Don Quijote - 17
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perdiese por el camino, porque de su desdicha todo se podía temer. A lo
cual respondió Sancho:
— Escríbala vuestra merced dos o tres veces ahí en el libro y démele, que yo
le llevaré bien guardado, porque pensar que yo la he de tomar en la memoria
es disparate: que la tengo tan mala que muchas veces se me olvida cómo me
llamo. Pero, con todo eso, dígamela vuestra merced, que me holgaré mucho de
oílla, que debe de ir como de molde.
— Escucha, que así dice —dijo don Quijote:
Carta de don Quijote a Dulcinea del Toboso
Soberana y alta señora:
El ferido de punta de ausencia y el llagado de las telas del corazón,
dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene. Si tu
fermosura me desprecia, si tu valor no es en mi pro, si tus desdenes son en
mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré sostenerme en
esta cuita, que, además de ser fuerte, es muy duradera. Mi buen escudero
Sancho te dará entera relación, ¡oh bella ingrata, amada enemiga mía!, del
modo que por tu causa quedo. Si gustares de acorrerme, tuyo soy; y si no,
haz lo que te viniere en gusto; que, con acabar mi vida, habré satisfecho a
tu crueldad y a mi deseo.
Tuyo hasta la muerte,
El Caballero de la Triste Figura.
— Por vida de mi padre —dijo Sancho en oyendo la carta—, que es la más alta
cosa que jamás he oído. ¡Pesia a mí, y cómo que le dice vuestra merced ahí
todo cuanto quiere, y qué bien que encaja en la firma El Caballero de la
Triste Figura! Digo de verdad que es vuestra merced el mesmo diablo, y que
no haya cosa que no sepa.
— Todo es menester —respondió don Quijote— para el oficio que trayo.
— Ea, pues —dijo Sancho—, ponga vuestra merced en esotra vuelta la cédula de
los tres pollinos y fírmela con mucha claridad, porque la conozcan en
viéndola.
— Que me place —dijo don Quijote.
Y, habiéndola escrito,se la leyó; que decía ansí:
Mandará vuestra merced, por esta primera de pollinos, señora sobrina, dar a
Sancho Panza, mi escudero, tres de los cinco que dejé en casa y están a
cargo de vuestra merced. Los cuales tres pollinos se los mando librar y
pagar por otros tantos aquí recebidos de contado, que consta, y con su
carta de pago serán bien dados. Fecha en las entrañas de Sierra Morena, a
veinte y dos de agosto deste presente año.
— Buena está —dijo Sancho—; fírmela vuestra merced.
— No es menester firmarla —dijo don Quijote—, sino solamente poner mi
rúbrica, que es lo mesmo que firma, y para tres asnos, y aun para
trecientos, fuera bastante.
— Yo me confío de vuestra merced —respondió Sancho—. Déjeme, iré a ensillar
a Rocinante, y aparéjese vuestra merced a echarme su bendición, que luego
pienso partirme, sin ver las sandeces que vuestra merced ha de hacer, que
yo diré que le vi hacer tantas que no quiera más.
— Por lo menos quiero, Sancho, y porque es menester ansí, quiero, digo, que
me veas en cueros, y hacer una o dos docenas de locuras, que las haré en
menos de media hora, porque, habiéndolas tú visto por tus ojos, puedas
jurar a tu salvo en las demás que quisieres añadir; y asegúrote que no
dirás tú tantas cuantas yo pienso hacer.
— Por amor de Dios, señor mío, que no vea yo en cueros a vuestra merced, que
me dará mucha lástima y no podré dejar de llorar; y tengo tal la cabeza,
del llanto que anoche hice por el rucio, que no estoy para meterme en
nuevos lloros; y si es que vuestra merced gusta de que yo vea algunas
locuras, hágalas vestido, breves y las que le vinieren más a cuento. Cuanto
más, que para mí no era menester nada deso, y, como ya tengo dicho, fuera
ahorrar el camino de mi vuelta, que ha de ser con las nuevas que vuestra
merced desea y merece. Y si no, aparéjese la señora Dulcinea; que si no
responde como es razón, voto hago solene a quien puedo que le tengo de
sacar la buena respuesta del estómago a coces y a bofetones. Porque, ¿dónde
se ha de sufrir que un caballero andante, tan famoso como vuestra merced,
se vuelva loco, sin qué ni para qué, por una...? No me lo haga decir la
señora, porque por Dios que despotrique y lo eche todo a doce, aunque nunca
se venda. ¡Bonico soy yo para eso! ¡Mal me conoce! ¡Pues, a fe que si me
conociese, que me ayunase!
— A fe, Sancho —dijo don Quijote—, que, a lo que parece, que no estás tú más
cuerdo que yo.
— No estoy tan loco —respondió Sancho—, mas estoy más colérico. Pero,
dejando esto aparte, ¿qué es lo que ha de comer vuestra merced en tanto que
yo vuelvo? ¿Ha de salir al camino, como Cardenio, a quitárselo a los
pastores?
— No te dé pena ese cuidado —respondió don Quijote—, porque, aunque tuviera,
no comiera otra cosa que las yerbas y frutos que este prado y estos árboles
me dieren, que la fineza de mi negocio está en no comer y en hacer otras
asperezas equivalentes.
— A Dios, pues. Pero, ¿sabe vuestra merced qué temo? Que no tengo de acertar
a volver a este lugar donde agora le dejo, según está de escondido.
— Toma bien las señas, que yo procuraré no apartarme destos contornos —dijo
don Quijote—, y aun tendré cuidado de subirme por estos más altos riscos,
por ver si te descubro cuando vuelvas. Cuanto más, que lo más acertado
será, para que no me yerres y te pierdas, que cortes algunas retamas de las
muchas que por aquí hay y las vayas poniendo de trecho a trecho, hasta
salir a lo raso, las cuales te servirán de mojones y señales para que me
halles cuando vuelvas, a imitación del hilo del laberinto de Teseo.
— Así lo haré —respondió Sancho Panza.
Y, cortando algunos, pidió la bendición a su señor, y, no sin muchas
lágrimas de entrambos, se despidió dél. Y, subiendo sobre Rocinante, a
quien don Quijote encomendó mucho, y que mirase por él como por su propria
persona, se puso en camino del llano, esparciendo de trecho a trecho los
ramos de la retama, como su amo se lo había aconsejado. Y así, se fue,
aunque todavía le importunaba don Quijote que le viese siquiera hacer dos
locuras. Mas no hubo andado cien pasos, cuando volvió y dijo:
— Digo, señor, que vuestra merced ha dicho muy bien: que, para que pueda
jurar sin cargo de conciencia que le he visto hacer locuras, será bien que
vea siquiera una, aunque bien grande la he visto en la quedada de vuestra
merced.
— ¿No te lo decía yo? —dijo don Quijote—. Espérate, Sancho, que en un credo
las haré.
Y, desnudándose con toda priesa las calzones, quedó en carnes y en pañales,
y luego, sin más ni más, dio dos zapatetas en el aire y dos tumbas, la
cabeza abajo y los pies en alto, descubriendo cosas que, por no verlas otra
vez, volvió Sancho la rienda a Rocinante y se dio por contento y satisfecho
de que podía jurar que su amo quedaba loco. Y así, le dejaremos ir su
camino, hasta la vuelta, que fue breve.
Capítulo XXVI. Donde se prosiguen las finezas que de enamorado hizo don
Quijote en Sierra Morena
Y, volviendo a contar lo que hizo el de la Triste Figura después que se vio
solo, dice la historia que, así como don Quijote acabó de dar las tumbas o
vueltas, de medio abajo desnudo y de medio arriba vestido, y que vio que
Sancho se había ido sin querer aguardar a ver más sandeces, se subió sobre
una punta de una alta peña y allí tornó a pensar lo que otras muchas veces
había pensado, sin haberse jamás resuelto en ello. Y era que cuál sería
mejor y le estaría más a cuento: imitar a Roldán en las locuras desaforadas
que hizo, o Amadís en las malencónicas. Y, hablando entre sí mesmo, decía:
— Si Roldán fue tan buen caballero y tan valiente como todos dicen, ¿qué
maravilla?, pues, al fin, era encantado y no le podía matar nadie si no era
metiéndole un alfiler de a blanca por la planta del pie, y él traía siempre
los zapatos con siete suelas de hierro. Aunque no le valieron tretas contra
Bernardo del Carpio, que se las entendió y le ahogó entre los brazos, en
Roncesvalles. Pero, dejando en él lo de la valentía a una parte, vengamos a
lo de perder el juicio, que es cierto que le perdió, por las señales que
halló en la fontana y por las nuevas que le dio el pastor de que Angélica
había dormido más de dos siestas con Medoro, un morillo de cabellos
enrizados y paje de Agramante; y si él entendió que esto era verdad y que
su dama le había cometido desaguisado, no hizo mucho en volverse loco. Pero
yo, ¿cómo puedo imitalle en las locuras, si no le imito en la ocasión
dellas? Porque mi Dulcinea del Toboso osaré yo jurar que no ha visto en
todos los días de su vida moro alguno, ansí como él es, en su mismo traje,
y que se está hoy como la madre que la parió; y haríale agravio manifiesto
si, imaginando otra cosa della, me volviese loco de aquel género de locura
de Roldán el furioso. Por otra parte, veo que Amadís de Gaula, sin perder
el juicio y sin hacer locuras, alcanzó tanta fama de enamorado como el que
más; porque lo que hizo, según su historia, no fue más de que, por verse
desdeñado de su señora Oriana, que le había mandado que no pareciese ante
su presencia hasta que fuese su voluntad, de que se retiró a la Peña Pobre
en compañía de un ermitaño, y allí se hartó de llorar y de encomendarse a
Dios, hasta que el cielo le acorrió, en medio de su mayor cuita y
necesidad. Y si esto es verdad, como lo es, ¿para qué quiero yo tomar
trabajo agora de desnudarme del todo, ni dar pesadumbre a estos árboles,
que no me han hecho mal alguno? Ni tengo para qué enturbiar el agua clara
destos arroyos, los cuales me han de dar de beber cuando tenga gana. Viva
la memoria de Amadís, y sea imitado de don Quijote de la Mancha en todo lo
que pudiere; del cual se dirá lo que del otro se dijo: que si no acabó
grandes cosas, murió por acometellas; y si yo no soy desechado ni desdeñado
de Dulcinea del Toboso, bástame, como ya he dicho, estar ausente della. Ea,
pues, manos a la obra: venid a mi memoria, cosas de Amadís, y enseñadme por
dónde tengo de comenzar a imitaros. Mas ya sé que lo más que él hizo fue
rezar y encomendarse a Dios; pero, ¿qué haré de rosario, que no le tengo?
En esto le vino al pensamiento cómo le haría, y fue que rasgó una gran tira
de las faldas de la camisa, que andaban colgando, y diole once ñudos, el
uno más gordo que los demás, y esto le sirvió de rosario el tiempo que allí
estuvo, donde rezó un millón de avemarías. Y lo que le fatigaba mucho era
no hallar por allí otro ermitaño que le confesase y con quien consolarse. Y
así, se entretenía paseándose por el pradecillo, escribiendo y grabando por
las cortezas de los árboles y por la menuda arena muchos versos, todos
acomodados a su tristeza, y algunos en alabanza de Dulcinea. Mas los que se
pudieron hallar enteros y que se pudiesen leer, después que a él allí le
hallaron, no fueron más que estos que aquí se siguen:
Árboles, yerbas y plantas
que en aqueste sitio estáis,
tan altos, verdes y tantas,
si de mi mal no os holgáis,
escuchad mis quejas santas.
Mi dolor no os alborote,
aunque más terrible sea,
pues, por pagaros escote,
aquí lloró don Quijote
ausencias de Dulcinea
del Toboso.
Es aquí el lugar adonde
el amador más leal
de su señora se esconde,
y ha venido a tanto mal
sin saber cómo o por dónde.
Tráele amor al estricote,
que es de muy mala ralea;
y así, hasta henchir un pipote,
aquí lloró don Quijote
ausencias de Dulcinea
del Toboso.
Buscando las aventuras
por entre las duras peñas,
maldiciendo entrañas duras,
que entre riscos y entre breñas
halla el triste desventuras,
hirióle amor con su azote,
no con su blanda correa;
y, en tocándole el cogote,
aquí lloró don Quijote
ausencias de Dulcinea
del Toboso.
No causó poca risa en los que hallaron los versos referidos el añadidura
del Toboso al nombre de Dulcinea, porque imaginaron que debió de imaginar
don Quijote que si, en nombrando a Dulcinea, no decía también del Toboso,
no se podría entender la copla; y así fue la verdad, como él después
confesó. Otros muchos escribió, pero, como se ha dicho, no se pudieron
sacar en limpio, ni enteros, más destas tres coplas. En esto, y en suspirar
y en llamar a los faunos y silvanos de aquellos bosques, a las ninfas de
los ríos, a la dolorosa y húmida Eco, que le respondiese, consolasen y
escuchasen, se entretenía, y en buscar algunas yerbas con que sustentarse
en tanto que Sancho volvía; que, si como tardó tres días, tardara tres
semanas, el Caballero de la Triste Figura quedara tan desfigurado que no le
conociera la madre que lo parió.
Y será bien dejalle, envuelto entre sus suspiros y versos, por contar lo
que le avino a Sancho Panza en su mandadería. Y fue que, en saliendo al
camino real, se puso en busca del Toboso, y otro día llegó a la venta donde
le había sucedido la desgracia de la manta; y no la hubo bien visto, cuando
le pareció que otra vez andaba en los aires, y no quiso entrar dentro,
aunque llegó a hora que lo pudiera y debiera hacer, por ser la del comer y
llevar en deseo de gustar algo caliente; que había grandes días que todo
era fiambre.
Esta necesidad le forzó a que llegase junto a la venta, todavía dudoso si
entraría o no. Y, estando en esto, salieron de la venta dos personas que
luego le conocieron; y dijo el uno al otro:
— Dígame, señor licenciado, aquel del caballo, ¿no es Sancho Panza, el que
dijo el ama de nuestro aventurero que había salido con su señor por
escudero?
— Sí es —dijo el licenciado—; y aquél es el caballo de nuestro don Quijote.
Y conociéronle tan bien como aquellos que eran el cura y el barbero de su
mismo lugar, y los que hicieron el escrutinio y acto general de los libros.
Los cuales, así como acabaron de conocer a Sancho Panza y a Rocinante,
deseosos de saber de don Quijote, se fueron a él; y el cura le llamó por su
nombre, diciéndole:
— Amigo Sancho Panza, ¿adónde queda vuestro amo?
Conociólos luego Sancho Panza, y determinó de encubrir el lugar y la suerte
donde y como su amo quedaba; y así, les respondió que su amo quedaba
ocupado en cierta parte y en cierta cosa que le era de mucha importancia,
la cual él no podía descubrir, por los ojos que en la cara tenía.
— No, no —dijo el barbero—, Sancho Panza; si vos no nos decís dónde queda,
imaginaremos, como ya imaginamos, que vos le habéis muerto y robado, pues
venís encima de su caballo. En verdad que nos habéis de dar el dueño del
rocín, o sobre eso, morena.
— No hay para qué conmigo amenazas, que yo no soy hombre que robo ni mato a
nadie: a cada uno mate su ventura, o Dios, que le hizo. Mi amo queda
haciendo penitencia en la mitad desta montaña, muy a su sabor.
Y luego, de corrida y sin parar, les contó de la suerte que quedaba, las
aventuras que le habían sucedido y cómo llevaba la carta a la señora
Dulcinea del Toboso, que era la hija de Lorenzo Corchuelo, de quien estaba
enamorado hasta los hígados.
Quedaron admirados los dos de lo que Sancho Panza les contaba; y, aunque ya
sabían la locura de don Quijote y el género della, siempre que la oían se
admiraban de nuevo. Pidiéronle a Sancho Panza que les enseñase la carta que
llevaba a la señora Dulcinea del Toboso. Él dijo que iba escrita en un
libro de memoria y que era orden de su señor que la hiciese trasladar en
papel en el primer lugar que llegase; a lo cual dijo el cura que se la
mostrase, que él la trasladaría de muy buena letra. Metió la mano en el
seno Sancho Panza, buscando el librillo, pero no le halló, ni le podía
hallar si le buscara hasta agora, porque se había quedado don Quijote con
él y no se le había dado, ni a él se le acordó de pedírsele.
Cuando Sancho vio que no hallaba el libro, fuésele parando mortal el
rostro; y, tornándose a tentar todo el cuerpo muy apriesa, tornó a echar de
ver que no le hallaba; y, sin más ni más, se echó entrambos puños a las
barbas y se arrancó la mitad de ellas, y luego, apriesa y sin cesar, se dio
media docena de puñadas en el rostro y en las narices, que se las bañó
todas en sangre. Visto lo cual por el cura y el barbero, le dijeron que qué
le había sucedido, que tan mal se paraba.
— ¿Qué me ha de suceder —respondió Sancho—, sino el haber perdido de una
mano a otra, en un estante, tres pollinos, que cada uno era como un
castillo?
— ¿Cómo es eso? —replicó el barbero.
— He perdido el libro de memoria —respondió Sancho—, donde venía carta para
Dulcinea y una cédula firmada de su señor, por la cual mandaba que su
sobrina me diese tres pollinos, de cuatro o cinco que estaban en casa.
Y, con esto, les contó la pérdida del rucio. Consolóle el cura, y díjole
que, en hallando a su señor, él le haría revalidar la manda y que tornase a
hacer la libranza en papel, como era uso y costumbre, porque las que se
hacían en libros de memoria jamás se acetaban ni cumplían.
Con esto se consoló Sancho, y dijo que, como aquello fuese ansí, que no le
daba mucha pena la pérdida de la carta de Dulcinea, porque él la sabía casi
de memoria, de la cual se podría trasladar donde y cuando quisiesen.
— Decildo, Sancho, pues —dijo el barbero—, que después la trasladaremos.
Paróse Sancho Panza a rascar la cabeza para traer a la memoria la carta, y
ya se ponía sobre un pie, y ya sobre otro; unas veces miraba al suelo,
otras al cielo; y, al cabo de haberse roído la mitad de la yema de un dedo,
teniendo suspensos a los que esperaban que ya la dijese, dijo al cabo de
grandísimo rato:
— Por Dios, señor licenciado, que los diablos lleven la cosa que de la carta
se me acuerda; aunque en el principio decía: «Alta y sobajada señora».
— No diría —dijo el barbero— sobajada, sino sobrehumana o soberana señora.
— Así es —dijo Sancho—. Luego, si mal no me acuerdo, proseguía..., si mal no
me acuerdo: «el llego y falto de sueño, y el ferido besa a vuestra merced
las manos, ingrata y muy desconocida hermosa», y no sé qué decía de salud y
de enfermedad que le enviaba, y por aquí iba escurriendo, hasta que acababa
en «Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste Figura».
No poco gustaron los dos de ver la buena memoria de Sancho Panza, y
alabáronsela mucho, y le pidieron que dijese la carta otras dos veces, para
que ellos, ansimesmo, la tomasen de memoria para trasladalla a su tiempo.
Tornóla a decir Sancho otras tres veces, y otras tantas volvió a decir
otros tres mil disparates. Tras esto, contó asimesmo las cosas de su amo,
pero no habló palabra acerca del manteamiento que le había sucedido en
aquella venta, en la cual rehusaba entrar. Dijo también como su señor, en
trayendo que le trujese buen despacho de la señora Dulcinea del Toboso, se
había de poner en camino a procurar cómo ser emperador, o, por lo menos,
monarca; que así lo tenían concertado entre los dos, y era cosa muy fácil
venir a serlo, según era el valor de su persona y la fuerza de su brazo; y
que, en siéndolo, le había de casar a él, porque ya sería viudo, que no
podía ser menos, y le había de dar por mujer a una doncella de la
emperatriz, heredera de un rico y grande estado de tierra firme, sin
ínsulos ni ínsulas, que ya no las quería.
Decía esto Sancho con tanto reposo, limpiándose de cuando en cuando las
narices, y con tan poco juicio, que los dos se admiraron de nuevo,
considerando cuán vehemente había sido la locura de don Quijote, pues había
llevado tras sí el juicio de aquel pobre hombre. No quisieron cansarse en
sacarle del error en que estaba, pareciéndoles que, pues no le dañaba nada
la conciencia, mejor era dejarle en él, y a ellos les sería de más gusto
oír sus necedades. Y así, le dijeron que rogase a Dios por la salud de su
señor, que cosa contingente y muy agible era venir, con el discurso del
tiempo, a ser emperador, como él decía, o, por lo menos, arzobispo, o otra
dignidad equivalente. A lo cual respondió Sancho:
— Señores, si la fortuna rodease las cosas de manera que a mi amo le viniese
en voluntad de no ser emperador, sino de ser arzobispo, querría yo saber
agora qué suelen dar los arzobispos andantes a sus escuderos.
— Suélenles dar —respondió el cura— algún beneficio, simple o curado, o
alguna sacristanía, que les vale mucho de renta rentada, amén del pie de
altar, que se suele estimar en otro tanto.
— Para eso será menester —replicó Sancho— que el escudero no sea casado y
que sepa ayudar a misa, por lo menos; y si esto es así, ¡desdichado de yo,
que soy casado y no sé la primera letra del ABC! ¿Qué será de mí si a mi
amo le da antojo de ser arzobispo, y no emperador, como es uso y costumbre
de los caballeros andantes?
— No tengáis pena, Sancho amigo —dijo el barbero—, que aquí rogaremos a
vuestro amo y se lo aconsejaremos, y aun se lo pondremos en caso de
conciencia, que sea emperador y no arzobispo, porque le será más fácil, a
causa de que él es más valiente que estudiante.
— Así me ha parecido a mí —respondió Sancho—, aunque sé decir que para todo
tiene habilidad. Lo que yo pienso hacer de mi parte es rogarle a Nuestro
Señor que le eche a aquellas partes donde él más se sirva y adonde a mí más
mercedes me haga.
— Vos lo decís como discreto —dijo el cura— y lo haréis como buen cristiano.
Mas lo que ahora se ha de hacer es dar orden como sacar a vuestro amo de
aquella inútil penitencia que decís que queda haciendo; y, para pensar el
modo que hemos de tener, y para comer, que ya es hora, será bien nos
entremos en esta venta.
Sancho dijo que entrasen ellos, que él esperaría allí fuera y que después
les diría la causa por que no entraba ni le convenía entrar en ella; mas
que les rogaba que le sacasen allí algo de comer que fuese cosa caliente,
y, ansimismo, cebada para Rocinante. Ellos se entraron y le dejaron, y, de
allí a poco, el barbero le sacó de comer. Después, habiendo bien pensado
entre los dos el modo que tendrían para conseguir lo que deseaban, vino el
cura en un pensamiento muy acomodado al gusto de don Quijote y para lo que
ellos querían. Y fue que dijo al barbero que lo que había pensado era que
él se vestiría en hábito de doncella andante, y que él procurase ponerse lo
mejor que pudiese como escudero, y que así irían adonde don Quijote estaba,
fingiendo ser ella una doncella afligida y menesterosa, y le pediría un
don, el cual él no podría dejársele de otorgar, como valeroso caballero
andante. Y que el don que le pensaba pedir era que se viniese con ella
donde ella le llevase, a desfacelle un agravio que un mal caballero le
tenía fecho; y que le suplicaba, ansimesmo, que no la mandase quitar su
antifaz, ni la demandase cosa de su facienda, fasta que la hubiese fecho
derecho de aquel mal caballero; y que creyese, sin duda, que don Quijote
vendría en todo cuanto le pidiese por este término; y que desta manera le
sacarían de allí y le llevarían a su lugar, donde procurarían ver si tenía
algún remedio su estraña locura.
Capítulo XXVII. De cómo salieron con su intención el cura y el barbero, con
otras cosas dignas de que se cuenten en esta grande historia
No le pareció mal al barbero la invención del cura, sino tan bien, que
luego la pusieron por obra. Pidiéronle a la ventera una saya y unas tocas,
dejándole en prendas una sotana nueva del cura. El barbero hizo una gran
barba de una cola rucia o roja de buey, donde el ventero tenía colgado el
peine. Preguntóles la ventera que para qué le pedían aquellas cosas. El
cura le contó en breves razones la locura de don Quijote, y cómo convenía
aquel disfraz para sacarle de la montaña, donde a la sazón estaba. Cayeron
luego el ventero y la ventera en que el loco era su huésped, el del
bálsamo, y el amo del manteado escudero, y contaron al cura todo lo que con
él les había pasado, sin callar lo que tanto callaba Sancho. En resolución,
la ventera vistió al cura de modo que no había más que ver: púsole una saya
de paño, llena de fajas de terciopelo negro de un palmo en ancho, todas
acuchilladas, y unos corpiños de terciopelo verde, guarnecidos con unos
ribetes de raso blanco, que se debieron de hacer, ellos y la saya, en
tiempo del rey Wamba. No consintió el cura que le tocasen, sino púsose en
la cabeza un birretillo de lienzo colchado que llevaba para dormir de
noche, y ciñóse por la frente una liga de tafetán negro, y con otra liga
hizo un antifaz, con que se cubrió muy bien las barbas y el rostro;
encasquetóse su sombrero, que era tan grande que le podía servir de
quitasol, y, cubriéndose su herreruelo, subió en su mula a mujeriegas, y el
barbero en la suya, con su barba que le llegaba a la cintura, entre roja y
blanca, como aquella que, como se ha dicho, era hecha de la cola de un buey
barroso.
Despidiéronse de todos, y de la buena de Maritornes, que prometió de rezar
un rosario, aunque pecadora, porque Dios les diese buen suceso en tan arduo
y tan cristiano negocio como era el que habían emprendido.
Mas, apenas hubo salido de la venta, cuando le vino al cura un pensamiento:
que hacía mal en haberse puesto de aquella manera, por ser cosa indecente
que un sacerdote se pusiese así, aunque le fuese mucho en ello; y,
diciéndoselo al barbero, le rogó que trocasen trajes, pues era más justo
que él fuese la doncella menesterosa, y que él haría el escudero, y que así
se profanaba menos su dignidad; y que si no lo quería hacer, determinaba de
no pasar adelante, aunque a don Quijote se le llevase el diablo.
En esto, llegó Sancho, y de ver a los dos en aquel traje no pudo tener la
risa. En efeto, el barbero vino en todo aquello que el cura quiso, y,
trocando la invención, el cura le fue informando el modo que había de tener
y las palabras que había de decir a don Quijote para moverle y forzarle a
que con él se viniese, y dejase la querencia del lugar que había escogido
para su vana penitencia. El barbero respondió que, sin que se le diese
lición, él lo pondría bien en su punto. No quiso vestirse por entonces,
hasta que estuviesen junto de donde don Quijote estaba; y así, dobló sus
vestidos, y el cura acomodó su barba, y siguieron su camino, guiándolos
Sancho Panza; el cual les fue contando lo que les aconteció con el loco que
hallaron en la sierra, encubriendo, empero, el hallazgo de la maleta y de
cuanto en ella venía; que, maguer que tonto, era un poco codicioso el
mancebo.
Otro día llegaron al lugar donde Sancho había dejado puestas las señales de
las ramas para acertar el lugar donde había dejado a su señor; y, en
reconociéndole, les dijo como aquélla era la entrada, y que bien se podían
vestir, si era que aquello hacía al caso para la libertad de su señor;
porque ellos le habían dicho antes que el ir de aquella suerte y vestirse
de aquel modo era toda la importancia para sacar a su amo de aquella mala
vida que había escogido, y que le encargaban mucho que no dijese a su amo
quien ellos eran, ni que los conocía; y que si le preguntase, como se lo
había de preguntar, si dio la carta a Dulcinea, dijese que sí, y que, por
no saber leer, le había respondido de palabra, diciéndole que le mandaba,
so pena de la su desgracia, que luego al momento se viniese a ver con ella,
que era cosa que le importaba mucho; porque con esto y con lo que ellos
pensaban decirle tenían por cosa cierta reducirle a mejor vida, y hacer con
él que luego se pusiese en camino para ir a ser emperador o monarca; que en
lo de ser arzobispo no había de qué temer.
Todo lo escuchó Sancho, y lo tomó muy bien en la memoria, y les agradeció
mucho la intención que tenían de aconsejar a su señor fuese emperador y no
arzobispo, porque él tenía para sí que, para hacer mercedes a sus
escuderos, más podían los emperadores que los arzobispos andantes. También
les dijo que sería bien que él fuese delante a buscarle y darle la
respuesta de su señora, que ya sería ella bastante a sacarle de aquel
lugar, sin que ellos se pusiesen en tanto trabajo. Parecióles bien lo que
Sancho Panza decía, y así, determinaron de aguardarle hasta que volviese
con las nuevas del hallazgo de su amo.
Entróse Sancho por aquellas quebradas de la sierra, dejando a los dos en
una por donde corría un pequeño y manso arroyo, a quien hacían sombra
agradable y fresca otras peñas y algunos árboles que por allí estaban. El
calor, y el día que allí llegaron, era de los del mes de agosto, que por
aquellas partes suele ser el ardor muy grande; la hora, las tres de la
tarde: todo lo cual hacía al sitio más agradable, y que convidase a que en
él esperasen la vuelta de Sancho, como lo hicieron.
cual respondió Sancho:
— Escríbala vuestra merced dos o tres veces ahí en el libro y démele, que yo
le llevaré bien guardado, porque pensar que yo la he de tomar en la memoria
es disparate: que la tengo tan mala que muchas veces se me olvida cómo me
llamo. Pero, con todo eso, dígamela vuestra merced, que me holgaré mucho de
oílla, que debe de ir como de molde.
— Escucha, que así dice —dijo don Quijote:
Carta de don Quijote a Dulcinea del Toboso
Soberana y alta señora:
El ferido de punta de ausencia y el llagado de las telas del corazón,
dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene. Si tu
fermosura me desprecia, si tu valor no es en mi pro, si tus desdenes son en
mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré sostenerme en
esta cuita, que, además de ser fuerte, es muy duradera. Mi buen escudero
Sancho te dará entera relación, ¡oh bella ingrata, amada enemiga mía!, del
modo que por tu causa quedo. Si gustares de acorrerme, tuyo soy; y si no,
haz lo que te viniere en gusto; que, con acabar mi vida, habré satisfecho a
tu crueldad y a mi deseo.
Tuyo hasta la muerte,
El Caballero de la Triste Figura.
— Por vida de mi padre —dijo Sancho en oyendo la carta—, que es la más alta
cosa que jamás he oído. ¡Pesia a mí, y cómo que le dice vuestra merced ahí
todo cuanto quiere, y qué bien que encaja en la firma El Caballero de la
Triste Figura! Digo de verdad que es vuestra merced el mesmo diablo, y que
no haya cosa que no sepa.
— Todo es menester —respondió don Quijote— para el oficio que trayo.
— Ea, pues —dijo Sancho—, ponga vuestra merced en esotra vuelta la cédula de
los tres pollinos y fírmela con mucha claridad, porque la conozcan en
viéndola.
— Que me place —dijo don Quijote.
Y, habiéndola escrito,se la leyó; que decía ansí:
Mandará vuestra merced, por esta primera de pollinos, señora sobrina, dar a
Sancho Panza, mi escudero, tres de los cinco que dejé en casa y están a
cargo de vuestra merced. Los cuales tres pollinos se los mando librar y
pagar por otros tantos aquí recebidos de contado, que consta, y con su
carta de pago serán bien dados. Fecha en las entrañas de Sierra Morena, a
veinte y dos de agosto deste presente año.
— Buena está —dijo Sancho—; fírmela vuestra merced.
— No es menester firmarla —dijo don Quijote—, sino solamente poner mi
rúbrica, que es lo mesmo que firma, y para tres asnos, y aun para
trecientos, fuera bastante.
— Yo me confío de vuestra merced —respondió Sancho—. Déjeme, iré a ensillar
a Rocinante, y aparéjese vuestra merced a echarme su bendición, que luego
pienso partirme, sin ver las sandeces que vuestra merced ha de hacer, que
yo diré que le vi hacer tantas que no quiera más.
— Por lo menos quiero, Sancho, y porque es menester ansí, quiero, digo, que
me veas en cueros, y hacer una o dos docenas de locuras, que las haré en
menos de media hora, porque, habiéndolas tú visto por tus ojos, puedas
jurar a tu salvo en las demás que quisieres añadir; y asegúrote que no
dirás tú tantas cuantas yo pienso hacer.
— Por amor de Dios, señor mío, que no vea yo en cueros a vuestra merced, que
me dará mucha lástima y no podré dejar de llorar; y tengo tal la cabeza,
del llanto que anoche hice por el rucio, que no estoy para meterme en
nuevos lloros; y si es que vuestra merced gusta de que yo vea algunas
locuras, hágalas vestido, breves y las que le vinieren más a cuento. Cuanto
más, que para mí no era menester nada deso, y, como ya tengo dicho, fuera
ahorrar el camino de mi vuelta, que ha de ser con las nuevas que vuestra
merced desea y merece. Y si no, aparéjese la señora Dulcinea; que si no
responde como es razón, voto hago solene a quien puedo que le tengo de
sacar la buena respuesta del estómago a coces y a bofetones. Porque, ¿dónde
se ha de sufrir que un caballero andante, tan famoso como vuestra merced,
se vuelva loco, sin qué ni para qué, por una...? No me lo haga decir la
señora, porque por Dios que despotrique y lo eche todo a doce, aunque nunca
se venda. ¡Bonico soy yo para eso! ¡Mal me conoce! ¡Pues, a fe que si me
conociese, que me ayunase!
— A fe, Sancho —dijo don Quijote—, que, a lo que parece, que no estás tú más
cuerdo que yo.
— No estoy tan loco —respondió Sancho—, mas estoy más colérico. Pero,
dejando esto aparte, ¿qué es lo que ha de comer vuestra merced en tanto que
yo vuelvo? ¿Ha de salir al camino, como Cardenio, a quitárselo a los
pastores?
— No te dé pena ese cuidado —respondió don Quijote—, porque, aunque tuviera,
no comiera otra cosa que las yerbas y frutos que este prado y estos árboles
me dieren, que la fineza de mi negocio está en no comer y en hacer otras
asperezas equivalentes.
— A Dios, pues. Pero, ¿sabe vuestra merced qué temo? Que no tengo de acertar
a volver a este lugar donde agora le dejo, según está de escondido.
— Toma bien las señas, que yo procuraré no apartarme destos contornos —dijo
don Quijote—, y aun tendré cuidado de subirme por estos más altos riscos,
por ver si te descubro cuando vuelvas. Cuanto más, que lo más acertado
será, para que no me yerres y te pierdas, que cortes algunas retamas de las
muchas que por aquí hay y las vayas poniendo de trecho a trecho, hasta
salir a lo raso, las cuales te servirán de mojones y señales para que me
halles cuando vuelvas, a imitación del hilo del laberinto de Teseo.
— Así lo haré —respondió Sancho Panza.
Y, cortando algunos, pidió la bendición a su señor, y, no sin muchas
lágrimas de entrambos, se despidió dél. Y, subiendo sobre Rocinante, a
quien don Quijote encomendó mucho, y que mirase por él como por su propria
persona, se puso en camino del llano, esparciendo de trecho a trecho los
ramos de la retama, como su amo se lo había aconsejado. Y así, se fue,
aunque todavía le importunaba don Quijote que le viese siquiera hacer dos
locuras. Mas no hubo andado cien pasos, cuando volvió y dijo:
— Digo, señor, que vuestra merced ha dicho muy bien: que, para que pueda
jurar sin cargo de conciencia que le he visto hacer locuras, será bien que
vea siquiera una, aunque bien grande la he visto en la quedada de vuestra
merced.
— ¿No te lo decía yo? —dijo don Quijote—. Espérate, Sancho, que en un credo
las haré.
Y, desnudándose con toda priesa las calzones, quedó en carnes y en pañales,
y luego, sin más ni más, dio dos zapatetas en el aire y dos tumbas, la
cabeza abajo y los pies en alto, descubriendo cosas que, por no verlas otra
vez, volvió Sancho la rienda a Rocinante y se dio por contento y satisfecho
de que podía jurar que su amo quedaba loco. Y así, le dejaremos ir su
camino, hasta la vuelta, que fue breve.
Capítulo XXVI. Donde se prosiguen las finezas que de enamorado hizo don
Quijote en Sierra Morena
Y, volviendo a contar lo que hizo el de la Triste Figura después que se vio
solo, dice la historia que, así como don Quijote acabó de dar las tumbas o
vueltas, de medio abajo desnudo y de medio arriba vestido, y que vio que
Sancho se había ido sin querer aguardar a ver más sandeces, se subió sobre
una punta de una alta peña y allí tornó a pensar lo que otras muchas veces
había pensado, sin haberse jamás resuelto en ello. Y era que cuál sería
mejor y le estaría más a cuento: imitar a Roldán en las locuras desaforadas
que hizo, o Amadís en las malencónicas. Y, hablando entre sí mesmo, decía:
— Si Roldán fue tan buen caballero y tan valiente como todos dicen, ¿qué
maravilla?, pues, al fin, era encantado y no le podía matar nadie si no era
metiéndole un alfiler de a blanca por la planta del pie, y él traía siempre
los zapatos con siete suelas de hierro. Aunque no le valieron tretas contra
Bernardo del Carpio, que se las entendió y le ahogó entre los brazos, en
Roncesvalles. Pero, dejando en él lo de la valentía a una parte, vengamos a
lo de perder el juicio, que es cierto que le perdió, por las señales que
halló en la fontana y por las nuevas que le dio el pastor de que Angélica
había dormido más de dos siestas con Medoro, un morillo de cabellos
enrizados y paje de Agramante; y si él entendió que esto era verdad y que
su dama le había cometido desaguisado, no hizo mucho en volverse loco. Pero
yo, ¿cómo puedo imitalle en las locuras, si no le imito en la ocasión
dellas? Porque mi Dulcinea del Toboso osaré yo jurar que no ha visto en
todos los días de su vida moro alguno, ansí como él es, en su mismo traje,
y que se está hoy como la madre que la parió; y haríale agravio manifiesto
si, imaginando otra cosa della, me volviese loco de aquel género de locura
de Roldán el furioso. Por otra parte, veo que Amadís de Gaula, sin perder
el juicio y sin hacer locuras, alcanzó tanta fama de enamorado como el que
más; porque lo que hizo, según su historia, no fue más de que, por verse
desdeñado de su señora Oriana, que le había mandado que no pareciese ante
su presencia hasta que fuese su voluntad, de que se retiró a la Peña Pobre
en compañía de un ermitaño, y allí se hartó de llorar y de encomendarse a
Dios, hasta que el cielo le acorrió, en medio de su mayor cuita y
necesidad. Y si esto es verdad, como lo es, ¿para qué quiero yo tomar
trabajo agora de desnudarme del todo, ni dar pesadumbre a estos árboles,
que no me han hecho mal alguno? Ni tengo para qué enturbiar el agua clara
destos arroyos, los cuales me han de dar de beber cuando tenga gana. Viva
la memoria de Amadís, y sea imitado de don Quijote de la Mancha en todo lo
que pudiere; del cual se dirá lo que del otro se dijo: que si no acabó
grandes cosas, murió por acometellas; y si yo no soy desechado ni desdeñado
de Dulcinea del Toboso, bástame, como ya he dicho, estar ausente della. Ea,
pues, manos a la obra: venid a mi memoria, cosas de Amadís, y enseñadme por
dónde tengo de comenzar a imitaros. Mas ya sé que lo más que él hizo fue
rezar y encomendarse a Dios; pero, ¿qué haré de rosario, que no le tengo?
En esto le vino al pensamiento cómo le haría, y fue que rasgó una gran tira
de las faldas de la camisa, que andaban colgando, y diole once ñudos, el
uno más gordo que los demás, y esto le sirvió de rosario el tiempo que allí
estuvo, donde rezó un millón de avemarías. Y lo que le fatigaba mucho era
no hallar por allí otro ermitaño que le confesase y con quien consolarse. Y
así, se entretenía paseándose por el pradecillo, escribiendo y grabando por
las cortezas de los árboles y por la menuda arena muchos versos, todos
acomodados a su tristeza, y algunos en alabanza de Dulcinea. Mas los que se
pudieron hallar enteros y que se pudiesen leer, después que a él allí le
hallaron, no fueron más que estos que aquí se siguen:
Árboles, yerbas y plantas
que en aqueste sitio estáis,
tan altos, verdes y tantas,
si de mi mal no os holgáis,
escuchad mis quejas santas.
Mi dolor no os alborote,
aunque más terrible sea,
pues, por pagaros escote,
aquí lloró don Quijote
ausencias de Dulcinea
del Toboso.
Es aquí el lugar adonde
el amador más leal
de su señora se esconde,
y ha venido a tanto mal
sin saber cómo o por dónde.
Tráele amor al estricote,
que es de muy mala ralea;
y así, hasta henchir un pipote,
aquí lloró don Quijote
ausencias de Dulcinea
del Toboso.
Buscando las aventuras
por entre las duras peñas,
maldiciendo entrañas duras,
que entre riscos y entre breñas
halla el triste desventuras,
hirióle amor con su azote,
no con su blanda correa;
y, en tocándole el cogote,
aquí lloró don Quijote
ausencias de Dulcinea
del Toboso.
No causó poca risa en los que hallaron los versos referidos el añadidura
del Toboso al nombre de Dulcinea, porque imaginaron que debió de imaginar
don Quijote que si, en nombrando a Dulcinea, no decía también del Toboso,
no se podría entender la copla; y así fue la verdad, como él después
confesó. Otros muchos escribió, pero, como se ha dicho, no se pudieron
sacar en limpio, ni enteros, más destas tres coplas. En esto, y en suspirar
y en llamar a los faunos y silvanos de aquellos bosques, a las ninfas de
los ríos, a la dolorosa y húmida Eco, que le respondiese, consolasen y
escuchasen, se entretenía, y en buscar algunas yerbas con que sustentarse
en tanto que Sancho volvía; que, si como tardó tres días, tardara tres
semanas, el Caballero de la Triste Figura quedara tan desfigurado que no le
conociera la madre que lo parió.
Y será bien dejalle, envuelto entre sus suspiros y versos, por contar lo
que le avino a Sancho Panza en su mandadería. Y fue que, en saliendo al
camino real, se puso en busca del Toboso, y otro día llegó a la venta donde
le había sucedido la desgracia de la manta; y no la hubo bien visto, cuando
le pareció que otra vez andaba en los aires, y no quiso entrar dentro,
aunque llegó a hora que lo pudiera y debiera hacer, por ser la del comer y
llevar en deseo de gustar algo caliente; que había grandes días que todo
era fiambre.
Esta necesidad le forzó a que llegase junto a la venta, todavía dudoso si
entraría o no. Y, estando en esto, salieron de la venta dos personas que
luego le conocieron; y dijo el uno al otro:
— Dígame, señor licenciado, aquel del caballo, ¿no es Sancho Panza, el que
dijo el ama de nuestro aventurero que había salido con su señor por
escudero?
— Sí es —dijo el licenciado—; y aquél es el caballo de nuestro don Quijote.
Y conociéronle tan bien como aquellos que eran el cura y el barbero de su
mismo lugar, y los que hicieron el escrutinio y acto general de los libros.
Los cuales, así como acabaron de conocer a Sancho Panza y a Rocinante,
deseosos de saber de don Quijote, se fueron a él; y el cura le llamó por su
nombre, diciéndole:
— Amigo Sancho Panza, ¿adónde queda vuestro amo?
Conociólos luego Sancho Panza, y determinó de encubrir el lugar y la suerte
donde y como su amo quedaba; y así, les respondió que su amo quedaba
ocupado en cierta parte y en cierta cosa que le era de mucha importancia,
la cual él no podía descubrir, por los ojos que en la cara tenía.
— No, no —dijo el barbero—, Sancho Panza; si vos no nos decís dónde queda,
imaginaremos, como ya imaginamos, que vos le habéis muerto y robado, pues
venís encima de su caballo. En verdad que nos habéis de dar el dueño del
rocín, o sobre eso, morena.
— No hay para qué conmigo amenazas, que yo no soy hombre que robo ni mato a
nadie: a cada uno mate su ventura, o Dios, que le hizo. Mi amo queda
haciendo penitencia en la mitad desta montaña, muy a su sabor.
Y luego, de corrida y sin parar, les contó de la suerte que quedaba, las
aventuras que le habían sucedido y cómo llevaba la carta a la señora
Dulcinea del Toboso, que era la hija de Lorenzo Corchuelo, de quien estaba
enamorado hasta los hígados.
Quedaron admirados los dos de lo que Sancho Panza les contaba; y, aunque ya
sabían la locura de don Quijote y el género della, siempre que la oían se
admiraban de nuevo. Pidiéronle a Sancho Panza que les enseñase la carta que
llevaba a la señora Dulcinea del Toboso. Él dijo que iba escrita en un
libro de memoria y que era orden de su señor que la hiciese trasladar en
papel en el primer lugar que llegase; a lo cual dijo el cura que se la
mostrase, que él la trasladaría de muy buena letra. Metió la mano en el
seno Sancho Panza, buscando el librillo, pero no le halló, ni le podía
hallar si le buscara hasta agora, porque se había quedado don Quijote con
él y no se le había dado, ni a él se le acordó de pedírsele.
Cuando Sancho vio que no hallaba el libro, fuésele parando mortal el
rostro; y, tornándose a tentar todo el cuerpo muy apriesa, tornó a echar de
ver que no le hallaba; y, sin más ni más, se echó entrambos puños a las
barbas y se arrancó la mitad de ellas, y luego, apriesa y sin cesar, se dio
media docena de puñadas en el rostro y en las narices, que se las bañó
todas en sangre. Visto lo cual por el cura y el barbero, le dijeron que qué
le había sucedido, que tan mal se paraba.
— ¿Qué me ha de suceder —respondió Sancho—, sino el haber perdido de una
mano a otra, en un estante, tres pollinos, que cada uno era como un
castillo?
— ¿Cómo es eso? —replicó el barbero.
— He perdido el libro de memoria —respondió Sancho—, donde venía carta para
Dulcinea y una cédula firmada de su señor, por la cual mandaba que su
sobrina me diese tres pollinos, de cuatro o cinco que estaban en casa.
Y, con esto, les contó la pérdida del rucio. Consolóle el cura, y díjole
que, en hallando a su señor, él le haría revalidar la manda y que tornase a
hacer la libranza en papel, como era uso y costumbre, porque las que se
hacían en libros de memoria jamás se acetaban ni cumplían.
Con esto se consoló Sancho, y dijo que, como aquello fuese ansí, que no le
daba mucha pena la pérdida de la carta de Dulcinea, porque él la sabía casi
de memoria, de la cual se podría trasladar donde y cuando quisiesen.
— Decildo, Sancho, pues —dijo el barbero—, que después la trasladaremos.
Paróse Sancho Panza a rascar la cabeza para traer a la memoria la carta, y
ya se ponía sobre un pie, y ya sobre otro; unas veces miraba al suelo,
otras al cielo; y, al cabo de haberse roído la mitad de la yema de un dedo,
teniendo suspensos a los que esperaban que ya la dijese, dijo al cabo de
grandísimo rato:
— Por Dios, señor licenciado, que los diablos lleven la cosa que de la carta
se me acuerda; aunque en el principio decía: «Alta y sobajada señora».
— No diría —dijo el barbero— sobajada, sino sobrehumana o soberana señora.
— Así es —dijo Sancho—. Luego, si mal no me acuerdo, proseguía..., si mal no
me acuerdo: «el llego y falto de sueño, y el ferido besa a vuestra merced
las manos, ingrata y muy desconocida hermosa», y no sé qué decía de salud y
de enfermedad que le enviaba, y por aquí iba escurriendo, hasta que acababa
en «Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste Figura».
No poco gustaron los dos de ver la buena memoria de Sancho Panza, y
alabáronsela mucho, y le pidieron que dijese la carta otras dos veces, para
que ellos, ansimesmo, la tomasen de memoria para trasladalla a su tiempo.
Tornóla a decir Sancho otras tres veces, y otras tantas volvió a decir
otros tres mil disparates. Tras esto, contó asimesmo las cosas de su amo,
pero no habló palabra acerca del manteamiento que le había sucedido en
aquella venta, en la cual rehusaba entrar. Dijo también como su señor, en
trayendo que le trujese buen despacho de la señora Dulcinea del Toboso, se
había de poner en camino a procurar cómo ser emperador, o, por lo menos,
monarca; que así lo tenían concertado entre los dos, y era cosa muy fácil
venir a serlo, según era el valor de su persona y la fuerza de su brazo; y
que, en siéndolo, le había de casar a él, porque ya sería viudo, que no
podía ser menos, y le había de dar por mujer a una doncella de la
emperatriz, heredera de un rico y grande estado de tierra firme, sin
ínsulos ni ínsulas, que ya no las quería.
Decía esto Sancho con tanto reposo, limpiándose de cuando en cuando las
narices, y con tan poco juicio, que los dos se admiraron de nuevo,
considerando cuán vehemente había sido la locura de don Quijote, pues había
llevado tras sí el juicio de aquel pobre hombre. No quisieron cansarse en
sacarle del error en que estaba, pareciéndoles que, pues no le dañaba nada
la conciencia, mejor era dejarle en él, y a ellos les sería de más gusto
oír sus necedades. Y así, le dijeron que rogase a Dios por la salud de su
señor, que cosa contingente y muy agible era venir, con el discurso del
tiempo, a ser emperador, como él decía, o, por lo menos, arzobispo, o otra
dignidad equivalente. A lo cual respondió Sancho:
— Señores, si la fortuna rodease las cosas de manera que a mi amo le viniese
en voluntad de no ser emperador, sino de ser arzobispo, querría yo saber
agora qué suelen dar los arzobispos andantes a sus escuderos.
— Suélenles dar —respondió el cura— algún beneficio, simple o curado, o
alguna sacristanía, que les vale mucho de renta rentada, amén del pie de
altar, que se suele estimar en otro tanto.
— Para eso será menester —replicó Sancho— que el escudero no sea casado y
que sepa ayudar a misa, por lo menos; y si esto es así, ¡desdichado de yo,
que soy casado y no sé la primera letra del ABC! ¿Qué será de mí si a mi
amo le da antojo de ser arzobispo, y no emperador, como es uso y costumbre
de los caballeros andantes?
— No tengáis pena, Sancho amigo —dijo el barbero—, que aquí rogaremos a
vuestro amo y se lo aconsejaremos, y aun se lo pondremos en caso de
conciencia, que sea emperador y no arzobispo, porque le será más fácil, a
causa de que él es más valiente que estudiante.
— Así me ha parecido a mí —respondió Sancho—, aunque sé decir que para todo
tiene habilidad. Lo que yo pienso hacer de mi parte es rogarle a Nuestro
Señor que le eche a aquellas partes donde él más se sirva y adonde a mí más
mercedes me haga.
— Vos lo decís como discreto —dijo el cura— y lo haréis como buen cristiano.
Mas lo que ahora se ha de hacer es dar orden como sacar a vuestro amo de
aquella inútil penitencia que decís que queda haciendo; y, para pensar el
modo que hemos de tener, y para comer, que ya es hora, será bien nos
entremos en esta venta.
Sancho dijo que entrasen ellos, que él esperaría allí fuera y que después
les diría la causa por que no entraba ni le convenía entrar en ella; mas
que les rogaba que le sacasen allí algo de comer que fuese cosa caliente,
y, ansimismo, cebada para Rocinante. Ellos se entraron y le dejaron, y, de
allí a poco, el barbero le sacó de comer. Después, habiendo bien pensado
entre los dos el modo que tendrían para conseguir lo que deseaban, vino el
cura en un pensamiento muy acomodado al gusto de don Quijote y para lo que
ellos querían. Y fue que dijo al barbero que lo que había pensado era que
él se vestiría en hábito de doncella andante, y que él procurase ponerse lo
mejor que pudiese como escudero, y que así irían adonde don Quijote estaba,
fingiendo ser ella una doncella afligida y menesterosa, y le pediría un
don, el cual él no podría dejársele de otorgar, como valeroso caballero
andante. Y que el don que le pensaba pedir era que se viniese con ella
donde ella le llevase, a desfacelle un agravio que un mal caballero le
tenía fecho; y que le suplicaba, ansimesmo, que no la mandase quitar su
antifaz, ni la demandase cosa de su facienda, fasta que la hubiese fecho
derecho de aquel mal caballero; y que creyese, sin duda, que don Quijote
vendría en todo cuanto le pidiese por este término; y que desta manera le
sacarían de allí y le llevarían a su lugar, donde procurarían ver si tenía
algún remedio su estraña locura.
Capítulo XXVII. De cómo salieron con su intención el cura y el barbero, con
otras cosas dignas de que se cuenten en esta grande historia
No le pareció mal al barbero la invención del cura, sino tan bien, que
luego la pusieron por obra. Pidiéronle a la ventera una saya y unas tocas,
dejándole en prendas una sotana nueva del cura. El barbero hizo una gran
barba de una cola rucia o roja de buey, donde el ventero tenía colgado el
peine. Preguntóles la ventera que para qué le pedían aquellas cosas. El
cura le contó en breves razones la locura de don Quijote, y cómo convenía
aquel disfraz para sacarle de la montaña, donde a la sazón estaba. Cayeron
luego el ventero y la ventera en que el loco era su huésped, el del
bálsamo, y el amo del manteado escudero, y contaron al cura todo lo que con
él les había pasado, sin callar lo que tanto callaba Sancho. En resolución,
la ventera vistió al cura de modo que no había más que ver: púsole una saya
de paño, llena de fajas de terciopelo negro de un palmo en ancho, todas
acuchilladas, y unos corpiños de terciopelo verde, guarnecidos con unos
ribetes de raso blanco, que se debieron de hacer, ellos y la saya, en
tiempo del rey Wamba. No consintió el cura que le tocasen, sino púsose en
la cabeza un birretillo de lienzo colchado que llevaba para dormir de
noche, y ciñóse por la frente una liga de tafetán negro, y con otra liga
hizo un antifaz, con que se cubrió muy bien las barbas y el rostro;
encasquetóse su sombrero, que era tan grande que le podía servir de
quitasol, y, cubriéndose su herreruelo, subió en su mula a mujeriegas, y el
barbero en la suya, con su barba que le llegaba a la cintura, entre roja y
blanca, como aquella que, como se ha dicho, era hecha de la cola de un buey
barroso.
Despidiéronse de todos, y de la buena de Maritornes, que prometió de rezar
un rosario, aunque pecadora, porque Dios les diese buen suceso en tan arduo
y tan cristiano negocio como era el que habían emprendido.
Mas, apenas hubo salido de la venta, cuando le vino al cura un pensamiento:
que hacía mal en haberse puesto de aquella manera, por ser cosa indecente
que un sacerdote se pusiese así, aunque le fuese mucho en ello; y,
diciéndoselo al barbero, le rogó que trocasen trajes, pues era más justo
que él fuese la doncella menesterosa, y que él haría el escudero, y que así
se profanaba menos su dignidad; y que si no lo quería hacer, determinaba de
no pasar adelante, aunque a don Quijote se le llevase el diablo.
En esto, llegó Sancho, y de ver a los dos en aquel traje no pudo tener la
risa. En efeto, el barbero vino en todo aquello que el cura quiso, y,
trocando la invención, el cura le fue informando el modo que había de tener
y las palabras que había de decir a don Quijote para moverle y forzarle a
que con él se viniese, y dejase la querencia del lugar que había escogido
para su vana penitencia. El barbero respondió que, sin que se le diese
lición, él lo pondría bien en su punto. No quiso vestirse por entonces,
hasta que estuviesen junto de donde don Quijote estaba; y así, dobló sus
vestidos, y el cura acomodó su barba, y siguieron su camino, guiándolos
Sancho Panza; el cual les fue contando lo que les aconteció con el loco que
hallaron en la sierra, encubriendo, empero, el hallazgo de la maleta y de
cuanto en ella venía; que, maguer que tonto, era un poco codicioso el
mancebo.
Otro día llegaron al lugar donde Sancho había dejado puestas las señales de
las ramas para acertar el lugar donde había dejado a su señor; y, en
reconociéndole, les dijo como aquélla era la entrada, y que bien se podían
vestir, si era que aquello hacía al caso para la libertad de su señor;
porque ellos le habían dicho antes que el ir de aquella suerte y vestirse
de aquel modo era toda la importancia para sacar a su amo de aquella mala
vida que había escogido, y que le encargaban mucho que no dijese a su amo
quien ellos eran, ni que los conocía; y que si le preguntase, como se lo
había de preguntar, si dio la carta a Dulcinea, dijese que sí, y que, por
no saber leer, le había respondido de palabra, diciéndole que le mandaba,
so pena de la su desgracia, que luego al momento se viniese a ver con ella,
que era cosa que le importaba mucho; porque con esto y con lo que ellos
pensaban decirle tenían por cosa cierta reducirle a mejor vida, y hacer con
él que luego se pusiese en camino para ir a ser emperador o monarca; que en
lo de ser arzobispo no había de qué temer.
Todo lo escuchó Sancho, y lo tomó muy bien en la memoria, y les agradeció
mucho la intención que tenían de aconsejar a su señor fuese emperador y no
arzobispo, porque él tenía para sí que, para hacer mercedes a sus
escuderos, más podían los emperadores que los arzobispos andantes. También
les dijo que sería bien que él fuese delante a buscarle y darle la
respuesta de su señora, que ya sería ella bastante a sacarle de aquel
lugar, sin que ellos se pusiesen en tanto trabajo. Parecióles bien lo que
Sancho Panza decía, y así, determinaron de aguardarle hasta que volviese
con las nuevas del hallazgo de su amo.
Entróse Sancho por aquellas quebradas de la sierra, dejando a los dos en
una por donde corría un pequeño y manso arroyo, a quien hacían sombra
agradable y fresca otras peñas y algunos árboles que por allí estaban. El
calor, y el día que allí llegaron, era de los del mes de agosto, que por
aquellas partes suele ser el ardor muy grande; la hora, las tres de la
tarde: todo lo cual hacía al sitio más agradable, y que convidase a que en
él esperasen la vuelta de Sancho, como lo hicieron.
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