Don Quijote - 02
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tiene su nacimiento en tal lugar y muere en el mar océano, besando los
muros de la famosa ciudad de Lisboa; y es opinión que tiene las arenas de
oro, etc. Si tratáredes de ladrones, yo os diré la historia de Caco, que la
sé de coro; si de mujeres rameras, ahí está el obispo de Mondoñedo, que os
prestará a Lamia, Laida y Flora, cuya anotación os dará gran crédito; si de
crueles, Ovidio os entregará a Medea; si de encantadores y hechiceras,
Homero tiene a Calipso, y Virgilio a Circe; si de capitanes valerosos, el
mesmo Julio César os prestará a sí mismo en sus Comentarios, y Plutarco os
dará mil Alejandros. Si tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis de
la lengua toscana, toparéis con León Hebreo, que os hincha las medidas. Y
si no queréis andaros por tierras extrañas, en vuestra casa tenéis a
Fonseca, Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos y el más
ingenioso acertare a desear en tal materia. En resolución, no hay más sino
que vos procuréis nombrar estos nombres, o tocar estas historias en la
vuestra, que aquí he dicho, y dejadme a mí el cargo de poner las
anotaciones y acotaciones; que yo os voto a tal de llenaros las márgenes y
de gastar cuatro pliegos en el fin del libro.
»Vengamos ahora a la citación de los autores que los otros libros tienen,
que en el vuestro os faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil, porque
no habéis de hacer otra cosa que buscar un libro que los acote todos, desde
la A hasta la Z, como vos decís. Pues ese mismo abecedario pondréis vos en
vuestro libro; que, puesto que a la clara se vea la mentira, por la poca
necesidad que vos teníades de aprovecharos dellos, no importa nada; y quizá
alguno habrá tan simple, que crea que de todos os habéis aprovechado en la
simple y sencilla historia vuestra; y, cuando no sirva de otra cosa, por lo
menos servirá aquel largo catálogo de autores a dar de improviso autoridad
al libro. Y más, que no habrá quien se ponga a averiguar si los seguistes o
no los seguistes, no yéndole nada en ello. Cuanto más que, si bien caigo en
la cuenta, este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de
aquellas que vos decís que le falta, porque todo él es una invectiva contra
los libros de caballerías, de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo
nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón; ni caen debajo de la cuenta de sus
fabulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni las observaciones
de la astrología; ni le son de importancia las medidas geométricas, ni la
confutación de los argumentos de quien se sirve la retórica; ni tiene para
qué predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino, que es un género
de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento. Sólo
tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo; que,
cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere. Y,
pues esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y
cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no
hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la
Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de
santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas
y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo;
pintando, en todo lo que alcanzáredes y fuere posible, vuestra intención,
dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos.
Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a
risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se
admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de
alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal
fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de
muchos más; que si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco.
Con silencio grande estuve escuchando lo que mi amigo me decía, y de tal
manera se imprimieron en mí sus razones que, sin ponerlas en disputa, las
aprobé por buenas y de ellas mismas quise hacer este prólogo; en el cual
verás, lector suave, la discreción de mi amigo, la buena ventura mía en
hallar en tiempo tan necesitado tal consejero, y el alivio tuyo en hallar
tan sincera y tan sin revueltas la historia del famoso don Quijote de la
Mancha, de quien hay opinión, por todos los habitadores del distrito del
campo de Montiel, que fue el más casto enamorado y el más valiente
caballero que de muchos años a esta parte se vio en aquellos contornos. Yo
no quiero encarecerte el servicio que te hago en darte a conocer tan noble
y tan honrado caballero, pero quiero que me agradezcas el conocimiento que
tendrás del famoso Sancho Panza, su escudero, en quien, a mi parecer, te
doy cifradas todas las gracias escuderiles que en la caterva de los libros
vanos de caballerías están esparcidas.
Y con esto, Dios te dé salud, y a mí no olvide. Vale.
AL LIBRO DE DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Urganda la desconocida
Si de llegarte a los bue-,
libro, fueres con letu-,
no te dirá el boquirru-
que no pones bien los de-.
Mas si el pan no se te cue-
por ir a manos de idio-,
verás de manos a bo-,
aun no dar una en el cla-,
si bien se comen las ma-
por mostrar que son curio-.
Y, pues la expiriencia ense-
que el que a buen árbol se arri-
buena sombra le cobi-,
en Béjar tu buena estre-
un árbol real te ofre-
que da príncipes por fru-,
en el cual floreció un du-
que es nuevo Alejandro Ma-:
llega a su sombra, que a osa-
favorece la fortu-.
De un noble hidalgo manche-
contarás las aventu-,
a quien ociosas letu-,
trastornaron la cabe-:
damas, armas, caballe-,
le provocaron de mo-,
que, cual Orlando furio-,
templado a lo enamora-,
alcanzó a fuerza de bra-
a Dulcinea del Tobo-.
No indiscretos hieroglí-
estampes en el escu-,
que, cuando es todo figu-,
con ruines puntos se envi-.
Si en la dirección te humi-,
no dirá, mofante, algu-:
''¡Qué don Álvaro de Lu-,
qué Anibal el de Carta-,
qué rey Francisco en Espa-
se queja de la Fortu-!''
Pues al cielo no le plu-
que salieses tan ladi-
como el negro Juan Lati-,
hablar latines rehú-.
No me despuntes de agu-,
ni me alegues con filó-,
porque, torciendo la bo-,
dirá el que entiende la le-,
no un palmo de las ore-:
''¿Para qué conmigo flo-?''
No te metas en dibu-,
ni en saber vidas aje-,
que, en lo que no va ni vie-,
pasar de largo es cordu-.
Que suelen en caperu-
darles a los que grace-;
mas tú quémate las ce-
sólo en cobrar buena fa-;
que el que imprime neceda-
dalas a censo perpe-.
Advierte que es desati-,
siendo de vidrio el teja-,
tomar piedras en las ma-
para tirar al veci-.
Deja que el hombre de jui-,
en las obras que compo-,
se vaya con pies de plo-;
que el que saca a luz pape-
para entretener donce-
escribe a tontas y a lo-.
AMADÍS DE GAULA A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
Tú, que imitaste la llorosa vida
que tuve, ausente y desdeñado sobre
el gran ribazo de la Peña Pobre,
de alegre a penitencia reducida;
tú, a quien los ojos dieron la bebida
de abundante licor, aunque salobre,
y alzándote la plata, estaño y cobre,
te dio la tierra en tierra la comida,
vive seguro de que eternamente,
en tanto, al menos, que en la cuarta esfera,
sus caballos aguije el rubio Apolo,
tendrás claro renombre de valiente;
tu patria será en todas la primera;
tu sabio autor, al mundo único y solo.
DON BELIANÍS DE GRECIA A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
Rompí, corté, abollé, y dije y hice
más que en el orbe caballero andante;
fui diestro, fui valiente, fui arrogante;
mil agravios vengué, cien mil deshice.
Hazañas di a la Fama que eternice;
fui comedido y regalado amante;
fue enano para mí todo gigante,
y al duelo en cualquier punto satisfice.
Tuve a mis pies postrada la Fortuna,
y trajo del copete mi cordura
a la calva Ocasión al estricote.
Más, aunque sobre el cuerno de la luna
siempre se vio encumbrada mi ventura,
tus proezas envidio, ¡oh gran Quijote!
LA SEÑORA ORIANA A DULCINEA DEL TOBOSO
Soneto
¡Oh, quién tuviera, hermosa Dulcinea,
por más comodidad y más reposo,
a Miraflores puesto en el Toboso,
y trocara sus Londres con tu aldea!
¡Oh, quién de tus deseos y librea
alma y cuerpo adornara, y del famoso
caballero que hiciste venturoso
mirara alguna desigual pelea!
¡Oh, quién tan castamente se escapara
del señor Amadís como tú hiciste
del comedido hidalgo don Quijote!
Que así envidiada fuera, y no envidiara,
y fuera alegre el tiempo que fue triste,
y gozara los gustos sin escote.
GANDALÍN, ESCUDERO DE AMADÍS DE GAULA, A SANCHO PANZA, ESCUDERO DE DON QUIJOTE
Soneto
Salve, varón famoso, a quien Fortuna,
cuando en el trato escuderil te puso,
tan blanda y cuerdamente lo dispuso,
que lo pasaste sin desgracia alguna.
Ya la azada o la hoz poco repugna
al andante ejercicio; ya está en uso
la llaneza escudera, con que acuso
al soberbio que intenta hollar la luna.
Envidio a tu jumento y a tu nombre,
y a tus alforjas igualmente invidio,
que mostraron tu cuerda providencia.
Salve otra vez, ¡oh Sancho!, tan buen hombre,
que a solo tú nuestro español Ovidio
con buzcorona te hace reverencia.
DEL DONOSO, POETA ENTREVERADO, A SANCHO PANZA Y ROCINANTE
Soy Sancho Panza, escude-
del manchego don Quijo-.
Puse pies en polvoro-,
por vivir a lo discre-;
que el tácito Villadie-
toda su razón de esta-
cifró en una retira-,
según siente Celesti-,
libro, en mi opinión, divi-
si encubriera más lo huma-.
A Rocinante
Soy Rocinante, el famo-
bisnieto del gran Babie-.
Por pecados de flaque-,
fui a poder de un don Quijo-.
Parejas corrí a lo flo-;
mas, por uña de caba-,
no se me escapó ceba-;
que esto saqué a Lazari-
cuando, para hurtar el vi-
al ciego, le di la pa-.
ORLANDO FURIOSO A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
Si no eres par, tampoco le has tenido:
que par pudieras ser entre mil pares;
ni puede haberle donde tú te hallares,
invito vencedor, jamás vencido.
Orlando soy, Quijote, que, perdido
por Angélica, vi remotos mares,
ofreciendo a la Fama en sus altares
aquel valor que respetó el olvido.
No puedo ser tu igual; que este decoro
se debe a tus proezas y a tu fama,
puesto que, como yo, perdiste el seso.
Mas serlo has mío, si al soberbio moro
y cita fiero domas, que hoy nos llama
iguales en amor con mal suceso.
EL CABALLERO DEL FEBO A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
A vuestra espada no igualó la mía,
Febo español, curioso cortesano,
ni a la alta gloria de valor mi mano,
que rayo fue do nace y muere el día.
Imperios desprecié; la monarquía
que me ofreció el Oriente rojo en vano
dejé, por ver el rostro soberano
de Claridiana, aurora hermosa mía.
Améla por milagro único y raro,
y, ausente en su desgracia, el propio infierno
temió mi brazo, que domó su rabia.
Mas vos, godo Quijote, ilustre y claro,
por Dulcinea sois al mundo eterno,
y ella, por vos, famosa, honesta y sabia.
DE SOLISDÁN A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
Maguer, señor Quijote, que sandeces
vos tengan el cerbelo derrumbado,
nunca seréis de alguno reprochado
por home de obras viles y soeces.
Serán vuesas fazañas los joeces,
pues tuertos desfaciendo habéis andado,
siendo vegadas mil apaleado
por follones cautivos y raheces.
Y si la vuesa linda Dulcinea
desaguisado contra vos comete,
ni a vuesas cuitas muestra buen talante,
en tal desmán, vueso conorte sea
que Sancho Panza fue mal alcagüete,
necio él, dura ella, y vos no amante.
DIÁLOGO ENTRE BABIECA Y ROCINANTE
Soneto
B. ¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?
R. Porque nunca se come, y se trabaja.
B. Pues, ¿qué es de la cebada y de la paja?
R. No me deja mi amo ni un bocado.
B. Andá, señor, que estáis muy mal criado,
pues vuestra lengua de asno al amo ultraja.
R. Asno se es de la cuna a la mortaja.
¿Queréislo ver? Miraldo enamorado.
B. ¿Es necedad amar? R. No es gran prudencia.
B. Metafísico estáis. R. Es que no como.
B. Quejaos del escudero. R. No es bastante.
¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,
si el amo y escudero o mayordomo
son tan rocines como Rocinante?
Primera parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
Capítulo primero. Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo
don Quijote de la Mancha
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho
tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua,
rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero,
salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los
viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres
partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de
velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de
entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una
ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte,
y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la
podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de
complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo
de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada,
que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben;
aunque, por conjeturas verosímiles, se deja entender que se llamaba
Quejana. Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración
dél no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba
ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías, con
tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la
caza, y aun la administración de su hacienda. Y llegó a tanto su curiosidad
y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para
comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos
cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien como
los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su
prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más
cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en
muchas partes hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a mi razón se
hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la
vuestra fermosura. Y también cuando leía: ...los altos cielos que de
vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen
merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por
entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las
entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba
muy bien con las heridas que don Belianís daba y recebía, porque se
imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de
tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con
todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella
inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle
fin al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera,
y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo
estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar —que era
hombre docto, graduado en Sigüenza—, sobre cuál había sido mejor caballero:
Palmerín de Ingalaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del
mesmo pueblo, decía que ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si
alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula,
porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero
melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le
iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las
noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así,
del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro, de manera que vino
a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los
libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos,
heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y
asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella
máquina de aquellas sonadas soñadas invenciones que leía, que para él no
había otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz
había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el Caballero
de la Ardiente Espada, que de sólo un revés había partido por medio dos
fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio,
porque en Roncesvalles había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la
industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre
los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de
aquella generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, él
solo era afable y bien criado. Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos
de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos
topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma que era todo de oro,
según dice su historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de
Galalón, al ama que tenía, y aun a su sobrina de añadidura.
En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más estraño pensamiento
que jamás dio loco en el mundo; y fue que le pareció convenible y
necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su
república, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus
armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que
él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo
género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos,
cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor
de su brazo, por lo menos, del imperio de Trapisonda; y así, con estos tan
agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se
dio priesa a poner en efeto lo que deseaba.
Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus
bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que
estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor
que pudo, pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de
encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de
cartones hizo un modo de media celada, que, encajada con el morrión, hacían
una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte y
podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos
golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una
semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho
pedazos, y, por asegurarse deste peligro, la tornó a hacer de nuevo,
poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera que él quedó
satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia della, la
diputó y tuvo por celada finísima de encaje.
Fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía más cuartos que un real y más
tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa fuit, le pareció
que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban.
Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; porque, según
se decía él a sí mesmo, no era razón que caballo de caballero tan famoso, y
tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y ansí, procuraba
acomodársele de manera que declarase quién había sido, antes que fuese de
caballero andante, y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón
que, mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase
famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio
que ya profesaba. Y así, después de muchos nombres que formó, borró y
quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin
le vino a llamar Rocinante: nombre, a su parecer, alto, sonoro y
significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora
era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo.
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo,
y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don
Quijote; de donde —como queda dicho— tomaron ocasión los autores desta tan
verdadera historia que, sin duda, se debía de llamar Quijada, y no Quesada,
como otros quisieron decir. Pero, acordándose que el valeroso Amadís no
sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el
nombre de su reino y patria, por Hepila famosa, y se llamó Amadís de Gaula,
así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y
llamarse don Quijote de la Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy al
vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.
Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su
rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra
cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andante
sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma. Decíase él
a sí:
— Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por
ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros
andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o,
finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle
presentado y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga
con voz humilde y rendido: ''Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro,
señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el
jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me
mandó que me presentase ante vuestra merced, para que la vuestra grandeza
disponga de mí a su talante''?
¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso,
y más cuando halló a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree,
que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen
parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende,
ella jamás lo supo, ni le dio cata dello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a
ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y,
buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se
encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del
Toboso, porque era natural del Toboso; nombre, a su parecer, músico y
peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas
había puesto.
Capítulo II. Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el
ingenioso don Quijote
Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en
efeto su pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía
en el mundo su tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer,
tuertos que enderezar, sinrazones que emendar, y abusos que mejorar y
deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de su
intención, y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno
de los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobre
Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su
lanza, y, por la puerta falsa de un corral, salió al campo con grandísimo
contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su
buen deseo. Mas, apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un pensamiento
terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue
que le vino a la memoria que no era armado caballero, y que, conforme a ley
de caballería, ni podía ni debía tomar armas con ningún caballero; y,
puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel caballero,
sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos
pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas, pudiendo más su
locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del
primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo hicieron, según
él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas blancas,
pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un
armiño; y con esto se quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro que
aquel que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de
las aventuras.
Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo
mesmo y diciendo:
— ¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la
verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere
no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salidad tan de mañana,
desta manera?: «Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la
ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y
apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían
saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que,
dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del
manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero
don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso
caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de
Montiel».
Y era la verdad que por él caminaba. Y añadió diciendo:
— Dichosa edad, y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas
hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y
pintarse en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador,
quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina
historia, ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno
mío en todos mis caminos y carreras!
Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado:
— ¡Oh princesa Dulcinea, señora deste cautivo corazón!, mucho agravio me
habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de
mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de
membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor
padece.
Con éstos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus
libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto,
caminaba tan despacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que
fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera.
Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo
cual se desesperaba, porque quisiera topar luego luego con quien hacer
experiencia del valor de su fuerte brazo. Autores hay que dicen que la
primera aventura que le avino fue la del Puerto Lápice; otros dicen que la
de los molinos de viento; pero, lo que yo he podido averiguar en este caso,
y lo que he hallado escrito en los Anales de la Mancha, es que él anduvo
todo aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y
muertos de hambre; y que, mirando a todas partes por ver si descubriría
algún castillo o alguna majada de pastores donde recogerse y adonde pudiese
remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del camino por donde
iba, una venta, que fue como si viera una estrella que, no a los portales,
sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Diose priesa a caminar,
y llegó a ella a tiempo que anochecía.
Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, destas que llaman del partido,
las cuales iban a Sevilla con unos arrieros que en la venta aquella noche
acertaron a hacer jornada; y, como a nuestro aventurero todo cuanto
pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que
había leído, luego que vio la venta, se le representó que era un castillo
con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su
puente levadiza y honda cava, con todos aquellos adherentes que semejantes
muros de la famosa ciudad de Lisboa; y es opinión que tiene las arenas de
oro, etc. Si tratáredes de ladrones, yo os diré la historia de Caco, que la
sé de coro; si de mujeres rameras, ahí está el obispo de Mondoñedo, que os
prestará a Lamia, Laida y Flora, cuya anotación os dará gran crédito; si de
crueles, Ovidio os entregará a Medea; si de encantadores y hechiceras,
Homero tiene a Calipso, y Virgilio a Circe; si de capitanes valerosos, el
mesmo Julio César os prestará a sí mismo en sus Comentarios, y Plutarco os
dará mil Alejandros. Si tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis de
la lengua toscana, toparéis con León Hebreo, que os hincha las medidas. Y
si no queréis andaros por tierras extrañas, en vuestra casa tenéis a
Fonseca, Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos y el más
ingenioso acertare a desear en tal materia. En resolución, no hay más sino
que vos procuréis nombrar estos nombres, o tocar estas historias en la
vuestra, que aquí he dicho, y dejadme a mí el cargo de poner las
anotaciones y acotaciones; que yo os voto a tal de llenaros las márgenes y
de gastar cuatro pliegos en el fin del libro.
»Vengamos ahora a la citación de los autores que los otros libros tienen,
que en el vuestro os faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil, porque
no habéis de hacer otra cosa que buscar un libro que los acote todos, desde
la A hasta la Z, como vos decís. Pues ese mismo abecedario pondréis vos en
vuestro libro; que, puesto que a la clara se vea la mentira, por la poca
necesidad que vos teníades de aprovecharos dellos, no importa nada; y quizá
alguno habrá tan simple, que crea que de todos os habéis aprovechado en la
simple y sencilla historia vuestra; y, cuando no sirva de otra cosa, por lo
menos servirá aquel largo catálogo de autores a dar de improviso autoridad
al libro. Y más, que no habrá quien se ponga a averiguar si los seguistes o
no los seguistes, no yéndole nada en ello. Cuanto más que, si bien caigo en
la cuenta, este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de
aquellas que vos decís que le falta, porque todo él es una invectiva contra
los libros de caballerías, de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo
nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón; ni caen debajo de la cuenta de sus
fabulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni las observaciones
de la astrología; ni le son de importancia las medidas geométricas, ni la
confutación de los argumentos de quien se sirve la retórica; ni tiene para
qué predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino, que es un género
de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento. Sólo
tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo; que,
cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere. Y,
pues esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y
cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no
hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la
Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de
santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas
y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo;
pintando, en todo lo que alcanzáredes y fuere posible, vuestra intención,
dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos.
Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a
risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se
admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de
alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal
fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de
muchos más; que si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco.
Con silencio grande estuve escuchando lo que mi amigo me decía, y de tal
manera se imprimieron en mí sus razones que, sin ponerlas en disputa, las
aprobé por buenas y de ellas mismas quise hacer este prólogo; en el cual
verás, lector suave, la discreción de mi amigo, la buena ventura mía en
hallar en tiempo tan necesitado tal consejero, y el alivio tuyo en hallar
tan sincera y tan sin revueltas la historia del famoso don Quijote de la
Mancha, de quien hay opinión, por todos los habitadores del distrito del
campo de Montiel, que fue el más casto enamorado y el más valiente
caballero que de muchos años a esta parte se vio en aquellos contornos. Yo
no quiero encarecerte el servicio que te hago en darte a conocer tan noble
y tan honrado caballero, pero quiero que me agradezcas el conocimiento que
tendrás del famoso Sancho Panza, su escudero, en quien, a mi parecer, te
doy cifradas todas las gracias escuderiles que en la caterva de los libros
vanos de caballerías están esparcidas.
Y con esto, Dios te dé salud, y a mí no olvide. Vale.
AL LIBRO DE DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Urganda la desconocida
Si de llegarte a los bue-,
libro, fueres con letu-,
no te dirá el boquirru-
que no pones bien los de-.
Mas si el pan no se te cue-
por ir a manos de idio-,
verás de manos a bo-,
aun no dar una en el cla-,
si bien se comen las ma-
por mostrar que son curio-.
Y, pues la expiriencia ense-
que el que a buen árbol se arri-
buena sombra le cobi-,
en Béjar tu buena estre-
un árbol real te ofre-
que da príncipes por fru-,
en el cual floreció un du-
que es nuevo Alejandro Ma-:
llega a su sombra, que a osa-
favorece la fortu-.
De un noble hidalgo manche-
contarás las aventu-,
a quien ociosas letu-,
trastornaron la cabe-:
damas, armas, caballe-,
le provocaron de mo-,
que, cual Orlando furio-,
templado a lo enamora-,
alcanzó a fuerza de bra-
a Dulcinea del Tobo-.
No indiscretos hieroglí-
estampes en el escu-,
que, cuando es todo figu-,
con ruines puntos se envi-.
Si en la dirección te humi-,
no dirá, mofante, algu-:
''¡Qué don Álvaro de Lu-,
qué Anibal el de Carta-,
qué rey Francisco en Espa-
se queja de la Fortu-!''
Pues al cielo no le plu-
que salieses tan ladi-
como el negro Juan Lati-,
hablar latines rehú-.
No me despuntes de agu-,
ni me alegues con filó-,
porque, torciendo la bo-,
dirá el que entiende la le-,
no un palmo de las ore-:
''¿Para qué conmigo flo-?''
No te metas en dibu-,
ni en saber vidas aje-,
que, en lo que no va ni vie-,
pasar de largo es cordu-.
Que suelen en caperu-
darles a los que grace-;
mas tú quémate las ce-
sólo en cobrar buena fa-;
que el que imprime neceda-
dalas a censo perpe-.
Advierte que es desati-,
siendo de vidrio el teja-,
tomar piedras en las ma-
para tirar al veci-.
Deja que el hombre de jui-,
en las obras que compo-,
se vaya con pies de plo-;
que el que saca a luz pape-
para entretener donce-
escribe a tontas y a lo-.
AMADÍS DE GAULA A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
Tú, que imitaste la llorosa vida
que tuve, ausente y desdeñado sobre
el gran ribazo de la Peña Pobre,
de alegre a penitencia reducida;
tú, a quien los ojos dieron la bebida
de abundante licor, aunque salobre,
y alzándote la plata, estaño y cobre,
te dio la tierra en tierra la comida,
vive seguro de que eternamente,
en tanto, al menos, que en la cuarta esfera,
sus caballos aguije el rubio Apolo,
tendrás claro renombre de valiente;
tu patria será en todas la primera;
tu sabio autor, al mundo único y solo.
DON BELIANÍS DE GRECIA A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
Rompí, corté, abollé, y dije y hice
más que en el orbe caballero andante;
fui diestro, fui valiente, fui arrogante;
mil agravios vengué, cien mil deshice.
Hazañas di a la Fama que eternice;
fui comedido y regalado amante;
fue enano para mí todo gigante,
y al duelo en cualquier punto satisfice.
Tuve a mis pies postrada la Fortuna,
y trajo del copete mi cordura
a la calva Ocasión al estricote.
Más, aunque sobre el cuerno de la luna
siempre se vio encumbrada mi ventura,
tus proezas envidio, ¡oh gran Quijote!
LA SEÑORA ORIANA A DULCINEA DEL TOBOSO
Soneto
¡Oh, quién tuviera, hermosa Dulcinea,
por más comodidad y más reposo,
a Miraflores puesto en el Toboso,
y trocara sus Londres con tu aldea!
¡Oh, quién de tus deseos y librea
alma y cuerpo adornara, y del famoso
caballero que hiciste venturoso
mirara alguna desigual pelea!
¡Oh, quién tan castamente se escapara
del señor Amadís como tú hiciste
del comedido hidalgo don Quijote!
Que así envidiada fuera, y no envidiara,
y fuera alegre el tiempo que fue triste,
y gozara los gustos sin escote.
GANDALÍN, ESCUDERO DE AMADÍS DE GAULA, A SANCHO PANZA, ESCUDERO DE DON QUIJOTE
Soneto
Salve, varón famoso, a quien Fortuna,
cuando en el trato escuderil te puso,
tan blanda y cuerdamente lo dispuso,
que lo pasaste sin desgracia alguna.
Ya la azada o la hoz poco repugna
al andante ejercicio; ya está en uso
la llaneza escudera, con que acuso
al soberbio que intenta hollar la luna.
Envidio a tu jumento y a tu nombre,
y a tus alforjas igualmente invidio,
que mostraron tu cuerda providencia.
Salve otra vez, ¡oh Sancho!, tan buen hombre,
que a solo tú nuestro español Ovidio
con buzcorona te hace reverencia.
DEL DONOSO, POETA ENTREVERADO, A SANCHO PANZA Y ROCINANTE
Soy Sancho Panza, escude-
del manchego don Quijo-.
Puse pies en polvoro-,
por vivir a lo discre-;
que el tácito Villadie-
toda su razón de esta-
cifró en una retira-,
según siente Celesti-,
libro, en mi opinión, divi-
si encubriera más lo huma-.
A Rocinante
Soy Rocinante, el famo-
bisnieto del gran Babie-.
Por pecados de flaque-,
fui a poder de un don Quijo-.
Parejas corrí a lo flo-;
mas, por uña de caba-,
no se me escapó ceba-;
que esto saqué a Lazari-
cuando, para hurtar el vi-
al ciego, le di la pa-.
ORLANDO FURIOSO A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
Si no eres par, tampoco le has tenido:
que par pudieras ser entre mil pares;
ni puede haberle donde tú te hallares,
invito vencedor, jamás vencido.
Orlando soy, Quijote, que, perdido
por Angélica, vi remotos mares,
ofreciendo a la Fama en sus altares
aquel valor que respetó el olvido.
No puedo ser tu igual; que este decoro
se debe a tus proezas y a tu fama,
puesto que, como yo, perdiste el seso.
Mas serlo has mío, si al soberbio moro
y cita fiero domas, que hoy nos llama
iguales en amor con mal suceso.
EL CABALLERO DEL FEBO A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
A vuestra espada no igualó la mía,
Febo español, curioso cortesano,
ni a la alta gloria de valor mi mano,
que rayo fue do nace y muere el día.
Imperios desprecié; la monarquía
que me ofreció el Oriente rojo en vano
dejé, por ver el rostro soberano
de Claridiana, aurora hermosa mía.
Améla por milagro único y raro,
y, ausente en su desgracia, el propio infierno
temió mi brazo, que domó su rabia.
Mas vos, godo Quijote, ilustre y claro,
por Dulcinea sois al mundo eterno,
y ella, por vos, famosa, honesta y sabia.
DE SOLISDÁN A DON QUIJOTE DE LA MANCHA
Soneto
Maguer, señor Quijote, que sandeces
vos tengan el cerbelo derrumbado,
nunca seréis de alguno reprochado
por home de obras viles y soeces.
Serán vuesas fazañas los joeces,
pues tuertos desfaciendo habéis andado,
siendo vegadas mil apaleado
por follones cautivos y raheces.
Y si la vuesa linda Dulcinea
desaguisado contra vos comete,
ni a vuesas cuitas muestra buen talante,
en tal desmán, vueso conorte sea
que Sancho Panza fue mal alcagüete,
necio él, dura ella, y vos no amante.
DIÁLOGO ENTRE BABIECA Y ROCINANTE
Soneto
B. ¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?
R. Porque nunca se come, y se trabaja.
B. Pues, ¿qué es de la cebada y de la paja?
R. No me deja mi amo ni un bocado.
B. Andá, señor, que estáis muy mal criado,
pues vuestra lengua de asno al amo ultraja.
R. Asno se es de la cuna a la mortaja.
¿Queréislo ver? Miraldo enamorado.
B. ¿Es necedad amar? R. No es gran prudencia.
B. Metafísico estáis. R. Es que no como.
B. Quejaos del escudero. R. No es bastante.
¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,
si el amo y escudero o mayordomo
son tan rocines como Rocinante?
Primera parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
Capítulo primero. Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo
don Quijote de la Mancha
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho
tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua,
rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero,
salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los
viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres
partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de
velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de
entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una
ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte,
y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la
podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de
complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo
de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada,
que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben;
aunque, por conjeturas verosímiles, se deja entender que se llamaba
Quejana. Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración
dél no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba
ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías, con
tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la
caza, y aun la administración de su hacienda. Y llegó a tanto su curiosidad
y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para
comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos
cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien como
los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su
prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más
cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en
muchas partes hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a mi razón se
hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la
vuestra fermosura. Y también cuando leía: ...los altos cielos que de
vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen
merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por
entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las
entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba
muy bien con las heridas que don Belianís daba y recebía, porque se
imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de
tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con
todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella
inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle
fin al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera,
y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo
estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar —que era
hombre docto, graduado en Sigüenza—, sobre cuál había sido mejor caballero:
Palmerín de Ingalaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del
mesmo pueblo, decía que ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si
alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula,
porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero
melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le
iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las
noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así,
del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro, de manera que vino
a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los
libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos,
heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y
asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella
máquina de aquellas sonadas soñadas invenciones que leía, que para él no
había otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz
había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el Caballero
de la Ardiente Espada, que de sólo un revés había partido por medio dos
fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio,
porque en Roncesvalles había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la
industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre
los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de
aquella generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, él
solo era afable y bien criado. Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos
de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos
topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma que era todo de oro,
según dice su historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de
Galalón, al ama que tenía, y aun a su sobrina de añadidura.
En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más estraño pensamiento
que jamás dio loco en el mundo; y fue que le pareció convenible y
necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su
república, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus
armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que
él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo
género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos,
cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor
de su brazo, por lo menos, del imperio de Trapisonda; y así, con estos tan
agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se
dio priesa a poner en efeto lo que deseaba.
Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus
bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que
estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor
que pudo, pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de
encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de
cartones hizo un modo de media celada, que, encajada con el morrión, hacían
una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte y
podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos
golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una
semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho
pedazos, y, por asegurarse deste peligro, la tornó a hacer de nuevo,
poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera que él quedó
satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia della, la
diputó y tuvo por celada finísima de encaje.
Fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía más cuartos que un real y más
tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa fuit, le pareció
que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban.
Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; porque, según
se decía él a sí mesmo, no era razón que caballo de caballero tan famoso, y
tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y ansí, procuraba
acomodársele de manera que declarase quién había sido, antes que fuese de
caballero andante, y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón
que, mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase
famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio
que ya profesaba. Y así, después de muchos nombres que formó, borró y
quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin
le vino a llamar Rocinante: nombre, a su parecer, alto, sonoro y
significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora
era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo.
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo,
y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don
Quijote; de donde —como queda dicho— tomaron ocasión los autores desta tan
verdadera historia que, sin duda, se debía de llamar Quijada, y no Quesada,
como otros quisieron decir. Pero, acordándose que el valeroso Amadís no
sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el
nombre de su reino y patria, por Hepila famosa, y se llamó Amadís de Gaula,
así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y
llamarse don Quijote de la Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy al
vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.
Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su
rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra
cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andante
sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma. Decíase él
a sí:
— Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por
ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros
andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o,
finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle
presentado y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga
con voz humilde y rendido: ''Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro,
señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el
jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me
mandó que me presentase ante vuestra merced, para que la vuestra grandeza
disponga de mí a su talante''?
¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso,
y más cuando halló a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree,
que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen
parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende,
ella jamás lo supo, ni le dio cata dello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a
ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y,
buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se
encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del
Toboso, porque era natural del Toboso; nombre, a su parecer, músico y
peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas
había puesto.
Capítulo II. Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el
ingenioso don Quijote
Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en
efeto su pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía
en el mundo su tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer,
tuertos que enderezar, sinrazones que emendar, y abusos que mejorar y
deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de su
intención, y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno
de los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobre
Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su
lanza, y, por la puerta falsa de un corral, salió al campo con grandísimo
contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su
buen deseo. Mas, apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un pensamiento
terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue
que le vino a la memoria que no era armado caballero, y que, conforme a ley
de caballería, ni podía ni debía tomar armas con ningún caballero; y,
puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel caballero,
sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos
pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas, pudiendo más su
locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del
primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo hicieron, según
él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas blancas,
pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un
armiño; y con esto se quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro que
aquel que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de
las aventuras.
Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo
mesmo y diciendo:
— ¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la
verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere
no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salidad tan de mañana,
desta manera?: «Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la
ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y
apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían
saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que,
dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del
manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero
don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso
caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de
Montiel».
Y era la verdad que por él caminaba. Y añadió diciendo:
— Dichosa edad, y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas
hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y
pintarse en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador,
quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina
historia, ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno
mío en todos mis caminos y carreras!
Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado:
— ¡Oh princesa Dulcinea, señora deste cautivo corazón!, mucho agravio me
habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de
mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de
membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor
padece.
Con éstos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus
libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto,
caminaba tan despacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que
fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera.
Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo
cual se desesperaba, porque quisiera topar luego luego con quien hacer
experiencia del valor de su fuerte brazo. Autores hay que dicen que la
primera aventura que le avino fue la del Puerto Lápice; otros dicen que la
de los molinos de viento; pero, lo que yo he podido averiguar en este caso,
y lo que he hallado escrito en los Anales de la Mancha, es que él anduvo
todo aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y
muertos de hambre; y que, mirando a todas partes por ver si descubriría
algún castillo o alguna majada de pastores donde recogerse y adonde pudiese
remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del camino por donde
iba, una venta, que fue como si viera una estrella que, no a los portales,
sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Diose priesa a caminar,
y llegó a ella a tiempo que anochecía.
Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, destas que llaman del partido,
las cuales iban a Sevilla con unos arrieros que en la venta aquella noche
acertaron a hacer jornada; y, como a nuestro aventurero todo cuanto
pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que
había leído, luego que vio la venta, se le representó que era un castillo
con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su
puente levadiza y honda cava, con todos aquellos adherentes que semejantes
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