandeza y la
adorna con mil millones y gracias del alma! Pero no me negarás, Sancho, una
cosa: cuando llegaste junto a ella, ¿no sentiste un olor sabeo, una
fragancia aromática, y un no sé qué de bueno, que yo no acierto a dalle
nombre? Digo, ¿un tuho o tufo como si estuvieras en la tienda de algún
curioso guantero?
— Lo que sé decir —dijo Sancho— es que sentí un olorcillo algo hombruno; y
debía de ser que ella, con el mucho ejercicio, estaba sudada y algo
correosa.
— No sería eso —respondió don Quijote—, sino que tú debías de estar
romadizado, o te debiste de oler a ti mismo; porque yo sé bien a lo que
huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo, aquel ámbar
desleído.
— Todo puede ser —respondió Sancho—, que muchas veces sale de mí aquel olor
que entonces me pareció que salía de su merced de la señora Dulcinea; pero
no hay de qué maravillarse, que un diablo parece a otro.
— Y bien —prosiguió don Quijote—, he aquí que acabó de limpiar su trigo y de
enviallo al molino. ¿Qué hizo cuando leyó la carta?
— La carta —dijo Sancho— no la leyó, porque dijo que no sabía leer ni
escribir; antes, la rasgó y la hizo menudas piezas, diciendo que no la
quería dar a leer a nadie, porque no se supiesen en el lugar sus secretos,
y que bastaba lo que yo le había dicho de palabra acerca del amor que
vuestra merced le tenía y de la penitencia extraordinaria que por su causa
quedaba haciendo. Y, finalmente, me dijo que dijese a vuestra merced que le
besaba las manos, y que allí quedaba con más deseo de verle que de
escribirle; y que, así, le suplicaba y mandaba que, vista la presente,
saliese de aquellos matorrales y se dejase de hacer disparates, y se
pusiese luego luego en camino del Toboso, si otra cosa de más importancia
no le sucediese, porque tenía gran deseo de ver a vuestra merced. Rióse
mucho cuando le dije como se llamaba vuestra merced el Caballero de la
Triste Figura. Preguntéle si había ido allá el vizcaíno de marras; díjome
que sí, y que era un hombre muy de bien. También le pregunté por los
galeotes, mas díjome que no había visto hasta entonces alguno.
— Todo va bien hasta agora —dijo don Quijote—. Pero dime: ¿qué joya fue la
que te dio, al despedirte, por las nuevas que de mí le llevaste? Porque es
usada y antigua costumbre entre los caballeros y damas andantes dar a los
escuderos, doncellas o enanos que les llevan nuevas, de sus damas a ellos,
a ellas de sus andantes, alguna rica joya en albricias, en agradecimiento
de su recado.
— Bien puede eso ser así, y yo la tengo por buena usanza; pero eso debió de
ser en los tiempos pasados, que ahora sólo se debe de acostumbrar a dar un
pedazo de pan y queso, que esto fue lo que me dio mi señora Dulcinea, por
las bardas de un corral, cuando della me despedí; y aun, por más señas, era
el queso ovejuno.
— Es liberal en estremo —dijo don Quijote—, y si no te dio joya de oro, sin
duda debió de ser porque no la tendría allí a la mano para dártela; pero
buenas son mangas después de Pascua: yo la veré, y se satisfará todo.
¿Sabes de qué estoy maravillado, Sancho? De que me parece que fuiste y
veniste por los aires, pues poco más de tres días has tardado en ir y venir
desde aquí al Toboso, habiendo de aquí allá más de treinta leguas; por lo
cual me doy a entender que aquel sabio nigromante que tiene cuenta con mis
cosas y es mi amigo (porque por fuerza le hay, y le ha de haber, so pena
que yo no sería buen caballero andante); digo que este tal te debió de
ayudar a caminar, sin que tú lo sintieses; que hay sabio déstos que coge a
un caballero andante durmiendo en su cama, y, sin saber cómo o en qué
manera, amanece otro día más de mil leguas de donde anocheció. Y si no
fuese por esto, no se podrían socorrer en sus peligros los caballeros
andantes unos a otros, como se socorren a cada paso. Que acaece estar uno
peleando en las sierras de Armenia con algún endriago, o con algún fiero
vestiglo, o con otro caballero, donde lleva lo peor de la batalla y está ya
a punto de muerte, y cuando no os me cato, asoma por acullá, encima de una
nube, o sobre un carro de fuego, otro caballero amigo suyo, que poco antes
se hallaba en Ingalaterra, que le favorece y libra de la muerte, y a la
noche se halla en su posada, cenando muy a su sabor; y suele haber de la
una a la otra parte dos o tres mil leguas. Y todo esto se hace por
industria y sabiduría destos sabios encantadores que tienen cuidado destos
valerosos caballeros. Así que, amigo Sancho, no se me hace dificultoso
creer que en tan breve tiempo hayas ido y venido desde este lugar al del
Toboso, pues, como tengo dicho, algún sabio amigo te debió de llevar en
volandillas, sin que tú lo sintieses.
lobo entre las ovejas, a la raposa entre las gallinas, a la mosca entre la
miel; quiso defraudar la justicia, ir contra su rey y señor natural, pues
fue contra sus justos mandamientos. Quiso, digo, quitar a las galeras sus
pies, poner en alboroto a la Santa Hermandad, que había muchos años que
reposaba; quiso, finalmente, hacer un hecho por donde se pierda su alma y
no se gane su cuerpo.
Habíales contado Sancho al cura y al barbero la aventura de los galeotes,
que acabó su amo con tanta gloria suya, y por esto cargaba la mano el cura
refiriéndola, por ver lo que hacía o decía don Quijote; al cual se le
mudaba la color a cada palabra, y no osaba decir que él había sido el
libertador de aquella buena gente.
— Éstos, pues —dijo el cura—, fueron los que nos robaron; que Dios, por su
misericordia, se lo perdone al que no los dejó llevar al debido suplicio.
Capítulo XXX. Que trata del gracioso artificio y orden que se tuvo en sacar
a nuestro enamorado caballero de la asperísima penitencia en que se había
puesto
No hubo bien acabado el cura, cuando Sancho dijo:
— Pues mía fe, señor licenciado, el que hizo esa fazaña fue mi amo, y no
porque yo no le dije antes y le avisé que mirase lo que hacía, y que era
pecado darles libertad, porque todos iban allí por grandísimos bellacos.
— ¡Majadero! —dijo a esta sazón don Quijote—, a los caballeros andantes no
les toca ni atañe averiguar si los afligidos, encadenados y opresos que
encuentran por los caminos van de aquella manera, o están en aquella
angustia, por sus culpas o por sus gracias; sólo le toca ayudarles como a
menesterosos, poniendo los ojos en sus penas y no en sus bellaquerías. Yo
topé un rosario y sarta de gente mohína y desdichada, y hice con ellos lo
que mi religión me pide, y lo demás allá se avenga; y a quien mal le ha
parecido, salvo la santa dignidad del señor licenciado y su honrada
persona, digo que sabe poco de achaque de caballería, y que miente como un
hideputa y mal nacido; y esto le haré conocer con mi espada, donde más
largamente se contiene.
Y esto dijo afirmándose en los estribos y calándose el morrión; porque la
bacía de barbero, que a su cuenta era el yelmo de Mambrino, llevaba colgado
del arzón delantero, hasta adobarla del mal tratamiento que la hicieron los
galeotes.
Dorotea, que era discreta y de gran donaire, como quien ya sabía el
menguado humor de don Quijote y que todos hacían burla dél, sino Sancho
Panza, no quiso ser para menos, y, viéndole tan enojado, le dijo:
— Señor caballero, miémbresele a la vuestra merced el don que me tiene
prometido, y que, conforme a él, no puede entremeterse en otra aventura,
por urgente que sea; sosiegue vuestra merced el pecho, que si el señor
licenciado supiera que por ese invicto brazo habían sido librados los
galeotes, él se diera tres puntos en la boca, y aun se mordiera tres veces
la lengua, antes que haber dicho palabra que en despecho de vuestra merced
redundara.
— Eso juro yo bien —dijo el cura—, y aun me hubiera quitado un bigote.
— Yo callaré, señora mía —dijo don Quijote—, y reprimiré la justa cólera que
ya en mi pecho se había levantado, y iré quieto y pacífico hasta tanto que
os cumpla el don prometido; pero, en pago deste buen deseo, os suplico me
digáis, si no se os hace de mal, cuál es la vuestra cuita y cuántas,
quiénes y cuáles son las personas de quien os tengo de dar debida,
satisfecha y entera venganza.
— Eso haré yo de gana —respondió Dorotea—, si es que no os enfadan oír
lástimas y desgracias.
— No enfadará, señora mía —respondió don Quijote.
A lo que respondió Dorotea:
— Pues así es, esténme vuestras mercedes atentos.
No hubo ella dicho esto, cuando Cardenio y el barbero se le pusieron al
lado, deseosos de ver cómo fingía su historia la discreta Dorotea; y lo
mismo hizo Sancho, que tan engañado iba con ella como su amo. Y ella,
después de haberse puesto bien en la silla y prevenídose con toser y hacer
otros ademanes, con mucho donaire, comenzó a decir desta manera:
— «Primeramente, quiero que vuestras mercedes sepan, señores míos, que a mí
me llaman...»
Y detúvose aquí un poco, porque se le olvidó el nombre que el cura le había
puesto; pero él acudió al remedio, porque entendió en lo que reparaba, y
dijo:
— No es maravilla, señora mía, que la vuestra grandeza se turbe y empache
contando sus desventuras, que ellas suelen ser tales, que muchas veces
quitan la memoria a los que maltratan, de tal manera que aun de sus mesmos
nombres no se les acuerda, como han hecho con vuestra gran señoría, que se
ha olvidado que se llama la princesa Micomicona, legítima heredera del gran
reino Micomicón; y con este apuntamiento puede la vuestra grandeza reducir
ahora fácilmente a su lastimada memoria todo aquello que contar quisiere.
— Así es la verdad —respondió la doncella—, y desde aquí adelante creo que
no será menester apuntarme nada, que yo saldré a buen puerto con mi
verdadera historia. «La cual es que el rey mi padre, que se llama Tinacrio
el Sabidor, fue muy docto en esto que llaman el arte mágica, y alcanzó por
su ciencia que mi madre, que se llamaba la reina Jaramilla, había de morir
primero que él, y que de allí a poco tiempo él también había de pasar desta
vida y yo había de quedar huérfana de padre y madre. Pero decía él que no
le fatigaba tanto esto cuanto le ponía en confusión saber, por cosa muy
cierta, que un descomunal gigante, señor de una grande ínsula, que casi
alinda con nuestro reino, llamado Pandafilando de la Fosca Vista (porque es
cosa averiguada que, aunque tiene los ojos en su lugar y derechos, siempre
mira al revés, como si fuese bizco, y esto lo hace él de maligno y por
poner miedo y espanto a los que mira); digo que supo que este gigante, en
sabiendo mi orfandad, había de pasar con gran poderío sobre mi reino y me
lo había de quitar todo, sin dejarme una pequeña aldea donde me recogiese;
pero que podía escusar toda esta ruina y desgracia si yo me quisiese casar
con él; mas, a lo que él entendía, jamás pensaba que me vendría a mí en
voluntad de hacer tan desigual casamiento; y dijo en esto la pura verdad,
porque jamás me ha pasado por el pensamiento casarme con aquel gigante,
pero ni con otro alguno, por grande y desaforado que fuese. Dijo también mi
padre que, después que él fuese muerto y viese yo que Pandafilando
comenzaba a pasar sobre mi reino, que no aguardase a ponerme en defensa,
porque sería destruirme, sino que libremente le dejase desembarazado el
reino, si quería escusar la muerte y total destruición de mis buenos y
leales vasallos, porque no había de ser posible defenderme de la endiablada
fuerza del gigante; sino que luego, con algunos de los míos, me pusiese en
camino de las Españas, donde hallaría el remedio de mis males hallando a un
caballero andante, cuya fama en este tiempo se estendería por todo este
reino, el cual se había de llamar, si mal no me acuerdo, don Azote o don
Gigote.»
— Don Quijote diría, señora —dijo a esta sazón Sancho Panza—, o, por otro
nombre, el Caballero de la Triste Figura.
— Así es la verdad —dijo Dorotea—. «Dijo más: que había de ser alto de
cuerpo, seco de rostro, y que en el lado derecho, debajo del hombro
izquierdo, o por allí junto, había de tener un lunar pardo con ciertos
cabellos a manera de cerdas.»
En oyendo esto don Quijote, dijo a su escudero:
— Ten aquí, Sancho, hijo, ayúdame a desnudar, que quiero ver si soy el
caballero que aquel sabio rey dejó profetizado.
— Pues, ¿para qué quiere vuestra merced desnudarse? —dijo Dorotea.
— Para ver si tengo ese lunar que vuestro padre dijo —respondió don Quijote.
— No hay para qué desnudarse —dijo Sancho—, que yo sé que tiene vuestra
merced un lunar desas señas en la mitad del espinazo, que es señal de ser
hombre fuerte.
— Eso basta —dijo Dorotea—, porque con los amigos no se ha de mirar en pocas
cosas, y que esté en el hombro o que esté en el espinazo, importa poco;
basta que haya lunar, y esté donde estuviere, pues todo es una mesma carne;
y, sin duda, acertó mi buen padre en todo, y yo he acertado en encomendarme
al señor don Quijote, que él es por quien mi padre dijo, pues las señales
del rostro vienen con las de la buena fama que este caballero tiene no sólo
en España, pero en toda la Mancha, pues apenas me hube desembarcado en
Osuna, cuando oí decir tantas hazañas suyas, que luego me dio el alma que
era el mesmo que venía a buscar.
— Pues, ¿cómo se desembarcó vuestra merced en Osuna, señora mía —preguntó
don Quijote—, si no es puerto de mar?
Mas, antes que Dorotea respondiese, tomó el cura la mano y dijo:
— Debe de querer decir la señora princesa que, después que desembarcó en
Málaga, la primera parte donde oyó nuevas de vuestra merced fue en Osuna.
— Eso quise decir —dijo Dorotea.
— Y esto lleva camino —dijo el cura—, y prosiga vuestra majestad adelante.
— No hay que proseguir —respondió Dorotea—, sino que, finalmente, mi suerte
ha sido tan buena en hallar al señor don Quijote, que ya me cuento y tengo
por reina y señora de todo mi reino, pues él, por su cortesía y
magnificencia, me ha prometido el don de irse conmigo dondequiera que yo le
llevare, que no será a otra parte que a ponerle delante de Pandafilando de
la Fosca Vista, para que le mate y me restituya lo que tan contra razón me
tiene usurpado: que todo esto ha de suceder a pedir de boca, pues así lo
dejó profetizado Tinacrio el Sabidor, mi buen padre; el cual también dejó
dicho y escrito en letras caldeas, o griegas, que yo no las sé leer, que si
este caballero de la profecía, después de haber degollado al gigante,
quisiese casarse conmigo, que yo me otorgase luego sin réplica alguna por
su legítima esposa, y le diese la posesión de mi reino, junto con la de mi
persona.
— ¿Qué te parece, Sancho amigo? —dijo a este punto don Quijote—. ¿No oyes lo
que pasa? ¿No te lo dije yo? Mira si tenemos ya reino que mandar y reina
con quien casar.
— ¡Eso juro yo —dijo Sancho— para el puto que no se casare en abriendo el
gaznatico al señor Pandahilado! Pues, ¡monta que es mala la reina! ¡Así se
me vuelvan las pulgas de la cama!
Y, diciendo esto, dio dos zapatetas en el aire, con muestras de grandísimo
contento, y luego fue a tomar las riendas de la mula de Dorotea, y,
haciéndola detener, se hincó de rodillas ante ella, suplicándole le diese
las manos para besárselas, en señal que la recibía por su reina y señora.
¿Quién no había de reír de los circustantes, viendo la locura del amo y la
simplicidad del criado? En efecto, Dorotea se las dio, y le prometió de
hacerle gran señor en su reino, cuando el cielo le hiciese tanto bien que
se lo dejase cobrar y gozar. Agradecióselo Sancho con tales palabras que
renovó la risa en todos.
— Ésta, señores —prosiguió Dorotea—, es mi historia: sólo resta por deciros
que de cuanta gente de acompañamiento saqué de mi reino no me ha quedado
sino sólo este buen barbado escudero, porque todos se anegaron en una gran
borrasca que tuvimos a vista del puerto, y él y yo salimos en dos tablas a
tierra, como por milagro; y así, es todo milagro y misterio el discurso de
mi vida, como lo habréis notado. Y si en alguna cosa he andado demasiada, o
no tan acertada como debiera, echad la culpa a lo que el señor licenciado
dijo al principio de mi cuento: que los trabajos continuos y
extraordinarios quitan la memoria al que los padece.
— Ésa no me quitarán a mí, ¡oh alta y valerosa señora! —dijo don Quijote—,
cuantos yo pasare en serviros, por grandes y no vistos que sean; y así, de
nuevo confirmo el don que os he prometido, y juro de ir con vos al cabo del
mundo, hasta verme con el fiero enemigo vuestro, a quien pienso, con el
ayuda de Dios y de mi brazo, tajar la cabeza soberbia con los filos
desta... no quiero decir buena espada, merced a Ginés de Pasamonte, que me
llevó la mía.
Esto dijo entre dientes, y prosiguió diciendo:
— Y después de habérsela tajado y puéstoos en pacífica posesión de vuestro
estado, quedará a vuestra voluntad hacer de vuestra persona lo que más en
talante os viniere; porque, mientras que yo tuviere ocupada la memoria y
cautiva la voluntad, perdido el entendimiento, a aquella..., y no digo más,
no es posible que yo arrostre, ni por pienso, el casarme, aunque fuese con
el ave fénix.
Parecióle tan mal a Sancho lo que últimamente su amo dijo acerca de no
querer casarse, que, con grande enojo, alzando la voz, dijo:
— Voto a mí, y juro a mí, que no tiene vuestra merced, señor don Quijote,
cabal juicio. Pues, ¿cómo es posible que pone vuestra merced en duda el
casarse con tan alta princesa como aquésta? ¿Piensa que le ha de ofrecer la
fortuna, tras cada cantillo, semejante ventura como la que ahora se le
ofrece? ¿Es, por dicha, más hermosa mi señora Dulcinea? No, por cierto, ni
aun con la mitad, y aun estoy por decir que no llega a su zapato de la que
está delante. Así, noramala alcanzaré yo el condado que espero, si vuestra
merced se anda a pedir cotufas en el golfo. Cásese, cásese luego,
encomiéndole yo a Satanás, y tome ese reino que se le viene a las manos de
vobis, vobis, y, en siendo rey, hágame marqués o adelantado, y luego,
siquiera se lo lleve el diablo todo.
Don Quijote, que tales blasfemias oyó decir contra su señora Dulcinea, no
lo pudo sufrir, y, alzando el lanzón, sin hablalle palabra a Sancho y sin
decirle esta boca es mía, le dio tales dos palos que dio con él en tierra;
y si no fuera porque Dorotea le dio voces que no le diera más, sin duda le
quitara allí la vida.
— ¿Pensáis —le dijo a cabo de rato—, villano ruin, que ha de haber lugar
siempre para ponerme la mano en la horcajadura, y que todo ha de ser errar
vos y perdonaros yo? Pues no lo penséis, bellaco descomulgado, que sin duda
lo estás, pues has puesto lengua en la sin par Dulcinea. ¿Y no sabéis vos,
gañán, faquín, belitre, que si no fuese por el valor que ella infunde en mi
brazo, que no le tendría yo para matar una pulga? Decid, socarrón de lengua
viperina, ¿y quién pensáis que ha ganado este reino y cortado la cabeza a
este gigante, y héchoos a vos marqués, que todo esto doy ya por hecho y por
cosa pasada en cosa juzgada, si no es el valor de Dulcinea, tomando a mi
brazo por instrumento de sus hazañas? Ella pelea en mí, y vence en mí, y yo
vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser. ¡Oh hideputa bellaco, y cómo
sois desagradecido: que os veis levantado del polvo de la tierra a ser
señor de título, y correspondéis a tan buena obra con decir mal de quien os
la hizo!
No estaba tan maltrecho Sancho que no oyese todo cuanto su amo le decía, y,
levantándose con un poco de presteza, se fue a poner detrás del palafrén de
Dorotea, y desde allí dijo a su amo:
— Dígame, señor: si vuestra merced tiene determinado de no casarse con esta
gran princesa, claro está que no será el reino suyo; y, no siéndolo, ¿qué
mercedes me puede hacer? Esto es de lo que yo me quejo; cásese vuestra
merced una por una con esta reina, ahora que la tenemos aquí como llovida
del cielo, y después puede volverse con mi señora Dulcinea; que reyes debe
de haber habido en el mundo que hayan sido amancebados. En lo de la
hermosura no me entremeto; que, en verdad, si va a decirla, que entrambas
me parecen bien, puesto que yo nunca he visto a la señora Dulcinea.
— ¿Cómo que no la has visto, traidor blasfemo? —dijo don Quijote—. Pues, ¿no
acabas de traerme ahora un recado de su parte?
— Digo que no la he visto tan despacio —dijo Sancho— que pueda haber notado
particularmente su hermosura y sus buenas partes punto por punto; pero así,
a bulto, me parece bien.
— Ahora te disculpo —dijo don Quijote—, y perdóname el enojo que te he dado,
que los primeros movimientos no son en manos de los hombres.
— Ya yo lo veo —respondió Sancho—; y así, en mí la gana de hablar siempre es
primero movimiento, y no puedo dejar de decir, por una vez siquiera, lo que
me viene a la lengua.
— Con todo eso —dijo don Quijote—, mira, Sancho, lo que hablas, porque
tantas veces va el cantarillo a la fuente..., y no te digo más.
— Ahora bien —respondió Sancho—, Dios está en el cielo, que ve las trampas,
y será juez de quién hace más mal: yo en no hablar bien, o vuestra merced
en obrallo.
— No haya más —dijo Dorotea—: corred, Sancho, y besad la mano a vuestro
señor, y pedilde perdón, y de aquí adelante andad más atentado en vuestras
alabanzas y vituperios, y no digáis mal de aquesa señora Tobosa, a quien yo
no conozco si no es para servilla, y tened confianza en Dios, que no os ha
de faltar un estado donde viváis como un príncipe.
Fue Sancho cabizbajo y pidió la mano a su señor, y él se la dio con
reposado continente; y, después que se la hubo besado, le echó la
bendición, y dijo a Sancho que se adelantasen un poco, que tenía que
preguntalle y que departir con él cosas de mucha importancia. Hízolo así
Sancho y apartáronse los dos algo adelante, y díjole don Quijote:
— Después que veniste, no he tenido lugar ni espacio para preguntarte muchas
cosas de particularidad acerca de la embajada que llevaste y de la
respuesta que trujiste; y ahora, pues la fortuna nos ha concedido tiempo y
lugar, no me niegues tú la ventura que puedes darme con tan buenas nuevas.
— Pregunte vuestra merced lo que quisiere —respondió Sancho—, que a todo
daré tan buena salida como tuve la entrada. Pero suplico a vuestra merced,
señor mío, que no sea de aquí adelante tan vengativo.
— ¿Por qué lo dices, Sancho? —dijo don Quijote.
— Dígolo —respondió— porque estos palos de agora más fueron por la pendencia
que entre los dos trabó el diablo la otra noche, que por lo que dije contra
mi señora Dulcinea, a quien amo y reverencio como a una reliquia, aunque en
ella no lo haya, sólo por ser cosa de vuestra merced.
— No tornes a esas pláticas, Sancho, por tu vida —dijo don Quijote—, que me
dan pesadumbre; ya te perdoné entonces, y bien sabes tú que suele decirse:
a pecado nuevo, penitencia nueva.
En tanto que los dos iban en estas pláticas, dijo el cura a Dorotea que
había andado muy discreta, así en el cuento como en la brevedad dél, y en
la similitud que tuvo con los de los libros de caballerías. Ella dijo que
muchos ratos se había entretenido en leellos, pero que no sabía ella dónde
eran las provincias ni puertos de mar, y que así había dicho a tiento que
se había desembarcado en Osuna.
— Yo lo entendí así —dijo el cura—, y por eso acudí luego a decir lo que
dije, con que se acomodó todo. Pero, ¿no es cosa estraña ver con cuánta
facilidad cree este desventurado hidalgo todas estas invenciones y
mentiras, sólo porque llevan el estilo y modo de las necedades de sus
libros?
— Sí es —dijo Cardenio—, y tan rara y nunca vista, que yo no sé si queriendo
inventarla y fabricarla mentirosamente, hubiera tan agudo ingenio que
pudiera dar en ella.
— Pues otra cosa hay en ello —dijo el cura—: que fuera de las simplicidades
que este buen hidalgo dice tocantes a su locura, si le tratan de otras
cosas, discurre con bonísimas razones y muestra tener un entendimiento
claro y apacible en todo. De manera que, como no le toquen en sus
caballerías, no habrá nadie que le juzgue sino por de muy buen
entendimiento.
En tanto que ellos iban en esta conversación, prosiguió don Quijote con la
suya y dijo a Sancho:
— Echemos, Panza amigo, pelillos a la mar en esto de nuestras pendencias, y
dime ahora, sin tener cuenta con enojo ni rencor alguno: ¿Dónde, cómo y
cuándo hallaste a Dulcinea? ¿Qué hacía? ¿Qué le dijiste? ¿Qué te respondió?
¿Qué rostro hizo cuando leía mi carta? ¿Quién te la trasladó? Y todo
aquello que vieres que en este caso es digno de saberse, de preguntarse y
satisfacerse, sin que añadas o mientas por darme gusto, ni menos te acortes
por no quitármele.
— Señor —respondió Sancho—, si va a decir la verdad, la carta no me la
trasladó nadie, porque yo no llevé carta alguna.
— Así es como tú dices —dijo don Quijote—, porque el librillo de memoria
donde yo la escribí le hallé en mi poder a cabo de dos días de tu partida,
lo cual me causó grandísima pena, por no saber lo que habías tú de hacer
cuando te vieses sin carta, y creí siempre que te volvieras desde el lugar
donde la echaras menos.
— Así fuera —respondió Sancho—, si no la hubiera yo tomado en la memoria
cuando vuestra merced me la leyó, de manera que se la dije a un sacristán,
que me la trasladó del entendimiento, tan punto por punto, que dijo que en
todos los días de su vida, aunque había leído muchas cartas de descomunión,
no había visto ni leído tan linda carta como aquélla.
— Y ¿tiénesla todavía en la memoria, Sancho? —dijo don Quijote.
— No, señor —respondió Sancho—, porque después que la di, como vi que no
había de ser de más provecho, di en olvidalla. Y si algo se me acuerda, es
aquello del sobajada, digo, del soberana señora, y lo último: Vuestro hasta
la muerte, el Caballero de la Triste Figura. Y, en medio destas dos cosas,
le puse más de trecientas almas, y vidas, y ojos míos.
Capítulo XXXI. De los sabrosos razonamientos que pasaron entre don Quijote
y Sancho Panza, su escudero, con otros sucesos
— Todo eso no me descontenta; prosigue adelante —dijo don Quijote—.
Llegaste, ¿y qué hacía aquella reina de la hermosura? A buen seguro que la
hallaste ensartando perlas, o bordando alguna empresa con oro de cañutillo
para este su cautivo caballero.
— No la hallé —respondió Sancho— sino ahechando dos hanegas de trigo en un
corral de su casa.
— Pues haz cuenta —dijo don Quijote— que los granos de aquel trigo eran
granos de perlas, tocados de sus manos. Y si miraste, amigo, el trigo ¿era
candeal, o trechel?
— No era sino rubión —respondió Sancho.
— Pues yo te aseguro —dijo don Quijote— que, ahechado por sus manos, hizo
pan candeal, sin duda alguna. Pero pasa adelante: cuando le diste mi carta,
¿besóla? ¿Púsosela sobre la cabeza? ¿Hizo alguna ceremonia digna de tal
carta, o qué hizo?
— Cuando yo se la iba a dar —respondió Sancho—, ella estaba en la fuga del
meneo de una buena parte de trigo que tenía en la criba, y díjome: ''Poned,
amigo, esa carta sobre aquel costal, que no la puedo leer hasta que acabe
de acribar todo lo que aquí está''.
— ¡Discreta señora! —dijo don Quijote—. Eso debió de ser por leerla despacio
y recrearse con ella. Adelante, Sancho: y, en tanto que estaba en su
menester, ¿qué coloquios pasó contigo? ¿Qué te preguntó de mí? Y tú, ¿qué
le respondiste? Acaba, cuéntamelo todo; no se te quede en el tintero una
mínima.
— Ella no me preguntó nada —dijo Sancho—, mas yo le dije de la manera que
vuestra merced, por su servicio, quedaba haciendo penitencia, desnudo de la
cintura arriba, metido entre estas sierras como si fuera salvaje, durmiendo
en el suelo, sin comer pan a manteles ni sin peinarse la barba, llorando y
maldiciendo su fortuna.
— En decir que maldecía mi fortuna dijiste mal —dijo don Quijote—, porque
antes la bendigo y bendeciré todos los días de mi vida, por haberme hecho
digno de merecer amar tan alta señora como Dulcinea del Toboso.
— Tan alta es —respondió Sancho—, que a buena fe que me lleva a mí más de un
coto.
— Pues, ¿cómo, Sancho? —dijo don Quijote—. ¿Haste medido tú con ella?
— Medíme en esta manera —respondió Sancho—: que, llegándole a ayudar a poner
un costal de trigo sobre un jumento, llegamos tan juntos que eché de ver
que me llevaba más de un gran palmo.
— Pues ¡es verdad —replicó don Quijote— que no acompaña esa grandeza y la
adorna con mil millones y gracias del alma! Pero no me negarás, Sancho, una
cosa: cuando llegaste junto a ella, ¿no sentiste un olor sabeo, una
fragancia aromática, y un no sé qué de bueno, que yo no acierto a dalle
nombre? Digo, ¿un tuho o tufo como si estuvieras en la tienda de algún
curioso guantero?
— Lo que sé decir —dijo Sancho— es que sentí un olorcillo algo hombruno; y
debía de ser que ella, con el mucho ejercicio, estaba sudada y algo
correosa.
— No sería eso —respondió don Quijote—, sino que tú debías de estar
romadizado, o te debiste de oler a ti mismo; porque yo sé bien a lo que
huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo, aquel ámbar
desleído.
— Todo puede ser —respondió Sancho—, que muchas veces sale de mí aquel olor
que entonces me pareció que salía de su merced de la señora Dulcinea; pero
no hay de qué maravillarse, que un diablo parece a otro.
— Y bien —prosiguió don Quijote—, he aquí que acabó de limpiar su trigo y de
enviallo al molino. ¿Qué hizo cuando leyó la carta?
— La carta —dijo Sancho— no la leyó, porque dijo que no sabía leer ni
escribir; antes, la rasgó y la hizo menudas piezas, diciendo que no la
quería dar a leer a nadie, porque no se supiesen en el lugar sus secretos,
y que bastaba lo que yo le había dicho de palabra acerca del amor que
vuestra merced le tenía y de la penitencia extraordinaria que por su causa
quedaba haciendo. Y, finalmente, me dijo que dijese a vuestra merced que le
besaba las manos, y que allí quedaba con más deseo de verle que de
escribirle; y que, así, le suplicaba y mandaba que, vista la presente,
saliese de aquellos matorrales y se dejase de hacer disparates, y se
pusiese luego luego en camino del Toboso, si otra cosa de más importancia
no le sucediese, porque tenía gran deseo de ver a vuestra merced. Rióse
mucho cuando le dije como se llamaba vuestra merced el Caballero de la
Triste Figura. Preguntéle si había ido allá el vizcaíno de marras; díjome
que sí, y que era un hombre muy de bien. También le pregunté por los
galeotes, mas díjome que no había visto hasta entonces alguno.
— Todo va bien hasta agora —dijo don Quijote—. Pero dime: ¿qué joya fue la
que te dio, al despedirte, por las nuevas que de mí le llevaste? Porque es
usada y antigua costumbre entre los caballeros y damas andantes dar a los
escuderos, doncellas o enanos que les llevan nuevas, de sus damas a ellos,
a ellas de sus andantes, alguna rica joya en albricias, en agradecimiento
de su recado.
— Bien puede eso ser así, y yo la tengo por buena usanza; pero eso debió de
ser en los tiempos pasados, que ahora sólo se debe de acostumbrar a dar un
pedazo de pan y queso, que esto fue lo que me dio mi señora Dulcinea, por
las bardas de un corral, cuando della me despedí; y aun, por más señas, era
el queso ovejuno.
— Es liberal en estremo —dijo don Quijote—, y si no te dio joya de oro, sin
duda debió de ser porque no la tendría allí a la mano para dártela; pero
buenas son mangas después de Pascua: yo la veré, y se satisfará todo.
¿Sabes de qué estoy maravillado, Sancho? De que me parece que fuiste y
veniste por los aires, pues poco más de tres días has tardado en ir y venir
desde aquí al Toboso, habiendo de aquí allá más de treinta leguas; por lo
cual me doy a entender que aquel sabio nigromante que tiene cuenta con mis
cosas y es mi amigo (porque por fuerza le hay, y le ha de haber, so pena
que yo no sería buen caballero andante); digo que este tal te debió de
ayudar a caminar, sin que tú lo sintieses; que hay sabio déstos que coge a
un caballero andante durmiendo en su cama, y, sin saber cómo o en qué
manera, amanece otro día más de mil leguas de donde anocheció. Y si no
fuese por esto, no se podrían socorrer en sus peligros los caballeros
andantes unos a otros, como se socorren a cada paso. Que acaece estar uno
peleando en las sierras de Armenia con algún endriago, o con algún fiero
vestiglo, o con otro caballero, donde lleva lo peor de la batalla y está ya
a punto de muerte, y cuando no os me cato, asoma por acullá, encima de una
nube, o sobre un carro de fuego, otro caballero amigo suyo, que poco antes
se hallaba en Ingalaterra, que le favorece y libra de la muerte, y a la
noche se halla en su posada, cenando muy a su sabor; y suele haber de la
una a la otra parte dos o tres mil leguas. Y todo esto se hace por
industria y sabiduría destos sabios encantadores que tienen cuidado destos
valerosos caballeros. Así que, amigo Sancho, no se me hace dificultoso
creer que en tan breve tiempo hayas ido y venido desde este lugar al del
Toboso, pues, como tengo dicho, algún sabio amigo te debió de llevar en
volandillas, sin que tú lo sintieses.
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